EXPEDIENTE DE HOMICIDIOS DE LA OFICINA DEL
SHERIFF: Z-483-262 (CON LA COLABORACIÓN DEL
DEPARTAMENTO DE POLICÍA DE EL MONTE)
La policía siguió el rastro de lo que había hecho el sábado por la noche.
Salió de casa a las 20.00 h. Iba sola. Fue en coche hasta Five Points, en El Monte. Entró en Mama Mia’s Pizza «como si buscara a alguien». Fue vista en el Manger Bar. Estaba sola.
22.30 h. Sábado, 21/6/58:
Mi madre y un hombre blanco de tez morena cenan en el Stan’s Drive-In. Van en el coche de él, un Oldsmobile del 55 o 56.
23.15 h, 21/6/58.
Mi madre y el hombre de tez morena llegan al Desert Inn, un club nocturno frecuentado por inmigrantes y borrachos de mediana edad. Una mujer rubia entra con ellos. Los tres beben, bailan y hablan. Se van a medianoche.
02.30 h. Domingo, 22/6/58:
Mi madre y el hombre de tez morena vuelven al Stan’s Drive-In. Están solos. En el coche de él. El hombre de tez morena toma café. Mi madre, un tentempié de última hora.
10.10 h, 22/6/58:
Unos peatones descubren el cadáver de mi madre. Es un asunto local.
La casa queda a dos kilómetros de Five Points. La pizzería y el bar justo al sur. El Stan’s Drive-In queda en el centro.
El Desert Inn, a siete manzanas al oeste. El lugar donde se descubre el cadáver está a 4,5 kilómetros al noroeste.
Mis padres estaban divorciados. Yo pasaba aquel fin de semana con mi padre. No vi salir a mi madre. No me asusté de su ausencia ni temí que nunca regresara. Tenía diez años. Desconocía el término «abandono de cadáver». No me vi obligado a soportar una batida prolongada bajo la lluvia ni ver los restos descompuestos de mi madre.
Yo era un niño frío. Odiaba a mi madre, la deseaba y finalmente la conocí a través de testimonios post mortem. La enterré con prisas y otras mujeres asesinadas me enardecieron. La muerte de mi madre corrompió y estimuló mi imaginación. Me liberó y me reprimió a la vez. Configuró mi currículo mental. Me doctoré en crimen y me gradué en mujeres
viviseccionadas. Fui creciendo y escribí novelas sobre el mundo masculino que aprobaba sus muertes.
Escapé de mi madre. Puse años y kilómetros por medio. Volví a ella en 1991. Tenía cuarenta y seis años. Intervino el destino. Propició una confrontación. Me llamó un amigo. Dijo que estaba escribiendo un artículo sobre asesinatos no resueltos en el valle de San Gabriel. Centraría la atención en la Unidad de Casos Sin Resolver de la Oficina del Sheriff. Mi amigo consultaría el expediente de mi madre y sabría cosas que yo ignoraba. La llamada anunciaba una oportunidad. Podría ver el expediente de mi madre.
Mi amigo me propuso que nos viésemos cuanto antes. Yo no sabía que me enamoraría épicamente de mi madre.
Tuve el expediente en mis manos. Leí los informes y vi a mi madre muerta en el instituto Arroyo. Fue impactante v revelador. Supe que su muerte daba forma a mi curiosidad y a mi talento para la narrativa. Era un conocimiento que venía de antiguo. Había sido fríamente razonado y estaba falsamente objetivado. En ese momento capté todo el peso del asunto. Capté que con llevaba una deuda de reconocimiento y de homenaje. Capté que yo procedía de ella de un modo que sobrepasaba todos los vínculos de sangre. Capté que yo era ella.
Un detective de Homicidios me mostró el
expediente. Se llamaba Bill Stoner. Tenía cincuenta y tres años y le faltaba poco para jubilarse. Llevaba treinta y dos años en la Oficina del Sheriff. Había resuelto el caso del Cotton Club y el caso mini-Manson, y había colaborado en la detención del Acechador Nocturno. Llevaba quince años en Homicidios.
Stoner me impresionó. Yo lo calibré y él me calibró. Vislumbré un intelecto poderoso y ordenado. Capté que Stoner equilibraba las valoraciones estrictas de juicio con la compasión vital. Capté que podía enseñarme cosas.
Stoner se retiró del servicio activo. Permaneció en la fuerza de reserva de la Oficina del Sheriff y conservó
todos sus atributos de policía.
Decidí investigar de nuevo el homicidio de mi madre. Le pedí a Stoner que me ayudara. Accedió. La investigación duró quince meses. Me instalé en L.A. y trabajé con Stoner a tiempo completo. Estudiamos todos los papeles del expediente. Contactamos con los testigos que todavía estaban vivos. Reconstruimos diez mil veces los últimos hipotéticos movimientos de mi madre. Abrimos una línea de teléfono de llamada gratuita para recibir pistas, y nos llegaron cientos de indicios inútiles. Acechamos al hombre de tez morena, extrapolando.
¿Era un vendedor que se encontraba de paso en El Monte? ¿Era un corredor de apuestas que operaba desde el Desert Inn? ¿Trabajaba la rubia con mi madre o frecuentaba los mismos bares?
Extrapolamos. Localizamos juerguistas de la zona y volvimos a finales de los años cincuenta. Peinamos el valle de San Gabriel. Recorrimos El Monte, Baldwin Park, Irwindale, Duarte, Azusa, Temple City, Covina, West Covina y Rosemead. Seguimos el rastro de mi madre cuando aún vivía en Chicago y en un pueblo de Wisconsin. Nos vimos con personas que la habían conocido sesenta años atrás.
No encontramos a la rubia ni al hombre de tez morena. Escucharnos la historia oral de lo más despreciable del condado de Los Ángeles. La gente nos contó cosas íntimas. Imité la pose inquisidora de Stoner y aprendí cuándo hablar y cuándo escuchar. Yo era un fisgón/observad or con una vena vengativa
profundamente camuflada. Caía bien a los policías porque sabían que no era uno de ellos ni quería serlo. Les caía bien porque apreciaba y odiaba sus normas de rectitud.
Bill Stoner se convirtió en mi mejor amigo. Nuestro compromiso era bilateral e iba más allá de la investigación. Nuestras visiones del mundo se fundían y expandían para abarcar dos visiones contrastadas. Hablábamos de delitos durante horas. Él contaba historias de policías. Yo describía mis pequeñas hazañas delictivas y mis breves estancias en las cárceles del condado veinte años atrás. Nos reíamos. Nos burlamos del machismo y admitimos nuestra complicidad a la hora de perpetuarlo. Bill me dio cosas. Dio carácter empírico al crimen de L.A. Lo embelleció con gran talento y me permitió situar a mi madre en su contexto. Hablamos de ella. No distinguimos entre su
condición de víctima de asesinato y de madre mía. Discutimos abiertamente sobre su alcoholismo y su afición por los hombres de tres al cuarto. Seguimos el rastro testimonial de su vida y de los desvíos de ésta. Compartirnos una pasión completamente idealizada por las mujeres y que las abarcaba a todas. Fuimos coconspiradores procesables por el tribunal que eligiese la víctima. Bill se recreó en el lujo de una investigación ininterrumpida con un probable sospechoso de asesinato y un resultado negativo. Eso le permitió vivir con la víctima, explorar su vida y rendirle honores a placer.
La investigación se desdibujó. El hombre de tez morena perdió importancia. Buscamos un asesino y acumulamos datos sobre su víctima. Yo quería escribir un libro y dar a conocer a mi madre. Quería asimilar lo que había sabido de ella y expresar mi descarga de reconocimiento y de amor.
Escribí Mis rincones oscuros en siete meses. Me puse a ello con deliberada intención. Vertí los hechos más sólidos de la vida de mi madre y no me di cuartel. No quería que la gente pensara que yo la amaba a pesar de su inconsciencia y de sus actos erráticos y negligentes. Quería que la gente supiera que la amaba precisamente por eso, que mi deuda de gratitud se derivaba del hecho de que ella era precisamente quien era. Y que los componentes concretos de su psique, ambiguamente definida, y de su atractivo sexual para mí
contribuyeron a dar forma y a salvar mi vida. Mis rincones oscuros fue un éxito de ventas y de crítica. Promocioné el libro en América y en Europa. Bill Stoner me acompañó en Francia y en LA. Llevamos equipos de filmación a El Monte. Les mostramos el instituto Arroyo y los lugares donde habían estado el Desert Inn y el Stan’s Drive-In. Resumí la historia de mi madre un millar de veces. La reduje a fragmentos comprensibles de sonidos. La di a conocer con un espíritu apasionado y alegre.
El libro dio lugar a una serie de pistas inútiles. Bill las comprobó. Yo volví a mi casa de Kansas City a investigar para mi siguiente novela.
Mi madre permaneció conmigo. Irrumpía en mi corazón en momentos imprevisibles. Acogí con agrado su insistente presencia.
No podía dejar Mis rincones oscuros. No quería. Hice una gira de promoción para la edición de bolsillo. Di más conferencias, concedí más entrevistas y llevé de nuevo al público la figura de mi madre. Conté su historia con una pasión indeclinable. La repetición no me cansaba. Volví a casa con ganas de más. Volví a casa con ganas de algo nuevo y a la vez familiar. Echaba de menos a Bill.
Echaba de menos el mundo policial y mi papel de observador. Echaba de menos El Monte. Viví allí
durante cuatro meses en 1958. Me fui el día en que murió mi madre. Estuve fuera treinta y seis años. Era un lugar caluroso, con el aire contaminado y lleno de polvo. Reinaban los blancos palurdos y los espaldas mojadas. Mi padre lo llamaba «monte de mierda».
Mi madre murió y me ahuyentó de allí hacia el oeste, hacia mi padre y Central L. A. Su fantasma me mantuvo a distancia y después me atrajo.
El instituto Arroyo seguía siendo el instituto Arroyo. Mi antigua casa seguía en pie. El Stan’s Drive-In había desaparecido. El Desert Inn era el restaurante Valenzuela’s. Abracé de nuevo a mi madre en la ciudad que la había matado. El Monte era lo más importante que teníamos en común. Mis primeras visitas me asustaron. El contacto sostenido borró el miedo. Bill y yo trabamos amistad con los policías y con el propietario de mi antigua casa. Cenamos en el lugar donde mi madre había bailado con su asesino. Comimos en Pepe’s, en la acera de enfrente, y canturreamos con Oscar de la Hoya.
Ahora El Monte me encanta. El Monte es la pura esencia de ELLA.
Quería dar a El Monte la capacidad de
sorprenderme y motivarme otra vez. Quería asimilar las lecciones de mi madre y dirigirme conscientemente a una mujer asesinada. Quería encontrar un caso factible y escribir sobre él.
Bill seguía en la reserva de Homicidios. Me dijo que estaba revisando viejos expedientes para someterlos a la prueba del ADN. El capitán había ordenado una gran revisión de expedientes. La prueba del ADN era toda una novedad. Un montón de antiguos casos sin resolver podrían solucionarse.
Establecí mi plan. A Bill le gustó. Le pedí que buscara entre esos expedientes los casos sin resolver de El Monte.
Bill me llamó para decirme que había encontrado un caso de abandono de cadáver. Era tan hermético y local como el de Jean Ellroy.
3
Reservé una habitación de hotel cerca de la casa de Bill y volé a Orange County. Me encerré toda la noche con el expediente Scales.
Se parecía al de mi madre. Fotos de la escena del crimen y teletipos e informes en un cuaderno de notas azul. Trozos de papel y un casete. El primer interrogatorio de Bill Scales.
Puse la cinta.
Scales hablaba despacio y con cuidado. Describía con el mismo tono de voz la desaparición de su mujer y una reciente carrera de motociclismo. Vivía para correr. La semana anterior debería haber ganado un trofeo. El lunes no había podido ir a buscar a Betty en la moto; ésta no tenía permiso para circular por la calle. Estudié un montón de fotos de la víctima. Betty Scales viva: una mujer remilgada, con el cabello largo y gafas de abuela. Estudié las fotos de la escena del crimen. Betty Jean a los veintisiete días de su muerte: un maniquí inflado y un depósito de insectos. Estudié las fotos del lugar. Los pozos de grava parecían cráteres de la luna. Imaginé a todos los adictos al ácido de la zona alucinando con el paisaje. Leí los informes sobre la escena del crimen y los del laboratorio. Tomé notas. Encontré una extraña anotación:
«Jersey de la víctima: mancha O+ no secretora.»
Extraño:
Pensé que la anotación se refería a una mancha de semen. Hay hombres que segregan células sanguíneas identificables con el semen, hay otros que no. «O+ no secretora» era una conclusión errónea.
Leí el informe de Personas Desaparecidas. Reconocí
los lugares.
Mi madre compraba en el Crawford’s Market.
Vivíamos dos manzanas al oeste de Peck Road. El instituto Arroyo marcaba el límite con Lower Azusa. Betty Jean desapareció camino de Five Points. Leí los informes de agresiones sexuales. Descarté al zumbado de la lavandería. Trabajaba por la noche, tarde, y sólo en la zona norte de El Monte. El chico olía a muy sospechoso.
Había sido condenado por un intento de violación. Otras cuatro víctimas de intento de violación/secuestro lo identificaron como a su agresor. Agredió a su víctima en un lugar oscuro y cerrado. Betty Jean fue vista por última vez en el Durfee Drugs. El chico trabajaba en una imprenta a dos manzanas de distancia. Su última presunta agresión ocurrió en el Durfee Drugs el 23/4/73.
Llamé a Bill. Estuvo de acuerdo con mi valoración y me instó a permanecer callado. No teníamos que limitarnos a los sospechosos. Teníamos que estudiar pruebas y abstenernos de sacar conclusiones preconcebidas.
Me recordó que:
En esos momentos, aquélla era una investigación oficial de la Oficina del Sheriff y del Departamento de Policía de El Monte. Yo tenía que mirar, escuchar y hacer preguntas sensatas.
Bill dijo que debía visitar a Koury y a Meyers. Ambos estaban jubilados y vivían en Misuri. Teníamos que saber sus valoraciones. Mencioné la anotación sobre la mancha no secretora. Bill propuso que fuéramos al depósito y recuperásemos las bolsas que contenían las pruebas. La ropa de la víctima tenía que ser examinada en busca de manchas de semen y manchas de sangre contradictorias. Eso era el procedimiento habitual previo a la prueba del ADN. Rellené los puntos en blanco hipotéticos.
Presuntamente, el chico había eyaculado sobre su víctima del 8/3. Con Betty tal vez hubiera hecho lo mismo. Tal vez se hubiera secado el pene con el jersey, las medias o el sujetador de la víctima. La prueba del semen del forense resultó «no concluyente». Las membranas vaginales de la víctima estaban muy descompuestas. En 1973 no existía la prueba del ADN. Las manchas de semen certificadas por el ADN pueden compararse con frotis celulares de sospechosos actuales. El laboratorio de criminología podría obtener células de la ropa de Betty. El laboratorio podría obtener el ADN
del chico. El laboratorio podría determinar con absoluta certeza la presencia o ausencia de ADN. Los tejidos conservan indefinidamente las células de ADN. Mencioné a Bill Scales y el flujo vaginal tras un coito normal. Bill Stoner dijo que tendríamos que encontrar a Scales y tomarle una muestra de sangre o hacerle un raspado en la boca. Teníamos que diferenciar sus células de sus fluidos. Dijo que los lugares de las manchas eran cruciales. El goteo normal se habría acumulado en la entrepierna de las bragas de la víctima. Si el asesino se había secado con éstas, las manchas serían anchas y difusas.
Esa noche dormí poco. Comparé una y otra vez las estadísticas del expediente de Betty Jean con las de mi madre. Sabía que al día siguiente, con un poco de café y pura energía cerebral, me pondrían en órbita. Así fue.
Bill y yo fuimos en coche a El Monte. Encontramos los lugares clave y trazamos rutas directas entre ellos. Cogswell, 2633: pequeños bungalós y niños sucios en pañales. Durfee Drugs: una pequeña tienda en una esquina con un pequeño aparcamiento. Crawford’s Market: ya no estaba. El banco: ya no estaba. Von’s Market: una gran tienda en una esquina con un gran aparcamiento.
Los pozos de grava: un paisaje de excavadoras y montones de piedras. Carreteras de acceso valladas y señales de prohibido el paso.
Repasé el expediente y comprobé direcciones. El chico vivía en Ramona, 14335. Las agresiones del 13/3 y del 14/3 ocurrieron en el 14103 y en el 13940. Nos dirigimos a ellas. Los viejos edificios habían desaparecido y habían sido sustituidos por centros comerciales.
Estafeta de Correos de Baldwin Park: seguía en su vieja dirección. A tiro de piedra del chico. Los pozos y el Von’s Market: a tiro de piedra para un chico impulsado por el miedo y la adrenalina.
Fuimos al Departamento de Policía de El Monte. Hablamos con el jefe Wayne Clayton y con el ayudante Bill Ankeny.
Recordaban el caso Scales. Ankeny dijo que el marido era su primer sospechoso. No recordaba al chico ni al zumbado de la lavandería. Clayton señaló que por la misma época se había producido un intento de violación. Un latino había golpeado a una chica junto a unas vías de tren. Un testigo lo ahuyentó cuando obligaba a la chica a desnudarse. Fue encarcelado y se descartó que estuviese relacionado con el caso Scales. Clayton dijo que nos ayudaría en todo lo que pudiera. Nos detuvimos a la salida de su despacho y divagamos. Miré hacia el pasillo. Y entonces recordé. Había recorrido por primera vez aquel pasillo en junio del 58. Habían pasado treinta y nueve años. Iba camino de los cincuenta y seguía obsesionado y hambriento. Bill y yo nos acercamos al despacho del sargento Tom Armstrong. Armstrong dirigía la Unidad de Asuntos Internos del Departamento de Policía de El Monte. Su despacho estaba en un edificio contiguo.
Bill hizo un resumen del caso Scales. Armstrong se fijó en el chico. Dijo que pediría información completa sobre él. Bill dijo que era esencial que fuese completa. Antes de buscarlo teníamos que conocerlo bien. Bill agarró el teléfono de Armstrong y llamó a Joc Walker. Walker es un analista civil de criminología. Utiliza métodos de investigación computerizados. Nos había ayudado a localizar personas en el caso de mi madre.
Bill le describió al chico. Joe dijo que lo encontraría, vivo o muerto.
Nos trasladamos en coche a Homicidios del Sheriff. Bill pidió información sobre William David Scales al Departamento de Vehículos a Motor. Bingo. Scales tenía cincuenta y un años y vivía en Rancho Cucamonga. Cerca. Por el valle de San Gabriel.
Bill dijo que la gente del valle nunca se marchaba demasiado lejos. Yo dije que el valle era una condena a cadena perpetua. Bill repuso: «Para ti, sí.»
El depósito de pruebas estaba junto a la Academia del Sheriff. Las bolsas se guardaban en estanterías de ocho metros de alto. El depósito parecía un hangar de aviación. Unas veinte estanterías ocupaban casi toda la superficie, Los técnicos accedían a ellas con elevadores de carga.
Era mi segunda visita. En la primera había visto las pruebas del caso de mi madre.
Había tocado el cordón y la media que la habían matado. Acerqué a la cara el vestido que llevaba puesto y descubrí un rastro de su perfume.
Bill requisó la bolsa del caso Scales. Un técnico la buscó. Examinamos su contenido en una pequeña habitación adjunta al depósito.
El jersey rosa, las bragas, el sujetador. Objetos separados en sobres separados.
Bill rellenó un formulario de salida y puso los objetos en una caja de cartón. Yo no los toqué. Parecían baratijas compradas en Sears o en JC Penney. Olían a polvo y a material sintético viejo.
Sacamos los objetos en el laboratorio de
Criminología de la Oficina del Sheriff. Una seróloga llamada Valorie Scherr registró su entrada. Nos habló
sobre el ADN de una manera absolutamente precisa y extraordinariamente soporífera.
Scherr dijo que el examen previo llevaría diez días. Primero tenían que identificar el semen y otros fluidos. La cantidad no importaba. El ADN podía aislarse perfectamente a partir de una sola célula. Sin embargo, existía la posibilidad de que se hubiese disipado. El hecho había ocurrido hacía veinticuatro años. Las manchas podían haber desaparecido durante el almacenamiento.
Scherr le dio a Bill ocho palillos para raspado y otros tantos recipientes. Añadió que le dijera al marido que se rascase vigorosamente el interior de la boca. Aconsejó que se obtuviera una contramuestra. Quizá no tuviesen una muestra válida de la víctima. Bill debía intentar localizar a los padres de ésta o a un hermano y hacerles un raspado. Esto ayudaría a identificar el ADN de la víctima.
Bill llamó a Homicidios de la Oficina del Sheriff desde el teléfono de Scherr. Un colega consultó el ordenador del DVM y dio con Bud Bedford. Última dirección conocida: un cámping de caravanas en Fresno.
Bill consiguió su número en la Oficina de
Información de Fresno. Lo llamó y explicó qué quería. Bedford aceptó una entrevista. Dijo que enviaría una muestra de células. Añadió que su ex esposa aún vivía en Fresno. Le dio el teléfono.
Bill la llamó. Ella dijo que colaboraría. Dejamos el asunto ahí por aquel día. Volví a la habitación del hotel y contemplé una foto de Betty Jean sonriente. Capté que las cosas le iban mal, por debajo de sus ya pobres expectativas. Quería saber cómo estaban la noche en que murió.
Llamamos a la puerta de Bill Scales. Bill pareció
emerger del túnel y nos dejó pasar. Era alto y delgado, y tenía cincuenta y un años. Su voz encajaba con la de la cinta del interrogatorio hasta en las inflexiones más sutiles.
Bill explicó lo que queríamos e insistió en que Scales no era sospechoso. El hombre aseguró que colaboraría en todo lo que pudiera. Bud Bedford aún creía que había sido él. Incluso había convencido de ello a la propia hija de Bill Scales. La casa era pequeña y estaba pulcramente cuidada y drásticamente desnuda de muebles. Tomamos asiento ante la mesa de la cocina.
Scales describió la noche del 29/1 de motu proprio. Su mirada revoloteaba alrededor del arma de Bill. Su relato encajaba con el que había grabado en cinta magnetofónica el 1/2/73. Lo contó todo de corrido. Bill intercaló preguntas. Scales las fue respondiendo, sin desviarse de su narración. Se extendió en hechos conocidos. Noté que era una práctica de muchos años: Dije: «Háblenos de Betty Jean.»
Scales dijo que era una gilipollas. Era tímida, tranquila y sumisa. Hablaba por los codos, como una auténtica cotorra. Los trabajos sencillos la desbordaban. No sabía hacer nada. Dijo «gilipollas» con absoluta frialdad. Yo solía llamar a mi madre borracha y puta con el mismo tono. No le dije: ¿Pues entonces por qué te casaste con ella? Scales nos ofreció su versión. Conoció
a Betty a finales de 1967. El vivía en Bell Gardens; ella en Downey. Su padre le había montado un piso. Descubrió a Betty en la cama con un chico y le cortó la ayuda bruscamente.
En esa época, Betty iba al instituto. Bill Scales se fue a vivir con ella. La dejó embarazada y se casaron. Su hija, Leah, nació en octubre de 1968. Se trasladaron a El Monte en 1971. É1 corría en moto e instalaba aislamientos. Betty trabajó en la cadena de producción de cosméticos Avon y dejó el empleo para ocuparse sólo de la hija y la casa. Tuvieron un hijo. Betty murió tres meses después. Leah se casó con un tipo llamado Baker. Tuvieron dos niños. Leah era gorda. Culpaba de su obesidad a su padre y a la muerte de su madre. Bill formó una segunda familia y educó a Leah y a su hermano. A Leah aquello no le gustó. Los padres de Betty detestaban a Scales e incitaban a Leah a odiarlo. Scales dijo que el segundo matrimonio se había venido abajo. Nos hizo un rápido repaso de los detalles. Su sinceridad era asombrosa y digna de encomio. Me impresionó como monstruo del control con un oscuro conocimiento de sí mismo adquirido a fuerza de palos. Limitó los daños y se dedicó a vivir dentro de unos límites estrictos. Las connotaciones de sus palabras no eran más que machismo y autocompasión. Nos dio el número de teléfono de su hija.
Dijo que nos proporcionaría un frotis celular. Añadió que no recordaba la última vez que había tenido relaciones sexuales con Betty. Ella tomaba la píldora. Él no usaba condones. Podía resultar que el semen de las bragas fuera suyo.
Parecía un campesino trasplantado en la ciudad y su forma de hablar era gramaticalmente perfecta. Estaba dispuesto a negar sus raíces cada vez que abría la boca. Explicó que en 1973 Bud Bedford contrató a un detective privado para que lo vigilara. Lo había seguido hasta Temecula, donde trabajaba por horas.
—¿Cómo se llevaban Bud y Betty? —preguntó Bill.
—No muy bien —respondió Scales. Su hermano
había dicho que antes de la muerte de Betty discutían con frecuencia.
—¿Dónde está ahora el hermano? —preguntó Bill.
—Murió de sida —respondió Scales.
Llamamos a la puerta de Leah Scales Baker. Nos dejó pasar y se sentó en un sofá, entre nosotros dos. El apartamento era pequeño y estaba excesivamente amueblado. Se oían voces de niños en las habitaciones. El marido se sentó en el suelo de la sala y observó la entrevista.
Leah estaba preparada. Bill la había llamado previamente y le había contado lo que queríamos. Stoner me presentó. Sonreí. Dijo que mi madre había sido víctima de un asesinato. Sus palabras no surtieron ningún efecto. Leah Baker me miró fijamente. Dijo que la muerte de su madre le había destrozado la vida.
Bill le preguntó si recordaba a su madre. Leah respondió que a duras penas. Bill le contó por encima lo de la prueba del ADN y dijo que teníamos un sospechoso prometedor. Leah empezó a cargar contra su padre.
Era un mezquino. Era un asqueroso. La
menospreciaba delante de su familia. Ella se encerraba en armarios y se atiborraba de galletas para fastidiarlo. Bill dijo que había quedado descartado en 1973 y que en esos momentos no era sospechoso. Leah dijo que había tenido sueños. Su padre pegaba a una figura sin rostro. Ella lo miraba. Llevaba un camisón blanco. Su abuelo le había dicho que de pequeña utilizaba un camisón como aquél.
—¿Te pegaba tu padre? —preguntó Bill.
—Quizá —respondió ella. Tenía agujeros negros en la memoria. No recordaba períodos enteros de su infancia.
Bill intentó hacerle una serie de preguntas, pero ella lo interrumpió.
Su padre la ridiculizaba. Su madrastra y su hermanastro se burlaban de ella. Se burlaban de ella porque estaba gorda y querían que adelgazase, pero ella siguió estando gorda.
Bill le preguntó si le gustaría ver resuelto el caso de su madre. Leah volvió a tomarla con su padre. Bill se puso tenso, y yo también. Ser víctima era una invitación a explotar y explorar. Ama al ser querido que has perdido sólo si se lo merece.
Conoce a tus muertos. Fíjate en el modo en que procedes de ellos y en qué te diferencias de ellos. Leah dijo que su padre era el principal sospechoso. Durante muchos años no supo que su madre había sido asesinada. Su padre ocultó el hecho. Eso la hacía recelar. Significaba que ocultaba cosas. Su abuelo dijo que había visto el apartamento al día siguiente de la desaparición de su madre, y que era un caos. Había ropa tirada por todas partes. Su hermano pequeño iba meado hasta las orejas.
—Tu padre pasó la prueba del detector de mentiras
—dijo Bill.
Leah se encogió de hombros.
Le pregunté cómo había sabido lo ocurrido.
—Me lo contó mi abuelo.
Le pregunté si había leído la noticia en los periódicos.
—No —respondió.
Bill me dirigió una mirada para saber si me quedaban más preguntas. Negué con la cabeza. Bill le dio las gracias a Leah. Yo dije que tal vez resolviéramos el asunto. Y que tal vez eso la ayudase a rehacer su vida. Leah me miró fijamente a los ojos. Dejé a Bill en su casa y seguí en coche hasta el hotel. Me tumbé en la cama y apagué la luz. Prescindí de sus nombres de casadas y me concentré en Betty Bedford y Geneva Hilliker.
No había fantasmas paralelos. No había gemelas simbióticas. Personalidades opuestas y almas antitéticas.
Mi madre bebía bourbon Early Times. Follaba con tipos vulgares y los ahuyentaba si se sentía hastiada de ellos o se metían con su soledad. En 1939 quedó
embarazada y abortó ella sola. Me hizo tragar el alfabeto y la Iglesia luterana y me convirtió en un niño tan agradecido como un hombre de mediana edad.
Betty se embobaba con las cosas. Mi madre se refugiaba en El Monte. Tenía los sueños y las expectativas alocadas que impulsan a las mujeres brillantes y hermosas. Betty se refugiaba en El Monte. Era un buen lugar para vivir la mentira de que la vida era maravillosa.
Dos Jeans.
Mi madre fue a la escuela de enfermeras y acortó
Geneva a Jean. Tenía diecinueve años. Corría el año 1934.
Podía deshacerse de los hombres con palabras severas o con una mirada. Quería sexo a su manera, a su dulce e inconsciente manera. Sabía decir que no. Esa noche dijo sí, no, o tal vez. No captó el peligro. Pudo haberse marchado del drive-in. Mi madre tuvo unas opciones de las cuales Betty Jean careció. Su inconsciencia y su pasividad la hicieron cómplice. Betty Jean fue a la farmacia y compró comida para el bebé. Su vida terminó diecinueve años antes que la de mi madre. Yo quería encontrar al hijo de puta que la había matado, y joderlo por ello.
Bill llamó a primera hora de la mañana. Dijo que acababa de hablar por teléfono con Tom Armstrong, Joe Walker y Lee Koury.
Habían localizado al chico. Cumplía condena de tres años a perpetua. En 1975 había salido en libertad condicional. Estuvo fuera dos años y volvió a la cárcel por una nueva violación.
Y:
Koury había dicho que el chico había estado a punto de confesar el asesinato. En la prueba del detector de mentiras casi se había derrumbado. Había dicho: «Mi padre sufre del corazón. Esto lo mataría.»
I
I
II
4
Me repetí esas palabras entre L.A y Fresno. Koury y Meyers culparon al chico del caso Scales. El chico ya tenía cuarenta y dos años. Estaba encerrado en la Colonia Penitenciaria para hombres de California. Había cometido un secuestro con violación en Bakersfield. Tom Armstrong acababa de recibir un informe completo.
Bakersfield estaba a 180 kilómetros de Fresno. Bill era de Fresno. Los padres de Betty Jean vivían en Fresno.
Fuimos en el coche de Bill. Nos llevamos al padre de éste. Angus Stoner tenía ochenta y seis años. Conocía Kern County. Kern County era absolutamente nuevo para mí.
Campos de tierra y ciudades de chozas. Viento y polvo y un gran cielo plano.
Angus nos suministró notas de viaje. Identificó
huertas y plantas cosechadoras. Habló de sus aventuras de trabajador eventual allá por los años treinta. Recogía nueces y uvas. Dormía en furgones de carga. Tiraba los tejos a muchas mujeres. Ejercía de indigente. En esa época los maricones cortaban el bacalao. Acosaban su hermoso culo, y él les daba buenas patadas en el de ellos.
Bill y yo reímos. Bill llamó «El Monte Norte» a Kern County. Yo lo llamé «Polla de Perro, Egipto». Éramos postgraduados en basura blanca. El desorden y la pobreza nos asustaban. La combatíamos con descaro de postgraduados. Éramos como negros llamándonos negritas los unos a los otros.
El chico estuvo un tiempo en un correccional de menores y salió en libertad provisional. Dejó el valle de San Gabriel. Cometió una violación de postgraduado en Kern County.
Llegamos a Fresno a la hora de cenar. Era
demasiado tarde para ir a ver a los padres de Betty. Alquilamos tres habitaciones en un hotel y nos fuimos a cenar a una cafetería. Angus reanudó sus notas de viaje. Yo lo escuchaba a ratos. Tenía al chico en la cabeza.
Bud Bedford vivía en un camping de caravanas entre dos rampas de autopista. Su caravana era pequeña y estaba sucia por dentro y por fuera.
Vivía con su novia de hacía años y con un pequeño perro de ojos saltones. El perro se subió en el regazo de la mujer y enseñó los dientes a Bill. Lo miró fijamente y no paró de gruñir durante toda la entrevista. Bill y yo pusimos a Bud Bedford en antecedentes. Bill le habló de la investigación y descartó
enfáticamente al marido de Betty. Bud Bedford tenía la vista clavada en un punto neutro entre ambos. Chupaba una colilla de puro y tragaba el humo con fuerza. Su novia lo miraba fijamente. El perro miraba fijamente a Bill.
Bedford tenía setenta y tantos años, y las manos y el rostro crispados. Se lo veía frágil y con cierta tendencia al nihilismo. Una calada muy profunda a su puro podía debilitarlo o matarlo.
Ante las palabras de Bill no reaccionó de ninguna forma apreciable.
—Hábleme de Betty Jean —le pidió Bill.
—Era una buena chica y una buena madre
—respondió.
—¿Qué más puede decirnos? —insistí.
—Que no tenía que haberse liado con Bill Scales
—contestó.
Callé. Mis preguntas no llevaban a ningún sitio. Yo quería respuestas perspicaces o apasionadas. Quería saber si Betty Jean aún vivía en la mente de su padre y si éste luchaba para que siguiera ahí.
Bill me relevó. Hizo preguntas concretas y dejó que Bedford divagase. Busqué señales de amor paterno en su relato.
Se separó de la madre de Betty cuando ésta tenía ocho o nueve años. Se enfrentaron por la custodia de la niña. Ella la tuvo primero, él la tuvo después. Bill Scales se casó con ella. Bill no era bueno. Temía que Bud consiguiese la custodia de los hijos que había tenido con Betty. Los había enviado con una hermana para que Bud no pudiera verlos. Bud contrató a un detective privado. Quería desenmascarar a Bill Scales. El detective le informó de que éste, al parecer, se relacionaba con una banda de motoristas. Bud le pagó
quinientos dólares. El tipo agarró el dinero y nunca descubrió nada.
Scales no era un motorista ilegal. Era un corredor de carreras aficionado.
El monólogo cansó a Bedford. Su voz se quebró unas cuantas veces. Yo no supe si luchaba contra la emoción o contra la fatiga. No supe si estaba reviviendo la pérdida de su hija o el peso de sus años de vida dura. No saqué a relucir la historia del asesinato de mi madre. Había intentado encontrar un poco de empatía con la hija de Betty Jean y no lo había conseguido. Aquella entrevista no había ido a ninguna parte. No quería que la cosa volviera a repetirse.
Bud Bedford odiaba a Bill Scales. Parecía un delito contra la propiedad. Había cedido su hija a un hombre que la había matado o la había dejado morir. Infracciones contra la propiedad. Bud le montó un piso a Betty y dejó de pagar el alquiler cuando la pescó en la cama con un tipo. Entonces fue Bill Scales quien tomó
posesión de ella.
Bill sacó los raspadores para el frotis y explicó el procedimiento. Bud Bedford dejó el puro y se aclaró la boca con agua. Tomó un raspador y se lo pasó por las encías.
Di las gracias a los Bedford y me dirigí hacia la puerta. El perro me gruñó.
La madre de Betty se llamaba Lavada Emogene Nella. Vivía en una residencia para ancianos en la zona de clase media de Fresno.
Bill llamó para avisar que iríamos. La señora Nella nos recibió con su compañera. Nos sentamos en la sala. Pasaban viejos con andadores.
La señora Nella era atractiva e iba perfectamente maquillada. Comparada con los demás residentes, era joven y gozaba de buena salud.
Dirigía la mirada hacia objetivos concretos, pero aquélla se volvía inexpresiva cuando mantenía el contacto visual.
—Hábleme de Betty Jean —dije.
La señora Nella dijo que su hija era una
«charlatana» y una «chica dulce y hogareña» que «lo único que quería era ser una buena esposa y una buena madre». Las cosas la confundían. Era abierta y tímida a la vez. Confiaba en los demás a la hora de tomar decisiones.
Bill mencionó el matrimonio de Betty. La señora Nella lo calificó de difícil. Bill Scales era un tipo frío, un dictador.
Bill mencionó malos tratos físicos. La hija de Betty Jean había dicho que su padre era duro y autoritario. Esa acusación había dominado toda la entrevista que habíamos mantenido con ella. La señora Nella dijo que no. Bill Scales no necesitaba pegarle, tenía dominada a Betty sin necesidad de recurrir a la violencia. Controlaba a Betty porque sabía lo mucho que ésta lo quería.
—Él no la mató —dije.
—Oh, eso ya lo sé —replicó la señora Nella—. Cuando ocurrió aquello, la policía lo descartó. Bill dijo que teníamos un sospechoso nuevo. Tal vez pudiéramos cerrar el caso oficialmente.
A la señora Nella se le iluminó el rostro. Fijó la vista en nosotros.
Su compañera me mostró unos recortes de prensa. Leí un artículo del Times de L.A. de marzo de 1973. Hablaba de la escalada de asesinatos en El Monte. Irónico epílogo: el caso Scales era el primer asesinato sin resolver desde el de «Jean Ellroy en 1956». Habían escrito mal el nombre de mi madre. El año de su muerte también estaba equivocado. Me cabreó
más de lo debido.
La señora Nella nos dio una muestra de células. Comentó que nunca pudo despedirse de Betty. La policía había dicho que el cadáver estaba demasiado descompuesto.
Regresamos a El Monte. Tom Armstrong tenía el informe del Departamento de Policía de Bakersfield y permitió que lo leyésemos.
El nombre del chico era Robert Leroy Polete Jr. Su apellido se pronunciaba «Poley». Se casó con Vonnie en abril de 1976. Ingresó en la Marina de Estados Unidos en septiembre del mismo año. Completó la preparación básica. Fue destinado a la base aérea de la Marina, en Lemoore, California. Lemoore está cerca de Bakersfield y de Fresno.
Polete fue arrestado el 8/2/77. Los cargos: CUATRO TIPOS DE DELITOS GRAVES, A SABER:
VIOLACIÓN, 261 CP/SECUESTRO 209 CP/ROBO, 211
CP/SEXO ORAL, 288A CP
4/2/77:
Polete deja la estación aeronaval de Lemoore. Su intención: visitar a su esposa en Hacienda Heights. Hacienda Heights está en el valle de San Gabriel. Polete tiene cinco dólares. Con eso no podrá salir de Kern County. Compra un billete de autobús de cuatro dólares. Llega a Bakersfield a las 20.25 h. No sabe qué hacer. Quiere ver a su esposa. Están a punto de desahuciarla de su apartamento. Polete abriga rencor. La Marina tenía que haberlo destinado a L.A. Da una vuelta por la terminal de autobuses. Considera la posibilidad de dar un tirón pero desestima la idea. Si roba un bolso en la terminal y compra un billete hacia el sur, la poli lo detendrá allí mismo. Sale de la terminal. Pasa por delante del edificio de Pacific Telephone. Ve a una mujer. La sigue hasta un Honda Civic del 74.
La mujer se mete en el coche y arranca. La puerta del conductor no está cerrada por dentro. Polete la abre. Le pone una navaja en el cuello a la mujer y dice: «Pasa al otro asiento o te mato.»
La víctima dice: «Si me sueltas puedes quedarte con mi coche.» Polete dice: «No digas tonterías.» La víctima pasa al otro asiento.
Polete conduce durante una corta distancia hacia el noroeste. Entra en un aparcamiento y para el coche. Le dice a la víctima que pase al asiento de atrás y se desnude.
La víctima obedece. Polete le dice que se tumbe boca abajo. La víctima obedece. Polete le ata las manos a la espalda. Utiliza el sujetador, las bragas y la parte superior de un bikini.
Polete ordena a la víctima que se vuelva y se siente. Ella obedece. Polete pasa al asiento trasero. La besa y le acaricia los genitales. Le mete dos dedos en la vagina y luego se los lleva a la boca.
Copula oralmente con la víctima. La viola. Se seca el pene en la ropa de la víctima.
Abre su bolso. Encuentra siete dólares en monedas. Dice: «Menuda millonaria.» La víctima dice que tiene otros seis dólares en billetes.
Polete roba el dinero. Conduce hasta un campo sin luces junto a la autopista de Rosedale. Hace caminar a la víctima sesenta y cinco metros y le ordena que se siente. La víctima obedece. En medio de la oscuridad, Polete esparce sus ropas por los alrededores. Le dice a la víctima que no se mueva de allí en diez minutos. Añade: «Sé dónde encontrarte.» Le dice a la víctima que no llame a la policía porque él tiene su carné de identidad y amigos que irán a por ella si le ocurre algo. Dice que dejará el coche en Fresno. Si le ocurre algo a él o al coche, su compañía de seguros se hará cargo. Dice: «Lo siento mucho pero tengo que hacerlo así. Me han tratado muy mal.»
Polete se marcha. La víctima localiza sus prendas, se viste y camina hasta una gasolinera. Llama a su padre. Su padre llama al Departamento de Policía de Bakersfield e informa del incidente.
Polete conduce hasta Hacienda Heights. Pasa el fin de semana con su mujer. Regresa a la base aérea de Lemoore el domingo por la noche, temprano.
Martes, 8/2/77:
Polete llama a la madre de la víctima, a cobro revertido. Utiliza el teléfono de su oficina. La madre de la víctima no acepta la llamada. Polete le da un número donde localizarlo y se identifica como el «oficial de seguridad Johnson». Dice que tiene información sobre el coche de su hija.
Polete cuelga el auricular. La madre de la víctima telefonea a la víctima. La víctima llama al Departamento de Policía de Bakersfield. Habla con el detective J. D. Jackson. Dice que un «oficial de seguridad llamado Johnson» ha llamado a su madre. Ese hombre ha dado a entender que su coche está en algún lugar de la base aérea de Lemoore. Ha dejado un número: (209) 9989827.
El detective Jackson llama a ese número. Responde Polete. Jackson le pregunta por el coche. Polete dice que lo tiene Johnson. Jackson dice que le gustaría hablar con él. Polete dice que Johnson ha salido. Jackson le dice que cierre bien el coche. Polete dice que lo hará. Jackson habla con su superior. Tienen una pista sobre el coche desaparecido en la denuncia por violación del 4/2. El superior llama a Lemoore. Contacta con el jefe de seguridad. El jefe le dice que el soldado R. L. Polete le ha contado la historia siguiente: Polete hacía dedo para regresar a la base el domingo por la noche. Lo recogió un hombre que conducía un Honda Civic. El hombre sacó una navaja. Le dijo a Polete que le había robado el coche a una mujer en Bakersfield. Le dijo que la llamara el martes y que se asegurase de que le devolvían el coche.
Polete se resistió. El hombre le dio el teléfono de la madre de la mujer. El hombre había robado el carné de identidad. En él aparecía su dirección de Hacienda Heights. El hombre le dijo que era mejor que obedeciese o de lo contrario su esposa tendría problemas. El detective Jackson y el detective J. L. Wheldon se dirigieron a Lemoore. Interrogaron al soldado Polete. Coincidía muchísimo con la descripción que la víctima había hecho de su agresor. Polete les refirió la historia de lo que le había ocurrido mientras hacía autostop. Jackson y Wheldon le encontraron fallos. Le leyeron sus derechos. Polete empezó a sollozar. Dijo que había robado el Honda. Describió los acontecimientos que precedieron al robo.
Del expediente del Departamento de Policía de Bakersfield:
Polete dijo que tenía que ver a su esposa. Necesitaba un billete de autobús. Se había quedado colgado en Bakersfield. Pensó en robar un bolso.
Vio a esa chica. Sacó la navaja y se subió al coche. Dijo que su intención era dejarla en un sitio seguro y marcharse con el coche.
Lo puso en marcha. Polete dijo que la chica se acercó a él. Le puso la mano en la entrepierna. El dijo:
«No hagas eso. Estoy casado... Lo único que quiero es el coche.»
La chica dijo: «Si vas a llevarte el coche, también puedes llevarte todo lo demás.» Lo sobó de nuevo. Ella dijo: «Paramos en algún lado, pasamos al asiento de atrás y lo hacemos.»
Polete dijo que de acuerdo, «si ella le prometía que después lo dejaría en paz». La chica pasó al asiento de atrás y se desnudó. Fueron hasta un campo que estaba a oscuras.
La chica lo atrajo hacia el asiento trasero. Empezó a besarlo. Le dijo que la excitara con la boca. Polete se negó. La chica dijo que no lo obligaría a hacerlo. Copularon. Polete volvió al asiento delantero. La chica dijo: «Has dicho que me dejarías en algún sitio. Vámonos.»
Polete la dejó al otro lado de la autopista. Encontró
cinco dólares en el suelo del coche y se los quedó. Condujo hasta Hacienda Heights.
Jackson y Wheldon acusaron a Polete de cuatro delitos: 261, 209, 211 y 288A. La víctima vio unas fotos del detenido y lo identificó. Jackson y Wheldon consiguieron una orden y registraron la taquilla de Polete. Encontraron la ropa que la víctima había dicho que vestía.
La vista preliminar tuvo lugar el 1/3/77. Polete fue retenido para que respondiera de los cargos 261 y 209. Fue juzgado el 5/7/77. Se declaró culpable, por indicación de su abogado, quien pensó que así
conseguiría que lo calificasen de DSMT, Delincuente Sexual Mentalmente Trastornado.
Su abogado pensó que cumpliría una condena en un hospital del Estado. Su abogado calculó mal. El juez impuso a Polete la pena máxima. Dos condenas prescritas por la ley que cumpliría de forma consecutiva. La copia del documento judicial declaraba:
«Pienso que es una seria amenaza para la gente de nuestra comunidad y de cualquier otra comunidad en la que viviese. Quiero asegurarme de que no salga en muchísimo tiempo.»
Leí el resto del expediente. A Polete se le negó la libertad condicional en 1983, 1992, 1993, 1994 y 1996. De tres años a cadena perpetua. Dos condenas consecutivas. Veinte años y cuatro meses dentro. No se sabía por qué se le negaba la condicional.
Bill y yo hablamos de ello. En su opinión, Polete se había portado mal allí dentro o era un psicópata declarado incapaz de engañar al juez encargado de conceder la libertad condicional.
Lo encerraron en la Colonia Penitenciaria para hombres de California. Allí no podría hacer daño a mujeres.
No bastó. A finales de 1998 seguía esperando la libertad condicional.
Apareció la prueba previa del ADN. Encontraron sangre en el jersey de la víctima pero ningún resto de semen en las bragas. Siguiente paso: examinar el resto de prendas en busca de semen.
El resultado desbarató los planes de ataque de Bill. Necesitaba una mancha de semen verificada. El laboratorio podría compararla con el ADN de Bill Scales. Si la prueba daba negativo, eso significaba que se trataba de un semen no identificado. Con el resultado, Bill pediría una orden de busca. La orden le permitiría obtener una muestra de células de Robert Leroy Polete. Discutimos opciones. Bill dijo que todo se reducía a una conversación cara a cara. Interrogaría a Polete. Volvimos al expediente. Queríamos estar seguros de que no pasábamos por alto ni el mínimo dato. Desciframos notas sueltas y encontramos nuevos nombres que investigar. Uno de ellos resultó positivo. John Fentress corría en moto con Bill Scales. Ingresó en el Departamento de Policía de El Monte en 1973. Su mujer conocía a Betty Jean.
Nos vimos con él en la comisaría de El Monte.
—Hábleme de Betty Jean —le dije.
Fentress dijo que era muy habladora y no
demasiado inteligente. Estaba completamente enamorada de Bill Scales. Scales era el jefe. Betty lo dejaba hacer.
Betty no tenía un matrimonio fácil. Fentress dudaba de que Scales no le hubiera pegado.
Bill y yo volvimos al expediente. Repasamos las pruebas físicas y reconstruimos el crim en
hipotéticamente.
Manchas de sangre en el asiento de la furgoneta. Pequeñas salpicaduras incongruentes con las grandes heridas en la cabeza de la víctima. Conclusión hipotética: Polete, o el agresor desconocido, no transportó el cadáver hasta los pozos de grava. Si lo hubiera llevado a tal distancia, los asientos habrían estado muy manchados. Todo ocurrió en la furgoneta. La secuestró. Robó el vehículo. La llevó a los pozos de grava. La agredió y la mató allí mismo, abandonando el cadáver de inmediato.
Hipotéticamente:
Ella está desnuda. Él la viola en el asiento. Le ordena que salga del vehículo. Ella se niega. Cree que quiere llevarla a algún sitio y matarla.
Él está de pie junto a la furgoneta. Agarra la grapadora. Intenta sacar a la víctima de la cabina. Ella se resiste. Está boca abajo. Él le pega en la parte trasera de la cabeza y le abre el cráneo.
La saca a rastras de la cabina. Los cabellos de la víctima rozan el asiento y la puerta del pasajero, dejando manchas. La arroja a un pozo de grava. Una hipótesis sensata. En sincronía con el modus operandi de Polete. Adecuada también para otros sospechosos desconocidos.
Bill llamó a la cárcel. Le concertaron una entrevista con Roben Leroy Polete. Sentí que el caso viraba hacia una metafísica de callejón sin salida.
Yo conocía muy bien ese nivel estático. Definía el caso de mi madre.
Saber algo no significa que uno pueda demostrarlo. Unos recuerdos defectuosos generaban informaciones erróneas. Unas interpretaciones hipotéticas imponían lógica sobre unos acontecimientos caóticos que rara vez confirmaban los testimonios de primera mano. Las pruebas estaban mal situadas. Los testigos morían. Sus herederos revisaban y volvían a contar las historias de manera imprecisa. El consenso en las opiniones rara vez equivalía a la verdad. El paso del tiempo y las nuevas perpetuaciones del horror amortiguaban la reacción al horror antiguo. Las víctimas eran definidas exclusivamente como víctimas.
Fui capaz de deconstruir la esencia de víctima de mi madre. Reuní una ambigua serie de hechos y los tamicé
a través de las reminiscencias y mi voluntad para reclamarla y conocerla. Me guiaban los recuerdos y la percepción personal. Mis testigos me proporcionaron diversas líneas testimoniales. Yo podía rechazarlas o darles crédito desde una perspectiva informada. Conseguí establecer el alcance hasta que el libre albedrío de mi madre comenzó a desgarrar y
emborronar la tinta de su sentencia de muerte. La muerte de Betty desafiaba la deconstrucción. Sus testigos la habían descrito de forma nada ambigua. Me creí su consenso de mala gana. Quería acumular pequeños retazos curiosos de datos y atribuir a Betty una vena audaz o una vida mental secreta. No quería hacerla a imagen y semejanza de mi madre o
reconstruirla como otra cosa, distinta de lo que era. Sólo quería pruebas de que ella habría vivido más. Las quería por su propio bien.
La metafísica del callejón sin salida dio al traste con la búsqueda del asesino de mi madre. Nunca
contactamos con ningún sospechoso vivo.
Ahora sí que teníamos un sospechoso vivo.
Teníamos conocimiento y una oportunidad para probarlo.
5
10.20 h. Martes, 20/11/97: