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En la cola de control de pasaportes de Múnich, Bourne llamó a Specter, quien le aseguró que todo estaba a punto. Momentos después entró en el radio de acción de las primeras cámaras de circuito cerrado del aeropuerto de Múnich. Su imagen fue captada de manera instantánea por el software que empleaban en el cuartel general de Ikupov, y antes de que terminara de llamar al profesor ya lo habían identificado.

Avisaron a Ikupov de inmediato, y éste ordenó a su gente de Múnich que pasara a la acción, es decir, que alertaran al personal a sueldo de Ikupov, tanto el del aeropuerto como el de inmigración. El hombre que dirigía a los pasajeros recién llegados a las distintas colas frente a las cabinas de inmigración recibió una foto de Bourne en la pantalla de su ordenador justo a tiempo para invitar a este último a ponerse en la cola de la cabina número 3.

El funcionario de inmigración que estaba en la cabina 3 escuchó las órdenes que le llegaban por los auriculares. El hombre a quien habían identificado como Jason Bourne le presentó el pasaporte y el funcionario le hizo las preguntas de costumbre:

—¿Cuánto tiempo piensa quedarse en Alemania? ¿Es un viaje de placer o de trabajo?

Ojeó el pasaporte. Se alejó de la ventana y pasó la foto bajo una luz violeta ronroneante. Al mismo tiempo, apretó un disco de metal del grosor de una uña en el interior de la cubierta posterior. Después cerró el pasaporte, lo alisó por delante y por detrás y lo devolvió a Bourne.

—Que tenga una feliz estancia en Múnich —dijo sin rastro de emoción o interés. Ya estaba mirando por detrás de Bourne, al siguiente pasajero en la cola.

Como en Sheremétievo, Bourne tenía la sensación de que lo vigilaban. Cambió dos veces de taxi cuando llegó al efervescente centro de la ciudad. En Marienplatz, una gran plaza abierta donde se alzaba la histórica columna mariana, pasó caminando junto a catedrales medievales, cruzó bandadas de palomas, se perdió entre la multitud de visitas guiadas, mirando con la boca abierta la arquitectura de fábula y las imponentes cúpulas gemelas de la Frauenkirche, la catedral del arzobispado de Munich-Frisinga, el símbolo de la ciudad.

Se confundió con un grupo de turistas reunidos frente a un edificio gubernamental en el que estaba grabado el escudo oficial de la ciudad, representando a un monje con los brazos extendidos. El guía estaba explicando a sus clientes que la palabra alemana München derivaba de una palabra del antiguo alto alemán que significaba «monjes». Hacia 1158 el duque de Sajonia y Baviera construyó un puente sobre el río Isar que conectaba las salinas, por las que pronto sería famosa la ciudad, con un convento de monjes benedictinos. Este duque instauró un peaje en el puente, que se convirtió en un paso de vital importancia en la Ruta de la Sal por la que se accedía a los altiplanos de Baviera en los que se construyó Múnich, y una ceca donde guardar sus beneficios. La moderna ciudad comercial no era tan diferente de la de sus orígenes medievales.

Cuando Bourne se convenció de que no lo seguían, se apartó del grupo y subió a un taxi, que lo dejó a seis manzanas del palacio Wittelsbach.

El profesor había dicho que Kirsch prefería encontrarse con él en un lugar público. Por eso Bourne había elegido el Museo de Arte Egipcio de Hofgartenstrasse, que se encontraba dentro de la inmensa construcción rococó del palacio Wittelsbach. Bourne recorrió las calles circundantes dando una vuelta, buscando más perseguidores, pero no tuvo la sensación de haber estado antes en Múnich. No tenía aquella misteriosa sensación de déjà vu que significaba que volvía a un lugar que no recordaba. Por ello sabía que los perseguidores locales contarían con la ventaja de conocer el terreno. Debía de haber una docena de posibles escondites alrededor del palacio que él no conocía.

Se encogió de hombros y entró en el museo. En el detector de metales había dos guardias de seguridad armados, que también controlaban las mochilas y registraban bolsos. A cada lado del vestíbulo había un par de estatuas de basalto del dios egipcio Horus —un halcón con un disco del sol en la frente— y de su madre Isis. En lugar de entrar directamente en la exposición, Bourne se volvió y se situó detrás de la estatua de Horus, desde donde observó a la gente durante diez minutos. Tomó nota mental de todas las personas que tuvieran entre veinticinco y cincuenta años, y memorizó sus caras. Eran diecisiete en total.

Después se dirigió a las salas, y pasó junto a una guardia armada. Kirsch estaba en el lugar exacto que Specter le había indicado, concentrado en estudiar un antiguo grabado de una cabeza de león. Reconoció a Kirsch por la foto que Specter le había mandado, una instantánea de los dos hombres juntos en el campus de la universidad. El correo del profesor era un hombrecillo enjuto con una calva brillante y las cejas negras y pobladas como orugas. Tenía unos ojos de color azul claro que miraban a todas partes como balancines de brújula.

Bourne pasó por su lado, fingiendo admirar unos sarcófagos, mientras que buscaba de reojo a alguna de las diecisiete personas que habían entrado en el museo detrás de él. No vio a ninguna y volvió sobre sus pasos.

Kirsch no se volvió cuando Bourne pasó por su lado, pero dijo:

—Sé que parece una tontería, pero ¿esta escultura no le recuerda algo?

—A la Pantera Rosa —dijo Bourne, tanto porque era la respuesta en código que habían convenido como porque la escultura se parecía asombrosamente a la figura del dibujo animado.

Kirsch asintió.

—Me alegro de que haya llegado sin problemas. —Le entregó las llaves de su piso, el código del portal y direcciones detalladas desde el museo. Parecía aliviado, como si estuviera entregando el peso de su vida en lugar de su casa.

—En mi piso hay ciertas cosas que me gustaría explicarle.

Mientras Kirsch hablaba se pararon frente a una escultura de granito de la época de la XVIII dinastía que representaba a Senenmut arrodillado.

—Los antiguos egipcios sabían vivir —observó Kirsch—. No temían la muerte. Para ellos era un viaje más, que no debía tomarse a la ligera, pero al menos sabían que había algo esperándolos después de la vida. —Alargó una mano como si fuera a tocar la estatua o quizá absorber parte de su potencia—. Mire esta estatua. Miles de años después y todavía brilla la vida dentro de ella. Durante siglos los egipcios no tuvieron rival.

—Hasta que los conquistaron los romanos.

—Pero los romanos no tardaron en dejarse influir por los egipcios —siguió Kirsch—. Un siglo después de que Tolomeo y Julio César gobernaran en Alejandría, Isis, la diosa egipcia de la venganza y la rebelión, era venerada en todo el Imperio romano. Además, es muy probable que los fundadores de la Iglesia cristiana, al no poder deshacerse de ella ni de sus simpatizantes, la transformaran, la despojaran de su carácter guerrero y la convirtieran en la apacible Virgen María.

—Leonid Arkadin podría usar un poco menos de Isis y un poco más de la Virgen María —comentó Bourne.

Kirsch arqueó las cejas.

—¿Qué sabe de ese hombre?

—Sé que algunas personas muy peligrosas le tienen pánico.

—Y con razón —dijo Kirsch—. Es un maníaco homicida. Nació y creció en Nizhni Tagil, un semillero de maníacos homicidas.

—Eso me han dicho —dijo Bourne.

—Y allí se habría quedado de no ser por Tarkanian.

Bourne prestó atención. Había dado por supuesto que Maslov había apostado a su hombre en el piso de Tarkanian porque allí era donde vivía Gala.

—Un momento, ¿qué tiene que ver Tarkanian con Arkadin?

—Todo. Sin Mischa Tarkanian, Arkadin no habría escapado jamás de Nizhni Tagil. Fue Tarkanian quien lo llevó a Moscú.

—¿Los dos son miembros de la Legión Negra?

—Eso es lo que me han dicho —dijo Kirsch—. Pero sólo soy un artista; la vida clandestina me ha producido una úlcera. Si no necesitara el dinero porque soy un artista especialmente fracasado, no habría durado tanto al respecto. Éste iba a ser mi último favor a Specter. —Seguía mirando de izquierda a derecha—. Ahora que Arkadin ha matado a Dieter Heinrich, lo de «último favor» ha adquirido un significado aterrador.

Bourne estaba alarmado. Specter había dado por hecho que Tarkanian era de la Legión Negra, y Kirsch acababa de confirmarlo. Pero Maslov había negado la afiliación de Tarkanian al grupo terrorista. Alguien mentía.

Bourne estaba a punto de interrogar a Kirsch sobre la discrepancia cuando detectó de reojo a uno de los hombres que había entrado en el museo después de él. El hombre se paró un momento en el vestíbulo, orientándose, y después se dirigió con cierta seguridad hacia la sala de exposición.

En vista de que el hombre podía oírlos en el silencio del museo, Bourne cogió a Kirsch del brazo.

—Venga —dijo, guiando al contacto alemán hacia otra sala, que tenía en el centro una estatua de calcita de unos gemelos de la XVIII dinastía. Estaba mellada y gastada por el tiempo y la habían fechado en 2390 a. C.

Empujando a Kirsch detrás de la estatua, Bourne se puso rígido como un centinela observando los movimientos del otro hombre. Éste echó un vistazo, vio que Bourne y Kirsch ya no estaban frente a la estatua de Senenmut y miró alrededor con gesto distraído.

—Quédese aquí —susurró Bourne a Kirsch.

—¿Qué pasa? —La voz de Kirsch temblaba ligeramente, pero parecía suficientemente sereno—. ¿Es Arkadin?

—Pase lo que pase —le advirtió Bourne—, no se mueva. Estará a salvo hasta que vuelva.

Mientras Bourne se movía hacia el otro lado de los gemelos egipcios, el hombre entró en la sala. Bourne se dirigió a la entrada lateral y entró en la última sala. El otro, caminando sin prisas y con indiferencia, echó una rápida mirada alrededor y, como si no hubiera visto nada interesante, siguió a Bourne.

En la sala había varias vitrinas altas, pero lo más importante era una estatua de mujer con media cabeza y cinco mil años de antigüedad. La antigüedad era apabullante, pero Bourne no tenía tiempo para admirarla. Tal vez por estar situada al fondo del museo, la sala estaba desierta, a excepción de Bourne y el hombre.

Jason se situó detrás de una vitrina en cuyo estante central había colgados varios pequeños objetos: escarabajos sagrados azules y joyas de oro. Gracias a un agujero en el tablero, Bourne podía ver al hombre, mientras que éste no lo veía a él.

Bourne permaneció completamente inmóvil y esperó a que el otro diera la vuelta a la vitrina por el lado derecho. En aquel momento se movió rápidamente hacia la derecha, dio la vuelta a la vitrina y se abalanzó sobre el desconocido.

Lo empujó contra la pared, pero el hombre mantuvo el equilibrio. El rival asumió una posición defensiva y sacó un cuchillo de cerámica de una funda de la axila y lo hizo oscilar adelante y atrás para mantener a Jason a distancia.

Bourne fingió que se movía a la derecha y se situó a la izquierda semiagachado. Al hacerlo, golpeó con el brazo derecho la mano que tenía el cuchillo. Con la izquierda cogió al hombre por la garganta. Mientras el otro intentaba golpearle el estómago con la rodilla, Bourne se dobló parcialmente para esquivar el golpe, pero durante ese movimiento perdió la presa sobre la mano con el cuchillo y la hoja le rozó el lado del cuello. Se paró justo antes de que el otro lo golpeara y los dos se quedaron quietos en una especie de empate.

—Bourne —escupió el hombre finalmente—. Me llamo Jens. Trabajo para Dominic Specter.

—Pruébalo —dijo Bourne.

—Estás aquí para encontrarte con Egon Kirsch, para poder ocupar su lugar cuando Leonid Arkadin vaya a por él.

Bourne soltó la presa en el cuello de Jens.

—Suelta el cuchillo.

Jens hizo lo que decía Bourne, y éste lo soltó por completo.

—¿Dónde está Kirsch? Debo sacarlo de aquí y meterlo en un avión en dirección a Washington.

Bourne lo acompañó a la sala contigua, a la estatua de los gemelos.

—Kirsch, la galería es segura. Ya puede salir.

En vista de que el contacto no aparecía, Bourne fue detrás de la estatua. Kirsch estaba allí, tirado en el suelo, con un agujero de bala en la nuca.

Semion Ikupov miró el receptor sintonizado al transmisor electrónico en el pasaporte de Bourne. Mientras se acercaban a la zona del Museo Egipcio ordenó a su chófer que redujera la velocidad. Se apoderó de él una sensación de anticipación: había decidido hacer entrar a Bourne en su coche a punta de pistola. Parecía la mejor manera de obligarlo a escuchar lo que Ikupov tenía que decirle.

En aquel momento sonó su móvil con el tono que tenía asignado al número de Arkadin, y mientras seguía vigilando si aparecía Bourne, se lo llevó a la oreja.

—Estoy en Múnich —dijo Arkadin—. He alquilado un coche en el aeropuerto y voy hacia la ciudad.

—Bien. He puesto un transmisor electrónico a Jason Bourne, el hombre a quien Nuestro Amigo ha mandado para recuperar los planos.

—¿Dónde está? Me encargaré de él —dijo Arkadin con su brusquedad habitual.

—No, no, no lo quiero muerto. Yo me encargo de Bourne. Mientras tanto, mantente alerta. Pronto te diré algo.

Bourne, de rodillas junto a Kirsch, examinó el cadáver.

—Hay un detector de metales en la entrada —dijo Jens—. ¿Cómo demonios han introducido un arma? Además, no se ha oído nada.

Bourne giró la cabeza de Kirsch para que le diera la luz en la nuca.

—Mira aquí. —Señaló la herida de entrada—. Y aquí. No hay orificio de salida, lo que significa que le han disparado a poca distancia. —Se levantó—. Lo han hecho con silenciador. —Salió de la sala con paso decidido—. Y quien sea que lo ha matado, trabaja aquí de guardia; el personal de seguridad del museo va armado.

—Hay tres —dijo Jens, manteniendo el paso de Bourne.

—Exactamente. Dos en el detector de metales y una recorriendo las galerías.

En el vestíbulo, los dos guardias estaban en su estación junto al detector de metales. Bourne se acercó a uno de ellos y dijo:

—He perdido el móvil en el museo y la guardia de la segunda galería me ha dicho que me ayudaría a encontrarlo, pero ahora no la localizo.

—Petra —dijo el guardia—. Sí, ha salido a comer.

Bourne y Jens cruzaron la puerta principal, bajaron los escalones hasta la acera, y miraron a izquierda y a derecha. Bourne vio a una mujer uniformada que caminaba rápidamente hacia la derecha, y Jens y él corrieron tras ella.

La mujer desapareció detrás de una esquina y los dos hombres se apresuraron. Al doblar la esquina Bourne vio que un Mercedes reluciente se situaba a su lado.

Ikupov se quedó estupefacto al ver salir a Bourne del museo en compañía de Franz Jens. La presencia de Jens le dejó claro que su enemigo no dejaba nada al azar. La tarea de Jens era mantener a los hombres de Ikupov alejados de Bourne, para que éste pudiera dedicarse plenamente a su misión de recuperar los planes de ataque. Cierto temor se apoderó de Ikupov. Si Bourne tenía éxito estaría todo perdido; sus enemigos habrían vencido. No podía permitir que sucediera.

Inclinándose hacia adelante en el asiento posterior, sacó una Luger.

—Acelera —ordenó al chófer.

Se acercó a la puerta y esperó hasta el último instante antes de apretar el mando de la ventana. Apuntó a la figura en movimiento de Jens, pero éste lo percibió, redujo la marcha e intentó desviarse. Bourne estaba a salvo tres pasos por delante. Ikupov apretó el gatillo dos veces en rápida sucesión.

Jens cayó sobre una rodilla y resbaló por la acera. Ikupov disparó otra vez para asegurarse de que Jens no sobrevivía al ataque. Después subió la ventana.

—¡Vamos! —ordenó al chófer.

El Mercedes aceleró calle abajo, chirriando al alejarse del cuerpo ensangrentado caído en la acera.