Capítulo 4
Capítulo 4
Hawes tenía que repetirse a sí mismo que se trataba de una cuestión estrictamente oficial.
Las Bermudas habían sido una cosa, las Bermudas estaban a mil kilómetros de distancia, y además le había pedido a Annie que le acompañara. Esto era otra cosa. Ahora estaba en la gran ciudad, la ciudad mala, Annie vivía aquí y, además, tenía una cita con ella mañana por la noche y, por otra parte, Marie Sebastiani estaba casada.
Por el momento.
Existía la posibilidad de que su esposo se las hubiese ingeniado para huir de ella, aunque se preguntaba por qué querría alguien abandonar a una hermosa rubia de largas piernas, era algo que escapaba a la comprensión de Hawes. No obstante, si eso era lo que había pasado —Sebastián el Grande esparciendo sus cosas por el camino trasero de la escuela y largándose luego en el Citation—, entonces quizá se había marchado para siempre, en cuyo caso Marie no estaba tan casada como ella creía. Hawes había llevado casos en los que un tío había salido a comprar una barra de pan y nunca más se había sabido nada de él. Probablemente ahora estaría viviendo en una isla del Pacífico sur dedicado a pintar nativas desnudas. En una ocasión, se hizo cargo de un caso en el cual un tío le dijo a su esposa que se iba a comprar la guía de TV. Esto sucedía a las ocho de la noche. La mujer se sentó a ver las noticias de las once, y luego el show de Johnny Carson, y finalmente la última película de la programación y su esposo no regresó a casa con la guía. Apareció seis años más tarde, en Santa Mónica, California, viviendo con dos mujeres. De modo que quizá Sebastián el Grande había realizado el mayor truco de toda su carrera, desapareciendo de la vida de su esposa. ¿Quién sabe?
Por otra parte, tal vez la inquietud de la mujer era fundada. Tal vez alguien se había acercado a Frank Sebastiani mientras éste cargaba sus cosas en el coche, y tal vez le golpeó, sacó las cosas del coche y se largó con el coche y el mago. Más tarde arrojó al mago del coche, muerto o vivo, y vendió el automóvil en una tienda de vehículos usados. Una ganancia fácil en una noche de Todos los Santos relativamente tranquila. Era posible.
En cualquier caso, éste era un asunto estrictamente oficial. Sin embargo, Hawes deseó que Marie dejara de tocarle de ese modo. La mujer era definitivamente una tocona, y aunque Hawes no comulgaba necesariamente con la premisa psicológica de que el persistente contacto corporal era un prerrequisito absoluto para la seducción, debía admitir que el frecuente toqueteo de Marie dirigido a su brazo, su mano o su hombro era un poco perturbador. A decir verdad, ella le tocaba sólo para enfatizar algún detalle de la conversación, como cuando le volvió a decir lo agradecida que estaba de que la hubiese invitado a cenar o para indicar éste o aquel posible restaurante a lo largo del Stem. Él había aparcado el coche en la Quinta Norte y ahora caminaban hacia el oeste, en dirección al centro, buscando un lugar donde cenar. Un viernes, a las siete y media de la noche, aún había muchos restaurantes abiertos, pero Marie le había dicho que tenía ganas de comer pizza, de modo que él eligió un lugar pequeño justo al sur de la avenida, en la Cuarta. Manteles a cuadros rojos, velas en botellas de Chianti, gente esperando en fila que alguna mesa quedara libre. Hawes raramente mencionaba su ocupación pero, en esta oportunidad, le dijo a la camarera que era detective y estaba trabajando fuera de los límites de la 87, que no había probado bocado desde que se había hecho cargo de su turno a las cuatro de la tarde.
—Por aquí, oficial —dijo la camarera inmediatamente y les condujo hasta una mesa junto a la ventana.
Tan pronto como la camarera se hubo retirado, Marie preguntó:
—¿Sucede esto siempre?
—¿Qué es lo que sucede siempre?
—El tratamiento de favor.
—A veces —dijo Hawes—. ¿Seguro que sólo quiere una pizza? En la carta hay muchos otros platos.
—No, realmente deseo comer pizza. De queso y anchoas.
—¿Le gustaría beber algo? —ofreció él—. Estoy de servicio pero…
—¿Realmente respeta esas cosas?
—Oh, claro.
—Sólo beberé cerveza con la pizza.
Hawes le hizo una seña al camarero y le pidió una pizza grande de queso y anchoas.
—¿Algo para beber? —preguntó el camarero.
—Una cerveza para la señora, una Coca-Cola para mí.
—¿Miller’s o Michelob?
—Miller’s —dijo Marie.
El camarero se alejó.
—Es realmente muy amable de su parte —dijo Marie y extendió la mano a través de la mesa para tocar ligeramente la mano de Hawes. Apenas un roce y nada más.
—Tan pronto como regresemos a la comisaría —declaró Hawes—, llamaré nuevamente para preguntar si hay alguna novedad sobre alguno de los dos vehículos.
Él había llamado a Vehículos Robados desde la oficina del vigilante en la escuela superior, informando de la desaparición del Citation y la Econoline, pero sabía perfectamente cuáles eran las probabilidades de encontrar cualquiera de los dos vehículos esta noche. No quiso que ella lo supiera.
—Ése sería un punto de partida —dijo ella—. Si han encontrado los coches.
—Oh, desde luego.
Una expresión de dolor se dibujó en su rostro.
—Estoy seguro de que su esposo se encuentra bien —garantizó Hawes.
—Así lo espero.
—Estoy seguro.
No estaba seguro en absoluto.
—No puedo dejar de pensar que le ha sucedido algo terrible. Sigo pensando que quienquiera que haya robado el coche…
—Bueno, eso no puede saberlo con seguridad —dijo Hawes.
—¿Qué quiere decir?
—Bueno, que el coche haya sido robado.
—Ha desaparecido, ¿verdad?
—Sí, pero…
No quería decirle que tal vez su esposo se había largado, dirigiéndose hacia el horizonte. Dejemos que la señora disfrute de su cerveza y su pizza. Si su esposo la había abandonado realmente, pronto lo sabría. Si estaba muerto en algún callejón, lo sabría aún más pronto.
No volvió a mencionar a Jimmy Brayne hasta después de que les hubieron servido la comida.
Marie se afanaba sobre la pizza como si hiciera una semana que no comía. Comía como aquella mujer de la película Tom Jones. Se relamía los labios, ponía los ojos en blanco, se llevaba la pizza a la boca como si estuviese haciendo el amor con ella. Vamos, pensó él. Ésta es una cuestión estrictamente oficial.
—Normalmente es un tío de fiar, ¿verdad?
—¿Quién?
—Jimmy Brayne.
—Oh, sí. Completamente.
—¿Cuánto hace que trabaja para ustedes?
—Tres meses.
—¿Comenzó a trabajar en julio?
—Sí. El 4 de julio actuamos en una gran fiesta del partido Republicano. Esa fue la primera vez que Jimmy nos ayudó.
—Llevando las cosas en la furgoneta…
—Sí.
—Y recogiéndolas más tarde.
—Sí.
—¿Sabía él dónde debía recogerlas esta noche?
—Oh, sí. Fue él quien trajo las cosas a la escuela, claro que lo sabía.
—¿Les ayudó a descargarlas?
—Sí.
—¿Cuándo fue eso? ¿A qué hora?
—Llegamos a la escuela aproximadamente a las tres y cuarto.
—¿Llegaron juntos a la ciudad?
—Frank y yo seguíamos a la furgoneta.
—¿A qué hora se fue Jimmy de la escuela?
—Cuando todo hubo estado en el escenario.
—¿A qué hora ocurrió eso?
—Tres y media, cuatro menos cuarto.
—¿Y él sabía que debía regresar a las cinco y media?
—Sí.
—¿Es posible que él haya ido a alguna parte con su esposo?
—¿Adónde, por ejemplo?
—¿A tomar una copa o algo así? ¿Mientras usted se cambiaba de ropa?
—Entonces ¿por qué estaban todas las cosas tiradas por el suelo?
—Es sólo que… bueno, que ambos hayan desaparecido…
—Perdón —les interrumpió el camarero—. ¿Oficial?
Hawes alzó la vista.
—Oficial, lamento tener que molestarle —dijo el camarero.
—¿Sí?
—Oficial, hay un brazo en uno de los cubos de basura de la parte trasera.
En la pared del vestuario, el reloj señalaba las ocho menos diez. Podrían haber sido dos adolescentes contándose historias sobre sus respectivos novios.
En su conversación no había nada que indicara que iban a cazar a un asesino.
—Quizá debería haber ido después —dudó Annie—. El juicio acabó el miércoles, podría haber viajado entonces. —Se puso la falda corta, la blusa y las medias, cerró la cremallera del costado de la falda y abrochó el botón de la cintura—. El caso es que no estaba segura de querer ir.
—Pero él te lo pidió, ¿no es así? —preguntó Eileen.
—Sí, pero… no sé. Tuve la sensación de que él lo hacía sólo por compromiso. Si quieres saber la verdad, pienso que en realidad quería ir sola.
—¿Qué te hace pensar eso?
Se había puesto una blusa escotada y una falda tan corta como la de Annie, sujeta en el lado derecho con un alfiler de gancho ornamental de diez centímetros de largo. El alfiler sería su último recurso si lo necesitaba. Si era necesario le arrancaría los ojos con él.
Estaba sentada en un banco frente a los roperos, calzándose las botas altas con la parte superior floja. Dentro de la bota derecha llevaba una pistolera sujeta al tobillo. La pistola era una automática Astra Firecat calibre 25, con un cañón de dos pulgadas y media. Pesaba algo menos de doce onzas. Cargador de seis proyectiles más otro en la recámara. Le dispararía las siete balas en el rostro si tenía que hacerlo. En su bolso había un revólver Smith & Wesson calibre 44 de seis tiros y sin martillo. Además de una navaja de resorte. Rambo, pensó. Pero no volverá a sucederme. Llevaba dos bragas debajo de las medias. Sus armas psicológicas.
—Yo… no lo sé —siguió Annie—. Creo que Cotton está tratando de acabar con nuestra relación, no sé.
Ahora Eileen estaba de pie y miraba hacia el interior de las botas.
—¿Se ve la pistola? —preguntó.
Annie se acercó a ella con el lápiz de labios en la mano. Miró la parte superior de la bota derecha de Eileen.
—Tal vez deberías bajar un poco más la pistolera —dijo—. Alcanzo a ver algo metálico.
Eileen volvió a sentarse, bajó la parte superior de la bota, quitó la pistolera, la colocó más abajo y volvió a sujetarla a la pierna.
—Quizá debiste ir con él y aclarar las cosas —dijo Eileen.
—Bueno, ese hubiese sido el final, sin duda. Un hombre no quiere un arreglo de cuentas durante sus vacaciones.
—Pero si él desea acabar con…
—No estoy segura de ello.
—Bueno, ¿qué te hace pensar que él pudiera desearlo?
—No hemos hecho el amor en las últimas dos semanas.
—Bert y yo no hemos hecho el amor desde la violación —soltó Eileen simplemente, se puso en pie y volvió a mirar su bota derecha.
—Lo… lo siento —dijo Annie.
—Tal vez eso cambie esta noche —declaró Eileen.
Y Annie supo, súbitamente, que Eileen estaba planeando un asesinato.
La señora mayor se llamaba Adelaide Davis y había visto a los niños cuando entraban en la tienda de licores de Culver y la Doce. Ahora se encontraba en la acera, delante de la tienda, con Carella y Meyer. Dentro de la tienda de licores, dos enfermeros de una ambulancia estaban colocando el cadáver del propietario en una camilla. Monroe observaba la operación con las manos en los bolsillos de su americana. Un técnico de la unidad del Laboratorio Móvil espolvoreaba la caja registradora en busca de huellas dactilares. El médico estaba arrodillado junto al segundo cadáver. Uno de los enfermeros dijo, «¡Arriba!», y ambos levantaron la camilla y luego pasaron alrededor del médico y de otro cuerpo sin vida.
En la acera se había reunido una pequeña multitud. Apenas eran las ocho de una apacible noche de octubre y aún había mucha gente en las calles. Los enfermeros de la ambulancia pasaron junto a la señora Davis y los dos detectives. La señora Davis les miró cuando deslizaron la camilla dentro de la ambulancia. Y también cuando llevaron otra camilla al interior de la tienda de licores. Varios agentes de policía trataban de dispersar a la multitud, asegurándose de que todo el mundo permaneciera detrás de las barreras. La señora Davis se sentía privilegiada. La señora, Davis se sentía como una estrella. Alcanzaba a ver a algunos de sus vecinos entre la multitud y sabía que la envidiaban.
—No puedo creerlo —exclamó ella—. Parecían tan encantadores.
—¿Cuántos eran, señora? —preguntó Carella.
A la señora Davis le gustaba Carella. Le encontraba muy guapo. El otro detective era calvo y a ella nunca le habían gustado los hombres calvos. Esperad a que le contara a su hija de Florida que había sido testigo de un asesinato —de dos asesinatos— y que había hablado con detectives como en la tele.
—Oh, sólo eran unos cuantos.
—¿Cuántos diría usted que eran? —preguntó Meyer.
—Bueno, pasaron deprisa. Pero yo diría que no eran más de cuatro o cinco. Salieron de una camioneta y corrieron hacia la tienda de licores.
—¿El vehículo era una camioneta?
—Oh, sí. Sin duda.
—¿Sabría usted decirnos el año y la marca?
—No, lo siento. Era una camioneta azul.
—¿Y esos críos saltaron de la camioneta llevando armas en las manos?
—No, yo no vi ningún arma. Sólo bolsas de la compra.
—Ningún arma —dijo Carella.
—No hasta que estuvieron dentro de la tienda. Las armas estaban en las bolsas.
—De modo que, una vez en el interior de la tienda, esos niños sacaron las armas y…
—No, eran niñas.
Meyer miró a Carella.
—¿Niñas? —preguntó.
—Sí, señor. Cuatro o cinco niñas. Todas con esos vestidos largos hasta los tobillos y con pequeñas pelucas rubias. Parecían princesitas.
—Princesitas —dijo Carella.
—Sí. Llevaban esas máscaras que cubren todo el rostro, con una especie de ojos orientales —rasgados, ya sabe—, bueno, quizá japoneses, supongo. Bueno, como sus ojos —le dijo a Carella—. Rasgados, ¿sabe?
—Sí, señora.
—Y mejillas rosadas pintadas en las máscaras, y labios rojos brillantes, y creo que lunares cerca de la boca. Eran absolutamente preciosas. Como pequeñas princesas chinas. O japonesas. Pero todas eran rubias.
—De modo que llevaban esas máscaras chinas…
—O japonesas…
—De acuerdo —confirmó Meyer—, y llevaban pelucas rubias…
—Sí, pelucas rubias onduladas. Como Annie, la huerfanita, salvo que ella es pelirroja.
—Pelucas rubias rizadas y vestidos largos.
—Sí, como si fuesen vestidos de fiesta. Parecían unas pequeñas princesas.
—¿Qué clase de zapatos, señora? —preguntó Carella.
—Oh, no lo sé. No me fijé en sus zapatos.
—¿Pero no llevaban zapatillas, verdad?
—Bueno, en realidad no pude verlo. Los vestidos eran muy largos.
Los enfermeros de la ambulancia salían con el segundo cadáver en la camilla. El médico aún estaba en el interior de la tienda de licores, hablando con Monroe. La señora Davis echó un vistazo al cuerpo sin vida cuando pasó por su lado. Antes de esta noche, jamás había visto un cadáver excepto en una funeraria. Esta noche, había podido ver dos cadáveres a corta distancia.
—Así que entraron en la tienda de licores —puntualizó Carella.
—Sí, gritando, «¡La bolsa o la vida!».
—Ajá —dijo Carella—. Y sacaron las armas…
—Sí. Y dispararon al señor Agnello y al hombre que estaba con él.
—¿Les dispararon directamente? —preguntó Meyer.
—Sí.
—¿No dijeron esto es un atraco o algo así?, ¿sólo comenzaron a disparar?
—Sí. Contra el señor Agnello y el hombre que le acompañaba.
—¿Qué pasó después en la tienda, señora? ¿Siguió usted mirando?
—Oh, si. Estaba muerta de miedo, pero seguí mirando lo que sucedía.
—¿Les vio cuando limpiaban la caja registradora?
—Si. Y una de ellas cogió una botella de whisky de la estantería.
—¿Y luego que?
—Salieron corriendo. Yo estaba ahí, a la izquierda, no estoy segura de si me vieron. Supongo que si me hubieran visto, también me habrían disparado.
—Tuvo usted suerte —dijo Carella.
—Sí, creo que sí.
—¿Qué hicieron luego? —preguntó Meyer.
—Subieron a la camioneta y se alejaron con la mujer al volante.
—¿Era una mujer la que conducía la camioneta?
—Sí, una mujer rubia.
—¿Podría precisar que edad tendría?
—No, realmente no podría decirlo. Una mujer gruesa, de unos cuarenta años quizás…
—Por gruesa…
—Bueno, corpulenta.
—¿Cómo iba vestida, lo recuerda?
—Lo siento.
En ese momento, Monroe salió de la tienda de licores.
—¿Este es el testigo? —preguntó.
—Una testigo muy buena —dijo Carella.
—Bueno, muchas gracias joven —dijo la señora Davis y le sonrió. De pronto, se sintió contenta de no haberle contado que se había mojado las bragas al ver a esas niñas disparándole al señor Agnello.
—¿Qué es lo que tenemos aquí? —exclamó Monroe—. ¿Una epidemia de niños de parvulario atracando tiendas de licores?
—Eso parece —dijo Carella—. ¿Dónde está tu compañero?
—¿Cómo coño quieres que lo sepa? —dijo Monroe—. Perdón, señora.
—Oh, no se preocupe —dijo ella. Era igual que en la televisión por cable, con tacos y todo. No podía esperar a llamar a su hija y contarle todo lo que había pasado.
—¿Los mismos chicos o que? —preguntó Monroe.
—¿Qué? —inquirió la señora Davis.
—Discúlpeme señora —dijo Monroe—. Estaba hablando con este oficial.
—Esta vez han sido niñas —dijo Meyer—. Pero parece que se trata de la misma pandilla. La misma rubia conduciendo el coche.
—Una mujer encantadora, esa rubia —proclamó Monroe—. Llevando niños para que cometan atracos. ¿Habéis descubierto de qué clase de coche se trata? —Se volvió hacia Carella—. Porque el viejo imbécil de la otra tienda… perdóneme, señora.
—Oh, no hay problema —dijo ella.
—Una camioneta azul —dijo Carella.
—¿Pudo ver de que marca y que año, señora?
—No, lo siento.
—Bien —concluyó Monroe—. De modo que lo único que tenemos es la misma rubia corpulenta con cuatro críos en una camioneta azul.
—Así es —asintió Meyer.
—Si no se hubieran cometido esos homicidios, le pasaría este caso a Robos ahora mismo. En cualquier caso, será mejor que les llaméis.
—Ya lo he hecho —dijo Meyer—. Después del primer atraco.
Uno de los técnicos salió de la tienda.
—Hemos encontrado algunos proyectiles. ¿Quién los quiere?
—¿Qué aspecto tienen? —preguntó Monroe.
El técnico le enseñó la palma de la mano. Estaba cubierta con un paño blanco y se veían cuatro proyectiles usados.
—Pueden ser calibre 22 —dijo, encogiéndose de hombros.
La señora Davis se inclinó para echar un vistazo a la palma del técnico.
—Muy bien. Señora —gruñó Monroe—, ¿tiene alguna otra cosa que hacer por aquí?
—Tranquilo —advirtió Carella.
Monroe le miró.
—Haré que uno de nuestros coches la lleve a su casa, señora Davis —ofreció Carella.
—Parece que tenemos un servicio de taxi —farfulló Monroe a nadie.
—Tranquilo —dijo Carella, esta vez más suavemente, aunque de alguna manera sus palabras sonaron más amenazadoras.
Monroe volvió a mirarle y luego se volvió hacia Meyer.
—Coge esos proyectiles y envíalos a balística —ordenó—. Llama a Robos y diles que tenemos otro atraco.
—Parece un buen consejo —dijo Meyer.
Monroe no captó el sarcasmo. Volvió a mirar a Carella y luego se dirigió a su coche, que estaba aparcado junto al bordillo.
¡Esperad que se lo cuente a mi hija!, pensó la señora Davis. ¡Un viaje en un coche de la policía!
El patrullero que viajaba en Charlie Cuatro se acercaba a la esquina de Rachel con Jakes, en una ronda rutinaria del sector, cuando el policía que llevaba la escopeta la descubrió.
—Espera, Freddie —dijo.
—¿Qué has visto, Joe?
—La furgoneta. Cerca de la esquina.
—¿Qué pasa con ella?
Joe Guardi abrió su cuaderno de notas.
—¿No recibimos un aviso sobre una Ford Econoline? —Encendió la luz del techo y examinó su cuaderno—. Sí, aquí está. Leyó las palabras escritas con su propia letra «Ford Econoline 79 color habano, RL 68 7210. Citation 84 color azul, DL 74 3681». También había escrito la palabra EALE, «Estar A La Expectativa».
—Bien —concedió—. Echemos un vistazo.
Los dos policías bajaron del coche. Alumbraron la furgoneta con sus linternas. Tenía matrícula del estado vecino, RL 68 7210.
Intentaron abrir la puerta más próxima al bordillo.
No estaba cerrada con llave.
Freddie la abrió.
Joe se dirigió hacia el lado del asiento del conductor. Abrió la puerta, se inclinó hacia adentro y abrió la guantera.
—¿Has encontrado algo? —preguntó Freddie.
—Parece que hay unos papeles de registro.
Sacó los papeles de una bolsa de plástico transparente que contenía también un manual y un duplicado del seguro del vehículo.
La furgoneta estaba registrada a nombre de Frank Sebastiani, cuya dirección era el 604 de Edén Lane, en Collinsworth, al otro lado del río.
La película había terminado a las siete y, más tarde, se habían detenido en el Stem a tomar unas copas. Habían comenzado a discutir en el bar, con voz queda y contenida, casi susurrante, pero todos los que les rodeaban sabían que estaban peleando porque ambos se inclinaban hacia adelante, con los cuerpos tensos sobre la pequeña mesa. Al principio la discusión se había limitado a la película que acababan de ver. Ella insistía en que estaba basada en una novela llamada Calles de oro, de un autor que no recordaba, y él insistía en que la película no tenía absolutamente nada que ver con esa novela, sino que era una película original. «Entonces ¿cómo es que lleva el mismo título?», preguntó ella, y él respondió, «Pueden hacerlo porque no se puede registrar un título. Pueden hacer la película más horrible del mundo y titularla De aquí a la eternidad o La buena tierra o incluso Calles de oro, como lo hicieron esta noche, y nadie en el mundo puede hacer nada para impedirlo». Ella le miró un momento y luego prorrumpió, «¿Qué diablos sabes sobre registrar una propiedad literaria o artística?», y él le dijo, «Muchísimo más de lo que tú sabes sobre cualquier cosa», y para entonces ya se estaban gritando en susurros y se inclinaban tensamente sobre la mesa, con los ojos encendidos y las bocas desencajadas.
Seguían discutiendo mientras volvían a su casa.
Pero ahora la discusión había derivado hacia algo más vital que el insignificante título de una novela llamada Calles de oro o que una horrible película que no estaba basada en aquélla.
Ahora discutían sobre sexo, que es sobre lo que siempre estaban discutiendo. En realidad, tal vez era de sexo sobre lo que realmente habían estado discutiendo en aquel bar.
Eran casi las ocho y media, pero las calles ya comenzaban a llenarse de adolescentes que vagaban por ellas. No todos buscaban problemas. La mayoría de ellos sólo quería desprenderse de un poco de energía adolescente. Los que habían salido a divertirse llevaban atuendos que no eran tan elaborados como los que habían utilizado los críos atracadores y las pequeñas princesas. Algunas de las adolescentes, utilizaban la excusa de Todos los Santos para vestirse tan atrevidamente como deseaban, caminaban por las calles con aspecto de prostitutas o Mata Haris o bailarinas de cabaret o brujas sexy de negro con las faldas abiertas a medio muslo. Algunos de los muchachos estaban vestidos como marines o invasores del espacio o mercenarios, la mayoría de ellos con cananas y grandes metralletas de plástico o grandes pistolas lanzarrayos. Pero no eran ellos los que buscaban problemas. Los que habían salido a las calles a buscar problemas no estaban disfrazados para celebrar la noche de Todos los Santos. Estaban vestidos con su indumentaria habitual, tal vez con los rostros ligeramente ennegrecidos, lo mejor para confundirse con las sombras de la noche. Estos eran los que habían obligado al teniente Burnes a duplicar la cantidad de detectives de patrulla. Bueno, casi a duplicarla. Esta noche, en las calles, había siete hombres en lugar de cuatro.
La pareja que discutía caminaba en dirección al edificio donde vivían y pasó junto a un grupo de adolescentes ataviadas como jovencitas alocadas de John Held, vestidos con lentejuelas con grandes cinturones, largas boquillas, cintas con cuentas en la frente, riendo tontamente y actuando como si estuviesen drogadas. La pareja no les prestó ninguna atención. Estaban demasiado ocupados discutiendo.
—Lo que pasa —objetó él—, es que nunca hay nada de espontaneidad en ello.
—Espontaneidad, claro —replicó ella—. Para ti espontaneidad es saltar sobre mí cuando salgo de la ducha…
—No hay nada de malo en…
—Cuando ya estoy limpia.
—¿Cuándo quieres que hagamos el amor? ¿Cuándo estás sucia?
—Lo que no quiero es transpirar otra vez cuando acabo de ducharme.
—¿Qué te parece entonces que lo hagamos antes de que te duches?
—No me gusta hacer el amor cuando estoy sudada.
—Así que no te gusta hacerlo cuando estás sudada y tampoco te gusta cuando no estás sudada. ¿Cuándo…?
—Estás tergiversando mis palabras.
—No, no lo hago. Lo que estoy tratando de demostrar…
—Lo que ocurre es que eres un maníaco sexual. Yo estoy tratando de cocinar y te acercas por detrás y me empujas con esa cosa dura…
—No veo que tiene de malo un espontáneo…
—¡No cuando estoy cocinando!
—¿Qué te parece entonces cuando no estás cocinando? ¿Qué te parece cuando llego a casa y estamos bebiendo un martini, que te parece…?
—Sabes que me gusta relajarme antes de cenar.
—Bueno. ¿Qué diablos es hacer el amor? Yo lo encuentro muy relajante, si quieres que te lo diga. Si tú piensas que hacer el amor es como una especie de agotadora carrera de obstáculos…
—No puedo disfrutar de mi martini si tú me estás manoseando mientras intento rel…
—No creo que acariciarte sea manosearte.
—No sabes ser cariñoso. Sólo quieres saltar sobre mí como un maldito violador.
—¡No creo que demostrar pasión sea una violación!
—Eso es por que no conoces la diferencia entre hacer el amor y…
—Muy bien. ¿Qué es lo que pasa? Dime lo que pasa, ¿de acuerdo? ¿Quieres que dejemos de hacer el amor totalmente? No quieres hacerlo antes de ducharte, no quieres que lo hagamos después, tampoco quieres hacerlo mientras estamos bebiendo o mientras estás cocinando o mientras miras la televisión o cuando nos despertamos por la mañana. ¿Cuándo coño quieres que hagamos el amor, Elise?
—Cuando tenga ganas de hacerlo. ¡Y deja de gritarme!
—¡No estoy gritando, Elise! ¿Cuándo quieres hacerlo? ¿Alguna vez tienes ganas de hacerlo, Elise?
—¡Sí! —gritó ella.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo, Roger, ¿te parece? ¿Aquí mismo, te parece bien? Hagámoslo aquí mismo, en la acera, ¿de acuerdo?
—¡Por mí, estupendo!
—Lo harías, ¿verdad?
—¡Sí! ¡Aquí mismo! ¡En cualquier parte!
—¡Pues yo no! Lo hubieras hecho en el cine si te lo hubiese permitido.
—¡Y también lo hubiese hecho en el bar, si no hubieses comenzado a discutir sobre esa estúpida película!
—¡Incluso serías capaz de hacerlo en la iglesia! —exclamó ella—. Eres un maníaco, eso es lo que eres.
—¡Exacto, soy un maníaco! ¡Me estás volviendo loco, por eso soy un maníaco!
Ahora estaban entrando en el edificio. Él bajó la voz.
—Hagámoslo en el ascensor, ¿quieres? —dijo él—. ¿Quieres hacerlo en el ascensor?
—No, Roger, no quiero hacerlo en el jodido ascensor.
—Entonces subamos en el ascensor hasta el terrado, lo haremos en el terrado.
—Tampoco quiero hacerlo en el jodido terrado.
Él golpeó con violencia el botón del ascensor.
—¿Dónde quieres hacerlo, Elise? ¿Cuándo quieres hacerlo, Elise?
—Más tarde.
—¿Cuándo más tarde?
—Cuando acabe el programa de Johnny Carson.
—Si nosotros estuviésemos en televisión —dijo él—, y Johnny Carson nos estuviese viendo a nosotros, y él tuviese una gran erección…
—Vivimos aquí, Roger.
—… ¿crees que Johnny Carson esperaría a que acabara el programa para hacerlo? ¿O acaso Johnny Carson…?
—No me importa lo que pudiera hacer o dejar de hacer Johnny Carson. Ni siquiera me gusta Johnny Carson.
—Entonces, ¿para que quieres esperar a que acabe su programa?
Se abrieron las puertas del ascensor.
Al principio pensaron que se trataba de un maniquí relleno. La parte inferior de un espantapájaros o algo por el estilo. Pantalones azules, zapatos negros, un cinturón negro en las presillas del pantalón. Una travesura de noche de Todos los Santos. Unos críos habían dejado la mitad de un maniquí en el ascensor del edificio.
Entonces vieron un trozo de carne desgarrada y ensangrentada sobresaliendo de la cintura del maniquí, y comprendieron que estaban contemplando la parte inferior del cuerpo de un ser humano y Elise comenzó a gritar y ambos salieron disparados del vestíbulo y del edificio y corrieron hacia la cabina telefónica de la esquina, donde Roger, casi sin aliento, marcó el número de la policía.
Los policías de Muchacho Dos respondieron a la llamada y llegaron tres minutos más tarde.
Uno de los policías se puso en contacto con la 87.
El otro, aunque debió haberlo pensado mejor, buscó en los bolsillos de los pantalones y encontró una billetera.
Dentro de la billetera, que tampoco debería haber tocado, encontró una licencia de conducir con un nombre y una dirección.
—Bueno, en cualquier caso ya sabemos de quién se trata —le dijo a su compañero.