VIII
HOLLYWOOD EN MESA REVUELTA

PELÍCULA DE LA CIUDAD DE LAS PELICULAS

Dentro de la igualdad standard de las ciudades norteamericanas, Hollywood es una ciudad original.

La descripción de Hollywood no puede —por tanto— sujetarse a una norma, ni a un ritmo, ni a una ley, ni a un método, ni a un programa. Tiene que ser una descripción sincronizada con Hollywood mismo; una descripción arbitraria, deshilachada, un poco tocada de la cabeza, desigual y, a un tiempo, completa y fragmentaria; una descripción provisional, como es también Hollywood, que vive en una provisionalidad tan provisional que parece definitiva.

En Hollywood… —En Hollywood, todo el mundo viste como quiere, y no hay opinión ajena.

Horario.— En Hollywood se trasnocha como en Madrid y se madruga como en Burgos.

Trabajo y descanso.— En Hollywood trabaja todo el mundo, y todo el mundo parece no hacer nada.

El amor.— En Hollywood el amor es gratuito.

Monumentos.— En Hollywood no se alzan más que dos monumentos: el uno, que representa un ángel en pie, inmortaliza a Rodolfo Valentino, y el otro, que figura un guerrero a caballo, es el anuncio de una farmacia.

Urbanización.— En Hollywood hacen calles nuevas todos los días, y cuando os invitan a una fiesta en alguna casa particular, los anfitriones se ven obligados a enviaros, además de la invitación y de las señas, un plano a lápiz del sitio donde está emplazado el edificio.

Parejas.— En Hollywood no se ven hombres solos; todo habitante, de dieciséis a ochenta y nueve años, va acompañado por una rubia, y por llevar una rubia al lado es por lo único que no se paga impuesto. (Todas las mujeres de Hollywood parecen la misma, y, al verlas pasar, no se sabe si ha pasado una vez veinte mujeres o la misma mujer veinte veces.)

Telegramas.— En Hollywood los telegramas de felicitación por santo se hallan ya redactados y numerados con arreglo a su extensión, y para poner un telegrama no hay que hacer sino elegir el número que le va a uno bien y abonar su importe.

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Servidumbre.— En Hollywood, un criado cuesta ochenta veces más dinero que en España la amante más cara

Calles.— En Hollywood hay calles tan en cuesta que son un poco menos verticales que las paredes.

La carta del perezoso.— Al llegar a Hollywood, si queréis escribir vuestras impresiones particulares a la familia, podéis comprar unas cartas, ya redactadas, en las que se reseña con todo lujo de detalles cuanto es susceptible de reseñarse de la vida, usos y hábitos de Hollywood. Estas cartas también reciben un nombre expresivo y gráfico; se llaman cartas del perezoso, nombre que está sobradamente justificado, pues todo lo que tenéis que hacer vosotros en estas cartas es firmar y escribir el sobre.

Aviones en tierra y en el aire.— En las calles de Hollywood hay aeroplanos sujetos al suelo, subiendo a los cuales se tiene la sensación exacta del vuelo. Pero para sentir la sensación completamente exacta podéis dirigiros al aeródromo de Burgank, y por un dólar volaréis diez minutos sobre la ciudad. También podéis daros paseos en dirigible utilizando los que se ciernen a diario sobre Hollywood y Los Angeles.

Casas de juego anunciadas por la radio.— En Hollywood existen casas de juego clandestinas anunciadas en la radio. Se anuncian condenándolas, claro. Se anuncian diciendo:

—¡Es una vergüenza! En la ciudad, una casa de juego, donde van unas muchachas preciosas y donde se beben los mejores licores. La casa está en la calle de Tal, número tantos. Si no lo hubiera visto, no lo habría creído. ¡Qué bochorno!

Ruinas artificiales.— En los alrededores de Hollywood, en el campo, se han construido ruinas del siglo XIII, para que los enamorados sueñen allí a la luz de la luna.

El desierto.— En Hollywood es costumbre pasar el fin de semana en un desierto que se halla a sesenta kilómetros, y va tanta gente, que los domingos no se puede dar un paso por el desierto.

El viaje a ninguna parte.— En Hollywood existe un barco que, bajo la denominación de El viaje a ninguna parte, os pasea doce horas por alta mar, proporcionándoos mujeres, vino, juego, deportes y cuanto queráis exigir.

El misterio del cine.— En Hollywood, lo interior del cine se desconoce tanto como se desconoce en Madrid. Si Joan Bennet se lanzase a pasear a pie por las calles, se interrumpiría igualmente la circulación, y los guardias tendrían que llevársela en volandas.

«Hold up».— En Hollywood se cometen de cuatro a cinco atracos callejeros (hold up) diarios seguidos de lesiones o muerte.

Locomoción.— En Hollywood, el que no tiene automóvil usa patines.

El «kidnaping».— Todos los ciudadanos ricos de Hollywood que son padres de niños pequeños tienen contratados dos policías para cuidar de los niños y evitar el kidnaping (robo de niños), forma del chantaje con amenazas de muerte, que se halla a la orden del día.

Los subte.— En Pershing Square existen evacuatorios subterráneos, cuyos waters carecen de puerta y donde todo se verifica a la vista de los demás.

Lo inesperado.— En las calles de Hollywood es corriente cruzarse con un camión donde son traladados de un lado a otro —para las necesidades cinematográficas— seis camellos, o tres cocodrilos, o dos serpientes boas, o un árbol, o una casa, o un tren.

Trajes.— En Hollywood, a los hombres les cuesta vestirse más que en ninguna parte del mundo, visten peor que en ningún lado.

Disolución familiar.— En Hollywood cada individuo o individua componentes de una familia gana un sueldo. Y nadie de la casa se ocupa de nadie. Ni ninguno se importa demasiado.

Los niños.— En Hollywood los niños visten a todas horas con maillot y son las únicas personas mayores de Hollywood.

Peluquerías infantiles.— Las peluquerías para niños de Hollywood, en vez de butacas, disponen de leones, tigres, etc., de madera para que se sienten en ellos los pequeños clientes.

Desnudismo.— En Hollywood existen varias sociedades deportivas a cuyos locales asisten a diario centenares de socios de todas las edades, y después del baño y de la gimnasia se reúnen a tratar de sus negocios sentados en los sillones y bebiendo, completamente desnudos.

Almacenes.— En los almacenes y tiendas de modas de Hollywood —llenos a diario de un numeroso ejército de compradoras que se pasan allí horas enteras viendo y revolviendo— existe un salón repleto de juguetes destinado a que en él se entretengan los niños mientras las mamas pierden el tiempo ante los mostradores. En dicho salón los niños se hallan al cuidado de niñeras especializadas que —además de especializadas— son guapísimas. Y así, ocurre que, a veces, los niños no quieren quedarse con ellas; pero los maridos…, ésos se quedan siempre.

Cines.— En Hollywood se empieza a ir al cine a las once de la mañana y se deja de ir al cinc a la una de la noche. Las butacas no están numeradas; cada cual se sienta donde le parece y está el tiempo que quiere.

El programa suele durar unas dos horas, y al final se incluye un show o acto de revista.

A veces, en medio de la sección, de película a película, sube por un escotillón un gran órgano, con el que ya viene —instalado en su silla— el organista. Aparecen entonces un chanssonnier con cara de primo, y, acompañado por el organista, canta. La letra de la canción se proyecta en la pantalla y todo el público la entona, haciéndole coro al chanssonnier. Son blues, valses, canciones dulzonas en que el leitmotiv es —indefectiblemente— el cielo azul de la noche, la luz de la luna y el dulce corazón, es decir, el novio o la novia. Un empalago tan denso flota entonces sobre la sala, que se teme salir a la calle con un ataque agudo de diabetes. Por fin, la canción acaba —siempre con un to you, un my o un love you, porque una canción que no acabe de una de estas tres maneras no es una canción americana— y el espectador puede respirar tranquilo.

En noche de estreno de gran gala, la calle del cine donde se desarrolla el acontecimiento es adornada con banderas. A la puerta diez o doce reflectores bombardean el cielo con sus blancos chorros de luz. Una alfombra cubre el suelo en toda la extensión de la acera, y, junto a los reflectores, se instalan un par de micrófonos, los cuales, antes que el espectáculo comience y conforme las personalidades del cine van llegando, por espacio de doce a catorce minutos, vierten varios montones de estupideces sobre los espectadores que entran para mayor brillo y esplendor del acontecimiento. Pero esta costumbre, como todos los defectos y todas las bobadas del cine americano, ha sido ya copiada en España,

Teatro.— Los cines se cuentan en Hollywood por docenas; en cambio, hay un solo teatro, el Belasco, y rara vez se da función en él. Muy de tarde en tarde una compañía— en tournée por todo el país con una sola obra— actúa unos pocos días. Por muy regular que sea, el espectáculo siempre resulta digno de verse por la disciplina estricta que lo preside, disciplina extensible al público y que llega hasta la prohibición de entrar en la sala una vez comenzada la función y mientras un acto no termina.

Durante la representación jamás se aplaude, y en los finales de acto nadie sale a saludar. Solo al concluir la comedia, ante el público que queda sentado y con el telón corrido, las principales partes de la compañía destilan en línea india, del lateral derecha al lateral izquierda, entre las ovaciones de la concurrencia, que con diferente intensidad —según el entusiasmo que le ha producido— premia la labor escénica de los artistas. Cuando el éxito adquiere temperaturas demasiado altas y el aplauso resulta insuficiente para valorarlo, se recurre al silbido estridente o estruendoso.

Y el pateo no existe. En caso de fracaso, o se abuchea discretamente o se desfila en silencio, y el duelo se despide en la taquilla.

Teatro hebreo.— En Los Angeles, que es tanto como decir en Hollywood, frecuentemente se representa teatro judío: comedias escritas en hebreo por autores hebreos e interpretadas por actrices y actores hebreos. Su ideal clásico es el Figueroa Play House.

Estas comedias, hijas del esfuerzo de una raza minoritaria, pero que es la más influyente y la que más decide y encauza la vida moral, política y económica de Estados Unidos, frecuentemente pasan de su versión original en yiddish a la versión de lengua inglesa norteamerica y del Figueroa Play House de Los Angeles a los coliseos del Broadway neoyorquino; es decir, a todos los lugares del universo habitado donde un teatro abre sus puertas.

Y los grandes éxitos escénicos mundiales, en muchos casos, tienen ahí su origen, aunque la inmensa mayoría de los públicos del Globo no lo sospechen, ni —naturalmente— lo sepa ningún crítico teatral.

Teatros para negros.— En cuanto al teatro negro, no tiene en California local propio. Sus triunfos, que también comienzan ya a pesar sobre la opinión espectadora de los dos continentes, se producen —aislada y directamente— en Nueva York, junto a los éxitos irlandeses o húngaros o ingleses o alemanes. Pero si en Hollywood-Los Angeles el teatro de color no tiene local, sí existen varios locales que acogen casi exclusivamente público negro, más o menos charolado. Main Street es su sede. Y el espectáculo no es negro: lo único negro es el público y la sala: un público triste y humilde, de mujeres y hombres de ojos muy abiertos, que pelan y comen cacahuetes en el transcurso de la representación; y una sala tapizada de las cáscaras de los cacahuetes y por la que pululan niños que corren, juegan al escondite, se pelean y lloran en los momentos más intensos e intrincados del drama.

Los «burlescos».— Cada cinco o seis casas, también de Main Street, se alza un burlesco.

El burlesco es el teatro pornográfico de Estados Unidos, y como todo lo del país —si se exceptúa el gangsterismo, que no es un producto del país—, así mismo la pornografía de los burlescos es joven, simple y un tanto ingenua.

Constituyen el espectáculo unos cuantos números de varietés, un par de sketchs, medio cómicos, medio picarescos, y, de remate —base y médula, al mismo tiempo, de programa—, la Danza de los abanicos y la Canción del desnudado.

Los números de variétés —monologuistas, chanssonniers, trapecistas, ilusionistas, bailarines, etc.— suelen ser un tanto desdichados, y pasan sin pena ni gloria, desarrollándose a la vista de un público de hombres solos, que aguarda el plato fuerte.

Los sketchs comicopicarescos tampoco son cosa mayor. Ya se traía de una escena entre el repartidor de hielo a domicilio y la dueña de la casa, en que la señora queda seducida en el acto, a través de un diálogo lleno de insinuaciones, para acabar en el chiste final de que «desde que se inventaron los frigidaires los niños se parecen más al papá». O ya se trata de la alcoba donde duerme un matrimonio, y el marido sueña en voz alta diciendo: «¡Catalina! ¡Catalina!», y ante los celos de la mujer que le despierta indignada, explica: «Catalina es un caballo de carreras que corre mañana, y por el que he apostado quince dólares. Pero en ese instante suena el teléfono; se pone al aparato la esposa, y, después de escuchar un instante por el auricular, le explica al marido: “Toma. Ponte al teléfono, que te llama tu caballo de carreras”».

En cuanto a la Danza de los abanicos, primer plato fuerte del programa, es un juego de habilidad y técnica personal lleno de interés y que no carece de belleza. La bailarina sale absolutamente desnuda, sin más prenda sobre si que los zapatos y sin llevar otro atrezzo que un gran abanico de plumas de avestruz en cada mano, y en esas condiciones ejecuta su danza, rica en evoluciones, vueltas, giros y desperezos, sin que —merced a un estudiado mover y agitar, los abanicos, nunca inmóviles y siempre incansables— ni un solo instante enseñe de su cuerpo desnudo la menor zona de las que el pudor más estricto no permite corrientemente llevar al descubierto.

Y con ello se llega al clou del espectáculo: la Canción del desnudado, la cual, gracias a su nombre expresivo, que en inglés se denomina strip act, no exige demasiada aclaración. La canzonetista sale alhajada con un equipo completo, tirando a excesivo: vestido, abrigo, sombrero, pieles… Comienza a entonar un cuplecillo sentimental y cursi. Algo así como:

Bajo la luna de luz plateada,

como una joya brilla el jardín;

cantan los pájaros en la enramada

su serenata de amor sin fin…

Y mientras canta empieza a desnudarse. Suavemente, pausadamente, se desciñe el abrigo, se despoja del sombrero, se quita el traje. La ropa comienza a formar a su lado un delicioso y prometedor montoncito. Entre tanto, la canción sigue, siempre sentimentalmente cursi:

Nubes de ensueño cubren el cielo

como un romántico y tupido velo…

y la canzonetista se quita la combinación:

… y la fragancia de los rosales

tienen efluvios primaverales…

y se quita la camisa:

… dulces efluvios con que las flores

hablan de vida y hablan de amores…

y la canzonetista, ya semidesnuda, pone su mano sobre el broche del sostén… ¿Qué va a suceder? Ya se lo desabrocha… ¡Ya se lo quita! Pero no sucede nada, porque debajo del sostén aparece otro…, y luego otro…, y después otro… Y, al fin, cuando la canción termina, la Cupletista hace mutis, siempre lentamente, siempre pausadamente, despojándose del último sostén…, que ya nunca se quitará del todo. Y en la sala estalla el entusiasmo. Porque este público frío, correcto y silencioso de Estados Unidos, en el burlesco pierde sus características de corrección y de frialdad, y cambia su silencio anglosajón por un griterío francamente europeo y casi, casi meridional.

Pero no siempre la strip act woman se desnuda lentamente, porque El desnudado tiene dos escuelas o maneras: esta lenta, que se llama sweet, en la que refulgen con luz propia Ann Corio y Gypsi Lee, y cuya reina indiscutible fue, es y será Cora Pinneo, y el procedimiento hot, o, como si dijéramos, ardiente, en el que siempre puso el mingo en los burlescos de todo el país, y en los de California en particular, la famosa, sugestiva e inimitable Georgia Southern.

Declaremos para final, que las canciones desnudas son un espectáculo altamente poético.

Obedecen a aquella sabia opinión que sostenía no recuerdo qué entusiástico admirador de las hijas de Eva, y que para demostrar la superioridad femenina, decía «Donde esté una mujer, que se quite todo…».

Mujeres.— En Hollywood no hay viejas ni mujeres feas.

El cuarenta por ciento de las mujeres de Hollywood, por la mañana, viste traje de hombre.

Para la playa, las muchachas suelen llevar un maillot hecho con tres pañuelos: uno para cada seno y otro para el vientre.

Igual viste de elegante en la apariencia la novia de un carpintero que la novia de un millonario.

Todas las señoras de Hollywood se hacen, mensualmente por lo menos, un lavado de intestino. La irrigación del colon forma parte del programa de belleza, como los perfumes de Shiaparelli o como las sesiones de masaje facial en casa de Elizabeth Arden (Whilshire Boulevard). Cada dos puertas de cada calle, la vista del transeúnte tropieza con el anuncio de un médico —o médica— higienista, donde la irrigación del colon se destaca en gruesas letras:

STEAM NUD ELECTRIC CABINE BATHS

SWEDISH MASSAGE

COLON IRRIGATION

Quizá a esta constante y elegante irrigación del colon obedece la frecuencia con que entre las señoras se da la apendicitis.

Automovilismo.— En Hollywood casi nadie deja de tener automóvil ni casi nadie tiene chófer.

Cuando un automovilista de Hollywood se pasa del disco rojo no hay quien le libre de la multa, y a la tercera reincidencia, de la cárcel; pero si, por el contrario, atropella y mata a un transeúnte pasando cuando está abierto el disco verde, entonces no tiene obligación ni de pararse, por curiosidad, a ver el cadáver.

Diez días sin dinero en el país más rico del mundo.— El 2 de marzo de 1933 los periódicos de Hollywood y de Los Angeles anuncian, de pronto, el cierre por tres días de todos los bancos de California. El día 3 ya se han cerrado los bancos de otros siete Estados, además de California. El 4, por la mañana, cierran ya los de cuarenta y siete Estados, y solo se defienden abiertos los de Delaware.

Por la noche, Delaware cierra también, y ya quedan todos los bancos de U. S. A. clausurados por tiempo indefinido.

Como en el país se paga y se cobra habitualmente en cheques, nadie lleva nunca más de seis o siete dólares en el bolsillo, con destino a las menudencias callejeras de la semana.

Consecuencia…

A los tres días de cierre, ciento veinte millones de americanos no tienen dinero ni para tomar el tranvía; ciento veinte millones de americanos se han convertido en ciento veinte millones de mendigos.

Pero nada se altera; y todo el mundo sigue haciendo su vida habitual.

En cines y teatros se entra gratis —es decir, se entra al fiado— con solo firmar en unas listas colocadas en la puerta y advirtiendo el domicilio en que se habita, y en las tiendas se compra de todo— desde unos tirantes a un automóvil —sin más requisitos que firmar la factura; en los restaurantes se come rubricando la nota.

Así se vive en U. S. A. durante diez días.

Y cuando los bancos reabren, todo el mundo abona lo atrasado. Y el mismo público que fue al cine sin dinero hace cola delante de las taquillas y en las puertas de los restaurantes para pagar la sesión en que vio una película que, a lo mejor, no le gustó y para satisfacer el importe de un plato de roast-beef que quizá le hizo daño.

—¿Es que son ángeles estas gentes que proceden así?

No. No tienen nada de ángeles los ciudadanos de U. S. A. Pero hay que recordar que son niños que juegan al fútbol y que, además las leyes por que se rige el país son terribles para quien delinque.

«Parties» o fiestas particulares.— La party, o fiesta particular en casa, es clásica en Hollywood.

Hay tres clases de parties: la de etiqueta y protocolo, formal party; la de carnaval, francy dress party, y la de trapillo, la informal party.

Para un europeo consciente del empaque de las soirées del Viejo Continente, todas las parties de América son de trapillo, pues ningún europeo acepta que pueda ser de etiqueta una fiesta durante la cual los invitados se sirven el lunch por sí mismos y cogiendo su cubierto, su pan, o servilleta y su taza de café se llevan su ración a un rinconcito para comérsela sentados en el peldaño de una escalera o en el suelo, debajo del piano de cola: por más que ello sea más divertido y mucho más cómodo.

Tambien en Hollywood es costumbre contratar pieles rojas con destino a las parties. Los pieles rojas llegan, se ciñen su trajes típicos y sus penachos de pluma de águila, bailan sus danzas guerreras, emiten su gritos clásicos, dándose golpes en la boca con las palmas de las manos, cobran, vuelven a vestirse sus trajes de calle, se marchan, mascando goma, en un Chevrolet viejo.

Son los únicos que no acaban borrachos… gracias a que se marchan pronto.

Porque el que se queda en una party hasta que se acaba, rara vez puede decir cómo ha acabado la party.

Restaurantes.-En Hollywood se come con arreglo a dieciocho culinarias diferentes.

Y los restaurantes, por su parte, también son de dieciocho formas y maneras diferentes, desde el Brown Derby (El Sombrero Hongo) hasta el Victor Hugo pasando por el restaurante que figura un poblado de indios puebla, y al que hay que subir por unas escaleras de mano; y por el que se sirve pescado solo: Sea Restaurante; y por él se halla instalado en la casa solar de lo Monterrey, colonos españoles del siglo XVIII en Santa Bárbara, conservando todas las características del tiempo en que el inmueble se edificó, desde la cueva a los graneros, y el cual es un rosario de mesas servidas, colocadas en todos los rincones, incluso en los descansillos y rellanos de la escalera interior.

Existen restaurantes —las cafeterías— en los que no hay camareros y en los que el cliente se sirve por sí mismo y —como en las parties más elegantes— se lleva su ración, en una bandeja, a la mesa donde ha de consumirla.

Y hay restaurantes —Lewy’s entre ellos— donde se sirve todo lo que quiera tomarse por el precio corriente del cubierto —buffet lunch— pero es obligatorio dejar el plato absolutamente vacío, y si en el plato se ha dejado algo, ya no se tiene derecho a que sirvan más.

Y existen otros —los restaurant-car— en donde se come sin apearse del automóvil, merced a una bandeja adosable a las ventanillas…

Sin contar los cien mil Pig’s Wistle y los treinta millones de Owl Drugs Store.

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Washington.-El sepulcro de Washington, en Washington, no lo ha ocupado nunca Washington.

Tienda de tonterías.— De cuando en cuando es grato en Hollywood darse una vuelta por los Five and Ten (Todo a 0,65), o por las tiendas de tonterías (Fun Shop). Allí hallaremos todo cuanto puede hacer feliz a un niño, y que, desde luego, va a hacernos felices a nosotros; lámparas para sonámbulos; relojes de cartón para colgarlos en las puertas de la oficina e indicarle al visitante a qué hora nos hemos ido y a qué hora estaremos de regreso; cucharillas preparadas para que se caiga en un momento dado el contenido; toda clase de juegos y trucos de prestidigitación; hilo desinfectado para limpiarse las junturas de los dientes; palmatorias que se encienden solas al cogerlas y se apagan solas al soltarlas; puros para fumar de perfil, que, presionados con los dientes por sus dos costados estrechos y presentando al observador los costados anchos, dan la sensación de ser normales; máquinas para hacer toda clase de cosas, desde pelar patatas hasta imprimir tarjetas de visita; botones provistos de un imperdible para no tener que coserlos; despertadores con el lobo feroz y los tres cerditos de movimiento; pistolas para pescar truchas; teléfonos para hablar de una habitación a otra; cerillas que se encienden al sacarlas de la caja; pitilleras que escupen los cigarrillos encendidos; cigarrillos que echan humo estando apagados; sillas para niños que representan un tigre, un león, un cocodrilo; gafas con limpiacristales automático; casas de campo transportables a remolque; calzado con calefacción propia; impermeables para perros; gemelos de teatro ajustados a la nariz y a las orejas; alfombras de movimiento; cocteleras eléctricas; fuentes de gasolina para mecheros automáticos; líquido para que la lluvia no empañe los cristales; aparatos para producir nieve artificial o telas de araña, y…, y…, y…

Definiciones generales.— Hollywood es una ciudad con una rubia para cada habitante; un automóvil para cada seis habitantes; un cine para cada cien habitantes, y una playa para cada mil habitantes,

—Lo mejor que se puede hacer en Hollywood es marcharse de Hollywood, refugiándose en una playa.

—En las playas de Hollywood solo hay dos ocupaciones, a elegir o tumbarse en la arena á contemplar las estrellas…, o tumbarse en las estrellas a contemplar la arena…

—En Hollywood no hay casa de diversión, porque hay una diversión en cada casa.

—Hollywood es una especie de San Sebastián visto con un cristal de aumento y sin lluvia y con palmeras.

NAVIDADES (HAPPY NEW-YEAR IN AMBASSADOR)

El adorno de la ciudad.— Para las fiestas de fin y principio de año, Hollywood comienza a engalanarse muchos días antes. La primera en darse cuenta de que las fiestas se aproximan es la ciudad o, si se prefiere, el Ayuntamiento de la Ciudad: el City Hall.

Y concretamente, la calle que por antonomasia celebra las fiestas: Hollywood Boulevard, hermosa vía de diez a doce millas de larga, que atraviesa Hollywood de Este a Oeste, desde el Broadway, de Los Angeles, hasta las alturas idílicas del Laurel Canyon.

Las farolas del alumbrado de Hollywood Boulevard se adornan individualmente y en conjunto todos los años, y siempre de un modo diferente. En los Christmas de 1932 las vi convertidas en árboles de Noel cuajados de bombillas multicolores. En las Navidades de 1934 ostentaban cada una el retrato, orlado de follaje y de luces, de una estrella o un estrella famoso. No sé de dónde salieron estrellos y estrellas suficientes para ocupar todas las farolas, pues seguramente las farolas pasan de dos millares, pero el hecho es que cada cual tuvo su retrato y su orla y no hubo disgustos entre ellas.

Los «Christmas».— Luego se enteran de la proximidad de las fiestas los habitantes de Hollywood, y desde ese momento se entregan a la febril actividad de comprar Christmas y de enviárselos unos a otros, bajo sobre, con unas palabras de afecto y votos de dicha futura.

Los Christmas.— Esas tarjetitas de felicitación de origen sajón, que han llegado ya a meterse en las costumbres de España —son variadísimos y de muy diversos precios, desde el que cuesta un dólar o un dólar veinticinco, con aplicaciones de encaje pegadas al cartón, hasta el de cinco centavos, que no pasa de ser un dibujo en colores.

Los regalos.— Por fin, se entera de las fiestas el comercio, el cual lanza al mercado lo creíble y lo increíble, y lo vende todo, porque hay compradores para todo. En Christmas se regalan trajes, sombreros, aparatos de radio, relojes, pulseras y automóviles, indistintamente. Y también los automóviles se exhiben en los escaparates. Recuerdo haber visto en uno un De Soto seis cilindros, metido en una caja gigantesca y atado con unos lacitos rosa. Encima un letrero que decía: «Cómpreselo a su novia. Es el regalo más femenino».

El «whisky».— Luego viene el comprar whisky para que corra abundantemente en las casas al llegar las fiestas. La cantidad de whisky que se consume en Navidades en Hollywood no es calculable. Los muertos por culpa del whisky (en accidentes de automóvil, golpes al caer o congestiones), ésos suelen llegar a varios millares. Año de pocos muertos es año aburrido.

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Personalmente.— He pasado dos Navidades en Hollywood; pero, personalmente, puedo decir muy poco de lo que en ellas ocurrió, porque por lo mismo que no tengo costumbre de beber, al comenzar las fiestas y llevarme a los labios los primeros vasos de Scotcho de White Horse, ya no logré enterarme del resto.

Confusamente, y atando cabos con lo que luego me contaron los amigos, parece ser que acudí reiteradamente al «Ambassador», hotel en cuyo cabaret, «Cocoanut Grave», se reúne en estos días todo el gentío que en Hollywood significa algo: estrellas, escritores, directores y productores. Al entrar es tal el ruido y el bullicio, que se tiene la sensación de que todos los asistentes están locos. Al rato de hallarse allí, ya ha adquirido uno la seguridad de que lo están realmente

Baila uno no sabe con quién; bebe uno no sabe con quién, y se besa uno no sabe con quién. La pechera el smoking queda llena de números de teléfono que han ido escribiendo en ella los hombres y las mujeres con los que, sin enterarnos, hicimos amistad circunstancial a lo largo de la noche. Consigue uno atrapar pequeños recuerdos; por ejemplo, un año saqué en limpio de toda una noche que Pepe López Rubio y yo salimos del «Cocoanut Grove» arrastrando de los pies a Julio Peña, cuya cabeza rebotaba por la acera y por el asfalto de un modo que nos hacía reír mucho a los tres. Pero cosas así es lo más que se recuerda. A la mañana y tarde siguiente se duerme la mona y por la noche se vuelve a beber.

Por fin, un día, después de dormir la mona, ya no se vuelve a beber: es que se han acabado las fiestas y que se halla uno en el mes de enero.

Entonces se toma a trabajar al Estudio y se practica el sonambulismo en el trabajo durante tres, cuatro o cinco días. Al cabo de ellos se recobra el cerebro por completo, y entonces se piensa: Lo que he debido de divertirme en los Christmas de este año.

NOCHE DE ESTRENO EN FOX HILLS

Comida precipitada en Musso Frank.— Noche de preview en Fox Hills.

Se va a pasar Una viuda romántica, película adaptada de la comedia de Gregorio Martínez Sierra, Sueño de una noche de agosto, del grupo de producciones editadas en español, tercera cinta que interpreta Catalina Bárcena en los Estudios de Hollywood, y segunda de las que constituyen el plan de la actual temporada de trabajo.

Nos hallamos a 21 de marzo de 1933.

Es preciso comer media hora más temprano que de costumbre, es decir, a las siete de la tarde, en uno de estos restaurantes de Hollywood, en donde hay camareros griegos y polacos, donde a los españoles se los recibe siempre con afecto admirativo y donde no es extraño ver en la mesa de enfrente a Joan Crawford moviendo las mandíbulas igual que lo haría una señorita de Alcalá de Henares, aunque con mucho menos gracia que la señorita de Alcalá de Henares, o descubrir a Charles Chaplin en un rincón, con Paulette Godard, su último amor, ruborizándose al presentársela, con su peculiar aire de timidez, a los amigos.

Esta noche, el grupo de escritores del Foreign Department de Fox está completo alrededor de una mesa de «Musso Frank», lo que no es extraño, porque suele suceder así casi todas las noches; y, en realidad, para reunir alrededor de una mesa a los escritores de Foreign Department de Fox no se necesita una mesa muy grande; basta con preparar una mesa para tres, colocar presidiendo a Gregorio Martínez Sierra, sentar a su izquierda a José López Rubio y ponerme a mi al otro lado.

López Rubio y yo hemos llegado retrasados, como de costumbre, y, como de costumbre también, tiene que meternos prisa Martínez Sierra, que ya está en los postres.

* * *

¿Y Catalina? En esta época en Hollywood solo hay dos Catalinas conocidas: Catalina Island (Isla Catalina), que es popular porque a esas playas van a pasar el fin de semana todas las parejas de enamorados de la Baja California, y Catalina Bárcena, que debe la fama a sus éxitos internacionales como actriz de teatro, corroborados y aumentados por su actuación ante las cámaras tomavistas.

Pues Catalina, es decir, Catalina Bárcena, no ha venido.

Ella, que es la primera cuando se trata de excursiones a la montaña, paseos a la orilla del mar o razzias a las tiendas de modas, solo de tarde en tarde se decide a acompañarnos al restaurante. Se halla sometida a esta ineludible tiranía del cine, que obliga o Marlene Dietrich a almorzar un vasito de jugo de tomate y que es causa de que Sylvia Sydney tenga que alimentarse con escarola; el régimen. Y cuando se resuelve a asistir a una de nuestras habituales comidas en «Sardi’s» o en el «Derby», Catalina no es la Catalina de siempre, sino una dama triste y melancólica que suspira hondo al ver comer sin trabas ni precauciones a los demás, y que al pasar a su vera el carrito del asado vuelve hacia él la cabeza, abriendo mucho los ojos.

Hay, pues, que ir a buscar a Catalina y es preciso comer precipitadamente, y sorberse el café, mezclándolo con trozos de club-steak, y alternar las cucharadas de frut-cocktail con los craquets de mantequilla, y es preciso pagar mientras se pone uno el abrigo, y encender el cigarrillo al subir al coche, que echa a andar antes que pueda uno sentarse.

Aparece Catalina.— Carrera por las calles a velocidades fantásticas.

Señales constantes de circulación (stop-goslow-keep of caution), que los rebaños inmensos de automóviles respetan matemáticamente, porque aunque no se ve un guardia en todo el horizonte, los guardias surgen por cualquier parte.

Frenazo ante el 1922 de Highland. Bocinazos para que baje Catalina; pero Catalina no baja. Son las ocho menos cinco, y la preview se ha anunciado para las ocho. Impaciencia. Más bocinazos inútiles. Dan las ocho. Martínez Sierra recuerda que le advirtió que estuviese lista para las siete y media. Más bocinazos más alaridos de claxon.

Las ocho y siete.

Debate acerca de si se debe o no subir a buscarla.

Las Ocho y diez.

Por fin aparece Catalina, con su aire de muchacha que se escapa de casa sin que la vean sus padres. Traje, abrigo y guantes, negro mate; sombrero, bolso y zapatos, negro brillante. Sube al coche sonriendo, y declara al ponernos en marcha, que no nos esperaba tan pronto y que, por fin, vamos a llegar una vez en punto. (Son las ocho y veinte.) Se le hace una ovación de guasa que dura hasta la esquina de Sunset Boulevard: nueve millas.

Las luces de la ciudad.— Pero hasta Fox Hills, nombre que reciben los modernos Estudios, que abarcan, poco más o menos, la extensión superficial de una capital de provincia española, quedan aún muchas millas más por recorrer sin salir de la ciudad.

El coche se desliza por el asfalto, encharcado con las anilinas policromas de los anuncios luminosos, haciéndoles regates a los otros coches que abarrotan las calzadas.

Brillan a lo lejos los doce millones de luces de Los Angeles, de Pasadena, de Glendale, de Santa Mónica, de Malibú; esas mismas luces que, contempladas una noche desde su palacete de la colina de Beverly Hills, debieron de inspirar a Charlot su City’s Lights. El faro del Ayuntamiento de Los Angeles deslumbra a cuarenta kilómetros de distancia. Y en la negrura del cielo, un dirigible con la panza abrasada por un foco rojo, anuncia los neumáticos Goodyear.

Zumba el coche, avanzando como un buscapiés. La Brea Avenue, Whilshire Boulevard, Ciénaga Avenue, Pico Boulevard, Tennessee Drive.

Nadie habla a bordo. Se piensa ya en la película que se va a pasar por primera vez, dentro de unos minutos, ante los jefes de la casa editora. Se piensa en cómo habrá quedado, al fin, después del último corte, esa delicadísima operación que puede hacer mediana una película mala y puede hacer mala una gran película; se piensa en el futuro, en la responsabilidad artística y económica. Catalina pierde sus ojos azules en los reflejos del parabrisas, y de Martínez Sierra, sepultado en el fondo del coche, solo se ve la lumbre preocupada del cigarrillo. López Rubio va pendiente del volante, y yo considero en aquel momento que el nivel de la gasolina está ya muy bajo en el vidrio del marcador y que no tendría nada de particular que no llegásemos a Fox Hills.

Llegada a los Estudios.— Pero se llega, al fin. De pronto, a la derecha de la calle intensamente iluminada, se dibuja la silueta de un transatlántico que asoma por encima de un grupo de edificaciones extrañas. ¿Un transatlántico aquí, en plena llanura californiana? Si. Es el barco que existe construido permanentemente en cada Estudio para tomar escenas marítimas.

Una pendiente, una cuesta, una verja; un portero, policía, solo al ver una insignia especial dejar pasar el coche adelante. Y el auto rueda, con un rumor de azúcar machacada, por la gravilla del interior de los Estudios.

Nuevas calles interminables; hasta atravesamos un pueblecito holandés; luego, un barrio de Londres; después, una aldea de salvajes; en seguida, una ciudad medieval; a continuación, una playa de los trópicos, en la que el mar ha sido fingido con un estanque; más tarde, un trozo de la plaza de la Concordia, y un rancho argentino y el Casino de Montecarlo, y un trozo de la Quinta Avenida de Nueva York, y un cortijo andaluz, donde se hicieron algunas escenas de Primavera en otoño, y, y, y… Es decir, atravesamos esos terrenos de alucinación que son los escenarios preparados para el trabajo de un Estudio, y que a la incierta luz de los focos del coche parecen más alucinantes todavía.

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Nuevas señales para la circulación; policías de a pie, que saludan llevándose la mano a la placa de la gorra (Fox-Police), fulgente a la claridad lunar.

Varios grandes, inmensos edificios. Y a la puerta de uno de ellos, un grupo de damas y caballeros hablando con animación.

Son los invitados a la preview en Fox Hills.

Hemos llegado; tarde, pero hemos llegado.

Recepción en varios idiomas.— Por la mañana, las mecanógrafas del Foreign Department, con el libro de señas delante, han llamado a diversos teléfonos particulares para pronunciar, sin dejar de sonreír, como buenas empleadas norteamericanas, las palabras clásicas de la invitación;

—Hello? This is Fox Studio. A preview of the last Catalina Bárcena’s picture, will be given tonight al eight and you are invited to attend. The picture will be show at Fox Hills, on mister Wurtzel’s projection-room. Good bye!

Sin embargo, esta vez los invitados han sido muy pocos. No se trata hoy de una preview corriente, verificada en un proyection-salon cualquiera del Estudio, a las que asiste público suficiente para llenar un cinematógrafo madrileño. La de esta noche es una reunión íntima en el «cinema» particular de Sol. M. Wurtzel, general manager.

Mister Wurtzel y señora. Mister Stone y señora. Mister Moore y señora. No falta un jefe de Fox y su señora, lo cual en Estados Unidos, donde la mujer tiene una importancia social insensata, es lógico, y lo cual en un país como España, donde las mujeres se odian entre sí, sería catastrófico.

Saludos. Líos en diferentes idiomas. Bromas por el retraso, que, tratándose de españoles, no choca a nadie, quizá porque todo el mundo olvida que, en la cita de la civilización, los españoles fuimos los primeros en llegar a América y que, detrás de España, todos los demás han sido rabo.

En la «projection-room».— Catalina, Martínez Sierra y Wurtzel rompen marcha, y todo el mundo los sigue. Se entra en el projection-room, decorado y tapizado con damascos. Catalina ocupa el sillón de honor y tiene el aire de ser la primera niña de la clase en un reparto de premios.

Mister Stone, jefe del Foreign Department, el americano que más ha luchado en California por la propulsión del cine hablado en español, sale al centro del salón, y en un speach caluroso elogia con entusiasmo la película que se va a proyectar.

Obscuro.

El cono de luz parte fulgurante de la cabina y se estrella contra la pantalla.

Nadie hablaba, más que el aparato proyector.

En el Brown Derby, de Sunset.— Hora y media después la luz se hace, y todo el mundo se levanta encantado y sonriente. Se repite el guirigay del hablar a un tiempo, se repiten los líos en diferentes idiomas, y los saludos y los apretones de manos, ahora con la vivacidad nerviosa de la alegría.

Stone, que sonríe como los tiradores de pistola después de dar en el blanco, se muestra más seguro que nunca de los actuales y de los futuros trabajos en español. Nueva ovación a Catalina, que ella recibe con el gesto de «Bueno, conmigo no va nada», para desaparecer en seguida entre las señoras, que la felicitan y abrazan.

A las doce de la noche, celebrando el éxito ante unas mesas del Brown Derby, surge la proposición de Wurtzel, que enturbia la alegría íntima de la Bárcena. Wurtzel ha dicho:

—Convendría que hiciera usted otra película esta temporada, antes de irse a España.

La Bárcena protesta. Ha hecho ya dos: Primavera en otoño y ésta de ahora: Lleva ya ocho meses en Hollywood este año; está cansada; quiere volver a España y ver a su hija, a la otra Catalina, que vive en un hotelito del Parque Metropolitano, rodeada de libros y de perros.

Final con llanto.— Pero todos hablan e insisten —menos yo, que siento iguales deseos de volver a Madrid que ella— y le hacen comprender lo necesario de quedarse aún. Y lo que esto debe de enorgullecerla. Y alegrarla.

* * *

Cuando la reunión se deshace, Catalina sube al coche con los ojos húmedos. Por el camino hacia casa llora ya francamente.

La preview ha terminado, de modo imprevisto, a las cuatro de la madrugada.

Hollywood, a esta hora, descansa ya con pesadillas de celuloide.

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