James Ellroy
A Curtis Hanson
INTRODUCCIÓN
Por Art Cooper, editor jefe de GQ
Fue amor a primera vista. Conocí a James Ellroy en otoño de 1993 en el restaurante The Four Seasons, una meca para potentados del mundo editorial en el centro de Manhattan, donde un almuerzo para dos personas puede superar fácilmente el anticipo por una primera novela. La primera palabra que masculló james fue
«¡Buf!», y así entró en mi vida y en la de GQ este «perro rabioso» de la literatura norteamericana. Durante los cinco años largos transcurridos desde entonces, James nos ha proporcionado algunas de las mejores muestras de periodismo y de ficción que hemos publicado, y todas ellas se incluyen en esta recopilación. Contrariamente a la norma general que dice que los escritores se hacen un nombre en las revistas antes de pasar a los libros, James estaba en la cúspide de su carrera de novelista cuando decidió escribir para revistas.
James es un hombre corpulento, con una voz
poderosa y una gran personalidad. Quienes no lo conocen bien lo encuentran amedrentador. Quienes lo conocen a fondo, también. Es tan intrépido como un doberman, como descubrí muy pronto, cuando
intentábamos decidirnos por una historia perfecta. Tras haber admirado su novela La Dalia Negra, reconocí mi fascinación por los asesinatos en Hollywood en los años cuarenta y cincuenta. La conversación fue más o menos como sigue:
YO: Ya sabes, una Miss Idaho llega a Hollywood para ser una estrella, no lo consigue, trabaja de camarera en una coctelería o de buscona y termina horrible y misteriosamente asesinada.
JAMES: Bueno, estoy obsesionado con un
crimen sin resolver. Mi madre fue asesinada cuando yo tenía diez años. Había estado bebiendo en un bar y se marchó con un tipo. Encontraron el cadáver en una carretera de acceso, cerca de un instituto. La habían estrangulado. Nunca se encontró al asesino. Yo (excitado):
¡Eso es! Escribe acerca de tu
obsesión. Investígala de nuevo. No pierdas más tiempo y escribe sobre ello.
JAMES: Sí, Padrino. (Siempre me llama
Padrino. Me gusta. Hace que me sienta bien
vestido.)
Hasta un par de años después no me enteré de que James, al salir de mi despacho, había acudido a visitar a su agente, Nat Sobel, un hombre siempre juicioso y comprensivo, salvo en esa ocasión. Art quiere que escriba sobre el asesinato de mi madre, dijo James. No lo hagas, le aconsejó Nat. Te hará hurgar en muchas cosas con las que no creo que quieras enfrentarte. Voy a hacerlo, dijo el doberman. El artículo «El asesino de mi madre» apareció en nuestro número de agosto de 1994 y fue uno de los más elogiados de los que se publicaron ese año. James ampliaría más adelante el relato en su biografía, de gran éxito, Mis rincones oscuros.
No soy el único que opina que cuanto ha escrito James, su propia esencia incluso, ha sido modelado por el asesinato de Geneva Hilliker Ellroy. Así lo reconoce él cuando, en «El asesino de mi madre» escribe de ella:
«La mujer se negó a concederme una suspensión de sentencia. Sus razones eran sencillas: Mi muerte te ha dado una voz, y necesito que me reconozcas más allá de la explotación que haces de ella.» James escribió en mi ejemplar de Mis rincones oscuros: «¡Ella vive!»
Acompañando al artículo aparecía una foto de James inmediatamente después de que se hubiera enterado de la muerte de su madre. En sus ojos hay una mirada perpleja, de incomprensión. Educado por su padre, un vulgar «proveedor de los sumideros de Hollywood» (según palabras de James) que «se enrolló, o no» con Rita Hayworth, James fue un adolescente zumbado, un mirón y un ladrón de poca monta que entraba en las casas para oler las bragas de las mujeres. Archivó en su mente todo lo que vio cuando estaba colgado de las drogas o borracho de alcohol barato, o pasando nueve meses en prisiones locales: visiones de pesadilla, fotográficas, que alimentarían su ficción más negra.
Estas complejas narraciones de la cara menos presentable de Los Ángeles aportan la historia social más auténtica sobre la ciudad en las décadas de los cuarenta y de los cincuenta, una época en que «hombres blancos malos hacían cosas malas en nombre de la autoridad». Los relatos de Ellroy son densos como una cárcel superpoblada, pero su estilo sincopado es engañoso: estallidos secos, entrecortados, staccatos, con frecuentes aliteraciones. Sin embargo, no son descargas inarticuladas. Cada frase rotunda lleva a la siguiente y hace avanzar la trama de forma ordenada. Los protagonistas son hombres profundamente heridos de ambos lados de la ley, cubiertos de cicatrices y corrompidos por lo que han visto.
James había conseguido fama de mejor escritor norteamericano de novela negra cuando su obra L.A. Confidential se convirtió en película con gran éxito comercial y de crítica, que lo dio a conocer, felizmente, entre un público mucho más numeroso. En este libro escribe sobre tal experiencia en «Chicos malos en la Ciudad de las Lentejuelas». Este volumen contiene también tres ficciones cortas que continúan donde terminaba L.A. Confidential: «Chantaje en Hollywood»,
«Hush-Hush» y « Tijuana, mon amour». James retorna a Danny Getcheil, el manipulador y corrupto escritor estrella de la revista Hush-Hush, que tiene en sus manazas a casi todo el mundo en la Ciudad de las Lentejuelas y que chantajea a cualquiera para obtener alguna basura en exclusiva. Ellroy sumerge gustoso en el fango a su banda de alegres sinvergüenzas, entre quienes se cuentan Jack Webb, Mickey Cohen, Frank Sinatra, Lana Turner, Johnny Stompanato, Dick Contino, Sammy Davis Jr., Oscar Levant y Rock Hudson. Hay un lascivo halo de verosimilitud, una credibilidad verdaderamente extraña, en el modo en que el escritor los hace comportarse.
Hace un par de años presidí una fiesta en The Four Seasons en honor de otro personaje emblemático de los años cincuenta, Tony Curtis, quien a sus setenta y un años llegó con una camisa blanca con pechera, esmoquin sin solapas, una medalla del gobierno francés colgada en el pecho y llevando del brazo a su novia, Jill Van Den Berg, una belleza despampanante de veintiséis años y más de un metro ochenta de estatura. James estaba allí con Tom Junod, quien había escrito un brillante perfil humano de Curtis para GQ, y con un editor cuyo apellido tengo en la punta de la lengua. Cuando sugerí que Tony se sentara aparte del resto de comensales, James opinó que sería mejor si lo hacía cerca de ellos. Por supuesto, James acertó. Durante toda la velada, las matronas de mediana edad de los barrios residenciales revolotearon en torno a Tony, le suplicaron que les firmase un autógrafo, lo tocaron y le dijeron que era el actor de cine más guapo que conocían.
Tomamos un vino extraordinario, nos reímos
mucho y escuchamos arrebatados a Tony y a James mientras rivalizaban en contar historias procaces del Hollywood de los años cincuenta, devolviéndose la pelota mutuamente. Me quedó muy claro que nadie con vida sabe más que James sobre esa época concreta en ese lugar en concreto. Parece conocerlo todo respecto a los famosos, a los casi famosos y a los infames. En especial el tamaño de sus penes. Sus novelas, como su conversación, abundan en referencias sobre el particular. A alguno de sus personajes «le cuelga como la de un burro»; otros «la tienen como un cacahuate». Es mejor dejar a los freudianos la explicación de tal obsesión, pero para Ellroy —más que para ningún otro escritor—, la anatomía marca el destino de la gente. El destino de Ellroy era ser un moralista. No emplea su moralismo como un caballo de batalla, pero cuando lo indigna alguna fechoría, se pone realmente excitado. Poco después de que O. J. Simpson cometiera el doble asesinato de su esposa, Nicole, y del amigo de ésta, Ron Goldman, le pregunté a James si escribiría un ensayo sobre el Crimen del Siglo. Sí, claro, me respondió. El resultado me puso los pelos de punta. Sexo, oropeles y codicia. La seducción de O. J. Simpson es una obra apasionada y poderosa que diseca a Simpson y la horrorosa cultura de las celebridades de Hollywood que lo engendró. Varios meses más tarde, James volvía a tener un ataque de moralismo, indignado esta vez por la relación sexual de Bill Clinton con Monica Lewinsky y su extravagante afirmación de que en realidad una mamada no es sexo. James estaba impaciente por lanzarse a la yugular de Billy, pero yo, tal vez equivocado, decliné hacerlo.
Dejando aparte esta moralidad al rojo vivo y un singular talento narrativo, creo que James se ha convertido en uno de los mejores escritores de nuestro tiempo, porque es el «escribidor» más disciplinado que he conocido jamás. Se levanta temprano y dedica diez horas diarias a escribir. Nunca ha sufrido un bloqueo. Siempre tiene entre manos una novela, un relato corto o un artículo para la revista. Nunca ha fallado una fecha de entrega. Posee la concentración —y la confianza— de un ladrón ágil como un gato. El borrador de la novela que está preparando alcanza las 343 páginas. El genio tiene sus recompensas. Ellroy consigue hoy unos anticipos lo bastante sustanciosos como para cenar regularmente en The Four Seasons. En octubre pasado, voló desde su casa de Kansas City a Nueva York donde, espléndido con su corbata negra (James es un dandy consumado), recogió el premio GQ al Hombre del Año en Literatura, para el cual fue escogido por nuestros lectores, ferozmente inteligentes. Los dos ganadores anteriores fueron Norman Mailer y John Updike. Los señores Mailer y Updike deberían sentirse halagados.