CAPÍTULO VI
Monstruos que una vez fueron hombres
La mansión del Gobernador se alzaba en medio de un jardín de enormes helechos y arbustos podados con diferentes formas. Se trataba de una gran estructura rectangular, construida de resplandeciente metaleación, al igual que el resto de la ciudad terrícola. Aquella noche, sus múltiples ventanas dejaban vislumbrar la luz del interior.
Curt avanzó en silencio por la arboleda a oscuras. Los brillantes rayos de las tres lunas se colaban por entre las copas de los gigantescos helechos, iluminando su rostro decidido. El aroma de las delicadas pero peligrosas «flores del sueño» flotaba junto a su nariz. En lo alto volaban varios murciélagos lunares, esas misteriosas criaturas aladas e iridiscentes tan propias de Júpiter, que sólo volaban cuando brillaban las tres lunas.
Accedió a un porche del ala oeste de la gran mansión metálica. Sin emitir sonido alguno, el Capitán Futuro avanzó hacia una ventana abierta, por la que salía la brillante luz de varias bombillas de uranita. Observó el interior con atención, y, al momento, reconoció al Gobernador de la colonia terrícola, por los datos que el Presidente le había facilitado.
Sylvanus Quale, el Gobernador colonial, estaba sentado tras un escritorio de metal. Quale era un hombre de unos cincuenta años, de figura corpulenta y voluminosa, cabello gris casi metálico, y un rostro cuadrado, con una impasibilidad casi pétrea. Parecía tan inexcrutable como una estatua. Sus ojos incoloros no mostraban expresión alguna.
El Capitán Futuro vio que Quale hablaba con una joven que vestía un uniforme blanco de enfermera.
—¿Por qué razón el Doctor Britt no ha presentado él, en persona, el informe del Hospital de emergencia, Señorita Randall? —Preguntaba Quale.
—Se ha derrumbado, y está al borde del colapso —replicó ella. Sus ojos se ensombrecieron cuando añadió—. Este terrible asunto está resultando ser demasiado para nosotros.
Curt comprobó que la joven era deslumbrantemente hermosa, incluso con aquel severo uniforme blanco. Sus cabellos oscuros, sueltos y ondulados enmarcaban un rostro pequeño, cuyos labios firmes y ojos color avellana daban una impresión de eficiencia y firme decisión. Aún así, sus ojos mostraban la sombra de un profundo horror.
—Señor Quale, ¿qué vamos a hacer? —la escuchó decir Curt al Gobernador—. Tenemos cerca de trescientos casos de este brote en el Hospital de Emergencia. Y algunos de ellos se están volviendo… aún más repugnantes…
—¿Quiere decir que continúan cambiando, Joan? —Dijo Quale, olvidando por un momento los formalismos oficiales.
La joven asintió, cada vez más pálida.
—Sí. No soy capaz de describirle lo espantoso de los monstruos en los que algunos se han convertido. ¡Y hace tan sólo unos días eran hombres! ¡Debemos hacer algo para detener esto!
Curt penetró en la oficina por la ventana abierta, tan silencioso como una sombra.
—Espero que haya algo que yo pueda hacer para pararlo —dijo con calma.
Joan Randall se dio la vuelta reprimiendo un grito de sobresalto, y Sylvanus Quale se puso en pie de un salto cuando contempló al corpulento joven pelirrojo y de ojos grises que había irrumpido en la habitación, y les miraba con gravedad.
—¿Qué…? ¿Quién…? —Balbuceó el Gobernador, acercándose a un botón de su escritorio.
—No es necesario que llame a los guardias —dijo Curt con impaciencia—. Este anillo puede identificarme.
Curt Newton levantó la mano izquierda. En dicha mano llevaba un anillo con con curioso ornamento. En su zona central había una pequeña y brillante esfera de metal radioactivo, que representaba el sol. Estaba rodeada de nueve elipses concéntricas, sobre cada una de las cuales había montada una joya diminuta.
Las joyas representaban a los nueve planetas. Había una diminuta, de color marrón, para Mercurio, un perla, ligeramente mayor para Venus, y así sucesivamente. Y las joyas se movían muy lentamente, rotando alrededor del minúsculo sol. Accionadas por una batería atómica en miniatura, se movían en exacta concordancia con los planetas que representaban. Aquel anillo único era conocido desde Mercurio a Plutón, como el emblema identificativo del Capitán Futuro.
—¡Pero si es el Capitán Futuro! —Exclamó Quale sobrecogido.
—¿El Capitán Futuro? —Repitió Joan Randall con repentina emoción, mientras observaba al aventurero pelirrojo.
—¿El Presidente Carthew no le notificó que venía de camino? —Preguntó Curt al Gobernador.
Quale asintió rápidamente.
—Me llamó por telepantalla en cuanto salió usted para aquí.
—¿Le habló a alguien de mi visita? —Preguntó Curt con mucho interés.
Escrutó a Quale con atención, mientras aguardaba la respuesta. Si el Gobernador admitía que no se lo había contado a nadie, eso significaría…
Pero Quale volvió a asentir.
—Claro que sí. Se lo dije a Eldred Kells, el vicegobernador, y al Doctor Britt, el jefe de Física planetaria, y también a algunas personas de aquí. Tenía que tranquilizarles… estaban al borde del pánico.
Curt se sintió momentáneamente derrotado. Esa posible pista hacia el Emperador del Espacio acababa de desvanecerse.
Ocultando su decepción, le habló a Quale de su emboscada, y de los dos criminales que ahora estaban atrapados en la luna Callisto.
—Enviaré un crucero de la Patrulla Planetaria para que los recoja —prometió Quale rápidamente.
En ese momento se abrió una puerta. Un hombre de unos treinta años, alto y de cabello rubio, ataviado con un mono espacial, entró en la oficina. Sus rasgos, severos y fuertes, estaban marcados por la tensión.
—¿Qué ocurre, Kells? —Preguntó Sylvanus Quale.
Eldred Kells, el vicegobernador, miró a Curt asombrado. Entonces, cuando sus ojos se posaron en el anillo del aventurero pelirrojo, su rostro se iluminó de esperanza.
—¡El Capitán Futuro… está aquí! —Exclamó—. ¡Gracias a Dios! ¡Quizás usted pueda hacer algo para poner fin a este horror!
Kells se dirigió entonces a su superior.
—Lucas Brewer y el joven Mark Canning están aquí, señor. Acaban de llegar de Jungletown. Creo que allí las cosas se están poniendo horribles.
Quale se volvió hacia el Capitán Futuro.
—Brewer es el presidente de «Minas Jovianas», una pequeña compañía que es propietaria de una mina de radium, al norte de Jungletown —explicó—. Mark Canning es su capataz.
—Recuerdo haber oído hablar antes de este tal Brewer —dijo Curt frunciendo el ceño—. En Saturno, hace tres años.
Kells regresó un momento después, junto a los dos hombres que había mencionado.
Lucas Brewer, el propietario de la mina, era un hombre obeso de unos cuarenta años, con unos ojos oscuros y pequeños y un rostro fofo que denotaba esa falta de compasión típica de los que viven demasiado bien.
Mark Canning, su capataz, era un joven apuesto, de tez oscura y mirada nerviosa. Miró con ansiedad a Joan Randall, pero la hermosa enfermera evitó su mirada.
—¡Quale, tiene que hacer algo! —Dijo con énfasis Lucas Brewer nada más entrar—. Esto está empezando a ser…
Se detuvo de repente, cuando sus ojos se posaron sobre el Capitán Futuro. Sus ojos mostraron que le había reconocido.
—Pero si es… —empezó a decir.
—Sí. Es el Capitán Futuro —dijo Quale—. Recuerde que le dije que estaba en camino.
Curt observó algo parecido a la aprensión en los pequeños ojos de Brewer. También le pareció que el rostro del joven Mark Canning mostraba cierta incomodidad.
Curt odiaba al tipo de empresarios y promotores a los que pertenecía Brewer. Ya se había encontrado antes con ellos, en muchos planetas. Eran estafadores implacables, cuya avaricia terminaba por conducir a la miseria tanto a los colonos terrícolas como a los nativos planetarios.
—Desde luego, he oído hablar mucho de usted, Capitán Futuro —dijo Brewer con tono dudoso.
—También yo he oído algo acerca de sus actividades en Saturno, hace un par de años —dijo Curt con desagrado. De repente cambió de tema, y espetó—. ¿Por qué han viajado hasta aquí desde Jungletown en plena noche?
—¡Porque las cosas se están poniendo muy mal en Jungletown! —Declaró Brewer—. Tenemos ya más de quinientos casos de la epidemia. El hospital está abarrotado y no da abasto, y deseaba presionar a Quale para se hiciera algo para terminar con esta horrible situación. Cualquiera de los presentes puede ser el siguiente en contraer la enfermedad, o lo que sea… ¡A lo mejor me toca a mí!
El Capitán Futuro miró con desdén al obeso empresario. Pero fue Eldred Kells quien, indignado, le respondió:
—No podremos detener la plaga hasta que no sepamos qué es lo que la provoca —se defendió el vicegobernador.
—¿Dónde empezó todo? —Quiso saber Curt.
Fue Quale quien respondió.
—Arriba, en la selva. En Jungletown, a varios cientos de kilómetros al norte de aquí. Es una villa de reciente construcción. Creció debido a los numerosos yacimientos de radium y uranio que hay por las cercanías. El lugar está muy próximo a la orilla sur del Mar de Fuego, y alberga a varios miles de ingenieros y mineros terrícolas, así como a las empresas que los emplean.
»Los primeros casos se dieron en unos pocos mineros de radium —continuó Quale—. Salieron de la jungla ya transformados en criaturas simiescas. Desde entonces, a cada día que pasa, el mal afecta a más y más gente. La mayoría de los casos habían estado en Jungletown, pero también hay un gran número de ellos aquí, en Jovópolis, y en otras ciudades.
—Estamos completamente a oscuras sobre la causa de esta espantosa enfermedad —añadió Eldred Kells desesperanzado.
—No es una enfermedad —dijo Curt con gravedad—. Está siendo provocada deliberadamente.
—¡Imposible! —Exclamó Lucas Brewer—. ¿Qué hombre sería capaz de hacer una felonía semejante?
—Yo no estaría tan seguro de que es un hombre el responsable —respondió el Capitán Futuro—. El único responsable de todo esto se hace llamar… El Emperador del Espacio.
Mientras pronunciaba el nombre, observó sus rostros con atención. Brewer se puso blanco. El joven Mark Caning se estremeció incómodo. Pero Kells y el Gobernador sólo parecieron desconcertados.
—¿Alguno de ustedes había oído antes ese nombre? —Quiso saber Curt.
Todos ellos negaron con la cabeza. Rápidamente, Curt tomó una decisión.
—Deseo ver a las víctimas que tienen aquí, en Jovópolis —declaró—. Me gustaría estudiarles. ¿Han mencionado antes un Hospital de Emergencia donde les tenían confinados?
Sylvanus Quale asintió.
—Hemos convertido nuestra Prisión Colonial en un Hospital de emergencia. Sólo allí podíamos contener a esas… criaturas. La señorita Randall y yo podemos llevarle allí.
La corpulenta figura de Curt salió junto al Gobernador y la enfermera, y cruzó los salones de la mansión. Emergieron a la cálida y sofocante noche, que en aquellos instantes sólo estaba iluminada por las lunas Io y Europa.
Las dos resplandecientes lunas arrojaron extrañas sombras por encima de las copas de los helechos, mientras ellos cruzaban los jardines. Los edificios que albergaban el gobierno colonial rodeaban la plaza alrededor de la mansión del Gobernador. El Hospital de Emergencia, antigua prisión, era una construcción de descomunal tamaño, rodeada de impresionantes muros blancos de metal sintético.
Al entrar en el vestíbulo, en el que unos guardias de aspecto crispado vigilaban el acceso, un ordenanza se dirigió al Gobernador.
—Hay un mensaje urgente para usted en la telepantalla, señor. Es de Jungletown —dijo a Sylvanus Quale.
—Creo que debo irme para responder a esa llamada —dijo Quale al Capitán Futuro—. La señorita Randall le mostrará los casos de regresión.
La joven le guió por el vestíbulo hasta el pasillo principal de la prisión, que se hallaba brillantemente iluminado. Se dirigió hacia una pesada puerta de metal macizo, que daba acceso al primer bloque de celdas. Una vez allí, tocó un interruptor en el exterior de la puerta, y escucharon el chasquido de la cerradura.
Entraron en el bloque de celdas. Se trataba de barracones sin ventanas, construidos con gruesas paredes metálicas e iluminados con media docena de resplandecientes bombillas de uranita. Las puertas de las celdas estaban alineadas a cada lado del corredor por el que avanzaban.
—Tenemos casos con distintos grados de evolución —dijo a Curt—. Algunos de ellos son recientes, y tan sólo muestran su apariencia simiesca. Pero hay otros que… puede verlo usted mismo.
Curt avanzó por el pasillo de celdas, asomándose a las ventanillas de las puertas.
El interior de las celdas contenía un horror que iba más allá de la peor pesadilla. En algunas había enormes criaturas parecidas a gorilas, que golpeaban las puertas con sus puños peludos mientras rugían de rabia.
En otras había unas criaturas que eran incluso más bestiales, animales cuadrúpedos con cuerpos deformados, ojos ardientes y salvajes y unas mandíbulas abiertas, de afilados y babeantes colmillos. E, incluso, otras celdas contenían casos aún peores: repugnantes monstruos verdes y reptilescos, que se arrastraban sobre cuatro patas y reptaban por la puerta intentando atacar a Curt y a Joan Randall.
El Capitán Futuro quedó sacudido por el mayor arrebato de rabia que hubiera sentido jamás. Nunca antes, en ninguno de los nueve mundos, había encontrado un horror como este. Se sentía en presencia de algo absolutamente antinatural y monstruoso.
—Que Dios ayude al demonio que ha causado esto, cuando le ponga las manos encima —murmuró entre dientes.
Joan Randall, que le había acompañado por todo el pasillo, le miró a la cara.
—Si ha sido un terrícola el que lo ha provocado, tengo una sospecha respecto a su identidad, Capitán Futuro —dijo.
Extrajo una pequeña chapa de su bolsillo y se la mostró. Mostraba las iniciales «P.P.»
—Soy una agente secreto de la Policía Planetaria —explicó—. Nos hemos ido desplegando por diferentes sectores en cuanto comenzó todo este asunto.
—¿De quién sospechas? —Preguntó Curt con familiaridad.
Antes de que la joven pudiera contestar, se produjo una sobrecogedora interrupción. Acababa de sonar el chasquido de la cerradura del bloque de celdas.
—¡Alguien nos ha encerrado! —Exclamó Joan.
Curt saltó hacia la puerta. No había modo alguno de abrirla, ya que la cerradura sólo se activaba mediante el interruptor que había al otro lado.
—¡Es una trampa! —Declaró.
Empuñó su pistola de protones, apuntó hacia la puerta, y dejó escapar un resplandeciente rayo de fuerza. Pero la gruesa capa de metal artificial resistió la andanada. La superficie parecía ennegrecida, pero sin una sola grieta.
—¿Hay algún otro modo de salir de aquí? —Preguntó el Capitán Futuro.
—No. Recuerda que esto era una prisión —respondió Joan—. La ventilación es indirecta, y todo el lugar está a prueba de rayos y de sonidos.
—¿Qué demonios es eso? —Exclamó Curt.
Acababa de escucharse una multitud de ensordecedores chasquidos simultáneos, y todas las puertas de las celdas que daban al pasillos se habían abierto.
Joan se quedó mortalmente pálida.
—¡Se han abierto las celdas! —Exclamó—. Sus puertas están controladas por un interruptor que hay fuera… ¡Y alguien ha accionado ese interruptor!
No pudo evitar emitir un grito de pavor.
—Mira… Ya vienen…
Tras la apertura de las puertas de las celdas, las espantosas criaturas que había dentro comenzaron a salir.
Un ser enorme y peludo salió al corredor; luego otro; después una de esas bestias cuadrúpedas de mirada feral, y luego una de las monstruosidades reptantes.
El Capitán Futuro sintió que Joan Randall se apretaba contra él, aterrorizada. Los monstruos salían al pasillo… monstruos que, una vez, habían sido hombres. Habían sentido la presencia del hombre y la mujer, y comenzaron a avanzar por el pasillo, en dirección a ellos.