HISTORIA TERCERA

Ocho días después, y cuando todavía el taquígrafo y yo nos hallábamos bajo la impresión de la historia del prÍncipe Alberto, etcétera, mi tío Contricanis nos accionó otra, todavía más desconcertante, que comenzó de la siguiente manera:

—Desengáñese usted —me dijo mi vecino de habitación en la fonda—, los anarquistas, los nihilistas, si quieren desempeñar bien su oficio deben prescindirde tener padre.

Al oír aquella singular declaración, mi tío se había quedado tres cuartos de hora con la boca abierta.

—¿Dice usted? —pudo articular al fin.

—Digo y sostengo que el anarquista de acción, el hombre que cree que la salvación del mundo se logra friccionando a la Humanidad con dinamita, ese hombre, para llevar a cabo sus proyectos, necesita no tener padre.

Volví a quedar con la boca abierta —continuó el tío— y, sin duda, para cerrármela, mi amigo me disparó esta pregunta:

—¿Conoce usted la historia de Iván Ivanovich?

—No, señor. Solo conozco la historia de Modesto Lafuente —repuse.

—Pues oiga usted la terrible historia de Iván Ivanovich, señor Contricanis.

Y mi compañero de habitación me contó la que sigue:

—Fue en la época del nihilismo ruso, en que, como usted sabe, la dinamita estaba a la orden del día en todo el vasto Imperio de los zares.

Rara era la mañana en que no oían los habitantes de no las grandes ciudades moscovitas el estallido de una bomba. Estos aparatos infernales se colocaban en sitios insospechados: en los auriculares de los teléfonos, en las cafeteras metálicas, donde yacen los microbios del café; en las papeleras públicas, en el interior de los puños de los paraguas, en las latas de caviar. La habilidad de los nihilistas llegó incluso a meterles bombas en los bolsillos a los transeúntes, y cuando subían a un tranvía o cuando se encontraban con un amigo que los abrazaba demasiado fuerte, la bomba estallaba, sembrando muertos y clavos viejos. Era espantoso.

Iván Ivanovich, joven estudiante de Leyes, se caracterizaba porque tenía ideas conservadoras y porque no había conseguido madrugar ni una vez en su vida Pero por aquella época, a los nihilistas les dio la manía de poner diariamente una bomba en cierto jardín situado a pocos metros de la casa de Iván; esta bomba diaria estallaba indefectiblemente a las seis de la mañana. Y ocurrió que…

La explosión despertaba a Iván; éste se levantaba y se iba a su trabajo, y a los quince meses de verificarse el fenómeno, Iván, cuya existencia se hundía antes en la pereza, comenzó a prosperar y a tener ruidosos éxitos universitarios.

—Todo se lo debo —decía él de cuando en cuando— a los nihilistas. El día que dejen de poner esa bomba que me hace levantar temprano, volvere a la vida estúpida y ruinosa que antes llevaba

Pero la bomba diaria siguió estallando todas las mañanas a las seis en punto, e Iván Ivanovich continuó levantándose y pudo acabar la carrera, y luego ganar una cátedra, porque era el estudiante más madrugador de Rusia.

Fue entonces cuando, para pagar su deuda de gratitud a los nihilistas, decidió hacerse nihilista él mismo. Y como todo hombre que se hace nihilista, lo primero que pensó fue en poner una bomba y en no volver a trabajar más.

Fabricó una bomba absolutamente perfecta, le aplicó cinco inyecciones monstruosas de nitroglicerina, y aprovechando un viejo despertador de su tía Katia, cuyo timbre estaba roto desde el día de la entrevista de Napoleón en Tilsit, proveyó a la bomba de un magnífico aparato de relojería.

Después consumió un par de semanas en elegir su víctima.

La verdad es que a él le daba igual que muriera uno u otro. ¿El gran duque Mauricio? ¿El pope Trasipoff? ¿El príncipe Salischoviz? ¿El baronet Raskin? Le tenía sin cuidado cuál fuera de ellos. Y determinó dedicarle la bomba al gran duque Mauricio, porque era bizco y a él siempre le habían molestado los bizcos.

Estudió las costumbres del gran duque, y no tardó en averiguar que todas las tardes el gran duque Mauricio se sentaba en el mismo jardín a dar de comer a los gorriones de Ucrania. Allí permanecía de cinco a cinco y cuarto, y luego se alejaba, seguido de su ayudante, que se llamaba Musia, como todos los ayudantes de los grandes duques.

—¡Mañana! —se dijo con feroz júbilo Iván Ivanovich—. Mañana habrá sonado tu última hora en el despertador de mi tía Katia. Y caerás tú, y también caerán algunos gorriones de Ucrania, que podré comerme fritos.

Y se sintió feliz y con el alma más suciamente nihilista que nunca.

Al otro día, no bien le despertó la explosión cotidiana de la bomba, se levantó para colocar la suya. Puso el aparato de relojeria en las cinco y diez, y ya seguro de que a las cinco y diez el gran duque se haría trizas junto con varios gorriones de Ucrania, dejó la bomba debajo del banco preferido por el gran duque Mauricio.

A las cuatro y media de la tarde se apostó a observar en otro extremo del jardín.

Su corazón galopaba con la furia y la rapidez de una troika tirada por tres caballos, pues si no, no sería troika. Para darse ánimos se dijo en voz baja:

—¡Los nihilistas no tenemos entrañas!

Eran las cinco y cinco y no tardaría ya en aparecer el gran duque.

«¡Infeliz! No sabe que camina hacia la muerte…», pensó, estremeciéndose, Iván Ivanovich.

Pero el gran duque no caminaba hacia ningún sitio. A las cinco y cinco el banco predilecto seguía desocupado.

«Eso va a estallar inútilmente», se dijo Iván.

Mas no había acabado de decirlo, cuando un hombrecillo gris se sentó en el banco fatal a leer un periódico. Iván Ivanovich le reconoció al punto.

«¡Mi padre!» —gritó.

Eran las cinco y ocho minutos.

En aquel momento el gran duque, que llegaba con retraso, y acompañado de varios oficiales, se dirigía al banco tan de prisa como si fuera a cobrar un cheque.

Iván se retorció los dedos, se arrancó tres botones del abrigo, luchó, dudó y, por fin, emprendió una carrera arrolladora, se tiró de bruces debajo del banco, sacó la bomba, paró el aparato de relojería y se limpió la frente cubierta de sudor angustioso.

La llegada del gran duque y de su acompañamiento le sorprendió sentado en el suelo, abrazado a una bota de su padre y con la bomba en la mano izquierda.

Allí mismo le apresaron y fue ejecutado dos meses después.

—¿Se ha convencido usted —me dijo al acabar su relato mi compañero de fonda— de que los anarquistas de acción no deben tener padres? Si Iván Ivanovich hubiera sido huérfano, no habría muerto en el patíbulo.

—No me ha convencido usted —explicó que le había respondido mi tío Contricanis.

Su amigo se asombró.

—Los anarquistas de acción —añadió el tío— pueden tener padre perfectamente. Lo que deben hacer es no dejar salir de casa a su padre el día que vayan a poner una bomba.

Su amigo vio con toda claridad que había gastado el tiempo en balde y se levantó airadamente y se fue.

Estábamos en una cervecería, así es que, en realidad —concluyó mi tío—, todavía no estoy seguro de si se marchó porque se hallaba indignado o porque comprendiera que marchándose de pronto me vería yo obligado a pagar la cerveza que se había bebido él.

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