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El alcalde, al ser interrogado por los periodistas sobre cómo pensaba limpiar las calles antes de que diese comienzo el inmenso tráfico del día de Navidad, respondió con su acostumbrado ingenio y estilo: «Amigos, esto no es más que una nevada en un vaso de agua».

A los chicos de la prensa no les hizo ninguna gracia esta contestación. Ni a los policías del Ochenta y Siete.

Los que tuvieron la desdicha de tener que trabajar en el turno desde medianoche hasta las ocho de la mañana del día de Navidad, se vieron obligados a continuar hasta, aproximadamente, las diez, hora en que empezaron a llegar los del relevo. En la Comisaría del Distrito Ochenta y Siete había dieciocho detectives, que se dividían en tres turnos, seis en cada uno. De las ocho de la mañana a las cuatro de la tarde, el primero (o, como sucedía a veces, de las diez a las seis), en el que trabajaban Meyer Meyer, Hal Willis, Bob O’Brien, Lou Moscowitz, Artie Brown, y un detective procedente del Veintiuno, llamado Pee Wee Wizonski. Este medía un metro noventa, pesaba casi cien kilos en camiseta y calcetines, y tenía que soportar toda clase de indirectas debido a su condición de polaco. No pasaba un día sin que alguien de la brigada le gastara alguna broma. El día de Navidad (que era la fiesta de Wizonski) Lou Moscowitz (que celebraba la Chanukah) contó el primer milagro del papa Juan Pablo II: Cambió el vino en agua. A Wizonski no le hizo gracia el chiste. Nadie, incluyendo al alcalde, estaba de suerte aquel día con sus bromas.

Los fuegos de artificio empezaron hacia las diez y media.

Se iniciaron con una «disputa familiar», en las calles Masón y Sexta. Años atrás, la Masón Avenue era conocida como la Vía de las Putas. Los habituales de aquella zona del barrio portorriqueño se habían trasladado a otros «pastos más verdes», donde era posible recibir un buen masaje por cuarenta u ochenta dólares, según el servicio. La Vía de las Putas era ya solamente la Vía, una combinación de salones de billar, librerías porno, teatruchos pornográficos, restaurantes cochambrosos, tiendas de comestibles, una docena o más de bares, y una iglesia dedicada a salvar las almas de los que frecuentaban el barrio. Excepto el templo, que se hallaba en un edificio de una sola planta, como embutido entre otros dos mucho más elevados, los inmuebles que flanqueaban la calle albergaban a personas dispuestas a pagar los alquileres más bajos de la ciudad. En uno de esos apartamentos tuvo lugar la «disputa familiar».

Los dos patrulleros que respondieron a la llamada se enfrentaron con una escena muy poco navideña. En el salón había un par de cadáveres, víctimas de un tiroteo. Uno de ellos, una mujer, estaba sentada en una silla próxima al teléfono, con el receptor todavía apretado en su mano ensangrentada. Era ella, según supieron más tarde, la autora de la llamada a Emergencias 911. La segunda víctima, una muchacha de unos dieciséis años, estaba tendida boca abajo sobre el linóleo, muerta igualmente.

La que llamó a la Policía había gritado:

—¡Que venga la Policía! ¡Mi marido se ha vuelto loco!

Los policías ya esperaban un altercado familiar, mas no de tales proporciones. Llamaron a la puerta del apartamento y no obtuvieron respuesta, probaron la cerradura y entraron sin una preocupación excesiva; era Navidad, era el día de Chanukah.

Al ver el macabro espectáculo, ambos sacaron la pistola y se dispersaron en abanico por la sala. A un extremo había una puerta cerrada. El primer agente, un negro llamado Jake Parsons, la golpeó, siendo recibido con una andanada de tiros que arrancó trozos de madera de la puerta y habría hecho lo mismo con la cabeza de Parsons si éste no se hubiese arrojado al suelo, lo que demostró sus perfectos reflejos. Los dos agentes abandonaron el lugar.

Por el radioteléfono del coche llamaron al sargento Murchison para informarle de lo que parecía un doble homicidio, aparte de mencionar al tipo con la pistola que se hallaba detrás de la puerta cerrada. Murchison, a su vez, llamó a la brigada. Wizonski, que fue el que habló con el sargento, cogió su pistola del cajón de la mesa, le hizo señas a Hal Willis, y cruzó la barandilla antes de que Willis se pusiera el abrigo. Murchison llamó desde abajo, donde tenía su cubículo, a Homicidios y a la brigada de Emergencias, que cubría aquel sector de la ciudad. Si había un fulano con una pistola tras una puerta, la tarea debía correr a cargo de los esforzados voluntarios de Emergencias, no de simples mortales, amantes de la vida. Los de Emergencias ya se hallaban allí cuando llegaron Wizonski y Willis. Los dos detectives del Distrito Ochenta y Siete formaban una pareja como la de Mutt y Jeff o la de Laurel y Hardy. Wizonski, en efecto, era el policía más gordo de toda la brigada, mientras que Willis era el más bajo y delgado, cumplía justo con el requisito de la estatura mínima. Los agentes les contaron lo ocurrido arriba; después subieron todos juntos al cuarto piso. Los de Emergencias llevaban chalecos antibalas, por lo que entraron antes. El que estaba detrás de la puerta disparó tan pronto oyó ruido en el apartamento; entonces, abandonaron toda idea de derribarla. En el rellano celebraron una conferencia de alto nivel.

Los dos policías de homicidios asignados al caso se llamaban Phelps y Forbes. Se parecían como dos gotas de agua a Monroe y Monoghan, que en aquel mismo instante estaban en sus domicilios desenvolviendo los regalos de Navidad. (Los del Ochenta y Siete se enteraron más adelante de que la esposa de Monoghan le regaló un revólver con incrustaciones de oro; la esposa de Monroe le obsequió con un video-cassette en el que, secretamente, podría ver las películas porno que obtenía en distintos lugares de la ciudad). Phelps y Forbes refunfuñaban por tener que trabajar en un día tan señalado. Especialmente, el primero se enojaba porque odiaba a los portorriqueños y repetía constantemente que si todos se largaran a su maldita isla del Caribe se acabarían los crímenes en la población. Lo cierto era que una familia portorriqueña les estaba causando molestias en Navidad…, suponiendo que el sujeto que disparaba por detrás de la puerta fuese efectivamente hispano. «Hispano» era la palabra que los policías de la metrópoli usaban para referirse a los descendientes de los españoles, salvo Phelps y alguno más que todavía los llamaban «basura». Incluso el alcalde, que había nacido en Mayagüez, era una basura para Phelps.

—Si nos aproximamos a la puerta —opinó éste—, ese imbécil nos volará la cabeza.

—¿No podríamos entrar ahí por la ventana? —propuso uno de los de Emergencias.

—¿En qué piso estamos? —preguntó el otro.

—En el cuarto.

—¿Cuántos tiene este edificio?

—Cinco.

—Quizá valdría la pena probar desde el tejado con una cuerda.

—Vosotros mantened ocupado a ése de ahí dentro —ordenó el primero de Emergencias—. Uno de nosotros entrará por la ventana antes de que se dé cuenta.

—Cuando nos oigáis gritar —añadió el compañero del anterior—, patead la puerta. Así lo atraparemos por delante y por detrás.

Los agentes que fueron los primeros en llegar allí, hablaban en aquel momento con una vecina del mismo rellano, quien les contó que esos inquilinos tenían dos hijas, la de dieciséis años que encontraron muerta, y otra de diez, llamada Consuelo. Los patrulleros pasaron esta información a los policías que planeaban la estrategia a seguir, y todos convinieron en que el asunto era una «situación de rescate», lo que dificultaba aún más la entrada por la ventana como Batman. Los dos de Emergencias insistían en intentarlo, sin pedir ayuda a la Unidad de Rescate. Sin embargo, Forbes y Phelps se opusieron a tal cosa con energía, pidiéndoles a los agentes que bajasen y llamaran a los expertos para el caso. Nadie, pese a todo, sabía si Consuelo, la hija menor, estaba también detrás de la puerta cerrada, en calidad de rehén del individuo que disparaba a ciegas, o si estaba dando un paseo bajo la nieve.

Una situación de rescate auténtica atrae normalmente gran cantidad de gente, aunque se trate de un sector portorriqueño de la ciudad. A las once de la mañana, cuando llegaron los dos especialistas, se habían reunido ya cuatro sargentos, un teniente y un capitán, formando grupo todos ellos junto con los otros, por lo que el descansillo se hallaba abarrotado. El capitán se hizo cargo de la situación y trazó los planes como si tratara de tomar el Kremlin por asalto. Los de Emergencias debían subir al tejado con una cuerda y uno de ellos deslizarse hasta la ventana, mientras los de Rescate hablaban con el homicida a través de la puerta. Todo el mundo debería llevar chalecos antibalas, incluyendo al que bajaría por la cuerda. Wizonski y Willis los llevarían también, colocándose detrás de los de la Unidad de Rescate. Uno de Emergencias le contestó al capitán que el chaleco pesaba una tonelada y media, que bastante trabajo le costaría bajar por la cuerda en medio del vendaval que soplaba, para tener que luchar contra el entorpecimiento que suponía el maldito chaleco, ya que era muy posible que en lugar de ser su meta la ventana, lo fuese el adoquinado de la calle, cuatro pisos más abajo; el capitán insistió en lo del chaleco. Estaban ya todos listos para ocupar sus respectivas posiciones cuando se abrió la puerta del cuarto, y un hombre muy delgado que solamente llevaba puestos unos calzoncillos, arrojó un Colt 45 automático al saloncito y levantó las manos por encima de su cabeza. Estaba llorando. Consuelo, la hija de diez años, se hallaba en la cama, inmóvil. El hombre la había asfixiado con una almohada. El capitán se sintió decepcionado al no tener oportunidad de poner en acción su magnífico plan.

Mientras tanto en la comisaria Meyer Meyer y O’Brien estaban ocupados en algo más elegante. Generalmente, a Meyer no le entusiasmaba trabajar con O’Brien. Esto no tenía, nada que ver con la personalidad del segundo, ni con su habilidad y valor. Tenía que ver, en cambio, con la peculiar propensión de O’Brien de meterse en situaciones en las que resultaba necesario disparar contra alguien. A O’Brien no le entusiasmaba matar a la gente. En realidad, realizaba todos los esfuerzos imaginables para no tener que sacar la pistola. Sin embargo, las personas ávidas de recibir una bala en el pecho parecían gravitar siempre hacia él. Como resultado de esto, y a causa de que a los policías no les gusta recibir ninguna bala —como no les gusta tampoco a los civiles— y a causa de que trabajar con O’Brien aumentaba la posibilidad de que se produjese un intercambio de disparos, la mayoría de los policías del Ochenta y Siete procuraban no ir de compañeros con O’Brien. Este, tal vez erróneamente, estaba etiquetado como un policía «gafe». Por su parte, él mismo creía que si en algún lugar de la ciudad había un hombre o una mujer con un arma en la mano, fatalmente la usarían contra él, por lo que se vería obligado a defenderse. En cierta ocasión le dijo esto a la chica con la que estaba comprometido, no es de extrañar que ella rompiera el compromiso a la semana siguiente.

Aquel día, por ser la Navidad y la Chanukah juntas, Meyer pensaba que las posibilidades de enfrentarse con una situación de violencia, yendo junto con O’Brien, se inclinarían ochenta contra veinte en su favor. Las probabilidades subieron a noventa contra diez cuando recibieron la llamada de Smoke Rise. Smo ke Rise era la comunidad más elegante dentro de los límites del Ochenta y Siete, casi una ciudad dentro de otra, con apartamentos que oscilaban entre los doscientos mil a los trescientos mil dólares, la mayoría dando frente al espléndido panorama del Riber Harb. Sin embargo, la llamada fue una 10-21, «Robo perpetrado», lo que significaba que el ladrón había efectuado su trabajo, haciendo mutis sin el aplauso del público. No se corría el peligro de que alguien disparase contra O’Brien, o que éste tuviera que defenderse, puesto que cuando llegaran ellos, el ladrón ya no estaría presente.

Muchas calles de Smoke Rise ostentaban nombres rimbombantes, como Victoria Circle, Elizabeth Lañe, Albert Way, Henry Drive…, lo que le daba a la comunidad un tono de realeza, aunque no lo necesitaba ni deseaba. El arquitecto de la zona, no obstante, para no correr el riesgo de que aquélla pudiera ser confundida con alguno de los sectores menos lujosos de la población, les puso él mismo el nombre a las calles cuando las proyectó. Una vez hubo empleado ya los Normandy, Plantagenet, Lancaster, York, Tudor, Oranges y Hanover, empezó con los Windsor. Más tarde, al faltarle títulos nobiliarios, recurrió a nombres como Westminster, Salisbury y Winchester (del que desistió porque sonaba a rifle), o Stonehenge. Esto daba a la zona un estilo muy británico. Incluso, algunos edificios, hubiesen estado más a sus anchas en algún páramo de Cornualles.

El robo se había llevado a cabo en Coronation Drive, casi en la esquina de Buckingham Way. La casa era una maravilla de piedra y cristal, con torrecillas y gabletes, que se elevaba a la orilla del río como el palacio veraniego de una reina. El individuo que la habitaba había hecho una fortuna como chatarrero, cuando todavía era posible amasar montones de dinero sin tener que entregarle el setenta por ciento de las ganancias al Tío Sam. Hablaba aún con el acento de Caln’s Point, por lo que su vocabulario era como una sarta de blasfemias en aquel salón de techo catedralicio. Su familia (esposa y dos hijos), lucían sus mejores galas. Habían salido de casa a las once menos cuarto para entregar unos regalos de Navidad a sus amistades de la misma calle, regresando a las doce y media, para encontrarse un hogar desvalijado. Rápidamente, llamaron a la Policía.

—¿Qué se llevó el ladrón, señor Feinberg? —preguntó Meyer.

—Todo —gruñó Feinberg—. Debió tener un camión en la calle. Faltan el estéreo, el televisor, las pieles y las joyas de mi costilla, y las cámaras que guardaba en el armario de arriba. Sin hablar, claro, de los regalos del árbol. Ese hijo de puta se lo ha llevado todo.

En un rincón del salón había un abeto de proporciones monumentales, que seguramente había necesitado la ayuda de cuatro o cinco obreros para transportarlo, colocarlo y adornarlo. Meyer no se extrañó de que en casa de un judío hubiera un árbol navideño. Se había opuesto a la idea de celebrar la Navidad junto con los gentiles. Mas cuando sus hijos tuvieron nueve, ocho y seis años de edad, claudicó y aceptó lo inevitable. Su primera concesión fue un cajón de naranjas adornado con un papel multicolor, imitando una chimenea. Más adelante, adquirió incluso un abeto vivo con cepellón de tierra y todo, aunque a sus hijos les dijo que era un arbusto para la Chanukah. Terminó de sucumbir al plantar el árbol en el jardín, pasada la Navidad, y al adquirir al año siguiente un pino a la Organización de Beneficencia que los vendía en el solar de la esquina. No se sentía menos judío por tener un árbol de Navidad en su casa. Igual que para muchos gentiles, la fiesta era para él más de espíritu que de religión. Creía con firmeza que aquella fiesta unía a la gente, aun cuando fuese por un tiempo tan breve.

Varios amigos suyos, judíos, decían que Meyer era un tipo cerril, más el argüía que era un judío cerril. Opinaba que Israel no era su patria, sino un país extranjero. Creía que Israel debía sobrevivir e incluso perdurar aunque se consideraba primero norteamericano, después judío y nunca israelita. Sabía que Israel había aceptado, dentro de sus asediadas fronteras, a judíos sin hogar del mundo entero; mas, no olvidaba que Norteamérica estaba aceptando a judíos apátridas desde mucho antes de que Israel fuese sólo un sueño. De modo que sí, claro, donó dinero para plantar árboles en Israel. Y sí, odiaba con toda la pasión de su alma los actos de terrorismo efectuados contra aquella pequeña nación. También, sí, deseaba visitar los lugares bíblicos que conocía únicamente de los días de su juventud, cuando iba a cheder seis veces por semana, siendo el estudiante de hebreo más inteligente de la clase. Estaba contento al pensar que Navidad y Chanukah caían este año en el mismo día. Estaba seguro, en lo más íntimo de su ser, que todas las festividades religiosas fueron festividades agrarias en milenios pasados; no era por casualidad que la Pascua cristiana y la de los judíos cayesen tan cerca todos los años y que a veces, como ahora con Navidad y Chanukah, coincidieran exactamente en el mismo día. Lou Moscowitz, que era detective de segunda en la brigada, le confesó a Meyer que no era un verdadero judío. Meyer Meyer sí lo era, con todas las libras de su ser. Era judío a su propio estilo.

El ladrón había interpretado un bonito número en la casa de los Feinberg. A medida que los detectives registraban las habitaciones, anotando los objetos robados, descubrieron que faltaban muchos más de los que suponía Feinberg. La sugerencia de que el ladrón podía haber dejado estacionada una furgoneta entraba ya dentro de lo posible. Incluso había robado las bicicletas que los muchachos tenían en el garaje, y la valiosa colección de álbumes Queen del hijo pequeño. La pérdida de aquellos álbumes entristecía más al chico que la desaparición de su nuevo tomavistas, regalo de Navidad que quedó al pie del abeto, sin abrir. El primer enfado familiar por el robo empezaba, por otro lado, a dar paso a una sensación de pérdida que no tenía nada que ver con el valor de los objetos sustraídos. Alguien se había introducido en la casa. Un intruso, un desconocido, pudo entrar y saquearlo todo a su placer, de modo que a la familia Feinberg acababan de robarle lo que más apreciaban: el sentido de la intimidad inviolable. Como los detectives ignoraban si el ladrón llevaba explosivos o algún arma mortal, el delito debía clasificarse como «robo de tercer grado»: «Asaltar o permanecer en una casa ilegalmente, con la intención de cometer un acto criminal». Sin embargo, el lenguaje de la Justicia no era el más adecuado para definir el delito perpetrado contra los Feinberg. Ninguno de ellos olvidaría este día en toda su vida. Durante años y años hablarían del desconocido que asaltó su casa el día de Navidad, que aquel año coincidía con la Chanukah… y de lo que les ocurrió a los dos detectives diez minutos después de haberse retirado de la casa asaltada.

De no tratarse del día de Navidad precisamente, la camioneta no habría llamado la atención de Meyer y O’Brien. El vehículo estaba aparcado en una calle lateral, a unas quince manzanas de la casa de los Feinberg, por consiguiente bastante lejos de los muros que circunscribían el complejo de Smoke Rise. El neumático izquierdo de la parte trasera de la camioneta, o sea, de la rueda más alejada de la acera cubierta de nieve, estaba deshinchado. Un individuo que llevaba una chaqueta de cuero y un gorro de lana azul lo estaba cambiando. A su lado tenía un alzaprima y una llave inglesa. Al divisar el furgón, ni Meyer ni O’Brien se extrañaron que una empresa de transportes trabajase en Navidad. Ni hicieron comentario alguno. Meyer, que era el que conducía, estacionó el coche detrás de la camioneta. Los dos detectives saltaron a la calzada, uno por cada portezuela. El pavimento todavía estaba resbaladizo a causa de la nieve semifundida. El aliento de ambos policías formaba una nube de vapor al salir por la boca. Se aproximaron al hombre que estaba cambiando el neumático.

—¿Podemos echarle una mano? —preguntó Meyer.

—No, gracias. Ya falta poco.

El interpelado tendría unos treinta años y poseía una tez pálida que casi parecía de yeso en contraste con la negrura de sus ojos y el bigote negrísimo que sombreaba su labio superior. En la camioneta podía leerse: EMPRESA DE TRANSPORTES CULBERTSON. La matrícula pertenecía al Estado más próximo.

—Trabajando en Navidad, ¿eh? —dijo O’Brien en tono casual.

—Sí, a la fuerza, amigo —respondió el otro.

—Debe tratarse de algo muy importante —observó Meyer—, que obligue a trabajar el día de Navidad.

—Oigan, ¿qué pasa? —se sulfuró el hombre—. Se ha pinchado un neumático, lo estoy cambiando y se acabó. ¿Por qué no se largan de una vez?

—Policía —dijo O’Brien.

Estaba a punto de exhibir la insignia cuando apareció la pistola en la mano del hombre. El movimiento les cogió a ambos por sorpresa. Muy pocos toperos (así se llama a los que roban normalmente en los apartamentos) llevaban armas. El tipo que comete un robo por la noche, especialmente en una residencia donde puede haber un vigilante, corre el riesgo de ser sorprendido, por lo que suele ir armado, aunque el arma sólo sirva para aumentar su condena. Si Meyer y O’Brien hubiesen esperado algún acto de violencia, lógicamente habrían pensado que el desconocido echaría mano de la llave inglesa o el alzaprima que tenía al lado. Sin embargo, el hombre sacó una pistola del calibre 38, y apuntó directamente a Meyer.

El disparo se produjo antes de que aquél pudiese reaccionar y sacar su propia pistola. El agresor efectuó dos disparos, y ambas balas se incrustaron en una pierna de Meyer, enviándole al suelo. O’Brien tenía ya su propia pistola en la mano. No tuvo tiempo siquiera de pensar que otra vez volvía a enfrentarse con un acto de brutalidad. Sólo pensó: «mi compañero ha caído», en el instante en que la pistola enemiga le estaba apuntando. Casi a ciegas, O’Brien disparó alcanzando al desconocido en un hombro. Disparó de nuevo en el momento en que el herido caía, y esta vez el proyectil se hundió en su pecho. Con el arma aún en la mano, O’Brien se arrodilló junto al herido, sacó las esposas y, sin consideración por las heridas, que sangraban abundantemente, le esposó las manos a la espalda. Falto de aliento, se volvió hacia Meyer, que estaba tumbado en tierra con la pierna herida encogida bajo el cuerpo.

—¿Cómo estás?

—Me duele —gruñó Meyer.

O’Brien fue hacia el coche y levantó el micrófono del salpicadero.

—Aquí ocho-siete-cuatro, en Holmsby y North. Un policía herido. Necesito una ambulancia.

—¿Quién habla? —inquirió una voz desde el otro extremo de la línea.

—El detective O’Brien.

Como si el otro no lo hubiese adivinado ya.

El hospital más próximo a Smoke Rise era el Mercy General, en North y Platte. Allí, mientras un enjambre de enfermeras se afanaban en torno suyo, un interno rompió la pernera izquierda del pantalón de Meyer por ambos lados, examinó los dos agujeros de la pierna, uno en el muslo y el otro justo debajo de la rótula, y pidió el uso inmediato de un quirófano. El ladrón que acababa de disparar contra Meyer recibió las mismas atenciones…, puesto que todos somos hijos de Dios, los buenos y los malos. A la una de la tarde de aquel día de Navidad, los dos heridos se hallaban acostados en dos habitaciones individuales de la sexta planta del hospital. Delante de la del ladrón había apostado un agente de uniforme, y ésta era la única diferencia.

El ladrón se llamaba Michael Addison. En la camioneta, robada del estacionamiento privado de la empresa Culbertson, la Policía no sólo halló los objetos pertenecientes a los Feinberg, sino también el producto de otros robos cometidos por Addison en el mismo día. El ladrón se negó a confesar. Dijo que se sentía muy mal y pidió la presencia de un abogado. Añadió que demandaría a O’Brien y a toda la ciudad, o en su representación al ayuntamiento, por haber disparado un policía contra una persona inocente que estaba cambiando un neumático pinchado. O’Brien, inclinado sobre su cama, juró que si su compañero quedaba lisiado, Addison haría bien largándose por lo menos a China.

En la Comisaría, Arthur Brown, experto en literatura inglesa, le dijo a Miscolo, de las oficinas, que el ladrón tenía un apellido que encajaba perfectamente con su ilegal profesión.

—¿A qué te refieres? —se interesó Miscolo.

Brown sonrió socarronamente.

—A lo de los apellidos Addison y Steal, claro está —replicó Brown.

—Sigo sin entenderlo.

—Steal —repitió Brown—. S-T-E-A-L (robar).

—Sigo sin entenderlo —confesó Miscolo—. ¿Quieres un poco de café?

Esto ocurrió antes de que un grupo de seis hombres robaran toda una calle de la ciudad.

La llamada se hizo a las cinco menos diez. Por entonces, también se habían producido los suicidios o intentos de suicidio esperados, quizá algunos más que en otras navidades. El teniente Byrnes se personó en el hogar de Meyer para informarle de lo ocurrido a la esposa del policía, Sarah. La mujer quedó bastante tranquilizada al enterarse de que a su marido solamente le habían herido en una pierna, pues cuando vio al teniente en la puerta supuso que acababan de confirmarse sus peores temores. Byrnes la acompañó al hospital y ella pasó el resto de la tarde con su esposo, que se quejó alegando que cuando a un hombre lo hieren, su esposa debe traerle un buen plato de caldo de gallina. Fue en aquellos momentos, mientras Sarah mantenía una mano del herido entre las suyas, diciéndole que estaba muy contenta de verle aún con vida, cuando llegó un camión a la Gedney Avenue, y los seis individuos que saltaron del mismo empezaron a levantar el empedrado.

La Gedney era una de las pocas zonas de la ciudad que todavía se ufanaba de sus calles empedradas…, o que al menos se ufanó de ello hasta aquella Navidad. El empedrado, decían, se remontaba a la época en que los holandeses mandaban en la ciudad. Otros aseguraban que los holandeses no habrían sabido distinguir una loseta de un tulipán, de modo que eran los ingleses los que empedraron la Gedney Avenue. El nombre de la avenida era inglés, ¿verdad? De manera que tuvieron que ser los ingleses. Sin importarles quién lo había hecho, los seis hombres del camión estaban desempedrando la calzada. Ya habían pasado dos veces las máquinas quitanieves, por lo que la avenida se hallaba regularmente limpia. Aquellos individuos trabajaban con gran vigor, cosa rara para unos funcionarios del ayuntamiento en cualquier momento, pero mucho más en Navidad. Usaban picos y palancas para levantar las piedras y las arrojaban al camión, amontonándolas en filas, todo ello efectuado con la precisión de una brigada de derribo. La gente estaba asomada a las ventanas, contemplando aquella abnegada tarea con admiración y asombro. Tardaron dos horas en desempedrar toda una manzana, de esquina a esquina. Al final, cuando todo estuvo debidamente apilado en el camión, éste arrancó y desapareció por una calle lateral. Nadie se fijó en la matrícula.

Sin embargo, un caballero se extrañó al ver que el Departamento de Obras Públicas, pues eso le había parecido, se ocupara de una labor tan importante el día de Navidad. Llamó al despacho del alcalde para felicitarle efusivamente. La telefonista que contestó a la llamada se puso inmediatamente en contacto con aquel Departamento, no obtuvo respuesta, y llamó al superintendente del Departamento a su casa. Naturalmente, el superintendente respondió que nadie había dado la orden de desempedrar ninguna calle de la ciudad, mucho menos la Gedney Avenue. Acto seguido, sugirió que era necesario avisar a la Policía.

Esta fue la razón de que a las cinco de la tarde, en el instante en que se encendían los faroles y se alargaban las sombras, los detectives Arthur Brown y Lou Moscowitz se hallaran en una esquina de la avenida, contemplando la misma tierra que los indios debieron pisar con sus mocasines varios siglos atrás, cuando Colón llegó al hemisferio para iniciar todo el jaleo. Sin su empedrado, la Gedney Avenue parecía virginal y rústica. Brown y Moscowitz rieron de buena gana. Hasta los policías saben apreciar las bromas.

Carella, en su casa, se sentía más culpable que Lucifer. No porque alguien hubiese robado las piedras de una calle sino porque Meyer hubiera resultado herido en una pierna. De haber cambiado la fiesta con él, Meyer estaría ileso. Quizá las balas estuvieran ahora en el cuerpo de Carella. Al pensarlo, se sintió menos culpable. Ya le habían herido varias veces, gracias…, una de ellas poco antes de una Navidad. Carella, además, era descendiente de italianos, y los italianos y los judíos de la ciudad compartían el sentimiento de culpa, tal como compartían sus familias matriarcales. Carella tenía un primo que, si accidentalmente se saltaba una luz roja de un semáforo, se detenía invariablemente en el siguiente ante una luz verde.

Por todo esto, a las ocho de la noche, Carella entró en el hospital Mercy General para expresarle a Meyer su sentimiento de culpabilidad por no haber recibido las balas en su lugar. Meyer también se sentía culpable. Alegó que de no haber dejado que el ladrón disparase, Bob O’Brien no se habría visto obligado a sacar una vez más su pistola. Meyer creía que esta acción aumentaría los complejos de su compañero de profesión, a pesar de que éste era irlandés y, por consiguiente, menos propenso a los complejos de inferioridad.

Carella había traído medio litro de whisky. Lo sacó del bolsillo de su chaqueta, sirvió un par de generosas raciones en sendos vasos esterilizados del hospital, y los dos amigos brindaron por el innegable y maravilloso hecho de que Meyer continuara con vida, aunque un poco agujereado. Carella sirvió otro par de vasos, y entonces brindaron por el amanecer del día siguiente.