EL AMIGO PÓLIZA
Se llaman amigos pólizas aquellos que se pegan a uno y que no valen más de dos pesetas.
Goethe escribió que la amistad tiene nombre de telefonista.
Y alguna vez he dejado yo dicho que la amistad es alterable, como el color de las telas baratas.
Hoy quiero añadir que existe una gran semejanza entre la amistad y la fiebre tifoidea, como lo prueba que ambas surgen inesperadamente en el interior de los mamíferos, se apoderan de ellos por completo, nos acompañan a todas partes y, al fin, van desvaneciéndose poco a poco, hasta que un día cualquiera desaparecen en absoluto de nuestro campo visual.
Verdaderamente, yo no tengo la culpa de que entre mis amigos haya varios idiotas; por otro lado, procuro enriquecer mi colección de idiotas amigos con nuevos ejemplares, pues creo que los idiotas son tan necesarios como los inteligentes y, además, ocupan menos sitio en las habitaciones.
Mi propósito, ahora, es descubriros el alma de un amigo póliza y poneros al tanto de lo que me sucedió con un ejemplar de la especie.
* * *
Aquel amigo póliza, que era, quizá, el más idiota de todos, me dijo una tarde, apoyándose la diestra en el corazón:
—Puede usted considerarme como un verdadero amigo.
Navegué unos instantes por el esceptismo más proceloso, y resdondí:
—¿Cuántas pesetas le hacen falta?
—¡Oh!, no se trata de que necesite dinero… —rezongó—. Y aunque lo necesitase, jamás me lanzaría a pedírselo; soy lo suficientemente digno para no caer tan bajo.
Esto acabó de convencerme de que mi amigo era el más idiota de todos. Por su parte, él añadió lo siguiente:
—Pronto se convencerá usted de que ni uno solo de sus amigos se puede comparar a mi.
Y comenzó a desarrollar sus actividades de amigo póliza.
Iba a casa a la hora de levantarme; a la hora de almorzar le encontraba esperándome en el portal; a la hora de comer le descubría en mi despacho; y le encontraba en el café que me servía de refugio, y me topaba con él en la calle, y en las redacciones de los periódicos, y en las consultas de los oculistas, y en el Parque Zoológico del Retiro, y en los teatros, y en las cabinas de los cinematógrafos, y en las fondas de estación, y hasta en esos lugares —todo alegría y frivolidad— que reciben el nombre de casas de préstamos, y que yo visito de cuando en cuando para estudiar tipos.
Encontraba al tal individuo en todos lados.
Realmente, yo no sabía ya qué hacer. Mi paciencia y la provincia de Cáceres tienen un límite, con la diferencia de que la provincia de Cáceres no se acabará nunca y mi paciencia se acababa por días.
Entonces resolví entrar en el terreno de las indirectas molestas e impertinentes.
Observaba, por ejemplo, que mi amigo llevaba una corbata a rayas, y de pronto, me dejaba caer de esta suerte:
—¿No es cierto, amigo Romaguera, que todos los hombres que llevan corbata a rayas son unos imbéciles?
Romaguera sonreía, al oírme, con una sonrisa que invitaba al asesinato con descuartizamiento y envío de restos por paquetes postal. Y en vez de indignarse, murmuraba:
—¡Qué salado! ¡Cómo se conoce que hace usted humorismo!
Y acto continuo seguía, tan fresco, haciéndome preguntas estúpidas, dándome consejos cretinos y contándome episodios insulsos de su vida, que yo oía con el interés con que se oyen los pregones de los toalleros.
Cambié de táctica. Y para que me dejase en paz, discurrí la farsa de que a diario tenía que hacer un rosario de visitas. Recorría la ciudad de punta a punta, con la esperanza secreta de cansarle; pero Romaguera me seguía sin ningún esfuerzo, y hasta me dejaba atrás frecuentemente, de forma que pronto tuve que elegir entre renunciar a mis carreras o coger una tisis[16].
Opté por lo primero, y continué sufriendo a Romaguera.
A continuación ideé el truco de no hablar. Romaguera siguió acompañándome a todos lados, y siguió comunicándome cien cosas distintas, pero en días enteros no lograba arrancar de mí más que frases de la elocuencia de estas que copio:
—Sí.
—No.
—Bueno.
—Seguro.
—El martes.
—¡Hola!
—¡Ah!
—Hace frío.
—Hace calor.
—Cómprese un sombrero.
—Para suicidarse, lo mejor es tirarse al paso de un tren, etcétera.
Pero Romaguera achacó aquel laconismo a tristeza, y emprendió con mayor furia la empresa de no dejarme solo para distraerme.
Entonces emprendí la estratagema de llevarle la contraria en todo, recurso que estimé infalible.
—Ayer estuve leyendo a lord Byron —decía él, por ejemplo—. ¡Qué gran talento lord Byron!
—Lord Byron fue un berzas —afirmaba yo.
—¿Un berzas? ¿Lord Byron un berzas?
—Sí. Y, además, no era lord, sino lady.
—¿Lady?
—Y no se llamaba Byron, porque en su nacimiento hubo un lío.
Romaguera se quedaba asombrado; pero continuaba pegado a mí. Por este procedimiento, y para llevarle la contraria, hice cisco infinitas reputaciones artísticas Me declaro culpable de este delito.
Otra vez, Romaguera opinaba sobre mujeres.
—Me encantan las rubias, esas rubias de un rubio tenue, que…
—Las rubias tienen ese color a fuerza de camomila.
—¿Camomila?
—Llamada vulgarmente manzanilla.
—¿Manzanilla?
—Rómulo y Remo —acabé tajante.
Le veía sufrir; pero no se iba. Una noche declaró:
—Estoy muy enamorado de mi rubia…
—No lo crea usted. Usted no la quiere.
—¿Que no la quiero?
—Ni pizca.
Vaciló un poco sobre sus pies.
—Si usted la quisiera —continué implacable—, no toleraría que ella tuviera relaciones con usted: le buscaría un hombre guapo y, a poder ser, con talento…
Nos separamos con estas palabras; pero, a la mañana siguiente, Romaguera volvió a buscarme más temprano que nunca.
—He reflexionado. Tenía usted razón. Yo no quiero lo bastante a mi novia. No volveré a verla, y eso me permitirá estar más horas junto a usted, amigo mío…
Perdí el apetito; comencé a ver luces verdes y rojas al cerrar los párpados; mi pulso se hizo arrítmico; elogié la labor de algunos compañeros y pagué ciertas cuentas atrasadas.
En una palabra: mi razón se deslizaba hacia el caos.
Necesitaba escapar de Romaguera si quería verme de nuevo bueno y sano. Escapar de Romaguera, sí; pero ¿cómo?
Y una mañana topé con la estratagema genial que todo lo resolvía. ¿Qué fue ello? Fue, sencillamente, volver la oración por pasiva; fue hacer con Romaguera cuanto Romaguera había hecho conmigo.
Le fui a buscar a diario, le acompañé a todas partes, le hablé de lo que él me había hablado, le seguí a sus visitas y a sus diversiones, me adherí a él en sus trabajos y en sus momentos de toilette. En una palabra: me hice amigo póliza suyo.
Fue maravilloso.
A las dos semanas de no dejarle más que para dormir tres o cuatro horas, una tarde me negaron que estuviera en casa. Bajé las escaleras, me situé en la acera de enfrente, y no tardé en verle salir provisto de una barba postiza y mirando recelosamente a su alrededor, saturado del miedo de toparse conmigo.
Echó calle abajo rápidamente. Y yo quedé encantado, frotándome las manos en una postura semejante a la de Pilato, aquel romano de ingrata memoria, que para una vez que se lavó las manos, sin jabón siquiera, se hizo célebre.