38      

Veronica Hart estaba mirando el The Drudge Report cuando Stu Gold hizo entrar al general Kendall a su despacho. Ella estaba sentada en la parte de delante de su mesa, con la pantalla girada hacia la puerta para que Kendall pudiera tener una visión clara de las fotos de él y la mujer de The Glass Slipper.

—Y éste es sólo un sitio —dijo, indicando las tres sillas dispuestas delante de ella para que se sentaran—. Hay muchas más. —Una vez estuvieron todos sentados, se dirigió a Kendall—. ¿Qué va a decir su familia, general? ¿O su ministro y su congregación? —Su expresión seguía impasible; estaba atenta a no delatar su regodeo—. Sé que a muchos de ellos no les gustan las afroamericanas, ni siquiera como criadas o niñeras. Prefieren a las europeas del Este, polacas o rusas. ¿No es así?

Kendall no dijo nada. Estaba sentado con la espalda erguida como un huso y las manos unidas severamente entre las rodillas, como si estuviera en un consejo de guerra.

Hart habría deseado tener a Soraya al lado, pero todavía no había vuelto del piso franco de la NSA, lo que ya era preocupante de por sí. Encima no respondía al móvil.

—Le he sugerido que lo mejor que podía hacer ahora es ayudarnos a vincular a LaValle con la conspiración para robar secretos de la CIA —dijo Gold.

Hart sonrió amablemente a Kendall.

—¿Y qué dice usted a esta sugerencia, general?

—Reclutar a Rodney Feir fue idea mía —dijo Kendall, inconmovible.

Hart se inclinó hacia adelante.

—¿Quiere que creamos que se embarcó en un acto tan arriesgado sin informar de ello a su superior?

—Después del fiasco con Batt, tenía que hacer algo para demostrar mi valía. Creí que tendría más posibilidades cortejando a Feir.

—Así no vamos a ninguna parte —dijo Hart.

Gold se puso de pie.

—Estoy de acuerdo. El general ha decidido sacrificarse por el hombre que lo ha vendido. —Se dirigió a la puerta—. No sé de qué le sirve, pero hay gente para todo.

—¿Ya está? —preguntó Kendall mirando hacia adelante— ¿Han terminado conmigo?

—Nosotros sí —dijo Hart—, pero Rob Batt, no.

El nombre de Batt hizo reaccionar al general.

—¿Batt? ¿Qué tiene que ver él con esto? Está fuera del juego.

—No lo creo. —Hart se levantó y se situó detrás de la silla del general—. Batt lo tenía bajo vigilancia desde el momento en que le arruinó la vida. Fue él quien sacó esas fotos de usted y Feir entrando y saliendo del gimnasio, el restaurante y The Glass Slipper.

—Pero no es lo único que tiene. —Gold levantó el maletín de forma elocuente.

—O sea que me temo que su estancia en la CIA se prolongará un poco —dijo Hart.

—¿Cuánto?

—¿Qué más le da? —preguntó Hart—. Ya no tiene una vida, que digamos.

Mientras Kendall se quedaba con dos agentes armados, Hart y Gold fueron al despacho contiguo, donde Rodney Feir estaba esperando, custodiado por otro par de agentes.

—¿El general se está divirtiendo? —dijo Feir mientras los otros dos se sentaban delante de él—. Hoy tiene el día negro. —Se rio de su propia broma, pero nadie lo secundó.

—¿Tiene idea de lo grave que es su situación? —dijo Gold.

Feir sonrió.

—Creo que tengo una idea bastante aproximada.

Gold y Hart intercambiaron una mirada. Ninguno de los dos entendía la actitud despreocupada de Feir.

—Va a ir a la cárcel por mucho tiempo, señor Feir —dijo Gold.

Feir cruzó una pierna sobre la otra.

—Creo que no.

—Pues se equivoca —insistió Gold.

—Rodney, lo hemos pillado por robar secretos de Typhon y entregarlos a un miembro de alto rango de una organización rival de servicios secretos.

—¡Por favor! —dijo Feir—. Soy perfectamente consciente de lo que hice y de que me han pillado. Lo que digo es que nada de esto importa. —Seguía poniendo cara de gato de Cheshire, como si tuviera una escalera de color y ellos cuatro ases.

—Explíquese —dijo Gold bruscamente.

—La he jodido —dijo Feir—. Pero no lamento lo que hice, sólo el que me hayan pillado.

—Esa actitud sin duda lo ayudará mucho a defender su caso —dijo Hart cáusticamente. Estaba harta de que Luther LaValle y sus compinches la manipularan.

—Por carácter, no tengo tendencia al arrepentimiento, directora. Pero en vista de las pruebas que obran en su poder, mi actitud carece de importancia. Quiero decir que si estuviera contrito como Rob Batt, ¿cambiaría algo para usted? —Meneó la cabeza—. No vale la pena que nos engañemos. Lo que hice y lo que pienso pertenecen al pasado. Hablemos del futuro.

—No tiene futuro —dijo Hart secamente.

—Eso está por ver. —Feir seguía mirándola con su sonrisa irritante—. Le propongo un intercambio.

Gold estaba estupefacto.

—¿Quiere hacer un trato?

—Llamémoslo un intercambio justo —dijo Feir—. Retiran todos los cargos contra mí, y me dan una liquidación generosa y una carta de recomendación que me sirva para trabajar en el sector privado.

—¿Algo más? —dijo Hart— ¿Qué le parece una casa de veraneo en la bahía de Chesapeake y un yate de propina?

—Es una oferta generosa —dijo Feir con una expresión absolutamente seria—, pero no soy un cerdo, directora.

—Este comportamiento es intolerable —dijo Gold, levantándose.

Feir lo miró.

—No se sulfure, abogado. No ha oído lo que tengo que ofrecer.

—No me interesa. —Gold hizo una seña a los dos agentes—. Llévenlo otra vez a su celda.

—Yo en su lugar no lo haría. —Feir no se resistió cuando los agentes lo sujetaron y le obligaron a ponerse de pie. Miró a Hart—. Directora, ¿nunca se ha preguntado por qué Luther LaValle no intentó nada contra la CIA mientras el Viejo estaba vivo?

—No me hizo falta; lo sé. El Viejo era demasiado poderoso, estaba demasiado bien relacionado.

—Eso es cierto, pero hay otra razón más concreta. —Feir miró a un agente y después al otro.

Hart tenía ganas de retorcerle el cuello.

—Suéltenlo —dijo.

Gold dio un paso adelante.

—Directora, le recomiendo encarecidamente…

—No perdemos nada escuchándole, Stu. —Hart hizo un gesto con la cabeza—. Siga, Rodney. Tiene un minuto.

—La verdad es que LaValle intentó varias veces apoderarse de la CIA mientras la dirigía el Viejo. Fracasó todas las veces, ¿y sabe por qué? —Feir miró a uno y después a otro, con la sonrisa del gato de Cheshire en el rostro—. Porque durante años el Viejo tuvo un topo bien infiltrado en la NSA.

Hart lo miró con los ojos desorbitados.

—¿Qué?

—Menuda tontería —dijo Gold—. Esto es una cortina de humo.

—Buena suposición, abogado, pero se equivoca. Conozco la identidad del topo.

—¿Y cómo demonios puede saber algo así, Rodney?

Feir rio.

—A veces, no muy a menudo, lo reconozco, vale la pena ser el jefe de los chupatintas de la CIA.

—Esto no es en absoluto…

—Esto es exactamente lo que soy, directora. —De repente se apoderó de él la antigua rabia sedimentada con los años—. Ningún título altisonante puede disimularlo. —Hizo un gesto con la mano, como para reducir a cenizas su ira—. Pero da igual, el caso es que veo cosas en la CIA que no ve nadie más. El Viejo había previsto la eventualidad de que lo mataran, pero eso lo sabe mejor que yo, abogado, ¿no?

Gold miró a Hart.

—El Viejo dejó una serie de sobres sellados dirigidos a diferentes directores en caso de que él desapareciera repentinamente.

—Uno de esos sobres —dijo Feir—, el que contenía la identidad del topo dentro de la NSA, estaba dirigido a Rob Batt, lo que en su momento era lógico, ya que Batt era el jefe de operaciones. Pero nunca llegó a manos de Batt; yo me ocupé de ello.

—Usted… —Hart estaba tan furiosa que no podía ni hablar.

—Podría decir que ya había empezado a sospechar que Batt trabajaba para la NSA —dijo Feir—, pero sería mentira.

—Así que se la quedó, incluso después de que me nombraran directora.

—Poder, directora. Me imaginé que tarde o temprano necesitaría una carta para comprar mi libertad.

Otra vez la sonrisa que hacía que Hart quisiera darle un puñetazo en la cara. Se reprimió haciendo un esfuerzo.

—Y mientras tanto, dejó que LaValle se nos echara encima. Por su culpa, me sacaron de mi despacho esposada, por su culpa el legado del Viejo ha estado a punto de irse a pique.

—Sí, bueno, estas cosas pasan. ¿Qué se le va a hacer?

—Yo le diré lo que puedo hacer —dijo Hart, haciendo una señal a los agentes, que sujetaron a Feir otra vez—. Puedo decirle que se vaya al infierno. Puedo decirle que pasará el resto de su vida entre rejas.

Incluso después de aquello Feir permaneció impasible.

—He dicho que sabía quién era el topo, directora. Además, y creo que esto le interesará especialmente, sé dónde trabaja.

Hart estaba demasiado furiosa para que le importara.

—Llévenselo de mi vista.

Mientras lo sacaban de la habitación, Feir dijo:

—Está dentro del piso franco de la NSA.

La directora sintió que el corazón le latía con fuerza en el pecho. Ahora la maldita sonrisa de Feir no sólo era comprensible, sino lógica.

Faltaban treinta y tres horas y veintiséis minutos. Con las amenazadoras palabras de Ikupov todavía en los oídos, Bourne captó un ligero movimiento. Ikupov y él estaban en el vestíbulo, con la puerta del piso todavía abierta. Allí fuera había alguien, escondido detrás la puerta.

Bourne, sin dejar de hablar con Ikupov, cogió al otro hombre del codo y lo metió en el salón, hacia el pasillo que llevaba a los dormitorios y al baño. Al pasar frente a una ventana, el vidrio explotó con la fuerza de un hombre que se catapultara hacia el interior. Bourne se volvió de golpe, con la SIG Sauer que había cogido a Ikupov apuntando al intruso.

—Baja la SIG —dijo una voz de mujer detrás de él. Bourne volvió la cabeza para ver quien estaba en el vestíbulo: una mujer joven y pálida, que le apuntaba a la cabeza con una Luger.

—Leonid, ¿qué haces aquí? —Ikupov parecía a punto de sufrir un ataque de apoplejía—. Te di órdenes expresas…

—Es Bourne. —Arkadin avanzó a través de una alfombra de cristales hechos añicos—. Fue Bourne quien mató a Mischa.

—¿Es eso cierto? —Ikupov se volvió a mirar a Bourne—. ¿Mató a Mijail Tarkanian?

—No me dejó alternativa —dijo Bourne.

Devra, con su Luger apuntando directamente a la cabeza de Bourne, dijo:

—Suelta la SIG. No lo repetiré.

Ikupov se avanzó hacia Bourne.

—Yo la cogeré.

—Quédate dónde estás —ordenó Arkadin. Él apuntaba su Luger a Ikupov.

—Leonid, ¿qué haces?

Arkadin no le hizo caso.

—Haz lo que dice la señora, Bourne. Suelta la SIG.

Bourne obedeció. En cuanto soltó el arma, Arkadin dejó caer su Luger y saltó encima de Bourne. Éste levanto un antebrazo a tiempo para bloquear la rodilla de Arkadin, pero sintió la sacudida hasta el hombro. Intercambiaron puñetazos brutales, amagos engañosos y movimientos defensivos. Por cada movimiento que hacía Bourne, Arkadin tenía preparado un contraataque perfecto y viceversa. Cada vez que Jason miraba al ruso a los ojos veía sus actos más oscuros reflejados en la atrocidad, la muerte y la destrucción que llevaba encima. En aquellos ojos implacables había un vacío más negro que una noche sin estrellas.

Se movieron a través del salón, con Bourne retrocediendo, hasta que pasaron bajo el arco que separaba el salón del resto del apartamento. En la cocina, Arkadin cogió un gran cuchillo y lo blandió contra el rival. Esquivando el arco mortal del ejecutor, Bourne cogió un taco de madera que contenía varios cuchillos. Arkadin clavó su cuchillo en la superficie de la cocina, y no tocó los dedos de Bourne por los pelos. Ahora el ruso, blandiendo el cuchillo adelante y atrás como una hoz cortando trigo, le impidió llegar a los cuchillos.

Bourne estaba cerca del fregadero. Sacando un plato del escurreplatos lo lanzó como un Frisbee, obligando a Arkadin a esquivarlo. Bourne sacó un cuchillo de trinchar como si desenfundara una espada. El acero chocó con el acero, hasta que Bourne utilizó el cuchillo para clavarlo en el estómago de Arkadin. Pero éste bajó su cuchillo con precisión sobre el lugar donde lo agarraba la mano de Bourne y le obligó a soltarlo. El cuchillo cayó al suelo tintineando. Arkadin se abalanzó sobre Bourne y los dos se enzarzaron en un combate cuerpo a cuerpo.

Bourne logró mantener alejado el cuchillo, y a tan poca distancia era imposible hacerlo oscilar. Consciente de que era más una carga que una ventaja, Arkadin lo soltó.

Durante tres largos minutos permanecieron agarrados en una especie de doble presa mortal. Ensangrentados y magullados, ninguno de los dos lograba imponer su ventaja. Bourne nunca se había enfrentado a nadie con la capacidad física y mental de Arkadin, alguien que se pareciera tanto a él. Luchar con Arkadin era como luchar con una imagen de sí mismo, una imagen que no le gustaba demasiado. Se sentía como si estuviera al borde de un precipicio y debajo hubiese algo terrible, un abismo lleno de terrores interminables, donde la vida no pudiera continuar. Sentía que Arkadin se estaba esforzando por lanzarlo al abismo, como si quisiera mostrarle la desolación que estaba al acecho detrás de sus propios ojos, la imagen horripilante de su pasado olvidado de la que era el reflejo.

Con un esfuerzo supremo, Bourne se deshizo de la presa, y asestó un puñetazo a su rival en la oreja. El ruso retrocedió contra una columna mientras Jason huía a toda prisa de la cocina hacia el pasillo. Al hacerlo, oyó el inconfundible sonido de un obturador que se cerraba y se lanzó de cabeza al dormitorio principal. Un tiro astilló el marco de madera justo por encima de su cabeza.

Se levantó rápidamente y fue al armario de Kirsch, mientras oía que Arkadin gritaba a la mujer pálida que no disparara. Bourne apartó la hilera de trajes y rascó el panel de chapa de la pared del armario buscando los pestillos que Kirsch le había descrito en el museo. Justo cuando oyó entrar a Arkadin en el dormitorio, giró los pestillos, apartó el panel y, agachándose todo lo que pudo, entró en un mundo de oscuridad absoluta.

Cuando Devra se volvió después de intentar herir a Bourne, se encontró mirando al cañón de la SIG Sauer que Ikupov había recogido del suelo.

—Idiota —dijo Ikupov—, tu novio y tú vais a estropearlo todo.

—Lo que haga Leonid es asunto suyo —dijo ella.

—Ahí es donde te equivocas —dijo Ikupov—. Leonid no tiene asuntos personales. Todo lo que es me lo debe a mí.

Devra salió de la penumbra del vestíbulo y entró en el salón. La Luger que tenía en la mano apuntaba a Ikupov.

—Ha terminado contigo —dijo—. Su esclavitud ha acabado.

Ikupov rio.

—¿Eso es lo que te ha dicho?

—Es lo que le he dicho yo.

—Entonces eres más idiota de lo que creía.

Se movieron en círculos, atentos al más mínimo movimiento. Aun así, Devra esbozó una sonrisa glacial.

—Ha cambiado desde que salió de Moscú. Es una persona diferente.

Ikupov soltó una risita gutural y despectiva.

—Lo primero que tienes que meterte en la cabeza es que Leonid es incapaz de cambiar. Lo sé mejor que nadie porque desperdicié muchos años intentando que fuera mejor persona. Fracasé. Todos los que lo intentaron fracasaron y ¿sabes por qué? Porque Leonid no está entero. En los días y las noches de Nizhni Tagil se quebró. Ni todos los hombres del zar ni todos los caballos del zar podrían recomponerlo: las piezas ya no encajan. —Hizo un gesto con el cañón de la SIG Sauer—. Vete, vete mientras puedas; si no, te prometo que te matará como ha matado a todos los que intentaron acercarse a él.

—¡Qué equivocado estás! —escupió Devra—. Eres como todos los de tu calaña, corrompido por el poder. Has pasado tantos años apartado de la vida de la calle que has creado tu propia realidad, la que se activa sólo con un gesto de tu mano. —Dio un paso hacia él, lo que provocó una tensa reacción del hombre—. ¿Crees que puedes matarme antes de que te mate yo? No contaría con ello. —Inclinó la cabeza—. En todo caso, tienes más que perder que yo. Yo ya estaba medio muerta cuando Leonid me encontró.

—Ah, ahora lo entiendo —dijo Ikupov—, te ha salvado de ti misma, te ha salvado de la calle, ¿no?

—Leonid es mi protector.

—¡Por Dios!, ¿quién se engaña ahora?

La sonrisa glacial de Devra se ensanchó.

—Uno de los dos está fatalmente equivocado. Falta por ver quién.

—La habitación está llena de maniquíes —había dicho Egon Kirsch cuando le había descrito su estudio a Bourne—. Tengo las persianas cerradas para proteger mis obras de la luz. Los he construido a partir de la nada, por decirlo de algún modo. Son mis compañeros, por así decirlo, así como mi obra. En este sentido, pueden sentir o, si lo prefiere, creo que tienen el don de la visión. ¿Qué criatura puede levantar la mirada sobre el propio creador sin enloquecer o volverse ciega o ambas cosas?

Con el plano de la habitación en la mente, Bourne entró en el estudio, evitando los maniquíes para no hacer ruido o, como habría dicho Kirsch, para no perturbar el proceso de su nacimiento.

—Creerá que estoy mal de la cabeza —había dicho Kirsch en el museo—. No es que me importe. Para todos los artistas, tengan éxito o no, sus creaciones están vivas. Yo no soy diferente. Tan sólo se trata de que, después de tantos años intentando dar vida a la abstracción, he dado forma humana a mi trabajo.

Bourne oyó un ruido y se quedó inmóvil un momento. Después echó un vistazo por detrás del muslo de un maniquí. Sus ojos se habían adaptado a la extrema penumbra, y distinguía movimiento: Arkadin había encontrado el panel y había entrado en el estudio detrás de él.

Bourne creía tener más posibilidades aquí que en el piso de Kirsch. Conocía la disposición, la oscuridad podía ayudarlo, y si golpeaba con rapidez tendría la ventaja de ver cuando Arkadin todavía no pudiera hacerlo.

Con la estrategia en la cabeza, salió de detrás de un maniquí, y fue hacia el ruso. El estudio era como un campo de minas. Había tres maniquíes entre Arkadin y él, todos colocados en poses y ángulos diferentes. Uno estaba sentado, sosteniendo una pequeña pintura en la mano, como si leyera un libro; otro estaba de pie con las piernas separadas, en la clásica postura del tirador; el tercero corría, inclinado hacia adelante, como si se estirara para cruzar la meta.

Bourne se movió alrededor del corredor. Arkadin estaba agachado, prudentemente inmóvil para acostumbrar sus ojos a la oscuridad. Era justo lo que había hecho Bourne al entrar en el estudio un momento antes.

De nuevo Bourne se sintió angustiado por la misteriosa imagen especular que representaba Arkadin. El observarse a sí mismo haciendo todo lo posible para encontrarse y matarse no sólo no le producía ningún placer, sino que le generaba mucha ansiedad, al nivel más primitivo.

Acelerando el ritmo, Bourne acortó la distancia que lo separaba del maniquí sentado, que leía su pintura. Consciente de que no disponía de más tiempo, se situó furtivamente frente al pistolero. En el momento en que iba a lanzarse encima de Arkadin, sonó su móvil y la pantalla se iluminó con el número de Moira.

Con una exclamación silenciosa, Bourne saltó. Arkadin, pendiente de la más leve anomalía, se volvió a la defensiva hacia el sonido y Bourne chocó contra una pared de músculo, tras la cual había una voluntad asesina de una intensidad feroz. Arkadin atacó con el cuchillo; Bourne retrocedió, entre las piernas del maniquí tirador. Arkadin avanzó y se golpeó contra la cadera del maniquí. Retrocediendo con una maldición, atacó al maniquí con el cuchillo. La hoja se clavó en la piel acrílica y se hundió en el metal de debajo. Bourne pegó una patada mientras Arkadin intentaba liberar la hoja y acertó al lado izquierdo del pecho de su adversario. Arkadin intentó alejarse rodando. Bourne apretó el hombro contra la espalda del tirador. Era extremadamente pesado, pero empujó con todas sus fuerzas y logró hacerlo caer encima de Arkadin, de modo que quedara atrapado.

—Tu amigo no me dejó alternativa —dijo Bourne—. Me habría matado si no lo hubiera detenido. Estaba demasiado lejos y no tuve más remedio que lanzar el cuchillo.

De Arkadin salió un ruido parecido al estallido de un disparo. Bourne tardó un momento en comprender que era una risotada.

—Estaría dispuesto a jurar que, antes de morir, Mischa te dijo que eras hombre muerto, Bourne.

Jason estaba a punto de contestar cuando vio el brillo tenue de una SIG Sauer Mosquito en la mano de Arkadin. Se agachó justo antes de que la bala del 22 le pasara silbando sobre la cabeza.

—Tenía razón.

Bourne se apartó, se puso detrás de otros maniquíes y los utilizó para cubrirse mientras Arkadin disparaba tres balas más. Yeso, madera y material acrílico saltaron en pedazos cerca del hombro y la oreja izquierdos de Bourne antes de que pudiera esconderse debajo de la mesa de trabajo de Kirsch. Detrás de él, oía los gruñidos de Arkadin combinados con el chirrido de metal que producían sus intentos de salir de debajo del tirador caído.

Gracias a la descripción de Kirsch, Bourne sabía que la puerta principal estaba a la izquierda. Se puso de pie y corrió hacia la esquina mientras Arkadin disparaba otro tiro. El proyectil dio en la pared desintegrando un pedazo de yeso y astillas. Bourne llegó a la puerta, giró el pomo y salió al pasillo. La puerta abierta del piso de Kirsch estaba amenazadoramente abierta a su izquierda.

—No llegaremos a ninguna parte apuntándonos el uno al otro —dijo Ikupov—. Intentemos salir de esta situación de una forma razonable.

—Ése es tu problema —dijo Devra—. La vida no es racional: es un caos de mierda. Es parte del engaño; el poder te hace creer que puedes controlarlo todo. Pero no puedes, nadie puede.

—Leonid y tú creéis saber lo que estáis haciendo, pero os equivocáis. Nadie funciona en el vacío. Si matáis a Bourne las consecuencias serán terribles.

—Consecuencias para ti, no para nosotros. Esto es lo que hace el poder: pensáis en atajos. Viabilidad, oportunidades políticas y corrupción sin fin.

Fue en aquel momento cuando los dos oyeron los tiros, pero sólo Devra sabía que procedían de la Mosquito de Arkadin. Presintió que el dedo de Ikupov se tensaba sobre el gatillo de la SIG, y se situó en una posición semiagachada, sabiendo que si aparecía Bourne en lugar de Arkadin, lo mataría.

La situación había alcanzado el punto de ebullición, e Ikupov estaba claramente preocupado.

—Devra, te ruego que pienses en ello. Leonid no conoce todos los hechos. Necesito vivo a Bourne. Lo que le hizo a Mischa es despreciable, pero los sentimientos personales no tienen cabida en casos como éste. Tanta planificación y tanta sangre vertida no habrán servido de nada si Leonid mata a Bourne. Debes dejar que le ponga fin; te daré lo que quieras, cualquier cosa que quieras.

—¿Crees que puedes comprarme? El dinero no significa nada para mí. Lo que quiero es a Leonid —dijo Devra justo cuando Bourne apareció en la puerta de entrada.

Devra e Ikupov se volvieron al mismo tiempo. Devra gritó porque supo, o creyó saber, que Arkadin estaba muerto, y redirigió la Luger de Ikupov a Bourne.

Jason retrocedió al pasillo y ella disparó un tiro tras otro contra él mientras caminaba hacia la puerta. En tanto que toda su concentración estaba puesta en Bourne, apartó la mirada de Ikupov y no percibió el momento crucial en que él apuntaba la SIG en su dirección.

—Te he avisado —dijo, disparándolo al pecho.

La muchacha cayó de espaldas.

—¿Por qué no me has escuchado? —exclamó Ikupov, disparando otra vez.

Devra emitió un leve sonido y arqueó el cuerpo. Ikupov se la quedó mirando.

—¿Cómo pudiste dejarte seducir por un monstruo así? —dijo.

Devra le miró con los ojos enrojecidos. La sangre brotaba fuera de ella con cada latido forzado de su corazón.

—Eso es exactamente lo que le pregunté cuando me refería a ti. —Cada jadeo le producía un dolor indescriptible—. No es un monstruo, pero si lo fuera tú serías mucho peor.

Su mano se contrajo. Ikupov, distraído por las palabras de la chica, no prestó atención a la Luger que ella tenía en la mano, hasta que disparó. Le dio en el hombro derecho y le hizo retroceder contra la pared. El dolor le obligó a soltar la SIG. Viendo que la chica intentaba volver a disparar, se volvió y corrió fuera del piso, bajó corriendo la escalera y salió a la calle.