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Rob Batt estaba sentado en su coche con unas gafas de visión nocturna puestas, dando vueltas al pasado reciente como si fuera un chicle que hubiera perdido su sabor.

Desde que lo habían llamado al despacho de Veronica Hart y lo habían enfrentado a sus actos de traición contra la CIA, estaba como entumecido. En aquel momento, no había sentido nada. De hecho, su hostilidad hacia Hart se había transformado en compasión. O quizá era más bien compasión por sí mismo. Había caído en una trampa como si fuera un novato; se había fiado de personas en las que nunca debería haber confiado. LaValle y Halliday se saldrían con la suya, no tenía ninguna duda. Lleno de asco hacia sí mismo, se había refugiado en una larga noche de bebida.

Hasta el día siguiente, al despertar con una resaca colosal, Batt no se dio cuenta de que podía hacer algo al respecto. Se lo pensó un rato, mientras tragaba aspirinas para aliviar el dolor de cabeza, con un vaso de agua y un poco de angostura para calmar el estómago removido.

Fue entonces cuando el plan se formó en su cabeza, desplegándose como una flor bajo los rayos de sol. Se vengaría de la humillación que le habían infligido LaValle y Kendall, y lo mejor de todo era que si su plan funcionaba, si conseguía derrotarlos, resucitaría su propia carrera, que pendía de un hilo.

Sentado al volante de un coche alquilado, recorría con la mirada las calles al otro lado del Pentágono, buscando al general Kendall. Batt era suficientemente inteligente para no intentar ir tras LaValle; sabía que era demasiado sagaz para cometer errores. Pero no podía decirse lo mismo del general. Si Batt había aprendido algo de su desgraciada asociación con aquellos dos era que Kendall era el eslabón débil. Estaba demasiado apegado a LaValle y su actitud era demasiado servil. Necesitaba a alguien que le dijera lo que tenía que hacer. El deseo de complacer era lo que hacía vulnerables a los subalternos; cometían errores que sus jefes no cometerían.

De repente vio la vida como debía verla Jason Bourne. Estaba al corriente del trabajo que había hecho Bourne para Martin Lindros en Reykiavik, y sabía que había arriesgado la vida para encontrar a Lindros y devolverlo a casa. Pero, como casi todos sus antiguos colegas, por conveniencia, Batt había juzgado los actos de Bourne como eventos fortuitos y colaterales, y había decidido sumarse a la opinión general de que Bourne era un paranoico descontrolado a quien había que detener antes de que cometiera algún acto desastroso que perjudicara a la CIA. En cambio, la gente de la CIA no tenía ningún reparo en utilizarlo cuando todo lo demás fallaba, coaccionándolo para que fuera un peón en su partida. Al menos él, Batt, no era el peón de nadie.

Vio salir al general Kendall por una puerta lateral del edificio y, encogido en su abrigo, apresurarse hacia su plaza de aparcamiento. No dejó de mirar al general mientras ponía una mano en las llaves que ya tenía en el contacto. En el preciso instante en que Kendall adelantaba el hombro derecho para poner en marcha el motor, Batt giró el contacto de su propio coche, para no alertar a Kendall.

Mientras el general salía del aparcamiento, Batt se quitó las gafas de visión nocturna y puso la marcha al coche. La noche parecía plácida y tranquila, pero quizá sólo era un reflejo de su estado de ánimo. Al fin y al cabo, era un centinela de la noche. Lo había entrenado el propio Viejo: siempre había estado orgullosos de ello. Sin embargo, después de su caída en desgracia se había dado cuenta de que era este orgullo lo que había distorsionado su forma de pensar y su toma de decisiones. Era su orgullo lo que le había hecho rebelarse contra Veronica Hart, no por algo que ella hubiera hecho o dicho —ni siquiera le había dado la oportunidad—, sino porque no lo habían ascendido a él. El orgullo era su debilidad, una debilidad que LaValle había detectado y explotado. Mientras seguía a Kendall hacia la zona de Fairfax pensaba que razonar con la perspectiva de los hechos consumados era fácil, pero al menos era el baño de humildad que necesitaba para ver cómo se había alejado de su juramento de fidelidad a la CIA.

Se mantuvo a distancia del coche del general, cambiando de carril de vez en cuando para evitar que lo detectasen. Dudaba que Kendall sospechara que lo seguían, pero era mejor ser cauteloso. Batt estaba decidido a enmendar el pecado que había cometido contra su propia organización y contra la memoria del Viejo.

Kendall giró en un edificio anónimo y de aspecto moderno cuya planta baja estaba totalmente ocupada por el gimnasio In-Tune. Batt observó cómo el general aparcaba, sacaba una bolsa de gimnasia del coche y entraba en el club. Por ahora nada útil, pero Batt había aprendido hacía mucho a ser paciente. En las vigilancias casi nunca se descubría nada rápida o fácilmente.

Y entonces, ya que no tenía nada mejor que hacer hasta que Kendall reapareciera, Batt miró el rótulo del In-Tune mientras comía una barrita de Snickers. ¿De qué le sonaba aquel rótulo? Sabía que no había estado nunca dentro del local; de hecho, no había estado nunca en aquella parte de Fairfax. Tal vez era el nombre: «In-Tune». Sí, pensó, le sonaba una barbaridad, pero no había manera de saber de qué.

Habían pasado cincuenta minutos desde que Kendall había entrado; Batt se puso las gafas de visión nocturna y miró hacia la entrada. Observó entrar y salir a personas de toda clase. La mayor parte iban solos; de vez en cuando salían dos mujeres charlando, a veces parejas.

Pasaron quince minutos más y Kendall no daba señales de vida. Batt se había quitado las gafas para descansar un poco cuando vio que se abría la puerta del gimnasio. Volvió a ponerse las gafas y vio que Rodney Feir salía del establecimiento. «¿Es broma o qué?», pensó Batt.

Feir se pasó la mano por los cabellos húmedos. Y entonces Batt recordó de qué le sonaba tanto el nombre «In-Tune». Todos los directores de la CIA tenían la obligación de comunicar su paradero fuera de horario de trabajo por si tenían que ser localizados y el oficial de guardia pudiera calcular cuánto tardarían en llegar al cuartel general.

Observando cómo Feir se dirigía a su coche y entraba en él, Batt se mordió los labios. Sin duda podía ser una simple coincidencia que el general Kendall y Feir utilizaran el mismo gimnasio, pero sabía que en su ambiente ese fenómeno era altamente improbable.

Sus sospechas se confirmaron cuando Feir, en lugar de marcharse con el coche, permaneció sentado en silencio e inmóvil detrás del volante. Estaba esperando algo, o mejor, a alguien. Pero ¿a quién?

Diez minutos después, el general Kendall salió del club. No miró ni a derecha ni a izquierda, sino que fue inmediatamente a su coche, lo puso en marcha y salió del aparcamiento en marcha atrás. Antes de que terminara la maniobra, Feir puso en marcha su coche. Kendall salió a la calle y Feir lo siguió.

El pecho de Batt se agitó de excitación. «¡Empieza la partida!», pensó.

Después de que los dos primeros tiros alcanzaran a Jens, Bourne se volvió para auxiliarlo, pero cambió de idea cuando el tercero acertó a la cabeza del hombre caído. Corrió calle abajo, sabiendo que el otro estaba muerto, y no podía hacer nada por él. Tenía que suponer que Arkadin había seguido a Jens al museo y había esperado fuera, al acecho.

Doblando la misma esquina que la guardia del museo, Bourne vio que la chica vacilaba, alertada por el ruido de disparos. Pero al ver que Bourne corría hacia ella, se lanzó a la carrera y se metió en un callejón. Jason la siguió y vio que la chica saltaba sobre una uralita detrás de la cual había una parcela en obras, con maquinaria pesada. Se agarró a lo alto de la valla y, dándose impulso, trepó y saltó.

Bourne escaló la valla detrás de ella, saltando sobre la tierra batida y los escombros de hormigón de la parcela. Vio que la muchacha se agachaba detrás de un bulldozer manchado de barro, y corrió tras ella. La mujer se subió a la cabina, se puso detrás del volante y giró la llave del contacto.

Bourne estaba muy cerca cuando el motor se puso en marcha. La mujer puso el bulldozer en marcha atrás y se dirigió directamente hacia él. Había elegido un vehículo difícil de manejar y Jason lo esquivó, buscó un punto de apoyo y trepó. El bulldozer se balanceó y las marchas chirriaron mientras ella intentaba meter primera, pero para entonces Bourne ya estaba en la cabina.

La muchacha intentó sacar la pistola, pero al mismo tiempo intentaba conducir el vehículo, y a Bourne no le costó desarmarla de un manotazo. El arma cayó a sus pies y él la alejó de ella de una patada. Después se inclinó y apagó el motor. En cuanto lo hizo, la mujer se tapó la cara con las manos y se echó a llorar.

—Este desastre es culpa tuya —dijo Deron.

Soraya asintió.

—Ya lo sé.

—Tú viniste a pedir ayuda, a mí y a Kiki.

—Asumo toda la responsabilidad.

—Creo que en este caso —dijo Deron—, tenemos que compartir la responsabilidad. Pudimos decir que no y no lo hicimos. Ahora todos corremos un grave peligro.

Estaban sentados en el estudio de la casa de Deron, una habitación acogedora con un sofá en ángulo frente a una chimenea de piedra y, sobre ésta, un gran televisor de plasma. Sobre la mesita de madera había bebidas, pero no las había tocado nadie. Deron y Soraya estaban sentados frente a frente. Kiki estaba acurrucada en un rincón, como un gato.

—Tyrone está totalmente jodido —dijo Soraya—. Vi lo que le estaban haciendo.

—Espera un momento. —Deron se echó hacia adelante—. Existe una diferencia entre percepción y realidad. No dejes que te manipulen. No se arriesgarán a hacer daño a Tyrone; es el único as en la manga que tienen para coaccionarte y que les entregues a Jason.

Soraya, aturdida otra vez por el miedo, cogió un vaso y se sirvió un poco de whisky escocés. Lo hizo girar en el vaso e inhaló sus complejos aromas, que le recordaron el brezo y el sirope de caramelo. Recordó que Jason le había dicho que las imágenes, los aromas, las lenguas o los tonos de voz podían despertar en él recuerdos ocultos.

Tomó un sorbo de escocés y sintió que en su estómago se encendía un río de fuego. En aquel momento le habría gustado estar en cualquier parte menos allí; habría querido llevar otra vida, pero ésa era la que había elegido, y ésas eran las decisiones que había tomado. No lo podía evitar, ni podía abandonar a sus amigos; tenía que salvarlos. La cuestión peliaguda era cómo hacerlo.

Deron tenía razón con respecto a LaValle y Kendall. La habían llevado a la sala de interrogatorios para hacerle la guerra psicológica. Ahora que lo pensaba, lo que le habían mostrado era mínimo. Contaban con que ella se imaginara lo peor, que fuera víctima de esos pensamientos y cediera. Que llamara a Jason para que pudieran detenerlo y, como un perro amaestrado, ofrecerlo al presidente como la prueba de que LaValle había tenido éxito donde varias iniciativas de la CIA habían fracasado y por lo tanto merecía asumir la gestión de la CIA.

Tomó otro sorbo de escocés, consciente de que Deron y Kiki estaban en silencio, esperando pacientes a que ella repasara el error que había cometido, llegara al final y lo dejara atrás. Ahora tenía que tomar la iniciativa y formular un plan de contraataque. A eso se refería Deron cuando dijo que aquel desastre era culpa suya.

—Lo que tenemos que hacer —dijo, lenta y cautelosamente— es vencer a LaValle en su propio terreno.

—¿Y cómo te propones hacerlo? —preguntó Deron.

Soraya miró lo que le quedaba de escocés. El problema era que no tenía ni idea.

El silencio se alargó, y se hizo más denso y más letal a cada segundo. Al final Kiki se desperezó, se puso de pie y dijo:

—Por lo que a mí respecta estoy harta de tanto pesimismo. Estar aquí enfadada y frustrada no ayuda a Tyrone y no nos ayuda a encontrar una solución. Voy a despejarme un poco al club de un amigo mío. —Miró a Soraya y a Deron—. ¿Alguien se apunta?

La sirena de dos tonos de la policía llegó a oídos de Bourne mientras estaba sentado al lado de la guardia del museo en el bulldozer. De cerca parecía más joven de lo que había imaginado. Sus cabellos rubios, que llevaba recogidos en un moño severo, se habían deshecho y le caían sobre la cara pálida. Tenía los ojos grandes y claros y ahora los tenía enrojecidos por el llanto. Había algo en sus ojos que hacían pensar que había nacido triste.

—Quítate la chaqueta —dijo.

—¿Qué? —La guardia parecía totalmente confusa.

Sin decir nada, Bourne la ayudó a quitarse la chaqueta. Le subió las mangas de la camisa y le miró la parte interior de los codos, pero no encontró ningún tatuaje de la Legión Negra. A la tristeza en aquellos ojos se había añadido el terror puro.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Bourne amablemente.

—Petra-Alexandra Eichen —respondió ella con voz temblorosa—. Pero todos me llaman Petra. —Se secó los ojos y lo miró de soslayo—. Y ahora ¿me vas a matar?

Las sirenas de la policía eran más fuertes, y Bourne se moría de ganas de alejarse de allí lo más posible.

—¿Por qué debería matarte?

—Porque yo… —Su voz se quebró y se ahogó con sus propias palabras o con una emoción creciente—. He matado a tu amigo.

—¿Por qué lo has hecho?

—Por dinero —dijo ella—. Necesitaba dinero.

Bourne la creyó. No se comportaba como una profesional; tampoco hablaba como si lo fuera.

—¿Quién te ha pagado?

El miedo le desfiguró la expresión e hizo que los ojos se le agrandaran hasta que pareció que fueran a salírsele de las órbitas.

—No… no te lo puedo decir. Me hizo prometer…, me dijo que me mataría si abría la boca.

Bourne oyó voces más fuertes, que utilizaban la jerga entrecortada endémica a las policías de todo el mundo. Habían empezado la búsqueda. Le quitó la pistola a la chica, una Walther P22, la única capaz de disparar sin hacer demasiado ruido en un lugar cerrado.

—¿Dónde está el silenciador?

—Lo tiré a una alcantarilla —dijo—. Es lo que me ordenaron.

—Seguir obedeciendo órdenes no te ayudará mucho. Las personas que te han contratado te matarán de todos modos —dijo, arrastrándola fuera del bulldozer—. Estás con el agua al cuello.

Ella soltó un pequeño gemido e intentó soltarse.

Jason la apretó más fuerte.

—Si quieres, te dejo ir directamente a la policía. Estarán aquí en unos minutos.

La chica abrió la boca, pero no dijo nada inteligible.

Las voces estaban cada vez más cerca. La policía estaba al otro lado de la uralita.

—¿Conoces otra calle para salir de aquí?

Petra asintió, indicando una dirección. Ella y Bourne cruzaron el patio corriendo, evitando los obstáculos. Tenían que abrirse camino entre escombros y grandes hoyos en el terreno. Sin volverse, Jason supo que los agentes habían entrado por el lado opuesto del patio. Empujó la cabeza de Petra hacia abajo al mismo tiempo que se inclinaba para que no los vieran. Detrás de una grúa, había algunos bloques de cemento y sobre ellos la caravana del capataz. Por el techo de aluminio entraban unos cables eléctricos improvisados.

Petra se lanzó de cabeza debajo de la caravana y Bourne la siguió. Los bloques de cemento tenían la altura justa para que pudieran arrastrarse boca abajo hasta el otro lado, donde Bourne vio que había una abertura en la red metálica.

Cruzaron la abertura arrastrándose y se encontraron en un callejón tranquilo lleno de contenedores de basura de tamaño industrial y una vagoneta llena de tejas rotas, baldosas y pedazos de metal retorcido, procedentes sin duda de los edificios que antes estaban en la parcela vacía de detrás.

—Por aquí —susurró Petra saliendo del callejón hacia una calle residencial. Dobló una esquina y fue hacia un coche y lo abrió.

—Dame las llaves —dijo Bourne—. Nos estarán buscando.

Atrapó las llaves en el aire, y los dos entraron en el coche. Una travesía después pasaron junto a un coche de la policía. La repentina tensión hacía temblar las manos de Petra sobre sus rodillas.

—Vamos a pasar a su lado —dijo Bourne—. No los mires.

No sucedió nada más hasta que Bourne dijo:

—Han dado la vuelta. Nos siguen.