NOCHE DE SÁBADO
Mi amiga, la exquisita Georgette Desvremail, me tomó del brazo izquierdo y murmuró:
—Ven, Mauricio…
Me llevó hasta el ventanal cruzando de Norte a Sur la habitación, y cuando los dos estuvimos de cara a la noche que embadurnaba a la ciudad, Georgette Desvremail me preguntó:
—¿Qué hora es?
—Las doce —repuse, después de hacer varios cálculos tomando como base la altura de las estrellas, el color de la luna y mi reloj de pulsera.
Ella enarcó sus cejas sutiles, entornó los pétalos morados que le servían de párpados, respiró ansiosamente las emanaciones de gasolina que subían de la calle y, echando hacia atrás su cabeza, murmuró:
—Las doce… Y hoy es sábado… ¡Las doce! ¡Noche de sábado! ¡Las doce! ¡La hora de lo misterioso y de lo sobrenatural! ¡Oh!
Y fue a caer desmayada en un silloncito: pero antes que ocurriera, yo retiré vivamente el sillón y en vista de ello, Georgette no se desmayó.
* * *
Verdaderamente nadie dejará de pensar que procedí de un modo perverso retirando el sillón en que se disponía a caer desmayada Georgette. Por eso voy a declarar ahora mismo que yo no retiré el sillón para que Georgette se diese un porrazo contra el parquet, sino porque tenía la seguridad de que mi amiga no se desmayaría si notaba la posibilidad del porrazo.
Georgette Desvremail no era, ciertamente, una mujer excepcional. Era una histérica, entendiéndose por ello el verdadero histerismo; esto es, predominio de la sensación sobre el razonamiento, propensión a exagerar la realidad, egolatría, exclusivismo, prurito de aparecer como víctima, etc., etc.
Varias veces intenté zafarme de la influencia que Georgette ejercía sobre mí, y otras tantas fracasé, como si hubiese intentado establecer una tómbola en las alturas del Popocatepelt. La última vez había consultado el caso con un amigo médico: Teodoro Pineal,
—¿Quieres renunciar a ella porque es una histérica? —me preguntó—. Entonces renuncia a todas las mujeres del mundo. Enamórate del Álgebra, de la Física o de la Geografía postal, pero no te enamores de ninguna mujer, porque no hay una sola que no sea histérica. La diferencia está en que unas son histéricas-morenas, y otras, histéricas-rubias, lo cual depende del histérico-tinte que usen.
Y yo, que creo a ojos cerrados en Teodoro y en el sulfato de quinina seguí amando a Georgette.
* * *
La escena que siguió al conato de desmayo fue terrible. Georgette me llamó Landrú, monstruo antediluviano e idiota. Yo le contesté aconsejándole baños fríos, y esto, en lugar de calmarla, la irritó más. Y cuando parceía que la rabia y la desesperación iban a hacerla estallar como una bomba de trilita, Georgette vino hacia mi y me dijo dulcemente, haciendo una transición:
—Llévame a la calle, Mauricio. Es noche de sábado. Quisiera correr aventuras espantosas y sobrenaturales esta noche. Los espíritus maléficos, las brujas y los trasgos andan sueltos… El terror me agarrota, y al mismo tiempo me atrae… ¡Vamos!
E hizo ademán de dirigirse a la puerta.
—Escucha, Georgette —le dije, interponiéndome entre la puerta y ella—. Lo que pretendes es una estupidez, que no califico porque no soy catedrático. Hasta hoy me he sujetado a tus caprichos, pues odio los seguros de incendio y las discusiones; pero no estoy dispuesto a que salgamos esta noche de casa a buscar unas brujas, unas trasgos y unos espíritus maléficos que no existen más que en tu imaginación y en algunas aldeas del Caucaso.
—Es decir, ¿que te niegas a acompañarme a correr aventuras sobrenaturales y espantosas?
—Me niego a que hagamos el burro por Madrid —repliqué de un modo acaso un poco vulgar.
Georgette dio tres alaridos en mi bemol y se retorció los dedos, desesperada; volvió a llamarme monstruo antediluviano; se dejó caer en diecisiete sillones diferentes; lloró, golpeó el suelo con sus zapatos, volvió a llorar y a gritar y, por último, logró levantarme dolor de cabeza y sacarme de quicio.
—¿Qué es lo que quieres? —rugí, por fin.
—¡Me parece que te lo he dicho bien claro! —chilló Georgette.
La cogí de la mano y la arrastré fuera de la estancia. Segundos más tarde estábamos en el jardín y a la puerta del garaje. Elegí el coche grande, invité a Georgette a subir y me acomodé a su lado ante el volante.
—Manda abrir la verja —me dijo.
—No hace falta.
Di marcha, atravesamos el jardín como un rayo y precipité el coche contra la verja, que se vino abajo con estrépito. Georgette emitió un grito de espanto.
—Tranquilízate —le dije—. No hemos hecho más que empezar. Ahora vamos a apagar faroles.
—¿A apagar faroles?
—Sí. Verás qué emocionante.
Y llevando el auto a toda marcha por el centro del paseo, comencé a correr en zigzag, haciendo que cada vez que nos metíamos en la acera tirásemos un farol al suelo; luego viré en redondo, y como el paseo estaba ya a oscuras, me fue fácil chocar con tres autos pequeños, que fueron a parar a las terrazas de las casas.
Georgette lloraba de terror y lanzaba agudos gritos; pero yo le hacía el mismo caso que si fuera un ventrílocuo.
Pronto corrimos por la carretera. Llevábamos una velocidad infernal y yo estaba satisfechísimo. Al descubrir la casilla de un peón caminero me dirigí rectamente a la puerta, la forzamos, atravesamos el interior y salimos al campo por la pared frontera.
Georgette se tapaba los ojos y rezaba a la Virgen de los Desamparados.
No tardó en interrumpir sus oraciones para decirme con angustia:
—¡Un paso a nivel!
Y para añadir, en el limite del horror:
—¡Está cerrado! ¡Viene un tren! ¡Frena!
Por toda respuesta pisé a fondo el acelerador. El auto se lanzaba en la rectas como un obús y tomaba las curvas con verdadero apetito. El tren apareció rugiente. Nosotros avanzamos furiosos, y en un vértigo rompimos la barrera del paso a nivel y cruzamos de un salto la vía. La locomotora, que nos cortaba el terreno por la derecha, se llevó por delante el baúl, el faro-piloto, los neumáticos de repuesto, la matrícula y el parachoques de la parte posterior del automóvil.
Georgette se había sentado en el suelo del coche para no ver aquellas cosas terribles.
La obligué a levantarse nuevamente y le advertí:
—Fíjate bien: ahora viene lo más bonito. ¿Ves aquel precipicio que hay allá, a la izquierda? ¡Verás como caemos en él de cabeza!…
—¡No! ¡No! —gritó Georgette, que ya no se acordaba de que aquella noche era sábado.
Pero nada podía contenerme, hice un viraje cerrado y lancé el auto al barranco.
* * *
En el pasillo de la clínica, cuando nos trasladaban a Georgette y a mí a la sala de operaciones, se cruzaron nuestras camillas.
—Salimos a correr aventuras sobrenaturales y espantosas, Georgette —le dije—. ¿No crees que se cumplieron tus deseos?
—Efectivamente; todo lo sucedido ha sido espantoso —repuso—; pero no sobrenatural.
Le expliqué:
—Lo sobrenatural ha sido, amiga mía, que no nos hayamos muerto ninguno de los dos.
Georgette no contestó nada. Pero desde aquel día, los sábados no sale nunca de noche y se retira a sus habitaciones a las doce, menos cuarto en punto.