8
De acuerdo con la reconstrucción realizada más tarde, el asesino se había equivocado de víctima. El error era razonable; incluso Carella cometió anteriormente el mismo error. El asesino debió de estar vigiándola durante los últimos días y cuando la vio, o vio a la joven que supuso era Hillary Scott, salir del edificio de apartamentos de Stewart City, a las ocho treinta del miércoles por la mañana, la siguió hasta la taquilla del metro y allí intentó matarla con lo que Denise Scott describió después como «el cuchillo más grande que he visto en mi vida».
Unos minutos más tarde, Denise llegó a su apartamento con la parte delantera de su abrigo negro y su blusa de satén blanco completamente desgarradas. Hillary llamó a la Comisaría del distrito y después a casa de Carella. Este y Hawes llegaron al apartamento una hora más tarde. Se hallaban ya presentes los agentes de Midtown South, sin saber qué hacer en realidad. Le preguntaron a Carella si debían presentar el informe a su Comisaría como un 10-24 (Asalto Fallido), o si se ocuparía del asunto el Ochenta y Siete. Carella contestó que el ataque podía estar vinculado a un homicidio en el que ya trabajaban, y que los agentes podían olvidarse de todo el caso. Sin embargo, los dos agentes no quedaron muy convencidos.
—¿Y el informe? —preguntó uno de ellos—. ¿Quién se cuidará del informe?
—Yo mismo —repuso Carella.
—Es posible que esto nos ponga en un aprieto —comentó el otro agente.
—Bien, si desean archivarlo ustedes, adelante.
—¿Como qué? ¿Un 10-24?
—Sí, eso es lo que ha sido.
—¿Dónde ponemos que ocurrió?
—¿A qué se refiere?
—El tipo que intentó apuñalarla lo hizo en la boca del Metro, en Marters. Ella, no obstante, no nos llamó hasta llegar aquí. Entonces… ¿dónde registramos el hecho?
—Aquí —decidió Carella—, Ustedes se encuentran aquí ¿no es cierto?
—Sí, pero no fue aquí donde tuvo lugar el intento.
—De acuerdo, yo archivaré el informe —se ofreció Carella.
—Por lo visto, ustedes no tienen un sargento como el nuestro, amigo —gruñó el primer agente.
—Oigan, deseo interrogar a la víctima —le atajó Carella—. Ya les he dicho que se trata de un caso de homicidio que estamos investigando, de manera que permitan que yo me ocupe de todo y no se preocupen por nada.
—Denos su nombre y el número —pidió el segundo agente.
—Detective de segundo grado Stephen Louis Carella —recitó él con impaciencia—. Distrito Ocho Siete. Mi número es el siete, uno, cuatro, cinco, seis, tres, dos.
—¿Lo has anotado? —le preguntó el segundo policía al primero.
—Lo he anotado.
Los dos agentes abandonaron el apartamento, todavía inquietos por lo que podía decirles el sargento de su Comisaría.
Denise Scott sufría un verdadero shock. Tenía el rostro muy pálido, le temblaban los labios y no se había quitado el abrigo, como si lo considerase todavía un escudo contra el cuchillo de su asaltante. Hillary le dio una generosa ración de coñac, y al cabo de dos o tres sorbos retornó el color a sus mejillas, y Denise se mostró dispuesta a hablar de lo sucedido. En realidad, era muy simple. Alguien la había agarrado por detrás cuando empezaba a bajar las escaleras del metro, y le había desgarrado la parte delantera del abrigo con el cuchillo más grande que viera en su vida. Denise había golpeado a su atacante con el bolso, empezó a chillar, y el desconocido echó a correr al oír unos pasos que bajaban, atropellando a todo el mundo.
—¿Seguro que era un hombre? —la interrogó Carella.
—Seguro.
—¿Cómo era? —quiso saber Hawes.
—Bueno, le vi sólo de refilón. Pero observé un cabello negro y creo que unos ojos pardos. Una cara muy afilada —replicó Denise con cierta vacilación.
—¿Edad?
—Veintiocho o veintinueve, supongo.
—¿Le reconocería si volviese a verle?
—Al instante.
—¿Le dijo algo?
—Ni una palabra. Sólo me atrajo hacia sí y trató de apuñalarme. Fíjese cómo han quedado mi abrigo y mi blusa —gimió.
A continuación, abrió más el escote de la blusa para examinarse el seno izquierdo. Hawes pareció muy interesado en averiguar si el cuchillo había penetrado o no en la carne, observando el escote con la atención de un interno de hospital.
—Tuve mucha suerte, ésta es la verdad —añadió Denise, tapando el seno con la blusa.
—Iba a por mí —musitó Hillary.
Carella no le preguntó por qué estaba tan segura, puesto que él opinaba exactamente lo mismo.
—Dame tu abrigo —pidió de repente Hillary.
—¿Qué? —se sobresaltó su hermana.
—Tu abrigo. Dámelo.
Denise se lo quitó. La cuchillada había desgarrado la blusa sobre el pecho izquierdo. Por debajo del desgarrón, Hawes tuvo otro atisbo de la maravillosa y tersa piel de la joven, una piel casi más blanca que el satén de la blusa. Hillary sostuvo el abrigo negro contra su pecho como si fuese un amante. Cerró los ojos y empezó a balancearse como hiciera al besar a Carella. Hawes la miró con extrañeza, después miró a la hermana y decidió que prefería acostarse con Denise que con Hillary. De pronto, decidió lo contrario. Acto seguido, pensó que no estaría mal acostarse con las dos a la vez, en la cama monumental de su apartamento. Carella, que no era psicólogo, ignoró que todo el mundo, durante aquellos días más o menos festivos, pensaba en tercetos y cuartetos… y no precisamente musicales. Hillary empezó a murmurar con la misma voz de la sesión anterior:
—La cinta… has robado… la cinta…
Hawes la contemplaba lleno de estupefacción, puesto que no había asistido al trance de Hillary ante Carella. Denise, acostumbrada al estilo de su hermana, bostezó. El coñac estaba haciéndole efecto. Había olvidado, al parecer, que escasamente una hora antes alguien trató de enviarla al mundo invisible donde ahora se hallaba mentalmente Hillary. En efecto, la joven médium había asegurado que un fantasma era el asesino de Gregory Craig, el mismo fantasma quizá que intentó matar a su hermana. Aquel abrigo negro destilaba unas emanaciones para Hillary que podían indicar muchas cosas… o ninguna.
—Hampstead… Hampstead —murmuró Hillary.
A Carella se le erizó el pelo de la nuca. Hawes, mirando a Denise, que tenía las piernas cruzadas y sonreía al compañero de Carella con el abandono producido por el coñac, solamente sintió erizársele el vello de la entrepierna.
—Mass… —continuó murmurando Hillary, con los ojos cerrados, siempre balanceándose y el abrigo de su hermana apretado contra su pecho—. Mass… Massachusetts. Hampstead, Massachusetts.
Carella se quedó boquiabierto.
Hillary abrió los ojos. Miró al detective, aunque sin verle en realidad. La mirada de Carella era tan vacua como la de la joven. Parecían una pareja de sabios idiotizados al compartir el mismo descubrimiento misterioso. Se miraban uno al otro, separados por un abismo de un metro escaso donde bullían demonios susurrantes y cadáveres inquietos. Carella tenía los pies fríos. Miraba a Hillary sin pestañear, igual que ella le miraba a él, y hubiese jurado que los ojos de la muchacha destellaban fuego, con todos los rojos y amarillos de ópalos deslumbrantes.
—Alguien… se ahogó en Hampstead, Massachusetts —susurró la médium.
Lo dijo directamente a Carella, ignorando a Hawes y a Denise. El detective sabía que Hillary convivió más de un año con Craig, de modo que éste podía contarle que su mujer se ahogó a unos tres kilómetros de la casa alquilada por él, casa que se hizo famosa con la obra Sombras Mortales; pese a esto, creyó que este conocimiento procedía del abrigo negro que tenía en las manos.
—Usted y yo iremos a Massachusetts —añadió Hillary.
Carella comprendió que irían, porque la esposa de Craig se había ahogado allí tres veranos antes; porque ahora habían muerto otras tres personas más, aparte del nuevo intento de asesinato contra Denise Scott… y porque, al fin y al cabo, era posible que hubiese fantasmas complicados en el asunto.
Esperaban llegar a la una de la tarde, cálculo bastante plausible si salían de la ciudad hacia las diez, teniendo en cuenta que Hampstead, según el mapa, se encontraba a unos trescientos kilómetros de distancia. Las carreteras estaban secas y en buen estado, pues la tormenta de nieve solamente se había abatido sobre la ciudad, sin tocar las zonas circundantes. Sin embargo, al llegar a Massachusetts comenzaron las dificultades. Si hasta entonces Carella mantuvo una velocidad de noventa kilómetros por hora, de acuerdo con el límite impuesto por la policía federal, en Massachusetts se vio obligado a rebajar el límite a cincuenta de promedio. El problema no era la nieve, ya que los Estados que esperan esquiadores en los meses invernales suelen dejar los caminos libres desde el instante en que cae el primer copo, a base de máquinas y trabajo humano. Pero la temperatura había descendido a los diez grados bajo cero, y la nieve caída por la mañana que se había fundido a mediodía estaba de nuevo helada, cubriendo el asfalto con una fina capa de hielo que hacía la conducción terriblemente peligrosa y extenuante.
Llegaron a Hampstead a las dos y veinticinco. El cielo se hallaba encapotado y soplaba un vendaval procedente del mar que azotaba los postigos de las ventanas de las casas costeras. Era como si la ciudad hubiese surgido del Atlántico como un monstruo prehistórico para secarse al sol, y hubiera hallado tan sólo un litoral inhospitalario y rocoso, sobre el que se había dejado caer desalentado y exhausto. Todas las casas de la costa mostraban un color gris uniforme, con sus tejas estropeadas por la inclemencia del tiempo, evocando la época en que Hampstead era un pueblecito de pescadores, cuyos habitantes se hacían a la mar en barcas como cáscaras de nuez. Todavía se veían redes y otros aparejos de pesca, pero el inevitable progreso había transformado la ciudad en una sucesión de moteles y restaurantes que literalmente barrían lo que de todos modos nunca habría sido un paraje encantador.
El parque era un rectángulo de césped IH marchito, rodeado por los edificios municipales de la ciudad y un hotel de cuatro plantas que ostentaba el pomposo nombre de Las Armas de Hampstead. El chillón oropel de las festividades adornaba la plaza como un escuadrón de bailarinas ataviadas con lentejuelas y banderolas. En el centro se alzaba un enorme abeto apagado, que más parecía una gaviota marina que perdiera la orientación. Carella aparcó el coche, y él y Hillary se encaminaron al Ayuntamiento, donde esperaban hallar la oficina del coroner y los datos relativos a la muerte de la esposa de Gregory Craig.
Hillary llevaba un abrigo de piel de mapache, un gorrito de paño marrón encasquetado hasta las orejas, guantes del mismo color, así como las botas, y la ropa que ya llevaba en casa de su hermana: una falda beige con rayas verdes y grises, un suéter de cuello alto color chocolate y otro de cuello bajo con botones de cuero. Carella lucía la ropa recibida como regalo de Navidad: pantalones de franela oscuros, de parte de Fanny; una camisa colorada, de Abril; una chaqueta deportiva color arenque ahumado, de Teddy; un abrigo azul, con forro de lana y cuello de imitación piel, también de Teddy, y un par de guantes forrados de piel, obsequio de Mark. Tenía los pies fríos; aquella mañana se había calzado unos zapatos de piel fina, pues no esperaba tener que recorrer las calles de una ciudad costera del estado de Massachusetts, con una temperatura bastante por debajo del cero, y con un vendaval atlántico, que semejaba la venganza de todos los marinos naufragados en aquellas aguas revueltas y oscuras.
—Sí —murmuró Hillary al cruzar el Parque—, ya sabía que esta ciudad era así.
El ayuntamiento era un edificio blanco con un tejado gris. Miraba al oeste, o sea, de espaldas al océano, protegiendo a la calle y al Parque de los embates violentos del vendaval. Todas las luces se hallaban encendidas, en defensa contra la oscuridad de la tarde; parecían faros orientando a los marineros extraviados.
Dentro, el edificio estaba tan caliente como un almacén general con su estufa de hierro en el centro. Carella estudió el tablero informativo del vestíbulo, un rectángulo negro con letras blancas de plástico, anunciando los diversos departamentos y despachos, con su correspondiente numeración. No había ninguna oficina del coroner. Carella, entonces, decidió dirigirse a Secretaría, donde habló con una empleada que hablaba como el difunto presidente Kennedy. Explicó que las oficinas de aquél se hallaban en el Hospital General de la ciudad, a unos tres kilómetros al nordeste, al otro lado del Bight. A pesar de la contrariedad que suponía aquella nueva pérdida de tiempo, Carella regresó, junto con Hillary, al coche, y ambos corrieron hacia el norte, por una carretera costera que empezó a curvarse después de pasar una balsa de agua salada, que no obstante resultó ser, según un enorme cartel, HAMPSTEAD BIGHT.
—¡Aquí es donde se ahogó! —exclamó Hillary—. ¡Pare!
—No —se opuso Carella—. Tenemos que saber antes cómo se ahogó.
El coroner era un hombre de unos setenta años, tan pálido y mustio como un cadáver, con una orla de pelo gris en torno a su calva. Llevaba un suéter de punto marrón, una camisa blanca de cuello raído, y una corbata del color de las boñigas de vaca. Tenía la mesa atestada de carpetas de archivo. Una placa negra, de plástico, anunciaba su nombre en caracteres blancos: HIRAM HOLLISTER.
Carella entró solo en el despacho.
Una cosa era llevar consigo a una médium, fiel creyente en los fantasmas, y otra muy distinta efectuar una encuesta oficial en presencia de una beldad de veintidós años, que lucía un abrigo de piel de mapache, lo que le daba un aspecto de niña mimada.
Hillary, por tanto, se quedó sentada en un banco del pasillo.
—Estoy investigando tres homicidios posiblemente relacionados entre sí —empezó Carella, mostrando su insignia—. Una de las víctimas fue un escritor llamado Gregory Craig, que…
—¿Qué dice aquí? —le interrumpió Hollister, mirando muy de cerca la insignia dorada con el ribete de esmalte y el sello de la ciudad.
—Detective —respondió Carella.
—Oh, detective. Claro…
—Una de las victimas fue un escritor llamado Gregory Craig. Su esposa, Stephanie Craig, se ahogó en el Bight de Hampstead, hace tres veranos. El jurado llegó a la conclusión de que la muerte fue accidental. Me pregunto si…
—Sí, hace tres veranos —asintió Hollister.
—¿Recuerda el caso?
—No, recuerdo lo que pasó hace tres veranos. Fue el año en que llovió tanto.
—¿No está archivado el caso? Supongo que se celebraría una investigación…
—Oh, sí, siempre se celebra cuando alguien muere ahogado.
—Stephanie Craig —repitió Carella—. ¿Le dice algo este nombre?
—De memoria, no. Aquí vienen muchos turistas; claro, que ignoran el peligro de las corrientes. Sí, siempre hay alguien que se ahoga. Bueno, en realidad, igual que en cualquier otra población marítima.
—¿Recuerda el nombre de Gregory Craig?
—Tampoco.
—Escribió un libro titulado Sombras Mortales.
—No lo he leído.
—Trata de una casa de esta ciudad.
—No, no sé nada de eso.
Carella reflexionó brevemente sobre lo inestable de la fama. Detrás de su mesa, Hollister inclinó la cabeza varias veces como si de repente recordase algo.
—Sí… —murmuró.
Carella esperó pacientemente.
—Llovió mucho aquel verano. La lluvia se llevó incluso el muelle de Logan. Claro que en realidad, solamente se llevó el embarcadero.
—Señor Hollister —le atajó el detective—, ¿podría encontrar el archivo de la investigación?
—Sí, al final del pasillo —respondió el coroner, consultando su reloj—. Oh, son casi las tres, y deseo llegar a casa antes de que estalle la tormenta. Dicen que la nieve alcanzará un espesor de veinte centímetros. ¿Lo sabía?
—No —Carella miró su propio reloj—. Si me deja la carpeta —propuso Carella—, le echaré una ojeada y después la dejaré sobre su escritorio… si no le importa.
—No me importa.
—Puedo firmarle un recibo en mi capacidad oficial como…
—No necesito ningún recibo —rechazó Hollister la proposición—. Sólo le pido que no me revuelva nada.
—Tendré mucho cuidado —prometió Carella.
—Los policías de otros Estados vienen por aquí a menudo —comentó el coroner—. Ninguno es aseado ni ordenado.
—Lo comprendo, señor —respondió Carella, imaginando que el «señor» halagaría al anciano—. Estoy acostumbrado a manejar archivos y le prometo que devolveré la carpeta en la misma condición en que está ahora, señor.
—Está bien, no se hable más.
Hollister se levantó de la silla giratoria, sorprendiendo a Carella con una estatura digna de un jugador de baloncesto. Siguió al coroner por el pasillo, pasando por delante de Hillary, que estaba sentada en el banco y le miró inquisitivamente, hasta un cubículo indicado en el cristal opaco de la puerta como ARCHIVO. Estaba lleno de archivadores de madera, cubiertos de polvo, que seguramente habrían alcanzado elevadas cotizaciones en las tiendas de antigüedades de Isola.
—¿Cuál es el apellido? —indagó el viejo.
—C-r-a-i-g —deletreó Carella, y volvió a pensar en la inestabilidad de la fama; se preguntó si en aquel mismo instante habría alguien en Norteamérica queriendo saber cómo se deletreaba Hemingway, Faulkner o incluso Harold Robbins.
—C-r-a-i-g —repitió Hollister.
Abrió el cajón de un archivador; fue deletreando el apellido, hasta que encontró la carpeta.
—¿Stephanie? —preguntó.
—Stephanie.
—Es ésta —Hollister estudió de nuevo el nombre antes de entregarle la carpeta al detective—. Cuando termine déjela sobre el archivador. No intente archivarla, ¿entiende?
—Sí, señor.
—De lo contrario, podría cambiarla de sitio.
—Sí, señor.
—Puede instalarse a aquella mesa que está al lado de la ventana, quitarse el abrigo y ponerse cómodo. ¿Quién es esa joven que parece un oso gris?
—Me ayuda en la investigación.
—Si quiere, puede pasar. No deseo que se hiele en el pasillo. Allí hay mucha corriente de aire.
—Gracias, señor.
—Bien, nada más —concluyó Hollister.
Se encogió de hombros y dejó solo a Carella con la carpeta. El detective se asomó al pasillo. Hillary continuaba en el banco, golpeando el suelo impacientemente con uno de sus pies.
—Venga —la invitó Carella.
Ella se levantó al momento y recorrió el pasillo, resonando los tacones de sus botas sobre el suelo de madera.
—¿Sabe algo? —inquirió con avidez.
—Tengo la carpeta de la investigación.
—Nos enteraremos de más cosas en el Bight —afirmó la joven.
Carella encendió la lámpara de la mesa y acercó una silla para Hillary. Ella no se quitó el abrigo de piel de mapache. Afuera, empezaba a nevar. El tictac del reloj de pared señalaba el paso de los segundos: eran las tres menos siete minutos.
—Tenemos que apresurarnos y salir de esta maldita ciudad —observó Carella— antes de que se nos eche encima la tormenta.
—Hemos de ir al Bight —le recordó Hillary—. Si le he acompañado es porque quiero ir al Bight. Y ver la casa que alquiló Craig.
—Si hay tiempo…
—De todas maneras, no podemos salir ya —replicó la joven—. La autopista cuarenta y cuatro está cerrada.
—¿Cómo lo sabe? —se admiró Carella—. Ejem…, bueno, apresurémonos. ¿Desea examinar esto conmigo? Si hay algo que…
—Únicamente deseo tocar esos papeles fue la extraña respuesta.
Tras el trance logrado con el abrigo de su hermana, Carella no se atrevió a oponerse a su petición. Mientras se dirigían a Massachusetts, ella había intentado explicarle cuales eran los poderes que ella, y otros como ella, poseían. Carella la escuchó atentamente, en tanto Hillary hablaba de la percepción extrasensorial, que internacionalmente se conoce como ESP, así como de la psicometría en particular, que definió como la capacidad de medir el fluido con el sexto sentido, así como las radiaciones electromagnéticas de otras personas, a menudo tocando un objeto propiedad de aquéllas, o una prenda de vestir. Los individuos benditos (o malditos, añadió Hillary) con este don, son capaces de conseguir información del pasado, del presente y, a veces, en el caso de los grandes psicométricos, del futuro. Explicó que el tiempo, desde el punto de vista psíquico, debe considerarse como un inmenso disco de música con millones y millones de surcos y muescas, que contienen millares de datos grabados. La persona con poderes psíquicos, en cierto sentido, es alguien que posee la extraordinaria capacidad de levantar el metafórico brazo de un gramófono y colocar la aguja en uno de los surcos, reproduciendo mentalmente la información conservada en el disco. Hillary desconocía el mecanismo exacto respecto a los sucesos del futuro, pues nunca había conseguido profetizar algo que debía ocurrir. Sus poderes se reducían a la clarividencia, la clariaudiencia y la clariesencia, pero estaba completamente segura de su poder para intuir correctamente, mediante la energía electromagnética de un objeto, los acontecimientos pasados o actuales relacionados con dicho objeto. Esto lo había logrado ayer con el abrigo de su hermana porque la prenda estuvo en contacto con el cuchillo del asesino, y el fluido fue lo suficientemente poderoso como para transmitirse del ser humano al objeto y después a otro objeto, que en este caso era el abrigo de Denise.
Su disertación, realizada con gran sobriedad, convenció a Carella de que la joven tenía unos poderes que él no comprendía en absoluto.
Sentados los dos a la mesa, con la carpeta entre las manos del detective, éste la abrió y empezó a leer. Hillary no leía. Simplemente, tocó la esquina superior derecha de cada página, sosteniéndola entre el pulgar y el índice, con los ojos cerrados y su cuerpo balanceándose ligeramente en la silla. Llevaba un perfume muy fuerte que Carella no había notado durante el trayecto en coche. Supuso, por consiguiente, que la concentración psicométrica creaba una serie de emanaciones y efluvios que aumentaba la fuerza del perfume de Hillary.
Según la investigación celebrada el dieciséis de septiembre, tres semanas después del trágico suceso ocurrido hacía tres veranos, Stephanie Craig estaba nadando sola en el Bight, entre las tres y las tres cincuenta de la tarde, cuando, de acuerdo con lo declarado por los escasos testigos del caso, la joven desapareció repentinamente bajo la superficie del agua. Reapareció en dos ocasiones, luchando por sostenerse y respirar, mas al sumergirse por tercera vez no volvió a salir. Uno de los testigos sugirió en la encuesta judicial que a la señora Craig (al parecer, todavía conservaba el «señora» cuatro años después de divorciarse de Craig) pudo apresarla un tiburón «o cualquier otro pez». El tribunal rechazó tal sugerencia, observando que no hubo sangre en el agua…, y quizá también a causa de que algunos libros y películas desalentaban a los turistas a bañarse en las poblaciones costeras: lo último que Hampstead necesitaba era el miedo a los tiburones o a cualquier otra dase de monstruo marino.
El tribunal dirigió la encuesta judicial escrupulosamente. El criado de la señora Craig declaró, por su parte, que su ama se fue hacia la playa a las dos y media de la tarde, llevando consigo una toalla y un bolso colgado al hombro, tras decirle que pensaba «ir andando hasta el Bight para darse una zambullida». Llevaba, como recordó con claridad, un bañador azul y sandalias. Los testigos de la playa recordaron haberla visto acercarse al borde del agua, probar su frialdad con los pies, retroceder para dejar las sandalias, la toalla y el bolso sobre la arena. Un testigo mencionó que «era el primer día de sol después de varias semanas», comentario que no debió gustar demasiado a los dos miembros de la Cámara de Comercio, que formaban parte del jurado.
Stephanie Craig se metió en el agua a las tres. Aquel día, el Bight se hallaba más encalmado que de costumbre. Protegido por una escollera natural, donde por el lado oriental se estrellaban las olas, con arena blanca, muy rara en aquellos parajes, era un lugar tranquilo y seguro para nadar, predilecto de la gente de la localidad y los turistas. Aquel día, había en la playa sesenta y cuatro personas. Solamente una docena presenciaron el suceso. Todas contaron exactamente lo mismo. Stephanie se hundió de pronto y se ahogó. Punto final. El informe del forense establecía que no hubo contusiones, laceraciones ni magulladuras en el cuerpo, por lo que se descartó al instante que un tiburón «u otra clase de monstruo marino» la hubiese arrastrado bajo el agua. Añadía el informe que el cadáver llegó al depósito solamente con la parte inferior del bañador, habiéndose perdido la pieza superior seguramente al debatirse intentando salvarse. Los análisis de drogas y alcohol fueron negativos. El forense que efectuó la autopsia no pudo decidir si la desgracia se debió a un calambre o a una repentina imposibilidad de mantenerse a flote, si bien el jurado concluyó que la causa probable del accidente era «un terrible calambre o una serie de calambres que dejaron indefensa a la señora Craig en unas aguas que tenían una profundidad de cinco metros». Otro testigo declaró que la señora Craig se hundió por última vez a las cuatro menos diez, lo que significaba que llevaba nadando casi una hora en unas aguas de temperatura no demasiado amable. No obstante Stephanie Craig había ganado tres medallas de natación en la universidad Holman, cosa que no se mencionó en la encuesta judicial.
Carella cerró la carpeta. Hillary pasó las manos por encima de la misma y abrió los ojos.
—No fue un accidente —murmuró—. El que mecanografió este informe sabía que no fue un accidente.
Carella volvió a hojear las páginas de la carpeta en busca del nombre o las iniciales del mecanógrafo en cuestión. No halló ninguna de ambas cosas. Tomó nota mental de llamar a Hollister y averiguar quién era dicho mecanógrafo.
—Ahora tenemos que ir al Bight —decidió Hillary—. Por favor, vayamos allí antes de que oscurezca más.
Cuando llegaron era casi de noche. La luz que aún se vislumbraba en el horizonte era difusa a causa de la nieve que caía, dificultando la visibilidad y el camino. Ya en la playa, contemplaron el agua. Stephanie Craig se ahogó a unos veinticinco metros de la orilla y a diez de la protección que brindaba la curva natural del rompeolas. Formaba como un anzuelo, con un extremo saliente como un ángulo agudo al nordeste, en tanto que las rocas del otro extremo se curvaban sobre sí mismas en una especie de gruta natural. Por la parte del océano, las olas se estrellaron contra aquella escollera, decididas a resquebrajarla lo antes posible. La gruta quedaba bien resguardada, de modo que únicamente la espuma y las rociadas intimidaban a los arremolinados copos de nieve. Encima de la gruta se hallaba una escalerilla de hierro unida al rompeolas. Hillary se volvió de espaldas al mismo, con lo que Carella comprendió que la joven pensaba descender a la playa rocosa de abajo.
—¡Ah, eso no! —exclamó, asiéndola del brazo.
—Abajo no puede ocurrir nada —protestó ella—. ‘El mar queda al otro lado.
Carella miró hacia abajo. Sí, la gruta parecía segura. Por la parte del océano, el oleaje rompía furiosamente contra la escollera, pero en la cueva habría podido dejar a su hija de diez años con su pato de goma. A continuación, precedió a Hillary hacia la escalerilla. Cuando ella empezó a bajar, vio la falda revoloteando en torno a sus piernas. Abajo, el viento estaba en calma. Una cueva pequeña abría su boca detrás de la playa rocosa, excavada en el rompeolas.
Dentro, distinguieron un bote pintado de verde, manchado de rojo más abajo de los oxidados toletes. Hillary se detuvo ante la cueva.
—¿Qué sucede? —inquirió Carella.
—Estuvo aquí.
—¿Quién?
La luz disminuía con rapidez. Carella hubiese debido coger la linterna de la guantera del auto, mas no lo había hecho. La cueva no era muy seductora. Carella siempre se burlaba de los claustrófobos, considerándolos unos maniáticos, pese a que temía verse atrapado en un espacio pequeño, incapaz de moverse atrás o adelante. Siguió a Hillary al interior de la cueva, agachando la cabeza para no darse contra el techo, tratando de divisar algo más allá del bote. La cueva no era muy honda y terminaba bruscamente a unos cinco metros de la entrada. Los muros estaban mojados. Hillary tocó uno de los oxidados toletes. Al momento, se llevó la mano a la espalda como alcanzada por la corriente eléctrica.
—No… —murmuró.
—¿Qué sucede? —repitió Carella.
—¡No! —gritó ella, dando un paso atrás—. ¡Oh, no, por favor, no!
De pronto, movió la cabeza y salió de la cueva. Cuando él salió, la joven trepaba ya por la escalerilla. Al llegar a lo alto, el viento se apoderó de su falda, pegándosela a los muslos. De repente, echó a correr a lo largo del rompeolas, con el mar estrellándose a su izquierda, hacia la playa donde estaba el coche. Carella la siguió, falto de respiración, perdiendo casi el equilibrio entre las rocas, temiendo caer al agua y ahogarse.
Cuando llegó al auto, Hillary ya estaba dentro, con los brazos cruzados sobre el abrigo de mapache, el cuerpo convertido en un puro temblor.
—¿Qué ocurrió en la cueva? —se obstinó él.
—Nada.
—Cuando tocó el bote…
—Nada.
Carella puso en marcha el motor. En la playa había ya al menos quince centímetros de nieve. El reloj del salpicadero señalaba las cuatro. Conectó la radio con la esperanza de oír las noticias locales, pero antes de escuchar el parte meteorológico tuvo que soportar un informe sobre el nuevo plan presidencial para combatir la inflación, después de un artículo referente al último conflicto de Oriente Medio. AI final, dieron el parte. La tormenta acababa de llegar a Massachusetts; se esperaba que la nieve alcanzara los cuarenta centímetros de espesor antes del amanecer. La autopista cuarenta y cuatro estaba cerrada al tráfico. Los desvíos del sur y el oeste eran peligrosos. El Departamento de Tráfico del estado rogaba a los automovilistas que retiraran sus vehículos de las carreteras a fin de dejar libre acceso a las máquinas quitanieves.
—Es mejor que regresemos a Hampstead —propuso el detective—, y tratemos de encontrar un par de habitaciones para pasar la noche.
—No —se opuso, pese a su temblor—. Quiero ver la casa que Greg alquiló aquel verano.
—No deseo quedar atascado aquí, en medio de…
—Nos pilla de paso. A tres kilómetros del Bight. ¿No dijo eso la hija de Greg?
Abigail Craig dijo: «Se ahogó en el Bight, a unos tres kilómetros del sitio donde mi padre tenía alquilada su famosa casa encantada». Aunque no creía en los poderes psíquicos de la joven más que a medias, Carella estaba seguro de que Hillary no se hallaba al corriente de la conversación que él sostuvo con Abigail, de manera que debió conocer aquella respuesta por medio de sus capacidades psíquicas. Claro que también era posible que Hillary supiese casi de memoria la obra Sombras Mortales, y si su autor había descrito la casa con todo lujo de detalles, ella debía estar enterada de su situación geográfica.
—A tres kilómetros del Bight pueden ser tres kilómetros en cualquier dirección —rezongó Carella—. No me gustaría terminar en el Atlántico.
—No, está camino de Hampstead.
—¿Lo pone en el libro?
—Reconocí la casa cuando pasamos cerca.
—No ha contestado a mi pregunta.
—No, en el libro no dio su situación exacta.
—¿Por qué no lo dijo cuando pasamos por delante?
—Porque el campo era muy potente.
—¿Qué campo?
—El campo electromagnético.
—¿Tan potente como para hacerla callar?
—Tan potente que me asustó.
—Y el Bight no, ¿eh? Cuando pasamos por el Bight…
—El Bight solamente fue el sitio donde se ahogó. La casa, en cambio…
Tembló de nuevo y se arrebujó en su abrigo. Carella nunca había oído castañetear los dientes de nadie y creía que era una mentira. No lo era: los dientes de la muchacha castañeteaban, dejando oír el sonido por encima del ruido del motor.
—Bien, ¿qué pasa con esa casa encantada?
—He de verla. La casa fue el comienzo. Fue en la casa donde empezó todo.
—¿Qué es todo?
—Los cuatro asesinatos.
—¿Cuatro? —se asombró él—. Sólo ha habido tres.
—Cuatro —repitió Hillary.
—Gregory Craig, Marian Expósito, Daniel Corbett…
—Y Stephanie Craig —concluyó ella.