Capítulo 3

Capítulo 3

En esta ciudad todas las comisarías parecían iguales. Incluso las más nuevas comenzaban a parecerse después de un tiempo a las más viejas. Un par de esferas verdes flanqueando la escalera de entrada, un agente de guardia por si alguien decidía entrar con una bomba. Unos números blancos escritos sobre cada una de las esferas: 72. Solamente cambiaban los números. Todo lo demás era igual. Eileen tanto podría haber estado al otro lado del río como en la parte alta de la ciudad, en la comisaría 87.

Puertas de entrada de madera llenas de cicatrices y con paneles de cristal en la parte superior. Inmediatamente después de atravesar los dinteles se encontraba la sala donde se pasa revista a los agentes. Un alto escritorio a la derecha, como si fuese el estrado del juez, una barandilla de bronce discurría a la altura de la cintura medio metro por delante del estrado. Un sargento se sentaba detrás. En la pared que estaba a su espalda había fotografías del alcalde y del comisario de policía y un póster con las advertencias Miranda-Escobedo en inglés y en castellano. Una gran bandera norteamericana en la pared opuesta al mostrador. Carteles con delincuentes fijados con chinchetas a un tablero debajo de la bandera. Eileen le enseñó la placa al sargento de guardia, quien se limitó a asentir y a orientarla hacia la escalera de metal que había en el extremo de la habitación.

En la pared, un perchero con radiotransmisores que estaban recargando sus baterías, cada uno de ellos con la inscripción PROPIEDAD DE LA COMISARÍA 72. Bajando las escaleras se encontraban las celdas que había en el sótano y subiéndolas, la División de Detectives de la segunda planta, con un cartel escrito a mano indicando el camino. Comenzó a subir los escalones, paredes color verde manzana a ambos lados, con la pintura desconchada y sucia por el contacto de cientos de manos. Llevaba zapatos sencillos de tacón bajo, un suéter sobre una camisa de algodón blanca y una falda de paño color marrón. La indumentaria de prostituta aún estaba en su bolso, junto con el resto de su equipo.

Pasó junto a la Sala de Interrogatorios, y a la Oficina de Personal a los lavabos de hombres y mujeres, y a los vestuarios, continuó por el corredor, atravesó un amplio portal y se dirigió hacia la barandilla de madera contra la que se apoyaban unos archivadores metálicos de color verde. Se detuvo ante la pequeña puerta de la barandilla. Volvió a enseñar la placa al tío que estaba sentado ante el escritorio más próximo.

—Eileen Burke —dijo—. Estoy buscando a Shanahan.

—Pues ya lo has encontrado —se presentó Shanahan, poniéndose pie y rodeando el escritorio para estrecharle la mano. No era tan grande como Annie lo había descrito, metro ochenta aproximadamente, ochenta kilos. Eileen deseó que hubiese sido más grande. Pelo negro y ojos azules, sonrisa amplia, lo que el padre de Eileen solía llamar un irlandés negro.

—Mike —dijo, y le estrechó la mano con fuerza—. Me alegro de tenerte con nosotros. Ven, ¿quieres un poco de café?

—Buena idea —dijo ella, pasando a través de la pequeña puerta de la barandilla y siguiéndole hasta su escritorio—. Ligero, con un solo terrón de azúcar.

—Estará en un momento —aseguró y fue hasta donde había una jarra de agua sobre un hornillo—. Sólo tenemos café soluble y esa especie de leche en polvo, pero el azúcar es auténtico.

—Muy bien.

Shanahan puso un poco de café soluble y leche en polvo en una taza, vertió agua caliente, añadió un terrón de azúcar con la misma cucharita de plástico, lo removió, y luego llevó la taza a su escritorio. Ella aún estaba de pie.

—Siéntate, siéntate —dijo él—. Avisaré a Lou de tu llegada.

Echó un vistazo al reloj de la pared. Las siete menos diez.

—Pensé que tú y Annie vendríais juntas —comentó y levantó el auricular—. Una buena chica, Annie, yo solía trabajar con ella en Robos. —Pulsó un botón en la base del aparato, esperó un momento, y luego dijo—, ¿Lou? Eileen Burke está aquí, ¿quieres venir? —Escuchó lo que le decían—. No, todavía no. —Volvió a mirar el reloj—. Uh-huh —murmuró—. Muy bien, de acuerdo. —Colocó el auricular en su sitio—. Vendrá en un momento —informó a Eileen—. Está en la Oficina de Personal, pensaba que tal vez te gustaría echar un vistazo a los informes sobre este caso. Hemos estado trabajando juntos en él, Lou y yo, y todavía no hemos conseguido resultados. Por eso tenemos a los de Homicidios pegados a nuestra espalda, ¿eh?

Ella no respondió. No quería a un compañero resentido por la interferencia de Homicidios. Algunos policías trataban los casos difíciles como si se tratara de un niño enfermo. Cuidarle, tomarle la temperatura cada diez minutos, cambiarle las sábanas, servirle la sopa de pollo caliente. Había que estar alerta si alguien se acercaba demasiado a él. Esperaba que no fuese ésa la situación con este caso. Le hubiese gustado que la 72 hubiera pedido la ayuda, en lugar de haberle sido impuesta.

—¿Cómo está el café? —preguntó Shanahan.

Todavía no lo había probado. Levantó la taza. Las tazas de café de las salas generales de las comisarías son todas iguales. Sucias. En algunas comisarías, los detectives tienen sus iniciales pintadas en las tazas, para poder diferenciar una taza sucia de otra. Bebió el café. La huella de su lápiz de labios quedó marcada en el borde de la taza. Probablemente seguiría allí dentro de un mes.

—¿Qué tal? —preguntó él.

—Bastante bueno.

—Ah, aquí está Lou —dijo él, mirando por encima del hombro de Eileen hacia la barandilla. Ella se volvió en su silla justo para ver a un hombre delgado y de tez aceitunada que atravesaba la pequeña puerta. Un pequeño bigote debajo de la nariz. Una gruesa carpeta de papel manila en la mano derecha. Un metro setenta y cinco, calculó ella. Se movía como un torero, hombros y cintura estrechos, manos delicadas. Pero nunca se sabía. En la 87 estaba Hal Willis, que medía metro setenta y podía dejar tieso a cualquiera en menos de tres segundos.

—¿Burke? —dijo—. Me alegro de conocerte. —Ningún acento. Norteamericano de segunda o tercera generación, imaginó. Lou extendió la mano. Un apretón ligero y rápido. No sonrió—. Lou Alvarez —se presentó—. Me alegro de tenerte con nosotros, puedes ayudarnos mucho.

¿Formalismos? ¿O una bienvenida sincera? Ojalá lo supiera. Sería su pellejo el que estaría en peligro esta noche ahí fuera.

—Aquí tengo la carpeta del caso —dijo—, tal vez te gustaría echarle un vistazo mientras esperamos a Rawles. —Miró el reloj de pared. Eran las siete menos cinco, pero sacudió la cabeza amargamente. ¿Acaso era una indicación de que él pensaba que todas las mujeres llegaban habitualmente tarde? Eileen cogió la carpeta de papel manila.

—Puedes omitir las fotografías —dijo.

—¿Por qué?

Alvarez se encogió de hombros.

—Haz como gustes —concedió.

Estaba mirando las fotografías cuando llegó Annie.

—Hola —dijo Annie y miró el reloj de la pared.

Las siete en punto.

—Hola, Mike —saludó—, ¿cómo está el Camaleón estos días?

Comme-ci, comme-ça —dijo Shanahan, estrechándole la mano.

—Solíamos llamarle el Camaleón —explicó a Eileen, y luego dijo—, Annie Rowles —y extendió la mano hacia Alvarez.

—Lou Alvarez.

Él estrechó la mano de Annie. No parecía cómodo estrechándole la mano a las mujeres. De pronto, Eileen se sintió feliz de que fuese Shanahan quien trabajara con ella esta noche en la calle.

—¿Por qué Camaleón? —preguntó.

—El hombre de las mil caras —respondió Annie y miró la fotografía que Eileen tenía en la mano—. Agradable —dijo e hizo una mueca.

—Las fotografías no importan —dijo Alvarez—, no pueden hablar. Tenemos declaraciones de un par de chicas que trabajan en Canal Zone, ellas nos han proporcionado una idea bastante buena de lo que estamos buscando. Si Homicidios nos ha estado presionando desde el primer minuto es porque el Alcalde apareció en los periódicos diciendo que había que limpiar Canal Zone. Así que Homicidios nos pasó el muerto a nosotros. Si nos ayudas a resolver este caso —le dijo a Eileen—, yo personalmente te colgaré una medalla. Yo mismo fundiré el bronce.

—Esperaba que fuese de oro —se quejó Eileen.

—Será mejor que eches un vistazo a las otras fotografías —dijo Shanahan.

—No hay necesidad de que las vea —objetó Alvarez.

—¿Cuáles? —preguntó Eileen.

—¿Estás tratando de asustarla?

—Estoy tratando de prepararla.

—No tiene necesidad de mirar esas fotografías —insistió Alvarez.

Pero Eileen ya las había encontrado.

Las primeras fotografías mostraban rostros rajados y cuellos cortados. Éstas mostraban feroces mutilaciones en la parte inferior del cuerpo.

—Usó el cuchillo arriba y abajo —dijo Shanahan.

—Ajá —dijo Eileen.

—Apuñaló a la primera chica en un portal a dos manzanas del bar.

—Ajá.

—Lo que quieto decir es que vayas con cuidado —le advirtió Shanahan—. No se trata del típico chiflado que asalta a las viejecitas en el parque. Este es un jodido animal, es muy peligroso. Si tienes el más mínimo problema, grita. Yo estaré preparado.

—No tengo miedo de ponerme a gritar —dijo Eileen.

—Bien. Aquí no estamos tratando de demostrar nada, sólo queremos atrapar a ese sujeto.

—Si yo le atrapara —dijo Alvarez—, le cortaría las pelotas.

Eileen le miró.

—¿Qué más dijeron esas chicas? —preguntó Annie.

No quería que Eileen siguiera examinando las fotografías. Con una vez era suficiente. Se las quitó de la mano, las observó brevemente y volvió a meterlas en la carpeta. Eileen la miro interrogativamente. Pero Alvarez ya estaba contestando a la pregunta.

—Cuando te familiarizas con Canal Zone, conoces a la mayoría de las chicas que trabajan en la calle —explicó—. Un coche se detiene junto al bordillo, la chica se inclina en la ventanilla, se ponen de acuerdo en el precio y ella hace su trabajo mientras el coche da la vuelta a la manzana. Se trata simplemente de Una Boca, Un Viaje. Pero cerca de los muelles hay un bar donde se pueden encontrar prostitutas de mejor clase. Hablamos comparativamente. Ninguna de estas chicas es una puta de lujo.

—¿Qué puedes decirme de ese bar? —preguntó Annie.

—Se llama Larry’s, en Fairview y la Cuarta Este. Las chicas que trabajan en los coches suelen entrar en el bar, se pinchan en el lavabo, se arreglan el maquillaje, esas cosas. Pero también están las chicas más jóvenes y más bonitas, ésas se instalan en el bar buscando clientes. Las que trabajan en la calle sólo sacan cinco pavos por menearla y diez por un trabajo con la boca. Las que trabajan en el bar sacan el doble.

—El caso es que —interrumpió Shanahan— las tres chicas que ese hombre acuchilló trabajaban en el bar.

—Así que es ahí donde vais a situarme —dijo Eiieen.

—Estarás más segura —dijo Alvarez.

—No estoy buscando seguridad —protestó ella, molesta.

—No, y tampoco eres una prostituta de verdad —dijo Alvarez, encrespándose a su vez—. Si te quedas en la calle y rechazas a todos los clientes que aparecen en coche, las otras chicas descubrirán inmediatamente que eres poli. Te quedarás sola en medio de la calle en menos de lo que canta un gallo.

—Está bien —aceptó.

—Quiero pescar a ese tipo.

—Yo también.

—Pero no de la misma forma que yo. Tengo una hija de la misma edad que la chica de la fotografía —dijo señalando la carpeta.

—Está bien —repitió Eileen.

—Si trabajas en el bar —dijo Alvarez—, tendrás la posibilidad de observar a tus clientes. ¿Has hecho antes de prostituta?

—Sí.

—De acuerdo, de modo que no tengo que decirte cómo hacer tu trabajo.

—Exacto, no tienes que decírmelo.

—Pero allí, en Canal Zone, hay algunos jodidos bastardos, y no todos ellos están buscando trincarte. Será mejor que te lo tomes con calma. Este no es un trabajo fácil.

—Ninguno lo es —objetó ella.

Ambos se miraron fijamente.

—¿Qué dicen sobre él? —preguntó Annie, interviniendo.

—¿Qué? —dijo Alvarez.

Aún estaba enfadada. Pensaba que Homicidios le había enviado una aficionada. Creía que descubrirían inmediatamente que era un señuelo, Que os follen a ti y a tu hija, pensó Eileen. Conozco mi trabajo. Y sigue siendo mi pellejo el que está en juego ahí fuera.

—Esas chicas con las que has hablado —dijo Annie—. ¿Qué han dicho?

—¿Qué?

—Pregunta qué han contado de ese tipo —aclaró Shanahan—. Esto que voy a decirte no va a misa, Annie, tal vez no se trate más que de un puñado de prostitutas que huyen aterrorizadas, algo a lo que tienen perfecto derecho. Pero las noches de los asesinatos, recuerdan haber visto a un hombre en el bar, bebiendo con las víctimas. Con las tres que apuñaló. El mismo hombre las tres noches de los tres viernes. Un tío grande y rubio, de un metro noventa y cerca de cien kilos, vestidos de forma diferente cada noche, pero confundiéndose perfectamente con todos los demás en el bar.

—¿Qué significa eso?

—Significa que es un cliente habitual de cada viernes, no un fulano del distrito residencial en busca de diversión.

—¿Hay alguno de ésos? —preguntó Eileen.

—De vez en cuando —dijo Shanahan—. No duran mucho en Canal Zone. Las prostitutas no son las únicas rapaces allí. Pero este tío parecía un marinero que venía de uno de los barcos. Naturalmente, eso no significa que lo fuera realmente.

—¿Alguna otra cosa que debiéramos saber sobre él?

—Sí, las hacía desternillar de risa.

—¿Qué quieres decir?

—Les contaba chistes.

Eileen le miró.

—Sí, ya sé lo que estás pensando —dijo Shanahan—. Un cómico con un cuchillo.

—¿Alguna otra cosa?

—Usa gafas —dijo Alvarez.

—Una de las chicas cree que tiene un tatuaje en la mano derecha. Cerca del pulgar. Es la única que lo ha mencionado.

—¿Qué clase de tatuaje?

—No pudo recordarlo.

—¿Con cuántas chicas habéis hablado?

—Cuatro docenas, en total —informó Alvarez—, pero sólo dos de ellas nos quisieron prestar ayuda.

—¿Qué hora? —preguntó Annie—. ¿Cuándo le vieron en el bar con las víctimas?

—A distintas horas. A las nueve de la noche y a las dos de la mañana.

—Va a ser una noche muy larga —dijo Annie suspirando.

Shanahan miró el reloj de la pared.

—Será mejor que establezcamos nuestra estrategia. Así podremos movernos cuando él lo haga. Una vez que sorprenda a Eileen ahí fuera…

Dejó la frase inacabada.

El reloj señalaba el paso del tiempo en el silencio de la habitación.

—¿Te conocen en Canal Zone? —preguntó Eileen.

Shanahan la miró.

—¿Te conocen?

—Sí, pero…

—Entonces ¿qué demonios…?

—Yo estaré…

—¿Cómo puede ser bueno un apoyo a quien…?

—No podrás reconocerme, no te preocupes.

—¿No? ¿Qué te dice el tío de la barra cuando entras? ¿Qué hay, detective Shanahan?

—Te apuesto seis contra cinco en este momento que no serás capaz de reconocerme cuando entre en ese bar —dijo Shanahan.

—No aceptes la apuesta —advirtió Annie.

—¿Te reconoceré si debo gritar?

—Entonces sí. Porque estaré allí.

—Acepto —dijo Eileen—. Pero si te reconozco, me marcharé directa a casa. Saldré de ese bar y me iré a mi casa. ¿Entendido?

—Yo haría lo mismo. Pero no me reconocerás.

—Espero que no. Espero perder la apuesta.

—La perderás —le prometió Annie.

—No me gustó nada que le dispararas —advirtió la mujer rubia sentada al volante de la furgoneta—. No era necesario hacerlo, Alice.

Alice no dijo nada.

—Debéis disparar las armas al aire para asustarles, para que sepan que no se trata de una broma, eso es todo. Si ese hombre al que le has disparado está muerto, el resto de la noche podría ser un desastre para nosotros.

Alice permaneció en silencio.

—Lo hermoso de todo esto —dijo la rubia— es que nunca esperan que el rayo caiga dos veces en el mismo lugar. ¿Me estáis escuchando, chicos?

Ninguno de los niños dijo una palabra.

El reloj digital del salpicadero señalaba las 7:04.

—Imaginan que cometéis un atracó, os marcháis a casa y os quedáis tranquilos durante un tiempo. Esta es la parte hermosa. Si jugamos nuestras cartas correctamente esta noche volveremos a casa con cuarenta de los grandes. Quiero decir que como es viernes por la noche, las tiendas de licores permanecerán abiertas, algunas de ellas hasta medianoche, la gente se aprovisiona para el fin de semana. Un montón de pasta en las cajas registradoras, chicos, esperando a que lo cojamos. Nada de seguir disparándole a la gente, ¿me habéis entendido?

Los chicos no respondieron.

Detrás de los antifaces, los ojos se movieron abarcando ambos lados de la avenida.

Las aberturas de los antifaces hacían que todos los ojos parecieran orientales, incluso los azules.

—Especialmente tú, Alice. ¿Me oyes?

Alice asintió rígidamente.

—Ahí está —observó la rubia—, segundo objetivo. —Y comenzó a acercar la furgoneta al bordillo.

La tienda de licores estaba profusamente iluminada.

El rótulo en la luna del escaparate decía FAMOSAS MARCAS DE VINO Y WHISKY.

—Que os divirtáis, niños —dijo la rubia.

Los chicos bajaron de la furgoneta.

—¡La bolsa o la vida, la bolsa o la vida! —gritaron a una mujer mayor que salía de la tienda de licores.

La anciana se echó a reír nerviosamente.

—¡Qué encantadores! —opinó sin dirigirse a nadie en concreto.

En el interior de la tienda de licores, los niños no se mostraron tan encantadores.

El dueño estaba de espaldas a ellos, tratando de alcanzar una botella de dos litros de Johnnie Walker etiqueta roja.

Alice le disparó instantáneamente.

El contable de treinta años que estaba delante del mostrador lanzó un alarido.

Le disparó también a él.

Los niños limpiaron la caja registradora en menos de doce segundos. Uno de ellos cogió una botella de Canadian Club de los estantes. Luego salieron corriendo de la tienda de licores, riendo y gritando: «¡La bolsa o la vida, la bolsa o la vida!».

—Hola, ¿Peaches? —dijo el hombre por teléfono.

—¿Sí?

—He estado tratando de dar contigo todo el día. Mi secretaria me dejó tu número de teléfono, pero no me dijo para qué agencia trabajas.

—¿Agencia?

—Sí. Soy Phil Hendricks, de Camera Works. La semana próxima tenemos una sesión fotográfica y mi secretaria pensó que podrías ser la persona indicada para el trabajo. ¿Qué edad tienes, Peaches?

—Cuarenta y nueve años —contestó ella sin vacilar. Una pequeña mentira. Bueno, mentía por once años, ¿pero quién estaba enterado?

—Perfecto —dijo él—, las fotos son para un catálogo de Sears, medía docena de mujeres maduras posando con batas de casa. Si me das el número de tu agencia, les llamaré por la mañana.

—No trabajo para ninguna agencia —admitió ella.

—¿No? Es muy extraño. Quiero decir… ¿cuánto hace que pasas modelos?

—No soy modelo —dijo Peaches.

—¿No lo eres? ¿Entonces como es que mi secretaria…?

En la línea se produjo un largo y embarazoso silencio.

—¿Eres Peaches Muldoon, verdad?

—Sí —asintió ella—, pero yo nunca he…

—¿El 349 4040

—Sí, ese es el número. Pero su secretaria debe…

—Bueno, aquí tengo tu nombre y el número de teléfono de su puño y letra —alegó él—. ¿Pero dices que no eres modelo?

—No, soy ED.

—¿Qué?

—Enfermera diplomada.

—Entonces, ¿cómo es que mi secretaria…? Otro silencio embarazoso.

—¿Has pensado alguna vez en pasar modelos?

—Bueno… no en plan serio.

—Porque quizá le hayas mencionado a alguien que estabas buscando trabajo como modelo, y esa información llegó de alguna manera hasta mi secretaria. Eso es lo único que se me ocurre pensar.

—¿Cómo se llama su secretaria?

—Linda. Linda Greeley.

—No, no conozco a nadie con ese nombre.

—¿Le mencionaste a alguien que quizás estarías interesada en trabajar como modelo?

—Bueno… ya sabe… la gente siempre me está diciendo que debería intentarlo, pero ya sabe como le gusta hablar a la gente. Nunca les tomo en serio. Quiero decir, ya no soy una niña.

—Bueno, una persona de cuarenta y nueve años no es exactamente una anciana —dijo él y se echo a reír.

—Bien, supongo que no. Pero la gente siempre trata de halagarme, ya sabe. Realmente no soy lo bastante bella como para pasar modelos, ya sabe, hay un cierto tipo de mujer para pasar modelos.

—¿Qué tipo es el tuyo, Peaches? —se interesó él.

—Bueno, no se cómo responder a eso.

—Bueno ¿cuánto mides, por ejemplo?

—Un metro sesenta y ocho.

—¿Cuánto pesas?

—Podría perder un poco de peso —admitió—, de verdad.

—Bueno no hay ninguna mujer en el mundo que no crea que puede perder unos kilos. ¿Pero cuánto pesas tú Peaches?

—Sesenta kilos —dijo ella. Mintiendo un poco. Bueno, mintiendo por cinco kilos. Bueno, diez kilos, en realidad.

—No es lo que yo llamaría obesidad. Un metro sesenta y ocho, sesenta kilos.

—Bueno, digamos que soy… bueno… un tanto rellena, supongo.

—¿Eres judía, Peaches?

—¿Qué?

—Es una expresión judía —dijo él—. Pero Muldoon no es un apellido judío, ¿verdad?

—No, no. Soy irlandesa.

—Pelirroja, podría apostarlo.

—¿Cómo lo ha adivinado? —preguntó ella, echándose a reír.

—Y también me parece detectar un ligero acento sureño.

—Soy natural de Tennessee. No pensé que se notara.

—Oh, es apenas percetible. Por eso la expresión sonaba tan extraña en tus labios. Bueno, lamento que no seas modelo, Peaches, lo digo en serio. Estamos pagando ciento veinticinco la hora y pensamos llenar unas doce páginas, de modo que esto hubiese supuesto una buena pasta. ¿Trabajas la jornada completa como enfermera?

—No. La mayor parte del trabajo lo hago en casas particulares.

—Entonces podrías estar libre para…

Él dudó.

—Pero si careces de experiencia…

Una nueva vacilación.

—No lo sé —dijo—. Lo que estamos buscando es un grupo de mujeres que sean maduras y que puedan ser aceptadas como amas de casa. Aquí no hacemos fotografías románticas, ni con ropa interior sexy ni nada por el estilo. De hecho… bueno, no lo sé realmente. Pero tu falta de experiencia podría ser una ventaja. Cuando dices que eres algo rellena, no quieres decir… bueno, tu aspecto no es demasiado sugestivo, ¿verdad?

—Yo no diría que mi aspecto es sugestivo. Ya tengo cuarenta y nueve años.

—Y Sofía Loren ¿qué? Ya ronda los cincuenta, ¿no? Y tiene un aspecto muy sugestivo. Lo que estoy diciendo es que no buscamos a una Sofía Loren para este trabajo. ¿Puedes imaginarte a Sofía Loren en bata de casa? —bromeó y volvió a reír—. Permíteme que apunte tus medidas, ¿de acuerdo? Discutiré todo esto con la agencia de anuncios por la mañana, ¿quién sabe? Has dicho metro sesenta y ocho.

—Sí.

—Sesenta kilos.

—Exacto.

—¿Y tus otras medidas, Peaches? Primero la medida del busto.

—Treinta y seis C.

—Bien, no queremos a alguien que parezca demasiado, buena, hay algunas de esas llamadas modelos maduras, con grandes pechos pero muy flácidos. ¿Tú no serás flácida, verdad?

—Oh, no.

—¿Y la medida de tu cintura, Peaches?

—Veintiséis.

—¿Y las caderas?

—Treinta y seis.

—Eso suena muy bien —reconoció él—. ¿Tus pechos son firmes? —preguntó.

—¿Qué?

—Tus pechos. Perdóname, pero sé que en la agencia querrán saberlo. Han visto a tantas de esas modelos maduras con los pechos colgando hasta las rodillas que se han vuelto un tanto precavidos. ¿Tus pechos son firmes y están en buena forma?

Peaches vaciló.

—¿Cómo me ha dicho que se llamaba? —preguntó ella.

—Phil Hendricks. De Camera Works. Somos una firma de fotografía profesional, en la avenida Hall.

—¿Podría darme su número de teléfono, por favor?

—Claro. Es el 847 0033

—¿Y dice que es para un catálogo de Sears?

—Sí, empezaremos las sesiones fotográficas el lunes por la mañana. Ya hemos contratado a dos mujeres, ambas de unos cincuenta años, cuerpos firmes, de hecho, una de ellas ha posado para un catálogo de ropa interior. Hazme un favor, ¿quieres, Peaches?

—¿Qué quiere?

—¿Hay algún espejo en esa habitación?

—Si.

—¿Llega el cable del teléfono hasta donde se encuentra el espejo?

—Sí. El espejo está aquí mismo, en la pared.

—Ponte de pie, Peaches y mírate en el espejo.

—¿Por qué debo hacerlo?

—Porque quiero una opinión objetiva. ¿Qué llevas puesto en este momento, Peaches?

—Una blusa y una falda.

—¿Llevas zapatos?

—Sí.

—¿Zapatos de tacón alto?

—Sí.

—¿Y sujetador? ¿Llevas sujetador, Peaches?

—Escuche, esta conversación me está poniendo un poco nerviosa —objetó ella.

—Quiero una opinión objetiva, Peaches.

—¿Sobre qué?

—Sobre si tus pechos son firmes y están en buena forma. ¿Puedes verte en ese espejo, Peaches?

—Escuche, en realidad todo esto me está poniendo muy nerviosa.

—Quítate la blusa, Peaches. Mírate en el espejo con sujetador y dime…

Ella colgó.

El corazón le latía con fuerza.

Un truco, pensó. ¡Me ha engañado! ¿Cómo he podido ser tan estúpida? ¡Seguir hablando con él! ¡Dando crédito a sus embustes! Respondiendo a todas las preguntas que… ¿Cómo conocía mi nombre?

En el listín figuro como P. Muldoon, ¿cómo ha podido…? El contestador automático. Hola, soy Peaches, en este momento no puedo ponerme al teléfono. Por supuesto. Dijo que había estado tratando de ponerse en contacto conmigo todo el día. Hola, soy Peaches, en este momento no puedo ponerme al teléfono. Sacó el Muldoon y el número del listín y mi nombre del contestador…

¡Oh, Dios, mi dirección también está en el listín!

¿Y si viene aquí? Oh, Dios bendito…

El teléfono comenzó a sonar otra vez.

No contestes, pensó.

Siguió sonando.

Sonando, sonando.

No contestes.

Pero se supone que Sandra debe llamarme por lo de esa fiesta.

Sonando, sonando, sonando.

Si es él, colgaré.

Extendió la mano hacia el teléfono. Estaba temblando. Levantó el auricular.

—¿Sí?

—¿Peaches?

¿Era él otra vez? La voz parecía diferente.

—¿Sí?

—Hola, soy el detective Andy Parker. No sé si me recordará, pero soy quien detuvo a su…

—Hombre, ¡me alegra tener noticias de usted! —exclamó ella.

—¿Qué os parece? —dijo Parker, colgando el auricular—. ¡Me recordó inmediatamente y me dijo que fuese a verla ahora mismo!

—Es que eres inolvidable —dijo Brown. Estaba en su escritorio, escribiendo a máquina el informe sobre el torso que habían hallado en la parte trasera del restaurante Burgundy. Genero miraba por encima del hombro de Brown, tratando de ver cómo se escribía la palabra «desmembrado».

La sala de reunión había cobrado vida con el traqueteo de las máquinas de escribir.

Meyer, vestido con su elegante americana deportiva color habano, redactaba el informe sobre los críos que habían atracado la tienda de licores y asesinado a su propietario.

Kling se encontraba en su escritorio, redactando un informe sobre un robo perpetrado tres días antes. Estaba pensando en Eileen. Pensaba que, en ese preciso momento, Eileen estaba en Calm’s Point, preparándose para iniciar su trabajo en Canal Zone. Pensaba que luego podría darse una vuelta por allí. Echó un vistazo al reloj de la pared. Las siete y cuarto. Tal vez estaría libre a medianoche. Iría a ver qué pasaba en Canal Zone. Un tercer hombre de apoyo nunca está de más.

—Bueno —dijo Parker—, si nadie me necesita aquí, creo que voy a largarme.

—Realmente, nadie te necesita —masculló Meyer—. Tenemos dos homicidios entre manos, nadie te necesita aquí.

—Dime la verdad, Meyer —dijo Parker—. ¿Crees que esos dos homicidios quedarán cerrados esta noche? En toda tu carrera, ¿has cerrado alguna vez un caso de homicidio el mismo día en que se ha producido? ¿Lo has hecho?

—Estoy tratando de pensar —dijo Meyer.

—En toda mi experiencia como policía, nunca ha sucedido eso —condenó Parker—. A menos que entres y encuentres al culpable con el arma humeante en la mano. De otro modo, lleva semanas. Meses, en ocasiones. A veces, años.

—A veces, siglos —dijo Brown.

—¿Adónde quieres ir a parar? —preguntó Meyer.

—Quiero ir a parar a… aquí quiero ir a parar —manifestó, abriendo los brazos en dirección a la barandilla mientras Carella atravesaba la pequeña puerta—. Steve, me alegro mucho de verte.

—¿Sí? —dijo Carella.

Era un hombre alto y delgado, con el físico y la apostura de un atleta, pelo castaño, ojos marrones y ligeramente oblicuos que conferían a su rostro un aspecto oriental. Esta noche llevaba una camisa deportiva debajo de una cazadora azul, pantalones de pana y mocasines marrones. Se dirigió directamente a su escritorio y miró en la cesta buscando algún recado telefónico.

—¿Cómo está la cosa por ahí fuera? —preguntó Brown.

—Tranquila —respondió Carella—. ¿Regresaste sin problemas? —le preguntó a Kling.

—Cogí un taxi.

Carella se volvió hacia Parker.

—¿Por qué estás tan contento de verme? —preguntó.

—Porque mi colega, el detective Meyer, sentado a su escritorio con su nueva americana y su cabeza calva, está ansioso por resolver un homicidio y necesita un buen compañero.

—Eso me deja fuera del asunto —dijo Carella—. ¿Qué clase de homicidio, Meyer?

—Unos chicos atracaron una tienda de licores y mataron al dueño.

—¿Adolescentes?

—Once años.

—¿Bromeas?

—Tendrías que conseguir caramelos —propuso Brown— y utilizarlos como señuelo.

—Así que todo el mundo está bien emparejado ahora —dijo Parker—. Tú tienes a Genero…

—Muchas gracias —masculló Brown.

—Meyer tiene a Steve…

—Sólo he venido a tomar un poco de café —dijo Carella.

—Y yo tengo a Peaches Muldoon.

—¿Quién es?

—Una deliciosa enfermera diplomada que se muere por verme.

—Tiene sesenta años —dijo Brown.

—¡Es una anciana! —exclamó Genero, sorprendido.

—Intenta decírselo.

—¿Has salido alguna vez con una enfermera? —preguntó Parker.

—¿Yo? —dijo Genero.

—Tú, tú. ¿Has salido alguna vez con una enfermera?

—No. Y tampoco he salido nunca con una mujer de sesenta años.

—Intenta decírselo —dijo Brown.

—No hay nada como una enfermera —explicó Parker—. Es un hecho demostrado que si en el negocio editorial pones la palabra «enfermera» en un título, vendes un millón de ejemplares más.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Es un hecho. Un editor me lo dijo. Hace un año, en su oficina. Le habían robado todas las máquinas de escribir.

—Voy a escribir un libro titulado Los desnudos y la enfermera.[3] —sugirió Brown.

—¿Qué te parece Lo que la enfermera se llevó? —dijo Meyer.

—¿Y Enfermera-22?[4] —dijo Carella.

—Adelante, burlaros de mí —dijo Parker—. Ya me veréis mañana, estaré destrozado.

—Creo que sería mejor que te quedaras —objetó Brown—. Hawes está solo ahí fuera.

—Bert puede ir a echarle una mano tan pronto como acabe de escribir su libro.

—¿Qué libro? —preguntó Kling, levantando la vista de la máquina de escribir.

—Yo —dijo Parker— voy a investigar un homicidio.

—Diez años —puntualizó Brown.

—Pensé que habíais dichos que tenían once años —dijo Carella, confundido.

—El homicidio. Se cometió hace diez años. Parker arrestó a un chiflado que se dedicaba a asesinar sacerdotes. La enfermera es su madre.

—Los chicos tienen once años —asentó Meyer—. Los que atracaron la tienda de licores y mataron al dueño. Once o doce años.

—Eso fue lo que pensé —dijo Carella. Aún se sentía confundido.

—¿Alguna otra objeción? —preguntó Parker.

Todos le miraron lúgubremente.

—En ese caso, caballeros, que os sea leve.

—¿Piensas dejar algún número donde podamos localizarte? —preguntó Brown.

—No —dijo Parker.

El telefono comenzó a sonar cuando Parker atravesaba la pequeña puerta de la barandilla y salía al corredor.

Mientras le observaba, Brown sacudió la cabeza y levantó el auricular.

—Comisaría 87, Brown.

—Artie, soy Dave —dijo Murchinson—. ¿Eres tú quien lleva el caso de ese cuerpo que encontraron en un cubo de basura, verdad?

—Un trozo de cuerpo —corrigió Brown.

—Bueno, pues acaban de encontrar otro pedazo —dijo Murchinson.