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Eran diecinueve las heridas existentes en el cuerpo de Gregory Craig. Carella recibió la lista mecanografiada del depósito de cadáveres del hospital Buena Vista, diez minutos antes de que llegase Hawes con el diario de la mañana. La lista decía:

RELACION DE HERIDAS: GREGORY CRAIG

1. Cuchillada en la garganta, 4,5 cm. de longitud.

2. Cuchillada en la garganta debajo de la anterior, de 6 cm. de longitud.

3. Corte a 4 cm., a la derecha desde la línea central del cuerpo, encima de la clavícula.

4. Corte a 11 cm., a la derecha desde la línea central del cuerpo y a 10 cm. sobre el pezón.

5. Corte sobre la línea central, horizontal con los pezones.

6. Cuchillada en el pecho que empieza en la línea central, aproximadamente, a 12 cm. bajo el mentón, yendo hacia abajo, y a la izquierda, de 5 cm. de longitud.

7. Corte a 4 cm., a la izquierda desde la línea media y sobre la clavícula.

8. Cuchillada a 21 cm., hacia la izquierda desde la línea media del cuerpo y a 7,5 cm. bajo el pezón.

9. Corte (entrada y salida) a medio camino entre el codo y la axila, en

la cara interna del brazo.

10. Cuchillada de 2,5 cm. de longitud en la cara externa de la muñeca izquierda.

11. Cuchillada de 3 cm. de longitud en la cara interna de la muñeca derecha.

12. Corte en la espalda a 37 cm., debajo de la base del cráneo y a 13 cm., a la derecha desde la línea media.

13. Corte en la espalda a 37 cm., debajo de la base del cráneo y a 7,5 cm., a la izquierda desde la línea media.

14. Corte en la espalda, a 34 cm., debajo de la base del cráneo y a 8 cm., a la izquierda desde la línea media.

15. Corte en la espalda, a 30 cm., debajo de la base del cráneo y a 20 cm., a la izquierda desde la línea media.

16. Corte en la espalda, a 50 cm., debajo de la base del cráneo y a 9 cm., a la izquierda desde la línea media.

17. Cuchillada en la cara interna del dedo anular de la mano derecha.

18. Cuchillada (entrada y salida) en lo alto del dedo medio de la mano derecha.

19. Cuchillada en el lado derecho de la cabeza sobre la oreja yendo hacia abajo, de 4 cm. de longitud.

Era una cantidad infernal de cortes y cuchilladas. No tantos como calculara Carella delante de los de Homicidios en la escena del crimen, mas sí suficientes como para indicar que el asesino de Craig deseaba ansiosamente su muerte; nadie apuñala a una persona diecinueve veces, a menos que quiera estar seguro de haberla eliminado. Por otra parte, Marian Expósito, como fue identificada gracias a su permiso de conducir hallado en el bolso, sólo recibió una cuchillada, justo debajo del seno izquierdo. La hoja penetró en el pecho y llegó al corazón, por lo que aparentemente la muerte fue instantánea. Si ambos crímenes estaban relacionados entre sí, como opinaban todos, la lógica decía que la pobre mujer se había interpuesto en el camino del asesino cuando éste huía del lugar del primer crimen. Ya antes de que llegase Hawes con el periódico de la mañana, Carella había decidido que la línea de investigación debía concentrarse en Gregory Craig. Marcó la carpeta del caso con la numeración «R-76532», y en la de Marian Expósito escribió «Caso compañero R-76532», y a continuación el número de referencia «R-76533».

La sala general de la Comisaría del distrito aquel viernes por la mañana, 22 de diciembre, se hallaba relativamente tranquila. Los suicidios no empezarían hasta la Nochebuena, después bajaría un poco el índice de casos y volvería a elevarse por Nochevieja. Miscolo, del Departamento de Administración, había mencionado casualmente que en Nochevieja habría luna llena. La luna llena siempre aumentaba el número de suicidios. Nunca fallaban las lunas llenas ni las fiestas. Mientras tanto, habría un ligero aumento de robos en las tiendas, de robos por el sistema del tirón y los carteristas actuarían a su placer, pero en cambio descendería el número de asaltos, timos, violaciones y otros delitos comunes. Esto sucedía siempre. Tal vez los ladrones, los timadores, los violadores y los atracadores estuviesen de compras en las tiendas, dejando que otros les robaran la cartera.

La tabla de servicios de la brigada estaba colgada en la pared al lado del refrigerador del agua, donde el teniente tenía el convencimiento de que sería leída. El Departamento de Policía no respetaba las fiestas, pero la tabla de servicios de la víspera y del mismo día de Navidad tan sólo contenía, normalmente, los nombres de los detectives judíos que habían cambiado el servicio con sus colegas cristianos. Este año, no obstante, las cosas eran distintas. ¿En qué se diferenciaba este año de todos los demás? En este año, Navidad y el primer día de Chanukah coincidían en la misma fecha, naturalmente el veinticinco de diciembre, lo que en cierto sentido, evidenciaba la fraternidad del hombre y la solidaridad del ideal democrático. Solamente, planteaba problemas a los policías. Todos querían estar libres de servicio el lunes, cuando habría dos fiestas distintas en el mismo día. Sin embargo, todos no podían quedar libres el lunes porque en ese caso los ladronzuelos gozarían de una inmerecida impunidad para sus fechorías.

Compromiso.

En la labor policíaca, como en el matrimonio, el compromiso era esencial. El repertorio de Henny Youngman incluía un chiste respecto al hombre que desea comprar un nuevo coche y a su esposa que quiere adquirir un abrigo de pieles. Llegan a un compromiso. La esposa compra el abrigo y lo guarda en el garaje. Steve Carella y Meyer pactaron el compromiso arrojando una moneda al aire. Ganó Carella. El trabajaría la víspera de Navidad y Meyer el primer día de la Chanukah. Mas esto fue antes de que el Ochenta y Siete se encargase del doble homicidio. Con un caso como aquél era preciso actuar sobre el terreno durante los primeros días, que son los más importantes. Carella tenía el presentimiento de que este caso sería largo: un bocadillo caliente de pastrami y un botellín de soda en la sala general de la comisaría el día de Navidad. Maravilloso.

Sentado a su mesa al otro lado de la ni sala, junto a uno de los enrejados de alambre que protegían la habitación contra los misiles arrojados a las ventanas por los ciudadanos poco amables con la comisaría, y que incidentalmente impedían que los presos saltasen a la calle, el detective Richard Genero mecanografiaba un informe sobre un robo ocurrido tres semanas atrás. Genero era un individuo bajo y moreno, de cabello rizado y ojos pardos. Desde hacía poco tiempo usaba lentes «Benjamín Franklin» siempre que redactaba un informe, presumiblemente para mejorar su ortografía. Todavía escribía «perpetrador» como «pertrepador», fallo fatal en cualquier departamento de Policía. Encima de la mesa tenía un transistor en marcha, y las notas melancólicas de «Noche de Paz» inundaban la sala. Carella escuchaba la música y pensó que si el teniente Byrnes aparecía en aquel momento, Genero estaría patrullando otra vez por las calles antes del nuevo año. Genero, ignorante de estos pensamientos de su compañero, tecleaba al ritmo de la melodía. Carella también pensó que no tardaría mucho Genero en preguntarle cómo se escribe «vigilancia».

Eran las diez treinta y siete de la mañana según el reloj de pared de la comisaría. La nevada de la noche anterior había cesado poco antes de amanecer, y el cielo se teñía de un azul tan brillante como las ligas de una novia. Carella oía, al otro lado de las ventanas, el ruido de las cadenas de los autos, acompañamiento muy apropiado para «Jingle Bells», que reemplazaba a «Noche de Paz» en el transistor de Genero. No tenía ganas de trabajar. Les había prometido a sus hijos que los llevaría a ver a Santa Claus algún día de la semana…, pero esto también fue antes del doble homicidio.

—¿Dónde estáis todos? —preguntó Hawes desde el otro lado de la barandilla de madera que separaba la sala general del corredor exterior.

—¿Has visto esto, Steve? —volvió a preguntar, cruzando el portillo de la barandilla divisoria—. Tenemos entre manos todo un personaje.

Dejó el diario de la mañana sobre la mesa de Carella y se dirigió al refrigerador del agua. El periódico estaba doblado por la página opuesta a la crítica de libros.

La nota necrológica de Gregory Craig le informó a Carella que aquél era el autor del libro de más venta del año, Sombras Mortales, y que probablemente había basado la obra en sus propias experiencias con los fantasmas de una casa que alquiló en Massachusetts tres años antes. El libro había figurado a la cabeza de las ventas de obras extraídas de la vida real durante más de un año, y lo habían reeditado seis meses atrás, produciéndole al autor un anticipo por la edición de bolsillo de un millón y medio de dólares. La película la estaban filmando en Gales, con un famoso actor inglés interpretando el papel de Craig, y una galaxia de actrices célebres, ya en decadencia, como las sombras que habían atormentado al autor durante sus vacaciones. La nota continuaba diciendo que Craig había escrito media docena de novelas antes de dedicarse a esa obra realística, y las mencionaba título a título, citando asimismo diversas críticas publicadas en el mismo periódico en el transcurso de los doce años pasados. Se había producido una pausa de cinco años entre la última novela y el libro sobre los fantasmas. Su único familiar vivo era una tal señorita Abigail Craig, hija suya. No se mencionaba el asesinato de Marian Expósito, el «Caso compañero R-76533».

—¿Qué te parece? —quiso saber Hawes, estrujando el vaso de papel que tenía en la mano para arrojarlo a la papelera de Carella, fallando la puntería.

—Me parece que nos ha ahorrado mucho trabajo —respondió Carella, abriendo la guía telefónica de Isola.

Cuando Abigail Craig abrió la puerta a las once y veinte de aquella mañana, lucía un traje de chaqueta muy elegante, sobre una blusa de seda con un pañuelo anudado al cuello, zapatos marrones de tacón alto y unos aros de oro colgando de las orejas. Los dos detectives habían llamado antes preguntando si podía recibirlos, y si bien la joven se mostró un poco reacia por teléfono, lo achacaron al dolor y la confusión que generalmente siguen a la muerte de un miembro muy querido de la familia. Ahora, sentados frente a ella en un salón dominado por un enorme y costoso árbol de Navidad, no estaban ya tan seguros de que Abigail sintiese dolor o confusión de ninguna clase. Parecía, en realidad, más interesada en poder ir a la peluquería que en hablar de su padre. A Hawes la parecía estupenda aquella cabellera. A Hawes le parecía estupendo todo lo de Abigail.

Era una de esas rubias de matiz cremoso, con una tez sin el menor defecto que normalmente se atribuye a las inglesas que practican la equitación. Sus pupilas mostraban un verde brillante, enmarcadas por unas pestañas tan rubias como su cabello; la cara era algo estrecha, con pómulos altos y una boca generosa que resultaba vivaracha incluso sin carmín. El labio superior se curvaba ligeramente hacia arriba, permitiendo ver una dentadura muy blanca, hasta cuando no hablaba. A Hawes le gustaban las mujeres con esa clase de labios. Le hubiera gustado hallarse en aquel salón para intercambiar regalos de Navidad y no para hacer preguntas respecto a un hombre muerto que parecía tener muy poca importancia, quizá ninguna, para la helada belleza que se sentaba frente a él con las piernas cruzadas y los pies metidos dentro de unos zapatos de tacón alto.

—Siento tener que suplicarles que se apresuren —dijo—, pero tengo hora dada para las doce y Antoine se halla al otro lado de la ciudad.

—Nosotros también sentimos importunarla de este modo —contestó Hawes sonriendo.

Carella miró asombrado a su compañero. No la importunaban en absoluto. Habían llamado media hora antes y ella debió estar perfectamente preparada para la visita.

—Señorita Craig —intervino Carella—, ¿cuándo vio vivo a su padre por última vez?

—Hace un año.

—¿Y no le había visto desde entonces? —inquirió Carella, con cierto sobresalto.

—No desde entonces.

—¿Cómo es eso?

—¿Cómo es eso? —repitió Abigail, arqueando una ceja—. No estoy segura de entender su pregunta.

Su voz era de Vassar o Bryn Mawr, salida de Rosemary Hall o Westover sus modales eran irritados e impacientes. Carella jamás se sentía cómodo delante de esas chicas frías y sofisticadas. Ella tampoco hacía nada para evitarle esa incomodidad. El la miró un instante y estudió su línea de ataque. Decidió continuar como al principio.

—Quiero decir…, ¿no es un poco extraño? Hija única…

—Tiene otra hija —le atajó Abigail.

—¿Otra hija? Teníamos la impresión de que…

—Más o menos —añadió ella—. Es lo bastante joven para ser hija suya.

—¿De quién habla? —preguntó Carella.

—De Hillary.

—¿Se refiere a Hillary Scott?

—Sí.

—Entiendo.

—¿De veras? —se burló Abigail, cogiendo un cigarrillo de una cajita lacada que estaba sobre la mesita de centro. Lo encendió y prosiguió—: Se lo explicaré con toda claridad —aspiró una bocanada de humo y dejó el encendedor de oro encima de la mesita—. Desde que se divorció, mi padre y yo no hemos congeniado. Y cuando se enredó con ese Espectro, acabamos por completo. Punto.

Se acabó. Telón.

—Por ese Espectro…

—Sí, Hillary.

—¿Y cuándo se… enredó con ella su padre, señorita Craig?

—Poco después de publicar Sombras…, cuando todos esos imbéciles empezaron a acudir a él con sus necias historias de duendes y aparecidos.

—¿Se refiere a la publicación de Sombras Mortales?

—Sí, la obra maestra de mi padre, su gran fuente de ingresos —asintió Abigail, aplastando el cigarrillo en un cenicero.

—¿Cuándo se publicó?

—¿La edición de lujo? Hace un año y medio.

—¿Y poco después conoció a Hillary Scott?

—No sé cuándo la conoció. Yo no descubrí el asunto hasta hace cosa de un año, el día de Acción de Gracias. Sólo Dios sabe cuánto tiempo llevaban ya viviendo juntos. Me invitaron a la cena, para saborear el pavo.

«Hola, querida» —agregó Abigail, imitando a su padre—. «Quiero que conozcas a Hillary Scott, mi amiga más íntima…». ¡Su amiga más íntima! —los ojos de Abigail echaban chispas—. ¡Una jodida puta, cazadora de fantasmas de veintidós años!

Carella parpadeó. Estaba acostumbrado al lenguaje de la comisaría y al de la calle, pues no es posible ser policía durante tanto tiempo como llevaba él y esperar que la gente dijese «maldito» o «perro». Pero aquella obscenidad parecía completamente fuera de lugar en aquel salón festivamente decorado de la Hall Avenue. Hawes, por otro lado, contemplaba a Abigail con una intensidad que bordeaba la obsesión; le gustaban las hembras que decían «jodida» a través do unos labios carnosos y algo curvados.

—Hum…, de manera que la última vez que vio usted a su padre —dijo Carella—, fue…

—El día de Acción de Gracias del año pasado. Cuando me presentó al Espectro. Fue entonces. Aquello fue la última gota.

—¿Cuáles habían sido las otras?

—El divorcio fue la mayor.

—¿Cuándo tuvo lugar?

—Hace siete años. Inmediatamente después publicó Caballeros y Bribones.

—¿Una de sus novelas?

—Su mejor novela. Y la última —la joven cogió otro cigarrillo de la cajita de laca, le aplicó el encendedor y sopló una bocanada de humo en dirección a Hawes—. Los críticos la trataron muy mal. Y él acusó de ello a mi madre. Decidió que Stephanie Craig, pobrecita, tenía la culpa de lo que los críticos dijeron de la novela. Nunca se dio cuenta de que el libro era realmente maravilloso… ¡Oh, no! Se imaginó que si la crítica afirmaba que era espantoso…, pues bien, tenía que serlo. Y se lo reprochó a mamá. Le reprochó su estilo vital (una de sus expresiones favoritas) que le había hecho escribir aquella novela universalmente vapuleada. Añadió que necesitaba estar solo —Abigail se encogió de hombros—. Alegó que necesitaba «redescubrirse a sí mismo»…, otra expresión favorita de Gregory Craig —chupó de nuevo el cigarrillo—. Y se redescubrió con una cosa tan mala como Sombras.

—¿Vive todavía su madre? —preguntó Hawes.

—No.

—¿Cuándo falleció?

—Hace tres veranos.

—¿Cómo?

—Se ahogó. Dijeron que fue un accidente.

—¿Dijeron…?

—Los del departamento del coroner (Juez de primera instancia) de Hampstead, Massachusetts.

—¿Massachusetts? —repitió Carella.

—Sí, se ahogó en el Bight, a unos tres kilómetros del sitio donde mi padre había alquilado su famosa casa encantada.

—¿Cuánto hacía que se habían divorciado?

—Cuatro años.

—¿Y ambos pasaban las vacaciones de verano en la misma localidad?

—Mamá nunca consiguió aceptar la separación —confesó Abigail—. Quería estar cerca de mi padre. A donde quiera que él fuese… —la muchacha sacudió tristemente la cabeza.

—Hace un instante, señorita Abigail Craig, dijo usted que en el departamento del coroner…

—Sí.

—¿Cree que la muerte de su madre fue accidental?

—De estudiante formó parte del equipo de natación de la universidad Holman —manifestó la joven reticentemente—. Ganó tres medallas de oro.

Cuando regresaron a comisaría sobre la mesa de Carella les aguardaba el informe del laboratorio policial. En el mismo se establecía que la cerradura de la puerta del apartamento de Gregory Craig era una Weiser, lo que significaba que podía abrirse por ambos lados, por dentro y por fuera, sólo con un llavín. En la parte de dentro no se encontró llave alguna. Tampoco se encontró señales de violencia en el marco de la puerta, ningún arañazo en el perímetro de la cerradura ni en torno al agujero de la misma, ni mucho menos signos de haber sido forzada la entrada. La puerta de servicio del apartamento, que se hallaba en un rincón de la cocina, atestado de cubos de basura, también estaba equipada con una Weiser. Tampoco había allí señales de violencia. Un examen del cerrojo del portón que conducía a la rampa trasera del edificio, no aportó ninguna señal de haber sido forzado. La persona que mató a Gregory Craig vivía en la misma casa y era conocido del guardia de seguridad o era un amigo personal del escritor. Si el guardia que, en aquellos momentos, se hallaba esquiando en algún lugar del norte del Estado había anunciado la llegada del asesino, Craig había concedido el permiso para que subiera. En todo el complejo Harborview había sesenta apartamentos. Carella tomó nota para efectuar un interrogatorio puerta por puerta de todos los inquilinos, y otra para recordar que debía pedirle al teniente Byrnes más hombres para el caso…, cosa difícil de obtener tres días antes de Navidad.

A las doce y veinte de la tarde llamó al apartamento del difunto Craig, esperando que estuviese allí Hillary Scott. Dejó que el timbre sonara una docena de veces, devolvió el auricular a su soporte, buscó el número de la Sociedad Parapsicología de Isola y lo marcó.

—He intentado hablar con usted —le comunicó Hillary.

—¿Con qué objeto, señorita Scott?

—¿No recibió mi mensaje?

—No, lo siento. Acabo de llegar.

—Pues le di el recado a alguien de ahí. Uno que tiene un apellido italiano como el suyo.

Carella miró hacia el otro lado de la sala donde Genero estaba zampándose un bocadillo, sentado a su mesa, al ritmo de «Deck the Halls».

—Lo siento…, ¿cuál era el mensaje?

—La autopsia. Tengo entendido que desean efectuar la autopsia.

—Exacto. Es obligatorio en todo fallecimiento por violencia.

—Me niego absolutamente.

—Señorita Scott, temo que esto es algo que…

—¿Qué ocurrirá cuando surja la esencia de Greg? —se irritó Hillary—. Si le cortan y le sacan los órganos internos, ¿qué ocurrirá cuando llegue al mundo de los espíritus?

—No ejerzo ningún control sobre esto —replicó Carella—. La autopsia es obligat…

—Sí, ya le he oído. ¿Con quién he de hablar?

—¿Para qué?

—Para que suspendan la autopsia.

—Señorita Scott, los forenses seguramente ya han empezado a realizarla. Es vital que establezcamos la causa de la muerte para cuando se vea el juicio…

—¡Es vital que el espíritu de Greg pase intacto al otro lado!

—Lo siento.

Se produjo un silencio en la línea.

—He oído demasiadas cosas respecto a los espíritus mutilados —agregó Hillary.

—Lo siento —repitió Carella—. Señorita Scott, el motivo de mi llamada era…

—Demasiadas cosas —añadió Hillary.

Hubo otro silencio en la línea. Carella aguardó. No tenía sentido continuar la discusión. Era preciso realizar la autopsia, por más que protestase la joven. Además, tal como él había dicho, seguramente el equipo del forense ya la habría empezado. En el depósito de cadáveres, el cuerpo de Gregory Craig estaría ya abierto como un buey, sin sus órganos vitales, que serían escrupulosamente examinados y analizados, con el cráneo desplazado para dejar el cerebro al descubierto. Cuando más tarde el cadáver queda expuesto en una funeraria, ninguno de los que acudiesen a contemplar sus restos sabrían que estaban contemplando sólo la carcasa de lo que había sido un ser humano. El silencio se prolongaba. Carella supuso que la joven estaba convencida.

—Oiga, ¿no podríamos encontrarnos más tarde en el apartamento? —inquirió al fin.

—¿Con qué objeto?

—Existe la posibilidad de que un ladrón sorprendiese al señor Craig. Deseamos saber si falta algo, señorita Scott, y el único modo de saberlo es por medio de una persona que sepa lo que había en el apartamento.

—No fue ningún ladrón el que mató a Craig —afirmó Hillary resueltamente.

—¿Por qué dice esto?

—Fue un fantasma.

Seguro, pensó Carella. Un fantasma ató las manos de Craig a su espalda con una percha de alambre. Un fantasma lo acuchilló diecinueve veces en el pecho, la espalda, los brazos, la garganta, las manos y la cabeza con un cuchillo fantasmal que los técnicos del laboratorio no pudieron hallar en el apartamento. El mismo cuchillo fantasma usado para asesinar a Marian Expósito, la titular del caso R-76533.

—Ayer sentí un fluido muy poderoso en el apartamento —aseguró Hillary.

—¿Podemos vernos allí dentro de una hora?

—Sí, naturalmente. ¡Pero no fue ningún ladrón!

Si no había sido ningún ladrón, ciertamente fue alguien que se llevó gran número de objetos del apartamento de Gregory Craig. Según Hillary Scott, había unos trescientos dólares en la cartera del escritor cuando ella salió del apartamento a las diez de la mañana del día anterior. Lo sabía porque le pidió a Craig dinero suelto para el trayecto en taxi hasta la oficina, y él exhibió un fajo de billetes de cincuenta, buscando otros más pequeños. Bien, faltaba, el dinero, aunque seguían intactas las siete tarjetas de crédito del difunto. Cogieron del joyero situado encima del tocador un reloj de pulsera de oro, Patek Philippe, con correa de oro; un par de gemelos Schlumberger, de oro con diamantes; un anillo de oro con una piedra de lapislázuli, y una pulsera con eslabones de oro. Hillary no se mostró segura del valor total de lo que le faltaba a Craig, salvo del brazalete de oro que ella le había regalado en la última Navidad, y que le costó seiscientos ochenta y cinco dólares. Suponía que el reloj Patek Philippe costaba unos seis mil quinientos. Se refirió con más seguridad al valor de lo que faltaba de la cajita que ella tenía en el cajón superior del tocador. Se trataba de una serie de regalos hechos por Craig durante el año y medio que llevaban viviendo juntos. La lista de lo que faltaba era como sigue:

Un brazalete labrado a mano, Angela Cummings, de jade birmano, de oro de dieciocho quilates, de 3.975 dólares.

Una diadema para el cabello, Elsa Peretti, en forma de serpiente, de oro de dieciocho quilates, de 510 dólares.

Una gargantilla de oro de dieciocho quilates con diamantes, de 16.500 dólares.

Un colgante de diamantes engarzados en platino, en forma de pera, con una cadena de cuarenta centímetros, de oro de dieciocho quilates, de 3.500 dólares.

Un diamante engarzado en una sortija de platino, de 34.500 dólares.

Unos pendientes de oro de dieciocho quilates, con perlas, de 595 dólares.

Unos pendientes de platino con diamantes, de 1.500 dólares.

Una gargantilla de oro blanco y amarillo, de dieciocho quilates, de 2.950 dólares.

Una pulsera de oro rosa, blanco y amarillo, de dieciocho quilates, de 1.250 dólares.

Cuatro brazaletes de oro de catorce quilates repujado, de 575 dólares cada uno.

Además de las joyas robadas de la caja, Hillary vio que faltaba de la misma un bolso Elsa Peretti, en forma de alubia, de oro de veinticuatro quilates lacado, con madera de magnolia, de 2.500 dólares, y un reloj de pulsera Chopard, de oro de dieciocho quilates, con diamantes, de 14.500 dólares. La joven guardaba el reloj en su estuche, que todavía se hallaba en el cajón, un estuche forrado por fuera con terciopelo negro y por dentro con satén blanco…, pero el reloj no estaba. Hillary conocía el valor de los regalos de Craig porque al asegurarlo recientemente tuvieron que tasarlo.

—¿No aseguraron las joyas del señor Craig? —se interesó Carella.

—Sí, también. Pero tuvimos que firmar pólizas por separado al no estar casados. Por eso, solamente sé lo que se refiere a las mías.

—¿Por cuánto fue la tasación, aproximadamente? —inquirió Hawes.

—No aproximadamente. Se tasó todo exactamente en ochenta y tres mil cuatrocientos treinta dólares.

—Una suma muy importante para guardarla sin más en los cajones de un tocador —observó Carella.

—Craig pensaba comprar una caja de seguridad —respondió Hillary—. Además, todo estaba asegurado. Y los guardias de seguridad de este edificio son excelentes. De no ser así, no habríamos alquilado este apartamento.

—¿Falta algo más? —quiso saber Hawes.

—¿Tenía puesto Greg su sello escolar?

—No había ninguna joya en su cuerpo.

—Entonces, también falta.

—¿De dónde era?

—De la universidad Holman. Allí conoció a su ex esposa.

—¿Qué clase de sello?

—De oro con una amatista.

—¿Dónde lo llevaba?

—En el anular de la mano derecha.

Carella recordó la relación de heridas: «Cuchillada en la cara interna del dedo anular de la mano derecha». ¿Utilizó el asesino el cuchillo para sacar el anillo del dedo de Craig? ¿Había entrado armado en el apartamento o usó un cuchillo encontrado en alguna parte?

Si sólo pretendía cometer un robo, ¿cómo logró pasar a través de la «absoluta» seguridad de abajo? ¿Habría admitido Craig en su apartamento a un desconocido, a alguien que después se llevó joyas por valor de más de ochenta y tres mil dólares, y le mató antes de largarse? Pero Hillary Scott insistía en que no se trataba de un ladrón.

—El fluido es más fuerte en esta habitación —murmuró la joven médium. Anduvo hacia la mesa escritorio que miraba a los ventanales y posó sus manos en la superficie—. Estuvo aquí, en la mesa.

—¿Quién?

—Un espíritu masculino —afirmó ella, rozando con las manos la superficie del escritorio—. Joven. Cabello negro y ojos pardos —había cerrado los suyos; sus manos continuaban rozando la superficie de la mesa y se balanceaba mientras hablaba—. Buscaba algo. Buscaba… Estaba inquieto. Un espíritu agitado.

Carella miró a Hawes y éste le devolvió la mirada. El primero se preguntó cómo era posible que una muchacha que se parecía tanto a su esposa estuviese completamente loca. Hawes, por su parte, se preguntaba qué tal se portaría en la cama…, ¿entraría en trance a causa del fluido? Inmediatamente sintióse incestuoso porque la joven se parecía demasiado a Teddy Carella. Rehuyó la mirada de su compañero, como temiendo que éste pudiese leer en sus ojos aquel mal pensamiento.

—¿Falta algo del escritorio? —indagó Carella.

—¿Puedo abrirlo? —quiso saber Hillary—. ¿Ya lo han examinado sus… técnicos?

—Adelante —la invitó el detective.

Hillary abrió el cajón situado encima del hueco para las piernas del mecanógrafo. Una bandejita llena de clips, gomas y gomitas, diversos lápices y bolígrafos… Una maquinita para coser papeles. Una caja de etiquetas. Otra de grapillas. Hillary cerró el cajón y abrió los de la derecha de la mesa. El primero contenía una serie de carpetas con un título en cada una.

—¿Es la escritura de Craig? —preguntó Carella.

—Sí…, chist…

—¿Qué son esos nombres?

—Fantasmas —repuso ella—. Chist… —pasó las manos por encima de las carpetas—. El buscó algo aquí.

—Si fue algún individuo —intercaló Hawes—, los del laboratorio tendrían sus huellas.

—Los espíritus no dejan huellas dactilares —observó Hillary.

«Más loca que un cencerro», pensó Carella.

—Esos nombres…

—Sí, fantasmas. Casos que pensaba investigar para ver si eran auténticos. Desde que escribió Sombras, recibía llamadas y cartas del mundo entero, de personas que afirmaban haber visto u oído fantasmas.

—¿Falta algo, según usted? —insistió Hawes.

—No, pero él estuvo aquí. Sé que estuvo aquí.

Cerró el primer cajón y abrió el siguiente. Una resma de papel manila, nada más.

—También buscó aquí dentro —susurró Hillary—. Buscó…, estaba inquieto.

—¿Guardaba a veces el señor Craig algo de valor en su escritorio? —inquirió Carella.

—Los archivos eran muy valiosos —contestó la joven, abriendo bruscamente los ojos.

—Tal vez sí buscaba algo —observó Hawes—. Recuerdo que todo estaba por el suelo.

—Sí, buscaba algo —confirmó Hillary.

—Y lo encontró —gruñó Carella.

Hillary le miró fijamente.

—Más de ochenta y tres mil dólares en joyas —terminó Carella la frase.

—No, no era esto. Era otra cosa. No sé qué era…

La muchacha pasó las manos por el aire como tratando de tocar algo que los detectives no podían ver.

—Registremos la cocina —propuso Carella—. Díganos si falta algún cuchillo.

Registraron la cocina. En una estantería magnética de la pared, situada sobre los fogones, había siete cuchillos de diversos tamaños, uno de ellos de los llamados de cocina, de veinticinco centímetros de longitud. Abrieron los cajones de la alacena. Hillary contó los cuchillos de mesa y los demás que había en la bandeja y aseguró que no faltaba nada.

—Entonces, ese tipo vino ya con el cuchillo —concluyó Carella.

Hillary cerró de nuevo los ojos, separó mucho los dedos de ambas manos y pareció presionar el aire con las palmas.

—Buscaba algo —susurró—. Algo.

Fue Cotton Hawes quien soportó la andanada de Warren Expósito. Tal vez sus recriminaciones fuesen merecidas. Hawes podía haber hallado la misma indignación en cualquier capital del mundo, sin excluir a Pekín ni a Moscú. Sea cual sea la política de una nación, queda en pie el hecho de que si asesinan a alguien conocido del público, ese crimen obtendrá más atención por parte de la Policía que la muerte violenta de un borracho o un proxeneta. Marian Expósito no era ni borracha ni prostituta; en realidad, era la secretaria de una empresa especializada en la venta de objetos de regalo por correo. Mas, no existía la menor duda de que era mucho menos importante que Gregory Craig, el famoso escritor. Mientras el esposo, Warren de nombre, se paseaba furiosamente por la sala general de la comisaría, Hawes se preguntaba si le habrían prestado tanta atención al asesinato de la mujer, de haber sido ella la acuchillada diecinueve veces, y Craig el muerto de una sola puñalada en la acera, delante de aquel edificio. Finalmente, decidió que la prioridad habría sido la misma. Craig era «importante»; Marian Expósito no era más que otro cadáver en una ciudad donde los muertos aparecían como setas.

—¿Qué diablos hacen? —gritó Expósito.

Era alto, corpulento, con cabello negro muy espeso y ojos pardos muy penetrantes. Aquella tarde de viernes llevaba unos téjanos azules, un suéter de cuello alto y una chaqueta forrada de lana, desabrochada, mientras se paseaba por la sala.

—¡Ni siquiera ha venido a verme un solo policía, maldita sea! Tuve que efectuar seis llamadas telefónicas antes de averiguar dónde la habían llevado! ¿Es esto lo que hacen en esta ciudad? ¡Acuchillan a una mujer frente al portal de su casa, y la Policía la esconde bajo una alfombra como si nunca hubiese existido!

—Hay otra muerte en el caso… —musitó Hawes.

—¡Me importa un pito la otra muerte! —chilló Warren Expósito—. ¡Lo que quiero saber es qué están haciendo para descubrir al asesino de mi esposa!

—Suponemos que…

—¿Suponen? —le cortó Expósito—. ¿Esto es lo que hace la Policía? ¿Suponer?

—Nuestra opinión es que…

—¡Ah, ahora es una opinión!

—Señor Expósito —le atajó Hawes gritando también—, creemos que la persona que mató a Gregory Craig mató accidentalmente a su esposa. Opinamos que pudo ser…

—¿Accidentalmente? ¿Es un accidente que alguien clave un cuchillo en el pecho de una mujer? ¡Jesucristo!

—Quizá elegí mal las palabras… —concedió Hawes.

—Sí, quizá —replicó agriamente Expósito—. Mi esposa ha muerto. Alguien la mató. Ustedes no tienen ningún motivo para pensar que el asesino fue el mismo que se cargó al escritor del tercer piso. Ningún motivo en absoluto. Ah, claro, él era una celebridad, ¿verdad? Por eso, ustedes concentran todos sus esfuerzos en él, y mientras tanto el que mató a Marian continúa gozando de libertad para seguir matando a seres indefensos —dio medio vuelta y señaló las ventanas. Luego, volvió a girar sobre sí mismo, enfrentándose otra vez con Hawes—. ¡Y ni siquiera sé dónde está su cadáver para poder disponer todo lo referente al funeral!

—Está en el depósito del Buena Vista —repuso Hawes—. Ya han terminado la autopsia. Puede…

—Sí, sé dónde está. Lo sé ahora, después de seis llamadas telefónicas y una serie de preguntas a todos los policías del Departamento. ¿Quiénes contestan aquí al teléfono? ¿Unos retrasados mentales? ¡Las dos primeras veces que llamé nadie había oído hablar de Marian! ¿Marian Expósito, señor? ¿Quién es, señor? ¿Desea denunciar un crimen, señor? Cualquiera pensaría que se trataba del robo de una bicicleta y no de…

—La mayor parte de las llamadas a la Policía pasan por el departamento central de Comunicaciones —le interrumpió Hawes—. Comprendo su enfado, señor Expósito, mas no esperará que un telefonista que recibe centenares de llamadas cada día conozca los detalles de…

—De acuerdo, ¿quién conoce esos detalles? —preguntó Expósito—. ¿Los conoce usted? Abajo me dijeron que usted es el detective encargado del caso de mi esposa. Bien, ¿es verdad o no?

—Mi compañero Carella y yo, sí.

—Entonces, ¿qué demontres están haciendo? —estalló Expósito—. A Marian la mataron ayer. ¿Tienen ya alguna pista o saben al menos por dónde empezar?

—Siempre empezamos de la misma manera —explicó Hawes—. Empezamos tal como empezaría usted, señor Expósito. Tenemos un cadáver, bueno, en este caso dos cadáveres, no sabemos quién los convirtió en cadáveres, y esto es lo que intentamos averiguar. No, no es como en el cine o la televisión. No hacemos preguntas con trampa, ni tenemos presentimientos o premoniciones. Realizamos una labor metódica, rastreamos todo lo que podemos, por poco importante que parezca y tratamos de descubrir el porqué. No quién, señor Expósito; aquí no nos dedicamos al juego de «quién lo hizo». En la rutina policiaca no hay misterios. Sólo hay crímenes y la persona o las personas que los cometieron. En un robo con asalto, sabemos el porqué antes de responder al teléfono. En un asesinato, si logramos averiguar el porqué, a menudo descubrimos el quién…, si tenemos suerte. En estos momentos, hay en nuestros archivos unos trescientos asesinatos sin resolver. Es posible que el año próximo resolvamos una media docena de ellos…, si tenemos suerte, repito. Si no, los asesinos gozarán de perfecta impunidad en algún sitio —indicó las ventanas como hiciera antes Expósito— y jamás los atraparemos. El asesinato es un delito de un solo disparo, a menos que el criminal sea un lunático o alguien que mata mientras comete otro delito. Los asesinos, por lo general, matan una vez y nunca más. O los atrapamos y los ponemos a la sombra, con lo que nunca más tendrán ocasión de matar, o cierran su tienda y desaparecen.

Expósito le miraba con tremenda fijeza.

—Lo siento —agregó Hawes—, no pretendía hacer un discurso. Estamos enterados de lo de su esposa, señor Expósito, estamos bien enterados. Pero creemos que el crimen principal fue el cometido en el tercer piso, en el apartamento tres cero uno, y por esto hemos empezado por ahí. Cuando tengamos al asesino de Gregory Craig, también tendremos al individuo que asesinó a su esposa. Esto es lo que creemos.

—¿Y si se equivocan? —objetó Expósito.

Su cólera había desaparecido. Tenía las manos dentro de los bolsillos de la chaqueta forrada de lana y escrutaba el rostro del detective en busca de cierta seguridad.

—Si nos equivocamos volveremos a empezar. Desde el principio —replicó Hawes, deseando que no estuvieran equivocados.

La llamada de Jerry Mandel, el guardia de seguridad esquiador, llegó justo cuando Carella y Hawes se disponían a irse a casa. Por entonces, habían sostenido una conferencia infructuosa con el teniente Byrnes, quien se negó rotundamente a aumentar el número de hombres asignados al caso en Navidad, y les aconsejó que efectuasen los interrogatorios puerta a puerta en Harborview ellos solos, aunque no terminasen hasta el día de San Serenín, cuando quiera que fuera. Les comunicó, además, que había recibido una llamada del abogado de un tal Warren Expósito, el cual afirmaba que el asesinato de Gregory Craig gozaba de preferencia sobre el asesinato de la esposa de su cliente, que si algunos individuos no empezaban a menear el trasero, tendrían noticias de un amigo del leguleyo que trabajaba en la oficina del fiscal de distrito de la ciudad. Byrnes les recordó a los dos detectives que en tan perfecta ciudad, el asesinato era tal vez el gran nivelador y que, sin tener en cuenta la raza, la religión, el sexo ni la ocupación, un cadáver debía ser tratado exactamente igual que otro cadáver…, afirmación que tanto Carella como Hawes aceptaron sólo á medias.

Acto seguido, recibieron los informes de las autopsias de Gregory Craig y Marian Expósito, mas aquellos párrafos médicos apenas les dijeron nada que no supieran. Se habrían sentido preocupados de no saber que las respectivas causas de la muerte eran una serie de heridas en el caso de Gregory Craig, y una sola en el de Marian Expósito. A los forenses no se les remunera para que efectúen adivinanzas, por lo que en los dos informes no se leía la más leve insinuación respecto a que el mismo instrumento podía ser el utilizado en las dos muertes. Los informes decían, eso sí, que Gregory Craig bebió bastante antes de su muerte, ya que el índice de concentración alcohólica de su cerebro era del 16 por ciento, y que los miligramos de alcohol etílico por mililitro de sangre eran 2,3. El análisis cerebral indicaba que Craig había alcanzado la fase de intoxicación comparativa en que el efecto fisiológico es de «poco cuidado propio».

El análisis de sangre señalaba que Craig estaba «claramente embriagado». Los dos detectives tomaron nota para preguntarle al Espectro (ya la llamaban de esta forma) si Craig bebía habitualmente cuando trabajaba. Carella recordaba los dos vasos al lado de la botella de whisky del salón y se preguntó si era el asesino quien los había limpiado. La lista de artículos hallados en el dormitorio no incluía ni una botella de whisky ni un vaso.

La llamada de Jerry Mandel se produjo a las 6,20 de la tarde. Carella estaba sacando su Especial 38 del cajón archivador de su mesa y se disponía a metérsela en el cinto, cuando sonó el teléfono. Lo arrancó casi del soporte y consultó el reloj de pared. Llevaba trabajando en el caso desde las ocho de la mañana y ya no podía hacer nada más, a menos que empezara a llamar a las sesenta puertas de Harborview, cosa que no quería hacer hasta el día siguiente.

—Carella, del Distrito Ochenta y Siete —se anunció.

—¿Podría hablar con el detective que se ocupa de los crímenes de Harborview? —preguntó una voz.

—Soy yo.

—Aquí, Jerry Mandel. Oí por radio lo ocurrido…

—Sí, señor Mandel —dijo Carella al instante.

—Sí, oí que habían matado al señor Craig, de modo que llamé al edificio para averiguar lo ocurrido. Hablé con Jimmy Karlson, el del turno de las seis a medianoche, y él me dijo que ustedes deseaban localizarme. Bien, aquí estoy.

—Le agradezco su llamada, señor Mandel. ¿Estuvo trabajando desde mediodía hasta las seis, ayer, señor Mandel?

—Sí, en efecto.

—¿Se presentó alguien preguntando por el señor Craig?

—Sí.

—¿Recuerda quién era?

—Un hombre llamado Daniel Corbett.

—¿A qué hora sucedió esto?

—Hacia las cinco. Empezaba a nevar.

—¿Avisó usted al señor Craig?

—Sí.

—¿Qué dijo el señor Craig?

—Que subiese.

—¿Subió ese Corbett?

—Sí.

—¿Le vio usted subir?

—Sí, le vi entrar en el ascensor.

—¿Hacia las cinco?

—Poco más o menos.

—¿Le vio volver a bajar?

—No, no le vi.

—Usted se marchó a las seis…

—Casi a las seis y cuarto, cuando me relevó Karlson. Jimmy Karlson.

—Y ese individuo, Daniel Corbett, no bajó estando usted de servicio, ¿es así?

—No, señor, no bajó.

—¿Puede decirme cuál era su aspecto?

—Sí, era joven, alrededor de los treinta años, con cabello negro y ojos castaños.

—¿Cómo vestía?

—Llevaba un abrigo negro, marrón o negro, no me acuerdo con exactitud. No vi si llevaba traje o chaqueta deportiva debajo del abrigo. Lo que sí vi fue una bufanda amarilla al cuello. También llevaba una cartera de mano.

—¿Iba con sombrero?

—Sin sombrero.

—¿Guantes?

—No me acuerdo.

—¿Sabe cómo se escribe el nombre?

—No se lo pregunté. Dijo Daniel Corbett, y este fue el nombre que le di por teléfono al señor Craig.

—Y el señor Craig dijo que podía subir, ¿es eso?

—Estas fueron sus mismas palabras.

—¿Dónde se hospeda usted, por si le necesitamos?

—En el albergue de Los Tres Robles, en Mount Semanee.

—Muchas gracias, me ha ayudado usted mucho.

—Apreciaba al señor Craig —fue la respuesta de Mandel, y colgó.

Carella dejó el aparato en su horquilla y se volvió hacia Hawes sonriendo.

—Empezamos a tener suerte, Cotton —dijo.

Su suerte terminó casi al instante.

No había ningún Daniel Corbett en las cinco guías telefónicas de la ciudad. Por si acaso, Hillary Scott conocía el nombre, la llamaron al apartamento, mas no les sorprendió que el teléfono no contestase. No hay muchas personas que pasen una noche en un apartamento en el que se ha cometido un asesinato. Llamaron a la oficina parapsicología y una voz femenina les comunicó que todo el mundo se había marchado a casa, que ella era solamente la mujer de la limpieza. Buscaron en la guía de Isola un nuevo posible número de Hillary Scott. No hallaron ninguno. Examinaron la lista de los sesenta y cuatro Scott del listín, esperando que uno de ellos estuviese relacionado con la Espectro. Llamaron a todos los números. Nadie tenía la menor idea de quién era Hillary Scott.

Tendrían que esperar al día siguiente.