Capítulo 9

Capítulo 9

Cuanto más se presentaba Parker como un falso policía, más se sentía tomo un policía auténtico. Todo el mundo en la fiesta le decía que podría pasar por un detective en cualquier parte de la ciudad. Todo el mundo le decía que su placa y su arma, una Smith & Wesson Detective Especial calibre 38, parecían genuinos. Una de las mujeres —una morena insolente vestida como una vendedora de cigarrillos de Las Vegas, con una falda negra brillante y una blusa transparente, zapatos negros de tacón alto y medias de seda con costura— quería sostener el arma, pero él le dijo que los policías no permitían que los puritanos manejaran armas peligrosas. Había utilizado deliberadamente la jerga policíaca para denominar a los «ciudadanos honestos». En esta ciudad, un puritano era la víctima de un ladrón. En algunas ciudades, a las víctimas se las llamaba «civiles». En cualquier ciudad, un ladrón era cualquiera que no fuese policía, puritano o civil. Para los policías de esta ciudad, la mayoría de los ladrones eran ladrones «baratos».

Un homosexual que llevaba una peluca rubia, un vestido largo de color púrpura y pendientes de amatista a juego, objetó el uso de la palabra «puritano» para describir a un ciudadano honesto. El homosexual, que dijo ir vestido como Marilyn Monroe, le dijo a Parker que todos los gays que él conocía eran ciudadanos honestos. Parker se disculpó por el empleo de terminología policíaca.

—Pero, verá usted, sucede que yo no soy un auténtico policía —adujo.

Y, sin embargo, se sentía como un policía auténtico. Por primera vez desde que era capaz de recordar, se sentía como un genuino detective de la fuerza policial mejor preparada del mundo.

Era curioso.

Más curioso aún era el hecho de estar pasándoselo tan bien.

Peaches Muldoon tenía mucho que ver con eso.

Ella era el alma de la fiesta y parte de su exuberancia y vitalidad se proyectaba sobre Parker. Ella le contaba a todo el mundo historias sobre cómo era haber crecido en una granja de aparceros en Tennessee. Les contaba que el incesto era una forma de vida en la granja. Que su primera experiencia sexual la había tenido con su padre. Que la primera experiencia sexual de su hermano —además de la oveja que era su novia formal— había sido con su hermana Peaches Muldoon una tarde de lluvia, cuando estaban los dos solos en la casa. Les contó a todos que había disfrutado más con su hermano que con su padre. Todo el mundo reía. Ellos pensaban que Peaches se inventaba todas esas historias; sólo Parker sabía que las historias eran reales. Ella le había contado diez años atrás que su hijo, el asesino de sacerdotes, había sido fruto de sus relación con su hermano.

Las historias que contaba Peaches estimularon a Parker para contar algunas anécdotas suyas. Todo el mundo creyó que también él las estaba inventando, del mismo modo que lo había hecho Peaches con sus historias de la miserable granja de La ruta del tabaco.[8] Les contó la historia de la mujer que le había cortado el pene al marido con una navaja afeitar. Dijo: «He sustituido la palabra polla por pene porque no quisiera ofender a nadie de los presentes que pudiera ser un vigilante de la Comisión Meese». Todo el mundo se echó a reír por la historia y también por su comentario sobre la Comisión Meese. Alguien se preguntó en voz alta si el fiscal general consideraba pornográfico que la venta no autorizada de armas a Irán hubiese provisto fondos no autorizados para los rebeldes nicaragüenses.

Esto entraba dentro del territorio intelectual y escapaba al propósito de Parker.

No obstante, también él se echó a reír.

La pornografía era una cuestión con la que él trataba diariamente, creía que los puritanos debían mantener sus narices fuera de ella, punto. Los complicados e ilegales tratos sobre armamento eran otra cosa, y jamás se preguntaba sobre ellos, excepto si afectaban a su trabajo. Cuando tratabas con ladrones baratos día y noche, ya sabías que no se encontraban solamente en las calles sino también en las altas esferas del gobierno. No se lo dijo a nadie en la fiesta porque se lo estaba pasando de maravilla, y no quería ponerse demasiado serio sobre causas y efectos. Ni quiera pensó conscientemente en ello como causa y efecto. Pero sabía, por ejemplo, que cuando una estrella del atletismo era expuesta como drogadicto, los chicos que jugaban en el patio de la escuela pensaban «Eh a mí también me gustaría probar un poco de esa mierda». Sabía también que cuando alguien que ocupaba un lugar importante en el gobierno violaba la ley, el pequeño camello que traficaba en la calle podía justificar sus acciones diciendo, «¿Lo veis? Todo el mundo viola la ley». Causa y efecto. No hacía más que complicar el trabajo de Parker. Y tal vez fuese la razón por la que ya no trabajaba tan duramente. Aunque esta noche, jugando a hacer su trabajo, se sentía como si estuviese trabajando más duramente de lo que lo había hecho durante años.

Era realmente muy curioso.

Le dijo a todo el mundo que algún día escribiría un libro con todas mis experiencias.

—¡Ajá! —exclamó alguien—, es escritor.

—No, no, soy policía —protestó él.

—Entonces, ¿cómo es que quiere ser escritor? —preguntó alguien.

—Porque no tengo las suficientes agallas para ser un ladrón —dijo Parker y todos se echaron a reír nuevamente.

Nunca se había dado cuenta de lo ingenioso que era.

Un poco antes de las once, Peaches sugirió que se fuesen a otra fiesta.

Y así fue como Parker conoció a la mujer que conducía la camioneta y a una de las diminutas personas que se dedicaban a atracar tiendas de licores.

Había muchas cosas del caso Sebastiani que molestaban a Brown.

Las tres cosas más importantes eran la cabeza y las manos. Se preguntaba por qué no habían aparecido todavía. Seguía preguntándose dónde demonios las habría arrojado Jimmy Brayne.

También se preguntaba dónde demonios estaría Brayne en ese momento.

Los agentes de la 23, con el boletín irradiado a toda la ciudad, habían localizado el Citation azul en el aparcamiento de un A & P, a corta distancia del río Dix. Los técnicos habían examinado el coche como si fuesen hormigas, recogiendo huellas dactilares, muestras de manchas, buscando pelos y fibras. Todo lo que encontraron se colocó en bolsas y se envió al laboratorio para ser comparado con lo que habían encontrado en la furgoneta Econoline. Brown no se hacía ilusiones de que el laboratorio pudiese darle una respuesta antes del lunes. Mientras tanto, ambos vehículos habían sido abandonados, lo que dejaba a Brayne sin ruedas. Su última posición había sido en la 33, donde había dejado el Citation, en dirección a la zona sur de la ciudad. ¿Acaso se había ocultado en el territorio de esa comisaría? ¿Se había dirigido en taxi hacia el este, el oeste o el norte para ocultarse en algún hotel? ¿O estaba ya instalado en un tren, un autocar o un avión, viajando hacia un lugar desconocido?

Todo esto preocupaba a Brown. También se preguntaba por qué razón había matado Brayne a su patrón y mentor.

—¿Crees que han sido ellos? —le preguntó a Hawes.

—¿Quiénes?

—Brayne y la mujer.

—¿Marie?

Esta posibilidad jamás se le había ocurrido a Hawes. Parecía estar auténticamente apenada por la desaparición y la muerte de su esposo. Pero ahora que Brown lo había mencionado…

—Quiero decir que estoy buscando un motivo en este caso —explicó Brown.

—El tío pudo haberse vuelto loco. Arrojó todas las cosas en el camino, huyó en el Citation…

—Sí, eso también me da qué pensar —dijo Brown—. Tratemos de establecer un horario, ¿de acuerdo? Llegaron juntos a la ciudad, Brayne la furgoneta, Marie y su esposo en el Citation…

—Llegaron a la escuela aproximadamente a las tres y cuarto.

—Descargaron la furgoneta y el coche…

—Correcto.

—Y luego Brayne se marchó Dios sabe dónde, dijo que regresaría a las cinco, cinco y media para recoger los objetos más grandes.

—Ajá.

—Muy bien, acabaron la actuación sobre las cinco y cuarto. Sebastiani se puso su ropa de calle, salió a la parte trasera de la escuela para cargar el coche mientras Marie se cambiaba de ropa. Ella sale más tarde, encuentra todas las cosas tiradas en el camino y comprueba que el Citation ha desaparecido.

—Exacto.

—De modo que debemos suponer que Brayne abandonó la furgoneta en la calle Rachel entre las tres y media y las cinco y cuarto, cogió un taxi para regresar a la escuela y atacó a Sebastiani mientras se encontraba cargando el coche.

—Eso parece —dijo Hawes.

—Luego despedazó el cuerpo… ¿dónde haría eso, Cotton? Había manchas de sangre en el maletero del Citation, ya sabes, pero en ningún otro sitio del coche.

—Pudo haberlo hecho en cualquier parte de la ciudad. Encontró una calle desierta, un edificio abandonado…

—Sí, podrías hacer algo semejante en esta ciudad. De modo que corta el cuerpo en pedazos, carga los pedazos en el maletero, y comienza distribuirlos. Cuando se ha deshecho del último, deja el coche detrás de un A & P y se esfuma.

—Sí.

—¿Dónde está el motivo?

—No lo sé.

—Ella es una mujer atractiva —dijo Brown.

Hawes ya se había dado cuenta de eso.

—Si ella se veía con Brayne en ese apartamento que hay encima del garaje…

—Bueno, no tienes ninguna razón para pensar eso, Artie.

—Estoy disparando a ciegas, Cotton. Digamos que los dos tenían una aventura. Brayne y la mujer.

—Muy bien.

—Y supongamos que el esposo lo descubrió.

—Estás pensando en el cine o la tele.

—Estoy pensando en la vida real. El esposo le dice a Brayne que se largue. Brayne sigue deseando a la mujer. Corta al esposo en pedazos, y el asesino y la mujer se alejan hacia el crepúsculo.

—Excepto que el único que se alejó hacia el crepúsculo fue Brayne —objetó Hawes—. La mujer…

—¿Crees que habrá llegado ya a su casa? —preguntó Brown y miró el reloj de la pared.

Las once y diez.

—Hasta Collinsworth hay media hora aproximadamente —calculó Hawes—. Ella pensaba coger el de las once menos cuarto.

—¿Por qué no vamos a echar un vistazo? —dijo Brown.

—¿Para qué?

—Para registrar ese apartamento que hay encima del garaje, ver si podemos encontrar algo.

—¿Como qué?

—Como a dónde podía ir Brayne. O, mejor aún, alguna cosa que lo relacione con la mujer.

—Necesitaremos una orden para registrar ese garaje.

—Ni siquiera tenemos jurisdicción al otro lado del río —reflexionó Brown—. Toquemos de oído, ¿eh? Si la mujer está limpia, no exigirá ninguna orden de registro.

—¿Quieres llamarla primero?

—¿Para qué? —dijo Brown—. Me encantan las sorpresas.

Kling les saludó cuando salieron de la sala general. Alzó la mirada hacia el reloj. El turno de medianoche llegaría dentro de media hora aproximadamente: O’Brien, Delgado, Fujiwara y Willis. Les informaría de lo que había sucedido desde las cuatro hasta las doce, buscaría uno de los sedanes y se dirigiría a Calm’s Point. Se mezclaría con la gente de Canal Zone. Se convertiría simplemente en otro tío buscando un poco de diversión un viernes por la noche. Pero vigilaría cada uno de los pasos de Eileen.

Pensaba que ella estaba completamente equivocada.

Su presencia en Canal Zone serviría para reforzar el servicio de apoyo en una situación que había sido planeada precipitadamente y que carecía de suficientes efectivos.

Esta vez, era él quien estaba completamente equivocado.

Estaban sentados en una mesa hablando en susurros, otra prostituta con uno de sus potenciales clientes.

Negociando el trato, pensó Larry. No había visto nunca al tío del brazo roto en el bar, se preguntó quién se colocaría encima en la cama, con ese brazo en cabestrillo podría resultar un tanto incómodo. Se preguntó eso y nada más. El bar estaba lleno de gente y quedaba mucha bebida por servir.

—Howie Cantrell es su verdadero nombre —informó Shanahan—. Trabajaba en Antivicio en Filadelfia, es verdad. Hace unos seis años perdió la chaveta, primero empezó a golpear a las prostitutas en la calle, luego comenzó a predicar la salvación para ellas. El Departamento de Policía de Filadelfia no se preocupó demasiado por las palizas. En Antivicio suceden cosas mucho peores que una paliza. Pero no les gustó nada la idea de tener un predicador de paisano en la fuerza. Le enviaron a ver a un psiquiatra y decidieron que se encontraba bajo un fuerte estrés como resultado de su continuado contacto con las mujeres de la noche. Le concedieron el retiro con paga completa, se fue primero a Boston y luego apareció por aquí a ejercer su ministerio en Canal Zone. Todo el mundo le llamaba Predicador. Busca a las prostitutas más jóvenes, les habla de Jesús, trata de apartarlas de esa vida. De vez en cuando se lleva a alguna a la cama, por los viejos tiempos. Pero es inofensivo. No le ha levantado la mano a nadie desde que salió de Filadelfia.

—Pensé que era nuestro hombre —suspiró Eileen.

—Al principio, también nosotros lo pensamos. Le detuvimos después del primer asesinato, le interrogamos a fondo, pero estaba completamente limpio. Hablamos con él después de que se cometiera el segundo asesinato, y también después del tercero. Tenía coartadas de una milla de largo. Deberíamos haberte advertido con respecto a él. Es fácil cometer el error que has cometido. ¿Cómo van las cosas?

—Estuve a punto de perder la virginidad, pero Alvarez me sacó del apuro.

—¿A quién envió?

—A un tío llamado Ortiz. De Narcóticos.

—Un buen hombre. Parece que tiene tan sólo dieciocho años, ¿verdad? Pues tiene casi treinta.

—Podríais haberme avisado que tendría ayuda.

—Estamos llenos de trucos —bromeó Shanahan y sonrió.

—¿Piensas quedarte por aquí?

—No. Estaré ahí fuera. Vigilando, esperando.

—¿Quién te ha teñido el pelo de gris? —preguntó ella.

—El Camaleón.

—Espero que puedas ver a través de ese ojo.

—Veo muy bien.

—Y espero que nuestro hombre no quiera hacer un pulso —dijo, mirando la escayola.

En ese momento, Annie entraba nuevamente en el bar. Se dirigió hacia donde se encontraba Larry, puso cuatro dólares sobre la barra y dijo:

—Tu parte, amigo.

—Vaya, gracias, cariño, muy agradecido —y metió los billetes en el bolsillo de la camisa, imaginando que esa suma representaba el veinte por ciento de lo que ella había obtenido con su última actuación. Amo a las putas honestas, pensó, e inmediatamente se preguntó si ella no le habría engañado con su parte.

Annie se dirigió a la mesa donde estaban Eileen y Shanahan.

—Tu amiguito rubio se marchó a casa. Cogió un autobús en la esquina.

—Muy bien —dijo Eileen—. Aún sigo esperando al Señor Perfecto.

Annie asintió y luego se alejó hacia una mesa en el otro extremo del bar.

No hacía un minuto que se había sentado cuando un tío negro y corpulento se sentó junto a ella.

—Annie necesita ayuda —susurró Eileen.

—Llévatela afuera —indicó Shanahan, luego se puso de pie y dijo en voz alta para que todos le oyeran—. Te veré en la esquina, cariño.

Eileen fue hasta la mesa donde estaban Annie y el negro.

—Estoy con un tío que me espera en un coche a la vuelta de la esquina. Está buscando un trío manual, yo conduzco el coche, él en el medio, nosotras dos meneándosela alrededor de la manzana. ¿Te interesa ganar unos pavos por diez minutos de trabajo?

—Nunca hay que despreciar el dinero —lanzó Annie y se puso de pie inmediatamente.

—Vuelve pronto, ¿me oyes? —dijo el hombre negro.

—No me ha gustado nada todo ese tiroteo —reprochó Quentin Forbes, con petulancia. Aún llevaba el vestido, las medias y los zapatos de tacón alto que se había puesto para conducir la camioneta, pero la peluca rubia estaba colgada en el respaldo de una silla—. No había ninguna necesidad de emplear tanta violencia, Alice. Te lo advertí repetidamente…

—Es por seguridad —dijo ella, encogiéndose de hombros.

—Los disfraces son toda la seguridad que…

—Los disfraces son una mierda —criticó Alice.

Era una diminuta y hermosa mujer rubia de unos cuarenta años, con los ojos azules y una boca pintada en forma de corazón, piernas y pechos perfectos, un metro cuarenta de altura y unos curvilíneos treinta y cinco kilos. En el circo, se la anunciaba como Tiny[9] Alice. Los homosexuales la adoraban. Se había quitado el disfraz de payaso que había llevado en los dos últimos atracos y ahora llevaba un vestido verde oscuro y zapatos de tacón alto. Para Forbes, su aspecto era terriblemente sexual.

—¿Querías que la policía pensara que tres pandillas diferentes de críos estaban atracando esas tiendas de licores? —preguntó ella.

—Sólo quería confundirles —explicó Forbes—. Si quieres saber lo que pienso, Alice, creo que fueron tus disparos los que atrajeron a los polis, eso es lo que pienso.

—Tendríamos que haber acabado con ellos —dijo ella—. Si no hubieses comenzado a hacer sonar ese maldito claxon…

—Lo hice para avisaros. Cuando les vi salir de la parte de atrás de la tienda…

—Tendríamos que haber acabado con ellos —repitió Alice, cogió un lápiz de labios de su bolso y fue hasta el espejo que había en la pared.

—El objeto de esos disfraces —insistió Forbes— era…

—Lo que pasa es que querías ponerte un vestido —acusó Alice—. Creo que disfrutas con esa ropa.

—Por supuesto que disfruto. Hacía más de un mes que no me pongo unas bragas.

—Fanfarrón —intervino Corky.

Era una mujer ligeramente más alta que Alice, un grave defecto para un enano, pero era más bonita que Alice de un modo delicado, casi oriental. También ella se había puesto ropa de calle, una falda negra y una blusa blanca de seda, un suéter rosa y zapatos de piel de tacón alto. Parecía una joven y diminuta Debbie Reynolds.

Los dos hombres que habían participado en los atracos estaban sentados a la mesa, con los disfraces de payaso, contando el dinero.

—Aquí hay cinco mil dólares —dijo uno de ellos.

Era la voz de Munchkin, llevaba gafas y la mirada de sus ojos marrones era atenta detrás de los cristales. Su nombre era Willie. En el circo se le presentaba como Wee Willie Winkie. El próximo mes estaría en Venice, Florida, ensayando para la temporada. Esta noche estaba ayudando a apilar y contar el dinero de los cuatro atracos… bueno, tres atracos en realidad, ya que en la última tienda de licores se había presentado la policía. Los atracos habían sido idea de Forbes, pero fue Corky quien convenció a Willie para que se metiera en el asunto, arguyendo que sería una buena manera de obtener dinero rápido y fácil para fuera de temporada. Corky era su esposo y Alice era la mejor amiga de Corky. Esto ponía a Willie muy nervioso. Alice era la única que había disparado esta noche. Los otros habían abierto fuego con sus pistolas por encima de las cabezas de los dueños de las tiendas de licores, exactamente como Forbes les había indicado.

—Lo que deberíamos hacer —le dijo Willie al otro hombre—, es contar cada uno de los montones.

Le sudaban las manos. Aún se sentía muy nervioso por todo este asunto, estaba seguro de que la policía irrumpiría en cualquier momento. Y todo por culpa de Alice. Él jamás había oído hablar de un enano que fuese a dar con sus huesos en la cárcel. O en la silla eléctrica. No quería ser el primero de la historia.

—¿Puedo confiar en que vosotros, pequeños estafadores, me deis la cantidad exacta? —preguntó Forbes.

—Puedes ayudar a contar, si quieres —admitió el otro hombre.

Era mayor que los otros enanos, más bajo y más delicado incluso que las mujeres. Se llamaba Oliver. En el circo, lo anunciaban como Oliver Twist. Él nunca entendió por qué. Tenía el pelo rojo y los ojos azules, y estaba soltero, que era exactamente lo que él quería. Oliver era un seductor. Las mujeres de tamaño natural se sentían encantadas cogiéndole en brazos para llevarle a la cama. Las mujeres de tamaño natural le consideraban demasiado hermoso y jamás se sentían amenazadas por su pequeño pene erecto. Las mujeres de tamaño natural se sentían sorprendidas de poder engullir su pene por completo sin asfixiarse. En cierto modo, ser tan pequeño tenía sus ventajas.

—Aquí hay otros cinco —contó Willie y le entregó el dinero a Oliver, quien comenzó a pasar rápidamente los billetes como si fuese un crupier.

—Mi cálculo aproximado —dijo Forbes—, es que hemos conseguido unos cuarenta mil dólares.

—Creo que es mucho —dudó Alice.

Estaba delante del espejo, pintándose los labios. Tenía los labios fruncidos para recibir la brillante pintura roja, hermosa como una pequeña muñeca. Forbes había tratado de seducirla el año anterior, cuando estaban en New York, actuando en el Madison Square Garden. Pero ella le había parado los pies diciéndole que la partiría por la mitad, aunque él sabía que se acostaba con la mitad de los Holandeses Voladores. Corky la observaba atentamente, como si tratara de aprender algunos trucos de maquillaje.

—Doce o trece mil pavos en cada tienda —dijo Forbes—, eso es lo que calculo. Treinta y cinco, cuarenta mil dólares.

—No había trece mil pavos en la licorería de esa vieja —objetó Oliver.

Había sido él quien cogió el dinero de la caja después de que Alice le disparara a la mujer en la tercera tienda de licores. Se suponía que debían mantener las bocas cerradas durante los atracos, pero él había gritado: «¡Mantenla abierta, Alice!», porque las manos de Alice estaban temblando y la bolsa se movía como si hubiese una serpiente tratando de salir de su interior.

—Acuérdate de mis palabras, cuarenta mil —dijo Forbes.

—Aquí hay otros cinco mil —repitió Willie.

—Ya tenemos quince mil —manifestó Forbes—. Toma nota.

Cuando todo el dinero hubo sido contado, resultó que sólo había treinta y dos mil dólares.

—¿Qué os había dicho? —dijo Alice.

—Alguien debe de estar equivocado —dijo Forbes, guiñándole un ojo.

—¿A cuánto toca? —preguntó Corky—. ¿Treinta y dos dividido entre cinco?

—Algo así como sesenta de los grandes para cada uno —calculó Oliver.

—Eso quisieras —dijo Alice.

—Seis, quiero decir.

Willie ya estaba haciendo la división en un trozo de papel.

—Seis mil cuatrocientos.

—Que no está nada mal para una noche de trabajo —dijo Forbes.

—Tendríamos que habernos cargado a esos dos polis —opinó Alice con indiferencia, secándose la pintura de los labios con un Kleenex. Willi se estremeció.

Miró a su esposa.

Corky estaba observando la boca de Alice, con una expresión de adoración idólatra en el rostro. Willie volvió a estremecerse.

—Lo que voy a hacer ahora —dijo Forbes—, es quitarme este vestido, ponerme la ropa y luego iré a divertirme a alguna fiesta. Alice, ¿quieres acompañarme?

Ella le miró de arriba abajo como si le viese por primera vez.

Luego se encogió de hombros.

—Sí. ¿Por qué no?

Cuando llegó a su casa, llamó a su suegra.

El lugar parecía vacío sin él.

—Mamá. Soy Marie.

Había interferencias en la línea con Atlanta.

—Querida —dijo su suegra—, es una conexión horrible, ¿puedes decirle a la operadora que vuelva a intentarlo?

Maravilloso, pensó ella. Llamo para decirle que Frank ha muerto y ella no puede oírme.

—Volveré a intentarlo —dijo y colgó, y luego llamó a la operadora y le pidió que hiciera la llamada por ella. Su suegra contestó inmediatamente.

—¿Qué tal ahora? —preguntó Marie.

—Oh, mucho mejor. Yo estaba a punto de llamarte a ti, esto debe ser algo psíquico. —Susan Sebastiani creía en los fenómenos paranormales. Cuándo organizaba una sesión espiritista en su casa, afirmaba que podía hablar con el padre de Frank, que había muerto hacía veinte años. El padre de Frank también había sido mago—. He tenido una terrible premonición de que algo no iba bien. Y me dije, «Susan, será mejor que llames a los chicos». ¿Estáis bien? ¿Todo va bien?

—Bueno… no.

—¿Qué sucede? —preguntó Susan.

—Mamá…

¿Cómo decírselo?

—Mamá… tengo muy malas noticias para ti.

—¿Qué pasa?

—Mamá… Frank…

—Oh, Dios mío, algo le ha sucedido a Frank —adivinó Susan inmediatamente—. Lo sabía.

Se produjo un largo silencio en la línea.

—¿Marie?

—Sí, mamá.

—¿Qué le ha pasado? Dímelo.

—Mamá… él… mamá, ha muerto.

—¿Qué? Oh, Dios mío, Dios mío, Dios bendito —musitó y comenzó a llorar.

Marie esperó.

—¿Mamá?

—Sí, estoy aquí.

—Lo siento, mamá. Me gustaría no haber sido yo quien te diera la mala noticia.

—¿Dónde estás?

—En casa.

—Me reuniré contigo lo antes posible. Llamaré a la compañía aérea, preguntaré cuándo sale el próximo… ¿qué sucedió? ¿Un accidente de carretera?

—No, mamá. Le asesinaron.

—¿Qué?

—Alguien…

—¿Qué? ¿Quién? ¿De qué estás hablando? ¿Asesinado?

—Aún no lo sabemos, mamá. Alguien…

No podía reunir el valor suficiente para decirle a la madre de Frank que alguien había despedazado el cuerpo de su hijo. Eso podía esperar.

—Alguien le asesinó —explicó—. Después de una función que ofrecimos esta tarde. En una escuela superior.

—¿Quién?

—Aún no lo sabemos. La policía cree que pudo haber sido Jimmy.

—¿Jimmy? ¿Jimmy Brayne? ¿El chico a quien Frank estaba enseñando?

—Sí, mamá.

—No puedo creerlo. ¿Jimmy?

—Eso es lo que creen ellos.

—Bueno, ¿dónde está Jimmy? ¿Le han interrogado?

—Aún le están buscando, mamá.

—Oh, Dios, esto es terrible —repitió Susan y se echó a llorar nuevamente—. ¿Por qué iba a hacer una cosa tan espantosa? Frank le trataba como a un hermano.

—Los dos le tratábamos así —dijo Marie.

—¿Has llamado a Dolores?

—No, tú eres la primera a quien…

—Le dará un infarto. Tal vez sería mejor que dejaras que fuese yo quien la llamara.

—No puedo pedirte que hagas eso, mamá.

—Es mi hija, yo lo haré.

Seguía llorando.

—Le diré que se reúna contigo, necesitarás ayuda.

—Gracias, mamá.

—¿Cuánto se tarda desde su casa? ¿Una hora?

—Aproximadamente.

—Le diré que vaya inmediatamente. ¿Estás bien?

—No, mamá —sollozó Marie y su voz se quebró—. Me siento terriblemente mal.

—Lo sé, lo sé, cariño, pero debes ser valiente. Iré tan pronto como pueda. Mientras tanto, Dolores te hará compañía. Oh, Dios mío, tanta gente que debo llamar, parientes, amigos… ¿cuándo se celebrará el funeral? Querrán saberlo.

—Bueno… primero le practicarán la autopsia.

—¿A qué te refieres? ¿Cortarlo en pedazos? Silencio en la línea.

Ahora tenía la oportunidad de decirle a su suegra que él ya había sido cortado en pedazos. Dejó pasar la oportunidad.

—Siempre hacen la autopsia en caso de homicidio.

—¿Por qué?

—No sé por qué, es la ley.

—Vaya ley —protestó Susan.

Las dos mujeres permanecieron en silencio.

Susan suspiró profundamente.

—Está bien, deja que llame a Dolores, deja que me ponga en movimiento. Dolores se reunirá pronto contigo, ¿estarás bien hasta entonces?

—Estaré bien.

Otro silencio.

—Sé cuánto le amabas.

—Le amaba —dijo Marie.

—Lo sé, lo sé.

Otro suspiro.

—Está bien, cariño, te llamaré más tarde. Trataré de coger un avión esta noche si puedo. No estás sola, Marie. Dolores estará contigo, y yo llegaré lo antes posible.

—Gracias, mamá.

—Buenas noches, querida.

—Buenas noches, mamá.

Se oyó un leve click en la línea. Marie puso el auricular en la horquilla. Miró el reloj que había en la pared de la cocina. Sólo faltaban cuarenta minutos para que acabara el día más largo de su vida.

El reloj marcaba el paso del tiempo en la quietud de la casa vacía.

El reloj del hospital señalaba las once y veinticinco.

El teniente Peter Byrnes aún no había llamado a las esposas. Tendría que llamarlas. Hablar con Teddy y Sarah, decirles lo que había pasado. Estaba en el corredor con el comisario Howard Brill, quien había venido inmediatamente después de enterarse de que dos detectives habían resultado heridos durante un atraco a una tienda de licores. Brill era un hombre negro de unos cincuenta años; Byrnes le conocía desde la época en que ambos pateaban las calles en Riverhead. De la misma talla que Byrnes, tenía la misma compacta cabeza y los mismos ojos inteligentes; los dos hombres podrían haber salido del mismo molde, excepto por el hecho de que uno era negro y el otro blanco. Brill estaba furioso y Byrnes sabía por qué.

—Los periódicos van a tener una fiesta —dijo Brill—. ¿Has visto esto?

Le enseñó a Byrnes la primera página de uno de los periódicos de la mañana. El titular parecía haber sido escrito para un pasquín sensacionalista de los que se vendían en los supermercados. Pero en lugar de MARCIANO DEJA PREÑADO A UN CAMELLO o HITLER REENCARNADO EN UN AMA DE CASA DE IOWA, el titular decía:

ENANOS 2 - POLICÍAS 0

LA POLICÍA NO DA LA TALLA

—Muy graciosos —masculló Byrnes—. Tengo un detective en cuidados intensivos y otro en el quirófano, y ellos se dedican a hacer chistes.

—¿Cómo se encuentran? —preguntó Brill.

—Meyer está bien. Carella… —Sacudió la cabeza—. Aún tiene la bala dentro del cuerpo. En este momento tratan de extraerla.

—¿De qué calibre?

—Veintidós. Lo suponemos por los casquillos que encontramos en la tienda. Meyer recibió dos impactos, pero las balas le atravesaron.

—Tuvo suerte —dijo Brill—. Estas armas de calibre pequeño son peores que una jodida 45. Hieren a un hombre donde hay carne y la bala no tiene fuerza suficiente para salir. Rebota ahí dentro como si fuese un muelle dando saltos.

—Sí —asintió Byrnes débilmente.

—Ha habido mucho follón esta noche —dijo Brill—. Cualquiera diría que se trata del 4 de Julio en lugar de Todos los Santos. ¿Tu hombre salió limpio de ese otro tiroteo?

—Espero que sí —dijo Byrnes.

—Cuatro adolescentes, Pete, a los periódicos y a la tele les encanta que cosan a tiros a los chicos. ¿Cuál es el informe sobre su estado?

—No lo he preguntado. Vine al hospital tan pronto como…

—Claro, lo entiendo.

Byrnes supuso que tendría que haber preguntado por esos muchachos antes de acudir al hospital, no porque realmente le preocupara cómo se encontraran, sino por el efecto que podía tener en su grupo de detectives. En su manzana, si estabas buscando problemas con un policía, tenías que sentirte contento si los encontrabas. Pero si Genero había sacado su arma reglamentaria sin causa razonable y prudente cuidado, y si uno de esos delincuentes moría o, peor aún, quedaba convertido en un vegetal…

—¿Es listo? —preguntó Brill.

—No mucho.

—Porque vendrán a por él, ya lo sabes.

—Sí, ya lo sé.

—¿Dónde está ahora?

—En jefatura. Creo. Realmente no lo sé, Howie. Lo siento, pero cuando me enteré de que Meyer y Carella…

—Claro, lo entiendo —aceptó Brill.

Se estaba preguntando cuál de los dos incidentes causaría el mayor dolor de cabeza al Departamento. Un policía estúpido disparándoles a cuatro chicos o dos detectives estúpidos heridos a balazos por un grupo de enanos.

—Enanos —dijo en voz alta.

—Sí —dijo Byrnes.

Es peligroso, pensó.

Lo sé.

Volver al mismo bar por cuarta vez.

Pero eso forma parte de la diversión.

Parecer el mismo, actuar de la misma manera, eso lo hace más excitante. Están buscando a un tío grande y rubio, así que ¡Aquííííí está Johnny, amigos! Los periódicos aún no han publicado su descripción, pero es que los polis también son unos tramposos.

Trucos por todas partes, pensó.

Eso me va.

Ahora deben pensar que se trata de un psicópata.

Un tío que alguna vez tuvo una experiencia traumática con una prostituta. Odia a todas las prostitutas y por eso las elimina sistemáticamente. Deberían consultar el ordenador y verificar la información con Kansas City. En Kansas City, sólo fueron dos de ellas. Bueno, cuando comienzas, hazlo poco a poco, ¿verdad? En Chicago, fueron tres. ¡Buenas noches, amigos! Hago mi pequeño número en cada ciudad, escucho los aplausos de la tele y los periódicos, saludo y me largo a Buffalo. Les corto el cuello, les trincho el coño, los polis tienen que pensar que se trata de un psicópata. Aquí me cargaré a cuatro y luego seguiré mi camino. Dos, tres, cuatro, una agradable escalada.

Dejemos que los polis crean que se trata de un psicópata.

Un psicópata actúa compulsivamente, oye voces dentro de su cabeza, piensa que alguien le ordena hacer lo que está haciendo. Yo jamás oigo voces excepto cuando estoy escuchando mi walkman Sony. Comediantes. Camino con los auriculares puestos, escucho sus chistes. Woody Allen, Bob Newhart, Bill Cosby, Henry Yougman…

Llévese a mi esposa. Por favor.

Para nuestro aniversario, mi esposa me dijo que quería ir a algún sitio donde no hubiese estado nunca. Yo le dije, ¿qué te parece ir a la cocina?

Mi esposa quería un abrigo de visón y yo quería un coche nuevo. Llegamos a un arreglo. Le compré un abrigo de visón y lo guardamos en el garaje.

Doy un paseo, escucho a esos cómicos, me río a carcajadas, la gente probablemente cree que estoy chiflado. ¿A quién le importa? No hay nadie que me ordene matar a esas chicas…

Oooops, perdón. No debo irritar a las feministas, sería peor tratar con ellas que con la policía. En la próxima ciudad, quizá me cargue a cinco. Mataré a cinco y continuaré el viaje. Dos, tres, cuatro, cinco, una bonita progresión aritmética. Seguir adelante, seguir con la diversión, como quería mamá. ¿Qué sentido tiene la vida si no puedes disfrutar de ella? Vive un poco, ríe un poco, eso es lo que realmente cuenta. Es divertido hacerlo con estas mujeres.

Tratad de resolver eso, oficiales.

Seguid buscando a un psicópata, adelante.

Cuando en realidad estáis tratando con alguien que está completamente cuerdo.

Larry’s Bar.

Bienvenido a casa, pensó, y abrió la puerta.

—¿Qué le pongo? —le preguntó Larry.

—Es un tío que entra en un bar con un pequeño mono en el hombro.

—¿Eh?

—Es un chiste —explicó—. El barman le pregunta «¿Qué le pongo?». El tío dice «Whisky con hielo», y el mono dice, «Lo mismo para mi». El barman les mira a los dos y pregunta, «¿Qué es usted, ventrílocuo?». Y entonces el mono le contesta, «¿Acaso he movido los labios?».

—Esto es un chiste, ¿eh? —comento Larry.

—Un gintónic —pidió él y se encogió de hombros.

—¿Y su mono?

—Mi mono conduce.

Larry parpadeó.

—Es otro chiste.

—Oh —dijo Larry y le miró—. ¿Ha estado antes aquí?

—No. Es la primera vez.

—Su cara me resulta familiar.

—La gente dice que me parezco a Robert Redford.

—Eso sí que es un chiste —soltó Larry, y puso el vaso delante de él. Un gintónic, tres pavos, una ganga.

Pagó la bebida y permaneció sentado, bebiendo a pequeños sorbos y mirando por el espejo.

—Buen ganado esta noche, ¿eh? —apuntó Larry.

—Tal vez.

—¿Qué está buscando? Hace diez minutos había una muchacha china por aquí. ¿Le gustan las orientales?

—Es un samurái que regresa de la guerra.

—¿Es otro chiste?

—Sus sirvientes le reciben en la puerta y le dicen que su esposa le ha estado engañando con un negro. El samurái corre escaleras arriba, echa abajo la puerta del dormitorio, saca su espada y grita, «¿Qué es lo que me han contado, que has estado con un hombre negro?» y su esposa le dice, «¿Quién es el blanquito que te lo ha contado?».

—No lo entiendo.

—Tendría que haber estado allí.

—¿Dónde?

—Olvídelo.

—Esta noche tenemos algunas chicas de color que son muy bonitas, si es eso lo que está buscando.

Larry estaba pensando en su comisión del veinte por ciento. Tenía que fomentar un poco el negocio.

—Es un viejo que entra en un prostíbulo…

—Esto no es un prostíbulo —dijo Larry a la defensiva.

—Es otro chiste. Un tío muy viejo, de unos noventa y cinco años. Le dice a la madame que quiere que le hagan una mamada. El viejo es tan frágil que apenas puede tenerse en pie. La madame le dice, «Vamos, amigo, ya está bien». Y el viejo le dice, «¿Ya está? ¿Cuánto le debo?».

—Ese sí que es gracioso.

—Conozco cientos de chistes sobre viejos.

—¿Igualmente graciosos?

—Es un viejo que está sentado en un banco del parque, llorando desconsoladamente. Otro tío se sienta junto a él…

»Hola.

Se volvió.

Una muchacha rubia y guapa estaba sentada en el taburete que había junto a él.

—Me llamo Sheryl —dijo—. ¿Quieres divertirte?