II
EL HAVRE-NEW YORK

CAMBIO DE MONEDA EN UN ALMACÉN DE NARANJAS

El (directo especial) se detiene en el interior de una especie de inmenso almacén de naranjas. Es la estación marítima de El Havre.

Hace frío; todo está húmedo; las luces son turbias; el suelo se halla cubierto de charcos de hollín, y, sin saber por qué, se piensa en Leningrado

Pero no estamos en Leningrado; estamos en Francia todavía, y unos empleados con bigote del 75 nos meten prisa amablemente, en ese dulce idioma de Racine que no hay nadie en el mundo que no conozca a la perfección, excepción hecha de los traductores profesionales.

Todos nos apeamos. Descenso de baúles, viajeras y viajeros gordos, jaulas, maletas, máquinas de escribir, saquitos de mano, maletines, secretarias, sombrereras, taquígrafas, cajas y viejas tontas.

Luego corremos todo a lo largo de la especie de inmenso almacén de naranjas, y todos nos dejamos olvidada una maleta, y es preciso volver a buscarla. Yo cojo una que no es mía, pero que es mucho más bonita que la mía. En su etiqueta se lee: «Miss Joërgen», y huele a esencia de frambuesa. Quiero retroceder y dársela a la dueña; y como me empujan los que vienen detrás, no lo consigo.

Adelante con la maleta perfumada, color verde jade.

Pero la disfruto poco tiempo. La dama rubia que corrió el maratón de senos temblorosos por el andén de la estación de San Lázaro, surge y me la reclama con una sonrisa. Le devuelvo la sonrisa, me quedo con la maleta y le quito la mía, de la que ya iba a apoderarse un mozo igualmente sonriente. Ella sonríe una vez más y me da las gracias. Al mozo se le evapora la sonrisa y se va diciendo no sé qué cosas acerca de Santa Ana de Auray.

Largas filas delante de diversas ventanillas. Detención ante la primera: «Visado de pasaportes».

La dama es noruega y esposa del gentleman gordo, el cual nos sigue con la sombrerera y los ramos de flores.

Parada ante la segunda ventanilla: «Entrega de tickets de embarco.»

Estacionamiento ante la tercera ventanilla: «Cambio de moneda.» Aparecen los primeros dólares de papel: los de cien, con el busto de Franklin; los de cincuenta, con el busto de Grant; los de veinte, con el busto de Jackson; los de diez, con el busto de Hamilton; los de cinco, con el busto de Lincoln; los de uno, con el busto de Washington. Y brillan los primeros halfs, los primeros quarters, los primeros dimes[2]… (En aquella época (1932) todavía se veían monedas de oro de veinte dólares. Hoy, para ver oro en los Estados Unidos, los ciudadanos tienen que abrirle la boca a Joe Luis y mirarle las muelas.)

Frenazo ante la cuarta ventanilla: «Canje de tickets de embarco.» Nuevo stop ante la quinta ventanilla: «Recogida definitiva de tickets».

Al acabar esta peregrinación en fila india, cada uno ha vuelto a perder una maleta, menos yo, que he perdido dos: la mía y la de mis Joërgen. Felizmente, el señor Joërgen, que tiene esa frialdad propia de los noruegos y de los consommés calientes, las ha recogido en su avance por retaguardia. Felicitaciones; y como consecuencia, presentaciones. Averiguo oficialmente que se llaman Joërgen, y ellos se ponen así mismo, en condiciones de saber mi nombre; pero no logro que pronuncien otra cosa que no sea Ponsella, y en lo sucesivo, y por espacio de siete meses y medio, ya nadie —ni ingleses, ni americanos, ni canadienses, ni turcos— me llamarán ya más que Poncela, a lo cual hay que resignarse, pues tampoco se puede aspirar a que el resto del mundo posea la repentización y la viveza mental del español; y si nosotros no tuviéramos la satisfacción de ser un pueblo de inteligencia superior, ¿nos quedarían otras muchas satisfacciones posibles desde el punto de vista del dominio mundial?

CHARLA EN GRUPO

Se forma un grupo que entorpece visiblemente las faenas de embarco.

Los Joërgen me preguntan si conozco Oslo, cosa para lo cual no les he dado hasta ahora el menor motivo. Yo me vengo indagando de ellos si conocen Badajoz. No han estado nunca.

Cae en el centro del grupo la diminuta místress Miller, con su pelo amarillo tímido encerrado en un sombrero de fieltro. El sombrero le sienta tan mal, que me imagino que va a ponerse enferma muy pronto. Con ella se acerca Mc. Morris, el joven de perfil virginal, a quien seguramente le gustan el arte y los hombres atléticos, y le veo acercarse tanto a un viajero atlético que forma parte del grupo, que me convenzo de que, en efecto, a Mc. Morris le gusta el arte. Surge también mistress Standish, con un aire más de bruja que nunca, preguntando a derecha e izquierda la cotización del dólar, pues sospecha que le han engañado en la «ventanilla de cambio». Yo le digo que siempre engañan en las «ventanillas de cambio»; pero mi afirmación no la tranquiliza en absoluto.

Mistress Davis Morrissette, que se dirige a Montreal (Canadá), toma la palabra acaloradamente para declarar que los franceses son todos dégoutants, y monsieur Sutter, un ingeniero de sesenta años, simpático y hombre de mundo, le pide explicaciones, sonriendo y alegando su procedencia francesa.

—Pero usted no es francés, sino suizo —le replica mistress Morrissette—. Un suizo es siempre preferible a un francés.

—Sobre todo, tratándose de francos —contesta el ingeniero.

Reímos, con lo cual el grupo aumenta en un 80 por 100. (La risa es un aglutinante). Entre los recién aproximados figuran el bisonte de Cheyenne y catorce tiples de revista de esas que llevan el Baedeker en la caja del Kotex. Muge una sirena impaciente.

Oficiales de Marina inglesa, veinte centímetros más altos que los viajeros más altos, se mezclan entre el pasaje, excitando a la actividad.

La fila india vuelve a formarse. Se avanza. Más galerías: ahora alfombradas. Y al final de una de las galerías, la pasarela cubierta y adornada con los leones de la Compañía, a la que sirve de forillo el costado negro de un transatlántico inmóvil.

Es el Samaria (Canard Line-Chimeneas rojas.)

A BORDO

¡Todo el mundo a bordo!

Para distinguir la clase a que pertenecen los viajeros no hay más que examinarles la ropa: los peor vestidos son los de primera, como siempre. Y los más elegantes, la tripulación.

El transatlántico se nos traga a todos.

Y el pasaje se desparrama por las entrañas iluminadas del barco, a través de blancas escaleras limitadas de pinos enanos, y a lo largo de pasillos fulgentes de cobre, caoba y muaré, buscando numeraciones de camarotes.

Al franquear algunas puertas, los que tienen la desgracia de pasar del metro sesenta de estatura se dan un testarazo en la coronilla, y después de dárselo, alzan los indianados ojos y leen el cartelito de esmalte:

PLEASE LOWER YOUR HEAD

(Haga el favor de bajar la cabeza).

Un rumor de final de mitin lo invade todo. Los ascensores suben y bajan, para que nadie dude que son ascensores. Los niños juegan al escondite en cinco idiomas por entre las largas piernas de los baggage-boys. Hay un arrastrar ensordecedor de baúles y cofres. Se pregunta; se responde; se ríe. Sale un so long! de cada boca entreabierta y un borbotear de grifos de cada puerta cerrada. Los pasajeros sin familia hacen ya esfuerzos por fijar la situación topográfica del bar, y cien damas en el interior de cien camarotes se doblan en dos para apretarse las ligas.

Después, silencio.

Después, golpes de gong.

Y después, un desfile hacia el comedor de espaldas vestidas de smoking y de espaldas vestidas de polvos.

(Pero al smoking no se le llama smoking; se le llama tuxedo.)

Salimos.

A las once, el comedor resplandece. La orquesta toca sin gran convicción un vals de 1903, y a su compás se mueven las mandíbulas para él.

A French Melon.

Croûte au pot… Mulligatawny

Poached Salmón Fleurette.

Fried Fillets of Plaice Citron.

Roast Turkey Poult.

(Etcétera, etcétera.)

Los stewards han marcado ya los sitios, y es preciso comer junto a los Higdon, matrimonio de viejos rentistas de Kansas, en los que no se sabe qué admirar más; si la cara de bruto que tiene él o lo siniestramente que viste ella. Enfrente tengo, en cambio, a las hermanas Lesher, esas dos hermanas viejas, feas y optimistas que se hallan siempre a bordo de los transatlánticos y que, en caso de naufragio, son las únicas que se salvan. Más allá siento las miradas oblicuas de mistress Triggs, soltera y honrada desde la guerra de Transvaal. Y hacia el fondo, por entre una planta de glicinas y el biombito de níquel de las tostadas adivino la cabellera emocionante de miss Joërgen. Pero está muy lejos miss Joërgen; tan lejos como las pirámides de Egipto o la hegemonía del esperanto.

El que está cerca es míster Higdon, el cual me dedica sus mejores sonrisas y sus peores entremeses, Luego me habla largamente en inglés. Yo le miro con lástima y pienso melancólicamente en el desengaño que se va a llevar este señor cuando, al acabar su discurso, le diga que no entiendo absolutamente nada de inglés. En efecto, acaba; se lo digo, me mira con ojos estupefactos y baja la cabeza, para dedicarse a rellenar de mantequilla el corazón de la patata asada que tiene delante.

Por lo demás, todos en el comedor nos dedicamos a hacer porquerías idénticas, y las apple sauce, o la parsley sauce, o el mulligatawny en todas las mesas producen la misma rebelión de los estómagos sensibles. Y es que la gran Inglaterra, que ha conseguido dominar el mundo, no ha conseguido dominar la cocina, y después de haber logrado hacer puré sus internacionalismos, no ha logrado internacionalizar sus purés.

Aquí estoy yo, por ejemplo, luchando, ebrio de odio, contra un brawn hindquarters of lamb, que si se los sirven en la cárcel a Gandhi justifica por entero sus huelgas del hambre, cuando veo, de pronto, cómo el pasaje entero se levanta de sus sillas y se va precipitadamente del comedor.

«Es natural —me digo—. Huyen del menú.»

Y como yo también deseo huir de mi brawn hindquarters of lamb, me levanto y me voy detrás.

Todos nos reunimos en cubierta y allí compruebo que no se huía del menu. Es que el Samaria está en marcha. Su costado se despega suavemente de los muelles; sus sirenas mugen nuevamente en la noche, y la proa vira hacia Cherburgo.

Un cuarto de hora de avance cauteloso y las luces de El Havre desfallecen ya en el horizonte.

Todo el mundo ha vuelto al comedor, menos míster Higdon, el cual, en la negrura de la tercera cubierta, me suelta otro discurso en inglés. Al concluir, le advierto por segunda vez que no le he entendido ni una sílaba, y él, por segunda vez también, me mira con ojos estupefactos y se va a concluir de rellenar de mantequilla su patata. Yo no los sigo. No quiero comer más: renuncio al lamb y al Plumpudding sweet sauce e incluso al coffe ice cream.

Prefiero quedarme a contemplar el cielo como los enamorados el día que se juran fidelidad o como cazadores la víspera de una excursión.

Breakfast, a las ocho.

Caldo, a las once.

Cocktail de almejas, a las once.

Luncheon, a la una.

Té con bretzel, a las cinco.

Sherry, a las seis.

Dinner, a las siete.

Groog caliente, a las ocho.

Pudding frío y Madere, a las nueve.

Whisky and soda, a las diez.

Y, sin embargo, las señoras confían en adelgazar en el viaje.

(Monsieur Sutters y yo les aseguramos el éxito.)

* * *

Comer, hacer gimnasia; aburrirse elegantemente; fumar sin ganas; leer sin ganas; pasear sin ganas; bailar sin ganas.

Los hombres, perder al póquer, al whist y al bridge.

Las señoras, cambiarse de vestidos.

Los hombres, decir a las señoras que están maravillosas.

Las señoras, detenerse un instante al oírlo y salir corriendo a cambiarse de vestido nuevamente, para poder oírlo luego otra vez.

* * *

Maledicencia; baños de sol; consultas a la singladura; disparar de kodaks; borracheras discretas; bostezos; latas al comandante.

* * *

En la tarde del segundo día, al cesar la protección contra el viento de las costas inglesas, hay 128 mareados.

(Los que no se han mareado han sido hoy más felices que ayer).

* * *

Los oficiales de Marina tienen grandes sueldos, magníficos uniformes y camarotes suntuosos; pero sus deberes son horribles. Por ejemplo: están obligados a bailar con todas las feas.

* * *

Míster Higdon sigue dirigiéndome largos discursos, que no entiendo.

* * *

Las muchachas pasan toda la mañana tirando pelotas al mar.

(A esto lo llaman ellas jugar al tenis.)

Los chicos, o andan detrás de las muchachas o se ejercitan en esos juegos de los barcos que siempre tienen por objeto meter una anilla de cuerda en un palito y que parecen inventados por un idiota en un día de dolor de cabeza.

* * *

Cuando el pasaje se entera de que vamos tres escritores a bordo —un inglés, un sueco y yo—, se dedican a llevarnos aparte y a contamos confidencialmente sus vidas «para que las aprovechemos en una novela». La cosa es algo enervante. Por mi parte lo resuelvo durmiéndome mientras hablan, y como la escena suele desarrollarse en un rinconcito oscuro, paso —no oyéndolos— horas deliciosas.

* * *

Consigo éxitos inesperados haciendo pajaritas de papel, que todos celebran como si se tratara de algo maravilloso.

—¡Oh! The precious spanish chicken! —suelen decir.

Y yo me resigno con que le llamen gallina a mi pajarita.

* * *

Todo el mundo va y viene muy de prisa de un lado a otro al cabo del día. Pero nadie tiene nada qué hacer ni adonde ir.

* * *

A las cuatro de la tarde se organizan, para los niños, carreras de caballos, que únicamente interesan a los mayores.

* * *

Se hace crochet, se habla mal de los maridos, se cuentan los incidentes de los diversos partos, se comenta el servicio doméstico.

(La estupidez es una sociedad internacional.)

* * *

—Tengo varios flirts a bordo —le digo a monsieur Sutter—; pero aún no he conseguido ni un solo resultado práctico.

—Es que en las travesías la mujer no se decide hasta el último día.

* * *

A ratos las olas parecen echar humo, y son como pequeños volcanes.

* * *

Se hacen ensayos generales de naufragios con los chalecos salvavidas puestos. Y todo el mundo queda convencido, al acabar, de que si el naufragio sobreviniese, nadie sabría ponerse bien su chaleco.

* * *

Mis Joërgen me dice que su marido no la comprende.

(Esto significa que le va a engañar en cuanto pueda.)

Pero el marido no deja ni a sol ni a sombra a su mujer.

(Lo que significa que, en realidad, la comprende perfectamente.)

* * *

Al atardecer, en la cubierta de salones, monsieur Sutter y yo nos dedicamos a aplaudir o a patear los crepúsculos. Por las noches en la segunda cubierta, hablamos a las señoras de cosas del alma.

(Para que ellas acaben hablando de cosas del cuerpo.)

* * *

La vida a bordo no es muy alegre.

Pero, en cambio, las fiestas son tristísimas.

A TITULO DE ESPAÑOL

A título de español me suelen preguntar si por España se puede viajar tranquilamente, si sé tocar la guitarra y si en nuestro país hay trenes.

(Y cuatro pasajeros coinciden en creer que el ex rey de España es Carol, el de Rumania.)

Después de los interrogatorios y de oírle hacer elogios desatinados de mi patria, se quedan pensativos, murmurando:

—Oh, sí, sí! España, España… El cardenal Cisneros…

(Para el mundo, en general, nosotros existimos solo hasta 1530.)

* * *

Y un día hay gran fiesta a bordo (to night fancy dress) y se engalana el barco de proa a popa y celebramos un baile de disfraces que, por mucho tiempo, será la causa de todas nuestras pesadillas en las noches de insomnio. Mistress Miller se viste de apache. Nunca con mayor razón debió ser avisada la Policía.

ULTIMA SINGLADURA

Y al fin llega un momento en que todos somos amigos, con una de estas amistades eternas que van a durar cinco días. Y todos conocemos nuestras vidas, y nos fotografiamos juntos, y los hombres nos llaman boy y las mujeres nos lanzan un darling! inductor.

(Cada veinticuatro horas avanzamos diez grados hacia el Oeste, y ese día estamos en el grado 70.)

Y por la noche se celebra el farewell dinner. con banderas, muchos gorros de papel y algunos besos en la boca, y alguién nos advierte:

—Mañana, al amanecer, estaremos ante Nueva York.

Para leer mientras sube el ascensor
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