CUARTA PARTE
L.A.
SEXO, OROPELES Y CODICIA
LA SEDUCCIÓN DE O. J. SIMPSON
(Este relato se escribió antes del veredicto del juicio contra O. J. Simpson.)
L o s a s e s i n a t o s S im p so n -G o ld m a n s o n manifiestamente prosaicos. Prescíndase de la celebridad del acusado de las muertes y del ambiente del mundo del espectáculo, y se tendrá un homicidio
impremeditado tan propio de Watts como de Pacoima o de cualquier pueblo de pelagatos. La intersección de la fama, un físico atractivo en extremo y un seguimiento permanente por parte de los medios de comunicación han elevado un vulgar doble acuchillamiento a la cima del panteón de casos policiales de nuestra mente. Los casos Leopold-Loeb, Wylie-Hoffert y Familia Manson, repletos de complejas investigaciones y planteamientos psicológicos emblemáticos de su tiempo, no pueden competir con la trinidad de Simpson. Una doble muerte a cuchilladas con posterior huida frustrada se ha convertido en el crimen del siglo.
El 12 de junio de 1994, domingo, O. J. Simpson llegó, o no, en coche a casa de su ex esposa, Nicole Brown, y la mató a ella y a un joven llamado Ronald Goldman. O. J. llevaba, o no, guantes y pasamontañas y acabo con sus víctimas, o no, con una navaja de cachas de hueso, una bayoneta o algún tipo de herramienta con empuñadura. Luego abandonó, o no, la escena del crimen y volvió en coche a su casa, a unos minutos de distancia.
Nicole Brown Simpson era, o no, una madre devota, una adicta a la cocaína y una alocada aficionada a las fiestas. Era, o no, anoréxica, bulímica o ninfómana habituada a ligarse hombres en una cafetería de Brentwood. Las minucias de su vida pueden compilarse y cotejarse hasta formar una ridícula tesis sin fundamento. Un hecho sólidamente documentado define de forma menos ambigua a Nicole: O. J. Simpson le dio palizas con regularidad a lo largo de los últimos cinco años de su vida.
Ron Goldman era un camarero que aspiraba a ser actor o un actor que trabajaba de camarero, un eufemismo laboral muy común en L.A. Era, o no, amante de Nicole Simpson. En ocasiones tomaba prestado, o no, el Ferrari de Nicole (lo cual sacaba de quicio, o no, a O. J. Simpson). Las pruebas forenses indican que Goldman luchó duramente por su vida. Las pruebas forenses se emplean para contrastar las interpretaciones y conjeturas a través de la aplicación de métodos científicos imparciales, con validez empírica. Las pruebas forenses se emplean para situar a los malhechores en la escena del crimen. Las pruebas forenses son un contrapeso para las almibaradas alegaciones de atenuantes.
La recogida de pruebas forenses es una búsqueda consciente de la verdad. También lo son los intentos legítimos de desmontar las falacias científicas y las torpes aplicaciones de técnicas forenses establecidas hace mucho tiempo. El fondo judicial que debe revisarse tras el caso O. J. Simpson quizá sea el análisis de evidencias forenses. La otra cara de la moneda quizá sea el caos lógico (un veredicto o una ausencia de veredicto gestados por las exageraciones de los medios de comunicación, prolijos hasta el aturdimiento, que han inundado a todos los posibles jurados, y de hecho a todo el público norteamericano, con una suma de detalles contradictorios profundamente pertinentes y, a la vez, rotundamente superfluos), una enorme tormenta de mierda de información, desinformación, insinuaciones y rumores comentados con disimulo que le pone a uno contra las cuerdas, como un violador de citas del que nunca se puede escapar a menos que se cierre el acceso al mundo, tanto electrónico como en letra impresa, y uno se largue al polo sur a follar pingüinos. O. J. vertió, o no, su propia sangre en el exterior de la casa. Regresó de un viaje de una noche a Chicago luciendo un corte reciente... que pudo causarse al reventar un vaso de un golpe cuando se enteró de la muerte de su ex esposa, o al acuchillar a ésta un poco demasiado cerca de su mano libre. Las trayectorias de la sangre son, ante todo, cuestión de incumbencia forense y legal, estrictamente. Para el mercado de masas carecen del atractivo inherente a los relatos de oídas de la vida sexual de una mujer atractiva y sobre los intentos de retratar a un misógino profesional como a un hermano perdido de la Fraternidad de Scottsboro, y hasta que llegue a las tiendas el CDROM interactivo de O. J. rezumando sangre, quizá sólo tengamos que contemplar el lugar preciso donde se derramó esa sangre como una indicación literal de la culpabilidad o la inocencia del señor Simpson; una limitación insignificante para mantenernos tenuemente abiertos de mente mientras la lluvia de datos nos empapa. El caso de O. J. Simpson es una gigantesca novela rusa situada en LA. El elaborado argumento sucede en L.A. porque los personajes principales querían chuparle la gigantesca polla venenosa a la Industria del Espectáculo. Es una novela de metamorfosis, porque L.A. es donde uno va cuando quiere ser otro. Sucedió en L.A. porque es el mejor lugar de la tierra para que a una mujer le agranden los pechos o a un hombre le alarguen el pene. Sucedió en la zona de Brentwood, porque ahí
aparecen en grado mínimo la indigencia, la adicción al crack y otros signos externos de desesperación. O. J. Simpson quería ser Blanco. Ron Goldman quería ser actor; ambas ambiciones igualmente ridículas. Nicole quería una vida glamourosa y la celebridad de segunda mano que aporta follar con hombres famosos.
Su situación de segundona se prolongaría hasta en su muerte. Se convirtió en la página en blanco que los expertos utilizaron para explicar el largo viaje de inhibición de su marido.
Nicole compró un billete para viajar, cuyo precio quedaba a la vista, al desnudo, mucho antes de su muerte. Tenía el rostro contraído y arrugado en el contorno, unas facciones demasiado vivaces que se habían mantenido demasiado tensas y comprimidas por efecto de demasiadas rayas de cocaína, demasiadas sesiones compulsivas de gimnasios y demasiado tiempo dedicado a mantener una apariencia cosmética. Su belleza no era la perfección de conejita de playa que venera el joven estúpido y el hombre que quizá, o quizá
no, la asesinó. La fuerza física de Nicole Brown Simpson es el lustre de la deshidratación escrito con grandes trazos en su rostro. Las arrugas que empiezan a formarse pueden haber sido causadas por luchas internas incipientes, por el simple proceso de envejecimiento o por un sentido cada vez más expresado de que se había encajonado en un rincón de deseo masculino obsesivo e ineludible, un deseo masculino al azar y una vida de endeudamiento con cosas superficiales y engañosas.
La relación de Nicole con O. J. era engañosa y colusorra desde el principio. Él compró esa rubia caliente que cincuenta años de cultura pop le decían que debía disfrutar, y una mente sin formar, adaptada a su política de monogamia unidireccional. Ella compró un hombre rico, guapo y famoso poseído de características infantiles, lo que la llevó a creer que podría controlarlo. El compró un viaje a través de su inconsciente y un mandato para el horror reservado con antelación. Ella abdicó en un drama interno que, en última instancia, la destruiría.
Los dos compraron un billete a Hollywood. Cuando se conocieron, la carrera deportiva de O. J. ya declinaba; él creía que podría continuar con su personificación del buen chico y auparse fácilmente a los papeles protagonistas con su aplomo camaleónico, largo tiempo perfeccionado. Había convertido en una segunda carrera el arte de desarmar a la gente con sonrisas y gestos de adulación, y si no lograba alcanzar el nivel de transposición que requería la actuación de calidad, siempre podía recurrir a su antiguo yo congraciador, descender en sus expectativas clónicas de Lawrence Olivier a Sly Stallone, conseguir un empleo regular como héroe de películas de acción, hacer una buena cantidad de dólares y acostarse con un montón de mujeres mientras tanto. Conocía a muchos niñatos y aspirantes a tíos duros en el negocio: gilipollas que se amoldaban a esa ética de la rudeza como fuerza de carácter que invade Hollywood pero que nunca habían estado en una pelea a puñetazos y que contaban, encantados, chistes sobre si sus esposas los iban a dejar por algún negrazo bien dotado. Él conocía a aquellos tipos; ellos lo conocían a él; O. J. tenía un asunto simbiótico pendiente con tipos así. Tipos así podían convertirlo a uno en un graaan actor de cine. O. J. calculó mal, Su capacidad de seducción sociópata quedaba mejor expuesta en fragmentos de sonido de cinco segundos y era mejor recibida por mujeres jóvenes inexpertas. Debe señalarse que O. J. Simpson no es el hijo de puta más listo que ha habido sobre la tierra. Es un hombre de grandes dotes físicas, encanto superficial y astucia limitada que pasó del fútbol a Hollywood llevando consigo a una chica impresionable.
Fue a vivir a un lugar donde el matrimonio es una broma y una cortina de humo para agendas sexuales ocultas. Llevó al Mundo Interior a una mujer a la que el Mundo Exterior había lavado el cerebro para que creyese en el Mundo que Más Debía Codiciar, Al igual que los macarras hacen que las putas se enganchen a la droga, ella quedó enganchada de la condición de celebridad.
O. J. llevó a Nicole a un mundo donde él era un ciudadano de segunda. Consiguió pequeños papeles en comedias absurdas, pero no tenía nada que hacer como aspirante a tipo duro. Nunca sería un astro del cine porque poseía la expresividad de una tortuga. Se había transformado en un reconocido lameculos que nunca aparecería verdaderamente heroico o peligroso en una pantalla.
Nicole fue testigo del largo declive de O. J. Vio la bifurcación fundamental de su fama: era un tío grande para el mundo exterior y un don nadie para el mundo al que aspiraba. Se hizo mayor en un entorno de lujos y se recreó en pavoneos de persona del ambiente. Ella tenía una visión. desde primera fila del modo en que su marido se hundía bajo el peso de su vacío.
Hace mucho tiempo que a O. J. se le cruzaron los cables respecto a su identidad racial. Debía de figurarse que sus oportunidades se reducían a cómplice del hombre blanco o a furioso violador. Nunca imagino que la inmensa mayoría de los negros no pertenece a una categoría ni a otra. Su atractivo trascendía la raza porque era un falso artista de la igualdad de oportunidades, capaz de adular a negros y a blancos por igual. Encajaba en Hollywood porque tenía apariencia y nombre, porque Alababa y reía gracias en la debida medida, y porque pulsaba algunas cuerdas
sentimentales pseudoigualitarias. Si su juicio se convierte en un referéndum sobre la cólera
afroamericana y sus inevitables consecuencias, un examen minucioso de causas y efectos en su vida no apreciará ejemplos claros de traumas formadores de la personalidad directamente atribuibles a actos de racismo blanco. Resulta ridículo presentar la opresión histórica de los negros como un factor atenuante destacado en un doble asesinato relacionado con la lujuria y alimentado por la adrenalina. O. J. Simpson habrá trascendido verdaderamente la raza en el momento en que blancos y negros se unan y lo reconozcan como el cobarde pedazo de mierda que quizá, o quizá no, ha asesinado dos personas inocentes y ha dejado a dos niños, dos niños blancos y negros destrozados para el resto de sus días.
Por supuesto, no será tan sencillo. Esta gigantesca novela rusa ambientada en L.A. excede las visiones más extremas de Los Ángeles como pozo negro, sin fondo, de depravación. Ésta es la meditación insondable sobre la celebridad que no se eclipsará hasta que alguien más famoso que O. J. Simpson sea acusado de asesinar a dos personas más sexys que NicoleBrown y Ron Goldman de una forma considerablemente más extravagante. Es una historia contada con mil voces: uno de esos trabajos microscópicos, calidoscópicos y multifocales que resumen un tiempo y un lugar con subtramas
entrelazadas que se prolongan indefinidamente. Esta novela bulle de caracteres grotescos e incidentes inconexos. Sus creadores multimedia agradecen la oportunidad de reagruparse después de una gran decepción: el escándalo de Michael Jackson, reducido antes de que les diera ocasión de explotar todo su potencial más vil y fabricar una dosis de bilis hipócrita sobre la penosa situación de unos niños a los que se les ha dado por el culo. Ahora tienen los dientes clavados en el caso O. J. (son perros de presa cuya voracidad exige cada vez más) y la verosimilitud y la viabilidad dramática se imponen a la estricta veracidad como criterios para determinar la fuerza de su reportaje. Así, un viejo colaborador de la policía que dice que ha oído que dos blancos eran los autores de las muertes consigue gran atención nacional antes de que su testimonio sea descalificado con una pequeña nota de disculpa por el desliz; así, A. C. Cowlings, haciendo saltos mortales en una animada fiesta de la industria de la pornografía, clama contra O. J. con una insinuación a «echar del mundillo a ese palurdo»; así, esa modelo, Tiffany Starr, la chica del valle que se saca un numerito de lloriqueos acerca de su relación de dos citas con Ron Goldman, insinúa que cualquier hombre que se liara con aquella tía merecía que se lo cargaran. Así, la libertad de expresión nos ha proporcionado una obra espectacular, un híbrido que se apoya en algún lugar entre la ofuscación ofrecida al azar y la ficción voluntariamente evolucionada. La explotación del caso se cruzó con el ascenso de la televisión sensacionalista y creó un fenómeno de enorme magnitud, y censurarla o intentar recortarla en cualquier aspecto sería desmedido. El caso de O. J. Simpson es un trabajo colectivo de arte interpretativo que tiene que representarse antes de que pueda ser valorado, estructurado, desmontado y disecado en busca de un sentido moral.
Puede reducirse a temas de revelación pública y de ética legal. Puede reducirse a un llamamiento en favor de la prudencia periodística y de la objetividad a toda costa.
El arte de la ficción gira sobre el gozne del pensamiento subjetivo. Los novelistas deben adoptar la perspectiva de muchos personajes diferentes. Hace unos meses, la defensa de Simpson asumió la perspectiva de O. J. y se dio cuenta de que su cliente estaba echando a perder su actuación como inocente, como injustamente acusado. O. J. nunca a gritado: «¡Vanos a pillar al cabrón que ha matado a mi mujer!».
Con retraso, la defensa limitó los daños hasta cierto punto. Tomó los hilos de esta gigantesca novela rusa interactiva mediante una línea caliente, gratuita, para la recepción de pistas. O. J. ofreció una suculenta recompensa por las informaciones que condujeran a la detención de los verdaderos autores de los asesinatos (un dinero que podía tener, o no, después de que sus abogados lo sangrasen). El Departamento de Policía de Los Ángeles peinó la zona que rodeaba la casa de Nicole Simpson en busca de testigos para confirmar o reafirmar la culpabilidad de O. J., pero no obtuvo nada. La defensa, decidida a tachar de incompetente y racista al DPLA, hizo un llamamiento al público, por si algún posible testigo hubiese escapado a la batida policial y a la cobertura de los medios que se ocupaban del crimen que más publicidad ha recibido en toda la historia. Fue una maniobra de disimulo épico, engañosa en su estructura interna y absolutamente cínica en su aplicación.
El DPLA post Rodney King prefería no hurgar mucho entre los negros que destacaban. Cargar el trabajo a un asesino blanco vulgar les iría de perlas. La defensa de Simpson entiende la torturada historia del DPLA y de los negros de Los Ángeles, tanto su validez histórica como el nivel de paranoia justificada e irracional que ha producido. Ponen un imán para atraer la desinformación, el miedo y la absoluta locura... y algunos de los indicios más presentables que reciben pueden aparecer en el tribunal como palabrería para confundir todavía más a un jurado ya saturado de información.
Y el DPLA será exhortado a comprobar «pistas»
que, ya se sabe, no conducirán a ninguna parte, so pena de arriesgarse a una andanada de recriminaciones, que aún oscurecerá más los hechos del caso, servirá para excitar la tensión racial y contribuirá a la causa de un mal ambiente general que potenciará las divisiones. La defensa probablemente piensa que puede vender las cintas de la línea caliente por unos buenos dólares. El DPLA probablemente desea cargar el trabajo a un pervertido cualquiera.
Si O. J. es culpable, debería presentar alegaciones de agotamiento. Sus 2.033 yardas en una temporada no son nada cuando se comparan con su sprint una vez abandonado el fútbol.
La aclamación de segunda categoría y la búsqueda de placeres vacíos agotan a cualquiera. Golpear a mujeres es cosa de jóvenes. El agotamiento reduce las oportunidades de cambiar de vida o de poner fin a ella. El cambio lleva tiempo. No es tan instantáneo como unas rayas de coca o como un coño nuevo.
El suicidio requiere imaginación. Uno ha de ser capaz de evocar una vida posterior o visiones de descanso. O tiene que sufrir un dolor tan insoportable que cualquier cosa sea preferible a él.
O. J. inició una última carrera tonta y banal. No tuvo el ánimo ni los huevos para utilizar las dos primeras alternativas.
Diciembre de 1994
EL DIENTE DEL CRIMEN
El capitán Dan Burt habla y se mueve como un republicano iluminado y glamouroso. Es un hombre de estatura mediana, bronceado y acicalado. Si no dirigiera la Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff del condado de Los Ángeles, estaría salvando América de Bill Clinton y de los monstruos derechistas de su propio partido. Sabe hablar, inspirar lealtad, y llevar una camisa azul oscuro.
Hoy sigue machacando con el caso Simpson y sus lecciones para los detectives de Homicidios. Seis jefes de equipo y dos ayudantes administrativos atestan su oficina.
Burt dice: «Podemos adoptar una actitud ante lo de O. J. o podemos aprender de ello. Me alegro de que no haya sido nuestro caso pero quiero asegurarme bien de que nos ha aleccionado a todos.»
Tiene siete tenientes y un sargento en una situación apurada. Suelta una perorata aturdidora sobre la protección de la escena del crimen, la cadena de pruebas y la necesidad de reconocer al principio la magnitud de los medios de los asesinos de celebridades, pensar en ellos desde la perspectiva de un fiscal adverso y evaluar y definir todos los aspectos de la investigación a medida que ésta avanza. El lanzamiento es cerrado e interior, con un pateador que sepa poner en juego al equipo: el DPLA fracasó en el caso y nosotros cosechamos los beneficios.
Un bulldog de cerámica perfectamente tallado se sienta en una mesa junto al escritorio del capitán, completado con una gorra de béisbol de Homicidios del Sheriff y un excremento de goma pegado al culo. Burt da una palmada al animal y con ello indica que la reunión ha terminado: «Esta unidad —dice— ha progresado porque nos hemos esforzado en tener una mentalidad abierta y en aprender de nuestros errores. Nunca hemos permitido que la fama nos volviera arrogantes. Si continuamos valorando el caso Simpson e incorporamos lo que descubrimos a nuestros procedimientos, podremos sacar algo bueno de un gran lío.»
El asesinato es un gran lío de veinticuatro horas al día. El asesinato engendra un proceso de investigación aturdidoramente prolongado que rara vez es directo y lineal, sobre todo porque a él se sobreponen más asesinatos, lo cual pasa factura a los recursos de las agencias investigadoras implicadas y abruma a los detectives con entrevistas, apariciones ante la justicia, informes que escribir y parientes cercanos a los que ablandar y persuadir para que revelen detalles íntimos. El asesinato rara vez reduce su marcha y nunca se detiene; el asesinato se mantiene fiel a la trinidad que lo motiva: droga, sexo y dinero.
La Oficina del Sheriff de L.A. investiga todos los asesinatos, suicidios, muertes en accidentes laborales y muertes diversas y repentinas del condado de Los Ángeles, la gran zona no incorporada de dentro y de los alrededores de la ciudad. La jurisdicción del DPLA serpentea dentro, fuera y a través de los terrenos del distrito de Los Ángeles, ya que las fronteras entre la ciudad y el condado son a veces difíciles de distinguir. El condado está formado básicamente por suburbios de clase media baja y barrios pobres que se extienden más de ciento cincuenta kilómetros. Ésta es la gran masa informe que se ve desde los aviones que vuelan a poca altura: estuco barato, contaminación y trazados de autopistas que nunca se acaban.
La Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff está alojada alrededor del patio de un parque industrial en la ciudad de Commerce, a unos 15 kilómetros del centro de L.A. Sus servicios son requeridos individualmente por numerosos departamentos de policías de la zona. Si a uno lo atizan en Norwalk o en Roseriead, la Oficina del Sheriff de L.A. trabajará en su caso.
Homicidios del Sheriff investiga unos quinientos crímenes al año. La Oficina del Fiscal del distrito de L.A. ha reconocido públicamente que sus investigadores son los mejores del sur de California. Departamentos de policía de toda la nación mandan a sus futuros detectives a la Oficina del Sheriff de L.A. para que asistan a programas de dos semanas de formación. Los detectives del Sheriff enseñan bien porque su puesto está considerado el más alto, y se concede tras un mínimo de diez años en trabajo de prisión, patrullas y otras asignaciones de la División de Detectives. La media de edad, cuarenta y tantos años, lo dice todo: esas personas han dejado atrás los aspectos más camorristas del trabajo policial y han madurado más allá de la gravedad del asesinato.
Peter Pitches, que fue sheriff, llamaba «los bulldogs» a sus detectives de Homicidios, en reconocimiento a su tenacidad y al alto porcentaje de casos resueltos. En realidad, los bulldogs son criaturas perezosas propensas a los trastornos respiratorios y a la displasia de cadera. El buitre debería sustituir al bulldog como mascota de Homicidios.
Los buitres esperan que la gente muera. Los policías de Homicidios hacen lo mismo. Los buitres se lanzan en picado sobre el cadáver reciente y vigilan la zona circundante con sus garras y su pico afilados. Los policías de Homicidios acotan las escenas del crimen y comienzan sus investigaciones con las pruebas seleccionadas dentro.
Homicidios del Sheriff es una división centralizada. Su composición básica son seis equipos de catorce detectives cada uno, al mando de los cuales están los tenientes Derry Benedict, Don Bear, Joe Brown, Dave Dietrich, Ray Peavy y Bill Sieber. Dos unidades adjuntas, Casos sin Resolver y Personas Desaparecidas, operan desde las mismas instalaciones. Los equipos se hacen cargo de los asesinatos que van llegando en turnos rotatorios de cuarenta y ocho horas. Los detectives que están de turno llevan
buscapersonas y duermen muy poco, si es que duermen. Las llamadas del busca significan muerte y adiciones a sus ya cargadas carpetas de casos. Las llamadas a altas horas de la noche sólo son ligeramente preferibles a las que los policías de antes calificaban de «llamadas basura»: suicidios obvios y formalidades ante un pobre desgraciado que ha muerto decapitado porque le ha estallado la olla a presión.
La Oficina de la Brigada está amueblada al estilo moderno del trabajo policial: paredes blancas y escritorios de metal. Todas las llamadas que llegan se originan en el «barril», un mostrador cubierto de teléfonos, cestos con memorandos y tableros para registrar los asesinatos y el personal que les ha sido asignado. El barril está junto a la sala de la brigada: noventa escritorios dispuestos en filas longitudinales. Los escritorios del equipo del teniente están situados en sentido transversal en el extremo opuesto, junto a la estantería llena de bulldogs del sargento Don Garcia. Puedes comprar relojes y camisetas de bulldog a precio de coste al sargento Garcia. Un reloj de pared bulldog te costará 39,95 dólares. La aguja de solapa del bulldog con la lengua gigantesca y el collar de pinchos es digno de un Walt Disney colocado de polvo de ángel. Don tiene esa concesión desde hace años. Compra esos objetos al mayor a varios proveedores. Acaba de adquirir uno nuevo: un neón con un bulldog para que ilumine la barra de tu bar.
Las unidades de Casos Sin Resolver y de Personas Desaparecidas están en salas separadas que dan a la principal. Casos Sin Resolver se encarga,
periódicamente, de revisar casos viejos e investigar pistas nuevas pertenecientes a ellos. El equipo —Dale Christiansen, Rey Verdugo, Louie el Sombrero Danoff, John Yarbrough y Freddy Castro— es el cuadro de profesores de la Universidad de Justicia sin Resolver. Su currículo es la biblioteca de expedientes que Louie el Sombrero ha conservado con tanto amor. Louie dice que los expedientes le hablan. Tiene inquietudes espirituales y de vez en cuando lleva sus casos «sin cadáver» a que los médiums les echen un vistazo. Un pasillo conduce de Casos Sin Resolver a una habitación con hileras de ordenadores. Allí, donde una docena de pantallas de monitor están todo el día encendidas, todos los días, hay una docena de funcionarios que comprueban antecedentes, siempre con prisas. Cada día, los empleados, casi todos mujeres, toman posesión del comedor desde el mediodía hasta las dos. Ven culebrones y suspiran por los actores masculinos dulzones al otro lado del pasillo donde se encuentra la fea placa del bulldog.
Nota al sheriff Sherman Block: los buitres son más carismáticos que los bulldogs.
Estamos a primeros de diciembre. Los agentes Gil Carrillo y Frank Gonzales tienen entradas para la velada anual de boxeo entre los hombres de la Oficina del Sheriff y los del DPLA. Están excitados ante esa noche deportivo-benéfica hasta que el teniente Brown les dice que son el primer equipo que saldrá si hay que atender alguna llamada.
Es un hecho seguro: esa noche matarán a un
chiflado y les joderá la diversión.
Carrillo y Gonzales deciden quedarse en casa y descansar. Gil bromea con el telefonista, el sargento Mike Lee: «Quiero dormir toda la noche, y una escena del crimen en un local cerrado, cerca de mi casa, hacia las diez de la mañana. Joe Brown dice que él pasará el pedido, ja, ja, ja...»
Gil y Frank se van a sus casas. Gil mide metro noventa y tiene una constitución sólida. Cuando camina, la tierra tiembla bajo sus pies. Estuvo al frente de los hombres del Sheriff que formaron parte de la fuerza de choque contra el asesino en serie Richard Ramirez, conocido como «el Acechador Nocturno», en los años ochenta, se presentó contra Sherman Blocks en la última elección a sheriff y obtuvo el diecisiete por ciento de los votos.
La foto de Frank tendría que aparecer en todos los diccionarios del mundo para ilustrar la expresión latin lover. Es realmente guapo. Carrillo y Gonzales aportan carisma de buitre a todos los casos en que trabajan, pero les fastidiaría que les jodieran una velada de boxeo por una tontería.
Porque el deseo de Gil se hace realidad. Su busca pita a las diez de la mañana, una escena del crimen interior a diez minutos de su casa.
La víctima es Donna Lee Meyers, mujer blanca, de treinta y siete años. Ha aparecido muerta en su casa de Valinda, una población pobre del valle de San Gabriel. Yace boca abajo sobre una gastada alfombrilla verde para el baño. Está desnuda. Le han dado entre veinte y cuarenta cuchilladas. Las heridas en las manos y en los brazos indican que intentó defenderse con denuedo. Los agentes de patrulla responden a la llamada al 911. El informante es el padre de Donna Lee Meyers. Pasó a recoger a su nieto de tres años y encontró la puerta de atrás sin cerrar y la casa llena de gas. Tosiendo, el chico lo condujo junto al cadáver. Todos los quemadores de la cocina estaban abiertos pero no encendidos.
Carrillo y Gonzales llegan a la escena del crimen y los patrulleros les hacen un resumen de la situación. Su primera hipótesis colectiva: el asesino no tuvo la frialdad suficiente para matar a un niño pequeño y, antes de irse, abrió el gas. Primera intuición conjunta: el asesinato, cometido con un instrumento cortante utilizado como arma improvisada no fue premeditado. Primera decisión conjunta: apartarse y dejar que primero hagan su trabajo los criminalistas; no pueden arriesgarse a contaminar la escena el crimen. El serólogo toma muestras de sangre de la
alfombrilla y de la zona contigua. El hombre encargado de tomar las huellas empolva y encuentra manchas e indicios de grasitud. Un técnico merodea con un recogepolvo electrostático, una especie de aspirador que transporta el perfil de las huellas del pie a una hoja de celofán que absorbe el polvo. El forense está a la espera de llevarse el cuerpo en cuanto Carrillo y Gonzales den la orden.
Carrillo y Gonzales peinan el barrio. En la calle se dice que Donna Lee Meyers consumía cocaína y la vendía en pequeñas cantidades.
Carrillo y Gonzales toman notas, apuntan nombres de personas a las que interrogar y confeccionan una lista de amigos y conocidos de Donna Lee Meyers. Un amigo de la víctima se presenta en la casa y se muestra sinceramente conmocionado. Carrillo y Gonzales lo llevan a la subcomisaría del Sheriff más cercana y lo interrogan.
Les dice que pasaba por allí para pagar a Donna Lee algo de dinero que le debía, y admite ser un consumidor ocasional de coca. El hombre huele totalmente a inocente. Carrillo y Gonzales lo dejan marchar y regresan corriendo a la escena del crimen.
Examinan el cadáver. Un agente les dice que el asesino dejó la televisión puesta para el chico. Los ayudantes del forense se llevan los restos al depósito de cadáveres del condado.
Empiezan los procedimientos.
Carrillo y Gonzales asisten a la autopsia y se les confirma la causa de la muerte. Localizan al padre del hijo de Donna Lee Meyers y lo descartan como sospechoso. Un psicólogo los ayuda con el pequeño de Donna Lee. Los recuerdos de ese día del niño están terriblemente distorsionados. Preguntas cuidadosas suscitan respuestas ambiguas.
Primeros de diciembre se convierte en mediados de diciembre. Carrillo y Gonzales entrevistan a los amigos y conocidos de Donna Lee Meyers y apenas si obtienen sospechosos más o menos serios. Se está convirtiendo en un caso largo y difícil, de esos que se resuelven, o no, mientras se acumulan otros casos.
Se acerca Navidad. El comedor de la brigada está
engalanado con estandartes rojos y verdes y lleno de exquisiteces.
Unos buitres bulldog se lanzan en picado y engullen. Las tartas de nueces y los pudines de caramelo te enganchan al primer bocado.
La conversación es fluida. La comida desaparece. El año 1994 se acaba en un torbellino de conversación de fuego rápido.
Bill Sieber, a mitad de camino de su excitación épica habitual: cómo fue asesinada la hija de un amigo en Olympia, Washington, y cómo la policía jodió el caso. Bill es el rey del monólogo. Tiene a su público enganchado, aunque los detectives hayan oído la historia setenta veces. El teniente Frank Merrimans intercala frases con su habitual sonrisa de comemierda. Frank sonríe el noventa y seis por ciento del tiempo. Alguien debería transmitir sus ondas cerebrales a la televisión de forma que todo el mundo pudiera intervenir en las risas.
Cheryl Lyons se mueve, briosa, por la fiesta. Tiene unos ojos azul turquesa o lleva lentes de contacto azul turquesa. El difunto Jack Hoffenberg se inspiró en ella para el personaje de su novela The Desperate Adversaries. La Cheryl de Narcóticos de 1973 se convirtió en la Cheryl del Paperback Pantheon. Hoy Cheryl está pensativa: ¿tendrá el condado nueve asesinatos más y superará el récord anual de 537?
Ike Sabean piensa que son muchos. Ike trabaja en Menores Desaparecidos y hay que considerarle un auténtico genio.
Los lectores seguramente han visto sus obras en los cartones de leche. Las fotos de los niños desaparecidos y el número al que llamar si se los localiza. Ike desarrolló esa idea con la colaboración de un lechero de Chicago. Consiguió que un total de sesenta y seis empresas lecheras y firmas industriales difundieran la foto, y el índice de menores encontrados subió hasta un setenta por ciento; luego el público se acostumbró a sus fotos. Ike es, además, empresario de pompas fúnebres. Explica la atracción que ejerce su otra actividad diciendo: «Me gusta trabajar con gente.»
Jeromy Beck no se aleja de las galletas con virutas de chocolate. Beck fue asesor técnico en la película Tiro mortal. También había escrito el relato. El director del filme llamó Jerry Beck al personaje principal interpretado por Don Johnson.
Entra el gran Carrillo. Tiembla la tierra. Gil aborda a Louie el Sombrero y le muestra las fotos de la escena del crimen de Donna Lee Meyers.
Hablan de las heridas defensivas y de las
trayectorias de las manchas de sangre. Louie va a ver a una médium a la que consulta de vez en cuando. Lo llaman el Sombrero porque siempre lleva uno tirolés con una pluma. Si te metes con el sombrero de Louie, Louie se meterá contigo. Hace unos años, un payaso del DPLA le quitó el sombrero y se burló de la cabeza afeitada de Louie. Sin dudarlo un instante, Louie le soltó un puñetazo en la barbilla.
El gran Gil se va. Louie charla amistosamente con su médium. Don Garcia pega un cartel en el tablón de anuncios: los relojes de muñeca Bulldog son buenos regalos para la Navidad.
Las mujeres de los ordenadores parecen cabreadas. Toda esta celebración está ahogando el volumen de su culebrón.
El jefe está clavando los dientes en el caso Guevara. Su bulldog de cerámica enseña los dientes a la bola de lana que lleva Santa Claus en lo alto del sombrero. A Dan le gusta vestir a la bestia con gorros adecuados a la época del año.
El caso le tocó al equipo de Ray Peavy: doble secuestro/ asesinato a un montón de kilómetros en Lancaster. La agente Liova Anderson y el sargento Joe Guzman recibieron el primer aviso: un asesinato de solución nada fácil.
Peavy está haciendo una cronología para Dan Burt. Es una confabulación informal de la oficina del capitán, y la puerta abierta anima a los mirones.
Anderson tuvo el primer aviso el miércoles, 30 de noviembre: un cadáver abandonado en el desierto. Liova va a Palmdale/Lancaster y ve el fiambre: un hombre latino con las manos, la cara y los genitales quemados.
La víctima estaba envuelta en una manta pequeña, rociada con un producto inflamable, y quemada. Liova capta una fuerte vibración: los genitales quemados indican crimen sexual.
Liova tiene que trabajar sola las primeras setenta y dos horas: Joe Guzman, un conocido experto nacional en bandas violentas está dando una conferencia en Tejas. Liova empieza con vehemencia.
El viernes asiste a la autopsia. El hombre saca una bala del cráneo del cadáver y define la causa de la muerte como «herida de bala». Le corta los dedos al muerto, los rehidrata y saca un juego nuevo de huellas. El domingo Liova oye una noticia en la radio. Se ha denunciado la desaparición, en Lancaster, de una pareja de latinos formada por Carlos y Delia Guevara. Tiene otra fuerte intuición: el muerto es Carlos Guevara. Llama a Personas Desaparecidas de la Oficina del Sheriff del valle de Antelope. Un oficial le dice que el sargento Jim Sears y el agente Jerry Burks, de Homicidios del Sheriff, ya han sido asignados al caso porque se ha encontrado un agujero de bala en la pared de la sala de la casa de los Guevara.
Joe Guzman regresa de Tejas. Liova lo lleva a Lancaster y de camino explica el caso. El equipo se encuentra con Burks y Sears en la casa de los Guevara. Sears suelta la bomba de última hora: el cuerpo de Delia Guevara ha sido encontrado en Yermo durante el fin de semana.
La mujer también tenía heridas de bala y había sido abandonada en el condado de San Bernardino, a cien kilómetros del lugar donde Liova había encontrado a Carlos Guevara.
Liova Anderson comprueba los antecedentes de la familia Guevara y encuentra una huella de Carlos en un carné de identidad. La lleva al laboratorio de criminología del condado de L.A. y un técnico la compara con los dedos cortados y rehidratados de su víctima.
Las huellas coinciden.
Burts y Sears trabajan el lado Delia del caso. Anderson y Guzman siguen con Carlos.
La vibración original de Liova bulle: es un asesinato sexual o una venganza sexual. Empieza una
investigación extensiva del entorno de los Guevara. Liova averigua que Delia trabajaba en el Burger King local y Carlos en una casa de electrodomésticos. Averigua que eran emigrantes mexicanos ilegales y que vivían por encima de sus posibilidades. Averigua que Delia había recibido amenazas telefónicas en el trabajo, y que a Carlos le gustaba hablar de cosas lascivas en presencia de mujeres, por más que sus amigos y vecinos se sintieran incómodos.
Carlos también era conocido por sus acosos sexuales a las mujeres.
Joe Guzman encuentra numerosos juguetes en un dormitorio sellado de la casa de los Guevara. Es muy extraño. Los Guevara no tenían hijos y decían a los amigos que no querían tenerlos. El móvil adquiere forma circunstancial.
Dos asesinatos. Venganza perpetrada por un amante despechado o los padres de un niño maltratado. Ray Peavy recapitula la historia. Anderson y Guzman, Burks y Sears, todavía están en el caso, que sigue siendo un asesinato difícil de desentrañar. La sargento Jacque Franco pega la cabeza a una puerta y escucha a hurtadillas.
El agente Rick Graves se acerca furtivamente a escuchar; Dan Burt le suelta la bulla por lo del caso de ahogamiento de Carolina Island.
—No se termina nunca —dice.
—Todavía nos faltan seis para batir el récord —dice Jacque Franco.
Dan Burt da unas palmadas a su gordo bulldog de cerámica.
El sargento Bob Perry y el agente Ruben BeeJay Bejarano recibieron una llamada en Nochebuena. Hace frío, está oscuro y llueve. Buenas condiciones para un asesinato de interior.
Van a una tienda de vídeos cerca de la comisaría del Sheriff de Century. Una mujer taiwanesa llamada Li Mei Wu está muerta detrás del mostrador.
El mal tiempo ha mantenido casi inactivos a los curiosos. Los agentes interrogan a testigos y los llevan a comisaría. Un sargento explica lo ocurrido a Bejarano y Perry.
Tres adolescentes negros entraron en la tienda a la hora de cerrar. Insultaron a la víctima, se marcharon y volvieron al cabo de unos minutos. Uno de ellos disparó
a Li Mei Wu con un rifle. Salieron corriendo y huyeron a pie.
La víctima está boca arriba. Detrás del mostrador hay una bala del calibre 22 y un casquillo, también del 22. Un ayudante del forense levanta el cuerpo, ve el orificio de salida y señala un proyectil enganchado en la ropa de Li Mei Wu. Dice que el disparo probablemente le reventó la aorta.
El ayudante encuentra trescientos dólares en los bolsillos de la víctima. Perry y Bejarano toman nota del dinero, comprueban que la caja registradora está llena y descartan el robo como móvil. El sargento de la patrulla les cuenta lo que le dijeron los testigos. Los autores del asesinato habían disparado contra una lavadora en una lavandería cercana antes de volver y disparar a Li Mei Wu.
Se llevan el cadáver al depósito. BeeJay dibuja un esquema de la tienda de vídeos en su libreta, corre hacia la lavandería y hace un croquis rápido de la planta. Llega un agente del laboratorio de criminología. Toma fotos de la escena del crimen y empolva la tienda de vídeos y la lavandería.
Bob y BeeJay precintan el lugar y vuelven a la comisaría de Century. Esperan dos testigos; tres han firmado ya sus declaraciones, se les ha tomado el número de teléfono y se han marchado.
BeeJay y Bob llevan a cabo interrogatorios. Insisten una y otra vez en detalles minuciosos de perspectiva y en la iluminación dentro y fuera de la tienda. Las mismas preguntas formuladas de maneras distintas. Las respuestas se comprueban con las que ya han dado los tres testigos anteriores. Emerge una única y breve narración.
A las 20.20, tres adolescentes negros entran en la tienda de vídeos. Se comportan de manera grosera. Li Mei Wu les dice que se marchen. Los chicos revuelven en la sección de películas porno y tocan muchas superficies en las que se adhieren las huellas dactilares. Van a la lavandería, se comportan de manera grosera, vuelven a la tienda de vídeos y abordan a Li Mei Wu. Uno de los chicos le dice: «Dame el dinero, puta.» Un chico saca un rifle de debajo de la ropa y dispara a Li Mei Wu.
Es el día de Navidad por la mañana. Saludos festivos, bulldogs, vuestro nuevo caso es una insensata blasfemia en este día de paz y celebración gozosa. Pasan los días. Bejarano y Perry trabajan en el caso de Li Mei Wu.
Interrogan a cuatro testigos más, y el escenario básico se confirma. Enseñan fotos de delincuentes, pero nadie reconoce a nadie. Comprueban si en la tienda se han producido incidentes con anterioridad y tienen un poco de suerte.
Fue atracada en noviembre, mientras Li Mei Wu estaba tras el mostrador. Los autores: tres adolescentes negros.
La misma noche de noviembre los mismos chicos atracaron una pizzería cercana. Li Mei Wu identificó a uno de los chicos como el nieto de una clienta. Los agentes fueron a detenerlo a casa de su familia, pero Junior hacía tiempo que se había marchado.
BeeJay y Bob revisan todo el expediente del incidente de diciembre. Hay un hecho que destaca. Li Wei Wu pisó la alarma silenciosa cuando fue atracada en noviembre, pero la noche de su muerte no lo hizo. Obviamente, no reconoció a los chicos como los mismos que le habían robado el mes anterior. Bejarano y Perry confirman su intuición: el asesinato lo habían cometido unos hijos de puta del barrio. Los asesinos habían huido en una noche lluviosa, no tenían coche y se mojaron al volver a sus casas. Un trío de atracadores, un trío de asesinos. Harían correr la voz en la zona, y las conversaciones con los vecinos podrían proporcionarles datos para resolver el caso.
Mientras otros casos se iban acumulando.
Después de Navidad se produce una gran pausa temporal de asesinatos. Turnos enteros que terminan sin muertes. El abeto de la sala se dobla bajo el peso de nieve falsa descompuesta.
Los ojos del bulldog están inyectados en sangre. Las cinturas de los bulldogs han crecido. Ni el café de alto octanaje puede animar la charla del bulldog más allá de un murmullo inconexo.
Rey Verdugo recuerda otras pausas temporales de asesinatos. Unos años antes, el condado de Los Ángeles se pasó nueve días sin un solo asesinato. Uno de los colegas de Rey puso un cartel en el cristal de la puerta de la sala de la brigada en el que se leía ¡MATA!
Homicidios del Sheriff se apuntó doce muertos en las veinticuatro horas siguientes.
Dave Dietrich muestra algunos trapos que le han regalado por Navidad. Su mujer lee revistas de moda masculina y le compra ropa elegante. Se le podría llamar Dave el Dandy si no se pareciese tanto a un profesor universitario.
Bill Sieber toma un Slim Fast como previsión ante la comida de Año Nuevo. Monologa entre sorbos, de manera inusualmente apagada. Ray Peavy y Derry Benedict hablan sobre la fiesta de Navidad del Stevens Steak House. Ray hizo de pinchadiscos, uno más de sus trabajos cuando no está de guardia.
La conversación deriva hacia asesinatos famosos no resueltos. Derry saca a relucir su favorito: el caso de Georgette Bauderdorf de 1944. Cuando se retire, escribirá una novela sobre el caso.
Louie Danoff y Rey Verdugo comparan sus cabezas afeitadas. Gary Miller pilla una galleta como si se tratara de una mierda caliente.
Los asesinos de Carlos y Delia Guevara, Donna Lee Meyers y Li Mei Wu aún no han sido atrapados. Pronto se detendrá el recuento de muertos y empezará una nueva lista.
Mil novecientos noventa y cuatro termina con tres asesinatos menos que el récord histórico. En todo el condado la llegada de 1995 se celebra con disparos de pistola.
Los disparos y los petardos suenan igual. La gente del lugar se acostumbra al ruido, pero calcula que disminuirá hacia el 2 de enero.
Cinco disparos estallan a las 06.45 de la mañana de Año Nuevo. Situación: California y Hill, en la ciudad de Huntington Park.
Los disparos suenan muy fuerte. Sólo pueden proceder de un arma pesada.
Los disparos tienen pinta de un enfrentamiento entre bandas, tal vez los Brats y los Locos se hayan liado otra vez. Una docena de personas de Hill llama al Departamento de Policía de Huntington Park. Mandan una patrulla. Los agentes encuentran el cuerpo de Joseph Romero, latino, FDN 11/5/69. Está
muerto tras el volante de su coche, con cinco halas de AK47 en el torso.
En el bordillo hay casquillos vacíos. Una de las balas atravesó a Romero y salió por la puerta del conductor. Avisan a Homicidios del Sheriff. El teniente Peavy, el agente Bob Carr y el sargento Stu Reed llegan al lugar de los hechos.
Carr y Reed son dos cincuentones bajos y fuertes. Ingresaron en el cuerpo en los años sesenta. Reed es un experto tallador de madera; Carr luce el mostacho de manillar más simpático del mundo. Los dos hombres hablan despacio y llano.
El lugar se llena de curiosos. Los agentes de Huntington Park acordonan la zona con cinta amarilla. Los ayudantes del forense se llevan el cuerpo; una grúa de la Oficina del Sheriff lleva el coche de Romero al laboratorio.
Reed y Carr estudian la escena del crimen.
Rápidamente componen una hipótesis.
Romero estaba sentado en el coche, aparcado a seis puertas de su casa. Esperaba a alguien.
La ventanilla del lado del pasajero estaba bajada. Alguien se acercó, metió el arma y se lo cargó. El crimen huele a «venganza de bandas», a «intriga de drogas» o a alguien que se está tirando a la novia o la hermana de alguien. Los agentes tienen testigos que se mueren de ganas de dar su versión de los hechos. Reed y Carr los interrogan en la comisaría de Huntington Park. Tres ciudadanos legales cuentan historias similares: disparos y dos hombres latinos corriendo en direcciones opuestas. Uno era bajo, el otro alto; las descripciones coinciden en todo. Reed y Carr vuelven a sus declaraciones repitiendo las preguntas desde todos los ángulos concebibles.
Es un ejercicio de lógica espacial y un curso de licenciado en el despliegue de los puntos de vista subjetivos. Es el coleccionismo de minucias como obras de arte, y Carr y Reed son coleccionistas brillantes. Se produce otro crimen local. El asesino y su cómplice escaparon por piernas y seguramente llegaron a casa en pocos minutos.
Reed y Carr interrogan a un chico mexicano llamado Paulino. Paulino niega haber pertenecido a una banda y dice que no ha tomado droga desde que salió del centro de rehabilitación. Dice que vio al latino alto quince minutos después de que se produjeran los disparos. El tipo abrazaba a una chica asomado a una ventana de ese edificio de apartamentos color crema de Salt Lake Avenue.
Un quinto testigo corrobora la historia. Vio al hombre alto correr hacia ese mismo edificio momentos después de los disparos.
Empieza a tomar forma. Reed y Carr deciden
esperar en lugar de ir al edificio esa misma noche. Podrían salir mal demasiadas cosas. Están de acuerdo en contactar con la División de Bandas juveniles del Departamento de Policía de Huntington Park cuando lleguen al trabajo. Averiguarán quién vive en ese edificio y obrarán en consecuencia.
Quedan tres testigos no presenciales: el tío, la tía y el hermano de Joseph Romero. Carr y Reed hablan con ellos y plantean todas las preguntas íntimas en un tono respetuoso. La familia responde. Dicen que Joe era un buen chico que intentaba dejar la droga y la vida de las bandas. Dan nombres: Joe era muy amigo de unos diez hombres latinos del barrio.
Reed y Carr no mencionan el apartamento del edificio color crema. No saben a quién conoce la familia ni si ésta se siente obligada a proteger a alguien. La familia se va. Reed y Carr se marchan a sus casas a dormir unas horas. Se les ve viejos y cansados, como si no hubieran tenido ocasión de recuperarse mientras los asesinatos se acumulan.
Las vacaciones han terminado. Bob Perry y Jacque Franco conversan sentados ante sus escritorios. Bob dice que acaba de anotarse un tanto en el caso de Li Mei Wu. Los chicos arrestados han resultado ser los que atracaron la tienda de vídeos un mes antes del asesinato. Dos de los sospechosos tienen trece años; el resto dieciséis.
Stu Reed entra furtivamente. Jacque le pregunta cómo va el caso Romero. Stu contesta que han identificado a uno de los pistoleros, pero que no lo encuentran. Jacque le dice que no se preocupe: seguramente volverá al barrio a fanfarronear. Gil Carrillo se sienta. Endereza un papel ciclostilado que sujeta con el secante.
La frase «El investigador de Homicidios» destaca en tinta negra. Debajo hay un solo párrafo:
«A un policía nunca se le confiere más honor ni se le impone una tarea más importante que cuando se le confía la investigación de la muerte de un ser humano. Es su deber encontrar los hechos, independientemente de su raza o credo, sin prejuicios, y no permitir que ningún poder de la tierra lo disuada de presentarlos a la justicia sin consideraciones de tipo personal.»
Gil echa un beso al lema. Sus ojos adoptan la expresión de «no te metas conmigo, estoy en un trance profundo». Es fácil comprender por qué la gente ha votado por él. Se preocupa más allá de las limitaciones oficiales del trabajo.
—Para ti, este trabajo todavía es Disneylandia,
¿verdad? —dice Jacque.
Gil se reclina hacia atrás en la silla.
—No es Disneylandia, sobre todo cuando te llaman a las tres de la mañana, pero cuando llegas a la escena del crimen es como si te acercaras a Disneylandia y vieras las montañas rusas a lo lejos. No es Disneylandia cuando ves toda esa fealdad, pero es Disneylandia en el proceso, cuando el portavoz del jurado dice «culpable»
y te echas a llorar como si fueras un familiar de la víctima.
Las vacaciones han terminado hace tiempo.
El bulldog de Dan Burt lleva su gorra de béisbol habitual. Burt tira a la papelera un catálogo de pistolas. Siempre ha sido un aficionado a las armas y está al borde de la apostasía.
—Ahora mi colección de armas me da asco
H a c e
que me sienta como si formase parte de una
enfermedad colectiva.
Ray Peavy tose.
—Hemos encontrado el coche de Carlos Guevara en la terminal de autobuses Greyhound del centro de la ciudad. Lo tiene el laboratorio.
Burt señala una hoja de papel que está debajo del secante. Es un modelo de las cartas de condolencia que la brigada envía a los familiares de las víctimas de asesinato.
—No podemos mandársela a la mujer de Guevara porque ella también está muerta. Me parece que no nos queda más que rezar y trabajar en el caso.
Mientras se acumulan otros casos.
Julio de 1995
CHICOS MALOS EN LA CIUDAD DE LAS
LENTEJUELAS
«L.A. Ven de vacaciones y te irás en libertad condicional.»
Alguien me soltó esa frase hace veinticinco años. El que me la soltó no era un catedrático ni un maestro del periodismo. Lo más probable es que me la dijera algún bicho raro de la calle o un compañero de celda en una granja reformatorio. Lo más probable es que la hubiera oído en un disco viejo de Mort Sahl o de Lenny Bruce y me la transmitiese como si fuera de cosecha propia. Es una frase de folleto publicitario con unas ricas connotaciones históricas y unas consecuencias instantáneas. Es un consejo de viaje para los enterados, los colgados y los malditos.
Esa frase implica que L.A. es un campo magnético y que toda migración a semejante lugar resulta sospechosa. Esa frase critica tu deseo de venir a L.A. y te clasifica de oportunista, con una agenda sexual oculta. Esa frase es un cliché y una profecía. Vaticina tus breves riquezas sensuales y tu caída y retirada agobiantemente lentas.
De camino a L.A. puedes reinventarte a ti mismo. Puedes adoptar la identidad deseada y hacer que esa actitud valga mil veces más que en tu lugar de origen. Puedes vivir en una comunidad de personas que vinieron a L.A. para ser distintas de como eran y envidiar a los pocos que hacen dinero con ello y que te desprecian por ser un perdedor. Puedes echar la culpa de tu caída y tu retirada a la ciudad que te ha magnetizado y eludir la cuestión de tu fracaso. La gente comprenderá y sentirá empatía. Saben que L.A. es grande, malo, hermoso y posee el poder de mortificar. Ese poder lleva incorporada una cláusula de libertad. Aquellos a quienes L.A. rechaza pueden citarla sin que parezca autocompasión indecorosa. La cláusula concede perdón a través de atenuantes y presenta L.A. como una ciudad que escapa a cualquier control individual. En la cláusula hay verdad suficiente para impedir que uno se cuestione, de entrada, su deseo de venir a L.A.
Yo soy de L.A. Mis padres eran inmigrantes y me ahorraron el dolor de venir de excursión. Poseo ciertas tendencias migratorias típicas de L.A. He migrado al este para interpretarlas. Estoy seguro de que mis padres habrían comprendido el traslado.
Mi padre llegó a mediados de los años treinta. Era un tipo alto y guapo, con una polla gigantesca y una cháchara inspirada. En la Primera Guerra Mundial ganó
unas cuantas medallas, y más tarde yo embellecí
hiperbólicamente sus hazañas. Se arrojaba sobre todas las mujeres que dejaban que lo hiciese y creía firmemente que las que no lo dejaban eran lesbianas. Desembarcó en L.A. con unos andares chulescos y unos trajes llamativos y gravitó hacia el negocio del cine. Su carrera como proveedor de los sumideros de Hollywood conoció su apogeo a finales de los años cuarenta. Le salió un trabajo como representante financiero de Rita Hayworth y supuestamente se enrolló con ella en muchas ocasiones favorables.
Mi madre ganó un concurso de belleza y voló a L.A. en diciembre del 38. Era una enfermera titulada de veintitrés años procedente de la provinciana Wisconsin, y los productos de belleza Elmo acababan de coronarla como la «pelirroja más encantadora de América». Estuvo de gira por L.A. con la rubia, la castaña y la morena más encantadoras de América, hizo una prueba para el cine y regresó a su trabajo de Chicago con un premio de mil dólares en el bolsillo. L.A. le daba vueltas en la cabeza. Supo que estaba embarazada, abortó ella sola y tuvo una hemorragia. La atendió un médico conocido. Sintió la necesidad de empezar de cero en un ambiente nuevo y más sexy. Tomó un tren de vuelta a L.A., encontró una habitación y un trabajo y conoció a un idiota que podía haber sido, o no, un heredero de la fortuna de los artículos deportivos Spalding. Se casó con el tipo y se divorció a los pocos meses. Conoció a mi padre en 1940 y se enamoró de su atractivo y de su cháchara. Mi padre abandonó a su mujer y se fue a vivir con mi madre. Se casaron al cabo de seis años de convivencia, y siete meses antes de mi nacimiento. Me contaban historias, me llevaban al cine, me animaban a leer libros. Me alimentaron a la fuerza con argumentos de narraciones. Crecí en la época del film noir, en el epicentro del film noir. Leí las revistas Confidential, Whisper y Lowdown antes de aprender a montar en bicicleta. Mi padre llamaba ninfómana a Rita Hayworth, mi madre hizo de ama de cría a estrellas de cine dipsómanas. Mi padre señalaba el espejo falso del Hollywood Ranch Market y me contaba que había agujeros para pescar a los que hurtaban en las tiendas y para desbaratar encuentros homosexuales. Vi Atraco perfecto y aprendí que los atracos perfectamente planeados salen mal porque los audaces atracadores son perdedores autodestructivos que desempeñan su papel en un final de juego previamente ordenado con la autoridad.
Johnny Ray era marica. Lizabeth Scott era tortillera. Todos los músicos de jazz eran toxicómanos. Tom Neal dio una paliza a Franchot Tone y lo dejó medio muerto por una potranca rubia llamada Barbara Payton. El hotel Algiers era un prestigioso picadero. Un enano imbécil llamado Mickey Cohen dirigía los bajos fondos de L.A. desde su celda de McNeil Island. Rin-tin-tin era en realidad una perra. Lassie era en realidad un perro. L.A. era un submundo envuelto en un sudario de contaminación que orbitaba bajo una estrella oscura, cegado por el resplandor de los flashes de las revistas de escándalos. Uno de cada tres de sus habitantes era voyeur, ladrón, pederasta, violador, oledor de bragas, prostituta, drogadicto o macarra. Los otros dos tercios de la población eran unos carcas de culo estrecho que combatían el deseo de mirar, robar, violar, abusar de menores, oler bragas y drogarse. Esta autonegación en masa creó una dislocación sísmica que desvió L.A. unos seis grados del eje central del planeta Tierra. A los nueve años conocía una versión rudimentaria de todo eso. La conocía porque había nacido en L.A. y mis padres me contaban mentiras e historias. La conocía porque leía libros e iba al cine y evitaba el Evangelio de la Iglesia luterana en favor de la concordancia de la prensa sensacionalista. Lo sabía porque a mi madre la asesinaron el 22 de junio de 1958
ynunca detuvieron al tipo que lo hizo.
La muerte de mi madre corrompió mi imaginación y reforzó la sensación de que en realidad había dos L.A. Existían simultáneamente. Yo bebopeaba en el cosméticamente entero L.A. Exterior. Evocaba el L.A. Secreto como protección contra el aburrimiento del L.A. Exterior.
El L.A Secreto era todo SEXO. Era la conmoción y el cosquilleo de excitación de un niño que se enfrentaba al hecho de que su vida había empezado con un polvo. Era la risa profana de mi padre y la demolición de la prensa sensacionalista. La prensa sensacionalista mostraba a los ricos y famosos como frágiles y, en cierto modo, los ponía al alcance del público. Los conformaban y los impulsaban apetitos comunes. Su brío y su atractivo físico los hacían más o menos como uno mismo. Si una determinada noche soplaba un determinado viento en una determinada dirección era posible que uno tuviera las suerte de encontrárselos.
El L.A. Secreto era todo CRIMEN. Era Stephen Nash y el chico al que degolló bajo el muelle de Santa Mónica. Era Harvey Glatman y las modelos porno a las que estranguló. Era Johnny Stompanato liquidado por la hija de Lana Turner dos meses antes de que mataran a mi madre.
CRIMEN y SEXO se fundieron el 22/6/58. Mi L.A. Secreto arrasó cl L.A. Exterior.
He vivido en él durante treinta y nueve años. He reconstruido los años cincuenta de L.A. en mi mente y por escrito. No vine de vacaciones ni me marché en libertad condicional. Viví en el L.A. literal y soñé mi L.A privado. Dejé el L.A. literal hace dieciséis años. Era demasiado familiar, sencillamente. Dejé el L.A. Secreto hace un libro y un recuerdo. Tomé la decisión consciente de abandonar L.A. como escenario de ficción. Ya le había sacado todo el jugo posible. Me han traído a empujones al L.A de 1953. Un hombre hizo una película y restableció mi cadena perpetua a L.A.
Curtis Hanson también cumple esa condena. Su sentencia contiene una cláusula que obliga a la residencia permanente y un justificante de ausencia por razones de trabajo. Tiene una buena casa en la playa, como todos los vividores exitosos de L.A. Se va de la ciudad para hacer películas y vuelve a ella rejuvenecido. Cumple su condena por voluntad propia.
Hizo Ir a perderse y... perderse en Calexico, California y en Mexicali, México. Hizo Falso testigo en Baltimore y La mano que mece la cuna en Seattle. Hizo Río salvaje en Montara y Oregón y Malas influencias en el L.A. actual. Es la historia de Fausto, en una versión para yuppies y enterados y una sinfonía de colores audaces y pasteles besados por la contaminación. No se parece a ninguna otra película sobre L.A.
Hanson tiene provocativas raíces argelinas. Es cosecha L.A. de segunda generación. En su partida de nacimiento pone: «Reno, Nevada.» Cuando Curtis nació, Wilbur, su padre, estaba en una brigada de trabajo del Gobierno construyendo una carretera. Wilbur Hanson era objetor de conciencia. Se negó a combatir en la Segunda Guerra Mundial e hizo el servicio militar sustitutorio trabajando a pico y pala. La familia Hanson se trasladó a L.A. en 1946. Curtis y su hermano mayor jugaban en una gran casa desvencijada en la Quinta con Hobart. Su madre alquilaba las habitaciones que les sobraban. Su padre daba clases en la Escuela Militar Harvard y llevaba niños ricos en coche a la escuela para ganarse un dinero extra. Wilbur Hanson era un profesor inteligente y totalmente entregado a su labor. Se llevaba a los alumnos a realizar estudios de campo y les dedicaba más tiempo que a sus hijos. La Harvard era una lujosa escuela para los hijos de la elite de Hollywood. El hijo de Darryl F. Zanuck estaba matriculado allí. Zanuck padre la tomó con Wilbur Hanson. No quería que un cabrón de objetor diera clases en la escuela de su hijo. Presionó, y Wilbur Hanson fue expulsado de Harvard.
Wilbur Hanson recibió una bala del Terror Rojo pero esquivó otra. Fue acreditado para dar clases en la enseñanza pública municipal. No fue rechazado por su pacifismo explícito o su condición de objetor de conciencia. La familia se trasladó al valle de San Fernando. Wilbur comenzó a dar clases en una escuela de Reseda.
Wilbur y Beverly June Hanson animaban a sus hijos a leer. A Beverly June le gustaban mucho las películas y llevaba a Curtis y a su hermano a sesiones matinales baratas por todo el valle. Había visto decenas de films noirs incluso antes de conocer este término. Vio Dragnet, M Squad, The Lineup, Racket Squad y Mike Hammer cada semana. La escuela lo aburría. Su verdadero currículo eran películas, novelas y programas de televisión. Su principal objeto de estudio, la narrativa. Su objeto secundario, el crimen. Escribió un relato titulado El hombre que quería dinero y lo levó en su clase de quinto grado. El profesor encontró preocupante el relato y la fijación general de Curtis por el crimen, e informó a los padres sobre el particular.
Curtis tenía un rollo dual con el mundo. Tenía el mundo de la familia y la escuela y el mundo del cine, los libros y la televisión. Pensaba que de mayor sería guionista y director de cine, y que conseguiría fusionar ambos mundos.
Desarrolló un rollo dual con L.A. Nació de un rollo dual que tenía con su padre y con su tío Jack. Wilbur Hanson era un maestro de escuela
moralmente comprometido que tenía 1,98 dólares en el banco. Jack Hanson era un vendedor de trapos moralmente disecado que vivía de lo que chupaba a las estrellas de cine y del espectáculo.
Papá tenía una choza en el valle. El tío Jack tenía una gran casa en Beverly Hills. Papá pasaba casi todo el tiempo con sus alumnos. El tío Jack se codeaba con los promiscuos de Hollywood. Papá llevaba a los chicos a enriquecedores trabajos de campo. El tío Jack era el dueño de Jax, la boutique más sexy, y à la page de Rodeo Drive.
Curtis pasaba los días laborables en el valle, y los fines de semana en Beverly Hills. Al tío Jack le gustaba tenerlo de compañero de su hijo. Los dos mundos de Curtis estaban regulados por los deberes de la escuela y separados por las colinas de Hollywood. El tío Jack le daba acceso a un mundo dentro de su mundo. Era el mundo elegante de la gente agresiva cuyo objetivo era conseguir todo lo que quisiera jodiendo a quien hiciera falta. Ese mundo dentro de un mundo evolucionó con la fijación de Curtis por el crimen. La fijación del tío de Jack con el negocio del cine evolucionó con la ambición de crecer y ser cineasta de Curtis.
Jack Hanson era la personificación del noir. Era un lameculos del mundo del cine directamente salido de The Big Knife. Ganaba mucho dinero y pagaba a sus empleados unos salarios miserables. Era el mamón más vulgar que haya pisado nunca la faz de la tierra. A mediados de los años sesenta abrió el Daisy. Fue el primer club de baile exclusivamente para socios de Beverly Hills. Jack vendía carnés de socios a los famosos del cine y lo utilizaba como medio para poder chupar aún más de toda esa fauna.
Curtis observaba. Curtis tomaba notas. Curtis terminó la escuela y se buscó un trabajo de recadero en la revista Cinema. Llevaba textos a los teclistas y películas al laboratorio fotográfico. La revista empezó a ir viento en popa. Curtis convenció al tío Jack de que se hiciera cargo de los gastos de funcionamiento de la empresa y que le dejara a él hacer todo el trabajo. Lo consiguió. Escribió las críticas, realizó las entrevistas y tomó las fotos. Hizo unas fotos a Faye Dunaway y le pagaron con un billete de avión. Fue a Tejas y asistió al rodaje de Bonnie y Clyde. Era una película de época y una película de crímenes. Eso lo escribió Curtis Hanson en la revista Cinema. Proféticamente, la calificó de «la película americana más excitante en muchos años».
Leí ese número de Cinema hace treinta y dos años. Tenía diecinueve y me ponía hasta el culo de pastillas y vino barato. Entraba en casas de un barrio elegante de L.A. y robaba cosas que nadie echaría en falta. Hurtaba en las tiendas y leía novelas policiacas y veía films noirs. Hanson hizo que me entraran ganas de ir a ver Bonny y Clyde. Robé el dinero que costaba la entrada. La vi y aluciné.
Hace un año subí en coche a Lincoln Heights para asistir a una filmación diurna de L.A. Confidential. Era un día húmedo y muy caluroso de mediados de agosto. Una calle del nordeste de L.A. hacía las veces de una calle del sur de L.A., del mismo modo que 1996 hacía las veces de 1953.
En la calzada había coches de época aparcados. Fuera del alcance de la cámara había aparcados unos doce camiones con material. Unos veinte técnicos y gorrones se agrupaban junto a una furgoneta de avituallamiento. Engullían galletas y helados bajo una temperatura de treinta y siete grados.
El punto focal era una destartalada casa de tablas. Se trataba de una réplica casi perfecta de la casa que yo había descrito en mi novela. Visualicé la escena escrita en 1989.
Un policía salta una valla y sube por unas escaleras exteriores a plena luz del día. Corre el pestillo de una puerta de la primera planta y entra en un apartamento desordenado. Ve a una mujer amordazada y atada con corbatas a una cama. Entra en la sala y dispara a sangre fría a su presunto agresor.
Mi policía se llamaba Bud White. Era un hombre enorme, cojo debido a una lesión de fútbol, y el cabello gris cortado a cepillo. El Bud White de la película es un actor llamado Russell Crowe. Es un hombre sólido y musculoso con el cabello oscuro y un corte casi a cepillo. Observé a Crowe comer un helado y bromear con extras que hacían de policías uniformados. Los actores que encarnan al teniente Ed Exley y al capitán Duddley Smith se encontraban al otro lado de la calle. Mi Exley era alto y rubio. Guy Pearce, el Exley de la película, es de estatura media y moreno. Mi Smith era corpulento y de tez colorada. James Cromwell, el Smith de la película, tiene la tez blanca y es muy alto.
Sentí que entraba en un mundo angelino
completamente nuevo y en un gran espectáculo multimedia. Las fotos de época y los titulares de escándalos formaban las fronteras visuales. La banda sonora eran mis palabras escritas, pronunciadas por los actores que me rodeaban. En algún lugar de todo aquello, estaba el fantasma de mi madre. Comía palomitas con una cuchara y tarareaba Wheel of Fortune, un éxito de Kay Starr de 1952. Una vaharada de calor y mil secuencias rápidas de mi propio L.A. privado me echaron atrás. Había escrito L.A. Confidential como una elegía épica de mi ciudad natal. Era hecho fundado, escándalo medio sabido e insinuación susurrada. Era el mundo de horror que vislumbré por primera vez el día en que murió mi madre.
Era Mickey Cohen y su secuaz Johnny Stompanato. Erala revista Hush-Hush, mi réplica de Confidential. Eran chantajes sexuales y pervertidos a imagen y semejanza de Stephen Nash y Harvey Glatman. Era el escándalo de la brutalidad policial de las Navidades sangrientas y la historia retorcida de un parque temático disfrazada para recordar Disneylandia a los lectores.
L.A. Confidential fue concebida y ejecutada como una novela a gran escala. No la escribí pensando en una adaptación cinematográfica. No esperaba que volviese a mi vida seis años después de su publicación. Leí el guión. Dos escritores habían tomado mi ambientación, mis personajes y buena parte de mi diálogo para crear su mundo de L.A. dentro de mis mundos L.A.
Entré en la casa de tablas. En esos momentos penetraba en el mundo visual de ellos. Pasé por el dormitorio donde la mujer sería amordazada y atada. Encontré a Curtis Hanson enmarcando una toma en la sala.
Al verme sonrió.
—¿Qué te parece? —preguntó.
—Se ve inspirado —respondí.
Esa noche cené con Hanson. Nos encontramos en el restaurante favorito de ambos.
El Pacific Dining Car es un asador en un extremo de la zona centro de L.A. Lleva allí desde 1921. Es oscuro y con paneles de madera. Es una distorsión temporal contenida en sí misma en una ciudad de distorsiones temporales y oscuridades continuas.
Jack, el tío de Hanson, lo llevaba al Car a cenar unos filetes que su padre no podía permitirse. Mi padre me llevó al Car cuando cumplí diez años, en 1958. Conocí a mi esposa en el Car. Un pastor nos casó a pocos metros de mi mesa favorita.
Me senté a esa mesa y estiré las piernas. Estaba exhausto.
Había visto a Bud White interpretar la violación unas cincuenta veces. Había visto a Hanson depurar y perfeccionar la escena. Me sentía disperso. Estaba perdiendo el rastro de todos mis L.A.
Hanson apareció al cabo de unos minutos. Un camarero se presentó de inmediato con las bebidas. Hablamos del rodaje del día y de los cambios temáticos entre mi novela y su película. Nuestra conversación derivó hacia el L.A. de los años cincuenta y los rincones oscuros en que ambos habíamos curioseado.
—Hay, una frase que lo resume de maravilla.
—Dímela —me pidió Hanson.
—L.A. Ven de vacaciones y te irás en libertad provisional.
—Es una frase muy inspirada —dijo, echándose a reír.
Octubre de 1997
LET’S TWIST AGAIN
Las épocas buenas vienen y se van. La gente nunca las determina en el momento. Mira atrás individual o colectivamente e impone líneas narrativas. Todo se reduce a lo que uno tenía y a lo que uno ha perdido. Las líneas se refieren a naciones, ciudades y gentes. Las instantáneas Kodachrome las fijan. Los colores desvaídos emiten un brillo apagado. Una música almibarada llena el resto de la imagen y te dice qué
pensar.
En esa época era mejor. Eramos mejores. Yo era más joven.
Todo es pura falsedad. Es una perspectiva sensiblera construida a partir de la verosimilitud. Ofusca, más que aclara. Hay en ella justo la dosis suficiente de dura verdad como para que mantenga su fuerza.
Una época define toda la estructura mental. Un nombre formal la designa. Caballeros y doncellas en un tiempo salvaje. Una llorera de tres pañuelos: en el escenario, en la pantalla y en CD.
Un musical de mal gusto y un concepto de los medios ya trillado. Con una intersección de tres puntas corriendo suave y segura en mi cabeza.
Tuve mi propio Camelot. Se desarrolló a la vez que el espectáculo de Broadway y que el breve paso de Jack Kennedy por la Casa Blanca. Vivía en un destartalado apartamento con mi padre, buscador de coños, y nuestro perro mal enseñado y sucio. Yo tenía una mente caprichosa y corrupta y escasas habilidades sociales. Tenía un Schwinn Corvette con manijas de cuello de ganso, parachoques crom ados, guardabarros
tachonados de falsos brillantes, orlas en la guantera y un velocímetro que alcanzaba los 280 kilómetros por hora. Tenía una gran ciudad para recorrer y un montón de conocimientos juveniles que asimilar.
Nuestro apartamento estaba a caballo entre
Hancock Parky la zona inferior de Hollywood. Al sur y al sudoeste, castillos tudor, castillos franceses y haciendas españolas. Al norte, casas pequeñas y estudios con patio trasero. Al este, madrigueras de estructura de madera y apartamentos cutrez en una pronunciada cuesta abajo hacia el centro.
Mis andanzas cubrían Hollywood hasta el
Darktown. El límite sur era una frontera racial que los chicos blancos nunca cruzaban. Era el L.A. anterior a los disturbios. El L.A. prehistérico. Los padres decían a sus hijos que no rondaran al sur de Pico y que dejaran tranquilos a los pequeños cabrones.
Empecé a rondar a los once años. Era el verano del 59. Tenía que empezar secundaria en septiembre. Me espantaba la idea.
Rondaba en bici. Robaba libros y barras de caramelo en las tiendas. Conocí chicos raros que formaban parte de pandillas y reuní información.
Lo de esa chica que tomó un poco de cantárida y se lo montó con la palanca del cambio de marchas. Lo de que Hitler seguía vivo. Lo de la aspirina y la coca-cola. Lo de Liberace y Rock Hudson. Lo de las escuelas de la zona.
Instituto La Conte, alias «La Coño»: tipos fríiios. Chicas rápidas. Una fiesta. Criadero para los machotes de los Lochinvars y de los Celts. Pórtate bien o ni te acerques.
Instituto Virgil, lleno de cholos con camisetas de Sir Guy y caquis cortados.
Instituto Ring, lleno de japos y mamones de Silverlake, el barrio alto de maricas. Muchos gays que se vestían de verde los jueves.
Instituto Louis Pasteur, lleno de negros de clase alta que se creían blancos.
Instituto Berendo: zona peligrosa. Territorio pachuco. Lleno de chicas católicas que fumaban maría y tenían hijos fuera del matrimonio.
Instituto Mount Vernon, alias «Mount Veneno», alias «Mau Mau Vernon»: tierra de negros. ¡Cuidado!
¡Cuidado! Frecuentes homicidios y disturbios raciales en el campus.
Yo estaba apuntado para acudir al instituto John Burroughs, alias «J.B.». Pregunté por el lugar. Nadie tenía una idea muy clara.
Pasé tres años en el J.B. Fue la época de transición entre mi niñez oscura y mi postadolescencia sombría. El J.B. era Camelot en pequeño, contenido y no afectado por imágenes baratas de la pérdida de la inocencia que llegaría. Fue donde saboreé el privilegio obtenido, el potente destino y el pulso secreto no reconocido de mi salvaje viaje a L.A.
El J.B. estaba en la Sexta con McCadden, en el extremo suroeste de Hancock Park. A unas cuantas calles quedaba Kosher Canyon. El J.B. dividía dos zonas distintas y significativas de la zona central de L.A. Al este, gentiles con pedigrí y caserones
presuntuosos. Judíos de nombre difícil en dúplex y casas de estuco, al oeste. Un legado de arraigamiento y una profecía de progreso poderoso. Un contencioso demográfico. Dos grupos genéticos programados para engendrar hijos despiertos.
El J.B. era de ladrillo rojo y estaba construido para durar. El edificio principal y el situado al norte eran contiguos y se juntaban en una estructura en forma de L. Despachos y aulas ocupaban dos plantas unidas por amplias escaleras.
Adjunto al edificio principal había un gran auditorio. Una pista de atletismo con superficie de asfalto se extendía al sur hasta Wiltshire. Unos bungalós d e t i e n d a s y d o s g i m n a s i o s s o b r e s a l í a n perpendicularmente del edificio principal y el que se elevaba más al norte. Estos cerraban el «patio del almuerzo», un espacio pavimentado salpicado de bancos y papeleras verdes y doradas.
El J.B. llevaba el nombre de un tipo muerto que se enrollaba con las plantas o con las semillas de soja. Nadie hacía grandes elogios de sus logros, y su efigie ni siquiera figuraba en los emblemas. Era pan rancio. El ochenta por ciento del alumnado era judío. Yo no sabía nada de los judíos. Mi padre me contó que nunca comían cerdo. Mi pastor luterano los hacía cómplices del famoso homicidio de Cristo.
Un quince por ciento de los chicos procedía de Hancock Park. Sus padres preferían el J.B. a cualquier escuela preparatoria de prestigio. Yo suponía que querían que sus hijos compitieran con los judíos para que, de mayores, fueran duros y avispados en los negocios.
El componente residual: chusma de gentiles y unos cuantos negros que habían escapado a las restrictivas leyes de alojamiento y a una muerte segura en Mount Veneno.
Eso es el J.B., año 1959. Yo llego a Camelot en mi caballo: un carrito de dos ruedas de los que se usan para vender tacos.
Soy alto. Mi perro se caga en el suelo del salón. Yo me hurgo la nariz a placer. Me meto lápices en los oídos y excavo la cera delante de los otros chicos. Tengo miedo de todos los seres vivos. Hago
números de tío loco para atraer la atención y mantener a distancia a los depredadores de niños. Mi número psicótico ya va por el tercer o cuarto año en la escuela. Las líneas de la actuación empiezan a hacerse borrosas. Ya no sé cuándo estoy engañando a la gente y cuándo no.
Estamos en 1959. Las Artes Escénicas todavía no existen como concepto. Yo soy ignorante y vanguardista y no me doy cuenta de que, sencillamente, soy afortunado. El arte requiere un público. Los Camelot existen en escenarios, grandes o pequeños. Fui a parar al único lugar que toleraría, y en ocasiones alabaría, mi actuación pretenciosa y completamente patética. No me di cuenta de la que se avecinaba. El J.B. estaba estrictamente reglamentado.
Había que mantener un código rígido en la
indumentaria y la apariencia. Vaqueros, pantalones pitillo y camisetas de manga corta estaban prohibidos. Los chicos llevaban el pelo bien cortado, bajo amenaza de azotes en el culo. Las chicas llevaban zapatos oxford y faldas muy recatadas.
Dirigía el J.B. el vicedirector de chicos. Se llamaba John Hunt y era un hombre bajo y colérico. Tenía los ojos inyectados en sangre, y caminaba como un Duce de pacotilla.
Hunt insistía en el trabajo duro, el juego duro y las represalias físicas por mal comportamiento. Se dirigía a la asamblea de la Liga de Chicos y se ponía a soltar estúpidas obscenidades. Decía por ejemplo: «Ahora son ustedes jóvenes; pronto descubrirán que las mujeres deben ser mujeres cuando tienen que serlo.» También decía: «Sé que en la clase de ciencias están estudiando las hormonas. ¿Saben cómo se hace una hormona? No paguen por ella.»
Hunt administraba los azotes con una palmeta de la era espacial. El aire pasaba por unos agujeros cuando caía el instrumento. Le obligaba a uno a bajarse los pantalones. Las consecuencias posteriores excedían al impacto. Las marcas, las manchas de sangre y la comezón duraban muuucho tiempo.
Hunt tenía un maestro/matón llamado Arthur
Shapero. Hunt medía 1,65. Shapero, 1,90. Se parecía a Lurch y Renfield, de Drácula. Yo siempre esperaba oírle decir, «¡Voy, amo!».
Shapero rondaba por el patio de almuerzos. Hunt lo tenía atado con una larga cadena al cuello. Se encargaba de los Cadetes del Espacio, de la Legión Espacial y de los Solarones (niños policía encargados de denunciar a otros niños por ensuciar el suelo o por infracciones al código en el vestir).
Aquellos mierdecillas abusaban de su poder. Hunt y Shapero los respaldaban. Era un minidrama que merecía un Camelot en miniatura... y resultaba tan inútil como los intentos de JFK de eliminar a Fidel Castro.
No se podía aplastar la exuberancia del común de los chicos del J.B. Uno podía infiltrar su imaginación y esperar que sus lecciones se les pegaran. La mayoría de los profesores del J.B. lo sabía. Sabían que se enfrentaban a un gran ego y a una mente como una esponja impaciente por absorber el mayor y más reciente conocimiento... si se le vendía en un envoltorio aprueba de aburrimiento. Aprendían a desviarse del programa básico y a trabajar desde enfoques tópicos. Nunca restaban importancia a su audiencia juvenil. Yo tenía mi número. Los profesores tenían los suyos. Compartíamos el mismo público.
Me infiltré en él como alumno del J.B. Me mantuve aparte de él como leproso de altos vuelos temeroso de sus iguales.
Otoño de 1959. Llego a J.B. Contemplo el panorama y descarto la asimilación. Soy un forastero en una maldita tierra extraña. En la Casa Blanca todavía está
Ike. No tengo noticias de Camelot. Desconozco que me dispongo a embarcarme en mi primera y más formativa etapa de discurso.
Con:
Pequeños sabihondos de mirada voraz y ejemplares de bolsillo de Éxodo en la cartera. Bromistas que hacían chistes sobre su condición de judíos. Chicos de doce años que habían leído más libros que yo y eran capaces de recitar estadísticas de béisbol que se remontaban a los tiempos en que los nazis echaron de Polonia a papá
y mamá. Chavales de Hancock Park que practicaban el surfing en seco en el edificio principal sobre mocasines finos con suela deslizante. Chicas de formas asombrosamente rotundas, moldeadas para generar atracción sexual generaciones atrás, en su shtetel. Chicas pasmosamente rubias que cortaban la
respiración, educadas en el refinamiento por los «a las nueve, en casa» de las urbanizaciones deWilshire. Chicos con sus números propios. Chicos que sabían hablar, contar chistes, hacer imitaciones y actuar sin perder los papeles.
Me integré.
Escuché. Aprendí. Actué.
Observé.
La enseñanza formal me resultaba fácil. Leía deprisa y retenía bien. Mi padre me hacía los deberes de matemáticas y me suministraba chuletas. Yo presentaba informes de lectura sobre libros auténticos y sobre otros que me inventaba sin premeditación. Algunos chicos a los que puse al corriente de mi broma se partían el culo. Ningún maestro me castigó nunca por fraude en las recensiones de libros.
J.B. tenía algunos maestros trés sofisticados. Lepska Verzeano era ex de Henry Miller. Le pregunté a mi padre qué significaba aquello. Él me miró y enarcó las cejas.
Walt Macintosh había combatido en Corea. Durante una carga mortal de los rojos, se le fundió el cañón del arma. Siguió la campaña presidencial de 1960 y celebró
una elección en la clase. Los chicos judíos respaldaban a JFK. Los de Hancock Park apoyaban a Nixon. Yo estaba a favor de Dick el Tramposo porque mi padre decía que JFK recibía órdenes de Roma.
Laurence Nelson me enganchó a la música clásica. Beethoven escribió la banda sonora de mis años en el J.B.
Me enamoré de una profesora de inglés llamada Margaret Pieschel. Los chicos la llamaban «señorita Pies». Era delgada y morena. Tenía un acné terrible. Los chicos del J.B. la consideraban un loro. Yo percibí su tormento interior y capté de pleno su vibración sexual. Era beethoviana. La miraba fijamente e intentaba conectar con ella por telepatía. Intentaba decirle: «Sé
quién eres.» La observaba y sabía cómo debía de ser amar hasta la muerte a una mujer solitaria. Los profesores del J.B. se podían clasificar en dos grupos: los Rápidos y los Muertos.
El contingente de los Rápidos se inclinaba por lo sofisticado. Apoyaba al Cuerpo de Paz y le gustaba el jazz cool y Mort Shal. El contingente de Muertos daba muestras de blandura, como un grupo de viejos contento y satisfecho de dejar la iniciativa a los representantes más militantes del J.B. Los Muertos eran la aguja posada en el surco de un disco de laaarga duración. Los Rápidos afrontaban un dilema
camelotiano: trabajar por un cambio idealista en la enseñanza pública de L.A. o dejarlo e intentar sus objetivos en el mundo real.
Los chicos del J.B. se podían clasificar en dos grupos: los Desnudos y los Muertos.
Los Muertos se las daban de serios, como si no tuvieran capacidad para hablar, para contar chistes o para cualquier habilidad artística. Y como si no sintieran ninguna urgencia sexual. Los Muertos no sabían de discurso. Los Muertos aceptaban la estratificación social del J.B., fuera cual fuese su estatus. El contingente de los Desnudos se consideraba voraz: voluble, dado a discusiones, descompensado
hormonalmente y sabedor de que el mundo se mecía al ritmo de rock de una pandilla de jóvenes, y de que eso le daba por el culo a mucha gente. Los Desnudos se enfrentaban a un dilema camelotiano: reconocer las realidades de la estratificación social y capitular ante las apariencias, como si lo fueran todo y negar su propia hambre y buscar satisfacción en la conformidad y bajar el tono de la conversación, de los chistes, de las imitaciones o de las actuaciones, y retocarlo todo para amoldarse aun público amplio... o volverse
completamente iconoclasta y enviar al carajo ese impulso adolescente presuntuoso de PERTENECER a algo.
Los Desnudos formaban la masa principal del alumnado del J.B. Yo era un súper Desnudo. Estaba programado genéticamente para la iconoclasia juvenil autodestructiva. Lo expresaba a la manera de un bufón y con ello aparecía como un ser inofensivo. Mis payasadas divertían, de vez en cuando. Mis payasadas les recordaban a la mayoría que no estaban tan chiflados como yo. Les hacía sentirse seguros. Ellos me recompensaron con tolerancia y unas palmaditas en el hombro. Yo escuchaba sus conversaciones, sus chistes y sus imitaciones. Actuaba improvisadamente o a petición. Mi discurso en el J.B. durante tres años en raras ocasiones fue interactivo.
Salté a mi propia yugular. Destrocé fervores de liberal y saqué chispas contra JFK. Destrocé fervores de judío y aullé: «¡Libertad para Adolf Eichmann!» Asistí
a debates sinceros y febriles en clase, medí su valor y expresé opiniones ridículamente razonadas y calculadas para alborotar y provocar carcajadas. Inspiré a unos cuantos tipos tristones sin ideas propias. Nos hicimos amigos. Disecábamos a los chicos del J.B. y acechábamos a las chicas del J.B. que despertaban nuestro deseo.
Rondaba por el patio de almorzar con mi colega, Jack Lift. Acechábamos, perdíamos el tiempo, escuchábamos y nos masturbábamos.
Está David Friedman. Recibió un fajo de billetes para su bar mitzvab y lo puso en acciones sólidas y fiables. Está John el Malo y su compinche, el orondo Hefty. Dicen que ese par echa pegamento y fragmentos de cristal sobre los gatos y que revientan a los animales con petardos de feria. Está Tony Blankley, un chico raro de acento británico. Es una especie de actor infantil; salía en esa película de Bogart, Más dura será la caída. Está Jamie Osborne. Ese sí que tiene acento británico. Según él, es sobrino de James Mason.
Está Leona Walters, es una negra alta. Bailé con ella Co-Ed, la contradanza obligatoria de la clase de gimnasia del viernes por la mañana. Los chicos negros son aceptados con magnanimidad. Están muy bien colocados en la clasificación de sofisticación. Profesores y chicos entienden su condición de víctimas e intentan no portarse de forma condescendiente. Le conté a mi padre que había bailado con Leona y que había estado todo el rato sonrojado. «Cuando has probado las negras, no puedes pasar sin ellas.»
Howard Swancy es el perro alfa de la carnada negra del J.B. Es brusco y descarado, y un gran atleta. Siempre está buscando puntos débiles en los chicos blancos. Es un bailarín del carajo. Se marcó un twist con la señorita Bryers, la profesora de inglés pelirroja que daba vueltas como la mismísima Cyd Charisse. Los demás bailarines se detuvieron en seco a mirarlos. El baile en el gimnasio de chicos nunca volvió a ser lo mismo.
Steve Price es un pequeño Lenny Bruce malogrado. Es la locuacidad personificada. Siempre riéndose del hombre serio. Sabe hurgar en sucesos corrientes para conseguir grandes carcajadas.
Jay Jaffe no es un fantasma cualquiera. Un chico popular con los nervios a flor de piel y una especie de ansia feroz. Un tipo sociable y gran jugador de béisbol. Tiene lo necesario para salir adelante y una extraña chifladura, algún rollo raro. Yo lo observo obsesivamente. Si consiguiera morderle el cuello y mezclar mi ADN con el suyo, podría adquirir una nueva forma sin entregar mi propia esencia.
Lizz Gill es una chica de Hancock Park con aire de duendecillo. Le van las risas sanas. Conoce la Gran Verdad de los chicos del J.B.: el sexo es eso ridículo y arrollador a lo que se reduce la vida. Hay algo subversivo en su pedigrí. Probablemente ella no me juzgaría por la cagada del perro en el suelo de mi salón. Richard Berkowitz habla de si mismo en tercera persona. Dice: «El Gran Berko, yo, ha decretado...», o:
«El Gran Berko te saluda», de forma habitual. Aparte de eso, no habla mucho. Es un maestro de la imitación de un mundo frenético. Su ambición declarada: ser el chico de las toallas en el gimnasio de las chicas, para siempre. El gimnasio de las chicas estaba contiguo al de los chicos. No había pasadizos secretos entre ellos. Eran puestos avanzados, separados, de Camelot. El de los chicos era un club de comedias donde reinaba una monomanía. De lo único que se bromeaba era de sexo y de la sofocante proximidad del gimnasio de chicas. Una imitación duró tres años completos. Los chicos se crespaban el vello púbico y entonaban melodiosamente:
«¡Kookie, Kookie, préstame el peine!»
La forma romántica estándar del J.B. era el enamoramiento en serie. Los romances iban y venían sin necesidad de contactos físicos, ni siquiera de mutuo conocimiento. Los objetos de enamoramiento rara vez sabían que lo eran. Todo era decoroso, «voyeurístico»
e instigado por intermediarios.
Los enamorados se enamoraban de sus amores y detallaban su lujuria a sus confidentes en el enamoramiento. Yo mantuve mis enamoramientos y mi trabajo de confidente bajo permanente vigilancia. Está Leslie Jacobson. Es alta y esbelta. Su pelo negro y esponjado brilla y se balancea en el aire. Mi colega, Dave, la ama. La sigue a través del patio de almorzar. Yo me lo monto para colocarme cerca de ella en la cola de la comida. Es la quintaesencia de la Vampiresa Adolescente. Dave no tiene valor suficiente para dirigirle la palabra. Hablamos de ella y echamos por tierra todos y cada uno de sus atributos. El enamoramiento de Dave pierde fuerza y resurge hacia otra chica. Se graba sus iniciales en el brazo derecho y reúne valor suficiente para enseñárselo. Ella huye horrorizada.
Yo recorrí Camelot con mi antorcha. Me inflamé por Jill Warner, Cynthia Gardner, Donna Weiss y Kathy Montgomery.
Jill es una rubia menuda y descarada. Charla por los codos con cualquiera. Su accesibilidad la marca como fatalmente defectuosa y, por lo tanto, como un espíritu afín. Resulta difícil seguirla a escondidas. Siempre me descubre. Inicia conversaciones amedrentadoras y me obliga a responder. Jill destaca en corazón y anda escasa de arrogancia. Yo adoro el misterio y cierta cualidad escurridiza en mis mujeres. Dispara mis fantasías y me proporciona una basura interesante de la que hablar con mis colegas de andanzas.
Cynthia, Donna y Kathy irradiaban una belleza saludable y daban muestras de tener un carácter severo. Las aceché a la entrada y a la salida del instituto, y a lo largo y ancho de una buena parte de LA.
Jack Lift me secundó en la vigilancia. Vivía enfrente de la casa de Cynthia, en la Sexta con Crescent Heights. Éramos limpiabotas en el Royal Market de la esquina y lo usábamos como punto para acechar. Seguimos a Cynthia con nuestras bicicletas durante todo el verano del 61.
Sabía que mi amor estaba condenado. Sabía que todo aquello del Muro de Berlín terminaría en una Tercera Guerra Mundial. L.A. tenía miedo. Los chicos del J.B. se abastecían en el Royal Market. Hablamos de la crisis y llegamos a la conclusión de que nuestro tiempo estaba acabándose. Dije a los chicos que estaba impaciente por el Apocalipsis. Ellos me dijeron que estaba chiflado. Jack y yo les ofrecimos un abrillantado gratis y les jodimos los zapatos.
El mundo sobrevivió. Mi enamoramiento de Cynthia G ardner, no. E ntré en la m onogam ia de
enamoramientos con Donna y Kathy, y reduje las llamas de mi antorcha de los tiempos del J.B. a unas brasas, apenas.
Donna tenía unos ojos grandes y llevaba un peinado de paje. Vivía en Beverly y Gardner, en el corazón de Kosher Canyon. Establecí un puesto de acechador junto al teatro Pan Pacific y la vigilé a la salida de la escuela y los fines de semana.
Observé la puerta delantera de su casa. Vi entrar gente en las sinagogas de Beverly. Jack dijo que eran refugiados de guerra. Acudí al rincón junto al Pan Pacific y contemplé el desfile. Hice un viaje atrás en el tiempo a la Segunda Guerra Mundial. Salvé a la gente de los ridículos casquetes y del sombrero alto. Donna me amó por ello... hasta que la dejé por Kathy. Cambié a una morena pecosa y a una gran casa en la Segunda con Plymouth. Me hice con unas ropas de una universidad elegante para parecer más de Hancock Park. La indumentaria me encantó. JFK no había estado nunca tan guapo. Di un estirón, pasé del 1,80 y las prendas me quedaron pequeñas. Los pantalones me llegaban por encima del tobillo y provocaron risas en la Segunda con Plymouth. Nunca hice el menor esfuerzo por adoptar el papel de Jack mientras Kathy hacía de Jackie.
Empezaba a componerme una imagen:
Camelot era un club privado y una broma privada. Y yo no conocía la contraseña ni la referencia humorística.
El 14/6/62 asistí al baile de graduación del J.B. Llevaba el traje de franela gris de mi padre, de la cosecha del cuarenta, y bebí un poco de vino barato con un chico del barrio camino de allí.
Me asfixiaba de calor a causa de la franela gris. Cuando crucé la pista de baile las suelas de mis zapatos marrones chirriaron. Le pedí un baile a Cynthia Gardner. Aceptó como hacen las chicas educadas en todo el mundo. Yo la llené de sudor y le eché a la cara mi aliento a vino.
La promoción del verano del 62 pasó a la historia. Los cuatrocientos y pico miembros se dispersaron entre tres universidades. Mi tiempo de discurso chiflaaado terminó.
No sabía de qué me alejaba. Dejé el J.B. sin fanfarrias ni ninguna amistad intacta. No sabía qué
aprendería de mí mismo o de otros. No sabía que el curso inexorablemente destructivo de mi vida se había desviado para ser asimilado por un tiempo y un lugar mágicos. No sabía que allí y entonces se nutrieron las semillas de un don, o que el espíritu turbulento que llevaba conmigo influiría en mi supervivencia final. Mi vida iba muuuy mal. Perdí quince años con la bebida, con la droga, con los pequeños delitos y con la locura. Rara vez pensé en el instituto John Burroughs. Lo dejé atrás trastabillando y jamás lo recordé con afecto. Nunca pensé en mis colegas, en Jay Jaffe o en el Gran Berko. Llevé en la cabeza instantáneas de las chicas y en lugar de amar a mujeres reales las amé a ellas.
En el 75 estuve a punto de morir, pero dos años después estaba limpio. Fue un acto reflexivo e intuitivo y conducido por fuerzas ambiguas que en aquel momento no comprendí. Tuve una suerte inmensa. No analicé a fondo el acto ni me cuestioné sus componentes. No quería volver la vista atrás. Quería escribir libros y mirar hacia delante.
Lo hice. Me trasladé al este para facilitar mi movimiento de avance. Cerré mi Camelot no reconocido en una cámara acorazada con cerrojo de tiempo y olvidé
la combinación.
Una serie de acontecimientos externos incidió en un momento dado y me inspiró a hacer una nueva investigación del asesinato de mi madre, ocurrido en 1958. Pasé quince meses en L.A. y escribí un libro sobre dicha investigación, lo cual me obligó a retroceder en el tiempo y a asomarme otra vez a Camelot.
Mi cerrojo temporal saltó. Todos los viejos actores salieron volando de la cámara acorazada.
Está Howard Swancy. Están Berko y Jaffe. Están las chicas que aceché y todos los Desnudos y los Muertos en un revoltijo de caras y de voces.
Mi memoria se publicó en noviembre del 96. Pasé
diez días en L.A. en la gira de promoción. Kosher Canyon y Hancock Park adquirieron una nueva pátina, un atractivo renovado. Pasé por el J.B. siempre que tuve ocasión. Elevé oraciones por las caras y por las voces en cada oportunidad.
Catalogué el J.B. de fenómeno formal. Desarrollé
líneas narrativas sobre los actores y empecé a verlos como chicos y como hombres y mujeres de mediana edad. Llevaban máscaras intercambiables. Se movían entre el entonces y el ahora deformas imprevisibles. Fabriqué sus máscaras con recuerdos y las adorné con sus rostros del presente. No sabía qué aspecto tendrían al cabo de todos aquello años. Les concedí la belleza como una manera de decir, «Gracias por el paseo». Pasó un año. Mi memoria se publicó en edición de bolsillo. En la contraportada aparecían un teléfono de llamada gratuita y una dirección de correo electrónico a los que acudir para facilitar pistas sobre el asesinato de mi madre.
Un antiguo compañero del J.B. leyó el libro y se puso en contacto conmigo. Se llamaba Steve Horvitz. No me acordaba de él. Él sí se acordaba de mí muy vivamente. Enumeró una lista de mis payasadas y me contó su vida al detalle desde entonces hasta el presente.
Sus padres eran hijos de L.A. Su viejo salió de Boyle Heights, y su vieja iba a Le Conte y al instituto superior de Hollywood. Se separaron en el 55, el mismo año en que rompieron los míos. Steve vivía en Olympic y Cochran. Se veía con Ron Stillman, Ron Papell y Jay Jaffe, que se habían convertido en abogados. Jaffe trabajaba también como comentarista experto en la tele. Había seguido el juicio de O. J. Simpson para la KCBS. Steve fue a la Universidad Estatal de San Francisco. Anduvo tras Jill Warner en Frisco... con más éxito que el que yo había tenido en L.A. Se graduó y se pudo a vender seguros. Entró en el negocio de mayorista de dulces y tabacos de su padre. Hizo dinero con discos compactos de alto interés en los años florecientes y compró un túnel de lavado y una empresa de márketing. Hizo estructuras y ensamblajes para casas modelo y diseñó obras para restaurantes y cafeterías. Se introdujo en el campo de la litografía deportiva y perdió una fortuna con la recesión de Bush. Ahora trabajaba en la Fortuna Núm. 2. El procesado de tarjetas de crédito era un asunto caliente, caliente, caliente. Tenía dos hijos, uno de la Esposa Núm. 1 y otro de la Esposa Núm. 2. La Esposa Núm. 2 tenía un hijo del Marido Núm. 1. Esposas, hijos, fortunas... la vida podía ser peor. Steve y yo nos hicimos amigos. Compartíamos una visión parecida de Camelot y revivimos el tiempo y el lugar en conversaciones telefónicas de dos horas. Discutimos acerca de si John Hunt era un sádico o un hombre con una misión moral. Diseccionamos a Tonv Kampus King Shultz y a Tony Blankey, ahora un pez gordo con Newt Gingrich. Steve se quedó en L.A. No encerró el J.B. en una cámara del tiempo. Conservó
algunas amistades de allí y siempre estuvo al corriente de los escasos chismes que corrían sobre el instituto. Proporcionó rumores, hechos y necrológicas. Howard Swancy: policía, al parecer. Jamie Osborne: muerto en Vietnam. Mark Schwartz: muerto;
posiblemente un homicidio relacionado con drogas. Eric Hendrickson: asesinado en Frisco. Laurie Maullin: muerta de cáncer. Steve Schwartz: sobredosis de heroína. Steve Siegel y Ken Greene: muertos. Un montón de abogados: la ley atraía a los chicos brillantes que no sabían qué hacer con su vida. Josh Trabulus: doctor. Lizz Gill: guionista de televisión. El Gran Berko: haciendo de Berko en algún lugar desconocido. Cynthia Gardner: vista por última vez como ama de casa mormona. Leslie Jacobson:
psiquiatra, al parecer.
Steve me prestó sus anuarios. Las fotos servían de disparadores sinápticos. Mi registro de caras y sucesos se amplió cincuenta veces.
Howard Swancy casi se pega con el gigantón Big Guy Huber. Leslie Jacobson se retuerce con el Peppermint Twist. Jay Jaffe gana un juego de salón por el que media docena de chicos term inan
ensangrentados. Herb Steiner se suma a la locura de la canción folk en los Juerguistas Zumbados. Interrumpo una clase aburridísima hablando de la invasión de la bahía de Cochinos. Declaro que JFK debería tirar la bomba A sobre La Habana. Los chicos me bombardean con pelotillas de papel. Disfruto de haber llamado la atención y lanzo un contraataque. El profesor se ríe. El mismo profesor se reía mientras freían a Caryl Chessman.
Steve y yo deconstruimos Camelot. Reconocimos la naturaleza predecible de unos cincuentones que vuelven la vista atrás. Trazarnos el arco de vidas del J.B. que conocíamos y la reconstelación colectiva en Berkeley, a finales de los años sesenta. La catalogamos de predeciblemente emblemática y la exploramos como un cliché y como un asunto de ideales duraderos. Cuestionamos el J.B. como empresa sustantiva o como marco congelado de alguna ñoña película de
adolescentes. Yo lo catalogué de afortunada actuación de salón de L.A.
Abrimos con fuerza. El telón cayó antes de que tuviéramos que ir más lejos.
—Reunamos a unos cuantos gilipollas de ésos
—propuso Steve.
—Iré volando —dije yo.
El Pacific Dining Car define mi continuo angelino. Es un asador elegante al oeste del nudo de
autopistas del centro. Lleva allí desde 1921. Permanece abierto las veinticuatro horas, todos los días del año. Es oscuro, como una cueva, y contenidamente lujoso en medio de una zona de pobreza. Yo nací en el hospital situado a menos de un kilómetro al sur. Conocí a mi mujer en el Dining Car y me casé con ella allí. Steve localizó a la mayoría de la gente. Un detective privado encontró al resto. El noventa y nueve por ciento de los «se ruega contestación» cumplió. Una cena se convirtió en tres.
Steve y yo asistirnos a todas. El Dining Car dio de comer a grupos de trece, doce y nueve personas. Nos reunimos en la misma mesa larga de la misma sala oscura. No consigo diferenciar las listas concretas de asistentes. El torbellino de risas y recuerdos se prolongó
tres noches sin descanso.
Camelot Dos.
Están Berko y Jaffe. Está Donna Weiss con un nuevo peinado de paje. Howard Swancy: predicador en lugar de policía. Helen Katzoff, Lorraine Billier, Joanne Brossman: rostros radiantes salidos de una gran multitud de treinta y seis años atrás. Lizz Gill y Penny Hurt, de Hancock Park. Un gran kontingente de Kosher Kanyon al que sólo conocía de nombre y por la foto del anuario. Josh Trabulus: un chico menudo, un hombre alto. Más abogados que una convención de la Asociación Norteamericana de Banqueros. Jill Warner,
descaradamente a la moda de los años sesenta. Steve Price con la misma jodida sonrisa. Tony Schultz con botas de montar. Leslie Jacobson sans el peinado esponjado y el Pippermint Twist.
Brindamos por los muertos y por los que faltaban. Circularon las fotos de billetero. Nadie preguntó a los que no tenían hijos por qué no había descendencia. Todos estuvieron de acuerdo en que el J.B. era una juerga. Se sucedieron las anécdotas y algunos indicios de las razones. Decidimos hacer una reunión masiva a principios del año siguiente y elegimos un comité
organizador.
Uno de cada diez se acordaba de mí. Yo recordaba cada nombre y cada rostro y habría podido señalarlos entre un millar en un cuadro de honor. Eso me reveló lo hambriento y solitario que estaba entonces. Confirmaba todo lo que había terminado por creer sobre mi Camelot de poca monta.
Estuvimos de acuerdo en que todos éramos
observadores. Todos superponíamos nuestra psique tambaleante sobre el cuerpo que queríamos y deseábamos tener, y quedábamos muy cortos. Entonces tomamos una decisión: nos amoldábamos o nos lanzábamos al desenfreno para mitigar el dolor. Con los años, todos teníamos vidas prósperas y seres queridos. Parecíamos una promesa de riqueza cumplida. No detecté demasiada presunción. Los ostentosos se ufanaban demasiado y olían a Desnudos más que a Muertos de mediana edad. Me fijé en dos borrachos en funciones. Juzgué, me reí y observé. Aquello no empañaba un ápice mi diversión ni alteró en absoluto mi afecto.
Escuché más de lo que hablé. Me moví alrededor de la mesa y encontré a la gente que llevaba en mi cabeza. Me contaron su historia y llenaron ese gran vacío en el tiempo.
Jay Jaffe jugó al béisbol en la Universidad de California del Sur y participó en las finales universitarias. Tuvo un buen promedio como bateador y fue a probarse con el San Diego Padres. Le expresaron su interés y no lo llamaron más. Estuvo en la facultad de Derecho y se convirtió en abogado criminalista. Le gustaba la lucha y la mezcla de gentes con problemas. Le gustaba explorar los móviles y los atenuantes. Había llevado algunos casos importantes. Había ganado el famoso «caso del asesino del burrito»: el DPLA había intentado endosárselo a un chico mexicano, y Jay lo había sacado limpio.
Seguía hambriento. Amaba su trabajo tanto como el béisbol.
Lizz Gill escribía guiones de películas para televisión. Se había tropezado con ello. La gente le decía que era graciosa y la impulsó a poner en papel toda su basura. Tuvo una mala temporada con la bebida y consiguió dejarlo en 1975.
Lizz siempre había tenido vis cómica. Incluso en ese momento la tenía. Algunas personas habían percibido su talento y le habían señalado el camino a seguir. Berko Berkowitz fue a Vietnam. Se cagó en los pantalones bastantes veces. Volvió al país y se quedó
colgado de la bebida y la droga. Malogró una serie de negocios, y quedó limpio hacía doce años. Hizo el primer dólar en propiedades inmobiliarias y lo vio aumentar. Trabaja como abogado sin bufete y está
encantado con su mujer y sus dos hijos.
Jill Warner era maestra en Oakland. Tuvo una hija con su ex marido. Le conté que me dedicaba a acecharla. Ella aplaudió mi buen gusto y me preguntó si era yo quien había estropeado su casa en el 63. Le dije que no. Jill se echó a reír y se levantó con un aire tan desafiante como el que tenía en el J.B.
Howard Swancy practicaba deportes urbanos en la Universidad de Los Ángeles. Intentó entrar en el DPLA y en el departamento del Sheriff, pero no pasó las pruebas de selección. Vendió tiempo de publicidad en televisión durante diecisiete años y se hizo predicador. Tenía una congregación en Carson.
Howard parecía hambriento. Conservaba sus ojos de perro alfa. Le gustaba dirigir el espectáculo. El lenguaje basto que se usaba en la mesa le irritó bastante. Pasé un rato con Donna Weiss. Describí el Gran Acecho de 1961 y el enamoramiento no correspondido que lo había inspirado. Donna alabó mis dotes para el acecho. Nunca me vio; yo tenía trece años, medía 1,80
de estatura e iba montado en una bici del color de una manzana confitada.
Yo era invisible entonces. El mundo estaba decidido a no hacer caso de mi existencia.
Donna pasó un tiempo en España y estudió en la Universidad de Madrid. Aprendió español y volvió a L.A. Se dedicó a la enseñanza pública y pasó tres años en colegios de South Central. Unos niños chicanos sin ningún conocimiento del inglés estaban desamparados en una escuela en la que todos eran negros. Donna consiguió que los jodidos mocosos lo hablaran con fluidez. Dejó la enseñanza y se dedicó a la propiedad inmobiliaria. Lleva veinte años en esta actividad. Su marido es profesor de canto y el «cantor de las estrellas» más alabado de la zona.
Mi enamoramiento se había apagado hacía treinta y siete años. La presencia de Donna no lo resucitó. Yo estaba irremisiblemente enamorado de mi esposa. Tony Schultz protagonizó la primera versión teatral de Grease. Trabajó de actor durante más de veinte años y se quemó tras las frustraciones inherentes a la profesión. En ese momento vendía terrenos. Su zona de acción lindaba con la de Donna.
Leslie Jacobson fue a Berkeley y vivía a dos manzanas de Tony. Se hizo activista contra la guerra y agitadora callejera. Obtuvo una licenciatura en ciencias de la educación.
Se casó con su Marido Núm. 1. Entró en el campo de la salud mental. Una colega fue violada. Leslie presenció
las brutales consecuencias y las tomó como una señal. Estudió el trauma de la violación y la postviolación. Se encargó de un teléfono gratuito para ayuda a mujeres violadas y de un innovador programa antiviolaciones. Acudió a llamadas relacionadas con violaciones hechas por el Departamento de Policía de Huntington Park y entrenó agentes en conocimientos sobre violaciones. Dejó al Marido Núm. 1 y se casó con el Marido Núm. 2. Era médico.
Leslie se hizo psicoterapeuta. Abrió una consulta. Estudió el cáncer de mama y sus ramificaciones, y aconsejó a mujeres afectadas. Su marido y ella colaboran y realizan seminarios sobre esa enfermedad. Escuché a mis antiguos compañeros de clase. Noté
el calor contenido que uno siente por la gente honrada con la que compartió un pasado y a la que no conoce, realmente. Observé a treinta y cuatro individuos a lo largo de tres noches. Detecté una diferencia significativa entre ellos y yo.
Ellos venían para ponerse en contacto otra vez con compañeros concretos y para complacerse en la nostalgia colectiva. Yo acudí para honrarlos y reconocer la deuda que tenía con ellos. La deuda era grande. El J.B. fue mi primer terreno de pruebas. Allí aprendí a competir. Cultivé una autosuficiencia perversa. Mi pequeño mundo cerrado se entrelazó con el mundo real... «durante un breve instante luminoso». L.A. resultaba caluroso y contaminado. Me sentí
agotado después de aquel viaje en el tiempo y del choque con aquella gente antigua/nueva. Di una vuelta en coche con Tony Schultz.
Me pareció mi día de calor número siete millones en LA. Tony estaba encantado.
Empezó a largar sobre el NUEVO L.A.: culturas inmigrantes, cuisine exótica y una gran renovación. Fuimos hasta la iglesia de Howard Swancy.
Llegamos con diez minutos de adelanto al servicio de mediodía. El garito estaba expectante, jubilosamente animado.
Un conjunto de seis instrumentos ponía el fondo al coro. Sesenta voces sonoras alababan a Dios, imponiéndose a los sonoros traqueteos de los acondicionadores de aire, y me despertaron como seis tazas de café.
La iglesia sólo tenía localidades de pie. Howard reservó dos plazas cerca del altar. El 99,9 por ciento de los feligreses eran negros. La gente llevaba ropa llamativa y mostraba cierta propensión a la obesidad. Pulsé el botón de Pausa en mi vida. El Avance Rápido y el Retroceso Rápido se desconectaron. Me sentí sofocado tras un gran estallido de gratitud. Comenzó el servicio. Canté himnos religiosos por primera vez desde que acudía a la Primera Iglesia Luterana Holandesa y crucé sonrisas con Tony. Me sentí
intratablemente protestante e irreductiblemente no cristiano. Disfruté con el Lutero de John Osborne, que mataba a la bestia papista porque estaba estreñido y quería acostarse con una mujer.
Pasaron la bandeja de la colecta entre los asistentes. Tony y yo contribuimos al fondo: Howard llegó al altar y nos presentó. Nos incorporamos y saludamos a los asistentes. Éstos nos devolvieron el saludo. Howard se lanzó a su sermón. Era un talento de salón principal en un garito enmoquetado de barrio periférico.
Profería exclamaciones. Hacía gestos de
advertencia. Golpeaba el púlpito y gritaba en una escala de cuatro octavas. La gente se volvía loca. Durante media hora tuvo enardecido al público. Sudó lo suyo y gritó a pleno pulmón sus palabras sobre la salvación. ¡Animo, Howard, adelante!
Era un popurrí de los Mayores Éxitos del Nuevo Testamento. Era una exposición hábilmente perfilada de tus alternativas: abraza a Jesús o fríete eternamente en el Infierno. Sus palabras proclamaban la restrictiva ley de alojamiento en el Cielo.
Yo no quería comprar ninguna parcela en esa urbanización. Ellos no querían vender a abstemios de cerdo, a escépticos o a ese chico musulmán de mi puesto favorito de falafel. Excluirían a la mayoría de la promoción del 62 en el J.B.
Howard continuó el sermón. Mi cabeza se puso a vagar. Me sumergí treinta y seis años atrás y treinta y seis en el futuro. Me pregunté cuántos vínculos se reavivarían y florecerían después de tres efusivas veladas. Pensé en una reunión de supervivientes en el 2034. Una senectud colectiva podía poner color a los hechos y distorsionar los recuerdos, para mejor o para peor.
Volvamos al twist, como hicimos ese verano. Let’s twist again.
Hay una fiesta baile de adolescentes en el Hogar de Ancianos Mount Sinai. Un conjunto principal ocupa el estrado de la orquesta. Interpreta todas las viejas canciones favoritas que yo escuchaba mientras me masturbaba.
Aparecen Jack y Jackie. Los chicos se vuelven locos. Jack acaba de nuclearizar a Castro hace apenas una semana. Jack va lanzado.
Jack se marca un baile con Leslie Jacobson. Se fija en Donna Weiss y en Jill Warner. No se puede comprometer con una imagen. No sabía si cagarse o ir a ciegas.
Alguien echa LSD en el ponche. Los muertos del J.B. resucitan. Jackie se la chupa al Gran Berko. Howard continuó el sermón. Yo miré entre los bancos de la iglesia y fijé la mirada en un chico alto, negro. Se lo veía aburrido y agitado.
Le guiñé el ojo y sonrió. La Iglesia Apostólica de la Paz se convirtió en el Salón Peppermint.
Elevé una oración por el muchacho. Le deseé
imaginación, firmeza de voluntad y montones de carcajadas a coro. Le deseé una mezcla explosiva de gente a la que repasar y sobre la que extenderse con más tiempo.
Noviembre de 1998