Capítulo 5
Capítulo 5
—Lo que ha sucedido —dijo Parker— es que ha recibido una llamada obscena, eso es lo que ha sucedido.
—Eso me imaginé —confirmó Peaches.
Aún tenía buen aspecto. Tal vez el de una mujer de cincuenta y pocos años. Buenas piernas —bueno, las piernas nunca cambiaban—, los pechos aún firmes, el pelo tan rojo como él recordaba, tal vez con una pequeña ayuda de Clairol. Llevaba una falda sencilla y una blusa, zapatos de tacón alto. Las piernas dobladas debajo del cuerpo en el sofá. Parker se alegró de haberse afeitado.
—No todos son lo que uno podría suponer —dijo Parker—. Quiero decir que esos tíos no se ponen al teléfono y comienzan a decir suciedades directamente —bueno, algunos sí lo hacen— pero muchos de ellos tienen un verdadero arsenal de trucos, no sabes lo que está sucediendo hasta que han conseguido que hagas algunas cosas.
—Eso fue precisamente lo que pasó —admitió Peaches—. No me di cuenta de lo que estaba pasando. Quiero decir, él dijo su nombre y…
—¿Phil Hendricks, eh? —dijo Parker—. Camera Works.
—Eso es. Y su dirección y número de teléfono…
—¿Intentó llamar a ese número que él le dio?
—Por supuesto que no.
—Bueno, lo intentaré yo si lo desea, pero estoy seguro de que todo era falso. En una ocasión tuve un caso, el tío llamaba al azar, esperando dar con una canguro. Finalmente conseguía hablar con una de ellas, le decía que estaba realizando una investigación sobre malos tratos a los niños, hablaba suavemente a estas chicas de quince o dieciséis años y las convencía de que golpearan a los niños que estaban cuidando.
—¿Qué quiere decir?
—Les decía lo importante que era dentro de ese tipo de trabajo protegerse contra sus propias tendencias, todo el mundo tiene esas tendencias —eso decía él— y los malos tratos a los niños son una cosa abominable. Conseguía que le escucharan y le prestaran atención, y entonces les decía, «Sé que tú misma debes de haberte sentido tentada más de una vez de propinarle un buen bofetón al niño que estabas cuidando, especialmente cuando se portaba mal», y la canguro de quince años contestaba «Oh, amigo, usted lo ha dicho», y él continuaba, «Por ejemplo, ¿esta noche no has sentido la tentación de darle un buen bofetón?» y la muchacha dudaba, «Bueno…», y él decía, «Venga, puedes decirme la verdad, soy un psicólogo infantil con experiencia», y antes de que se diera cuenta la convencía de que la mejor manera de controlar esas tendencias era liberarlas, ya sabe, de una manera terapéutica, abofetear al niño suavemente, «¿por qué no vas a buscar al niño ahora?» Y ella corría a buscar al niño y él le decía que le golpeara suavemente, y antes de que uno pudiera darse cuenta, la muchacha estaba golpeando con violencia al pobre crío mientras el tío lo oía todo a través del teléfono y conseguía su propósito. Ese fue uno de los casos que cayeron en mis manos, algún día escribiré un libro sobre esa historia.
—Es fascinante —dijo Peaches.
—En otro caso que tuve, el tío buscaba en los periódicos anuncios de gente que vendía muebles. Buscaba a alguien que vendiese un dormitorio infantil. Que quisiera desprenderse de los muebles del niño para comprar otros más adecuados a su edad. Él sabía que encontraría a una madre joven o a una adolescente al otro lado de la línea… habitualmente son las chicas las que desean cambiar los muebles de su dormitorio cuando llegan a la adolescencia. Comenzaba a hablar con ellas sobre los muebles, con la madre si se encontraba en la casa, o con la adolescente si la madre había salido, y mientras hablaba con ellas, porque era una larga conversación, ya sabe, qué clase de cama es, y cómo es el colchón, y cuántos cajones tiene la cómoda, cosas así, mientras hablaba por teléfono, él se… bueno…
—Él se masturbaba —le ayudó Peaches.
—Pues sí.
—¿Cree que el hombre que llamó se estaba masturbando mientras hablaba conmigo?
—Eso es difícil de decir. Por lo que me ha contado, creo que estaba haciéndolo, o a punto de hacerlo. Él intentaba que usted hablara de su cuerpo. Que, por cierto, aún se mantiene en muy buena forma.
—Bueno, gracias —dijo Peaches, y sonrió.
—Supongo que eso le hubiese puesto a tope. Hacer que se desvistiera delante del espejo. Se sorprendería al saber cuántas mujeres se dejan embaucar por una cosa así. Él les hace creer que tienen un tipazo para posar como modelos —no hay una sola mujer en el mundo a la que no le gustaría ser modelo— y luego consigue que se miren al espejo mientras él hace su número.
—En ese momento fue cuando comencé a comprender lo que pasaba —dijo Peaches.
—Claro.
—Cuando me dijo que me quitara la blusa.
—Claro. Pero muchas mujeres ni siquiera entonces se dan cuenta. Se sorprendería. Siguen adelante, creyendo que todo es auténtico, sin sospechar lo que está sucediendo al otro lado de la línea.
—Temo que pueda venir aquí —dijo Peaches.
—Bueno, estos sujetos no acostumbran a hacer eso —la tranquilizó Parker—. Habitualmente, no son violadores ni estranguladores. No lo tome al pie de la letra, porque hay toda clase de lunáticos ahí fuera. Pero, habitualmente, los que hacen llamadas telefónicas no son violentos.
—Habitualmente —precisó Peaches.
—Sí.
—Porque él tiene mi dirección.
—Um.
—Y mi nombre figura en el buzón de abajo. Con el número del apartamento.
—Lo sé. Lo he visto cuando llamé al timbre. Pero dice P. Muldoon.
—Claro, pero eso también es lo que dice el listín telefónico, P. Muldoon.
—Bueno, dudo que se le ocurra venir a visitarla. Incluso es posible que no vuelva a llamarla. No obstante, si fuese usted, yo cambiaría el mensaje del contestador automático. Muchas mujeres graban mensajes originales, con música de fondo, tratando de dar una imagen sexy; eso hace que el tío piense que va a encontrarse con una especie de mujer de mundo, sin inhibiciones. Es mejor grabar un mensaje simple y directo. Algo así como, «Está usted hablando con el 123 4567», y luego, «Por favor, deje su mensaje cuando oiga la señal». Nada más. No tiene que explicarle que no puede ponerse al teléfono porque todo el mundo sabe que está hablando con un contestador automático. Y, por supuesto, nunca debe decir, «En este momento no estoy en casa» o algo por el estilo, porque eso es una invitación para los ladrones.
—Sí, lo sé.
—Hoy casi todos saben lo que es un contestador automático, saben que se supone que deben dejar un mensaje al oír la señal, de modo que no hay necesidad de proporcionarle una lista completa de instrucciones, tampoco debe tratar de parecer simpática. Sus amigos oyen ese mensaje simpático un par de cientos de veces y tienen ganas de pegarle un tiro. Un tío obsceno oye ese mensaje, imagina que ha dado con una chica liberal, y sigue llamando hasta poder hablar personalmente con ella.
—Entiendo —dijo Peaches.
—Sí. ¿Tiene algún amigo que pueda grabar el mensaje por usted?
—Bueno…
—Porque eso es habitualmente lo mejor. De ese modo, cualquier chiflado que recorra el listín buscando nombres con una sola inicial, se encuentra con el P. Muldoon, llama y le contesta una voz masculina y piensa que se trata de Peter Muldoon o Paul Muldoon, pero nunca Peaches Muldoon. Y no volverá a llamar. De modo que esa es una buena táctica, a menos que usted tema que pueda ahuyentar a cualquier otro hombre que la llame con intenciones honorables. Depende de usted.
—Entiendo —asintió Peaches.
—Sí. Ahora bien, el tío que llamó esta noche ya sabe que aquí vive una Peaches Muldoon, y ya ha ido bastante lejos con su pequeña rutina, de modo que es posible que vuelva a llamarla. Por si eso sucede, podemos colocar una trampa en la línea.
—¿Una trampa?
—Sí, de ese modo podemos localizar la llamada aunque haya colgado. Tiene que avisarme si ese individuo vuelve a llamar.
—Oh, lo haré —aseguró Peaches.
—Bueno, eso es todo —dijo Parker—. Aunque tal vez no vuelva a llamarla.
—O venga aquí.
—Bueno, como ya he dicho, no creo que haga eso. Pero ya sabe cómo localizarme si eso ocurre.
—Realmente aprecio lo que hace por mí —dijo Peaches.
—Bueno, sólo cumplo con mi trabajo.
—¿Está de servicio en este momento? —preguntó ella.
—No exactamente —contestó.
—¿Le gustaría ir a una fiesta? —preguntó de nuevo.
Marie Sebastiani les estaba enseñando un nuevo truco con las cartas.
—Aquí tenemos tres cartas —dijo ella—. El as de espadas, el as de tréboles y el as de diamantes. —Desplegó las cartas, con el as de diamantes debajo del as de espadas a la izquierda y el as de tréboles a la derecha—. Ahora voy a colocar estos tres ases con las caras hacia abajo en diferentes partes de la baraja —dijo y comenzó a deslizarías dentro de la baraja.
Cinco detectives observaban sus movimientos.
Carella estaba hablando con Balística por teléfono, diciéndoles que quería un informe rápido sobre los proyectiles que los técnicos habían encontrado en «Famosas Marcas de Vino y Licores». El tío de Balística le estaba dando largas. Carella le decía que ya eran casi las nueve menos cuarto, y que él se largaba a medianoche. El laboratorio permanecería cerrado hasta las ocho de la mañana. Le dijo, además, que el informe podía esperar hasta entonces. Carella le contestó que necesitaba ese informe ahora mismo… Mientras tanto, observaba el truco que Marie estaba haciendo con las cartas.
Los otros cuatro detectives estaban de pie junto al escritorio de Carella o bien sentados sobre la mesa. El escritorio parecía un centro de convenciones. Brown se encontraba de pie a la izquierda de Carella, con los brazos cruzados delante del pecho. Sabía que este sería otro buen truco. Marie había hecho cuatro trucos desde que Hawes regresara a la sala de reunión. Esto había sido después de que Hawes llamara a Brown desde una pequeña pizzería en la Cuarta Norte para decirle que uno de los empleados del restaurante había encontrado un brazo dentro de un cubo de basura. Brown había acudido rápidamente con Genero. Ahora tenían tres partes de un cuerpo humano. O, mejor dicho, el forense las tenía. La parte superior del torso y un par de brazos. Brown esperaba que el forense fuese capaz de decirles si esas partes se correspondían entre ellas. Si las partes no coincidían, entonces se trataría de tres cadáveres diferentes. Como las tres cartas que Marie Sebastiani colocaba boca abajo en diferentes lugares de la baraja.
—El as de espadas —dijo ella—. El as de diamantes. —Los colocó entre las demás cartas—. Y el as de tréboles.
Genero observaba con atención todas las cartas. Estaba seguro de poder descubrir el secreto, aunque no había conseguido hacerlo en los cuatro trucos anteriores. Se preguntaba si no estarían violando alguna clase de reglamento al tener una baraja en la sala de reunión. Esperaba que el forense llamara para decirles que se trataba de un solo cadáver. De alguna manera, la idea de un solo cadáver troceado era más atractiva que la de tres cadáveres troceados.
Meyer estaba junto a él, mirando las manos de Marie. Tenía dedos largos y finos. Los dedos deslizaban las cartas dentro de la baraja tan suavemente como un traficante de drogas clavándole una navaja a un competidor. Meyer se estaba preguntando por qué esos críos se habían cambiado de ropa antes de cometer el segundo atraco. También se preguntaba si habría un tercer atraco. ¿Habrían terminado por esta noche? Buenas noches, niños, es hora de irse a la cama. ¿O tan sólo acaban de comenzar?
Hawes se encontraba junto a Marie. Podía oler su perfume. Esperaba que su esposo la hubiese abandonado y se hubiese largado a Hawai. Esperaba que su esposo la llamase desde Honolulú para decirle que la había abandonado. Eso dejaría en la cama de Marie un espacio frío y vacío. Su proximidad era ahora narcotizante. Hawes supuso que se debía al perfume. Aún no le había dicho que unos patrulleros habían encontrado la furgoneta. No se sabía nada del Citation. Quizá su maridito y el aprendiz se habían largado juntos a Hawai. Tal vez el maridito fuese marica. Cuando Marie se inclinó sobre el escritorio para recoger las cartas Hawes echo un vistazo a su gracioso trasero. Sintió el urgente deseo de tocarle el culo.
—¿Quién quiere barajar? —preguntó.
—Yo —dijo Genero. Estaba seguro de que el secreto de todos sus trucos estaba en el hecho de barajar.
Marie le entregó las cartas.
Meyer miró las manos de Marie.
Genero barajó las cartas y luego se las devolvió a Marie.
—Muy bien, detective Brown —dijo ella—. Elija una de esas tres cartas. El as de tréboles, el as de diamantes o el as de espadas.
—Tréboles —escogió Brown.
Ella ojeó rápidamente la baraja, con las cartas boca arriba, buscando el as de tréboles. Cuando lo encontró, lo sacó de la baraja y lo dejó sobre la mesa.
—¿Detective Meyer? ¿Y usted?
—El as de espadas.
—No lo entiendo —dijo Genero.
Marie estaba buscando nuevamente en la baraja.
—¿Dónde está el truco? —preguntó Genero—. Si está mirando las cartas, es natural que las encuentre.
—Tiene usted toda la razón —dijo Marie—. Aquí está el as de espadas. Colocó la carta sobre la mesa.
—¿Qué carta desea usted? —le preguntó a Genero.
—Sólo queda una.
—¿Y qué carta es esa?
—El as de diamantes.
—Muy bien —dijo Marie, entregándole la baraja—. Búsquela usted.
Genero comenzó a revisar la baraja.
—¿Ya la ha encontrado? —preguntó Marie.
—Espere un minuto, ¿quiere?
Examinó toda la baraja. El as de diamantes no estaba. Volvió a buscar. El as de diamantes había desaparecido.
—¿Lo ha encontrado? —preguntó ella.
—No está aquí —gruñó Genero.
—¿Está seguro? Vuelva a revisar la baraja. Volvió a examinar la baraja. El as de diamantes no estaba.
—Pero yo vi cómo lo mezclaba con las otras cartas —dijo él, confundido.
—Sí, es verdad —admitió ella—. ¿Entonces, dónde está?
—Me doy por vencido —dijo Genero—. ¿Dónde está?
—Aquí, —dijo ella sonriendo; metió los dedos dentro de su blusa y sacó el as de diamantes del sujetador.
—¿Cómo lo ha hecho? —preguntó Hawes.
—Tal vez se lo diga algún día —concedió Marie y le hizo un guiño.
Sonó el telefono. Carella estaba sentado junto a él. Levantó el auricular.
—Sala de reunión, 87, Carella.
—Steve, soy Dave, llamo desde abajo. Ponme con Brown o Genero ¿quieres? Preferiblemente con Brown.
—Espera un segundo —dijo Carella y le pasó el auricular a Brown—. Murchison.
Brown cogió el auricular.
—¿Sí, Dave?
—Acabo de recibir una llamada de Muchacho Dos. Parece que hemos identificado a ese cadáver mutilado. Una pareja encontró la parte inferior del cuerpo en su edificio, en el ascensor. Si se trata del mismo cuerpo. El tío llevaba una billetera en el bolsillo con un permiso de conducir en su interior. Será mejor que vayas a echar un vistazo, yo llamaré a Homicidios.
—¿Cuál es la dirección? —preguntó Brown—. Ya la tengo —dijo, apuntando las señas—. ¿Y el nombre de la pareja? —Escuchó lo que Dave le decía—. Muy bien. ¿Y el nombre del permiso? Muy bien —dijo—, ahora mismo vamos hacia allí. —Volvió a colocar el auricular en la horquilla—. Vamos, Genero —dijo—, las piezas empiezan a encajar. Tenemos la parte inferior del cuerpo. Esta vez con una tarjeta de identificación.
—Este truco se llama «La predicción mística» —explicó Marie y empezó a barajar las cartas.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Genero.
—El muerto llevaba una billetera —expuso Brown.
—¿Cómo?
—¿Cómo va ser?
—En el bolsillo.
—Voy a pedirle a cualquiera de ustedes que escriba un número de tres cifras —dijo Marie.
—¿Quieres decir que lleva pantalones? —preguntó Genero.
—A menos que tenga un pantalón cosido en el culo —replicó Brown.
—¿Quieres decir que la parte inferior del cuerpo lleva pantalones?
—¿Por qué no vamos allá y echamos un vistazo, eh?
—¿Quién quiere escribir ese número para mí? —preguntó Marie—. Tres números al azar.
—¿Y el nombre de la billetera? —preguntó Genero.
—En la licencia de conducir —dijo Brown—. Vamos.
Los dos hombres se dirigieron hacia la barandilla. Kling regresaba en ese momento del lavabo que había al final del corredor. Abrió la pequeña puerta e hizo una reverencia, cruzando el brazo por delante del cuerpo y dejándoles paso.
—¿Cómo se llama el tío? —preguntó Genero.
—Frank Sebastiani —contestó Brown.
Y Marie se desmayó en los brazos de Kling.
Annie Rawles ya estaba en su puesto cuando Eileen llegó a Larry’s. El reloj que había detrás de la barra, un reloj grande y enmarcado por una luz de neón anaranjada, señalaba las nueve menos cinco. A través del escaparate, Annie pudo ver el Cadillac blanco que se acercaba al bordillo. El tío que estaba detrás de la barra también pudo verlo. Ambos miraron con un interés indiferente mientras el chófer apagaba el motor. Annie bebía una cerveza y el camarero sacaba brillo a las copas. El hombre que estaba detrás del volante del Cadillac era grande y negro, vestía como un chulo.
Ambos observaron a Eileen cuando bajó del coche del lado del bordillo, piernas largas lanzando rayos de luz, la pequeña pistola oculta dentro de una de las botas blandas y sexy, y se dirigió con pasos seguros y provocativos hacia la entrada del local.
El señor Chulo se apoyó en el asiento y bajó el cristal de la ventanilla.
Le gritó algo a Eileen.
Eileen se giró con afectación y se inclinó para mirar a través de la ventanilla. La falda corta y ceñida sobre las nalgas, centelleando, anunciándose. Comenzó a sacudir la cabeza y a mover los brazos.
—Me parece que la tía se está poniendo insolente —dijo el de detrás de la barra.
Un acento sureño que podía cortarse con un cuchillo. Después de todo, tal vez no estuviesen tan lejos de Houston.
—Y a él no le gusta nada —continuó diciendo el barman.
El señor Chulo bajó furioso por el lado del conductor, dio la vuelta al coche, y se quedó gritándole a Eileen en la acera.
Eileen continuaba sacudiendo la cabeza con las manos apoyadas en las caderas.
—¿No dejará de insolentarse, verdad? —dijo el barman. Y, de pronto, el señor Chulo la abofeteó.
—Buen golpe —exclamó el hombre, asintiendo con aprobación.
Eileen retrocedió a causa del revés, sus ojos verdes echaban chispas. Cerró los puños y se lanzó contra él como si quisiera matarle, pero él la empujó, la hizo girar en dirección al bar, volvió a empujarla hacia la puerta, y luego regresó al Cadillac, dueño de cuanto le rodeaba. Eileen se acariciaba la mejilla. Observó el Cadillac mientra, éste se alejaba del bordillo.
Había comenzado el Primer Acto.
Cuatro pedazos se habían convertido en una sola pieza.
Tal vez.
Le enseñaron la ropa a Marie.
Zapatos negros, calcetines azules. Pantalones azules. Cinturón negro. Calzoncillos Jockey blancos. Manchas de sangre en la cintura del pantalón y los calzoncillos.
—Yo… creo que es la ropa de Frank —balbuceó Marie.
Algunas monedas en uno de los bolsillos de los pantalones. Un cuarto de dólar, dos monedas de diez centavos y una de un centavo.
Ninguna llave. Ni de la casa ni del coche.
Y una billetera.
De piel negra.
—¿Es la billetera de su esposo? —preguntó Brown.
—Sí.
Marie hablaba muy bajo. Como si lo que ellos le estaban enseñando exigiera reverencia.
Dentro de la billetera había una licencia de conducir expedida a nombre de Frank Sebastiani, 604 de Edén Lane, Collinsworth. Ninguna tarjeta de crédito. Una tarjeta electoral con el mismo nombre y la misma dirección. Y ciento veinte dólares en billetes de veinte, cinco y uno. En uno de los pequeños bolsillos de la billetera había un pequeño trozo de papel verde con las palabras MEDIDAS DE MARIE escritas a mano y debajo:
Sombrero: 22
Vestido: 8
Sujetador: 36B
Cinturón: 36
Bragas: 5
Anillo: 5
Guantes: 6 1/2
Medias: 9 ½ (Mediana)
Zapatos: 6 ½ B
—¿Es la letra de su esposo? —preguntó Brown.
—Sí —repitió Marie. La misma voz reverente.
La llevaron dentro.
El depósito apestaba.
Marie retrocedió ante el hedor a gases y carne humana.
La condujeron más allá de una mesa de acero inoxidable donde yacían los restos calcinados de un cuerpo humano atrapado en una pose pugilística, como si aún quisiera luchar contra las llamas que le habían consumido.
Cuatro trozos de un cadáver desmembrado yacían sobre otra mesa de acero inoxidable. Estaban unidos al azar, sin encajar exactamente. Yacían sobre la mesa como si fuesen un rompecabezas incompleto. Marie miró los trozos.
—No hay duda de que pertenecen al mismo cuerpo —dijo Carl Blaney.
Ojos color lavanda, guardapolvo blanco. De pie, bajo las luces fluorescentes, parecía no advertir ni sentirse molesto por el hedor insoportable que invadía el lugar.
—En cuanto a la identificación… —Se encogió de hombros—. Como veréis, aún no tenemos la cabeza ni las manos.
Se dirigía a los policías qué había en la habitación. Ignoraba a la mujer. Temía que ella pudiera vomitar sobre su brillante suelo de baldosas. O en uno de los recipientes de acero inoxidable que contenían vísceras. Tres policías. Hawes, Brown y Genero. Dos casos a punto de convertirse en uno. Quizá.
Ahora, la parte inferior del cuerpo aparecía desnuda.
Ella no apartaba los ojos del cadáver.
—¿Sabe usted qué grupo de sangre tenía? —preguntó Blaney.
—Sí —dijo Marie— B.
—Bueno, es la que tenemos aquí.
Hawes sabía lo de la apendicectomía y la menisectomía porque ella lo había mencionado al describir a su esposo. Pero no dijo nada. La primera regla de la identificación consiste en no presionar al testigo. Hay que dejar que ellos actúen espontáneamente. Esperó.
—¿Reconoce alguna cosa? —preguntó Brown.
Ella asintió.
—¿Qué es lo que reconoce, señora?
—Las cicatrices —respondió.
—¿Sabría usted decirme qué clase de cicatrices son ésas? —preguntó Blaney.
—La del vientre es una cicatriz de apendicectomía.
Blaney asintió.
—La que tiene en la rodilla es el resultado de la extracción del cartílago.
—Efectivamente, las cicatrices son el resultado de esas intervenciones —confirmó Blaney, dirigiéndose a los detectives.
—¿Algo más, señora? —preguntó Brown.
—Su pene.
Ni Blaney ni ninguno de los detectives pestañeó. En torno al cadáver no se encontraba la Comisión Meese, sino un grupo de profesionales que trataban de conseguir una identificación positiva.
—¿Qué pasa con él? —preguntó Blaney.
—Debería haber un pequeño… bueno, un lunar, creo que es así como podría llamársele —dijo Marie—. En la zona interior. En el prepucio.
Blaney levantó el pene con una mano enguantada. Extendió la piel ligeramente hacia abajo.
—¿Esto? —preguntó, señalando una marca de nacimiento del tamaño de una cabeza de alfiler en el prepucio, un par de centímetros por debajo del glande.
—Sí —asintió Marie con voz queda.
Blaney dejó caer el pene.
Los detectives estaban tratando de decidir si esto conducía o no a una identificación positiva. No había rostro. Y tampoco manos que permitieran examinar las huellas dactilares. Sólo el tipo de sangre, las cicatrices en el vientre y en la rodilla, y la marca de nacimiento —lo que Marie había llamado un lunar— en el pene.
—Mañana trataré de conseguir una ficha dental —dijo Blaney.
—¿Sabe usted quién era el dentista de su esposo? —le preguntó Hawes a Marie.
—¿Dentista?
—Para compararlo más tarde con nuestros resultados —dijo Hawes—. Cuando consigamos la ficha.
Ella le miró sin comprenderlo.
—¿Comparar?
—Nuestra ficha con la del dentista. Si es su esposo, las fichas coincidirán.
—Oh —comprendió ella—. Oh. Bueno… la última vez que visitó a un dentista fue en Florida. En Miami. Tenía un terrible dolor de muelas. No había visitado un dentista desde que nos mudamos al norte.
—¿Cuándo fue eso? —preguntó Brown.
—Hace cinco años.
—Entonces la ficha dental más reciente…
—Ni siquiera sé si realmente hay una ficha dental —dijo Marie—. Fue a ver a un dentista que le recomendaron en el hotel. Teníamos un contrato regular en el Regal Palms. Quiero decir que nunca tuvimos un dentista de la familia, si a eso se refiere.
—Sí, bueno —suspiró Brown.
Estaba pensando «Callejón Sin Salida» en cuanto a la dentadura.
Se volvió hacia Blaney.
—¿Qué piensa usted?
—¿Cuánto medía su esposo? —le preguntó Blaney a Marie.
—Lo tengo todo apuntado aquí —dijo Hawes y sacó su cuaderno de notas. Lo abrió por la página donde había escrito antes y comenzó a leer en voz alta. «Metro setenta y cinco, setenta kilos, pelo negro, ojos azules, cicatriz de apendicectomía, cicatriz de menisectomía».
—Si colocáramos una cabeza en su lugar correspondiente —continuó Blaney—, tendríamos un cuerpo de unos ciento ochenta centímetros aproximadamente. Y yo diría que el peso, considerando las diferentes secciones que tenemos aquí, es de unos setenta o setenta y cinco kilos. El vello de los brazos, el pecho, las piernas y el área púbica es negro… lo cual no significa que el pelo de la cabeza coincida exactamente pero, al menos, descarta a un rubio, a un pelirrojo, o a cualquiera dentro del grupo de los castaños. Este pelo es definitivamente negro. En cuanto a los ojos… bueno, aún no tenemos la cabeza, ¿verdad?
—¿Tenemos una identificación positiva o no? —preguntó Brown.
—Yo diría que estamos contemplando los restos de un hombre blanco saludable, de unos treinta años —dijo Blaney—. ¿Qué edad tenía su esposo, señora?
—Treinta y cuatro —dijo Marie.
—Sí —asintió Blaney—. Y, naturalmente, la identificación de esa marca de nacimiento en el pene sería para mí un factor concluyente.
—¿Es éste su esposo, señora? —preguntó Brown.
—Ese es mi esposo —dijo Marie, y hundió la cabeza en el hombro de Hawes y comenzó a sollozar suavemente contra su pecho.
El hotel estaba lejos de la comisaría, en el centro de la ciudad, en una calle lateral alejada de la avenida Detanover. Había elegido deliberadamente un hotel de mala muerte, distante del escenario del crimen. Escenarios del crimen, para ser más exactos. Cinco escenarios separados contando la cabeza y las manos. Cinco escenarios en una pequeña obra titulada «La mágica y, de alguna manera, súbita desaparición de Sebastián el Grande». ¡Al fin acabé con ello!, pensó.
—¿Sí, señor? —dijo el empleado—. ¿Puedo ayudarle en algo?
—Tengo una reserva —dijo.
—¿Su nombre, por favor?
—Hardeen —dijo—. Theo Hardeen.
Un mago maravilloso, muerto hacía mucho tiempo. El hermano de Houdini. Un nombre muy apropiado. Hardeen había sido famoso por haber podido escapar de un recipiente de hierro galvanizado lleno de agua y asegurado con grandes cerrojos. ¡El Fracaso Significa la Muerte por Inmersión!, proclamaban los carteles. En este caso, los riesgos del fracaso eran aún mayores.
—¿Cómo se escribe, señor? —preguntó el empleado.
—H-A-R-D-E-E-N.
—Sí, señor, aquí está apuntado —manifestó el empleado, sacando una ficha—. Hardeen, Theo. Es para una sola noche, ¿correcto, señor Hardeen?
—Sí, sólo para una noche.
—¿Cómo pagará, señor Hardeen?
—En metálico —dijo—. Por adelantado.
El empleado pensó que se trataba de una cita amorosa. Una sola noche, un tío que se registra solo, su amante —o quizá una prostituta de las páginas amarillas— se presentaría más tarde. Nunca des explicaciones, nunca te quejes. Gracias, Henry Ford. Pero cóbrale el doble.
—Son ochenta y cinco dólares, más impuestos —soltó y observó cuando sacaba la billetera del bolsillo, y luego un billete de cien dólares, y la billetera que volvía a desaparecer inmediatamente. Tal como lo imaginaba, era una cita amorosa. El tío no quiere que nadie vea su permiso de conducir ni las tarjetas de crédito. Hardeen era seguramente un nombre falso. ¿Theo Hardeen? Los nombres que elegían estos tíos. ¿A quién le importaba? Coge el dinero y corre, pensó. Gracias, Woody Allen.
Calculó los impuestos y le entregó el cambio a través del mostrador. La billetera salió nuevamente, el dinero que desaparece y la billetera que también desaparece.
—¿Tiene equipaje, señor? —preguntó.
—Sólo una maleta.
—Haré que alguien le acompañe hasta su habitación, señor —dijo, e hizo sonar una campanilla que había en el mostrador—. ¡Frente! —gritó—. Debe desalojar su habitación a las doce del mediodía, señor. Que pase una buena noche.
Un botones con un gastado uniforme rojo le acompañó hasta la habitación en la tercera planta. Encendió las luces del cuarto de baño. Le indicó cómo debía operar el aire acondicionado que había en la ventana. Encendió el televisor. Esperó la propina. Recibió sus cincuenta centavos, miró las monedas en la palma de su mano, se encogió de hombros y salió de la habitación. ¿Qué demonios esperaba por haber llevado una sola maleta? En un hotelucho como éste… bueno, por eso precisamente lo había elegido. Nadie hacía preguntas. Llegar, irse, muchas gracias.
Miró la pantalla del televisor y luego su reloj.
Las nueve y cuarto.
Faltaban cuarenta y cinco minutos para las noticias de las diez.
Se preguntó si ya habrían encontrado los cuatro pedazos. O alguno de los coches. Había dejado el Citation en la zona de aparcamiento de un A & P, cuatro manzanas al norte del río, poco después de haber abandonado las manos y la cabeza.
En la televisión estaban dando un programa estúpido. Bueno, todo es estúpido en la televisión actual. Tendría que esperar hasta las diez para ver lo que estaba sucediendo, si es que sucedía algo.
Se quitó los zapatos, se estiró en la cama, cerró los ojos y se relajó por primera vez en todo el día.
Mañana por la noche, a esta misma hora, estaría en San Francisco.