Capítulo 11

Capítulo 11

Alice le estaba diciendo que muchos hombres se excitaban con las mujeres diminutas, ¿se daba cuenta de ello?

Parker se daba cuenta. Era una muñequita perfecta, de pelo rubio y ojos azules, pechos hermosamente formados y piernas bien torneadas. Llevaba un vestido verde que realzaba las femeninas curvas de su cuerpo, tenía las piernas cruzadas y balanceaba un pie calzado con un zapato verde de tacón alto.

—Leo muchas de esas revistas para hombres… —confesó él.

—Ajá —asintió ella con entusiasmo. El vaso en la mano derecha, el cigarrillo en la izquierda.

—Y aparecen un montón de cartas escritas por hombres que se excitan con toda clase de mujeres.

—Ajá.

—Como, por ejemplo, hombres que se sienten atraídos sexualmente hacia mujeres con problemas de espalda.

—¿Problemas de espalda? —se extrañó Alice.

—Sí. Mujeres que usan tensores.

—Entiendo.

—Y hay hombres que se excitan con mujeres que solamente tienen un brazo.

—Ajá.

—O incluso con las que han perdido los dos.

—Ajá.

—O con mujeres que son daltónicas.

—Daltónicas, sí.

—Pero jamás he leído ninguna carta de un hombre que sé sintiera sexualmente atraído por las enanas. Me pregunto por qué. Quiero decir, yo te encuentro muy atractiva, Alice.

—Bueno, gracias. Eso es precisamente lo que estaba diciendo. Muchos hombres se excitan con las enanas.

—Puedo entenderlo perfectamente.

—Es lo que se llama el Síndrome de Blancanieves.

—¿Es así como se le llama?

—Sí, porque ella vivía con esos siete enanos, ya sabes.

—Sí, nunca había pensado en ella. Quiero decir, si lo consideras de ese modo, podría ser incluso una historia sucia, ¿no crees?

—Bueno, sí. Aunque yo soy más bien una pigmea.

—¿Ah, sí?

—Sí. Los pigmeos son personas pequeñas perfectamente proporcionadas.

—No hay duda de que tú estás perfectamente proporcionada, Alice.

—Vaya, gracias. Pero lo que quiero decir es que, con tantos hombres que se sienten atraídos por mujeres diminutas…

—Ajá.

—Podría pensarse que las pigmeas pueden aparecer en los anuncios y todo eso.

—Nunca lo había pensado de ese modo.

—Quiero decir, ¿no te gustaría verme exhibiendo ropa interior, por ejemplo?

—Oh, ya lo creo que me gustaría.

—Pero, si eres un enano, tienes que unirte a un circo.

—Nunca se me había ocurrido.

—¿Has visto alguna vez a un enano trabajando como empleado de unos grandes almacenes?

—Nunca —admitió.

—¿Sabes por qué?

—¿Por qué no podéis ver por encima del mostrador?

—Bueno, esa es una de las razones, naturalmente. Pero la razón principal es que existe un prejuicio latente contra las personas pequeñas.

—Apuesto a que sí.

—Bajo se ha convertido en una palabra obscena —explicó Alice—. ¿Has visto alguna vez una estrella de cine que sea baja?

—Bueno, Al Pacino es bajo.

—Para nosotros, Al Pacino es un gigante —objetó Alice y se echó a reír.

A Parker le encantaba su forma de reír.

—¿Has visto alguna vez una película en la que aparecieran enanos haciendo el amor? —preguntó ella.

—Nunca.

—Nosotros hacemos el amor, ya sabes.

—Oh, no me cabe duda.

—¿Has visto alguna vez a un pigmeo bombero? ¿O policía?

Aún no le había dicho que era policía. Se preguntó si debía decirle que era policía.

—Bueno, los requisitos han cambiado en ese sentido —precisó él.

—¿Qué requisitos?

—Los que se refieren a la altura. Antes era de un metro setenta y cinco.

—¿Y ahora?

—Ahora puedes medir lo que sea. Conozco policías a los que podrías meter en el bolsillo de tu chaleco.

—¿Quieres decir que un pigmeo podría ser policía?

—Bueno, no lo sé con respecto a los pigmeos. Pero supongo que…

—Porque puedo disparar un arma tan bien como cualquiera. Solía hacer de Annie Oakley en el circo. La Pequeña Annie Oakley, así me llamaban. Eso fue antes de que me pusieran Tiny Alice.

—Tú eres diminuta —observó Parker—. Esa es una de las cosas que encuentro sexualmente atractivas en ti.

—Vaya, te lo agradezco. Pero lo que estoy preguntando es… ¿si presento una solicitud en el Departamento de Policía… para ser mujer policía, ya sabes… me aceptarían? ¿O pensarían que soy demasiado baja? ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Yo no pienso en ti como en una persona baja —confesó Parker.

—Oh, soy muy baja.

—Yo te veo como una persona muy delicada.

—Gracias. Hay un hombre, Hans, es uno de los Holandeses Voladores, un actor aéreo, ¿sabes?

—Ajá.

—Me escribió una carta muy apasionada y yo me la aprendí. Lo que me hizo pensar en ella fue que utilizaras la palabra delicada.

—Bueno, eres delicada.

—Gracias. ¿Te gustaría oír esa carta?

—Bueno… claro —aceptó Parker, y se giró para buscar a Peaches. No estaba en ninguna parte—. Adelante.

—Decía que quería desnudarme.

—Quieres decir, quitarte la ropa.

—Sí. Decía que quería, deseaba quitarme mi fina y delicada ropa interior… eso fue lo que me hizo recordar la carta, delicada.

—Sí, ya veo.

—Y acariciar mis cumbres pubescentes… es él quien está hablando ahora, en la carta.

—Sí.

—Y sondear mi expresivo conejito, y manipular mi monte de Venus en miniatura y mis labios liliputienses…

—Ajá.

—Y acariciar mi clítoris compacto y mi rizada mancha púbica. Eso me decía en la carta.

—¿De uno de los Holandeses Voladores, eh?

—Sí.

—Habla un excelente inglés.

—Oh, sí.

—No es el tío que te acompaña esta noche, ¿verdad? El tío con el que llegaste a la fiesta.

—No, ése es Quentin.

—No es uno de los Holandeses Voladores, ¿eh?

—No, es un payaso.

—Oh.

—Y muy bueno.

—¿Cuánto hace que estáis en la ciudad? Para serte sincero, ni siquiera sabía que el circo había llegado.

—Bueno, no estamos aquí. No actuaremos en la ciudad hasta la primavera. El próximo mes viajaremos a Florida para comenzar los ensayos de la nueva temporada.

—Oh, entonces sólo han venido de visita, ¿eh?

—Sí, algo así.

—¿No estás casada o algo por el estilo?

—No, no. No, no, no, no, no.

Sacudía la cabeza como si fuese una muñeca.

—¿Cuánto tiempo os quedaréis en la ciudad?

—Oh, no lo sé. ¿Por qué?

—Pensaba que podríamos hacer algo juntos —propuso Parker y se encogió de hombros.

—¿Qué me dices de esa pelirroja grandota que te acompaña?

—¿Peaches? Es sólo una amiga.

—Uhmm.

—De verdad. Apenas la conozco. Alice, debo decirte algo. Nunca había conocido a una mujer tan delicada y atractiva como tú, de verdad. Me gustaría estar contigo.

—Bueno, ¿por qué no me llamas?

—Me gustaría —dijo él y sacó su libreta del bolsillo.

—Esa sí que es una libreta. Es más grande que yo.

—Bueno, ya sabes —explicó él y volvió a preguntarse si debería decirle que era policía. Muchas mujeres se quedan frías cuando les dices que eres policía. Piensan que todos los policías son unos tramposos. Sólo por que de vez en cuando aceptas algún pequeño regalo de alguien—. Bien, ¿dónde puedo localizarte?

—Estamos en el apartamento de Quentin. Los cuatro.

—¿Quiénes sois los cuatro? Espero que no se trate de los Holandeses Voladores.

—No, no, ellos regresaron a Alemania, se reunirán con nosotros en Florida.

—¿Y quiénes sois los cuatro?

—Willie y Corky… están casados… Oliver y yo. Y, por supuesto, Quentin, que es el dueño del apartamento. Quentin Forbes.

—¿Cuál es la dirección? —preguntó Parker.

—Calle Thompson, número 403.

—En el Quarter, en el centro de la ciudad —dijo, asintiendo—. La Duodécima.

—¿Eh?

Se preguntó si debía explicarle que en esta ciudad no se llamaba a la Duodécima la «Uno-Dos». Cualquier comisaría, desde la Primera a la Duodécima era llamada por su designación completa y correcta. Luego se convertían en la 21, la 34, la 87, etcétera. Pero eso hubiese significado decirle que él era policía, y no quería arriesgarse a perderla.

—¿Cuál es el número de teléfono? —preguntó.

—348…

—Perdón.

Una voz tan fría como un día de febrero, las manos apoyadas en las caderas, los ojos verdes echando chispas.

—Me gustaría volver a casa —soltó Peaches—. ¿Piensas acompañarme? ¿O vas a quedarte aquí toda la noche?

—Ah… claro —dijo Parker y se puso en pie—. Me alegro de haberte conocido —le dijo a Alice.

—Está en el listín —indicó Alice y le sonrió dulcemente a Peaches.

Peaches trató de pensar en algún comentario mordaz sobre los enanos, pero no se le ocurrió ninguno.

Se volvió y comenzó a caminar en dirección a la puerta del apartamento.

—Te llamaré —musitó Parker en voz apenas audible y salió detrás de Peaches.

La casa era una construcción blanca de madera, con una valla de estacas blancas alrededor. Un garaje también de madera se alzaba a unos diez metros de la estructura principal. Ambas construcciones se hallaban en una calle donde sólo había otras tres casas, no muy lejos de la carretera. Cuando llegaron a la casa pasaban dos minutos de medianoche. El primer día de noviembre. El inicio del invierno céltico. Como si no deseara desmentir esa fecha, el tiempo se había vuelto muy frío. Mientras recorrían el camino hacia la casa, Brown dijo que sólo les faltaba un poco de nieve y el regreso por la carretera les llevaría directamente a Siberia.

No había ninguna luz encendida en la planta baja de la casa. En la planta superior, había dos ventanas iluminadas. Los dos detectives no estaban adecuadamente vestidos para ese súbito cambio de tiempo. La respiración formaba pequeñas nubes de vapor ante las bocas mientras se dirigían a la puerta principal. Hawes pulsó el timbre.

—Probablemente se está preparando para irse a la cama.

—Eso te gustaría —dijo Brown.

Esperaron.

—Inténtalo otra vez —dijo Brown.

Hawes pulsó nuevamente el timbre.

Las luces se encendieron en la planta baja.

—¿Quién es?

La voz de Marie, justo al otro lado de la puerta. Un tanto alarmada. Bueno, era medianoche.

—Soy el detective Hawes —se presentó.

—Ah.

—Lamento molestarle tan tarde.

—No, está… un momento, por favor.

Manipuló torpemente la cerradura y luego abrió la puerta. Era evidente que se había estado preparando para irse a la cama. Llevaba una larga bata azul. El cuello de un camisón, atado con una cinta, se veía a través de la abertura en pico de la bata. No llevaba zapatillas.

—¿Le han encontrado? —preguntó inmediatamente.

Se refería, naturalmente, a Jimmy Brayne.

—No, señora, aún no —dijo Brown—. ¿Podemos pasar?

—Sí, por favor —musitó ella—, perdón, y se hizo a un lado para que entrasen en la casa.

Un pequeño vestíbulo en estado casi ruinoso. Alfombra gastada, muebles escasos y destartalados bajo un espejo descascarado.

—Pensé… cuando me dijo quién era… pensé que habían encontrado a Jimmy.

—Todavía no, señora Sebastiani —dijo Hawes—. En realidad, la razón de que estemos aquí…

—Pasen, no tenemos que quedarnos aquí en el vestíbulo.

Retrocedió unos pasos y buscó el interruptor de la luz junto al marco de la puerta. Una lámpara de pie se encendió en la sala de estar. Cortinas raídas, una alfombra desteñida, un sofá de segunda mano y dos sillones de respaldo recto, un viejo piano vertical en la pared más lejana. La misma sensación de miseria.

—¿Quieren una taza de café o alguna otra cosa? —ofreció.

—Yo tomaría una taza —dijo Brown.

—Ahora mismo lo preparo —indicó y volvió al vestíbulo para pasar luego a la cocina.

Los detectives echaron un vistazo a la sala de estar.

Fotografías enmarcadas encima del piano, Sebastián el Grande haciendo algunos de sus trucos. Fundas manchadas cubriendo los sillones. Brown deslizó el dedo sobre la superficie de una mesa auxiliar. Polvo. Hawes hundió el índice en la tierra de una maceta. Seca. La persistente sensación de estar en una casa demasiado arruinada para preocuparse por ella… o en una casa descuidada porque pronto sería abandonada.

Marie regresó de la cocina.

—El agua hervirá en unos minutos.

—¿Quién toca el piano? —preguntó Hawes.

—Frank lo hacía. Un poco.

Se había acostumbrado a hablar en pasado.

—Señora Sebastiani —abordó Brown—, nos preguntábamos si podíamos echar un vistazo a la habitación de Brayne.

—¿La habitación de Jimmy? —preguntó ella. Parecía un poco aturdida por su presencia, pero eso podía considerarse normal, dos policías llamando a su puerta a medianoche.

—Para ver si podemos encontrar algo que nos sirva de pista —dijo Brown sin dejar de mirarla.

—Tendré que buscar la llave —alegó—. Jimmy tenía su propia llave, entraba y salía cuando quería.

Permaneció inmóvil en la entrada de la sala de estar con una expresión pensativa en el rostro. Hawes se preguntó qué estaría pensando, con el rostro contraído de ese modo. ¿Se estaba preguntando si era prudente dejar que registraran la habitación? ¿O simplemente trataba de recordar dónde estaba la otra llave?

—Estoy tratando de pensar dónde pudo haberla dejado Frank —dijo Marie.

Un reloj de péndulo en el otro extremo de la sala comenzó a sonar la hora, ocho minutos atrasado.

Uno… dos…

Escucharon las sonoras campanadas.

Nueve… diez… once… doce.

—Ya es medianoche —dijo ella y suspiró.

—Su reloj atrasa —comentó Brown.

—Iré a buscar en un cajón de la cocina. Frank solía guardar un montón de cosas en ese cajón.

El pasado de nuevo.

La siguieron hasta la cocina. Platos, tazas y cacerolas sucias se amontonaban en el fregadero. La puerta de la nevera estaba sucia de huellas de manos. Un teléfono en la pared junto a la nevera. Una pequeña mesa de superficie esmaltada y dos sillas. Linóleo gastado. Una sola persiana en la ventana que había encima del fregadero. En el hornillo, la tetera comenzó a silbar.

—Pueden servirse ustedes mismos. Allí hay tazas y un bote de café instantáneo.

Fue hasta el cajón y lo abrió. Hawes sirvió un par de cucharadas de café en cada taza y las llenó de agua caliente. Marie continuaba buscando la llave en el cajón.

—Debería haber un poco de leche en la nevera —dijo—. Y hay azúcar en la alacena. —Hawes abrió la nevera. No había muchas cosas en su interior. Un bote de leche descremada, una tarrina de margarina o mantequilla, varios recipientes de yogur. Cerró la puerta.

—¿Quieres un poco? —preguntó a Brown, extendiendo el bote de leche.

Brown sacudió la cabeza. Estaba mirando a Marie mientras ella continuaba su búsqueda en el cajón.

—¿Azúcar? —preguntó Hawes, vertiendo un poco de leche en su taza.

Brown volvió a sacudir la cabeza.

—Puede que sea ésta, no lo sé —dudó Marie.

Se volvió y le entregó a Brown una llave de bronce que parecía la llave de una casa.

En ese momento comenzó a sonar el teléfono.

Marie se sobresaltó por el súbito sonido.

Brown cogió su taza de café y comenzó a beber a pequeños sorbos.

El teléfono continuó sonando.

Marie fue hasta el teléfono de pared y levantó el auricular.

—¿Hola? —respondió.

Los dos detectives la observaban.

—Ah, hola, Dolores —dijo inmediatamente—. No, aún no, estoy en la cocina —dijo y escuchó durante un momento—. Hay dos detectives conmigo. No, está bien, Dolores. —Volvió a escuchar—. Aún no lo sé. Bueno… primero tienen que hacer una autopsia. —Siguió escuchando—. Sí, te avisaré. Gracias por llamar, Dolores.

Colgó el auricular.

—Mi cuñada —explicó.

—Debe estar sufriendo lo suyo —comentó Hawes.

—Estaban muy unidos.

—Vayamos a echar un vistazo a esa habitación —dijo Brown a Hawes.

—Les acompañaré —se ofreció Marie.

—No es necesario —objetó Brown—, hace mucho frío.

Ella le miró. Pareció a punto de decir algo más, pero luego se limitó a asentir con la cabeza.

—Será mejor que busquemos una linterna en el coche —dijo Hawes.

Marie les observó mientras salían de la casa y se dirigían en la oscuridad hacia donde habían dejado aparcado el coche. La puerta del coche se abrió, la luz interior se encendió. Un momento después, vio el haz de una linterna. Les observó mientras se dirigían hacia el garaje, siguiendo el chorro de luz que les precedía. Comenzaron a subir la escalera que había a un costado de la construcción. Ahora, el haz de luz en la puerta. Abriendo con la llave. ¿Habría hecho bien al darles la llave? El policía negro entrando en la habitación. Un momento de vacilación mientras buscaba el interruptor de la luz, y luego las luces se encendieron y ambos entraron y cerraron la puerta detrás de ellos.

La bala había penetrado en el pecho de Carella por el lado derecho del cuerpo, perforando el músculo pectoral, desviándose hacia afuera de la caja torácica y evitando el pulmón, pasando a través del tejido blando en la parte posterior del pecho y luego girando otra vez para alojarse en uno de los huesos articulados de la columna vertebral.

Los rayos X mostraban la bala peligrosamente cerca de la médula espinal.

De hecho, si se hubiese alojado un milímetro más hacia la izquierda, habría dañado la médula causando una parálisis.

El procedimiento quirúrgico era complicado porque existía el peligro de necrosar la médula, ya fuese a través de un traumatismo mecánico o bien a causa de una alteración del flujo sanguíneo de la médula. Carella había sufrido una fuerte hemorragia y todavía se debía contar con el peligro adicional de que sufriera un ataque al corazón o bien un shock.

El equipo de cirujanos —un cirujano torácico, un neurocirujano, su ayudante, y dos médicos residentes— habían decidido una aproximación posterolateral, penetrando a través de la espalda en lugar de hacerlo por la cavidad torácica, donde podía existir un riesgo mayor de infección y la posibilidad de dañar uno de los pulmones. El neurocirujano era el encargado de hacer las incisiones. El cirujano torácico estaba preparado por si, finalmente, había que intervenir a través del tórax. Había también dos asistentes de enfermeras, una enfermera de turno y un anestesista en el quirófano. Con excepción de la enfermera de turno y el anestesista, todos los demás llevaban batas y guantes. Junto a la mesa de operaciones, las máquinas controlaban el pulso y la presión sanguínea de Carella. Un catéter Swan-Ganz controlaba la presión de la arteria pulmonar. Los osciloscopios lanzaban destellos verdes. Los pitidos cortos y agudos puntuaban el silencio esterilizado del quirófano.

La bala estaba firmemente alojada en la columna vertebral.

Muy cerca de la médula espinal y de las arterias radiculares.

Era como estar operando dentro de una caja de cerillas.

El río Dix había comenzado a obstruirse con cieno durante las torrenciales lluvias de septiembre, y el Ayuntamiento había adjudicado el contrato del dragado a una compañía privada que comenzó sus trabajos el quince de octubre. Debido a que, durante el día, el tráfico fluvial era muy intenso, los hombres que operaban las barcazas comenzaban tan pronto oscurecía y continuaban trabajando hasta el amanecer. Poderosos focos alimentados con un generador y colocados en las barcazas iluminaban las cubetas llenas de lodo extraído del lecho del río. Antes de esta noche, los hombres que se encargaban del dragado se habían mostrado agradecidos del tiempo inusualmente apacible. Esta noche, en cambio, no resultaba nada divertido permanecer ahí fuera, observando la cubeta que se hundía en las negras aguas para emerger luego rezumando toda clase de mierda.

La gente arrojaba cualquier cosa en este río.

Era una bendición que Billy Joe McAllister no viviera en esta ciudad; hubiese podido arrojar un bebé muerto al río.

La cubeta volvió a emerger del agua.

Barney Hanks observó como se balanceaba sobre el agua e hizo una señal con la mano para dirigirla hacia el centro de la barcaza. Pete Masters, sentado en la cabina de la draga que se impulsaba con un motor diésel en la otra barcaza, manipuló sus embragues y palancas, guiando la cubeta para que descargara su contenido de lodo y mierda. Hanks alzó el pulgar, indicándole a Masters que la cubeta estaba vacía y que podía sumergir nuevamente la draga cavadora en el agua. En la cabina, Masters tiró nuevamente de las palancas y la cubeta se deslizó hacia el borde de la barcaza.

Un objeto metálico brillaba sobre la superficie de la inmundicia en la barcaza de eliminación de la basura.

Hanks hizo señas a Masters para que parara el motor.

—¿Qué pasa? —gritó Masters.

—Hemos encontrado un tesoro —dijo Hanks.

Masters paró el motor, salió de la cabina y se dirigió hacia la otra barcaza.

—De todos modos ya era hora de hacer una pausa para tomar una taza de café. ¿Qué quieres decir con un tesoro?

—Dame ese arpeo.

Masters le arrojó el arpeo y la cuerda.

Hanks acercó el garfio hacia lo que parecía ser uno de esos maletines de aluminio en los que suelen llevarse los patines de ruedas, sólo que éste era mucho más grande. El maletín estaba semisumergido en el lodo y Hanks tuvo que repetir la operación cinco veces antes de enganchar el asa. Tiró de la cuerda, liberó el gancho y depositó el maletín sobre la cubierta.

Masters le observaba desde la otra barcaza.

Hanks probó los pestillos.

—No está cerrado con llave —observó y levantó la tapa.

Estaba mirando una cabeza y un par de manos.

Kling llegó a Canal Zone trece minutos después de medianoche.

Aparcó el coche en Canalside y Solomon, bajó, cerro con llave y echó a andar en dirección a Fairview. Eileen le había dicho que pensaban situarla en un lugar de mala muerte llamado Larry’s Bar, en Fairview y la Cuarta Este. A este lado del río, la ciudad estaba invertida. Lo que hubiese sido la Cuarta Norte al otro lado, era la Cuarta Este aquí, de modo que ya podéis haceros una idea. Como si las dos orillas del río fuesen dos países diferentes. Incluso, de este lado, hablaban un inglés peculiar.

Larry’s Bar.

Donde el asesino había entablado conversación con sus tres anteriores víctimas.

Kling había pensado en echar un vistazo desde el exterior, sólo para asegurarse de que ella aún estaba allí. Luego se alejaría y montaría guardia desde algún punto seguro de la calle. No quería que Eileen supiera que él estaba aquí.

En primer lugar, porque se enfadaría terriblemente, y después porque podía asustarse y echarlo todo a perder. Lo único que él quería era estar ahí por si ella le necesitaba.

Se había puesto un viejo chaquetón que guardaba en el ropero para inesperados cambios de tiempo como el de esta noche. No llevaba sombrero y tampoco guantes. Si necesitaba sacar el arma, no quería que los guantes le entorpecieran los movimientos. Una chaqueta azul marino, tejanos azules —demasiado ligeros para el frío que hacía—, calcetines azules y mocasines negros. Y un revólver Detective Especial del 38 en una pistolera de la cintura. A la izquierda. Dos botones de la chaqueta desabrochados para poder sacar el arma con facilidad.

Subió por Canalside.

El Consorcio de la Carne estaba en la calle en gran número a pesar del frío.

Chicas acurrucadas debajo de las farolas como si las luces pudiesen darles un poco de calor, la mayoría de ellas vestidas sólo con faldas cortas y suéters o blusas, una escasa protección contra el frío. Unas pocas afortunadas llevaban abrigos suministrados por chulos motorizados que vigilaban los cambios de temperatura.

—Eh, marinero, ¿buscas un poco de diversión?

Una muchacha negra se separó del corrillo que había junto al poste de la luz y se acercó a él contoneándose. No podía tener más de dieciocho o diecinueve años, las manos metidas en los bolsillos de una chaqueta corta, zapatos altos y con tiras sobre los tobillos, una falda corta levantándose por el viento frío que llegaba desde el canal.

—Casi te lo haría gratis, eres muy guapo —dijo ella, sonriendo—. Es un chiste, cariño, pero el precio es muy barato, confía en mí.

—Ahora no —se negó Kling.

—Bueno, ¿cuándo, cariño? Si me quedo un rato más aquí fuera, el chumino se me convertirá en hielo. No sería bueno para ninguno de los dos.

—Tal vez más tarde.

—¿Lo prometes? Desliza tu mano por aquí, toca un poco de cielo.

—En este momento estoy ocupado.

—¿Demasiado ocupado para esto? —preguntó ella y le cogió la mano y la dirigió hacia su muslo—. Mmmmmm-mmmmm —dijo—, un dulce chumino de chocolate, y es todo tuyo.

—Más tarde —rechazó, retiró la mano y continuó su camino.

—Vuelve más tarde, amigo, ¿me has oído? —le gritó la muchacha—. Pregunta por Crystal.

Caminó hacia la oscuridad. En el muelle, podía oír las ratas que corrían entre los pilotes. Otra farola, otro grupo de prostitutas.

—Eh, rubito, ¿quieres pasártelo bien?

Una muchacha blanca de unos veinte años. Con un abrigo largo color caqui y zapatos de tacón alto. Cuando pasó junto a ella, se abrió la parte delantera del abrigo.

—¿Te interesa? —preguntó.

Debajo del abrigo sólo llevaba un portaligas y medias negras. Una mirada fugaz al redondeado vientre y a los pechos con pezones rosados.

—¡Maricón! —le gritó mientras se alejaba, y se cerró el abrigo como si fuese una bailarina. Las chicas que estaban con ella se echaron a reír. Diversión en los muelles.

Giró a la derecha hacia Fairview y comenzó a caminar hacia la Cuarta. Luces en la acera delante de él. Larry’s Bar. Dos grandes escaparates iluminados, anuncios de cerveza en ellos, una puerta entre ambos. Se acercó a la ventana más próxima, colocó las manos a los costados del rostro y atisbo a través del cristal. No había mucha gente. Annie. Sentada a una mesa con un tío negro y una morena de pelo rizado. Bien, al menos uno de los apoyos está cerca de ella. Allí, en la barra. Eileen. Con un tío grandote y rubio que usaba gafas.

Muy bien, pensó Kling.

Estoy aquí.

No debes preocuparte.

Desde donde se encontraba Shanahan, hundido tras el volante del Chevrolet aparcado al otro lado de la calle, sólo alcanzó a ver a un sujeto grande y rubio que miraba a través de la luna del bar. Aproximadamente un metro ochenta, calculó, espaldas anchas y cintura estrecha, con una chaqueta de marinero y tejanos.

Shanahan se puso inmediatamente en estado de alerta.

El tío seguía mirando a través del cristal, con las manos a ambos lados de la cara, inmóvil excepto por el pelo rubio que ondeaba al viento.

Shanahan siguió mirando.

El hombre se apartó de la ventana.

No llevaba gafas. Tal vez no fuese él.

Sin embargo…

Shanahan se bajó del coche. Era incómodo moverse con el brazo derecho en cabestrillo, pero era preferible que le tomaran por un inválido que por un policía. El hombre se alejaba calle arriba. ¿Por qué no había entrado en el bar? ¿Un cambio de modus operandi? Shanahan se entretuvo con la cerradura del coche mientras continuaba vigilándole.

Cuando el sospechoso estuvo a cuatro coches de distancia, Shanahan comenzó a seguirle. El bar tenía el cebo de Eileen, pero en las calles había muchas otras chicas. Y si este tío había cambiado súbitamente de idea, Shanahan no quería que ninguna de ellas muriera.

A Eileen no le gustaban los trucos que su mente comenzaba a hacerle.

Comenzaba a sentirse atraída por él.

Comenzaba a pensar que no podía ser un asesino.

Como en las historias que uno leía en los periódicos después de que el chico de la puerta de al lado hubiese acribillado a balazos a su padre, su madre y sus dos hermanas. ¿Un chico agradable como él? decían todos los vecinos. No podían creerlo. Siempre tenía una palabra amable para todo el mundo. Cortaba el césped y ayudaba a las ancianas a cruzar la calle. ¿Este chico un asesino? Imposible.

O, tal vez, ella no quería que fuese un asesino porque eso significaría una confrontación definitiva. Ella sabía que si éste era el hombre que estaban buscando, tendría que acabar cara a cara con él en la calle. Y el cuchillo saldría de su bolsillo. Y…

Resultaba más fácil creer que él no podía ser el asesino.

Te estás engañando a ti misma, pensó.

Y sin embargo…

Tiene un montón de cosas agradables.

No sólo su sentido del humor. De hecho, algunos de sus chistes eran malísimos. Los contaba casi compulsivamente, cada vez que algún detalle de la conversación activaba lo que parecía ser un vasto banco de memoria de historias. Por ejemplo, mencionabas el tatuaje que tenía en la mano —el asesino tenía un tatuaje cerca del pulgar, se recordó a sí misma— e inmediatamente contaba el chiste de las dos chicas que discutían sobre el tío que tenía el pene tatuado, y una de ellas insistía en que sólo llevaba tatuada la palabra Swan, mientras que la otra insistía en que la palabra era Saskatchewan, y resultaba que las dos chicas tenían razón, lo cual hizo que Eileen tardara unos minutos en entender el significado del chiste. O mencionabas el repentino cambio de tiempo, y él inmediatamente traía a colación el famoso pronóstico del tiempo de Henry Morgan: «Sofocante hoy. Bochornoso mañana», y luego pasaba directamente a contar la historia del mendigo que se estaba muriendo de frío en la calle y se le acerca otro mendigo y le dice, «¿Podrías dejarme diez centavos para una taza de café?», y el primer mendigo le dice, «¿Estás bromeando? Estoy aquí pelándome el culo de frío y muriéndome de hambre, ¿cómo me pides a mí diez centavos?», y el segundo mendigo le dice, «Está bien, que sean cinco», lo cual no era muy divertido, pero él los contaba con un estilo tan dramático que Eileen podía ver a los dos mendigos en una esquina ventosa de la ciudad.

Afuera, la ciudad la atraía.

La noche la atraía.

El cuchillo la atraía.

Pero adentro, sentada aquí junto a la barra, con el televisor encendido, y el sonido de las voces por todas partes alrededor de ellos, el mundo parecía seguro, cálido y acogedor, y se encontró escuchando atentamente todo lo que él le decía. No sólo los chistes. Los chistes eran un dato. Si querías saber algo sobre él, tenías que escuchar sus chistes. Los chistes eran una especie de sistema de defensa, comprendió Eileen, su forma de mantenerse a distancia de cualquiera. Pero, ocultos dentro de los incesantes chistes, había destellos de una persona tímida y, de alguna manera, vulnerable que deseaba relacionarse con los demás… hasta que surgía otro chiste.

Él había agotado sus primeros veinte dólares hacía cinco minutos, y ahora había colocado otros veinte sobre la barra, diciendo que alcanzarían hasta las doce cuarenta.

—Después de todo, ya veremos. Tal vez hablemos un poco más, o tal vez nos larguemos de aquí, depende de cómo nos sintamos, ¿de acuerdo? Tocaremos de oído, Linda, realmente lo estoy pasando muy bien, ¿y tú?

—Sí —asintió ella y supuso que lo decía en serio.

Pero él es el asesino, se recordó a sí misma.

O tal vez no.

Esperaba que no lo fuera.

—Si sumas estos otros veinte dólares —comentó él—, a dólar el minuto, estarás ganando la tercera parte de lo que mi padre gana en L. A., el gana ciento cincuenta pavos por cincuenta minutos, lo que no está nada mal, ¿eh? ¿Por escuchar a unos tíos que le cuentan que están llenos de pulgas que saltan encima de ellos? No me las eche encima, ¿de acuerdo? Bueno, supongo que ese chiste ya lo conoces, creo que ya te lo he contado.

Pero no se lo había contado. Y súbitamente, mientras se disculpaba por lo que erróneamente creía que era una repetición, ella se sintió extrañamente próxima a él. Como una mujer casada escuchando los mismos chistes que su esposo le había contado una y otra vez, y, sin embargo, disfrutando de ellos como si fuese la primera vez que se los contaba. Ella conocía el chiste de «no-me-los-eche-encima». Y, sin embargo, deseó que él se lo contara.

Y se preguntó si ella estaba intentando ganar tiempo.

Se preguntó si estaba demorando ese momento final cuando el cuchillo saliera del bolsillo.

—Mi padre era muy estricto —dijo él—. Si tienes oportunidad, que no te críe un psiquiatra. ¿Cómo es tu padre? ¿Es duro contigo?

—Nunca llegué a conocerle.

Su padre. Un policía. Cuando hacia su ronda solían llamarle Pops Burke. Muerto a tiros cuando ella aún era una niña.

Un momento después, casi le dijo que su tío y no su padre fue la persona que más había influido en su vida. El tío Matt. Policía también. Su brindis favorito era, «Por días dorados y noches púrpura». Una expresión que ella había escuchado una y otra vez en la radio. Hacía poco tiempo, Eileen había oído la misma expresión de labios de la nueva amiga de Hal Willis. El mundo era muy pequeño. Incluso más pequeño cuando tu tío favorito está libre de servicio en su bar favorito haciendo su brindis favorito y entra un tío con una escopeta de cañones recortados. El tío Matt sacó su revólver y el tío le mató instantáneamente. Casi le contó a Bobby que se había convertido en policía a causa de su tío Matt. En ese instante estuvo a punto de olvidar que ella era una policía que estaba trabajando de incógnito para atrapar a un asesino. La palabra «atrapar» centelleó en su mente. ¿Y si él no fuese el asesino?, se preguntó. Supongamos que le vuelo la cabeza y resulta ser que…

Y volvió a darse cuenta de que su mente le estaba gastando bromas.

—Crecí en un mundo de no hagas esto, no hagas aquello —continuó Bobby—. Cualquiera pensaría que un psiquiatra puede criarte mejor, bueno, supongo que era el caso típico de en casa del herrero… Hablando de represión. Fue mi madre quien finalmente me ayudó a escapar. Es como si estuviese hablando de una prisión, ¿verdad? Pues bien, lo era. ¿Conoces el de esa mujer que caminaba sola por una playa de Miami?

Ella sacudió la cabeza.

Se dio cuenta de que ya estaba sonriendo. Bien, ella ve a este tío acostado en la arena y se acerca a él y le dice, «Perdón, no quisiera entrometerme, pero está usted muy blanco». El tío la mira y le dice, «¿Y qué?». La mujer le dice, «me refiero a que la mayoría de la gente llega a Miami, se tiende en la arena y consigue un bonito bronceado. Pero usted está muy blanco». Y el tío le dice, «¿Y qué?». La mujer le dice, «¿Cómo es que está tan blanco?». El tío le contesta, «Es la palidez de la prisión, ayer salí de la cárcel». La mujer sacude la cabeza y dice, «¿Cuánto tiempo ha estado en prisión?». El tío le contesta, «Treinta años». La mujer dice, «Vaya, vaya, ¿y qué fue lo que hizo para que le encerraran en prisión durante treinta años?». El tío responde, «Maté a mi esposa a hachazos y luego corté el cadáver en pequeños pedazos». La mujer le mira y dice, «Mmmmmmm, ¿de modo que es usted soltero?».

Eileen se desternilló de risa.

Y luego comprendió que el chiste era sobre un asesinato.

Y luego se preguntó si un asesino contaría un chiste sobre un asesinato.

—En cualquier caso, fue mi madre quien me sacó de la prisión —explicó Bobby—, y tuvo que morir para hacerlo.

—¿Qué quieres decir?

—Me dejó un buen montón de pasta. ¿Sabes lo que decía en su testamento? Decía, «Esto es para la libertad de Robert, para que se arriesgue a disfrutar de la vida». Esas fueron exactamente sus palabras. Siempre me llamaba Robert. «La libertad de Robert, para que se arriesgue a disfrutar de la vida». Que es precisamente lo que he estado haciendo durante todo el año pasado. Le dije adiós a mi padre y que se fuera con viento fresco, le dije que sería muy feliz si no volvía a verle nunca más en mi vida, y luego me largué de L.A. para siempre.

Se preguntó si habría orden de busca y captura sobre él en Los Angeles.

Pero ¿por qué habría de haberla?

—Me fui a Kansas City, lo pasé estupendamente allí… me hice el tatuaje, qué diablos, siempre había querido tener un tatuaje. Después fui a Chicago, me di la gran vida también en Chicago, tengo un montón de dinero para correr riesgos, Linda. Se lo debo a mi madre. —Asintió con expresión pensativa y luego dijo—. Él la mató.

Ella le miró.

—Oh, no literalmente. Quiero decir que él no le clavó un cuchillo ni nada de eso. Pero tenía una aventura con nuestra ama de llaves, mi, madre lo descubrió, y eso le rompió el corazón, nunca volvió a ser la misma desde entonces. Dijeron que era cáncer, pero el estrés puede provocar graves enfermedades, sabes, y estoy seguro de que fue eso lo que causó la enfermedad de mi madre, el que anduviera tonteando con Helga. El dinero que me dejó finalmente mi madre fue el que obtuvo por el divorcio, y creo que fue una especie de justicia poética, ¿no crees? Quiero decir, él criándome de un modo estricto —mientras tiene una aventura con esa puta nazi, no te jode— y mi madre dejándome el dinero de él para que yo pudiera vivir una vida de rico, para que pudiera arriesgarme a disfrutar de la vida. Creo que esa fue la palabra clave, del testamento, ¿verdad?: Riesgo. Creo que ella deseaba que yo corriera riesgos con el dinero, que es precisamente lo que he estado haciendo.

—¿Cómo? —preguntó Eileen.

—Oh, no me refiero a invertir en cerdos ni nada por el estilo, sino a vivir bien. Vivir bien es la mejor venganza, ¿no crees? ¿Quién dijo eso? Sé que alguien lo dijo.

—¡Yo no! —exclamó Eileen y retrocedió, negando con una mueca divertida.

—No me las eches encima, ¿de acuerdo? —bromeó él y ambos se echaron a reír.

Él miró el reloj.

—Quedan cinco minutos —dijo—. Quizá nos larguemos entonces. ¿Te gustaría que nos marcháramos de aquí cuando se hayan consumido los cinco minutos?

—Lo que tú quieras.

—Tal vez hagamos eso. Divertirnos un poco. Hacer algo nuevo y excitante, ¿eh? Riesgos —dijo y volvió a sonreír.

Tenía una sonrisa muy agradable.

Transformaba todo su rostro. Hacía que pareciera un niño tímido. Suaves ojos azules, casi tristes, detrás de las gafas. Un niño pequeño y tímido sentado en la última fila, temeroso de alzar la mano y hacer preguntas.

—En cierto modo —explicó—, lo que he estado haciendo con ese dinero ha sido una especie de revancha. Viajar, pasarlo bien, correr riesgos. Y desquitarme de él, en cierto modo, por Helga. Nuestra ama de llaves, ¿sabes? La mujer con la que engañó a mi madre. Le engañó durante todos esos años. Un psiquiatra, ¿puedes creerlo? Un tío estricto, y se acostaba con el ama de llaves. Quiero decir que fue mi madre quien logró que él terminase su carrera. Ella era maestra y trabajó todos esos años para que él pudiera acabar su carrera. ¿Sabes cuánto tiempo debe ir un psiquiatra a la facultad? Es difícil creer que las mujeres puedan ser tan insensibles hacia otras mujeres… Lo encuentro muy difícil de creer, Linda. Quiero decir, Helga comportándose como una vulgar prostituta… perdóname, no quería ofenderte. Perdóname, en serio —pidió él y le dio unos golpecitos en la mano—. Pero, ya sabes, escuchas todas esas cosas sobre la hermandad entre las mujeres, y piensas que ella podría haber sentido algo por mi madre, me refiero a que ella estuvo casada con él durante cuarenta años. —Sonrió de golpe—. Conoces el de ese hombre que se acerca a su esposa, llevan casados cuarenta años, y le dice, «Ida, quiero hacerlo como los perros». Y ella le dice, «Sam, es muy desagradable hacerlo como los perros». Él le dice, «Ida, si no quieres hacerlo como los perros, me divorciaré de ti». Y ella le contesta, «Está bien, Sam, lo haremos como los perros. Pero no en nuestra manzana».

Eileen asintió.

—No te ha gustado, ¿eh?

—Más o menos —dijo Eileen y movió la mano en el aire.

—Te prometo que nosotros no lo haremos como los perros —aseguró él, sonriendo—. ¿Cómo te gustaría que lo hiciéramos, Linda?

—Tú eres el jefe.

—¿Has visto alguna vez una película donde se mezcle el sexo con el asesinato? —preguntó él.

—Nunca.

Ahora viene, pensó Eileen.

—¿Te asusta? —preguntó él—. ¿Que te lo haya preguntado?

—Sí —dijo ella.

—A mí también. —Sonrió—. Yo tampoco he visto ninguna.

Explora esa idea, pensó ella.

Pero tenía miedo de hacerlo.

—¿Crees que te gustaría? —preguntó ella.

Su corazón latía violentamente en su pecho.

—¿Matar a alguien mientras estás haciendo el amor?

Él la miró profundamente a los ojos como si estuviese buscando algo allí.

—No si ella supiera lo que va a suceder.

Y, súbitamente, ella supo que era su hombre, y no habría ningún aplazamiento para lo que iba a suceder esta noche.

Él alzó la vista para mirar el reloj.

—El tiempo se ha acabado. Salgamos de aquí.