20
En aquel preciso instante, Leonid Danilovich Arkadin y Devra estaban decidiendo cómo ponerse en contacto con Haydar sin que se enteraran los colegas de la chica.
—Lo mejor sería hacerlo salir de su entorno —dijo Arkadin—. Pero para eso necesitamos conocer sus movimientos. No tengo tiempo…
—Conozco un modo —dijo Devra.
Los dos estaban sentados uno al lado del otro en una cama de una habitación de la planta baja de un pequeño hotel. La habitación no era gran cosa —una cama, una silla y una cómoda destartalada—, pero tenía baño, con una ducha con agua caliente, de la que habían disfrutado primero uno y después la otra. Lo mejor de todo era que no hacía frío.
—Haydar es jugador —siguió Devra—. Casi todas las noches acaba en la trastienda de una cafetería. Conoce al dueño y los deja jugar sin cobrar nada. De hecho, una vez a la semana él también juega. —Miró su reloj—. Seguro que ahora está allí.
—¿Para qué nos sirve eso? Seguro que tu gente lo tiene protegido.
—Claro, por eso no nos acercaremos al local.
Una hora después estaban sentados en un coche de alquiler con las luces apagadas en una calle de doble sentido. Se estaban congelando. No había nevado como estaba previsto. Una media luna navegaba por el cielo, mientras una farola de otra época iluminaba vestigios de nubes y masas de nieve azuladas y crujientes.
—Ésta es la ruta que recorre Haydar para ir y volver de la partida. —Devra inclinó el reloj para que lo iluminara la luz de la luna reflejada en los cúmulos de nieve—. Debería pasar por aquí en cualquier momento.
Arkadin estaba sentado al volante.
—Tú indícame qué coche es. Yo me encargo del resto. —Tenía una mano en el contacto y la otra en el cambio de marchas—. Debemos estar preparados. Podría tener escolta.
—Si tiene guardianes irán con él en el coche —dijo Devra—. Las calles están tan mal que sería demasiado difícil seguirlo con otro coche.
—Un coche solo —dijo Arkadin—. Mejor que mejor.
Un instante después la noche se iluminó con un repentino brillo en movimiento en la calle en pendiente.
—Faros. —Devra se puso en tensión—. Es la dirección correcta.
—¿Reconocerías su coche?
—Claro que sí —dijo—. No hay muchos coches en la zona. La mayoría son camiones viejos para el transporte.
El brilló aumentó. Enseguida distinguieron los propios faros cuando el vehículo llegó a la cima. Por la posición de los faros, Arkadin dedujo que no era un camión sino un coche.
—Es él —dijo la chica.
—Sal —ordenó Arkadin—. ¡Corre! ¡Corre!
—Siga en primera hasta que le indique otra cosa —dijo Bourne al taxista.
—No creo…
Pero Bourne ya había abierto la puerta del lado de la acera y corría detrás de los dos hombres. El primero tenía a Gala, mientras el otro se había vuelto con los brazos levantados, tal vez para señalar algo a un coche en espera. Bourne golpeó con las dos manos el diafragma del hombre, y le bajó la cabeza contra su rodilla levantada. Los dientes del hombre se cerraron de golpe y cayó.
El otro hombre hizo girar a Gala para colocarla entre Bourne y él. Pero Bourne fue más rápido, agarró a la chica y se lanzó contra el adversario, que todavía estaba buscando su pistola. Cuando él intentó detener a Bourne, Gala lo pisó con fuerza con el tacón. Era la única distracción que necesitaba Jason. Rodeando la cintura de la chica con una mano, la empujó y lanzó un violento puñetazo en dirección a la garganta del hombre, el cual levantó las manos por instinto, mientras tosía y jadeaba. En aquel momento, Bourne le asestó dos golpes rápidos en la barriga y lo hizo caer.
—¡Vamos!
Bourne cogió a Gala de la mano y se dirigió hacia el taxi que avanzaba lentamente por la calle con la puerta abierta.
Empujó a la chica dentro, saltó detrás de ella y cerró la puerta de golpe.
—¡Acelere! —gritó al taxista— ¡Acelere!
Temblando de frío, Gala subió la ventanilla.
—Me llamo Yakov —dijo el taxista, estirando el cuello para mirarlos por el retrovisor—. Me ha proporcionado muchas emociones esta noche. ¿Habrá más? ¿Adónde quiere que lo lleve?
—Limítese a conducir —dijo Bourne.
Unas calles después Bourne se dio cuenta de que Gala lo estaba mirando.
—No me habías mentido —dijo.
—Tú tampoco. Es evidente que la Kazanskaya cree que conoces el paradero de Leonid.
—Leonid Danilovich Arkadin. —Todavía estaba intentando recuperar el aliento—. Se llama así. Es lo que querías, ¿no?
—Lo que quiero —dijo Bourne— es un encuentro con Dimitri Maslov.
—¿El jefe de la Kazanskaya? Tú estás loco.
—Leonid ha estado jugando con una gente muy peligrosa —dijo Bourne—. Te ha puesto en una situación arriesgada. A menos que pueda convencer a Maslov de que no sabes dónde está Arkadin, nunca estarás segura.
Estremeciéndose, Gala se apretó el abrigo de piel.
—¿Por qué me has salvado? ¿Por qué haces esto?
—Porque no puedo permitir que Arkadin te arroje a los lobos.
—No es lo que ha hecho —protestó ella.
—¿Cómo lo describirías tú?
La chica abrió la boca, pero volvió a cerrarla y se mordió el labio como si pudiera encontrar una respuesta en el dolor.
Habían llegado al cinturón de ronda interior. El tráfico pasaba silbando a velocidades aturdidoras. El taxista estaba a punto de ganarse el apelativo de bombila que recibía su vehículo.
—¿Adónde? —dijo, mirando hacia atrás.
Hubo un momento de silencio. Después Gala se echó hacia adelante y le dio una dirección.
—¿Y dónde coño está esto? —preguntó el taxista.
Aquélla era otra de las rarezas de las bombili. Como casi ninguno era moscovita, no tenían ni idea de dónde estaba nada. Sin amilanarse, Gala le dio instrucciones y, con una horrible vomitona de humo de diésel, se lanzaron entre el tráfico enloquecido.
—Ya que no podemos volver al piso —dijo Gala—, iremos a casa de una amiga mía. Lo he hecho otras veces. Le parecerá bien.
—¿La Kazanskaya la conoce?
Gala frunció el ceño.
—No lo creo, no.
—No podemos arriesgarnos. —Bourne dio al taxista la dirección de uno de los hoteles nuevos gestionados por estadounidenses, cerca de la plaza Roja—. Es el último sitio donde te buscarán —dijo, mientras el taxista cambiaba de marcha y se lanzaba hacia la noche llena de lentejuelas de Moscú.
Solo en el coche, Arkadin encendió el motor y arrancó. Apretó a fondo el pedal del gas, acelerando tan rápidamente que la cabeza le rebotó hacia atrás. Apagó los faros justo antes de chocar contra la esquina derecha del coche de Haydar. Vio a los guardaespaldas en el asiento posterior. Estaban a punto de volverse cuando su coche chocó con ellos de lleno y con violencia. La parte posterior del vehículo de Haydar resbaló hacia la izquierda y empezó a dar bandazos. Arkadin frenó bruscamente, golpeó la puerta de la derecha y la hundió. Haydar, que estaba intentando recuperar el dominio del volante, perdió todo el control del coche. Salió de la calle, con el hocico vuelto en la dirección por donde había venido. El portaequipajes chocó con un árbol, el parachoques se partió por la mitad y la chapa del portaequipajes cayó en medio de la calle como un animal herido. Arkadin salió de la calle, puso el coche en punto muerto, bajó y corrió hacia Haydar. Sus faros iluminaban directamente el coche accidentado. Podía ver a Haydar detrás del volante, consciente, pero en estado de shock. Sólo se veía a uno de los hombres del asiento trasero. Su cabeza estaba tirada hacia atrás y de lado. Tenía sangre en la cara, negra y brillante bajo aquella luz áspera.
Haydar se encogió aterrorizado al ver que Arkadin se acercaba a los guardaespaldas. Las dos puertas traseras estaban tan hundidas que no podían abrirse. Arkadin se sirvió del codo para romper una de las ventanas traseras y miró en el interior del vehículo. Uno de los hombres, que había recibido un golpe de lado, había salido disparado hacia el lado opuesto y yacía medio encima del guardaespaldas que aún estaba sentado. Ninguno de los dos se movía.
Mientras Arkadin se disponía a sacar a Haydar del coche, Devra salió de la oscuridad como un rayo. Haydar la reconoció y se quedó estupefacto. La chica se abalanzó sobre Arkadin, y lo derribó con su impulso.
Haydar los observó atónito mientras rodaban por la nieve, ora a la luz, ora en la sombra. La joven golpeaba al hombre, que era mucho más grande que ella, se defendía y poco a poco ganaba ventaja gracias a su masa y su fuerza superiores. Entonces Devra retrocedió y Haydar vio que tenía un cuchillo en la mano. Lo lanzó en la oscuridad, y apuñaló una y otra vez.
Cuando ella se levantó y volvió a estar bajo la luz de los faros respiraba con dificultad. Su mano estaba vacía. Haydar imaginó que había hundido el cuchillo en el cuerpo del adversario. La chica, agotada por la lucha, se tambaleó un momento. Después se dirigió hacia él.
Abrió la puerta del coche de un tirón y dijo:
—¿Estás bien?
Él asintió, manteniendo las distancias.
—Me dijeron que nos habías traicionado, que te habías pasado al enemigo.
Ella rio.
—En realidad era lo que quería que creyera ese hijo de puta. Logró cargarse a Shumenko y a Filia. Después de eso imaginé que la única forma de sobrevivir era seguirle el juego hasta que surgiera la oportunidad de liquidarlo.
Haydar asintió.
—Ésta es la batalla final. La idea de que te hubieras pasado al otro bando era desmoralizante. Sé que algunos piensan que has llegado donde estás no por tus méritos sino por otra clase de prestaciones con Piotr. Pero yo no. —Los efectos del estado de shock estaban desapareciendo de sus ojos, y daban paso al brillo habitual teñido de astucia.
—¿Dónde está el paquete? —preguntó ella— ¿Está a salvo?
—Lo he entregado a Heinrich esta misma tarde, durante la partida de cartas.
—¿Y ya se ha marchado a Múnich?
—¿Para qué iba a quedarse un minuto más de lo necesario? No soporta esto. He supuesto que se iba en coche a Estambul para coger el vuelo de siempre de primera hora de la mañana. —Entornó los ojos—. ¿Para qué quieres saberlo?
Soltó un pequeño gemido al ver a Arkadin saliendo de la oscuridad.
—¿Qué significa esto? Te he visto apuñalarlo a muerte —preguntó, mientras miraba a Devra y Arkadin.
—Has visto lo que querías ver. —Arkadin entregó a Devra su pistola, y ella disparó a Haydar entre los ojos.
La chica se volvió a mirar a Arkadin y le devolvió la pistola cogiéndola por el cañón.
—¿Ya te he demostrado mi fidelidad?
Bourne se registró en el Hotel Metropolia como Fiodor Ilianovich Popov. El recepcionista de noche ni siquiera parpadeó ante la presencia de Gala, ni le pidió un documento de identidad. El de Popov era suficiente para satisfacer la política del hotel. El vestíbulo, con sus apliques, los adornos dorados y las brillantes arañas de cristal, recordaba la era zarista. Evidentemente había sido diseñado por profesionales poco aficionados a la arquitectura brutalista soviética.
Cogieron uno de los ascensores forrados de seda hasta la planta 17. Bourne abrió la puerta de la habitación con una tarjeta magnética. Tras una exploración exhaustiva, permitió que entrara Gala. Ella se quitó las pieles y se sentó en la cama. Durante esta operación la minifalda se le subió por el muslo, pero la chica no se inmutó.
Echándose hacia adelante, con los codos sobre las rodillas, dijo:
—Gracias por salvarme. No sé qué voy a hacer ahora.
Bourne sacó la silla de debajo del escritorio y se sentó frente a ella.
—Lo primero que debes hacer es decirme dónde está Arkadin.
Gala miró la alfombra a sus pies. Se frotó los brazos como si siguiera sintiendo frío, a pesar de que la temperatura de la habitación era suficientemente calurosa.
—De acuerdo —dijo Bourne—, hablemos de otra cosa. ¿Sabes algo de la Legión Negra?
Gala levantó la cabeza con las cejas arqueadas.
—Vaya, es curioso que los menciones.
—¿Y eso por qué?
—Leonid habla de ellos.
—¿Arkadin es uno de ellos?
Gala soltó una risita burlona.
—¿Te estás cachondeando de mí? No, nunca me ha hablado de ellos a mí. Quiero decir que de vez en cuando los menciona cuando va a ver a Iván.
—¿Y quién es Iván?
—Iván Volkin. Es un viejo amigo de Leonid. Estaba en la grupperovka. Leonid me dijo que de vez en cuando los líderes les piden consejo, así que los conoce. Ahora es una especie de historiador del hampa. Bueno, creo que Leonid acudiría a él.
Esto interesó a Bourne.
—¿Puedes llevarme con él?
—¿Por qué no? Es un ave nocturna. Leonid siempre lo visitaba a altas horas de la noche. —Gala buscó el móvil en el bolso. Repasó la agenda y marcó el número de Volkin.
Después de hablar unos minutos con él, colgó y dijo:
—Nos recibirá dentro de una hora.
—Bien.
Gala frunció el ceño y guardó el móvil.
—Si crees que Iván sabe dónde está Leonid, te equivocas. Leonid no le dijo a nadie adónde iba, ni siquiera a mí.
—Debes de quererlo mucho.
—Sí.
—¿Él también te quiere?
Cuando ella lo miró, tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Sí, me quiere.
—¿Por eso aceptaste dinero para espiar a Piotr? ¿Por esto te estabas divirtiendo esta noche con aquel hombre en El Piloto Chino?
—¡Por Dios, son dos cosas sin importancia!
Bourne se adelantó un poco.
—No lo entiendo. ¿Por qué no tienen importancia?
Gala lo miró un buen rato.
—¿De qué vas? ¿No sabes nada del amor? —Una lágrima le resbaló por la mejilla—. Todo lo que hago por dinero me permite vivir. Nada de lo que hago con mi cuerpo tiene nada que ver con el amor. El amor es un asunto del corazón, y el mío pertenece a Leonid Danilovich. Es una cosa sagrada y pura. Nadie puede tocarla ni profanarla.
—Puede que tengamos dos concepciones distintas del amor —dijo Bourne.
Ella sacudió la cabeza.
—No tienes derecho a juzgarme.
—Tienes toda la razón —dijo Bourne—. Pero no lo he dicho en sentido negativo. Simplemente me cuesta entender el amor.
Ella ladeó la cabeza.
—¿Y eso por qué?
Bourne dudó antes de continuar.
—He perdido a dos esposas, una hija y a muchos amigos.
—¿También has perdido el amor?
—No tengo ni idea de lo que dices.
—Mi hermano murió protegiéndome. —Gala empezó a temblar—. Era lo único que tenía. Nadie me querrá nunca como lo hacía él. Después de que mataran a mis padres nos hicimos inseparables. Me juró que no permitiría nunca que me sucediera nada malo. Fue a la tumba manteniendo su promesa. —Estaba sentada con la espalda perfectamente derecha, austera, con una expresión de desafío en la cara—. ¿Lo entiendes ahora?
Bourne se dio cuenta de que había infravalorado por completo a aquella diev. ¿Había hecho lo mismo con Moira? A pesar de reconocer sus sentimientos hacia Moira, había tomado la decisión inconsciente de que ninguna otra mujer podría ser tan fuerte e imperturbable como Marie. En eso se había equivocado por completo. Debía agradecer a aquella dievochka rusa la iluminación.
Gala lo miraba con atención. Su repentino enfado parecía haberse esfumado.
—En muchos aspectos te pareces a Leonid Danilovich. No quieres volver a afrontar los riesgos de confiar en el amor. Te han hecho un daño terrible, como a él. Pero ¿no ves que si actúas así el presente será todavía más insulso que el pasado? Tu única salvación es encontrar a alguien a quien amar.
—Había encontrado a alguien —dijo Bourne—. Una persona que ahora está muerta.
—¿No hay ninguna otra?
Bourne asintió.
—Podría ser.
—Entonces debes abrazarla, en lugar de huir. —Unió las manos—. Abraza el amor. Esto es lo que le diría a Leonid Danilovich si estuviera aquí, en tu lugar.
Tres calles más abajo, después de aparcar, Yakov, el taxista que había dejado a Gala y a Bourne en el hotel, abrió su teléfono móvil y apretó una tecla de marcado rápido. Cuando oyó la voz conocida que le respondía, dijo:
—Los he dejado en el Metropolia hace diez minutos.
—Vigílalos —dijo la voz—. Si se van del hotel, dímelo. Y síguelos.
Yakov asintió, volvió atrás y se situó en la parte opuesta a la entrada del hotel. Entonces marcó otro número y dio exactamente la misma información a otro cliente.
—Hemos perdido el paquete por los pelos —dijo Devra mientras se alejaban del lugar del accidente—. Debemos ponernos en marcha hacia Estambul de inmediato. Heinrich, el siguiente contacto, nos lleva más de dos horas de ventaja.
Condujeron durante toda la noche, afrontando curvas, rotonda y cambios de rasante. Las montañas oscuras, con sus brillantes estolas de nieve, eran compañeras silenciosas e implacables. La carretera estaba tan agujereada que parecía que se encontraban en una zona de guerra. En una ocasión pisaron una placa de hielo y patinaron, pero Arkadin no perdió la cabeza. Se dejó llevar por el bandazo, tocó suavemente los frenos varias veces hasta que puso el coche en punto muerto y apagó el motor. Se pararon al lado de un cúmulo de nieve.
—Espero que Heinrich haya tenido las mismas dificultades —dijo Devra.
Arkadin volvió a arrancar el coche, pero no consiguió tracción suficiente como para que éste se moviera. Fue a la parte de atrás mientras Devra se ponía al volante. No encontró nada útil en el portaequipajes, así que se adentró un poco en el bosque, donde cortó algunas ramas gruesas que colocó delante de la rueda trasera derecha. Dio dos golpes al guardabarros y Devra abrió gas. El coche jadeó y gruñó. Las ruedas giraron, levantando duchas de nieve granulada. Entonces los neumáticos encontraron la madera y se agarraron. El coche estaba libre.
Devra se apartó para que Arkadin se pusiera al volante. Mientras atravesaban el paso de montaña, las nubes se deslizaron frente a la luna dejando la carretera sumida en la oscuridad. No había tráfico; durante muchos kilómetros la única iluminación fue la que les proporcionaban los faros del propio coche. Por último, la luna asomó la cabeza entre el lecho de nubes y aquel mundo circunscrito se inundó de una misteriosa luz azulada.
—En momentos como éste echo de menos a mi amigo americano —musitó Devra, con la cabeza apoyada en el asiento—. Era de California. Lo que más me gustaba eran sus historias sobre el surf. Dios mío, ¡qué deporte más raro! Sólo en América pueden hacer una cosa así, ¿eh? Pero recuerdo que pensaba en lo bonito que sería vivir en una tierra soleada, y correr hasta el infinito por las carreteras con descapotables y bañarte siempre que te apetezca.
—El sueño americano —dijo Arkadin con acidez.
Ella suspiró.
—Me habría gustado que me llevara con él cuando se fue.
—Mi amigo Mischa también quería venir conmigo —dijo Arkadin—, pero de esto hace mucho tiempo.
Devra volvió la cabeza hacia él.
—¿Adónde fuiste?
—A Estados Unidos. —Dio una breve risotada—. Pero no a California. A Mischa no le importaba; estaba loco por Estados Unidos. Por eso no lo llevé conmigo. Vas a un lugar a trabajar, te enamoras del sitio y después no quieres volver a trabajar. —Calló un momento, concentrado en un cambio de rasante—. Por supuesto que no se lo dije —siguió—, nunca le habría hecho daño. Crecimos en chabolas, ¿sabes? Una vida condenadamente dura. Me pegaron tantas palizas que dejé de contarlas. Entonces apareció Mischa. Era más grande que yo, pero no sólo eso. Me enseñó a usar la navaja…, no sólo a apuñalar, sino también a lanzarla. Después me llevó con un hombre a quien conocía, un hombrecito esmirriado, sin un gramo de grasa en el cuerpo. En un instante aquel palillo me hizo caer de espaldas con tanta violencia que me saltaron las lágrimas. Por Dios, no podía ni respirar. Mischa me preguntó si me gustaría ser capaz de hacer lo mismo y yo le contesté: «Mierda, ¿dónde tengo que firmar?».
De repente aparecieron los faros de un camión que venía en su dirección y ambos quedaron cegados por el fuerte resplandor. Arkadin redujo la velocidad para dejar pasar al camión.
—Mischa es mi mejor amigo; mi único amigo, en realidad —dijo—. No sé qué haría sin él.
—¿Me lo presentarás cuando volvamos a Moscú?
—Ahora vive en Estados Unidos —dijo Arkadin—. Pero te puedo llevar a su piso, que es donde he estado viviendo. Está en el muelle de Frunzenskaia. Desde su salón se ve el parque Gorki. Tiene unas vistas preciosas. —Pensó fugazmente en Gala, que seguía en el piso. Sabía cómo hacer que se marchara; no sería ningún problema.
—Sé que me encantará —dijo Devra. Era un alivio oír cómo hablaba de sí mismo. Animada por la locuacidad de su amigo, continuó—. ¿A qué te dedicabas en América?
En un instante el ambiente cambió por completo. Arkadin paró el coche.
—Conduce tú —ordenó.
Devra ya se había acostumbrado a sus imprevisibles cambios de humor. Observó cómo daba la vuelta al coche. Ella se deslizó al asiento contiguo. Arkadin cerró la puerta de un portazo. Devra puso la marcha preguntándose qué nervio habría tocado.
Siguieron avanzando por la carretera y descendieron por la ladera de la montaña.
—Pronto llegaremos a la autopista —dijo Devra para romper el silencio—. Me muero de ganas de meterme en una cama caliente.
De manera inevitable, llegó el momento en que Arkadin tomó la iniciativa con Marlene. Sucedió mientras ella estaba durmiendo. Se escabulló por el pasillo hasta su puerta. Para él fue un juego de niños forzar la cerradura sólo con el alambre que sujetaba el corcho de la botella de champán que Ikupov había servido en la cena. Por supuesto, Ikupov, que era musulmán, no había tomado alcohol, pero Arkadin y Marlene no tenían estas limitaciones. Arkadin se había ofrecido a descorchar el champán y al hacerlo se guardó el alambre.
La habitación olía a ella, a limones y a almizcle, una combinación que le hacía hervir la sangre. La luna estaba llena y baja en el horizonte. Parecía que Dios la estuviera aplastando entre las manos.
Arkadin se quedó inmóvil escuchando la respiración profunda y regular de la mujer. Volviéndose del lado derecho, Marlene arrugó la ropa de cama. Antes de acercarse, Arkadin esperó a que la respiración de la mujer se volviera regular. Subió a la cama y se arrodilló al lado de la mujer. La cara y los hombros de ella estaban iluminados por la luna, mientras el cuello en la penumbra la hacía parecer decapitada. Por alguna razón, esta visión lo angustió. Intentó respirar hondo, pero aquella imagen desagradable lo atenazó confundiéndolo casi hasta el punto de hacerle perder el equilibrio.
Y después, durante un suspiro, sintió algo frío y duro que lo devolvió a la realidad. Marlene estaba despierta, con la cara vuelta hacia él. Lo miraba. En la mano derecha tenía una Glock 20 de 10 mm.
—Tiene el cargador lleno —dijo.
Eso significaba que tenía catorce balas más si fallaba el primer tiro. Aunque esto no fuera probable. La Glock era una de las pistolas más potentes del mercado. No estaba bromeando.
—Atrás.
Él bajó de la cama y Marlene se sentó. Sus pechos desnudos brillaban blanquecinos a la luz de la luna. Parecía totalmente ajena a su desnudez.
—No estabas durmiendo.
—No duermo desde que llegué aquí —dijo Marlene—. Estaba esperando este momento. Sabía que intentarías meterte en mi habitación.
Dejó la Glock.
—Ven a la cama. Estás a salvo conmigo, Leonid Danilovich.
Como hechizado, Arkadin subió a la cama y, como un niño, apoyó la cabeza contra el blando cojín de sus pechos mientras ella le acunaba tiernamente. Ella se acurrucó con él, intentando que su calor se filtrara en aquella carne fría, de mármol. La mujer notó que los latidos del corazón de Arkadin disminuían su ritmo frenético de manera gradual y que él se estaba durmiendo, acunado por el sonido del ritmo constante del corazón de ella.
Un tiempo después, ella lo despertó susurrándole al oído. No fue difícil: deseaba que lo sacaran de su pesadilla. La miró durante un buen rato, con el cuerpo rígido. Tenía la boca seca porque había gritado en sueños. Volviendo al presente, la reconoció. Sintió sus brazos alrededor de él, la curva protectora de su cuerpo. Asombrada, Marlene se dio cuenta de que estaba relajado.
—Aquí nada puede hacerte daño, Leonid Danilovich —susurró—. Ni siquiera tus pesadillas.
Él la miró de una forma rara e insistente. Cualquiera se habría asustado, pero no Marlene.
—¿Qué te ha hecho gritar? —preguntó.
—Había sangre por todas partes… en la cama.
—¿Tu cama? ¿Te habían pegado, Leonid?
Arkadin parpadeó y el hechizo se rompió. Se volvió, con el rostro hacia la parte opuesta a ella, esperando la luz grisácea del alba.