9

La casa se alzaba al borde del océano, a tres kilómetros del Bight según el cuentakilómetros. Carella aparcó el coche en un sendero de arena cubierto de nieve, flanqueado por hierbajos y ciruelos. A la izquierda de la entrada había un pino solitario, como un gigantesco soldado napoleónico en las afueras de Moscú. La casa era gris, con tejas grises arriba, tejas más grises en la torrecilla, y el mismo color en la puerta, los postigos y los marcos de las ventanas. Una chimenea se elevaba en la esquina norte, contribuyendo con su columna de color rojo a dar vivacidad al conjunto, como un alarido vertical contra el gris general y el blanco de la nieve circundante. Carella llevaba la linterna en la mano. Con ella iluminó un cartel colocado en la ventana más próxima a la puerta de entrada, donde se anunciaba que la casa estaba en venta o para alquiler, junto con el nombre y las señas del corredor de fincas. Carella dirigió la luz hacia la puerta y probó el tirador. No cedió.

—Se acabó —exclamó a continuación, con tono de alivio.

Hillary posó una mano sobre el tirador. Cerró los ojos. Carella aguardó, sin saber qué demonios esperaba cuando ella tocaba algo. Un copo de nieve aterrizó en su nuca, fundiéndose y resbalando por su espalda.

—Hay una puerta trasera —murmuró ella.

Se abrieron paso entre la nieve que rodeaba la casa, pasaron por entre unas matas espinosas, y llegaron al porche de madera gris que daba al océano. El viento había acumulado la nieve contra la puerta. Carella apartó la nieve con el zapato, empujó la puerta cancela y probó el tirador de la puerta interior.

—Cerrada. Volvamos a Hampstead.

Hillary probó a su vez el picaporte. Carella suspiró. La joven asió la empuñadura durante largo tiempo, mientras el vendaval azotaba el porche y golpeaba la cancela contra el costado de la casa.

—Hay una llave detrás de la tubería de desagüe —musitó, soltando el tirador.

Carella paseó la luz de la linterna por la tubería. El desagüe se abría a unos veinte centímetros del suelo. Lo palpó por detrás. Pegado al mismo halló uno de esos llaveros magnéticos, destinados a permitir que los ladrones tengan ingreso en las casas con más facilidad. Abrió el llavero, sacó una llave y la probó en la cerradura. Entró con suavidad. Al darle vuelta, se oyó el rechinar de los dientes en los alveolos. Empujó. Se abrió la puerta. Tanteó a la derecha de la misma, halló un interruptor y encendió la lámpara. Dio un paso adentro, seguido de Hillary, quien cerró la puerta.

Estaban en un saloncito amueblado en estilo playero. Debajo del ventanal que daba al mar había un sofá cubierto con una funda floreada. Frente al sofá vieron dos sillones desparejados más bien incómodos, como dos feos rivales aspirantes a la mano de una princesa. Entre el sofá y los sillones el suelo estaba cubierto por una alfombra de trenza. Encima, descansaba una mesita de centro. En la pared fronteriza, entre dos puertas, se hallaba un piano vertical. Una puerta daba a la cocina, la otra a una despensa. Unos peldaños al fondo de la habitación conducían al único piso de la casa.

Hillary cerró un momento los ojos.

—No es ésta —susurró.

—¿Cómo dice?

—No es ésta la casa sobre la que escribió Greg.

—Creí haber oído que…

—Dije que todo empezó aquí. Sin embargo, no es ésta la casa de Sombras Mortales.

—¿Cómo lo sabe?

—En esta casa no hay fantasmas —declaró ello llanamente—. En esta casa nunca ha habido fantasmas.

Pese a esta declaración, recorrieron todo el inmueble, de arriba abajo. Hillary se mostraba sosegada, casi desinteresada en el asunto. Examinó toda la casa como la mujer cuyo esposo intenta obligarla a quedarse con algo contra su gusto…, hasta que llegaron al sótano. Allí, y Carella se estaba acostumbrando a los cambios de humor psíquico de la muchacha, ésta se animó a la vista de una puerta cerrada. Agitó las manos en el aire, abriendo mucho los dedos como un ciego tanteando obstáculos. Volvió a temblar, aproximándose a la puerta. Levantó la falleba y entró en un espacio reducido que contenía el horno. Carella se dio cuenta de que la casa estaba terriblemente helada. Tenía los pies como el mármol, las manos entumecidas. En uno de los estantes había una mascarilla de submarinista, unas aletas de goma y un tanque de oxígeno. Hillary se acercó al estante, mas sin tocar nada. Igual que anteriormente en la cueva, exclamó, retrocediendo un paso:

—¡No, oh, no…, no!

Carella casi experimentó la sensación de algo palpable en aquel lugar, si bien no se dejó alucinar por la conducta de la médium. Su respuesta fue la de un detective de una de las ciudades más grandes del mundo, con muchos años de experiencia y de deducción empírica, sazonados con un poco de intuición y una cucharadita de esperanza, aunque ésta fuese sumamente leve. Stephanie Craig, una nadadora experta, se había ahogado en el Bight, con un mar en calma, cosa inaudita en aquel verano. Al menos un testigo sugirió que pudo ser arrastrada al fondo por un tiburón u otro monstruo marino. En el sótano de la casa que el marido de Stephanie, Gregory Craig, alquiló para pasar aquel verano, acababan de encontrar un equipo de submarinista. ¿Sería posible que…?

—Fue Greg —afirmó Hillary—. Greg la ahogó.

En las armas de Hampstead alquilaron dos habitaciones para la noche. Mientras Carella, desde la suya, llamaba a su casa, oyó a Hillary telefoneando desde la habitación contigua. No sabía a quién llamaba. Sí sabía, en cambio, que en el coche, de vuelta a Hampstead, se negó a ampliar su brusca acusación. Fanny contestó al cuarto timbrazo.

—Hola, estoy prisionero en Hampstead.

—¿En Hampstead? —se extrañó el ama de llaves.

—Le pedí a Cotton que avisase…

—No ha llamado.

—Pues estoy en Massachusetts.

—Ah… —exclamó la mujer—. ¿Puedo saber qué diablos hace en Massachusetts?

—Visito casas encantadas.

—Su sentido italiano del humor deja mucho que desear —se quejó Fanny—. A Teddy le dará un ataque, seguro. Siempre teme que a usted lo maten en un callejón oscuro…

—Dígale que estoy bien, que llamaré mañana.

—Esto no la tranquilizará.

—Dígale que la adoro.

—Si tanto la adora ¿qué está haciendo en Massachusetts?

—¿Todo marcha bien ahí?

—Todo marcha estupendamente.

—¿No ha vuelto a nevar?

—Ni un copo.

—Aquí hay ya más de quince centímetros de nieve.

—Le está bien empleado —rió Fanny, dando por terminada la comunicación.

Carella marcó el número de la comisaría. Hawes se puso al aparato.

—Te dije que llamaras a Teddy, advirtiéndole que me iba a Massachusetts —le reprochó Carella.

—¡Canastos! —exclamó Hawes.

—Te olvidaste, claro.

—Tuvimos un día fatal. Tres fulanos intentaron atracar el Banco de la Culver con la Décima. Al dispararse la alarma se encerraron dentro del local tratando de resistir a todo el Departamento de Policía. Por fin los redujimos a las cuatro de la tarde.

—¿Alguna baja?

—Un contable sufrió un amago de ataque cardíaco. Nada más. Me alegro de que hayas llamado. Hay novedades sobre las joyas. Mientras yo estaba jugando a policías y ladrones, llamó un prestamista. Tiene la tienda en la Ainsley y la Tercera.

—Sí, adelante.

—Le llamé cuando llegué aquí. Un tipo le visitó, ofreciéndole el colgante de diamantes. Un momento, tengo la lista en la mano. —Se produjo un silencio. Carella se imaginó a su amigo recorriendo con el índice la lista de lo robado en el apartamento de Craig—. Sí —continuó Hawes—, aquí está: «Un colgante de diamantes engarzados en platino, en forma de pera, con una cadena de cuarenta centímetros, de oro de dieciocho quilates».

—¿Cuál es su valor?

—Tres mil quinientos dólares.

—¿Quién lo empeñó?

—Trató de empeñarlo. El prestamista le ofreció mil seiscientos, el individuo aceptó, pero cuando el otro le pidió la documentación, ya fue otro cantar. Como sabes, hay que enseñar la documentación para cuando nos envían a nosotros la lista de las transacciones.

—¿Se negó ese sujeto a enseñarla?

—Lo único que necesitaba el prestamista era el permiso de conducir. El vendedor alegó que no tenía.

—¿Qué ocurrió entonces?

—El tipo cogió el colgante y se largó.

—¡Magnífico! —exclamó Carella.

—No está tan mal. Tan pronto salió de la tienda, el prestamista comprobó la lista hecho por nosotros y halló en ella la joya ofrecida. Entonces nos llamó. Recordarás que en la lista pusimos el número telefónico…

—Sí, ¿Qué más?

—El prestamista me contó que ese sujeto apoyó las manos sobre el cristal del mostrador. Se imaginó que podríamos hallar sus huellas. Ese prestamista es un chico listo.

—¿Estuviste allí?

—En realidad, acabo de volver. Dejé allí al equipo de técnicos buscando las huellas, no solamente en el mostrador sino en todos los sitios que ese individuo pudo tocar. En esa tienda entran cada día docenas de personas, Steve, pero a lo mejor hay suerte.

—Tal vez. ¿Qué aspecto tenía ese tipo?

—Concuerda con la descripción. Joven, con cabello negro y ojos pardos.

—¿Cuándo terminarán los del laboratorio?

—No tardarán mucho.

—¿Mucho?… ¿Mañana por la mañana?

—Les dije que se trataba de un homicidio. Esto les hará moverse más de prisa.

—Está bien. Lámame si antes se sabe algo. Estoy en Las Armas de Hampstead. ¿Anotas el número?

—Deja que coja un bolígrafo —pidió Hawes—. Cuando lo necesitas, nunca hay uno a mano.

Carella de dio a Hawes el número del hotel y el de la extensión de su aposento. Acto seguido le contó todo lo que sabía sobre la muerte de Stephanie Craig. No mencionó las deducciones psíquicas de Hillary. Cuando colgó, eran casi las seis. Buscó el número de Hiram Hollister en la guía y lo marcó.

—Diga… —era una voz femenina.

—El señor Hollister, por favor.

—¿Quién le llama?

—El detective Carella.

—Un momento.

Esperó.

—Hola, señor Carella —dijo de pronto Hollister—. ¿Halló lo que buscaba?

—Sí, gracias. Señor Hollister ¿podría indicarme quién mecanografió el informe sobre lo ocurrido en la encuesta?

—¿Se refiere al que lo pasó a máquina?

—Sí, señor.

—Supongo que la taquígrafa, claro.

—¿Quién fue?

—Oh, hace ya tres años… —se lamentó Hollister.

—Lo sé.

—Debió de ser Maude Jenkins. Sí. Hace tres años tuvo que ser Maude Jenkins.

—¿Dónde podría encontrarla?

—Está en la guía. Con el nombre de Harold Jenkins, el nombre de su esposo.

—Gracias, señor Hollister.

—Congo y volvió a consultar la guía. Encontró el nombre de Harold Jenkins y otro número para Harold Jenkins, hijo. Probó el primer número y oyó la voz de un anciano que le dijo a Carella que probablemente deseaba hablar con su nuera. El detective le dio las gracias, tras asegurarle que ya conoció el número de su hijo, y marcó de nuevo.

—Aquí, Jenkins —era una voz masculina.

—Señor Jenkins, soy el detective Carella del Distrito Ochenta y siete, de Isola. Me gustaría hablar con su esposa.

—¿Mi esposa? ¿Maude?

—Sí, señor.

—Pues…, está bien.

La voz sonó intrigada. Carella le oyó llamar a la mujer. Aguardó. Hillary Scott, en su habitación, continuaba pegada al teléfono.

—¿Diga? —esta vez era una voz femenina.

—¿La señora Jenkins?

—Sí…

—Aquí el detective Carella del Distrito Ochenta y siete, de Isola.

—Sí…

—Me encuentro aquí en relación con la investigación de un homicidio. Quizá usted podría responder a unas preguntas…

—¿Un homicidio?

—Sí. Creo que usted fue la taquígrafa de la encuesta judicial celebrada por la muerte de Stephanie Craig?

—En efecto.

—¿Pasó a máquina el acta?

—Sí. Lo tomé todo en taquigrafía y lo mecanografié al terminar la sesión. Siempre lo pasa a máquina la misma persona que lo toma en taquigrafía, ya que nadie escribe los signos taquigráficos del mismo modo. De esta manera no se cometen equivocaciones en una cosa tan importante como una encuesta judicial —vaciló y agregó—. La muerte fue accidental.

—Eso dicen.

—Usted se refirió a un homicidio. Dijo que investigaba un homicidio.

—Que puede estar relacionado con la muerte de Stephanie Craig. Señora Jenkins —continuó Carella tras un leve titubeo— ¿Tenía usted algún motivo para creer que la muerte de la señora Craig no fue accidental?

—Ninguno en absoluto.

—¿Conocía a la difunta personalmente?

—La vi por la ciudad, eso es todo. Era una turista más. Veraneante, suena mejor. A su esposo lo conocía más que a ella. A su ex esposo, claro.

—¿Conocía a Gregory Craig?

—Sí, trabajé para él.

—¿Qué clase de trabajo?

—A máquina.

—¿Qué mecanografió para él?

—Un libro que estaba componiendo.

—¿Qué libro?

—Oh, usted ha de conocerlo. El que más tarde fue un best-seller. El de los fantasmas.

—¿Sombras mortales? ¿Era éste el título?

—No cuando lo pasé a máquina.

—¿Cómo?

—Entonces no tenía título.

—¿Ni en la primera página?

—Oh, no sé… puesto que no había páginas.

—No entiendo, señora Jenkins.

—Todo estaba en cinta.

—¿El libro estaba grabado en cinta?

—No era ningún libro, en realidad. En la cinta, el señor Craig hablaba de la casa encantada. Contaba historias de sus fantasmas. Tonterías, claro. No comprendo cómo se ha vendido tanto. La casa que alquiló nunca tuvo ningún fantasma. El lo inventó todo.

—¿Ha estado usted en la casa?

—Mi hermana, la de Ohio, la alquiló el verano pasado. Aseguró no haber visto ni oído ningún fantasma.

—La cinta que le dio el señor Craig…

—¿Sí…?

—¿Qué fue de ella?

—¿Qué fue de ella pregunta usted?

—¿Se la devolvió cuando terminó de pasarla a máquina?

—No terminé el trabajo. Estaba a la mitad al final de aquel verano, y el señor Craig regresó a la ciudad.

—¿Cuándo?

—Después del Día del Trabajo.

—¿En septiembre?

—En septiembre es el Día del Trabajo.

—Esto fue, pues, después de ahogarse su esposa.

—Sí, ella se ahogó en agosto. A finales de agosto.

—¿Asistió el señor Craig a la investigación?

—No fue necesario. Estaban divorciados ¿comprende? No había motivo para citarle. Además, por entonces ya no estaba en Hampstead. No recuerdo la fecha de la encuesta judicial…

—El 16 de septiembre.

—Sí, ya se había marchado.

—¿Qué proporción del libro había pasado a máquina cuando él se marchó?

—Ya le he dicho que ni siquiera era un libro, sino una serie de tonterías sobre fantasmas…

—Notas para un libro. ¿Lo describiría así? —insistió Carella.

—No, eran historias más que notas. Respecto a velas que oscilaban, puertas cerradas que se abrían solas… La mujer buscando a su marido… Esa clase de estupideces.

—Era el señor Craig contando historias de fantasmas ¿verdad?

—Sí. En la cinta utilizaba una voz sepulcral ¿sabe? Cuando contaba las historias. Todo era muy dramático, como lo de despertarse en medio de la noche, oír a la mujer que bajaba del ático, coger él una vela, salir al pasillo y hallarla allí. Bah, estupideces, repito. Aunque muy dramáticas.

—Las historias.

—Y la voz.

—Por dramática se refiere a…

—Una voz… ronca. El señor Craig fumaba mucho y su voz siempre sonaba rasposa. Pero no como en la cinta. Supongo que deseaba imprimir un carácter fantasmal a la cinta. Como un actor al interpretar un papel misterioso en la televisión. Todo sonaba mejor en la cinta que una vez pasado a máquina, si es que me entiende.

—Señora Jenkins ¿ha leído Sombras Mortales?

—Creo que lo ha leído toda la ciudad.

Excepto Hiram Hollister, pensó Carella.

—¿Es igual que lo que usted pasó a máquina?

—No la pasé toda.

—La parte que pasó.

—No lo comparé. Sin embargo, puedo asegurar, de memoria, que todo es exacto.

—¿Devolvió la cinta antes de que el señor Craig abandonase Hampstead?

—Sí.

—¿Qué longitud tenía la cinta?

—Era un cassette de dos horas.

—¿Cuánto había mecanografiado cuando él se fue?

—La mitad, aproximadamente.

—¿Una hora de monólogo?

—Sí.

—¿Cuántas páginas daba eso en el libro?

—Unas cincuenta.

—O sea que toda la cinta habría dado un centenar.

—Sí, más o menos.

—Señora Jenkins, yo no he leído ese libro. ¿Recuerda cuál es su longitud?

—¿En páginas?

—Sí.

—Bastante grueso.

—¿Más de cien páginas?

—Sí, más. Unas trescientas.

—O sea que debía de haber otras cintas.

—No lo sé. El sólo me dio una.

—¿Cómo se puso en contacto con usted?

—Trabajo para otros escritores. Vienen bastantes en verano. Debió preguntar y le dieron mis señas.

—¿Había trabajado ya para él?

—No, aquélla fue la primera vez.

—¿Dice que no tenía ningún título la cinta?

—Eso es.

—¿Nada en absoluto?

—Oh, bueno… Sí, había algo. En la etiqueta ¿comprende? Escrito con bolígrafo.

—¿Qué ponía?

—Fantasmas.

—¿Solamente «fantasmas»?

—Y su nombre.

—¿El de Craig?

—Sí, «Fantasmas» y «Gregory Craig».

—Entonces, la cinta tenía título.

—Si quiere llamarlo así… Sin embargo, no decía «por Gregory Craig» o algo por el estilo. Para mí, era únicamente una manera de identificar la cinta…

—Gracias, señora Jenkins. Me ha sido usted de gran ayuda —terminó el detective.

—De nada, señor —repuso ella.

Sinceramente, Carella no sabía en qué le había ayudado la taquimecanógrafa, mas suponía que así era. Durante el trance de Hillary el sábado anterior, había mencionado la palabra «cinta» varias veces, enlazándola con la palabra «ahogó… ahogó». Carella, en aquel instante, conjuró la imagen de una mujer que al ahogarse tenía las manos o los pies atados con una cinta… quizá una fantasía fortalecida por el hecho de haber tenido el cadáver de Gregory Craig las manos atadas a la espalda con el alambre de un colgador. En una obra sobre patología y toxicología legal, que Carella tenía en su biblioteca, leyó en cierta ocasión una frase que le hizo reír a carcajadas:

«Si se recobra del agua un cuerpo ahogado, atado de manera que no pueda ser obra suya, hay que sospechar razonablemente intento de homicidio».

El cadáver de Stephanie Craig no tenía cadena/cuerda, alambre o cinta que impidiese sus movimientos en el agua el día que se ahogó. No obstante, en el cuadro entraba otra clase de cinta… y Carella no podía olvidar que la médium relacionaba la cinta con el accidente.

Hillary entró en la habitación sin llamar. Mostraba el rostro encendido, relucientes los ojos.

—Acabo de hablar por teléfono con una tal Elise Blair —anunció—. Es la corredora de fincas cuyo nombre figura en la ventana de la casa que alquiló Greg.

—¿Y bien…?

—Le describí la casa que Greg pintó en su libro. Se la describí hasta el último clavo. Esa Blair reconoció la casa. Fue alquilada hace tres veranos a un individuo de Boston. Ella no llevó a cabo el trato, pero puede darnos el nombre y las señas de quién lo hizo… si a usted le interesa.

—¿Por qué ha de interesarme? —quiso saber Carella, interesado ya.

—Porque es la casa de Sombras ¿entiende?

—No, no lo entiendo.

—Es la casa a que se refirió Greg.

—¿Y qué…?

—Greg no vivió en esa casa, sino otra persona —explicó Hillary—. Tengo que ir allí. Deseo ver por mí misma si hay fantasmas en esa casa.