10
La agente encargada de alquilar la casa tres veranos atrás salió del dormitorio de su vivienda de Main Street. Carella, siempre acompañado de Hillary, se abrió paso entre la nieve del parque, a las seis y cuarto; pasó por delante del enorme árbol de Navidad, con la cabeza inclinada para esquivar en lo posible la nieve y el feroz vendaval. La agente se llamaba Sally Barton. Pareció tremendamente contenta de jugar a los detectives. Estaba segura, afirmó, de que la casa que era en realidad la protagonista del libro de Craig, era la antigua mansión Loomis, del Spit. Craig no daba la situación exacta de la casa, ni siquiera mencionaba la ciudad de Hampstead, por lo que todos sus habitantes debían de estarle agradecidos. Mas ella reconoció la casa al instante.
—Frank Loomis amaba el mar —añadió—. Esa casa no pertenece a un típico estilo playero, pero queda muy bien en el Spit. Loomis se enamoró de ella cuando todavía vivía en Salem y la fue construyendo tabla a tabla en la zona costera que poseía.
—¿En Salem? —se interesó Carella—. ¿En Massachusetts?
—Sí —asintió Sally Barton—. Donde colgaron a las brujas en 1692.
Les ofreció la llave de la casa, que no había conseguido alquilar el último verano, aunque esto nada tuvo que ver con los fantasmas de Gregory Craig. Pocas personas, aparte de los habitantes de la ciudad, estaban al corriente de que aquella era la casa que Craig hizo famosa en su obra.
—No sé cómo lo consiguió —continuó Sally—. Craig afirmó que se trataba de una historia real, mas no quiso decir dónde se hallaba la casa. Para proteger al inocente, esto fue lo que alegó. ¿A qué inocente? Frank Loomis llevaba muerto más de cincuenta años, sus dos hijos viven en California y lo que menos les preocupa son los fantasmas de esa casa. Lo único que les interesa es alquilarla todos los veranos. Es posible que Craig tuviera miedo a ciertas complicaciones legales. Usted sabrá de esto más que yo —agregó Sally Barton, sonriendo.
—No soy abogado, señora Barton —se excusó Carella, devolviendo la sonrisa al comprender que ella pretendía halagarle—. ¿Podría darme el nombre de la persona que alquiló esa casa hace tres veranos?
—Sí. Busqué el contrato después de llamar usted. Fue un hombre llamado Jack Rawles.
—¿Cómo era?
—Muy agradable de aspecto.
—¿Joven… viejo…?
—Unos treinta años.
—¿De qué color era su cabello?
—Negro.
—¿Los ojos?
—Pardos.
—¿Sus señas?
Sally Barton le entregó al detective la hoja de papel en la que había copiado las señas de Jack Rawles, en la Commonwealth Avenue.
—Es una casa difícil de alquilar, ésta es la verdad —manifestó Sally—. Frank no la modernizó. Sí, hay electricidad; en cuanto a la calefacción, existen tres chimeneas: una en el salón, otra en la cocina, y la tercera en un dormitorio de arriba. En verano resulta muy agradable vivir en ella, mas en invierno se convierte en un refrigerador. ¿Seguro que desean verla ahora mismo?
—Ahora mismo —declaró Hillary.
—Iría con ustedes si no tuviese que preparar la cena de mi marido.
—Le devolveremos la llave tan pronto como estemos listos —prometió Carella.
—Se supone que en esa casa hay una mujer muerta que busca a su esposo —aclaró Sally Barton.
En un garaje, Carella adquirió un par de cadenas para que las colocaran en los neumáticos, mientras él y la joven cenaban en un restaurante de la misma calle. Todavía nevaba cuando salieron de la ciudad a las siete. Las máquinas quitanieves estaban en funcionamiento por todas partes, pero él se alegró de llevar las cadenas cuando llegaron al sendero que conducía a una especie de cabo que se internaba en el Atlántico. Un cartel nevado les informó que aquello era el Albright’s Spit, y otro debajo de que se trataba de un sendero sin salida. El coche empezó a luchar contra la nieve acumulada en el suelo de lo que Carella supuso era una senda arenosa. Estuvieron a punto de quedar atascados en dos ocasiones, por lo que al divisar la casa, que se elevaba a la orilla del mar, lanzó un suspiro de alivio, tras aparcar el auto en un terreno relativamente llano, más abajo del empinado sendero. Juntos, con la linterna alumbrando el camino, el detective y la joven médium consiguieron llegar a la puerta de la mansión.
—Sí —afirmó al momento Hillary—, ésta es la casa.
La puerta de entrada se abría a un pequeño recibidor, donde un tramo de escaleras conducía al piso superior. Carella buscó el interruptor de la luz a la derecha de la puerta. Lo hizo girar varias veces sin resultado.
—El viento debe de haber derribado los postes de la electricidad —comentó Carella.
Iluminó con la linterna la escalera y después el recibidor. A la derecha, una puerta conducía a una cocina con techo de vigas. A la izquierda se hallaba el salón, que en los días en que se edificó la casa debieron llamar «el cuarto de estar». En el techo se veía una sola y enorme viga. Había dos ventanales, uno mirando al océano, el otro en la pared opuesta al primero. La chimenea no estaba exactamente en el centro de la estancia, porque ese lugar lo ocupaba la escalera. Se hallaba en la pared del fondo, bellamente monumental, con un recipiente de hierro colgado de un garfio, troncos y leña amontonados en el hogar, el suelo lleno de ceniza, procedente de fuegos pasados. En la repisa, Carella encontró un par de candelabros con sus correspondientes velas. Como no fumaba, le pidió a Hillary una cerilla para encender las velas.
El salón se hallaba exquisitamente amueblado, según el estilo, tradicional norteamericano, con objetos que hoy día resulta casi imposible encontrar en ninguna tienda, a no ser a precios exorbitantes. Había varios faroles marinos, que también encendió el detective. Bajo la nueva iluminación, vio la madera noble de las paredes. Si existía algún fantasma en la casa, no pudo encontrar un hogar más hospitalario y grato. En una papelera de bronce, junto a la chimenea, Carella vio varios ejemplares descoloridos del Hampstead News. Eran de dos años atrás, de la última vez que habían alquilado la casa. Rompió los periódicos en tiras, los arrojó al hogar, acumuló encima leña y tres troncos. El fuego empezó a calentar la habitación, dando la sensación de que los poltergeists pudieran surgir en cualquier momento de las paredes. Afuera, el viento aullaba sobre el océano y los postigos de las ventanas crujían amenazadoramente. En la chimenea, el fuego también crepitaba, las lámparas y los candelabros estaban encendidos, y los únicos fantasmas visibles eran las llamas que danzaban en el hogar. Carella entró en la cocina, encendió también todas las velas e inició otro fuego en la chimenea. Ni él ni Hillary demostraban grandes deseos de subir al piso.
En una alacena de la cocina, Carella encontró una botella de whisky casi llena. Probó el grifo. Habían cortado el agua. Iba a salir ya cuando observó que la puerta que daba al exterior estaba entreabierta. Dejó los vasos que tenía en la mano, así como la botella, y la abrió por completo. La vidriera se hallaba cerrada, aunque el pestillo estaba descorrido. Lo corrió y estudió el cerrojo por dentro. Pertenecía al género Mickey Mouse, de muelle, que cualquier ladrón podía abrir en unos segundos con una tira de celuloide, la hoja de un cuchillo o una tarjeta de crédito. Cerró. No obstante, movió el tirador para asegurarse de que no cedía, y regresó al salón con la botella de whisky y los dos vasos. Hillary se hallaba delante de la chimenea. Acababa de quitarse el abrigo de mapache, junto con el suéter verde. Tenía las piernas ligeramente separadas, con los pies casi dentro del hogar, las manos extendidas hacia el fuego.
—¿Un poco de whisky? —le ofreció Carella.
—Sí, gracias.
—El único espíritu del lugar —bromeó Carella. Se sorprendió al ver que ella no sonreía—. Tenemos que beberlo sin agua ni soda. Ni cubitos.
Llenó los dos vasos, dejó la botella en la repisa de la chimenea y levantó el suyo.
—¡Chin, chin! —brindó.
Tomó un sorbo que le quemó el esófago.
—¿No ha visto ningún fantasma todavía? —preguntó.
—No.
—¿Reconocería uno si lo viese?
—Sí.
—¿Vio alguno en otras ocasiones?
—No, pero comprendo el fenómeno.
—¿Puede explicármelo?
—Usted es un escéptico —replicó ella—. Perdería el tiempo.
—Inténtelo.
—Prefiero no hacerlo.
—Como quiera —Carella se encogió de hombros—. ¿Puede, no obstante, hablar de los hábitos de trabajo de Craig?
—¿A qué se refiere?
—A cómo trabajaba. El día en que lo mataron tenía puesta una cuartilla en la máquina. ¿Siempre escribía a máquina?
—Sí.
—¿Siempre? ¿Jamás lo hacía a mano?
—Jamás.
—¿Ni dictaba?
—¿A una secretaria? No.
—¿O a una máquina…?
—¿A un magnetófono?
—Exacto. ¿No dictaba a una cinta grabadora?
La palabra cinta resonó en el salón. Carella no le había contado a la joven parte del libro de Craig, grabado en un cassette de dos horas, tres veranos atrás. Hillary no respondió inmediatamente. Un tronco cayó en el hogar; la leña crepitaba.
—¿No dictó nunca a una cinta grabadora? —persistió el detective.
—Que yo sepa, no.
—¿Cómo era su voz?
—¿La de Greg?
—Sí. Creo que fumaba mucho. ¿Tenía la voz ronca o…? —buscó otra palabra y al final usó la empleada por Maude Jenkins al describir la voz de la cinta—. O rasposa…
—No.
—Una parte de Sombras Mortales se hallaba en una cinta —declaró Carella—. El equivalente de un centenar de páginas.
—¿Cómo lo sabe?
—Hablé con la mujer que la pasó a máquina. ¿No habría otras cintas? La otra, una vez editada, tenía unas trescientas páginas ¿verdad?
—Más bien cuatrocientas.
—Bien, ¿dónde están las otras cintas? Si la primera parte estaba en una…
—Nunca he visto cinta alguna —afirmó Hillary.
—¿Quién pasó a máquina el manuscrito final?
—No lo sé. Cuando escribió Sombras, todavía no conocía a Greg.
—¿Quién solía pasar normalmente a máquina sus novelas? Los autores no se molestan en hacer copias, en general.
—Últimamente, no escribía nada. Se ocupaba exclusivamente de su nuevo libro; era natural que nadie lo pasara a máquina hasta estar terminado.
—¿Podía saber Daniel Corbett algo referente a esas cintas?
—No tengo la menor idea —dijo Hillary.
Las velas de la repisa se apagaron. Carella experimentó una súbita ráfaga de aire frío en la habitación. Se volvió hacia la puerta, pensando que el furioso vendaval podía haberla abierto. Estaba cerrada. Se dirigió a ella y examinó la cerradura: era igual a la de la cocina, si bien debidamente asegurada. Pasó a la cocina. Las velas continuaban ardiendo sobre la repisa de la chimenea. Sin embargo, las que él encendiera sobre la mesa se habían apagado… y la puerta estaba abierta.
Estuvo unos segundos contemplándola. No había nadie más en la cocina. Las apagadas velas todavía enviaban leves volutas de humo hacia las vigas del techo. Dejó el vaso en la mesa, fue hacia la puerta y corrió el pestillo. Alguien lo había descorrido. El muelle se hallaba dentro del mecanismo de cierre. La cancela seguía cerrada… pero el pestillo aparecía ahora descorrido. Carella oyó un ruido a sus espaldas y se dio la vuelta inmediatamente. Hillary estaba en la puerta.
—Están aquí —susurró.
El detective no contestó. Volvió a mirar las dos puertas. Estaba a punto de encender nuevamente las velas cuando el farol situado sobre el mármol saltó en el aire y cayó al suelo; el tubo se rompió y el petróleo se derramó por la base. De repente, se incendió. Carella pisoteó las pequeñas llamas, sintió otra corriente helada y supo con toda seguridad que algo acababa de pasar por la cocina.
Jamás contó a nadie lo que ocurrió a continuación. Jamás podría contarlo a los otros policías del Ochenta y siente porque le tomarían por loco. Tampoco se lo diría a Teddy, pues la joven no confiaría ya nunca más en su cordura. Se volvió hacia Hillary, que continuaba en el umbral, y divisó la figura detrás de la médium. Era una mujer. Llevaba una especie de túnica con un delantal encima. En la cabeza lucía un sombrero anticuado. Tenía los ojos entristecidos, con las manos cruzadas sobre el pecho. En cualquier situación habría resultado amedrentadora al aparecerse de forma tan repentina, pero lo más aterrador fue que Carella era capaz de ver a través de aquel cuerpo la otra habitación. Hillary se dio media vuelta en el mismo instante, presintiendo la aparición detrás de ella o intuyéndolo por la expresión de Carella. La mujer se desvaneció al momento, como barrida por un viento que la arrastró inexorablemente al pasillo y a las escaleras del salón. Al desaparecer se oyó un prolongado lamento, un nombre apenas susurrado: «John…», que resonó en la escalera y se disipó en el aire.
—Sigámosla —propuso Hillary.
—Oiga, es preferible que…
—¡Vamos!
Hillary corrió hacia la escalera.
Carella no estaba de humor para enfrentarse con un espíritu que buscaba a John. ¿Qué debe hacer uno al ver un fantasma? El detective no tenía ningún crucifijo en las manos, ni lo había tenido desde hacía muchos años. Asimismo, la última vez que tuvo una ristra de ajos en torno a su garganta fue cuando enfermó de pulmonía siendo niño, y su abuela se la puso para ahuyentar el Mal de Ojo. Además ¿hay que tratar a los fantasmas como a los vampiros, clavándoles estacas en el corazón para devolverlos a la verdadera condición de muertos? ¿Acaso tienen corazón? ¿O hígado o riñones? ¿Qué diablos es un fantasma? ¿O quién cree en ellos?
Carella creía.
Nunca estuvo tan asustado desde el día en que se enfrentó a un demente que empuñaba un hacha, con los ojos desorbitados, la boca babeante, con la mano cortada de alguien en su mano izquierda, dejando un reguero de sangre en el suelo al correr hacia Carella, que estaba como congelado de repente. Disparó seis veces contra aquel loco, que cayó un instante antes de que el hacha se abatiese sobre el rostro del detective. Sin embargo ¿cómo es posible disparar contra un fantasma? Carella no quería subir al piso de aquella casa encantada. Hillary ya estaba a la mitad del primer tramo. Naturalmente, él no deseaba que ella le acusase de gallina. ¿Por qué no? pensó. Bah, que me lo llame. Me asustan los fantasmas. Esta maldita casa fue construida tabla a tabla, todas ellas procedentes de Salem, donde colgaban a las brujas. Yo acabo de ver una vestida como Rebecca, Sarah Osborne, Goody Proctor o todos los demás. La mujer ha llamado a un tal John, aunque aquí no haya nadie más que este «gallina». Adiós, murmuró al ver cómo Hillary desaparecía por el recodo de la escalera. De pronto, la oyó chillar. Sacó la pistola y subió los peldaños de dos en dos.
Hillary, a pesar de su valor para perseguir fantasmas, estaba desmayada en el suelo. Una luz verdaderamente fantasmal, bañaba el pasillo del piso. Allí, el frío era mortal. Carella sintió erizársele el cabello aún antes de divisar a la médium. A su alrededor había cuatro mujeres, todas ataviadas según la moda de finales del siglo XVII. Carella podía ver a su través, hasta la ventana del fondo del pasillo donde la nieve azotaba ferozmente los cristales. Las mujeres avanzaron hacia él. Sonreían. Una tenía sangre en las manos. De improviso, se oyó un sonido más arriba… en el ático, supuso el detective. Al principio no supo qué era. Se oía como un zumbido, como el latido ahogado de un corazón. Al oírlo, las cuatro mujeres se inmovilizaron. Movieron las cabezas al unísono, inclinándolas a un lado y después levantándolas hacia el techo. El sonido creció de volumen, pero Carella continuó sin lograr identificarlo. Las mujeres se agruparon, como fundiéndose unas en otras, hasta desaparecer por completo, barridas por el mismo viento que barriera ya el espectro de abajo.
Carella entrecerró los ojos. El viento cesó tan de repente como empezó. El detective temblaba de pies a cabeza. Hillary seguía en el suelo. La nevada proseguía cada vez con más fuerza. No, era más bien una serie de golpes, como…
Los reconoció súbitamente.
Alguien jugaba en el ático con una pelota.
Carella avanzó un poco más por el pasillo, sin saber si subir o no, pues era posible que alguien ejecutase algunos trucos por medio de luces y ventiladores, provocando apariciones fantasmales destinadas a asustar a las médiums como Hillary y a detectives experimentados como él. Era imposible que se tratase de auténticos fantasmas… aunque ya hubiese visto cinco. No, no tenía nada que temer. A pesar de darse ánimos, tenía miedo. Empuñó con fuerza la pistola y empezó a subir hacia el ático. Los peldaños crujían bajo sus pasos. La pelota seguía botando arriba.
La niña estaba en lo alto de la escalera. No era mayor que su hija Abril. Llevaba un vestido muy largo, gris y un sombrerito descolorido. Le sonrió. Hacía botar una pelota, sonreía y canturreaba al compás de los botes del juguete. Carella tardó unos segundos en comprender que la niña repetía una y otra vez, como una salmodia: «Colgadlas». La pelota subía y bajaba, la niña sonreía, y las palabras «colgadlas, colgadlas…» flotaban escaleras abajo, hacia donde él se hallaba temblando, con la pistola bailando en su mano. El aire en torno a la niña oscilaba visiblemente. La pelota adquirió un matiz iridiscente. La niña dio un paso hacia la escalera, con la pelota ahora en su mano. Carella retrocedió, de pronto perdió pie y rodó por los peldaños hasta la planta baja. Arriba, la niña se echó a reír. De pronto, se volvió a escuchar el ruido de la pelota.
Carella se incorporó y apuntó con la pistola a lo alto de la escalera. La niña ya no estaba allí, únicamente quedaba un resplandor luminoso.
Le dolían los codos por la caída. Consiguió levantar a Hillary y descendió, con ella en brazos, al salón. Arriba, la niña seguía jugando con la pelota.
Fuera de la casa, llevó a la joven hasta el coche, en tanto la nieve iba cubriendo el vestido de la médium hasta convertirlo en una especie de mortaja. La dejó en el asiento delantero y regresó a la casa… solamente para recoger los abrigos y el suéter verde. La pelota resonaba en el ático.
La oyó al salir, mientras tropezaba con la nieve camino del auto. La oyó por encima del ruido del embrague y del carraspeo del motor. La oyó por entre el bramido del viento y el clamor del oleaje. Comprendió que en el futuro siempre se asustaría ante aquel sonido; que fuese cual fuese el oscuro terror que hiciese presa en su corazón o en su cerebro, continuaría oyendo el sonido de la niña haciendo botar la pelota en el ático… haciéndola botar… haciéndola botar…
Eran casi las diez cuando llegaron al hotel. El conserje le dio a Carella un mensaje. Llamó Clavin Horse. Quiere que le llame al instante a su casa.
Carella dio las gracias, cogió las llaves de las habitaciones y condujo a Hillary hacia los ascensores. Desde que recobrara el conocimiento en el coche, la joven no había despegado los labios. Tampoco dijo nada en el ascensor.
—¿Va a acostarse ahora mismo? —preguntó, mientras abría la puerta de su habitación.
—Ahora mismo, no.
—¿Tomamos la copa de despedida?
—Primero he de efectuar una llamada.
—Llamaré al servicio. ¿Qué desea?
—Café irlandés.
—De acuerdo. Pediré lo mismo para mí. Entre cuando haya terminado —concluyó Hillary.
Abrió la puerta y entró en el cuarto. Carella abrió la puerta del suyo, se despojó del abrigo, se sentó al borde de la cama y marcó el número del hogar de Hawes. Se preguntó si debía saludarlo como señor Horse, mas no estaba de humor para bromas.
—Aquí, Hawes.
—Cotton, soy Steve. ¿Qué pasa?
—Hola, Steve. Un segundo. Voy a bajar el volumen del estéreo. —Hubo una pausa. Después, volvió a sonar la voz de Hawes—. ¿Dónde has estado? He llamado tres veces.
—Investigando —no quería hablar de los fantasmas; no hablaría nunca de ellos. Sólo al pensarlo se estremeció de forma involuntaria—. ¿Qué sucede?
—Por un lado, tenemos una serie de huellas sacadas del mostrador de la tienda de préstamos. Algunas son buenas, según los técnicos. Las he enviado a la sección de fichas. Por la mañana sabré algo. Al menos, eso espero.
—De acuerdo. ¿Qué más?
—Nuestro hombre volvió a probar suerte. Esta vez con los pendientes de perlas. En una tienda de la Culver y la Octava. Según la lista de Hillary valen unos seiscientos pavos.
—¿Qué ocurrió?
—Esta vez el tipo iba preparado. No enseñó un permiso de conducir, pues dijo que no sabía conducir. El prestamista habría aceptado la tarjeta de la seguridad social, mas alegó haberla olvidado en casa. Así, exhibió una carta dirigida a él, al 1624 de McGrew. En el sobre aparecía el nombre de James Rader. El prestamista entró en sospechas porque le pareció que alguien había borrado un nombre y la dirección, escribiendo encima a máquina. De todos modos, jamás hubiese aceptado aquello como identificación. Sólo sirvió para ponerle alerta. De manera que entró en la trastienda para consultar nuestra lista. Cuando salió, el sujeto había volado junto con los pendientes.
—¿Tenemos algo sobre James Rader?
—Nada en la guía telefónica. Ahora buscamos en los ficheros. Seguramente, el nombre es falso. Apostaría cualquier cosa. Envié el sobre al laboratorio. Es posible que hallen huellas y puedan compararlas con las otras.
—¿Y la dirección?
—No existe. La de McGrew consta de seis manzanas de este a oeste, a este lado del Stem. La numeración llega hasta el 1411. Un número falso, Steve.
—Compruébalo todo con Jack Rawles —ordenó Carella—. Las iniciales J. R. concuerdan. Podría ser nuestro hombre. Si no hay nada en la ciudad, busca en las guías de Boston, especialmente en la Commonwealth Avenue. Si tampoco hay nada ahí, llama a la Policía de Boston para que investiguen en este sentido.
—¿Cómo se deletrea ese nombre? —preguntó Hawes.
—R-a-w les.
—¿De dónde diablos sacaste ese nombre?
—Alquiló la/casa descrita por Craig en su libro.
—¿Eso qué quiere decir?
—Tal vez nada. Compruébalo todo. Todavía tardaré un poco en acostarme, de manera que si hallas algo puedes llamarme.
—¿Qué opinas de este interés por empeñar o vender las joyas? —quiso saber Hawes.
—Un aficionado sin pasta —repuso Carella—. Necesita dinero y no conoce a ningún perista. ¿No lo crees así?
—Tal vez… —se produjo una pausa—. ¿Ha sucedido algo ahí, en Hampstead?
—Nada. ¿Puedes hablar con los prestamistas ahora?
—Bueno, habrán cerrado. Son casi…
—Prueba en sus casas. Pregúntales si el fulano tiene una voz ronca, rasposa.
—¿Una voz rasposa?
—Ronca, rasposa. Llámame luego, Cotton.
Colgó, se puso en pie, paseó un momento por la habitación, volvió a sentarse y marcó el número de Informaciones de Boston. En la habitación contigua, Hillary estaba hablando con el servicio del hotel. Carella le dio a la telefonista los dos nombres: Jack Rawles y James Rader, preguntando si figuraban en la Commonwealth Avenue. La telefonista respondió unos instantes más tarde que había un Jack Rawles, aunque no en aquella calle. Carella anotó el número y preguntó la dirección. La mujer repuso que no estaba permitido dar direcciones. Carella dijo que era un detective de Isola que investigaba un homicidio, a lo que ella respondió que aguardara mientras consultaba con la supervisora. La voz de ésta sonó como melaza y mantequilla de cacahuete. Explicó pacientemente que la Compañía Telefónica no podía divulgar las direcciones de sus suscriptores. Cuando Carella le explicó con la misma paciencia que era un detective de Isola que investigaba un homicidio, dando el número de la Comisaría, el nombre de su superior y el número de su insignia, la supervisora se limitó a contestar:
—Lo siento, señor —y colgó.
Furioso, marcó el número de Jack Rawles. Alguien, en el pasillo, llamó a la puerta de la habitación de Hillary. Iba a colgar cuando oyó una voz femenina en el aparato.
—¿Diga…?
—El señor Rawles, por favor.
—Lo siento, está fuera.
—¿Sabe adónde ha ido?
—¿Quién llama, por favor?
—Un amigo, Steve Carella.
—Lo siento, Steve, no está en la ciudad.
—¿Quién es usted?
—Marcia.
—Marcia, ¿sabe cuándo volverá?
—No. Acabo de regresar. Soy azafata. Estuvimos atascados en Londres. Mi amigo me dejó una nota, según la cual Jack no volverá en un par de días.
—¿Adónde se ha marchado? —insistió Carella.
—A la ciudad.
—¿A qué ciudad?
—Hombre, a la ciudad —respondió Marcia—. Sólo hay una ciudad en todo el mundo. No es Boston, créame.
—Al decir su amigo, ¿a quién se refiere?
—Al compañero de habitación de Jack, Andy. Viven juntos desde el incendio.
—¿Un incendio? —se extrañó Carella.
—El piso de Jack en la Commonwealth. Perdió todo lo que tenía.
—¿Qué hace ahora?
—¿Cuándo le vio usted por última vez? —inquirió Marcia, cautelosamente.
—Hace tres veranos, en Hampstead, donde estoy.
—Oh, entonces hace exactamente lo mismo. Debió de ser en el teatro de Hampstead, ¿verdad?
—¿Sigue en el teatro? —indagó Carella, arriesgándose y confiando en que Jack Rawles fuese director de escena, electricista o decorador.
—Sigue en el teatro —asintió Marcia—. O trata de seguir. En verano trabaja mucho. En invierno, nada. Jack siempre está sin blanca. Siempre anda buscando algún papel que interpretar. La única vez que tuvo algún dinero fue antes de aquel verano en Hampstead. Pero lo gastó todo en el alquiler de una casa. Creo que fueron dos mil pavos. Los ganó en un spot publicitario que hizo en Nueva York. Siempre le aconsejo que viva allí. En Boston, no hay oportunidades para un actor.
—No recuerdo que mencionase un incendio… —murmuró Carella, tanteando a ciegas el terreno.
—Bueno, ¿cuándo se vieron por última vez? ¿Dijo hace tres veranos? El incendio tuvo lugar… Deje que piense.
Carella esperó.
—Hace unos dos años. Sí, hace unos dos años.
—Ya. ¿Sabe cuándo se marchó de Boston?
—La nota no lo dice. Supongo que después del veinte.
—¿Por qué lo supone?
—Porque yo salí para Londres el veinte, Andy partió el mismo día para California, y Jack todavía estaba aquí. Elemental, mi querido Watson.
—¿Dónde está ahora Andy?
—Que me registren. Acabo de llegar.
—Ignora si Jack se halla aún en la ciudad, ¿no es cierto?
—De haber vuelto lo sabría. Es un malcriado —sonrió Marcia por teléfono—. Una abre el azucarero y es capaz de hallar dentro sus calzoncillos sucios.
—¿Continúa con su voz rasposa? —preguntó Carella, después de sonreír a su vez.
—¿Se refiere a Rawles?
—Sí, una voz ronca…, rasposa, ¿verdad?
—Como una lima.
—No sabe dónde para en la ciudad, ¿eh?
—La ciudad es enorme, Steve —objetó Marcia—. Puede parar en cualquier parte.
—Sí, claro —admitió Carella—. Bien, dígale que le he llamado, ¿de acuerdo? Nada importante. Deseaba felicitarle el Año Nuevo.
—Se lo diré —prometió Marcia, cortando la comunicación.
Carella colgó a su vez. Quizá debería llamar a Hawes para que tratara de ponerse en contacto con Rawles, mas al final decidió no hacerlo. Hawes estaría hablando con la Policía de Boston, incluso después de tener el número telefónico de Rawles. Una taza de café irlandés le sentaría bien. Atravesó la habitación y llamó a la puerta de comunicación.
—Adelante —sonó la voz de Hillary.
Estaba sentada desmayadamente en una butaca, con las dos tazas de café irlandés sobre una mesita próxima. Continuaba con el abrigo de piel de mapache puesto, arrebujada dentro de él.
—¿Se encuentra bien? —se interesó Carella.
—Creo que sí.
Carella cogió una de las tazas, la probó y relamió la nata batida de sus labios.
Hillary cogió la otra taza, mas no bebió.
—¿Qué pasa?
—Nada.
—Tómese el café.
La joven tomó un sorbo, bajando los ojos.
—¿Quiere contármelo?
—No.
—Como guste.
—Es que… estoy avergonzada de mí misma.
—¿Por qué?
—Por haberme desmayado.
—Bueno, aquello era capaz de asustar a cualquiera —repuso Carella, sentándose al borde de la cama.
—Todavía estoy asustada —confesó ella.
—También yo.
—No lo creo.
—Créalo.
—Mi primera manifestación real y…
Sacudió la cabeza con pesar.
—La primera vez que me enfrenté a un tipo con una pistola, me quedé ciego —observó Carella.
—¿Ciego?
—De miedo. Vi la pistola en su mano y ya no vi nada más. Todo se volvió blanco.
—¿Qué sucedió?
—Disparó y me mató.
Hillary tomó otro sorbo de café, sonriendo.
—La verdad es que recobré el sentido tres segundos antes de que fuese tarde.
—¿Disparó contra él?
—Sí.
—¿Le mató?
—No.
—¿Ha matado a alguien?
—Sí.
—¿Lo han herido?
—Sí.
—¿Por qué continúa?
—¿En qué?
—Siendo policía.
—Me gusta —replicó él, encogiéndose de hombros.
—No sé si yo podré seguir… —volvió a sacudir la cabeza y dejó la taza de café en la mesa.
—¿Seguir…? —la alentó Carella.
—Haciendo lo que hago. Después de la experiencia de esta noche quizá debería buscar un empleo como secretaria…
—Se aburriría.
—Ahora…, esto me asusta.
—Vamos, es usted estupenda.
—Seguro. Me desmayo ante la primera visión…
—Estuve a punto de no subir detrás de usted —confesó Carella.
—No se burle.
—Es la verdad. Estuve a punto de huir de aquella maldita casa embrujada.
—Usted se enfrenta con hombres armados.
—Una pistola es una pistola. Un fantasma… —dejó la frase en el aire, encogiéndose otra vez de hombros.
—Supongo que debo alegrarme de haberlos visto.
—Lo mismo que yo.
—Me mojé en las bragas, ¿lo sabía?
—No, no lo sabía.
—Es verdad.
—Estuve a punto de hacer lo mismo.
—¡Valiente pareja formamos! —sonrió ella.
La habitación quedó en silencio.
—¿De veras me parezco a su esposa? —preguntó Hillary de repente.
—Sí, mucho. Puede estar segura.
—Ya no estoy segura de nada.
Volvió a planear el silencio.
—Bueno… —murmuró Carella, levantándose.
—Oh, todavía no…
La miró.
—Por favor… —añadió ella.
—Bueno, unos minutos más —accedió él, volviendo a instalarse al borde de la cama.
—¿Se parece su esposa a mí en otros sentidos —insistió la joven—, o el parecido es solamente físico?
—Puramente físico.
—¿Es más bonita que yo?
—Oh…, se parecen mucho.
—Siempre he pensado que mi hermana es más bonita que yo —observó Hillary.
—Ella cree lo mismo.
—¿Se lo dijo?
—Sí.
—¡Zorra…! —exclamó la joven. Estaba sonriendo—. ¿Pedimos más café?
—No, no. Mañana nos aguarda un buen trayecto. Es mejor que nos acostemos.
—Sí, es mejor —convino Hillary.
—De manera que… —Carella volvió a ponerse de pie—. Diré que nos llamen…
—¡No se vaya! —gimió ella—. Todavía estoy asustada.
—Oh, ya es muy tarde. Mañana…
—Cada vez que pienso en aquellas… mujeres, me estremezco.
—No tiene nada que temer —trató el detective de infundirle confianza—. Usted está aquí, y esas damas se hallan muy lejos.
—Quédese conmigo —pidió Hillary.
Carella la miró directamente a los ojos.
—Duerma aquí —añadió ella—. Conmigo.
—Gracias, Hillary, pero…
—Solamente para tranquilizarme. Durante la noche.
—Para tranquilizarla, ¿eh? —sonrió Carella.
—O para algo más… No importa. ¿De acuerdo?
—No, no hay acuerdo.
—Pensé que le gustaría —volvió a sonreír la joven.
Carella vaciló.
—Sí, me gustaría —susurró.
—¿O sea, que…?
—Estamos como prisioneros… —razonó él.
—Sí.
—Nadie lo sabría…
—En efecto.
—Yo lo sabría —exclamó Carella de repente.
—Podría perdonárselo a usted mismo —murmuró ella, ampliando la sonrisa.
—Vamos, Hillary, dejemos eso. ¿De acuerdo?
—No, no hay acuerdo.
—Oiga… Oh, vamos…
—¿Sabe cómo manejaría esto mi hermana? —preguntó Hillary—. Le diría que acababa de lavarse las bragas cuando entró en la habitación. Diría que están colgadas en el cuarto de baño. Afirmaría que está desnuda por debajo de la falda… ¿No le interesaría esto a usted?
—Sí, si yo me dedicase al negocio de lavandería —respondió Carella.
Ante su sorpresa y alivio, Hillary estalló en una carcajada.
—¿Lo dice en serio? —preguntó al dejar de reír.
—Sí, no insista.
—Está bien —se conformó Hillary—. De acuerdo —se levantó, se quitó el abrigo, se echó a reír y murmuró—: El negocio de lavandería. Bien, hasta mañana.
—Buenas noches, Hillary.
—Buenas noches, Steve.
Ella suspiró y se dirigió al cuarto de baño.
Carella contempló unos segundos aquella puerta. Cruzó la habitación, abrió la puerta que los comunicaba, pasó al otro cuarto y cerró detrás suyo.
Aquella noche soñó que se abría la puerta de comunicación de manera tan misteriosa como las de la casa encantada. Soñó que Hillary se hallaba desnuda en el umbral, con la luz de la lámpara del techo delineando las curvas de su cuerpo juvenil, antes de cerrar la puerta a sus espaldas. La joven estaba junto a la cama donde dormía Carella, ajustando la mirada a la oscuridad. Se acercó de puntillas a la cama y se metió dentro, apretándose contra el detective.
—No me importa lo que pienses —susurró ella en la oscuridad, juntando sus labios a los de él.
Por la mañana, al despertar, ya no nevaba.
Carella fue hacia la puerta de comunicación y probó el pestillo. Estaba cerrada. Ya en el cuarto de baño, aspiró el perfume de Hillary. Había un largo cabello negro curvado como un signo de interrogación contra la porcelana del lavabo.
Tampoco se lo contaría a Teddy. Siete fantasmas en una sola noche eran uno más de los que nadie necesitaba o deseaba.