II — LA CIUDAD ANTIGUA
Carlin miraba con ojos escrutadores el Panorama que se divisaba por debajo de ellos. Había un océano azul que se extendía hacia el este, sobre una costa larga y verde, y una isla cubierta por grotescos edificios a un extremo de la antigua ciudad.
Esa antigua ciudad llamada New York, que era como un recuerdo del pasado primitivo.
— ¡Es como la ciudad de uno de esos cuentos maravillosos! -exclamó una muchacha riendo-. Y qué vieja parece.
¿Vieja? Sí. Lastimosamente vieja, como si se esforzara por mantener su decaída dignidad.
La ciudad parecía solamente ocupada en su mitad, con verdes extensiones en el centro, en cuyos alrededores se levantaban gigantescas torres. El aeropuerto del espacio se veía a alguna distancia hacia el norte, y parecía pequeño e inadecuado para cualquiera de los mundos decentes. Carlin no podía creer que aquello fuese un aeropuerto del espacio, por su insignificancia y sus edificios en reparación.
El «Larroon» aterrizó. Carlin esperó hasta que aquella manada de turistas inquietos hubo descendido y luego salió a la luz del Sol. Miró a su alrededor sin ningún interés. Aterrizar en un mundo nuevo no era para él ninguna novedad.
Por un momento le sorprendió el aire que respiraba. Dulce, muy dulce, tan ligero y tan bueno. Era un aire estimulante que llenaba los pulmones. De pronto se dio cuenta del motivo. En toda la Galaxia los descendientes de los terrestres habían acondicionado atmósferas planetarias que más o menos querían aproximarse a la composición de la atmósfera terrestre. Miró a su alrededor con incertidumbre. Los turistas eran conducidos por sus guías a unos de los monumentos al otro extremo del aeropuerto del espacio pero, sinceramente, él no tenía ningún deseo de seguirles.
El sicoterapista le había dicho:
— Viva de un modo tan natural y tan ordinario como pueda vivir un terrestre. Si lo hace así su cura será más rápida y lo mejor que puede hacer es buscar un alojamiento típico terrestre si logra encontrarlo.
Carlin se preguntaba dónde podría encontrar tal alojamiento. Había unos cuantos terrestres, hombres del espacio, oficiales del puerto y de otros cargos y les preguntaría a uno de ellos. Había encontrado terrestres anteriormente, pues muchos de ellos tenían negocios en el espacio. La verdad es que a Carlin no le gustaban mucho. Vio a un hombre un tanto altivo, taciturno y fuerte cerca de él y se le aproximó, preguntándole:
— ¿Me podría decir dónde podría encontrar alojamiento por estos alrededores?
El terrestre contempló a Laird Carlin con ojos enemistosos al mismo tiempo que escrutaba cada uno de los detalles de su apariencia, deduciendo que era un extranjero.
— Pues no -respondió aquel tipo fríamente-, no sé dónde podría encontrar alojamiento un extranjero por estos alrededores.
Carlin dio media vuelta con gesto de rabia por la manera de contestar de aquel individuo.
¡Estos condenados terrestres! Viviendo aquí en un mundo viejo, retrasado, que se resiente del progreso y de la prosperidad de otros grandes mundos estelares, y que califican a todo el mundo menos entre ellos, de «extranjeros». Y con los cuales tengo que convivir durante un año, pensó amargamente.
Se puso en camino para cruzar el aeropuerto del espacio, cuando se dio cuenta de que había un edificio con media docena de cruceros de Control aparcados y en el muro un emblema del Consejo de Control. Tal vez allí encontrase algo de lo que buscaba.
El puerto del espacio se le hacía extraño a los ojos de Carlin. Unas cuantas naves estelares, todas ellas de construcción antigua excepto el «Larroon» y unas cuantas naves interplanetarias pequeñas, y unos trabajadores merodeando a su alrededor. Esto era todo. Hasta el más pequeño mundo de las grandes estrellas se sentiría avergonzado de tener dicho aeropuerto. Aquel Sol amarillo que halló a su llegada a la Tierra, tenía una tibieza que le decepcionaba. Carlin se sentía cansado al caminar, después de los días de gravedad artificial en la nave, se detuvo al llegar frente a una pequeña nave interplanetaria.
Dos terrestres estaban inspeccionando a su alrededor, uno de ellos era un hombre fuerte de facciones coloradas, y el otro algo más joven que su compañero. Carlin les hizo la misma pregunta que al anterior.
El hombre de rostro colorado respondió con la misma hostilidad que el primero a quien se dirigiera.
— No encontrará alojamiento en estos contornos. Mejor será que vaya con el resto de los que llegaron con usted. Existe un gran hotel para turistas en la ciudad.
Carlin soltó una imprecación:
— ¡Condenado! Yo no soy un turista. Yo soy un ingeniero que he sido enviado aquí por un sicoterapista loco para que pase un año en la Tierra. Y Dios sabe por qué.
El más joven de los terrestres miró a Carlin con detenimiento. Poseía un rostro más bien delgado y agraciado y con ojos inteligentes.
— ¡Oh! Un hombre que viene a hacerse el tratamiento terrestre -dijo- Siempre Vienen algunos. -Luego preguntó con interés: ¿Es usted ingeniero cósmico? ¿Le Importaría decirme de qué campo?
— Jefe supervisor de las líneas de naves estelares -contestó Carlin- eso quiere decir que construyo puertos espaciales y establezco las rutas entre los mundos estelares.
— Ya sé lo que quiere decir -asintió tranquilamente el hombre. Dudó e hizo un gesto con la frente como si estuviese sopesando algo. Luego, como si de pronto se hubiese decidido continuó: -Yo soy Jonny Land. Creo que podremos encontrarle alojamiento si no le importa no estar muy confortable.
— ¿Acaso quiere insinuar usted que iría a su propia casa? -preguntó con duda Carlin-. ¿Dónde está?
Jonny Land señaló con el dedo hacia el lado oeste del aeropuerto del espacio.
— Allá, al otro lado. No hay más que mi abuelo, mi hermano, mi hermana y yo, y tenemos una habitación de sobra.
El hombre colorado hizo un gesto de protesta.
— ¿Jonny, pero en qué demonios estás pensando? No querrás meter a este tipo en tu casa.
La violencia de la protesta no hizo mella en Carlin a pesar de la hostilidad demostrada hacia los extranjeros.
Jonny Land respondió convencido de su proposición:
— Lo haré Loesser -luego miró a Carlin-. ¿Bueno, qué dice usted? Le advierto que no encontrará el confort de los grandes apartamentos del mundo estelar.
— No esperaba encontrarlos -respondió Carlin con aire fatigado. Se encontraba cansado por el viaje y por el aspecto descorazonador que le ofrecían las gentes donde él había ido a vivir, durante un año, y por la franca enemistad que le mostraban. Al fin accedió:
— De acuerdo. Mi nombre es Laird Carlin.
— Si trae sus equipajes yo se los llevaré-, sugirió Jonny Land-. Tengo una furgoneta, nos encontraremos en el terminal.
Carlin llegó hasta el terminal con sus maletas encontrando al joven que le esperaba junto a la furgoneta un tanto anticuada.
Loesser, el joven de rostro colorado, estaba de pie mirando de un modo un tanto iracundo y con expresión de protesta por la actitud que llevaba a cabo su compañero. Carlin llegó a oír aún unas cuantas palabras.
— Y lo echarás a rodar todo si acoges a ese tipo en tu casa -decía con violencia-, ¿cómo puedes saber que no es un espía del Control?
— Yo sé lo que estoy haciendo Loesser -repitió Jonny Land con firmeza.
Interrumpieron la conversación en cuanto vieron llegar a Carlin. Loesser le miraba de un modo descarado y hostil mientras subía a la furgoneta.
La vieja máquina se dirigió hacia el este, con un ruido en su aceleración que parecía iba a estallar el motor de un momento a otro.
Carlin se preguntaba a sí mismo, qué era lo que los terrestres podían temer del Control. ¿Contrabando tal vez? No le importaba demasiado. Tenía calor, estaba cansado, lleno de polvo y disgustado con la Tierra.
La carretera de hormigón que se dirigía hacia el oeste parecía tener varias centurias de antigüedad. La ingeniería que se había dedicado a ella parecía tímida por las curvas que tomaba en las colinas en lugar de cortar directamente entre ellas, por los puentes que se alzaban entre los pequeños ríos en lugar de hacer una especie de trampolín sobre los mismos. La furgoneta tenía dificultades para subir algunas pendientes. Su motor zumbaba de un modo ruidoso aunque no llegaba a detenerse.
Carlin miraba hacia el encendido horizonte.
Le parecía extraña aquella vegetación que rodeaba el paisaje.
Ninguna de las casas que se extendían alrededor de la carretera gustaban a Carlin. Casi todas ellas estaban construidas de hierro, escondidas entre árboles y flores, y tras ellas, los tanques que se usaban en las granjas hidropónicas. La fermentación y cultivo hidropónico era tan antiguo y estaba ya tan en desuso, que pensó que con toda seguridad había ya desaparecido de toda la Galaxia. ¿Qué era lo que les ocurría a esta gente que no llegaban a sintetizar sus alimentos como hacían los otros?
Entre tanto, el joven Jonny Land comentaba:
— ¿No había estado usted nunca aquí? La Tierra le debe parecer un tanto extraña.
Carlin se encogió de hombros:
— Está bien creo. Pero no puedo comprender cómo las gentes de este planeta puedan permitir que vaya de este modo. Por qué no se han extendido, en lugar de quedarse arrinconados en ciudades arcaicas como la que dejamos a nuestra espalda.
El joven terrestre respondió despacio, con su mirada puesta en la carretera.
— La respuesta a todo esto es muy simple. Se puede decir en una sola palabra. Y esa palabra es «poder». Simplemente lo que ocurre es que no tenemos suficiente poder en la Tierra para poder formar un planeta en las condiciones idénticas a las de los mundos estelares, y poder ir de un lado a otro sin importar las distancias como ocurre en esas estrellas.
— El poder atómico es una cosa fácil de producir aquí -comentó Carlin.
— Sí, si se tuviese cobre -replicó Jonny Land-. Si se tuviese cobre suficiente y abundante se podría hacer un jardín o un edén de este mundo y se podría ir de un lado a otro y extenderse por los sitios más maravillosos en vuelos más rápidos. Se podría abandonar el cultivo hidropónico y sintetizar nuestros alimentos, y convertir esos lagos en comida y en naturaleza como tienen ustedes en los mundos estelares.
— Pero nosotros tenemos poco cobre. La Tierra y sus planetas hermanos, carecen de ello. Hubo tiempo en que tuvimos mucho, pero ahora no y resulta económicamente imposible sacar cobre en cantidades suficientes de las otras estrellas. Es por esta razón que no tenemos suficiente poder y somos incapaces de progresar.
Carlin no hizo ningún otro comentario.
Tampoco le interesaba mucho. Lo único que le preocupaba era el tiempo que debía de permanecer en este planeta.
El Sol le quemaba el cuello puesto que la vieja furgoneta carecía de techo. La dulzura del aire había perdido aquel mágico sabor del primer momento, y ahora respiraba perfectamente.
— Esta es la casa -dijo Jonny Land metiendo el coche en la parte interior del jardín. El corazón de Laird Carlin tuvo un sobresalto. Era como las otras casas que había visto. Una casa de estructura de hierro rodeada de árboles excepto por el lado que bordeaba el valle. Los tanques hidropónicos se veían más allá de los árboles. Siguió al joven hacia una recogida y fría sala de estar. Parecía una estancia antigua, con sus ridículas cortinas en las ventanas. y bombillas de Kriptón en el techo y mobiliario de madera.
Jonny Land había estado haciendo comentarios y dando explicaciones en voz baja a otras dos personas que habían en el extremo de la habitación. Eran un hombre viejo y una muchacha que se acercaron.
— Este es Gramp Land, mi abuelo -dijo Jonny al presentarles- y ésta es mi hermana Marn.
El viejo miró a Laird Carlin de un modo inquisitivo y extendió su mano escuálida hacia él para saludarlo de un modo que Carlin consideró pasado de moda.
— ¿Usted viene desde Canopus, no es así? -preguntó-, pues está muy lejos. Hace muchos años que estuve allí, cuando yo hacía la ruta del espacio. Mi hijo mayor Harp estuvo muchas veces, cuando hacía viajes entre los espacios estelares.
La muchacha llamada Marn lo miraba con cierta duda y encogimiento mientras murmuraba unas palabras de bienvenida a Carlin. Parecía como si su llegada les hubiese molestado.
Era una muchacha más bien pequeña, con una melena de pelo cuidadosamente peinado hacia atrás. Sus ojos eran muy azules y vestía de un modo que a los ojos de Carlin le pareció ridículo y pasado de moda.
— Espero que se encuentre a gusto aquí, señor Carlin -dijo con cierta timidez-, nunca hasta ahora tuvimos un huésped. No comprendo el motivo que impulsó a Jonny a sugerirle que viniese a nuestra casa.
Un ruido en la puerta cortó la conversación y la muchacha miró hacia allí quedando como preocupada.
— Es mi hermano Harp.
Harp Land era un muchacho que más bien parecía un gigante, con ojos azules como la muchacha, que miraban a Carlin con más que aparente hostilidad. Jonny se le acercó inmediatamente y le explicó con brevedad la presencia de Carlin.
— Va a quedarse con nosotros durante un tiempo Harp.
La reacción de Harp Land fue violenta:
— ¿Pero es que te has vuelto loco, Jonny? -preguntó-. No podemos tenerlo entre nosotros.
Disgustado, Carlin hizo ademán de marcharse, pero Jonny Land le detuvo con un gesto. Había una fuerza tranquilizadora e insospechada en su rostro, mientras hablaba en voz baja a su hermano.
— Se va a quedar, Harp. Ya hablaremos de ello más tarde.
Harp Land no contestó y miró a Carlin que no se encontraba a gusto en aquella situación.
Aquellos primitivos terrestres que siempre sospechaban de todo, disputaban ahora por el privilegio de que se quedara o no en aquella grotesca y antigua casa. Como si él tuviese mucho deseo de quedarse; pues al contrario, de ser posible no hubiera permanecido allí ni un minuto más.
— Estoy muy cansado -dijo gravemente- si quisieran enseñarme dónde está la habitación desearía descansar un rato.
Marn lanzó una exclamación a modo de excusa:
— ¡Oh!, lo siento. Claro que tiene que estar cansado. Venga conmigo, señor Carlin.
La muchacha subió la escalera. No había ascensor interior, sino unas antiguas escaleras que subían a la parte alta del piso. La habitación a la cual le condujo la muchacha era tan mala como había sospechado.
Era limpia, naturalmente, como una tacita de plata, pero parecía más bien un museo que un dormitorio a los ojos de Carlin. No había refrigeración y sólo unas ventanas cubiertas con visillos a ambos lados. No había siquiera el más simple video.
La muchacha no se excusó por ello, pues ni siquiera lo consideraba necesario.
— Le subiremos sus equipajes después de cenar -le dijo antes de marcharse.