9
Impropio de la gente bien
Al cabo de tres días de bochorno, con la ciudad aplastada por un vertedero de nubes inflamadas y oscuras como extraños animales envenenados, rompió una tormenta de viento y lluvia que duró desde las siete de la mañana a las cuatro y media de la tarde del viernes, 15 de octubre. Elsa se había despertado con el estruendo de los primeros goterones, espesos y abultados como cucharadas de gelatina, que empezaron a estrellarse con furia contra los cristales de la ventana de su dormitorio. Cuando se asomó para ver el jardín azotado por el diluvio, comprendió que de toda su vida apenas iban a sobrevivir a las inclemencias del olvido, avasallador como aquel aguacero, algunos recuerdos tal vez insignificantes que su hija Irene lograse retener entre los desperfectos que sin duda iba acumulando también en su memoria tanto empeño en desfigurarse y en terminar siendo irreconocible a fuerza de cirugía estética, algunas de aquellas historias de su juventud —en general estrafalarias— que Magdalena sacaba a colación con metódica y sonriente impertinencia, y quizás evocaciones fugaces y bienhumoradas de las pocas personas cuya amistad habían cultivado ella y Bob en Del Mar, o de los alegres desocupados a los que habían tratado con elegante confianza social en sus viajes por los cinco continentes. Ella no había dejado tras su paso por este mundo ninguna huella trágica, sublime o escandalosa. Cierto que había abandonado a su marido para irse con Bob, pero eso se había convertido con el tiempo, dentro de la familia Medina, en la divertida travesura de una mujer espabilada.
Decidió no mirar por ninguna ventana o balcón de cualquiera de las habitaciones de la casa, ni por el cierro del gabinete, hasta que escampase. Se instaló en el viejo cuarto de oraciones, interior y misteriosamente insonorizado, del que habían desaparecido el viejo aparador que, cubierto por una funda de terciopelo granate y con una imagen de la Milagrosa, hacía las veces de altar, y los dos reclinatorios en los que se arrodillaban todas las tardes Carmen Osorio y alguna de las visitas que, después de merendar, se quedaba también a rezar el rosario. En aquella habitación estrecha, y a la que no llegaba la borrosa luz natural del vestíbulo, no se oían los ajetreos de la casa ni el ruido a veces atronador de la calle Cordelería y de la calzada de los Infantes, y ni siquiera el rabioso relincho metálico de las motocicletas que, durante el tiempo en que la accesoria estuvo alquilada como taller de reparaciones y de trucaje de motores, acudían en tropel a las traseras de La Desembocadura y se entregaban a larguísimas e insoportables disputas de acelerones a escape libre. Un silencio tan invencible siempre había sido tomado en la familia por milagroso, pero ahora el antiguo oratorio, sin reclinatorios ni altar ni imagen de la Virgen, con una mesa camilla de faldones de loneta cruda y cuatro butacas de rejilla que Elsa no recordaba haber visto jamás en la casa —aunque sí estaba segura de que butacas muy parecidas a aquéllas, si no exactas, se las había encontrado en algún otro lugar—, tenía algo de vieja ermita abandonada primero, y convertida después en lugar de descanso para caminantes, que resultaba, más que acogedor, cómplice, como si no hubiera en toda la casa otro sitio en el que poder refugiarse a la hora del desaliento. Hasta allí no llegaba el sonido despiadado de la lluvia. Estaba encendida una antigua lámpara de techo, de pantalla de seda de color marfil y largos flecos muy delicados, cuyos extremos parecían disolverse en la luz de una bombilla muy débil que apenas llegaba a iluminar las manos de Elsa, extendidas sobre la mesa camilla como cachorros cautelosos de una vieja galga asustada por la tormenta.
Elsa había dejado la puerta entornada y, cuando escuchó el gemido rápido y despreocupado de las bisagras, sintió una rara punzada de alivio. Porque el que alguien la hubiese localizado la obligaba a mostrar su desánimo con el sonrojo de quien muestra un eccema muy desagradable, pero quizás fuese también un indicio de que su vida no se extraviaría por completo en el pozo insondable de la muerte.
—Hola, caníbal —dijo Magdalena—, ya veo que estás dispuesta a emprenderla a mordiscos con el presumido de Vladimir. Hasta ahora no me había fijado en lo que le has puesto en el brazo. No puedo creer que hayas guardado eso desde que hiciste la primera comunión.
Elsa se apresuró a recoger las manos y a esconderlas entre los faldones de la mesa camilla.
—No lo guardaba yo —dijo—. Me lo devolvió el otro día la niña Cari, ella era quien lo conservaba.
—El suyo se perdió —y Magdalena, con una sonrisa muy candorosa, reconoció que lo sentía, pero que a fin de cuentas se trataba de una pérdida muy venial—. Estuvo durante años en un cajón de tu cómoda, o de tu mesilla de noche, pero de pronto desapareció, creo que fue la primera vez que estuvieron aquí los Cronenberg. ¿Puedo sentarme? Leo siempre dice, cuando entra en este cuchitril, que se siente como si estuviera en cuidados intensivos.
Con ochenta años, Magdalena daba la impresión de no padecer más que un exceso de placidez, como si se hubiera prestado a algún tipo de embalsamamiento suave y prematuro que la mantenía inmune a las alegrías vibrantes y los padecimientos hondos y persistentes. No había estado seriamente enferma en toda su vida y, aunque parecía claro que le fallaba la memoria —ahora no recordaba haberle escrito a Elsa que la visita de los Cronenberg fue, en efecto, la causa de que su dormitorio acabase despojado de los últimos vestigios de su infancia y juventud en La Desembocadura—, el estado de risueña calma tan cercano a la taxidermia le permitía también no sentir la menor aprensión ante los profundos desamparos de la vigilancia intensiva.
—Espero que a Irene no se le haya ocurrido intentarlo —dijo Elsa, y se dio cuenta de que Magdalena no entendía del todo lo que había querido decir. Pero enseguida decidió que era preferible no insistir si, en caso de que su hija hubiese exigido a los médicos un último esfuerzo para prolongarle la vida aunque fuese de forma absolutamente artificial, nadie allí lo notaba o le daba importancia alguna.
—Se pasa el día adormilada —dijo Magdalena—. A veces pienso que la que está en las últimas es ella y no tú.
—Lleva semanas sin salir apenas de mi habitación y durmiendo en una butaca que, por cómoda que parezca, no tiene más remedio que dejarla baldada.
—El colchón de su cama lo cambiamos hace poquísimo —protestó Magdalena, más desconcertada que ofendida—. Cuando la pobre María Buena estuvo tan fastidiada con la vesícula, que yo creí que se nos iba, tomamos a una mujer para que se quedara con nosotros por las noches y nos pidió un colchón nuevo por sus problemas de columna.
—Yo me entiendo, Magdalena, yo me entiendo —dijo Elsa—. Claro que a veces hasta yo me olvido de las cosas que me pasan.
Magdalena puso cara de gran dama con bula para caer en atrevimientos modernos.
—Calenturas de muchachita educada de cualquier manera —dijo—. O de camastrón con la cabeza perdida. No puedo creer que a tu edad, y a punto de irte al otro barrio, sigas teniéndole ganas a ese soldaducho con pintas de figurante de zarzuela.
Estaba claro que Magdalena había terminado por admitir la maliciosa teoría de Leonel, para quien Vladimir no era más que un cosaco sin graduación que se aprovechaba de su aparatoso uniforme de gala, tan exótico y recargado, para aventar fatuas pretensiones de oficial de confianza de los zares.
—La niña Elsa Medina Osorio sigue teniendo ganas de él —dijo Elsa, con la golosa resignación de quien admite una debilidad mal vista, pero muy gustosa.
—Comprendo que a todo el mundo le parezca cosa de viciosas —Magdalena daba la impresión de calibrar honradamente, mientras hablaba, la gravedad de su coquetona falta de perspicacia—, pero debo confesarte que, a mí, me parece más bien cosa de pobres. Cualquiera diría que fuiste una niña mal alimentada… Seguro que mamá vuelve a morirse del disgusto cada vez que dices eso.
—¿La gente bien no tiene esa clase de ganas, darling?
Magdalena dijo entonces con mucho aplomo:
—Naturalmente que la tiene. Pero la gente bien nunca se queda con ganas de nada, querida.
—Ya sabes cómo somos en Norteamérica. —Elsa incluso dejó en aquel momento que sus palabras sonaran gangosas, contaminadas por la fonética campechana del inglés de ultramar—. Reconozco que flojeamos en los modales, pero no nos damos por satisfechos con cualquier cosa.
—A veces es preferible quedarse con lo que cae más cerca, darling —Magdalena hacía una imitación perfecta de los dengues bilingües de su hermana—. Como dice Leo, en Portugal no hay mujer que se sienta escasa.
—Siempre sospeché —dijo Elsa, aunque ahora parecía dirigirse a sí misma— que Leonel Antunes de Almeida abarcaba mucho y apretaba poco. Pero se ve que no sólo le cundían las dos manos, también le cundía la lengua.
—No sé qué tal andará de lengua Vladimir —Magdalena sonreía como si el interior de la boca del cosaco se le antojase de pronto el colmo del quiero y no puedo—. Pero el pobre tendrá que echar el resto, si se tiene en cuenta que con la lengua del pobre Álvaro Soto y con la del pobre Bob no has tenido bastante.
De repente, Elsa se sentía bien. Sin duda, seguía diluviando y la lluvia podía terminar borrando el mundo, desmoronando las cuatro estaciones, derribando los puntos cardinales, disolviendo para siempre el rastro de su vida, pero Magdalena tenía la virtud de devolverle los deseos que parecían marchitos e irrecuperables, poseía el don del resentimiento afectuoso, esa prodigiosa capacidad para revivir antiguos y adormecidos agravios que lograban que ella se sintiera otra vez joven, ávida, desconsiderada y con ganas de disfrutar.
Desde luego, la idea de que Vladimir el Cosaco no era un oficial aguerrido Y cargado de honores, sino un simple soldado de tropa sorprendido por sus captores durante un paseo dominguero, no era sólo un infundio del que Leonel, por pura envidia echaba mano en cuanto se le presentaba la oportunidad, sino que había contado con la vocinglera adhesión de todos los hombres de la familia Medina —exceptuando naturalmente a Genaro Medina Jones— desde el mismo día en que Valentín Medina Ríos, el padre de Genaro, compró la casa a mediados de 1879, tras un caudaloso, aunque efímero, golpe de fortuna. La casa se llamaba entonces Villa Leonor, y lo primero que hizo Valentín fue poner en el vestíbulo, como un centinela a quien se encomendaba la defensa e incluso el prestigio social del hogar que pensaba formar sin pérdida de tiempo el joven aventurero, a aquel arrogante guerrero de caoba, de tan noble y contundente planta, del que aseguraba haberse adueñado en Rostov, capital de los cosacos del Don, después de un estrepitoso duelo a pistola con el a todas luces atolondrado e insensato gobernador de la ciudad. Valentín contaba la historia sin vacilar lo más mínimo ante el cúmulo de contradicciones, anacronismos e incongruencias que circulaban por ella con el mayor desparpajo, y la adornaba con multitud de detalles estrafalarios que conseguían crear la encantadora atmósfera y el fantasioso diseño de producción de las primeras películas mudas de incansables bucaneros, palaciegas intrigas orientales y ajetreados espadachines siempre vestidos con intuitiva exuberancia medieval. La verdad se la imaginaba todo el mundo —Valentín Medina Ríos se había hecho con Vladimir en cualquier confuso trapicheo del que había obtenido, seguramente sin proponérselo, aquel fruto tan extravagante—, pero nadie podía negarle a la figura del cosaco un encanto extranjero y muy varonil al que rendían homenaje, con descaro muy malicioso, todas las mujeres de la familia, ya fueran Medina por nacimiento o por matrimonio. Pero en cuanto una de ellas, cualquiera que fuese su edad y su estado civil, hacía pública su admiración por el misterioso militar ruso, sus parientes varones más cercanos iniciaban una concienzuda labor de descrédito contra el cosaco cuyo primer paso era, invariablemente, negarle el grado de oficial y reducirlo a marmolillo de tropa lo bastante tonto como para dejarse cazar por un pelanas desnortado como Valentín. Se trataba, por lo general, de un juego ligero y sin consecuencias, aunque a veces provocaba reproches subidos de tono y enfados que se enquistaban durante días y sacaban a relucir conflictos mayores y más amargos. Valentín se había encargado además de poner en circulación y enrevesar día a día una leyenda de desdichadas mujeres rusas —campesinas, damas de alcurnia e incluso imposibles abadesas y monjas de clausura de monasterios inverosímiles— que habían echado su vida a perder por dejarse besar por aquel gallardo capitán del ejército más selecto y sanguinario de los zares, al que él mismo había bautizado con el nada imaginativo nombre de Vladimir, y de recién nacidos marcados también por el fatídico beso en un imperdonable descuido de sus madres. De ahí que lo primero que hiciera Santos Medina Ríos cuando le compró la casa a su hermano fuera cambiarle el nombre de Villa Leonor por el de La Desembocadura y, después, tratar de encontrar comprador para la figura de caoba o, al menos, algún inconsciente dueño de almoneda dispuesto a guardarla en depósito. En nombre de la tal Leonor, fuera quien fuese —había sobre ella rumores de una sola y alucinada noche de adulterio, vengada por el engañado marido con una copa de moscatel envenenado—, nadie manifestó queja alguna, y la gente se acostumbró enseguida a referirse a la casa de muros de piedra cobriza y tejados cárdenos por su nueva denominación, incontestable a fin de cuentas dada su ubicación frente al estuario del río, de cara a aquel paisaje de aguas mezcladas y variables tonalidades grisáceas y al lujurioso recogimiento del Coto. En cambio, Isabel García Salazar, la mujer de Santos Medina, se opuso tajantemente, con razones llenas de temor supersticioso, a que se expulsara a Vladimir, y desde ese momento ningún Medina de sangre o por vínculo conyugal lograría despojar al cosaco de su tenebroso atractivo, por brutales que fuesen las chanzas y las maledicencias perpetradas contra él. «Leonel sería el primero en lograrlo, querida, y me cuesta trabajo creerlo, pero supongo que menosprecio el temperamento portugués», pensó Elsa, y recordó cómo Magdalena —que la miraba ahora con cariñosa condescendencia a los ojos— tenía desde muy pequeña la irritante habilidad de adivinarle el pensamiento.
—María Buena está con un disgusto horroroso —dijo Magdalena—. Espero que lo hayas notado, por lo menos ella ha hecho todo lo posible para que te des cuenta. Dice, y no le falta razón, que Anselmo no es menos que la niña Cari. Si la invitas a ella a la fiesta, invítalo también a él.
—No compares, darling. La niña Cari es como de la familia.
—¿Y María Buena no? Se ve que cuando llegaste a América todavía se llevaba tener esclavos y te fascinó.
—Hablas como una zangolotina, Magdalena.
—Hablo como una verdadera Medina. En nuestra familia siempre hemos tenido a gala ser muy detallistas con el servicio.
—Sin exagerar, sweet heart, sin exagerar. Una cosa es regalarle polvorones en Navidades a la cocinera, y otra casarse con el criado para todo de unos nuevos ricos de Burbank o de por ahí.
—Mucho cambiar el altramuz de cama y mucho transatlántico, pero te vas a morir sin saber lo que es un lujo como Dios manda.
—Se ve que hay lujos, portugueses sin ir más lejos, que la ponen a una muy ordinaria. Hablas como una del arroyo.
—A mí nunca tuvieron que ponerme una señorita particular para enseñarme modales, cariño. Claro que seguramente tienes ya la cabeza perdida y no te acuerdas de lo cafre que eras, pero a ver si te crees que, por mucho rifarlo, te cambia el color del bigudí como si fuera un camaleón.
—Te confundes de bicho, Magdalena Medina de Antunes de Almeida. Será que la lamprea no sabe lo que come.
—O es que me imagino lo que se desfigura el permanganato en manos de un zopenco yanqui y medio mormón, Elsa Sheenan —Magdalena pronunció el apellido postizo de su hermana con una precisión deslumbrante—. Pero, al final, aquí estás, hecha una Medina Osorio, te guste o no te guste. Así que haz el favor de tener con María Buena un poco de consideración.
—¡Pobre Bob! —dijo Elsa—. Siempre se lavaba las manos cuando se metía conmigo en la cama, y siempre salía corriendo a volver a lavárselas cuando daba por concluida la operación.
Las dos se echaron a reír al mismo tiempo. Muchas veces, cuando Magdalena no era más que una adolescente zascandil y Elsa quería demostrar a todas horas que conservaba la lozanía interior de la juventud, pese a haber cumplido los veinticinco años sin un pretendiente decidido a proponerle noviazgo formal, se reían así, a la vez y jaleándose las carcajadas la una a la otra, como si compitiesen por ver quién era capaz de desternillarse del modo más escandaloso. Carmen Osorio o Lorenza, o las dos juntas, venían corriendo desde cualquier lugar de la casa en el que estuviesen para reclamar un poco de moderación, pero rara era la ocasión en la que no terminaban contagiándose del jolgorio como colegialas en la edad del pavo. Entonces, como ahora, la casa entera se llenaba de aquellas risas que parecían el reflejo de una injustificada, pero indomable felicidad, como si en aquella familia todo el mundo estuviera empeñado en inventarse razones para sufrir, o al menos para pasar malos ratos o para preocuparse o para aburrirse, o para demostrarse ojeriza unos a otros o encender rencillas por los motivos más nimios, sin lograrlo nunca del todo. En el momento más inesperado, y con una frecuencia que a veces llegaba a resultar descabellada, alguien rompía a reír —incluso Jesús Medina, que tenía una risa muy cómica, empecinada en no prescindir de su patriarcal severidad— y aquella risa se soltaba, se dilataba, se troceaba, se repartía igual que la comida o el agua o el periódico que Miguel, el chófer, traía todas las mañanas —y que, una vez leído por Jesús Medina, enseguida terminaba con cada hoja por su sitio, en manos de Carmen y de sus hijos y de las criadas— o las noticias curiosas o divertidas o tristes que llegaban a La Desembocadura en boca de la costurera, o de Palmera el manicura, o de las visitas. Un día, en medio de uno de esos ruidosos júbilos familiares, llamaron a la puerta y era un matrimonio forastero que paseaba en aquel momento por delante de la casa y, al oír desde la calle la bulla festiva, no había podido resistir la tentación de intentar incorporarse a la diversión; María Buena, que ya había entrado a servir para ayudar en el cuerpo de casa y fue la que acudió a abrir, muerta de risa, tardó cinco minutos en explicar que aquello, aunque lo pareciese, no era un circo y que allí, algunas veces, a todo el mundo le daba la chaladura al mismo tiempo.
«Ahora seguro que está escuchando cómo nos reímos, y se imaginará que nos estamos burlando de ella», pensó Elsa. María Buena siempre había sido tan suspicaz que Elsa y sus hermanos se divertían mortificándola. Pero cuando se enteró de la muerte de Anselmo —y sin duda porque la propia Magdalena en su carta parecía reprocharse y reprocharles a todos sus hermanos, con medias palabras, las faltas de caridad cometidas con la infeliz criada—, Elsa empezó a tener confusos remordimientos que le hacían imaginarse muchas veces a punto de ofender sin querer a aquella recelosa mujer que había pasado a ser, en efecto, una más de la familia. Dejó de reír, con un leve mohín de alarma, como si temiera atragantarse, y Magdalena, que intentó inútilmente prolongar unos segundos el ataque de hilaridad, dijo:
—Un poco más, y terminamos hablando como Clarita Montero. Y no me digas que te acuerdas de ella, y del tabardillo de Antonio Luque, porque no me lo voy a creer.
—Me acuerdo estupendamente de Clarita —Elsa se alegró de que su hermana la distrajese de los tenaces reproches de María Buena—. ¡Pues no la paseaba poco la prima Ángela Galván, para que todos viéramos lo rubísima y preciosísima que era su niña…!
—La verdad es que lo era. Como decía su padre, el pavitonto de Manolito Montero, parecía finlandesa, y no me preguntes por qué finlandesa y no cualquier otra cosa de las de por ahí arriba, Manolito Montero siempre fue igual de vaina. El caso es que era una muñeca, tan rubia, tan sonrosadita de cara y con aquellos ojos tan celestes. Y su madre la llevaba hecha un primor. Pero cuando la niña empezó a hablar, de verdad que la escuchabas y no podías creerlo. Todo lo que le salía a la chiquilla de la boca era cateto a más no poder.
—Ángela siempre fue muy educadita y hasta un poquito cursi.
—Y Manolito Montero, rebobinadito y cursi hasta decir basta. Ya sabes que había nacido y se había criado, como él decía, en el mismísimo Valladolid, y se murió, de un cáncer de los linfáticos, tan latosos, que otros son más fulminantes y, mira, hija, todo el mundo sufre menos, pero el suyo fue de los largos y de los dolorosísimos, pero ya te digo, el pajolero se murió pronunciando todos los «bacalados» y todas las eses divinamente. Pues, nada, su Clarita como si fuera hija de Macario, el aguador, que ya te acordarás de lo brutísimo que era.
Elsa, de pronto, oyó el grito de Macario anunciando el agua que llevaba por las casas en grandes tinajas encajadas en armazones de madera y transportadas por su recua de burros, antes de que en los domicilios particulares más pudientes empezaran a instalarse las cañerías. Era un grito oscuro, primitivo, sembrado de palabras desfiguradas e ininteligibles y de parrafadas impenetrables, un grito como la berrea de algún bicho encabritado. Pero al instante comprendió que se trataba de un espejismo de su memoria.
—Claro que me acuerdo —dijo—. Tú, de pequeña, te echabas a llorar cuando oías el grito de Macario.
—La que lloró lo que no está en los escritos fue la pobre Ángela. Y es que la niña, cuando empezó a decir mamá, no decía mamá, sino «omá», y no decía papá, sino «opá», y ya más mayorcita no decía que tenía hambre, sino «jambre». Y así todo. Al principio, le echaron la culpa a la niñera, que era una de La Colonia, pero la despidieron y no sirvió de nada. Y luego, en el colegio, tampoco hubo nada que hacer. Y lo peor era que la chiquilla sufría, claro, porque los demás niños se metían con ella y la llamaban paleta, costrosa y perrerías así. Y se convirtió en una muchacha rara y muy metida para adentro, pero por lo visto es que no lo podía remediar. Qué sé yo, por más que se mataran por enseñárselo la pobre Ángela y el litri de Manolito Montero, que para él aquello era peor que si lo acusaran de ser hijo natural, Clarita no decía, por ejemplo, que estaba fatigada, que es lo que dicen la señoritas bien, sino que estaba «estrozá» y, claro, aquello para casi todo el mundo era cosa de mucho clufleo, pero no para Ángela ni para Manolo ni para la misma chiquilla. Para ellos era un quinario. Hasta que apareció ese Antonio Luque, y pasó la desgracia que pasó.
Elsa recordó entonces cuánto le había impresionado la muerte de los jóvenes amantes, cuando Magdalena le dio la noticia a su manera escueta, pero cargada de amagos de aclaraciones sin cuajar y de sobrentendidos tan propicios a las adivinaciones Y las sospechas: «Hoy, cuando por fin he encontrado un rato y fuerza de voluntad para escribirte esta carta, es domingo y acabo de volver del funeral por la pobre Clarita, la hija de Manolo Montero y de la prima Ángela Galván. Yo creo que a la criatura no debieron hacerle las exequias y enterrarla sola, porque si ella y Antonio Luque se tiraron juntos al pozo de la bodega de la calle Almonte fue porque se querían de verdad, nadie hace una cosa así porque le dé una ventolera. Pero esto sólo me atrevo a decírtelo a ti, y lo único bueno es que a ella la han enterrado en sagrado, con él no sé lo que han hecho, aunque si ha dependido de Manolo, y de toda la gente bien y hasta del cura, nada me extrañaría que lo hubieran tirado a un estercolero. El muchacho también acababa de cumplir veintiún años y era el vivo retrato de su madre, una zurcidora de El Palmar, un poco jaquetona pero guapísima, que hay que oírla por lo visto en la puerta de la plaza, llorando a lágrima viva, soltando maldiciones contra todos los señoritos de mala madre y todos los cuervos con sotana por lo que le habían hecho a su niño».
¿Eran ésas las frases exactas que Magdalena había escrito? Elsa estaba segura, por poco razonable que fuese, después de tanto tiempo. A vuelta de correo, como siempre que recibía graves noticias que le recordaban la emocionante crueldad del beso del cosaco, le había mandado a su hermana cinco cuartillas llenas de preguntas que obtuvieron, de forma dispersa y desordenada y en cartas separadas entre sí hasta por tres o cuatro meses, respuestas cautelosas que, a pesar de todo, permitieron a Elsa imaginar la historia entera de los desdichados Clara y Antonio. No le cabía la menor duda de que Clara Montero Galván llevaba en la base del cuello, junto a la clavícula izquierda, la marca de color café de los labios de Vladimir, por más que Magdalena le comunicase que la piel de la niña de Ángela se había ido llenando poco a poco de lunares y de pecas que hacían imposible distinguir la huella del beso. Comprendía muy bien, y la conmovía hasta lo más profundo de su alma, la naturaleza de aquel amor amarrado terca y desesperadamente a una manera de hablar, como una barca ensogada a los pilotes de un muelle en medio de una pavorosa tormenta. De nada había servido que Ángela Galván se esmerase en vestir a su hija como a una princesa, en no pocas ocasiones con colores demasiado dulzones y con un exceso de jaretas y tiras bordadas que la hacían parecer empalagosa y antigua, porque bastaba con que la niña rompiese a hablar para que se desbaratase todo el efecto delicado y muy frágil que Clara producía a primera vista —una apariencia tan rubia y vaporosa que llegaba a dar la impresión de ser transparente en determinadas horas del día—, y aquel enturbiamiento catastrófico de una belleza tan etérea, por culpa de la áspera y espesísima pronunciación de todas las palabras que se atrevía a decir en contra de la severa advertencia de sus padres de que se mantuviese calladita aun a riesgo de parecer sordomuda, acabó siendo un obstáculo insalvable para los muchachos que, seducidos por su aspecto lírico y su melancolía silenciosa, se decidieron a pretenderla. Pero apareció Antonio Luque, con su estatura aventajada y su fortaleza cálida y vivaz y la mirada entusiasta de sus grandes ojos de color aceituna, y sobre todo con una manera de hablar exacta a la de ella, una abrupta retahíla de sonidos oscuros y vocablos desfigurados que parecían negados para la dulzura y para el murmullo cariñoso y apacible, pero en los que latía —y en los que Clara encontró— una capacidad de amor tan apasionado y tan atento que ella se juró a sí misma no dejarlo escapar por nada del mundo. Y si ella decía que se había quedado «estroncá» y por eso llegaba «ajigaíta» a encontrarse con Antonio —en lugar de susurrar con un hilo de voz que, estando profundamente dormida, se había despertado sobresaltada y, por mucho que se había apresurado, imposible no llegar con siete minutos de retraso y con aquel sofoco—, los dos comprendían que la ansiedad por verse era más fuerte que todas las murallas que se levantaran en su contra; y si él llegaba con la mano aparatosamente vendada y balbuceaba que se había «jincao» un «jierro» y le habían «endiñao» la del tétano, y ella le besaba la venda con infinita ternura y le juraba que no iba a separar los labios de aquella mano «jería» hasta que no se le curase «der to», aunque tuviera que morirse «esmayá», aquella temblorosa conversación tenía el mismo misterio sonámbulo que una rima de Bécquer, la misma pureza sentimental que las hermosas quejas que Shakespeare puso en boca de Julieta y de Romeo, y los dos sabían que nada ni nadie lograría arrancar al uno del otro, por hondos que fuesen los fosos que abrieran para separarlos. Clara Montero Galván y Antonio Luque se habían conocido en el patio de la bodega de la calle Almonte una mañana de principios de septiembre, junto al pozo que acogería en sus aguas piadosas, antes de que se cumpliera un año desde el encuentro de la hija de los señoritos y el hijo de la zurcidora, su último acto de amorosa desesperación; ella había ido a la bodega acompañando a su padre, que tenía que comprar, beneficiándose del descuento para los accionistas, media docena de botellas de Barbiana —manzanilla pasada de mucha calidad— para cumplir con un compromiso, y él andaba atendiendo por peonadas las labores de apoyo de la vendimia, y Antonio le pidió a la muchacha que se vieran aquella misma tarde y ella le dijo que sí, estremecida al reconocer la devoción de un hombre en un ceceo tan apretado como el suyo, y aquella tarde se las arreglaron para verse apenas unos minutos, y siguieron viéndose a escondidas y lograron prolongar cada vez más los encuentros secretos, hasta que ya no pudieron esconderse y todo el mundo acabó al tanto de aquella fervorosa historia de amor a la que Manuel Montero, sobre todo, pero también Ángela Galván se opusieron tajantemente. Cuando sacaron del pozo los cuerpos de los jóvenes suicidas, separados a la fuerza por los seis hombres que, turnándose, tardaron un día entero en deshacer un abrazo que en la muerte ya nadie podría impedir que fuera eterno, el padre de Clara ya tenía decidido lo que contarle a todo el que quisiera oírlo y, después, declarar en el juzgado y confiarle al párroco de Santa Águeda: su hija había sido obligada a arrojarse al pozo por aquel Antonio Luque al que no podía darse cristiano entierro, como si eso, y toda la sucia maledicencia que a partir de aquel momento cayó sobre el muchacho, pudiera ya importarle o ensuciarle el corazón a quien tanto había amado.
—Y si ese Antonio Luque —añadió Magdalena— va a venir a tu fiesta, no sé por qué no puede venir Anselmo.
Elsa ya había tenido ocasión de comprobar que la memoria toma a veces atajos fulgurantes, y que quizás toda la detallada rememoración del amor de Clara y Antonio había aflorado entera en tan sólo unos segundos. O tal vez Magdalena no había parado de hablar mientras ella recordaba. Tal vez había dejado de llover. Quizás en cualquier momento aparecerían María Buena o Irene para avisar de que ya estaba puesta la mesa para la comida.
—Magdalena —dijo—, creía que te dabas cuenta de que con Antonio Luque se portaron todos como unos canallas y que, por lo menos, le tenías lástima.
—Le sigo teniendo más que lástima a ese muchacho —replicó Magdalena—; le tengo ley. Pero ahora no me refiero a eso. Lo que quiero decir es que Antonio Luque no era precisamente un Fitz James Stuart, y si nos ponemos protocolarios y pedimos papeles del juzgado o de la Santa Madre Iglesia, no llegó a formar parte de la familia Medina. Aunque sólo fuera por antigüedad, y porque lo de María Buena y él duró mucho más que lo de Antonio y Clarita, Anselmo tiene hasta derecho a que lo invites.
—Está bien, darling —dijo Elsa—, no hace falta que te pongas tan pesada. Lo invitaré.
Horas más tarde, durante la comida, Elsa sintió sobre ella, sin un solo instante de alivio, la mirada reprochadora de María Buena. Ni siquiera Leonel, que también hizo comentarios burlones sobre el lazo rosa con la hambrienta leyenda que ahora lucía Vladimir en el brazo, consiguió distraerla del todo del apesadumbrado resentimiento de la criada, alerta junto al aparador como uno de esos pobres agraviados por algún desafuero municipal que se pasa semanas a la puerta del Ayuntamiento, en espera de un acto de justicia reparadora que no se producirá nunca.
—Te aseguro, cuñada —dijo Leonel—, que ahí no hay mucho donde morder. La única vez que ese papafrita estuvo de veras despampanante fue cuando le puse la cachiporra en la portañuela.
Fue una broma grosera que Magdalena, en una de aquellas cartas exultantes que le escribió durante los primeros meses de su matrimonio con el guapísimo e improbable tenista portugués, le había contado con mucho desbarajuste de palabras que no significaban lo que debían significar. Según había podido deducir Elsa, el zángano de Leonel no había encontrado mayor entretenimiento que meterle al cosaco bajo el calzón, con una inclinación de cuarenta y cinco grados, un palo duro, y del tamaño del antebrazo de un chiquillo, que le proporcionaba a Vladimir una dotación tan vistosa y provocativa que a punto estuvo de convertirse en la atracción del año. Por fortuna, Carmen Osorio se sintió obligada a tomar cartas en el asunto y, puesto que nadie que ella conociese, hombre o mujer, estaba dispuesto a aliviarle al arrogante soldado ruso la inflamación —ni siquiera Herminio López, el practicante que la había sacado del apuro cuando hubo que ponerle calzoncillos a Vladimir por orden de Jesús Medina—, tuvo que reclamar los servicios del sacristán de la parroquia de Santo Tomás, que sumaba a su condición de buen conocedor de antídotos piadosos contra las tentaciones un gran espíritu de servicio, y que se puso manos a la obra con mucho tacto y muy azorronada delectación. La cara de desilusión que se le quedó al sacristán cuando descubrió que la causante del promontorio que lucía Vladimir bajo los faldones de la casaca, a la altura de la entrepierna, era una simple vara de morera dejó muy desconcertada a Carmen Osorio, quien desde luego no puso ningún inconveniente para que el sacristán se llevara el palitroque como recuerdo, y al cabo de muchos años, cuando el sacristán murió en el cuartito sin ventanas en el que dormía en la trasera de la parroquia, encontraron en su mesilla de noche, junto al rosario y el Kempis, la vara de morera muy desgastada por algún uso sobre el que los empleados de la funeraria que acudieron a amortajar al difunto y a acomodarlo en un modesto ataúd se dedicaron alegremente a elucubrar.
—Muchos pecados se confesaban sólo porque me habían mirado —estaba diciendo Leonel, muy fanfarrón, mientras María Buena retiraba los segundos platos y anunciaba en un tono gemebundo que había arroz con leche de postre.
Pero tampoco el grotesco episodio de la vara de morera y su devoto sacristán, recordado por Elsa con sorprendente precisión gracias a los muchos detalles aportados por Magdalena en su carta a pesar de la palabrería inadecuada, había podido librar a la vieja dama agonizante de la incomodísima sensación de saberse observada sin desmayo por María Buena con un dolor resentido y exigente. Cuando, terminada la comida, pasó por su lado antes de abandonar el comedor, le dijo:
—Anselmo vendrá a la fiesta, deja ya esa cara de mártir.
Ni siquiera volvió la cabeza o desvió la mirada para comprobar la reacción de la sirvienta. Elsa estaba segura de que María Buena nunca la perdonaría del todo, ni aunque comprobase que Anselmo había recibido la invitación.
Subió a su dormitorio. La lluvia se pegaba a los cristales de la ventana como un velo tupido y hacía irreconocibles el jardín, los grandes ventanales y la azotea del gimnasio, la fachada trasera del restaurante. «Genaro no vendrá hoy», pensó. Se sentó en el escritorio y cogió uno de los tarjetones que su madre había guardado allí, como si hubiera tenido el presentimiento de que su hija Elsa los necesitaría al final de su vida.
Entonces, se dio cuenta de que nunca había sabido los apellidos de Anselmo. Hizo girar durante unos segundos la pluma entre sus dedos, y finalmente escribió: «Elsa Medina Osorio tiene el gusto de invitar a Anselmo, el novio de María Buena, a quien ella no olvida, a la Fiesta de la Agonía que tendrá lugar en La Desembocadura a partir del mediodía del jueves 21 de octubre». Metió el tarjetón en un sobre y dijo en voz alta:
—Se lo daré a la niña Cari en cuanto venga.
—Llueve mucho —dijo la niña Cari—. Todavía no he encontrado a Laura Ortiz Medina. Los demás han dicho que vendrán.
Elsa, sobresaltada, miró hacia la puerta de la habitación. Allí estaba la niña Cari, abrigada como siempre hasta la barbilla, pero alguien se había preocupado sin duda de protegerla con extremo cuidado contra el diluvio. A su espalda, Javier Medina Hidalgo parecía un vigilante alerta y desconfiado, como si temiera que el techo de la habitación pudiese hundirse en cualquier momento bajo el pesado redoble de la lluvia.
—Nunca he sentido que la tierra se hundiera bajo mis pies y que el corazón se me rompiera de felicidad por eso —dijo Elsa con una sonrisa melancólica, y aquellas palabras, apagadas y entristecidas, sonaron como si su voz llegara de aquel pozo en el que Clara Montero Galván y Antonio Luque se habían ahogado voluntariamente.
—Te fuiste al otro lado del mundo —murmuró la niña Cari.
—Pobre Bob —dijo Elsa—. Hizo todo lo que pudo.
Recordó de pronto la cara de estupor de Bob cuando ella volvió de aquella especie de quirófano temerario y abigarrado, escondido en un callejón de las proximidades del puerto de San Diego, al que acudían bravucones marines y rudos camioneros a tatuarse sirenas obscenas o serpientes enroscadas en brazos patibularios. El negro gigantesco y vestido con ropa militar, que incrustaba los tatuajes en la carne sin que pareciese reparar en el daño que ocasionaba, apenas se permitió durante un momento una expresión de burlona sorpresa al ver aparecer a Elsa en un lugar tan inapropiado para una señora. También aquel día llovía como si el cielo estuviera derrumbándose.
Elsa buscó la mirada de la niña Cari.
—Acércate —le pidió—. El otro día te prometí enseñarte algo.
Cuando la niña Cari llegó a su lado, Elsa reconoció el olor de las casas deshabitadas.
—Desabróchame la camisa. El pobre Bob siempre se aturullaba.
Los dedos de la niña Cari se parecían a su respiración. Elsa se acordó en aquel momento de una historia terrible que le oyó contar a Lorenza cuando ella era muy chica: un náufrago desfalleció y se ahogó a sólo unos metros de la orilla, cerca de Montijo. Le cogió suavemente las manos a Cari para que se tranquilizase. Era como ayudar a un náufrago a llegar a tierra.
Cuando vio en el cuello de Elsa el beso del cosaco, Cari empezó a llorar en silencio.
—Has vuelto a pintártelo —dijo por fin.
—No está pintado. Está grabado a fuego.
—¿Cuándo te lo hiciste?
—Nada más llegar a América. Me moría de ganas.
Los dedos de la niña Cari se posaron como pájaros heridos en la quemadura que tenía la forma de los labios de un hombre, y la acariciaron con la dolorosa delicadeza de los besos que se dan a los moribundos. Elsa cerró los ojos. Los cristales de la ventana vibraron, como si la lluvia se hubiera desprendido de ellos igual que un esparadrapo que hubiese estado protegiendo un corte en una mejilla. Como nadie nunca la había acariciado así, Elsa comprendió que el tiempo tenía la misma profundidad que su desventura. Eran las cuatro y media de la tarde, y al cabo de unos minutos dejó de llover.