CAPÍTULO III
Emboscada en el Espacio
Más allá de la órbita de Marte, poco después del peligroso y vertiginoso cinturón de asteroides, una pequeña nave avanzaba con increíble rapidez. Con una forma extraña, que recordaba a una gota o una lágrima, y propulsada por unos cohetes cuyo diseño secreto le otorgaban una potencia y una velocidad que superaba a todas las demás naves, viajaba ahora a una velocidad que hacía honor a su nombre: El Cometa.
En el interior del Cometa, en la cabina de proa de paredes transparentes, que contenía la sala de control, Grag, el robot, estaba de guardia. El gran robot se sentaba absolutamente rígido e inmóvil, mientras sus dedos de metal descansaban sobre las palancas que regulaban el flujo de energía atómica para los cohetes propulsores. Sus ojos fotoeléctricos miraban hacia delante, sin moverse.
Curt Newton se hallaba detrás del robot, con sus manos descansando familiarmente sobre el hombro metálico de Grag, mientras él, también, miraba hacia delante, a la enorme esfera blanca de Júpiter.
—Veinticuatro horas más a esta velocidad, y estaremos allí, Grag —comentó pensativo el joven grandullón.
—Sí, jefe —respondió sencillamente el robot, con su atronadora voz mecánica—. ¿Y luego qué?
Curt entrecerró los ojos.
—Bueno, pues encontraremos a ese tal Emperador del Espacio que ha traído el terror al planeta, y le llevaremos preso a la Tierra. Eso es todo.
—¿Crees que resultará tan fácil, jefe? —Preguntó el robot en tono escéptico.
El Capitán Futuro se rió en voz alta.
—Grag, la ironía te supera. La verdad es que promete ser un trabajo condenadamente duro… seguramente el más difícil que hayamos realizado hasta el momento. Pero tendremos éxito. Debemos tenerlo.
Su rostro adquirió un matiz sombrío.
—Este asunto es muy grave… lo bastante como para poner en peligro a todo el Sistema Solar, si no conseguimos pararlo a tiempo.
Se estaba acordando del aterrorizado rostro de James Carthew, y de la desesperada petición de su voz temblorosa.
—Harás todo lo que puedas en Júpiter, ¿verdad, Capitán Futuro? —Le había rogado el Presidente—. Este horror… hombres convirtiéndose en bestias, y retrocediendo el camino de la evolución… ¡Esto no puede continuar!
—Y no lo hará si puedo evitarlo —había prometido Curt, con una voz firme como el acero—. Sea quién sea o sea lo que sea ese Emperador del Espacio, le encontraremos y derrotaremos, o nos dejaremos la vida en el intento.
Ahora, Curt estaba meditando acerca de esa promesa. Sabía muy bien cuán difícil iba a ser de cumplir. Aunque, a pesar de todo, la perspectiva de una empresa tan arriesgada le hacía sentir extrañamente exultante.
El peligro era, para el alma aventurera de Curt, como un vino aromático. Lo había afrontado en los pantanos venenosos de Venus, en las negras cavernas sin sol de Urano y en el infierno helado de Plutón. Y siempre, cuando el peligro era más grande, era cuando se había sentido más vivo.
Grag rompió el silencio. El robot aún miraba hacia delante, con sus extraños ojos fotoeléctricos apuntando hacia Júpiter.
—Júpiter es un mundo enorme, jefe —rugió pensativo—. Nos llevó mucho tiempo encontrar a los Señores del Poder cuando aterrizaron allí, huyendo de nosotros.
Curt asintió, recordando aquella implacable caza de unos criminales de los planetas exteriores que habían pretendido refugiarse en el planeta gigante. Aquello había sido el final de una increíble batalla que él, y sus tres camaradas, habían comenzado en Plutón, y que les había llevado hasta el colosal planeta que ahora tenían delante.
—Puede que nos lleve incluso más tiempo encontrar a este Emperador del Espacio, pero lo lograremos —dijo con determinación.
Reinó el silencio, excepto por el murmullo de los ciclotrones de la popa del Cometa, y por el apagado retumbar de la energía atómica que producían, según iba saliendo por los tubos de eyección. Entonces, el hombre sintético entró en la sala de control.
—Llegas tarde, Otho —tronó el robot, girándose severamente hacia el androide—. Tenías que haberme relevado hace media hora.
La boca sin labios de Otho se abrió para dejar escapar una carcajada burlona. Sus ojos verdes brillaron de ironía.
—¿Y eso a ti qué más te da, Grag? —Preguntó en tono burlón—. Tú no eres un hombre, de modo que no necesitas descansar.
El increíble vozarrón de Grag tronó estruendosamente:
—¡Yo soy tan hombre como puedas serlo tú! —Declaró.
—¿TÚ? ¿Una máquina de metal? —le chinchó Otho—. Pero si los hombres no están hechos de metal… están hechos de carne, como yo.
La siseante y sardónica voz del androide consiguió despertar la rudimentaria capacidad de indignación de Grag. Apesadumbrado, volvió hacia el Capitán Futuro su inhumano rostro de metal.
—¿Acaso no soy tan humano como Otho, jefe? —Inquirió.
—Otho, deja de pinchar a Grag y toma los mandos —ordenó firmemente Curt Newton.
Aún así, mientras el androide obedecía, los ojos grises del Capitán Futuro mostraron un brillo de diversión.
Curt adoraba a sus tres compañeros inhumanos: el enorme y simplón robot, el fiero y nervioso androide y el áspero y austero Cerebro. Sabía que poseían un corazón más firme y más lealtad de la que habría podido encontrar en cualquier camarada humano.
Y aún así, disfrutaba en secreto de aquellas continuas trifulcas entre Otho y Grag. Tanto el robot como el androide deseaban ser humanos, o casi humanos. Y el hecho de que Otho fuera más humanoide era una continua causa de irritación para el grandullón Grag.
—Puedo hacer casi las mismas cosas que puede hacer Otho —le estaba diciendo Grag, presa de la ansiedad—. Y soy mucho más fuerte que él.
—Las máquinas son fuertes —se regodeó Otho—. Pero siguen siendo máquinas…
—Vamos, ven conmigo, Grag —dijo Curt al robot, al ver que la criatura de metal estaba realmente enfadada.
El robot le siguió hasta la cabina central, que ocupaba la sección media del Cometa.
Los ojos lenticulares de Simon le miraron inquisitivamente. La caja transparente del Cerebro descansaba sobre un estante especial, que contenía un ingenioso dispositivo que, automáticamente, mostraba todo el vasto trabajo científico microfilmado que el Cerebro necesitara consultar.
—¿Qué diablos pasaba en la cabina? —Carraspeó Wright.
—Sólo era Otho, atormentando a Grag como de costumbre —le dijo Curt—. Nada serio.
—Pero él, de verdad, no es más humano de lo que lo soy yo, ¿verdad jefe? —Volvió a preguntar el enorme robot, lleno de ansiedad.
—Por supuesto que no, Grag —respondió el Capitán Futuro con los ojos brillantes, mientras su mano se posaba afectuosa sobre el hombro de metal—. Ya deberías saberlo con la suficiente certeza como para ignorar las puyas de Otho.
—Sí —carraspeó Simon Wright al robot—. Además, el hecho de ser humano no es un motivo de orgullo, Grag. Yo fui humano una vez, y no fui más feliz de lo que soy ahora.
—Ve atrás y comprueba los ciclotrones, Grag —dijo Curt al robot, y la gran criatura de metal cruzó obediente la cabina hasta la sala de máquinas de la popa.
Los ojos grises del Capitán Futuro miraron inquisitivamente a las lentes oculares del Cerebro.
—¿Has encontrado ya alguna pista, Simon?
—No —respondió sobriamente el Cerebro—. En ninguno de los registros de toda la ciencia humana he podido encontrar datos acerca de este horripilante método de provocar esta maldición… esta regresión.
—Sin embargo alguien ha debido lograrlo en algún momento… porque lo están poniendo en práctica ahora mismo —musitó Curt—. Y eso significa que, en esta ocasión, no enfrentamos a un enemigo que, de algún modo, ha ido más allá de la ciencia conocida… ¡Más allá, incluso, de lo que hemos ido nosotros!
Con los ojos a medio cerrar, sin mirar a ningún sitio en concreto, el aventurero pelirrojo paseó la vista por la cabina, con la mente ensimismada.
La cabina central era una maravilla de la condensación de espacio, con pequeños laboratorios de investigación que abarcaban todas las ramas de la ciencia. Había un nicho dedicado a la química, que contenía frascos de todos los elementos conocidos por la ciencia; una sección astronómica que incluía un electro-telescopio, un electro-espectroscopio, y un archivo exhaustivo de todos los planetas, satélites y estrellas de cierta magnitud.
Poseían ejemplos de las atmósferas de todos los planetas, satélites y asteroides. Y una división botánica que contenía especímenes de plantas y drogas vegetales de numerosos mundos.
Además de todo este equipo, contaban con numerosos instrumentos que habían sido diseñados por el Capitán Futuro y por Simon Wright, y que resultaban desconocidos para la ciencia convencional. Un pequeño contenedor contenía, microfilmados, todos los monográficos y libros científicos publicados jamás. Era una de aquellas fichas microfilmadas la que había estado consultando el Cerebro.
—Conozco a todos los biólogos más o menos notables del Sistema en la actualidad —dijo el Cerebro—. Ninguno de ellos podría haber descubierto el secreto de cómo retroceder en la evolución.
—¿Podría este descubrimiento haber sido realizado por un científico completamente desconocido? —Preguntó Curt.
—Eso parece bastante improbable —respondió lentamente el Cerebro—. En esto hay un misterio muy grande que no soy capaz de resolver, muchacho.
El bronceado rostro de Curt se endureció.
—No tardaremos en resolverlo —afirmó—. Tenemos que hacerlo, si queremos detener todo esto.
Con ademán pensativo, extrajo de un estante un instrumento musical de forma semiesférica. Distraídamente, rozó sus cuerdas, extrayendo de él unas notas extrañas y hechizantes.
El instrumento en cuestión era una guitarra venusiana de veinte cuerdas, con dos parejas de diez cuerdas dispuestas sobre una semiesfera de metal. Pocos terrícolas eran capaces de tañer aquel complicado instrumento, pero el Capitán Futuro tenía el hábito de hacerlo sonar cuando su mente vagaba abstraída.
Los ojos lenticulares de Wright le miraron molestos.
—Me gustaría que dejaras de una vez de tocar esa cosa —se quejó—. ¿Cómo voy a concentrarme en la lectura si no paras de emitir esas notas tan desagradables?
Curt le sonrió al Cerebro.
—Ya que no eres capaz de apreciar la buena música, será mejor que vaya a la sala de control —dijo en tono jocoso.
Veinte horas después, la pequeña nave con forma de gota desaceleró su velocidad, mientras se acercaba al gigantesco mundo que tenía delante.
Júpiter se alzaba ante ellos como un coloso. Se trataba de una esfera enorme, de un blanco resplandeciente, orbitado por once lunas, y cubierto por unas densas nubes atmosféricas, que casi ocultaban la franja púrpura del Mar de Fuego, que antaño los hombres llamaran «El Gran Punto Rojo». Se trataba de un planeta que era cientos de veces más grande que la Tierra, un mundo cuyos cincuenta continentes repletos de junglas, y separados por vastos océanos, permanecía aún casi inexplorado por completo.
Por lo que Curt sabía, tan sólo en el continente del sur, Ecuatoria, se habían producido asentamientos terrícolas. Una vez allí, habían despejado las enmarañadas junglas, para poder construir ciudades y poner en marcha plantaciones y yacimientos mineros, empleando como obreros a los nativos jovianos. Pero sólo una pequeña parte del sur de Ecuatoria estaba cartografiado. El resto estaba sin explorar: una selva densa y sofocante, que se extendía hasta el norte, hasta el Mar de Fuego.
Curt Newton manipuló los controles, y sus tres camaradas inhumanos entraron en la sala de control mientras él, con pericia, iniciaba la aproximación. Pasaron como un destello junto a la esfera gris de Callisto, la más exterior de las cuatro lunas más grandes de Júpiter, acercándose más y más al planeta gigante.
—¿Piensas aterrizar en Jovópolis? —Preguntó Simon Wright con su voz metálica.
El Capitán Futuro asintió.
—Es la capital de la colonia terrícola, de modo que ahí es donde debe estar el corazón de esta amenaza.
De repente, sonó una campana de alarma en medio del complicado panel de instrumentos científicos.
—¡Una alarma de proximidad! —Exclamó Curt—. ¡Hay otra nave en el espacio, muy cerca de nosotros!
—¡Están justo detrás nuestro! —Gritó Otho—. ¡Es una emboscada!
Curt miró hacia atrás, por el curvilíneo panel transparente con forma de gota. Una nave espacial, pequeña y oscura, acababa de emerger desde detrás de la órbita de Callisto, y de su proa emergió una llamarada de energía atómica, lanzada en dirección al Cometa.
Ningún otro piloto espacial en todo el Sistema podría haberse movido con la suficiente rapidez como para esquivar aquella bola de energía. Pero el Capitán Futuro había entrenado sus reflejos desde la infancia, hasta lograr una velocidad sobrehumana.
El Cometa se inclinó a un lado, con un destello de sus cohetes de babor, justo a tiempo de evitar la bola de energía, que pasó justo al lado. Antes de que el atacante, que volaba en su estela, pudiera disparar de nuevo, Curt newton había actuado.
Su mano bronceada golpeó un botón rojo que había junto a los controles manuales. Al instante, ocurrió un hecho asombroso.
De los reactores del Cometa surgió una tremenda descarga de partículas diminutas y brillantes. Casi al instante, formaron una enorme nube que cubrió por completo la pequeña nave con forma de gota, ocultándola de la vista, y haciendo que dejara tras de sí una larga estela resplandeciente.
El Cometa se había convertido, según parecía, en lo mismo que le daba su nombre… ¡En un Cometa! Aquel era el método que Curt Newton tenía para camuflar su nave, cuando deseaba no ser detectado en el espacio, o cuando deseaba confundir a otra nave enemiga. El efecto se producía por una poderosa descarga de iones, o átomos electrificados, emitidos por un generador especial, y liberados a través de los cohetes reactores.
—¡Voy a ir a por ellos! —Informó Curt al androide—. ¡Estate listo para lanzarles nuestro rayo de protones, Otho!
—¡Les voy a borrar del espacio! —Exclamó fieramente el androide, mientras saltaba a la carlinga del arma de protones.
—¡No! ¡Quiero vivos a esos hombres, si podemos conseguirlo! —Espetó el Capitán Futuro—. Intenta derribarles alcanzándoles en la cola… eso les obligará a alunizar en Callisto.
Mientras Curt giraba el Cometa, la pequeña nave atacante se acercó para lanzar otro cruel ataque, dejando escapar otra terrible descarga de energía de sus cañones.
—¡Así que queréis jugar! ¿Eh? —Sonrió Curt—. ¡Eso está bien!
El Capitán Futuro había evitado las letales ráfagas de energía mediante un velocísimo giro del Cometa, que no había variado su rumbo más que por unos instantes.
Ahora, envió a su pequeña nave, aún envuelta en su brillante nube protectora, directamente sobre el enemigo, antes de que éste pudiera girar.
—Ahora… ¡Lánzales nuestros rayos, Otho! —Exclamó el Capitán Futuro.
El androide obedeció. Unos blanquecinos rayos de protones surgieron del casco del Cometa y atravesaron la estela de la negra nave enemiga.
—¡He fallado! —siseó Otho, con amarga decepción.
—¡Están intentando escapar, jefe! —Tronó Grag, extendiendo su brazo metálico.
La nave negra, con sus ocupantes aparentemente indiferentes ante la proximidad de los rayos de protones, estaba virando para huir, alejándose en el espacio.
—Es más fácil empezar un combate que escapar de él, amigos míos —musitó Curt, accionando dos toberas de impulso—. Y ahora vais a descubrirlo.
Como un resplandeciente haz de luz, el Cometa se lanzó en pos de la nave enemiga. El perseguido y su perseguidor se lanzaron por las profundidades del espacio a una velocidad de pesadilla.
Curt sintió cómo su pulso le latía por la emoción, mientras guiaba su nave a aquella velocidad terrorífica. Para el Capitán Futuro, eso era la vida… un torbellino salvaje y un destello de batallas allí, en el espacio exterior, que era donde se sentía como en su casa.
—¡Inténtalo de nuevo, Otho! —Exclamó un momento después.
El Cometa se había situado en la estela de la nave fugitiva. El androide no tardó en volver a lanzar una andanada de rayos de protones.
Los rayos partieron la tercera parte de la cola de la nave negra, averiándola. Con sus toberas medio desintegradas, e inútiles, fue reduciendo su salvaje velocidad, hasta quedar casi inmóvil, flotando en el espacio. Entonces, comenzó a precipitarse cada vez más rápido hacia la cercana luna Callisto.
—¡Les hemos dado bien! —Exclamó el Capitán Futuro, con sus ojos grises brillando de emoción—. Están cayendo en Callisto, y nosotros alunizaremos junto a ellos. De ese modo, capturaremos a quien sea que pilota esa nave.
—¿Crees que puede haberlos enviado el Emperador del Espacio… esa misteriosa figura que está detrás del horror de Júpiter… para tendernos una emboscada? —Carraspeó Simon Wright.
—¡Seguro que ha sido así! —Declaró Otho—. El Emperador del Espacio, sea quien sea, no quiere que el Capitán Futuro llegue a Júpiter para poder investigarle.
Curt Newton le interrumpió; sus ojos grises mostraban un extraño brillo.
—¡Pero esto puede proporcionarnos un rastro fresco que nos lleve hasta el Emperador del Espacio! Si pudiéramos capturar a los hombres de esa nave, y hacerles hablar…
La negra nave enemiga estaba trazando una órbita en espiral alrededor de Callisto, acercándose más y más a la desolada superficie gris de aquella luna. Curt mantuvo al Cometa tras la estela de la otra nave, pero lo bastante lejos como para mantenerse fuera del alcance de sus armas de plasma, y con el dispositivo de carga de iones ya desconectado.
—Pero muchacho —dijo la áspera voz de Simon Wright—. ¿Cómo podía saber el Emperador del Espacio que el Capitán Futuro se dirigía a Júpiter? La única persona de aquí a quien el Presidente lo habrá notificado debe ser el Gobernador Planetario.
—Sí —dijo Curt de un modo significativo—. Y eso puede proporcionarnos otra pista hacia él. Pero ahora mismo, nuestra mejor opción es obtener información de los hombres de esa nave.
El cerebro de Curt vibraba de ávida esperanza. Su misterioso enemigo acababa de atacarle, antes incluso de llegar a Júpiter. Pero bien podía ser que el ataque de esta mente oculta se acabara volviendo contra su instigador.
—¡Estamos aproximándonos a la superficie de Callisto, jefe! —Tronó el vozarrón de Grag.
Abajo, a través de la tenue atmósfera de Callisto, la nave negra se precipitaba contra el suelo a toda velocidad. Aún así, el Cometa continuaba pegado a su estela, siguiéndola implacablemente hacia la desolada superficie de la enorme luna…