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—Te dejaré en alguna parte —dijo Arkadin—. No quiero que estés en medio de lo que pase a partir de ahora.

Devra, en el asiento del pasajero del BMW alquilado, le dirigió una mirada escéptica.

—Eso no parece propio de ti.

—¿No? ¿De quién, si no?

—Todavía tenemos que coger a Egon Kirsch.

Arkadin dobló una esquina. Estaban en el centro de la ciudad, un lugar lleno de catedrales y palacios antiguos. Parecía una escena de los cuentos de los hermanos Grimm.

—Ha surgido una complicación —dijo—. El rey adversario ha entrado en la partida de ajedrez. Se llama Jason Bourne y está en Múnich.

—Razón de más para que me quede contigo. —Devra comprobó el mecanismo de una de las dos Luger que Arkadin había recibido de uno de los agentes de Ikupov—. Un fuego cruzado tiene muchos beneficios.

Arkadin rio.

—A ti no te falta fuego precisamente.

Aquélla era otra de las razones que la atraían de ella: no temía al fuego masculino que ardía en su interior. Pero Arkadin le había prometido que la protegería y se lo había prometido a sí mismo. Hacía mucho tiempo que no decía eso a nadie, y aunque hubiera prometido no volver a hacer aquella promesa, acababa de hacerla. Y, más raro todavía, se sentía bien: de hecho, cuando estaba cerca de ella tenía la sensación de que estaba saliendo de las tinieblas en las que había nacido y que tantos episodios violentos le habían grabado en la piel. Por primera vez en su vida era libre para disfrutar del sol en la cara, del viento que levantaba los cabellos de Devra hacia atrás como una crin, sentir que podía caminar con ella por la calle y no que vivía en otra dimensión, que no acababa de llegar de otro planeta.

Se pararon en un semáforo en rojo. La miró. La luz del sol penetraba en el interior del coche tiñéndole la cara de un tono rosado claro. En aquel preciso instante sintió que algo salía de él y entraba en ella. Devra se volvió como si se hubiera dado cuenta y le sonrió.

El semáforo se puso verde y él aceleró para cruzar la calle. Su teléfono vibró. Echó una mirada al número y vio que era Gala. No contestó; no le apetecía hablar ahora con ella, o quizá nunca.

Tres minutos más tarde recibió un mensaje de texto que decía: MISCHA MUERTO. ASESINADO POR JASON BOURNE.

Después de seguir a Rodney Feir y al general Kendall por el Key Bridge hasta Washington, Batt comprobó que su Nikon SLR con teleobjetivo estaba cargada con película de alta sensibilidad. Sacó una serie de fotos digitales con una cámara compacta, pero sólo como referencia, porque se podían modificar con Photoshop en un abrir y cerrar de ojos. Para evitar cualquier sospecha de que las imágenes estuvieran manipuladas, presentaría el carrete sin revelar a…, bueno, ahí estaba el problema. Por una buena razón era persona non grata en la CIA. Era asombroso lo rápido que se desvanecían las asociaciones de toda una vida. Ahora se daba cuenta de que había malinterpretado como amistad la camaradería que había desarrollado con sus compañeros directores. Para ellos Batt ya no existía, así que si les presentaba una prueba de que la NSA había comprado a otro agente de la CIA le harían caso omiso o se burlarían de él. Tampoco era posible acudir a Veronica Hart. Suponiendo que pudiera llegar a ella, cosa que dudaba, sería una muestra de servilismo. Batt no se había rebajado en su vida, y no pensaba hacerlo ahora.

Después, pensando en lo fácil que era engañarse, se echó a reír. ¿Para qué iba a querer alguno de sus antiguos colegas tener algo que ver con él? Los había traicionado y los había abandonado por el enemigo. Si hubiera estado en su lugar —¡cómo le gustaría!—, sentiría la misma animosidad feroz contra alguien que les había vendido. Por eso se había embarcado en aquella misión para destruir a LaValle y a Kendall. Le habían entregado, le habían colgado en cuanto les había convenido. Desde el momento en que había subido a bordo, habían asumido el control de Typhon sin importarles lo que él pensara.

Una feroz animosidad. Pensó que era una frase excelente, que definía con precisión sus sentimientos hacia LaValle y Kendall. En el fondo sabía que odiándoles a ellos se estaba odiando a sí mismo. Pero no podía odiarse; era como anularse. En aquel momento no podía creer que hubiera caído tan bajo como para pasarse a la NSA. Había repasado esos argumentos una y otra vez, y ahora le parecía como si otra persona, un desconocido, hubiera tomado esa decisión. No había sido él, no podía haber sido él, ergo LaValle y Kendall lo habían obligado a hacerlo. Por eso tendrían que pagar el precio.

Los dos hombres estaban de nuevo en movimiento, y Batt los siguió. Diez minutos después, los dos coches de delante pararon en el aparcamiento atestado de The Glass Slipper. Batt pasó de largo, mientras Feir y Kendall bajaban de sus respectivos coches y entraban. Batt dio la vuelta a la manzana y aparcó en una calle lateral. Buscó en la guantera y sacó una diminuta cámara Leica, de la clase que utilizaba el Viejo para las vigilancias en sus años de juventud. Era la vieja amiga en los casos de urgencia, fiable y fácil de esconder. Batt la cargó con película de alta sensibilidad, se la guardó en el bolsillo del pecho de la camisa junto con la cámara digital y bajó del coche.

La noche llevaba un viento arenoso. Los desechos se levantaban en espiral de las cunetas, y caían en sitios diferentes. Con las manos en los bolsillos del abrigo, Batt recorrió la manzana casi corriendo y entró en The Glass Slipper. En el escenario, un intérprete de ukelele tocaba un blues, caldeando el ambiente a la espera de la banda superventas que era la atracción de la noche.

Batt sólo conocía el club de oídas. Por ejemplo, sabía que pertenecía a Drew Davis, un personaje de cierta notoriedad que participaba en todos los asuntos políticos y económicos de los afroamericanos del barrio. Gracias a su influencia, los refugios para los sin techo eran más seguros y se habían construido centros de rehabilitación. Además, procuraba contratar a ex convictos y lo hacía de una forma tan abierta que ellos no tenían más remedio que aprovechar la oportunidad.

Lo que ignoraba Batt era la existencia de la sala trasera del Slipper, así que, cuando, tras dar una vuelta al local y hacer una visita al baño de caballeros, no vio rastro ni de Feir ni del general, se quedó desconcertado.

Temiendo que hubieran salido por una puerta trasera, volvió al aparcamiento, pero los coches seguían donde los habían dejado. Volvió a entrar en el Slipper, y los buscó entre la gente, convencido de que simplemente los había perdido de vista. Pero no estaban por ninguna parte. Estaba acercándose al fondo del local cuando vio a alguien hablando con un negro bigotudo del tamaño de una nevera. Tras un breve intercambio de bromas, el señor Músculos abrió una puerta que Batt todavía no había visto, y el hombre se escabulló dentro. Imaginando que allí era adonde Feir y Kendall habían ido, Batt se dirigió hacia el señor Músculos y la puerta.

En aquel momento vio a Soraya que entraba por la puerta principal.

Faltó poco para que Bourne arrancara el cambio de marchas del coche intentando perder al coche de policía que los seguía.

—Frena un poco —dijo Petra—, o me destrozarás el coche.

Bourne deseó haber memorizado mejor el plano de la ciudad. A su izquierda apareció una calle cerrada con vallas. El pavimento estaba levantado y lo que quedaba de la calle estaba lleno de hoyos y grietas, y en las peores partes estaba en plena excavación.

—Agárrate fuerte —dijo Bourne, poniendo la marcha atrás, y entró en la calle rompiendo una valla y volcando el resto. Debido a la velocidad y al suelo levantado el coche se balanceó violentamente. Parecía que el vehículo fuera el blanco de una descarga de ametralladoras. A Bourne le castañeteaban los dientes y Petra hacía lo que podía para no gritar.

Detrás de ellos, el coche de la policía tenía más dificultades que ellos para mantener el control. Se sacudía adelante y atrás para evitar los hoyos más hondos de la calle. Sin dejar de dar gas, Bourne consiguió aumentar la distancia. Pero entonces miró adelante. Al final de la calle había una hormigonera. Si no cambiaba de dirección no podría evitar el choque.

Bourne mantuvo la velocidad y la hormigonera se hizo más y más grande. El coche de la policía los seguía.

—¿Qué haces? —aulló Petra— ¿Te has vuelto loco?

En aquel momento, Bourne puso el coche en punto muerto y apretó el freno. Puso marcha atrás de inmediato, apartó el pie del freno y apretó a fondo el gas. El coche se estremeció y el motor crujió. Después la transmisión se resituó y el coche salió disparado hacia atrás. El chófer de la policía parecía inmovilizado, como si estuviera en estado de shock. Bourne lo esquivó con brusquedad y el coche de la policía fue a dar contra el lado de la hormigonera.

Bourne ni siquiera lo miró. Estaba ocupado sacando el coche de la calle en marcha atrás. Pisando las vallas caídas, giró, frenó, puso el coche en primera y se alejó.

—¿Qué diablos haces aquí? —dijo Noah—. Deberías estar en el vuelo de Damasco.

—Me marcho dentro de unas horas. —Moira metió las manos en los bolsillos para que él no viera que las tenía cerradas en un puño—. No has contestado a mi pregunta.

Noah suspiró.

—No cambia nada.

La risa de ella tenía un matiz amargo.

—¿Cómo es que no me sorprende?

—Porque llevas suficiente tiempo en Black River para saber cómo funcionamos —dijo Noah.

Estaban caminando por Kaufingerstrasse en el centro de Múnich, una zona de tráfico congestionado a cuatro pasos de Marienplatz. Siguiendo los rótulos de Augustiner Bierkeller, entraron en un local de planta alargada, parecido a una catedral en penumbra, que olía intensamente a cerveza y a wurst hervido. El griterío era perfecto para mantener una conversación privada. Atravesaron la entrada de piedra roja y eligieron una mesa con bancos de madera en una de las salas. La persona más cercana a ellos era un anciano que fumaba en pipa absorto en la lectura del periódico.

Moira y Noah pidieron una Hefeweizen, una cerveza de trigo turbia con levadura sin filtrar, a una camarera vestida con el traje regional Dirndlkleid, es decir con una falda larga y ancha y una blusa escotada. Llevaba un delantal a la cintura, además de un bolsito decorativo.

—Noah —dijo Moira cuando les sirvieron las cervezas—, no me hago ilusiones sobre por qué hacemos lo que hacemos, pero ¿cómo esperas que haga caso omiso de esta información?

Antes de responder, Noah tomó un buen sorbo de cerveza y se secó los labios con cuidado. Después empezó a enumerar con los dedos.

—Primero, ese Hauser te dijo que el defecto del software era prácticamente indetectable. Segundo, lo que te ha dicho no puede verificarse. Podría ser un empleado descontento que intentara vengarse de Kaller Steelworks. ¿Has tenido en cuenta esta posibilidad?

—Podemos hacer pruebas con el software.

—No hay tiempo. Faltan menos de dos días para que el buque cisterna de GNL atraque en la terminal. —Siguió enumerando puntos—. Tercero, no podríamos hacer nada sin poner sobre aviso a NextGen, que entonces iría a pedir explicaciones a Kaller Steelworks, lo que nos colocaría en una situación engorrosa. Y cuarto y último, ¿qué parte de la frase «Hemos notificado oficialmente a NextGen que nos retiramos del proyecto» no has entendido?

Moira se quedó un momento callada respirando hondo.

—Esta información es consistente, Noah. Podría llevar a la situación que más nos preocupaba, un ataque terrorista. ¿Cómo puedes…?

—Ya has cruzado demasiadas líneas, Moira —dijo Noah secamente—. O subes a ese avión y te dedicas de lleno a tu nuevo encargo, o has terminado en Black River.

—Por el momento es mejor que no nos veamos —dijo Ikupov.

Arkadin estaba fuera de sí. Sólo conseguía dominar la rabia porque Devra, que era una bruja astuta, le había clavado las uñas en la palma de la mano. Ella lo comprendía; sin preguntas, sin curiosidad, sin intentar meter la nariz en su pasado como un buitre.

—¿Y los planos? —Él y Devra estaban sentados en un bar miserable, lleno de humo, en una parte degradada de la ciudad.

—Ahora te los recogeré —La voz de Ikupov sonaba débil y lejana, aunque lo más probable era que no estuvieran a más de dos kilómetros de distancia—. Estoy siguiendo a Bourne. Personalmente.

Arkadin no quería oírlo.

—Creía que era mi trabajo.

—Tu trabajo ya casi ha terminado. Tienes los planos y has liquidado la red de Piotr.

—A todos menos a Egon Kirsch.

—Ya nos hemos encargado de Egon Kirsch —dijo Ikupov.

—Soy yo quien se encarga de liquidar a los objetivos. Te daré los planos y me encargaré de Bourne.

—Te lo he dicho, Leonid Danilovich, no quiero que liquides a Bourne.

Arkadin emitió un sonido animal al soltar aire. «Hay que liquidar a Bourne», pensó. Devra le hundió más fuerte las uñas en la carne, para que pudiera oler el aroma dulce y ferroso de su propia sangre. «Debo hacerlo. Ha matado a Mischa».

—¿Me estás escuchando? —preguntó Ikupov secamente.

Arkadin se ahogaba de rabia.

—Sí, como siempre. Sin embargo, insisto en que me digas dónde estarás cuando abordes a Bourne. Es por seguridad, por tu seguridad. No me quedaré tan tranquilo mientras pueda sucederte algo imprevisto.

—Estoy de acuerdo —dijo Ikupov después de un momento de duda—. Por ahora está en movimiento, así que tengo tiempo de recuperar los planos. —Dio una dirección a Arkadin—. Estaré allí dentro de quince minutos.

—Yo tardaré un poco más —dijo Arkadin.

—Entonces dentro de media hora. Te comunicaré el punto exacto en el que interceptaré a Bourne en cuanto lo sepa. ¿Satisfecho, Leonid Danilovich?

—Por supuesto.

Arkadin cerró su teléfono, se separó de Devra y fue a la barra.

—Un Oban doble con hielo.

El camarero, un hombretón con los brazos tatuados, le miró de soslayo.

—¿Qué es un Oban?

—Es un escocés de malta, idiota.

El camarero, sin dejar de secar un vaso anticuado, gruñó.

—Oiga, que esto no es un palacio real, ¿eh? Aquí no tenemos whisky de malta.

Arkadin se acercó, le arrancó el vaso de la mano y se lo rompió en la nariz. Después arrastró al hombre, cuya sangre ya había empezado a brotar, sobre la barra del bar y le pegó una paliza.

—No puedo volver a Múnich —dijo Petra—. Al menos durante un tiempo. Es lo que me dijeron.

—¿Por qué arriesgaste tu trabajo matando a alguien? —preguntó Bourne.

—¡Por favor! —Le miró—. Ni un hámster podría vivir con lo que me pagaban en ese antro.

Conducía ella por la autopista. Ya habían superado las afueras de la ciudad. A Bourne no le importaba; de hecho tenía que desaparecer un tiempo, al menos hasta que el furor por la muerte de Egon Kirsch se calmara. Las autoridades encontrarían una identidad falsa en Kirsch, y aunque no tenía ninguna duda de que acabarían por descubrir su verdadera identidad, para entonces esperaba haber logrado quitarle los planos a Arkadin y encontrarse en un vuelo de regreso a Washington. Mientras tanto la policía le buscaría como testigo de los asesinatos de Kirsch y Jens.

—Tarde o temprano tendrás que decirme quién te contrató —dijo Bourne.

Petra no decía nada, pero las manos le temblaban sobre el volante, como reacción a la angustiosa persecución.

—¿Adónde vamos? —preguntó Bourne.

Quería tenerla distraída con la conversación. Presentía que necesitaba conectar con él a nivel personal para abrirse. Tenía que hacerle decir quién le había ordenado que matara a Egon Kirsch. Aquello respondería a su pregunta de si estaba relacionado con el hombre que había matado a Jens.

—A casa —dijo ella—. Un lugar adonde no querría volver nunca.

—¿Y eso por qué?

—Nací en Múnich porque mi madre fue allí a dar a luz, pero soy de Dachau. —Naturalmente se refería a la ciudad de la que el campo de concentración adyacente había tomado el nombre—. Ningún padre quiere que la palabra Dachau figure en las partidas de nacimiento de sus hijos, así que, cuando llega el momento, las mujeres ingresan en un hospital de Múnich. —No era de extrañar. Casi doscientas mil personas habían sido exterminadas en aquel campo, el que había durado más tiempo, porque fue el primero en construirse y el prototipo para todos los campos KZ.

La ciudad en sí, situada junto al río Amper, estaba a unos veinte kilómetros al noroeste de Múnich, y, con sus callecitas estrechas y empedradas, las farolas anticuadas y las avenidas tranquilas de tres carriles, era inesperadamente bucólica.

Cuando Bourne comentó que la mayor parte de los transeúntes parecían bastante satisfechos, Petra rio de forma desagradable.

—Se mueven en una niebla permanente, odiando el hecho de que su ciudad tenga que cargar con ese peso mortal.

Condujo hasta el centro de Dachau; entonces giró hacia el norte hasta que llegaron a lo que había sido el pueblo de Etzenhausen. Allí, sobre una colina desolada llamada Leitenberg, surgía un cementerio solitario y vacío. Bajaron del coche, pasaron junto a una losa de piedra con la estrella de David grabada. La piedra estaba rayada y cubierta de líquenes; los pinos y los abetos canadienses tapaban el cielo incluso en aquella luminosa tarde invernal.

Mientras caminaban lentamente entre las tumbas, la chica dijo:

—Esto es el KZ-Friedhof, el cementerio del campo de concentración. Durante casi toda la existencia de Dachau, los cadáveres de los judíos se amontonaban y quemaban en hornos, pero hacia el final, cuando el campo se quedó sin carbón, los nazis tenían que hacer algo con los cadáveres y los trajeron aquí. —Hizo un gesto amplio con los brazos—. Éste es el único monumento que tuvieron las víctimas judías.

Bourne había estado en muchos cementerios, y los consideraba especialmente apacibles. En cambio, el KZ-Friedhof daba una sensación de movimiento constante y de murmullos prolongados que ponían la piel de gallina. El lugar estaba vivo y aullaba en su silencio sin paz. Se paró, se agachó y rozó con los dedos las palabras inscritas en una lápida, tan gastadas que no se podían leer.

—¿Te has parado a pensar que el hombre a quien has matado hoy podría ser judío? —preguntó.

Ella se volvió bruscamente.

—Ya te he dicho que necesitaba dinero. Lo hice por necesidad.

Bourne la miró.

—Eso mismo es lo que decían los nazis cuando enterraron aquí las últimas víctimas.

Una llamarada de rabia apagó momentáneamente la tristeza de los ojos de la muchacha.

—Te odio.

—No tanto como te odias a ti misma. —Jason se levantó y le devolvió la pistola—. ¿Por qué no te pegas un tiro y acabas de una vez?

Ella cogió la pistola y lo apuntó.

—¿Por qué no te pego un tiro a ti?

—Matarme sólo empeorará las cosas para ti. Además… —Bourne abrió la palma de la mano y le mostró las balas que había quitado del arma.

Con un gemido asqueado, Petra enfundó el arma. Su cara y sus manos parecían verdosas a la luz que se filtraba entre las plantas.

—… puedes intentar remediar lo que has hecho hoy —dijo Bourne—, diciéndome quién te lo ha encargado.

Petra lo miró con escepticismo.

—No te daré el dinero, si esto es lo que pretendes.

—Tu dinero no me interesa —dijo Bourne—. Pero creo que el hombre a quien mataste iba a decirme algo que necesitaba saber. Imagino que por esto te contrataron para matarlo.

Parte del escepticismo se evaporó de la cara de ella.

—¿En serio?

Bourne asintió.

—No quería matarlo —dijo—. ¿Lo entiendes?

—Te acercaste a él, le apuntaste a la cabeza y apretaste el gatillo.

Petra miró a lo lejos, a nada en concreto.

—No quiero pensar en ello.

—Entonces no eres mejor que cualquier otro de Dachau.

La chica se tapó la cara con las manos. Tenía lágrimas en los ojos y los hombros se le sacudían. Los sonidos que emitía eran como los que había oído Bourne en Leitenberg.

Al final, el llanto de Petra cesó. Se secó los ojos con el revés de la mano y dijo:

—Quería ser poeta, ¿sabes? Siempre pensé que ser poeta era como ser revolucionaria. Yo, una alemana, quería cambiar el mundo o, al menos, hacer algo para cambiar la forma como nos ve el mundo, hacer algo para deshacer este prurito de complejo de culpa que tenemos.

—Deberías haberte hecho exorcista.

Era una broma, pero la chica no estaba de humor para verle la gracia a nada.

—Eso sería perfecto, ¿no te parece? —Le miró con los ojos todavía llenos de lágrimas—. ¿Tan ingenuo es querer cambiar el mundo?

—Poco práctico sería una forma más acertada de definirlo.

Ella ladeó la cabeza.

—Tú eres un cínico. —Como no respondió, la chica continuó—. No creo que sea ingenuo creer que las palabras, lo que escribes, puedan cambiar las cosas.

—Entonces, ¿por qué no escribes en lugar de pegar tiros a la gente por dinero? —preguntó Jason—. Ésa no es forma de ganarse la vida.

Ella permaneció en silencio tanto rato que Bourne dudó que le hubiera oído.

Por fin, dijo:

—A la mierda, me contrató un hombre llamado Spangler Wald. Es un chico muy joven, de veintiuno o veintidós años. Lo había visto por los pubs, y habíamos tomado café un par de veces. Me dijo que iba a la universidad y se estaba especializando en economía entrópica, que no tengo ni idea de lo que es.

—No creo que exista la especialidad de economía entrópica —comentó Bourne.

—No me extraña —dijo Petra todavía sorbiendo por la nariz—. Tengo que recalibrar mi detector de estupideces. —Se encogió de hombros—. Nunca se me ha dado bien la gente; me llevo mejor con los muertos.

—No es posible llevar sobre los hombros la pena y la rabia de tantas personas sin acabar enterrada en vida —dijo Bourne.

Ella miró las hileras de lápidas desgastadas.

—¿Qué puedo hacer si no? Ahora están olvidados. Aquí es donde reside la verdad. Si la escondes, ¿no es peor que mentir?

En vista de que él no respondía, la muchacha encogió rápidamente los hombros y dio media vuelta.

—Ahora que has visto esto, quiero enseñarte lo que ven los turistas.

Lo llevó al coche y bajaron la colina desierta hasta el monumento conmemorativo de Dachau. Sobre lo que quedaba de los edificios del campo había una capa oscura, como si las emisiones nocivas de los hornos crematorios se elevaran y cayeran de nuevo con las corrientes térmicas, como buitres en busca de cadáveres. Los recibió una escultura de hierro, una interpretación angustiosa de prisioneros esqueléticos parecidos al alambre espinoso que los había encerrado. Dentro de lo que había sido él edificio principal de administración había una reproducción de las celdas, vitrinas con zapatos y otros artículos de una tristeza indescriptible, todo lo que habían dejado los reclusos.

—Estos rótulos —dijo Petra—. ¿Ves alguna mención de cuántos judíos fueron torturados y cuántos perdieron la vida aquí? «Ciento noventa y tres mil personas perdieron la vida aquí», dice el rótulo.

Esto no se puede expiar. Todavía nos escondemos de nosotros mismos; todavía somos un país que odia a los judíos, por mucho que intentemos reprimir el impulso con una indignación virtuosa, como si tuviéramos derecho a ser los agraviados.

Bourne habría podido decirle que en la vida nada es tan sencillo, pero le pareció más oportuno dejar que desahogara su ira. Estaba claro que no podía expresar su punto de vista a nadie más.

Lo llevó a visitar los hornos, que parecían siniestros incluso tantos años después de su uso. Parecían vivos, parecían brillar y formar parte de un universo alternativo que fluía con un horror inexpresable. Por fin dejaron atrás el crematorio y llegaron a una larga sala, cuyas paredes estaban cubiertas de cartas, algunas escritas por los prisioneros y otras por familiares desesperados por tener noticias de sus seres amados, así como notas, dibujos y cartas más formales de solicitud. Todas estaban en alemán; no se había traducido ninguna a otras lenguas.

Bourne las leyó todas. Los restos de la desesperación, de la atrocidad y de la muerte habitaban aquellas salas, incapaces de escapar. Allí el silencio era diferente al del Leitenberg. Jason era consciente del roce de sus suelas, del susurro de las zapatillas de deporte de los turistas que se arrastraban de una exposición a otra. Era como si toda aquella bestialidad acumulada sofocara la capacidad de hablar, o quizá sólo era que las palabras —cualquier palabra— resultaban inadecuadas y superfluas.

Atravesaron lentamente la sala. Bourne podía ver que los labios de Petra se movían al leer una carta tras otra. Cerca del fondo de la pared, una le llamó la atención y le aceleró el pulso. Una hoja de papel de carta llena de un texto escrito a mano en el que se quejaba de que, a pesar de que el autor había desarrollado un gas mucho más eficaz que el Zyklon-B, en la administración de Dachau nadie se había tomado la molestia de responderle. Quizá porque en Dachau nunca se utilizó el gas. Sin embargo lo que llamó la atención de Bourne fue la hoja, cuyo membrete era el símbolo de la rueda con tres cabezas de caballo unidas alrededor de la calavera de las SS.

Petra se colocó a su lado con el ceño fruncido.

—Esto me suena mucho.

Bourne la miró.

—¿A qué te refieres?

—Conocía a un hombre…, el viejo Pelz. Me dijo que vivía en la ciudad, pero creo que era un sin techo. Venía a dormir a los refugios antiaéreos de Dachau, sobre todo en invierno. —Se colocó un mechón de cabellos rubios detrás de las orejas—. No paraba de hablar, como los locos, como si conversara con alguien. Recuerdo que me enseñó esta misma insignia en su abrigo. Hablaba de algo denominado la Legión Negra.

A Bourne le cabalgaba el corazón en el pecho.

—¿Qué te dijo?

Ella se encogió de hombros.

—Tú que odias tanto a los nazis —dijo Jason—, ¿qué harías si supieras que algunas de sus horribles prácticas todavía existen hoy día?

—Sí, claro, como los cabezas rapadas.

Bourne indicó la insignia.

—La Legión Negra todavía existe, todavía es un peligro, incluso más que en la época del viejo Pelz.

Petra sacudió la cabeza.

—No paraba de balbucear. Nunca supe si hablaba conmigo o consigo mismo.

—¿Puedes llevarme con él?

—Sí, pero no sé si todavía vive. Bebe como una esponja.

Diez minutos después Petra bajaba con el coche por Augsburgerstrasse, y se dirigía al pie de una colina llamada Karlsburg.

—Qué mierda de ironía —dijo con amargura—, que el lugar que más desprecio del mundo sea el más seguro para mí.

Entró en el aparcamiento de la iglesia parroquial de San Jakob. Su torre barroca octogonal podía verse desde toda la ciudad. Al lado se encontraban los grandes almacenes Hörhammer.

—¿Ves aquellos escalones al lado de Hörhammer? —dijo mientras bajaban del coche—. Conducen al enorme refugio antiaéreo construido bajo la colina, pero no se puede entrar por ahí.

Subieron la escalinata que llevaba a la iglesia de San Jakob y entraron. En el interior renacentista, pasado el coro y adyacente a la sacristía había una puerta discreta y oscura de madera, detrás de la cual se iniciaba un tramo de escalones de piedra que descendían a la cripta, sorprendentemente pequeña teniendo en cuenta el tamaño de la iglesia.

Pero como Petra le mostró rápidamente, había una razón para aquel tamaño reducido: el resto estaba ocupado por un laberinto de salas y pasillos.

—El búnker —dijo la chica, encendiendo una hilera de bombillas fijadas a la pared de piedra de la derecha—. Aquí es donde mis abuelos se refugiaban cuando tu país bombardeaba sin parar la capital extraoficial del Tercer Reich. —Se refería a Múnich, pero Dachau estaba suficientemente cerca para sufrir el peso de las incursiones de la aviación estadounidense.

—Si tanto detestas tu país —dijo Bourne—, ¿por qué no te vas?

—Porque también lo amo —dijo Petra—. Es el misterio de ser alemana: orgullo y odio de uno mismo. —Se encogió de hombros—. ¿Qué se puede hacer? Hay que jugar con las cartas que te han tocado.

Bourne conocía esa sensación. Echó un vistazo.

—¿Conoces bien este sitio?

Ella suspiró pesadamente, como si su furia la hubiera dejado agotada.

—De niña mis padres me traían todos los domingos a misa. Son personas temerosas de Dios. ¡Qué gracia! ¡Como si Dios no le hubiera vuelto la espalda a este sitio hace tiempo!

»En fin, un domingo estaba tan aburrida que me escabullí. En aquella época estaba obsesionada con la muerte. No es de extrañar. Crecí con su hedor en las narices. —Lo miró—. ¿Te puedes creer que soy la única que conozco que ha visitado el monumento conmemorativo? ¿Crees que mis padres vinieron nunca? ¿Mis hermanos, mis tíos y mis compañeros de escuela? ¡Por favor! Ni siquiera quieren reconocer que existe.

Parecía agotada de nuevo.

—Así que vine aquí para comunicarme con los muertos, pero, como no resultó, seguí investigando y encontré el búnker de Dachau.

Apoyó las manos en la pared, moviéndolas a lo largo de la piedra rugosa, acariciándola como si se tratara del costado de un amante.

—Esto se convirtió en mi casa, en mi mundo privado. Sólo era feliz bajo tierra, en compañía de los ciento noventa y tres mil muertos. Los sentía. Creía que el alma de cada uno de ellos estaba atrapada aquí. Era tan injusto, pensaba. Pasaba el tiempo buscando la manera de liberarlas.

—Creo que la única forma de hacerlo —dijo Bourne— es liberándote a ti misma.

Ella hizo un gesto.

—El refugio del viejo Pelz está por aquí.

Mientras avanzaban por el túnel, dijo:

—No es lejos. Le gustaba estar cerca de la cripta. Está convencido de que un par de esos pobres diablos eran amigos suyos. Se sienta a hablar con ellos horas y horas, bebiendo, como si estuvieran vivos y pudiera verlos. ¿Quién sabe? A lo mejor podía. Cosas más raras se han visto.

Después de un breve tiempo, el túnel se abría a una serie de habitaciones. Les llegó un pestazo a whisky mezclado con sudor rancio.

—Su habitación es la tercera a la izquierda —dijo Petra.

Pero antes de que llegaran, el umbral se llenó con una figura corpulenta coronada por una cabeza parecida a una bola de boliche con los cabellos en punta como las púas de un puercoespín. Los ojos enloquecidos del viejo Pelz los miraron.

—¿Quién va? —Su voz era densa como la niebla.

—Soy yo, herr Pelz. Petra Eichen.

Pero el viejo Pelz miraba horrorizado la pistola que la chica llevaba en la cadera.

—¡Una mierda! —Blandiendo una escopeta, gritó—: ¡Colaboracionistas nazis! —Y disparó.