Un proyecto delirante
Pollard rió entre dientes.
— Eso creen en el pueblo. Saben que soy biólogo y que tengo un laboratorio. Por ello sacan de antemano la conclusión de que me dedico a vivisecciones de naturaleza particularmente espantosa. Por eso las criadas no duermen aquí. De hecho -agregó-, si los del pueblo supieran realmente en qué estoy trabajando, se aterrorizarían diez veces más.
— ¿Estás tratando de jugar con nosotros a ser un gran científico misterioso? -inquirió Dutton-. Si es así, pierdes el tiempo… Te conozco, forastero, así que quítate la máscara.
— Exacto -le dije-. Si intentas excitar nuestra curiosidad, descubrirás que aún somos capaces de encenderte el pelo tan diestramente como hace cinco años.
— Casi siempre terminabais con los ojos morados -puntualizó-. Pero no tengo intención de excitar vuestra curiosidad… De hecho, os pedí que vinierais para mostraros lo que he logrado, y para que me ayudéis a terminarlo.
— ¿Ayudarte? -preguntó Dutton-. ¿A qué podemos ayudarte? ¿A disecar gusanos? ¡Ya veo qué fin de semana nos espera!
— Se trata de algo más que de disecar gusanos -dijo Pollard. Se reclinó y fumó un rato en silencio antes de hablar de nuevo-. ¿Sabéis algo acerca de la evolución? -preguntó.
— Sé que es una palabra nefanda en algunos Estados -repuse- y que cuando la digas debes sonreír, maldita sea.
Él sonrió.
— Sin embargo, no ignoraréis que toda la vida de esta Tierra comenzó como simple protoplasma unicelular, que mediante sucesivas mutaciones o cambios evolutivos alcanzó sus formas presentes y sigue desarrollándose lentamente.
— Lo sabemos… Aunque no seamos biólogos, ello no te autoriza a pensar que ignoramos totalmente de qué trata la biología -puntualizó Dutton.
— Cállate, Dutton -le aconsejé-. Pollard, ¿qué tiene que ver la evolución con la investigación que has realizado aquí?
— Es mi investigación -respondió Pollard. Se inclinó hacia adelante-. Trataré de explicároslo desde el principio. Conocéis, o decís conocer, los pasos principales del desarrollo evolutivo. En esta Tierra la vida comenzó como simple protoplasma, una masa gelatinosa, a partir de la cual se desarrollaron pequeños organismos unicelulares. A partir de éstos se desarrollaron, a su vez, las criaturas marinas, los saurios terrestres, los mamíferos, a través de mutaciones sucesivas. Hasta ahora, ese proceso evolutivo infinitamente lento ha alcanzado su punto más alto con el mamífero Hombre, y continúa con la misma lentitud. Éste es un hecho biológico comprobado pero, hasta ahora, han quedado sin responder dos grandes preguntas relativas a este proceso evolutivo. La primera: ¿cuál es la causa del cambio evolutivo, la causa de las mutaciones lentas y constantes hacia formas superiores? La segunda: ¿cuál será el camino futuro de la evolución del hombre; hacia qué formas evolucionará el hombre futuro y dónde se detendrá su evolución? Por ahora, la biología no ha sido capaz de responder a estas dos preguntas.-Pollard guardó silencio un momento y luego agregó con serenidad-: Encontré la respuesta a una de estas preguntas, y esta noche encontraré la de la otra.
Le miramos fijamente.
— ¿Quieres tomarnos el pelo? -pregunté por último.
— Hablo absolutamente en serio, Arthur. He resuelto realmente el primero de estos problemas, he descubierto la causa de la evolución.
— ¿De qué se trata? -estalló Dutton.
— De lo que hace algunos años piensan ciertos biólogos -repuso Pollard-. Los rayos cósmicos.
— ¿Los rayos cósmicos? -repetí-. ¿Las vibraciones del espacio que descubrió Millikan?
— Sí, los rayos cósmicos, la longitud de onda más corta y la energía vibratoria más penetrante. Se ha sabido que bombardean incesantemente nuestro planeta desde el espacio exterior, despedidos por esos inmensos generadores que son las estrellas, y también se ha sabido que deben ejercer una gran influencia, de un modo u otro sobre la vida en la Tierra. He demostrado que existe esa influencia…¡y que es lo que llamamos evolución! Pues son los rayos cósmicos que chocan contra todo organismo viviente de la Tierra los que provocan profundos cambios en su estructura, llamados mutaciones. Ciertamente, los cambios son lentos, pero tal es la causa de que la vida se haya elevado desde el primer protoplasma hasta el hombre a través de las edades, y aún siga elevándose.
— ¡Santo Dios, Pollard! ¡No estás hablando en serio! -protestó Dutton.
— Tan en serio, que esta noche arriesgaré mi vida por mi descubrimiento -respondió Pollard con gran seguridad.
Quedamos sorprendidos.
— ¿Qué quieres decir?
— Digo que he descubierto en los rayos cósmicos la causa de la evolución, la respuesta a la primera pregunta, y que esta noche, mediante ellos, responderé a la segunda pregunta y averiguaré cuál será el futuro desarrollo evolutivo del hombre.
— Pero, ¿cómo podrías…?
Pollard le interrumpió.
— Es muy sencillo. En los últimos meses he logrado algo que ningún físico pudo hacer: concentrar los rayos cósmicos y al mismo tiempo quitarles sus propiedades dañinas. ¿Visteis en mi laboratorio el cilindro que corona el cubo de metal? Ese cilindro recoge literalmente desde una distancia inmensa los rayos cósmicos que golpean esta parte de la Tierra y los concentra dentro del cubo. Ahora bien, supongamos que esos rayos cósmicos concentrados, millones de veces más poderosos que los rayos cósmicos normalmente incidentes sobre la superficie terrestre, caen sobre un hombre que se halle dentro del cubo. ¿Cuál será el resultado? Los rayos cósmicos producen el cambio evolutivo, y como ya dije, aún modifican la vida sobre la Tierra, aún cambian al hombre, pero tan lentamente que resulta imperceptible. Pero, ¿qué pasaría con el hombre sometido a los rayos terriblemente intensificados? ¡Cambiará millones de veces más rápido que lo normal, atravesará en horas o minutos las mutaciones evolutivas que toda la humanidad recorrerá en eras futuras!
— ¿Te propones intentar ese experimento? -grité.
— Me propongo intentarlo -respondió Pollard gravemente- y descubrir en mí mismo los cambios evolutivos que esperan a la humanidad.
— ¡Pero es una locura! -exclamó Dutton.
Pollard sonrió.
— La vieja objeción -comentó-. Siempre que alguien intenta manipular las leyes de la naturaleza, se oye esa exclamación.
— ¡Dutton tiene razón! -grité-. Pollard, has trabajado demasiado tiempo solo… has permitido que tu mente se alejara…
— Intentas decirme que me he vuelto un poco loco -afirmó-. No. Estoy cuerdo… tal vez maravillosamente cuerdo al intentar esto. -Su expresión cambió y sus ojos se volvieron soñadores-: ¿No comprendéis lo que podría significar para la humanidad? Los hombres del futuro serán para nosotros lo que nosotros somos para los monos. Si pudiéramos emplear mi método para que la humanidad venciese millones de años de desarrollo evolutivo en un solo paso, ¿no sería cuerdo?
La cabeza me daba vueltas.
— ¡Santo cielo! Es todo tan absurdo… -protesté-. ¿Acelerar la evolución de la raza humana? En cierto modo, parece algo prohibido.
— Será glorioso si puede lograrse -respondió- y sé que es posible. Pero alguien debe adelantarse, debe recorrer los estadios del desarrollo futuro del hombre para descubrir cuál es el nivel más deseable, al que será transferida toda la humanidad. Sé que ese nivel existe.
— ¿Y nos has invitado para que participemos en eso?
— Exactamente. Me propongo entrar en el cubo y dejar que los rayos concentrados me conduzcan por el camino de la evolución; pero necesito a alguien que accione el mecanismo de encendido y apagado de los rayos en los momentos oportunos.
— ¡Es absolutamente increíble! -exclamó Dutton-. Pollard, si esto es una broma, ya basta.
Por toda respuesta, Pollard se puso en pie.
— Ahora iremos al laboratorio -agregó sencillamente-. Estoy deseoso de comenzar.
No recuerdo cómo seguí a Pollard y a Dutton hasta el laboratorio, pues me sentía mareado. Cuando nos detuvimos delante del gran cubo sobre el cual se alzaba el gran cilindro de metal, me di cuenta de que todo aquello era real y verdadero.
Pollard entró en la sala de las dínamos y mientras Dutton y yo observábamos en silencio el gran cubo y el cilindro, las retortas y las redomas de ácido y el extraño instrumental que nos rodeaba, escuchamos el zumbido de los grupos electrógenos. Pollard regresó hasta el conmutador colocado en un cuadro de acero junto al cubo y, cuando bajó la palanca, se oyó un chasquido y el cilindro se llenó de luz blanca.
Pollard señaló el gran disco, que parecía de cuarzo, en el techo de la cámara cúbica, de donde caía el blanco haz de energía.
— Ahora el cilindro recoge los rayos cósmicos de una zona inmensa del espacio -dijo- y esos rayos concentrados caen a través del disco en el interior del cubo. Para interrumpir el paso de los rayos es necesario levantar este interruptor.
Se incorporó para levantar la palanca y la luz se apagó.