4

La primera de las llamadas efectuadas por chiflados se produjo a las dos y media de aquella tarde, demostrando a satisfacción de Carella que no solamente las recibían todos los escritores de la tierra, sino también los policías. La comunicante era una mujer que dijo llamarse señorita Betty Aldershot, y vivía en el 782 de la Jackson Street, justo frente al complejo de Harborview. Añadió que, exactamente a las siete menos veinticinco minutos de la tarde del jueves, estaba mirando por su ventana cuando vio a un hombre y una mujer que luchaban entre la nieve. Carella no se dio cuenta, al principio, de que se trataba de una llamada fantástica, por lo que abrió el cuaderno sobre su mesa y empuñó un bolígrafo.

—Sí, la escucho, señorita Aldershot. ¿Puede describir al hombre?

—Era Supermán.

—¿Supermán?

—Sí. Llevaba un traje azul y una capa roja.

—Ya… —sonrió Carella.

—Exhibió un pene enorme y se lo insertó a la pobre mujer.

—Ya.

—Un pene de supermán —agregó ella.

—Hum… Bien, señorita Aldershot, muchas gracias por…

—Después, huyó. Huyó volando.

—Muy bien…

—Por encima de las casas, con el pene todavía…

—Sí, sí, entiendo. Bueno, muchas gracias.

—Ah, jamás lo cogerán —exclamó la mujer, dejando oír una risa que parecía un cacareo—. Vuela más de prisa que un obús.

Acto seguido se cortó la comunicación.

—¿Qué ha sido eso? —inquirió Meyer Meyer desde su mesa.

Tenía puesto el sombrero que no se quitaba nunca, un tirolés a cuadros que le ocultaba la calvicie y le hacía sentirse como un Sherlock Holmes. Los muchachos de la Comisaría estuvieron especulando, la semana anterior, si también llevaría puesto el sombrero en la cama. Hal Willis sugirió que la esposa de Meyer, Sarah, disfrutaba siendo violada por individuos calvos con sombreros tiroleses. Bert Kling añadió: sombreros tiroleses y ligas negras. Nada más. Sólo el sombrero tirolés y las ligas negras Y una potente erección, agregó Hawes. Muy divertido, comentó Meyer.

—Era la madre de Supermán —explicó Carella.

—¿Sí? ¿Qué tal está?

—Magnífica. Estaba intentando comunicar con Danny Gimp. ¿Acaso ha cambiado su número?

—Que yo sepa, no —respuso Meyer—. Oye, ¿qué vamos a hacer el lunes?

—Espero tener resuelto este caso mañana por la noche —replicó Carella.

—Seguro, tú y Supermán. En serio. Si proyectas interrogar a toda la ciudad, déjame celebrar la Chanukah.

—Concédeme hasta medianoche —pidió Carella, volviendo a marcar el número de Danny Gimp.

Sin respuesta. No le gustaba tratar con Fats Donner, pero había más de ochenta y tres mil dólares dando vueltas por la ciudad y una suma tan importante no podía pasar inadvertida en el hampa. Marcó el número de la casa de Donner y escuchó la llamada del otro extremo.

—Donner —murmuró una voz.

—Fats, soy el detective Carella.

—Ah. ¿Cómo está? —preguntó Donner—. ¿Qué ocurre?

Su voz era untuosa y aceitosa; a Carella le evocó la visión del individuo montañoso y fofo que era el informador favorito de Hal Willis… aunque solamente lo era porque Willis sabía tantas cosas de Donner que hubiera podido enviarle a la cárcel por más de veinte años. Fats Donner, sentía una marcada inclinación por las jovencitas, obsesión seductora que le colocaba constantemente sobre la tenue capa de hielo que separa lo legal de lo penado por la justicia. Carella vio mentalmente los dedos gordezuelos que sostenían el aparato telefónico, imaginándose aquellos mismos dedos acariciando los senos turgentes de una chica de trece años. Donner le daba asco, pero un asesinato todavía le asqueaba más.

—Objetos por valor de más de ochenta y tres mil dólares fueron robados el jueves por la tarde durante la perpetración de un homicidio —explicó Carella—. ¿Sabes algo de este asunto?

Donner silbó por lo bajo. O tal vez sólo fuese un bufido.

—¿Qué clase de objetos? —preguntó.

—Muy variados. Te leeré la lista dentro de un momento. Mientras tanto, ¿ha habido algún rumor por ahí?

—No he oído nada —afirmó Donner—. ¿El jueves por la tarde?

—El veintiuno.

—Estamos a sábado… Tal vez ya lo han colocado.

—Tal vez.

—Procuraré enterarme de algo —prometió Donner, añadiendo—. Claro que esto costará algo…

—Puedes discutir el precio con Willis —le interrumpió Carella.

—Willis es un roñoso. Estamos en Navidad. He de comprar regalos. Ah, soy humano al fin y al cabo. Usted me pide que salga en medio de la nevada y escuche los rumores cuando debería quedarme en casa adornando el árbol.

—¿Para todas tus chiquitas? —se burló Carella.

Se produjo un largo silencio.

—De acuerdo, discutiré el precio con Willis. Sin embargó, quiero algo, aunque no obtenga buenos resultados. Estamos en Navidad.

—Discútelo con Willis —repitió Carella.

Acto seguido le leyó la lista de lo robado.

—Entre esto hay un montón de basura —comentó Donner—. Veré qué puedo hacer —añadió, y colgó.

Carella volvió a marcar el número de Danny Gimp. Sin respuesta. Pensó llamar a «Gaucho» Palacios, pero sabía que un asunto tan importante como éste no llegaría a oídos del vaquero sudamericano. El reloj de la sala marcaba las tres menos diez minutos. Carella no sabía qué más podía hacer. Era imposible poner a Corbett en una línea de identificación hasta que Mandel regresara a la ciudad el día siguiente de Navidad. Tampoco podía conseguir un mandamiento para registrar el apartamento del editor en busca de las joyas robadas, ni podía saber si ya estaban vendidas hasta que Donner le llamase… si es que lo hacía. Recorrió el pasillo hasta las oficinas y le pidió a Miscolo que fotocopiase la lista de las joyas para distribuirla entre los prestamistas de la ciudad, aunque sabía que al día siguiente y el lunes estarían cerradas todas las tiendas, lo que alargaba el asunto hasta el martes, y entonces Mandel ya habría regresado. De nuevo en su escritorio, marcó el número del albergue de los Tres Robles en Mount Semanee, pidiendo después hablar con el conserje. Continuaba nevando. Al otro lado de la sala, Cotton Hawes efectuaba una tabla de horarios para los asesinatos del jueves por la tarde. Carella esperó unos momentos.

—¿Diga? —sonó una voz femenina.

—Hola, aquí el detective Carella del Distrito Ochenta y Siete de Isola —se presentó él—. No hace mucho hablé con un empleado del albergue, el cual me dijo que Jerry Mandel se marchó por la mañana…

—¿Sí…?

—La persona con la que hablé no tenía la menor idea del lugar adonde se dirigía el señor Mandel. Me pregunto si…

—Tampoco yo tengo la menor idea —le atajó la mujer.

—¿Quién es usted, por favor?

—La señora Carmody, la encargada.

—Señora Carmody, ¿ha habido por ahí alguna nevada importante en los últimos días?

—Por aquí, no. Sin embargo, creo que nieva en la ciudad…

—Sí, en estos instantes, realmente.

—Bueno, espero que la nieve llegue hasta aquí.

—Oiga, ¿dónde podría estar nevando ahora mismo, cerca de ahí?

—¿Quiere decir cerca de Semanee?

—Exacto. Si el señor Mandel se marchó en busca de nieve abundante, ¿dónde puede encontrarla?

—No antes de llegar a Vermont.

—¿Vermont?

—Sí. En Mount Snow las condiciones para esquiar son excelentes, lo mismo que en Bromley, Stratton, Sugarbush y Stowe, según los últimos comunicados. Aquí, en 114 cambio, la falta de nieve nos trae de cabeza, igual que en Massachusetts. Sí, es posible que el señor Mandel se haya ido a Vermont.

—¿A qué parte de Vermont? ¿Cuál es la estación más próxima a Semanee?

—Mount Snow.

—¿Es una zona muy frecuentada? ¿Hay muchos moteles allí?

—Bromea usted ¿verdad? —rió la señora Carmody—. ¿Acaso piensa seguirle el rastro al señor Mandel?

—Pues lo había pensado —admitió Carella.

—Si empieza a llamar a todos los hoteles de Mount Snow en este mismo instante no llegará a ver a Santa Claus bajando por la chimenea —volvió a reír ella, seguramente pensó Carella, por su propio chiste.

—¿Sería posible conseguir una lista completa de todos esos hoteles, moteles, albergues y demás?

—¿Lo dice en serio?

—Sí, señora Carmody. Estamos investigando un asesinato y…

—Bueno, puede llamar al Departamento de Alojamientos de Mount Snow. Tal vez puedan ayudarle.

—Muchas gracias.

Carella colocó el receptor en su horquilla.

Hawes se acercó a su mesa con la tabla de horarios que acababa de pasar a máquina.

—Creo que no he olvidado nada —dijo, entregando la hoja de papel a Carella.

TABLA DE HORARIOS

ASESINATOS CRAIG Y EXPOSITO

JUEVES, 21 DICIEMBRE

5 tarde.—Individuo que afirma ser Daniel Corbett llega a Harborview y sube en el ascensor después de ser anunciado a Craig por el guardia de seguridad Mandel.

6,15 horas.—El individuo no ha salido del edificio cuando Karlson releva a Mandel en la puerta.

6,40 horas.—Un hombre desconocido llama a Urgencias 911 manifestando que hay una mujer herida en la acera, delante del 781 de la calle Jackson.

6,43 horas.—El coche Adam Once responde a la llamada; más tarde se identifica a la mujer como Marian Expósito, blanca, de treinta y dos años de edad.

7,10 horas.—Llamada a Urgencias 911 efectuada por Hillary Scott comunicando un asesinato en el apartamento 304 del ~81 de la Jackson Street.

7,14 horas.—Los detectives ya en la escena del asesinato de la Expósito contestan a la llamada. Víctima: Gregory Craig, blanco, cincuenta y cuatro años de edad.

—Está muy bien —asintió Carella.

—No nos dice gran cosa, ¿verdad? —se desoló Hawes.

—No mucho —reconoció Carella—, pero no está de más tener aclarados los momentos más significativos del caso.

Cogió el teléfono, marcó la centralita y pidió Información de Vermont. La telefonista le indicó que podía marcarlo directamente; a pesar de ello él dijo que era un detective que investigaba un homicidio, por lo que le agradecería que ella lo marcase para él.

—Oh, le pido mil disculpas —repuso la joven sarcásticamente.

Acto seguido, no obstante, efectuó la conexión. La Información de Vermont le dio a Carella el número del Departamento de Alojamientos de Mount Snow, el detective marcó dicho número directamente, y una agradable voz femenina le manifestó que existían cincuenta y seis hoteles, moteles, albergues y posadas archivados en el Departamento, todos dentro de un radio de treinta kilómetros en torno a Mount Snow. Mencionó de paso que el Departamento no tenía en sus archivos los albergues con menos de cuatro habitaciones, albergues que abundaban en el distrito. Después, preguntó si el detective deseaba que le leyese toda la lista, junto con la capacidad de cada establecimiento.

Carella reflexionó unos instantes.

—No, no importa, gracias —decidió al fin.

Colgó el aparato.

La segunda llamada falsa, o eso pareció al principio, se produjo exactamente veinte minutos después de la primera. Carella levantó el receptor y dijo:

—Aquí, detective Carella, del Distrito Ochenta y Siete.

—Tiene algo que ver con agua —articuló una voz femenina.

—¿Cómo?

—Con agua —repitió la voz.

De repente, la reconoció.

—¿Señorita Scott?

—Sí. El asesinato está relacionado con agua. ¿Podría verle esta tarde? Usted es la fuente.

—¿A qué se refiere?

—Todavía no estoy segura. Pero usted es la fuente. Necesito hablar con usted.

Carella recordó lo que la hija de Gregory Craig le había dicho el día anterior: «Se ahogó. Dijeron que fue un accidente». Agua…

—¿Dónde está usted? —inquirió.

—En casa de mi hermana.

—Nos veremos allí.

Cuando ella le abrió la puerta llevaba una bata corta anudada sobre unos pantis o unas medias de nylon. No llevaba maquillaje, ni carmín en los labios, ni colorete, ni pintura de ojos. Se parecía a Teddy más que nunca.

—Lo siento —murmuró ella al instante—. Me estaba vistiendo cuando llamó mi hermana. Entre.

El apartamento estaba en el sector Stewart City de Isola. Stewart City no era en realidad una ciudad ni siquiera un distrito, sino una serie de edificios de apartamentos que miraban al río Dix en la parte sur de la ciudad. Si alguien se ufanaba de vivir en Stewart City también podía ufanarse de unos ingresos elevados, de un chalet en Sands Spit y de un Mercedes en el garaje de su casa. El individuo en cuestión podía dar sus señas con orgullo y lo que se llama hoy día «snobismo». Había pocas zonas en la ciudad, o lo que es igual, en el mundo, donde se pudiese hacer lo mismo. El apartamento de la hermana de Hillary, tal como correspondía a su situación, estaba decorado con lujo, aunque sin ostentación; a Carella le hizo el efecto de incomodidad. El helado árbol navideño, con su frialdad artificial, en un rincón de la estancia, acabó de fastidiarle. Estaba acostumbrado al aire hogareño del Ochenta y Siete, donde los árboles de Navidad eran auténticos y las alfombras (al revés que el césped que crecía en este apartamento) estaban raídas más que desgastadas.

—Señorita Scott —comenzó al entrar—. Usted, por teléfono…

—¿Todavía está nevando? —le interrumpió ella.

—Sí.

—Oh, tenía que llegar a las cinco a un cóctel en el centro… ¿Hallaré algún taxi?

—Circulan algunos.

—¿Le preparo una bebida? —preguntó la joven—. Y a propósito, ¿qué hora es?

—Las cuatro.

—No es demasiado temprano para echar un trago, ¿verdad?

—Yo no bebo —respondió Carella.

—Claro, está de servicio. ¿Puedo tomar uno?

—Naturalmente.

La muchacha fue hacia un armarito situado en la pared opuesta al árbol y al abrir sus puertecillas descubrió una colección impresionante de botellas. Se sirvió, generosamente, de una de ellas, metió en el vaso dos cubitos de hielo y se volvió hacia él.

—¡Felices navidades! —brindó.

—Salud —correspondió Carella.

—Siéntese —le invitó ella—. Por favor.

Su sonrisa era tan parecida a la de Teddy que el detective se sintió desorientado por unos segundos. La joven del apartamento hubiese debido estar en su casa de Riverhead. Hubiese debido hablarle del duro día de trabajo que él había tenido, solicitando simpatía por la labor de un policía como él; por su parte, además, hubiera debido prepararle a ella un whisky con soda y encenderle el fuego de la chimenea. Y en cambio, aquí estaban para hablar de agua.

—Bien —preguntó— ¿qué hay del agua?

Ella le miró fijamente y al final contestó:

—Gracias, lo prefiero con hielo solo.

Carella miró a la joven muy intrigado. La muchacha estaba sentada ante él, con la bata algo levantada sobre sus piernas cruzadas. Ante aquella mirada, ella bajó un poco la bata.

—¿Seguro que no quiere un trago? —le preguntó.

—Seguro.

—Bueno, ella quizá tarde un poco…

—Lo siento, pero no entiendo que…

—Mi hermana. Hablé con ella hace una media hora…

—¿Su hermana…?

—Sí.

—¿Qué tiene ella que ver con…?

—Hillary.

—¿Hillary…? —Carella parpadeó. La joven, tal como había sospechado desde el principio, era una candidata a la camisa de fuerza—. Señorita Scott, lo siento, mas no entiendo qué…

—Mi hermana gemela —aclaró ella.

Carella la miró. La muchacha sonreía por encima del borde de su vaso. El detective tuvo la sensación de que esto lo había hecho muchas veces, disfrutando con ello cada vez.

—Entiendo…

—Soy Denise —confesó ella—. Nos parecemos muchísimo, ¿verdad?

—Sí, mucho —concedió el cautelosamente, sin saber si efectivamente eran dos he manas gemelas o si Hillary se estaba burlando de él—. Dice usted que habló con ella…

—Sí, hace media hora.

—¿Dónde estaba su… ejem… hermana?

—En el despacho. A punto de salir. Claro que con esta nevada…

—Oiga —exclamó Carella de pronto ¿realmente es usted…?

—Denise Scott —confirmó ella—. Sí. ¿Cuál de ambas le parece más bonita?

—No sabría decirlo, señorita Scott.

—Soy yo —murmuró Denise. Sonrió, levantó de repente y se dirigió al armarito de los licores. Carella vio cómo se servía otro vaso—. ¿Seguro que no…? —inquirí la joven, levantando su vaso en señal de invitación.

—Lo siento, no puedo.

—Lástima… —Denise volvió a su asiento y se sentó. Esta vez cruzó las piernas con más desenfado. La bata se levantó u poco más y el detective pudo divisar las ligas sujetas a las medias de nylon. Desvió la mirada.

—Yo también tengo mellizos… —comentó.

—Sí, me lo dijo Hillary.

—Yo no se lo dije.

—Poderes psíquicos, ya sabe —explicó Denise, fingiendo horadarse la sien con el índice.

—¿Y usted…?

—No, no, mis talentos van en otra dirección —sonrió Denise—. ¿No le gusta que vuelvan a llevarse las ligas?

—Pues… no me preocupa mucho esta cuestión —confesó Carella.

—Entonces, piense en ello.

—Señorita Scott —observó Carella—, sé que usted tiene una cita… de manera que si desea vestirse, no me importará aguardar aquí, solo.

—Nunca se me ocurriría dejarle solo —replicó ella.

Súbitamente, se inclinó hacia la mesita para coger un cigarrillo de una cajita. Con el gesto, se entreabrió la bata por su parte superior. No llevaba sostén. Mantuvo la postura un segundo más de lo necesario en busca del cigarrillo, mirando fijamente a Carella y sonriéndole.

—Señorita Scott —agregó él, poniéndose de pie—, volveré dentro de un rato. Cuando llegue su hermana, dígale que…

Oyó el rumor de una llave al girar en una cerradura, a sus espaldas. Se abrió la puerta y en la habitación apareció Hillary Scott. Llevaba un abrigo de piel de mapache abierto sobre una blusa colorada y una falda blanca. Los zapatos oscuros estaban mojados. Dirigió su mirada hacia Denise, todavía inclinada sobre la mesita.

—Ve a vestirte —dijo con voz helada—, o atraparás un resfriado —volvióse a Carella y continuó—. Siento llegar tarde. No había ningún taxi libre —de nuevo miró a su hermana—. ¿Denise…?

—Encantada de haberle conocido —murmuró la joven.

Se enderezó, se ciñó bien la bata en torno a su bien modelado cuerpo y se anudó el cinturón. Carella la vio salir de la habitación. La puerta que supuso era la del dormitorio se cerró detrás de Denise.

—No sabía que éramos tres iguales, ¿verdad? —inquirió Hillary.

—¿Tres?

—Contando a su esposa.

—Usted no conoce a mi mujer —se admiró Carella.

—Pero nos parecemos mucho.

—Hum… sí.

—Usted tiene mellizos.

—Sí.

—La pequeña se parece a su esposa. Nació en abril.

—No, pero así se llama.

—Terry… ¿Terry, no es cierto?

—Teddy.

—Sí, Teddy. ¿Franklin…? ¿Su apellido de soltera era Franklin?

—Sí —Carella miraba a Hillary Scott tremendamente asombrado—. Señorita Scott, por teléfono usted dijo que…

—Sí, lo del agua.

—¿Qué pasa con el agua?

—Tiene que ver algo con agua. ¿Le ha hablado alguien de agua recientemente?

Más allá de la puerta del dormitorio, Carella oyó una radio o un disco que dejaba difundir una música rock.

—¡Denise, baja el volumen! —gritó Hillary, volviéndose impaciente hacia la puerta.

Aguardó un momento, vio que la música continuaba a tope y gritó otra vez: ¡Denise!, justo en el momento en que el clamor se reducía unos decibelios. Coléricamente cogió un cigarrillo de la caja de la mesita, lo encendió y soltó una bocanada de humo.

—Esperaremos a que se vaya —gruñó—. Con ella aquí es imposible alcanzar ningún índice de concentración. ¿Quiere beber algo?

—No, gracias.

—Yo sí tomaré algo.

Fue hacia el armarito y vertió una ración abundante de whisky en un vaso, ración que apuró casi de golpe. Carella recordó de pronto el informe de la autopsia de Craig.

—¿Bebía mucho Craig? —preguntó.

—¿Por qué lo pregunta?

—El resultado de la autopsia indicaba que había bebido antes de su muerte.

—Yo no diría que era un gran bebedor.

—¿Un bebedor… social?

—Dos o tres vasos antes de cenar.

—¿Bebía mientras trabajaba?

—Nunca.

En los diez minutos siguientes, mientras Denise se acicalaba en el dormitorio, Hillary apuró otros dos vasos de whisky, presumiblemente para aumentar sus poderes psíquicos. Carella se preguntó qué diablos estaba haciendo en aquel apartamento: recibir una llamada telefónica de una dama que afirmaba ser «médium», relacionarla estúpidamente con una mujer ahogada en Massachusetts tres años atrás, y esperar mientras el reloj dejaba avanzar las manecillas lentamente, y la nieve iba cayendo, a medida que el contenido de una botella de whisky bajaba con suma regularidad. Sin embargo, la dama conocía el nombre de su esposa sin habérselo dicho, sabía que él tenía dos hijos mellizos, y había estado a punto de acertar el nombre de Abril. Carella, ni por un momento, creía que Hillary pudiese leer en los cerebros, mas sí estaba seguro de que existían seres con poderes extrasensoriales, por lo que no podía descartar la posibilidad de que aquel caso tuviese cierta relación con el agua. La esposa de Gregory Craig se había ahogado tres años antes… y su hija afirmaba que no se trataba de ningún accidente.

Se abrió la puerta del dormitorio Denise Scott lucía un vestido verde cuyo corpiño se abría escandalosamente en el escote y se sostenía precariamente por la cintura, gracias a un broche de diamantes del tamaño de la palma de una mano. El vestido era más corto de lo normal, según la moda, con lo que las piernas parecían más largas y esbeltas. También calzaba unos zapatos verdes de tacón muy alto. Carella les concedió treinta segundos de vida en medio de la nieve. Denise se dirigió al armario del pasillo, sin pronunciar una sola palabra, se quitó los zapatos, se puso un par de botas de piel negra, con cremallera a los costados, cogió un abrigo negro, después un bolso de terciopelo negro de una mesa del mismo pasillo, se puso los zapatos debajo del brazo, abrió la puerta del apartamento y le sonrió a Carella.

—Otra vez será, amigo.

Salió sin decirle adiós a Hillary.

—¡Zorra! —murmuró Hillary, sirviéndose otro vaso.

—Tómeselo con calma… —le aconsejó Carella.

—Intentó quitarme a Greg —se quejó Hillary—. Fue al apartamento una tarde, mientras yo estaba trabajando, y le gastó la broma de las mellizas. La encontré en la cama con él, completamente desnuda.

Sacudió la cabeza con tristeza y tomó un sorbo de whisky.

—¿Cuándo ocurrió esto? —indagó Carella rápidamente.

Hillary acababa de ofrecerle el mejor motivo para un asesinato. En la ciudad, las estadísticas de homicidios cambiaban con tanta frecuencia como los policías de ropa interior, pero volvía a imponerse la moda de los «crímenes pasionales» que tan en boga estuvieron años atrás. Los maridos mataban a las esposas y viceversa, los amantes cortaban a hachazos la cabeza de sus rivales, los hijos eliminaban a sus madres y hermanas. Asesinatos que podrían calificarse de «familiares». Hillary Scott había hallado a su amante en la cama con su hermana.

—¿Cuándo? —insistió.

—¿Cuándo… qué?

—¿Cuándo los halló juntos?

—Hace cosa de un mes.

—¿En noviembre?

—En noviembre.

—¿Qué ocurrió?

—Es una zorra ninfomaníaca —masculló Hillary.

—¿Qué ocurrió? ¿Qué hizo usted?

—Le dije a mi hermana que si volvía a acercarse al apartamento… —movió la cabeza con pesar y repugnancia—. Ah, mi propia hermana… Dijo que era una broma, que deseaba ver si Greg sabía distinguirnos una de otra.

—¿Y lo supo?

—Greg afirmó que creyó que era yo. Aseguró que Denise lo había engañado por completo.

—¿Y usted qué cree?

—Que él la reconoció.

—¡Pero usted vive ahora con ella!

—¿Cómo?

—Convive con ella. Después de lo sucedido.

—Hacía varias semanas que no nos hablábamos. Luego, ella me llamó un día deshecha en llanto… Bah, es mi hermana. Estamos más unidas que nadie en el mundo. Somos mellizas. ¿Qué podía hacer en esta situación?

Carella lo comprendía perfectamente. A pesar de sus constantes disputas, sus hijos eran inseparables. Escuchar sus conversaciones era como oír a una persona hablando consigo misma. Cuando los dos se ponían a fantasear era imposible observar ninguna interrupción en su diálogo, que fluía sin pausa alguna. Carella había leído en cierta ocasión que los mellizos formaban una banda en miniatura, y al instante había entendido la alusión del escritor. Una vez, riñó a Mark por romper un jarrón costoso y lo castigó enviándole a su cuarto. Diez minutos más tarde halló a Abril en su dormitorio. Al decirle que no era ella la castigada, Abril replicó:

—Bueno, pensé que esto ayudaría a Mark a terminar antes su encierro.

Si existe alguna verdad en que la sangre es más espesa que el agua, es mucho más cierto en relación con los mellizos. Hillary encontró a su hermana acostada con Gregory Craig, pero Craig era el extraño y Denise su hermana gemela. Y ahora Craig estaba muerto.

—¿Cómo afectó este hecho a sus relaciones con Craig —quiso saber Carella.

—Confié menos en él. No obstante, seguí queriéndole. Cuando se quiere a una persona, siempre se perdona una falta… incluso dos.

Carella asintió. Sí, Hillary decía la verdad, si bien se preguntó al mismo tiempo qué sentiría él de hallar a Teddy en cama con su hermano gemelo, si lo tuviese… o simplemente un hermano, que tampoco tenía.

—¿Qué es eso del agua? —inquirió—. Usted dijo por teléfono…

—Alguien mencionó el agua, ¿no es verdad?

—Sí, en efecto.

—Alguien le habló de agua. Y de morder.

«Sí, se ahogó en el Bight, a unos tres kilómetros del sitio donde mi padre había alquilado su famosa casa encantada».

Estas habían sido las palabras de Abigail Craig.

—¿Cómo? —se desconcertó Carella.

—Morder —repitió Hillary.

—Sí, ya… ¿y eso qué significa?

—Deme sus manos.

El detective presentó sus manos a la joven. Se hallaban a medio metro uno del otro. Ella le tomó las manos y cerró los ojos.

—Alguien que nada —susurró—. Una mujer. Una cinta. Muy fuerte. La siento pulsar en sus manos. Una cinta. No, la pierdo —exclamó con brusquedad, abriendo los ojos—. ¡Concéntrese! ¡Usted es la fuente! —le apretó un poco más las manos y volvió a bajar los párpados—. Sí —la afirmación surgió como un siseo. Hillary respiraba afanosamente y sus manos temblaban en las de Carella—. Ahogada. Cinta. Ahogada, ahogada —repitió.

De pronto, le soltó las manos, echó los brazos al cuello del detective, siempre con los ojos cerrados, y cruzó los dedos en la nuca de aquél. Carella trató de dar un paso atrás, pero los sensuales labios femeninos encontraron los suyos y la boca se apretó en la de Carella como tratando de aspirar su aliento. Resoplando, Hillary mordió el labio inferior del detective y él la apartó inmediatamente. Hillary continuó con los ojos cerrados, todo su cuerpo convertido en un puro temblor. No parecía enterada ya de la presencia del hombre. De repente, empezó a balancearse y a hablar con una voz muy distinta a la suya, una voz hueca, sepulcral, que parecía surgir de las profundidades de un pantano, retumbando en medio de la niebla y el viento, tan helado como una tumba.

—Robaste —murmuró—. Lo sé, lo oí, robaste; lo sé, repito que robaste, robaste, robaste…

La voz perdió fuerza. La habitación quedó en silencio, un silencio roto solamente por el tictac del reloj de pared. Hillary continuó balanceándose, con los ojos aún cerrados, si bien no temblaba ya. Finalmente, cesó también el balanceo y permaneció inmóvil varios segundos. Abrió después los ojos y pareció sorprendida de ver al detective.

—Necesito… descansar —jadeó—. Váyase, por favor.

Le dejó solo en la habitación. La puerta del dormitorio se cerró tras ella. Carella contempló unos instantes aquella puerta cerrada. Luego, se puso el abrigo y abandonó el apartamento.

La casa de Carella en Riverheal era un caserón excesivamente grande, que adquirieron por cuatro perras, o mejor dicho, por algunas más, poco después de nacer los mellizos. El padre de Teddy les había presentado una enfermera profesional mientras la joven madre se recuperaba de los trastornos del parto, y Fanny Knowles había decidido quedarse con la familia indefinidamente por un sueldo no muy elevado, afirmando que estaba harta de cuidar ancianos todos los días. Sin ella, no habrían podido jamás vivir en aquel caserón… ni ocuparse de los mellizos como era debido. Fanny era una «cincuentona», según decía ella, de cabello todavía grisáceo, llevaba quevedos, pesaba ochenta kilos y gobernaba la casa de Carella con la misma obstinación irlandesa que los capataces de los obreros debieron desplegar cuando los inmigrantes horadaron el subsuelo de la ciudad a principios de siglo al construir el «metro».

Fue Fanny la que se negó resueltamente a admitir en la casa a un perdiguero extraviado que Carella adoptó cuando investigaba las muertes de un ciego y su esposa. Fanny alegó simplemente que ya tenía bastante que hacer en la casa sin tener que cuidar de un chucho tan grande.

—¡No quiero mierda de hombres ni de bestias! —concluyó, gráficamente.

Esta expresión la oyeron los mellizos cuando estaban aprendiendo a hablar y Mark la usaba ahora con más frecuencia que Abril. La forma de expresarse de ambos mellizos, con gran consternación por parte de Carella, se parecía más a la de Fanny que a la de los demás. Naturalmente, era la única voz que oían cuando su padre no estaba en casa.

Al abrir la puerta intuyó que no había nadie en casa. Había tardado hora y media en efectuar el trayecto desde Stewart City a Riverhead en medio de la tempestad que imposibilitaba el paso por las calles. Normalmente, habría tardado cuarenta minutos. Le resultó imposible conseguir que el coche ascendiese por el sendero de grava del jardín, y al cabo de seis intentos lo dejó estacionado junto a la acera, detrás del auto de la señora Henderson, la vecina de la casa contigua, parcialmente cubierto de nieve. Antes de entrar, pateó fuertemente para quitarse la nieve helada de sus zapatos. La casa permanecía en silencio. Encendió la luz del vestíbulo, colgó el abrigo en el perchero situado detrás de la puerta y gritó:

—¡Hola! ¿Hay alguien en casa?

No obtuvo respuesta.

El reloj de pared, también regalo del padre de Teddy, dio la media. Las seis treinta. Sabía que Teddy y Fanny habían llevado a los niños a ver a Santa Claus, cosa que hubiese debido hacer él, mas ya debían haber vuelto a casa, incluso a pesar de la nevada. Encendió la lámpara de pie que estaba cerca del piano, y la adquirida en Tiffany, colocada sobre la mesita de centro. Se dirigió a la cocina. Sacó una bandeja de cubitos de hielo del congelador, volvió al salón y se preparó una bebida en el bar del rincón. En aquel momento sonó el teléfono. Al instante, lo tuvo aplicado a su oído.

—¿Sí…?

—Steve, soy Fanny.

—Sí, Fanny. ¿Dónde están?

—Atascados en el centro, cerca de Coopersmith. Es imposible coger un taxi. Bueno, no se ve ninguno. Queríamos tomar un tren hasta la estación de Gladiola… pero no sé si podremos cruzar desde aquí.

—¿Y el metro?

—El tren está más cerca, si logramos llegar. Tal vez tardemos un poco. Llamaré tan pronto sepa qué vamos a hacer.

—¿Qué tal Santa Claus?

—Un viejo repugnante con una barba postiza. Prepárese un trago.

Fanny terminó la comunicación.

Carella dejó el receptor y volvió al bar, maravillándose del poder psíquico del ama de llaves. Todavía sentía en los labios el boca a boca inducido por el trance de Hillary. No había besado a otra mujer desde que se casó con Teddy. Tampoco ahora le parecía haber besado a nadie. Lo ocurrido en el saloncito del apartamento de Denise Scott carecía de toda sexualidad a causa de la ferocidad puesta en el beso por Hillary. Lo mismo podía haberse llevado a la boca la losa de un nigromante. Carella se había asustado en vez de excitarse, temiendo que realmente ella poseyese un poder que absorbiese su alma de su cuerpo y lo dejase convertido en una masa pulposa sobre la alfombra. Pensó contárselo todo a Teddy tan pronto llegara a casa. Ignoraba qué diría ella, mientras se servía un martini muy seco y dejaba caer dos aceitunas dentro del vaso. Estaba encendiendo las lucecitas del árbol de Navidad cuando sonó de nuevo el teléfono.

—Steve, soy yo —dijo Fanny desde el otro extremo de la línea—. Esto es inútil. Tendremos que quedarnos en un hotel.

—¿Dónde están ahora?

—En Waverly y Dome. Hemos venido andando desde Coopersmith. Los chicos están helados, ya que no llevan más que los chaquetones sobre la ropa de calle.

—¿Waverly y Dome? Prueben en el Waverly Plaza, no está lejos. Llámeme cuando se hayan instalado.

—De acuerdo.

—No me moveré del lado del teléfono.

—¿Todavía no ha bebido nada?

—Sí, Fanny.

—Estupendo. Es lo primero que haré cuando hallemos un maldito sitio donde pasar la noche.

—Llámeme.

—Lo haré —prometió Fanny antes de colgar.

Carella se aproximó a la chimenea, rompió el periódico del día anterior, el que llevaba la nota necrológica de Gregory Craig, en varios pedazos y los arrojó al hogar. Apiló cuidadosamente la leña menuda encima, añadió tres troncos y encendió una cerilla.

Iba por el segundo martini cuando volvió a sonar el teléfono. Era Fanny, que manifestó que tenían dos habitaciones en el Waverly, aunque no las habrían conseguido si ella no se hubiese puesto pesada, insistiendo en que aquellos pobres niños y aquella joven que temblaban eran los hijos y la esposa del detective Stephen Carella, del Distrito Ochenta y Siete. Carella jamás se había considerado famoso, mas por lo visto ser detective en Isola había logrado, al menos, un par de habitaciones para los suyos aquella noche.

—¿Desea dar las buenas noches a los niños? —añadió Fanny.

—Sí, que se pongan.

Oyó cómo llamaba a sus hijos a través de lo que obviamente era la puerta de comunicación de ambas habitaciones. Abril fue la primera en hablar.

—Papá, Mark no me deja ver mi programa preferido —se quejó.

—Dile que te deje ver tu programa durante una hora, y que después él contemple el suyo.

—En mi vida había visto tanta nieve —exclamó la pequeña—. No pasaremos el día de Navidad en el hotel, ¿verdad?

—No, querida. Dile a Mark que se ponga.

—Un momento. Te quiero, papaíto.

—Yo también te quiero a ti.

Esperó mirando al techo.

—Hola —era Mark.

—Deja que tu hermana vea una hora la televisión, y luego pon tú lo que más te guste. ¿De acuerdo?

—Sí, de acuerdo.

—¿Todo va bien?

—Fanny ha pedido un manhattan doble al servicio.

—¡Bravo! ¿Y mamá?

—Se está tomando un whisky. Casi nos congelamos, papá.

—Dile que le mando muchos besos. Llamaré mañana por la mañana. ¿Qué número es el de vuestras habitaciones?

—Seiscientos tres y seiscientos cuatro.

—Está bien, hijo. Que durmáis bien.

—¡Oh, todavía no nos vamos a la cama! —protestó Mark.

—Cuando os acostéis, claro.

—Sí, papá.

Carella colgó el teléfono. Apuró su bebida, fue a la cocina donde hizo unos «perros calientes» con judías hervidas, calentó una lata de col fermentada y se lo comió todo en un plato de papel, delante del fuego, con la ayuda de una botella de cerveza. Después, limpió la cocina y a las nueve y media estaba en cama. Era la primera vez que dormía solo en aquel caserón. No podía apartar de su pensamiento lo ocurrido aquella tarde con Hillary Scott.

«Alguien que nada. Una mujer. Una cinta. Ahogada. Ahogada. Una cinta. Robaste, lo sé, lo oí. Robaste…».

Todavía le dolía el labio.