CAPÍTULO V
El poder del Emperador del Espacio
Júpiter, al igual que todos los planetas exteriores, fue, hace tiempo, considerado inviable para ser habitado por terrícolas. Antes de que comenzara de verdad la exploración interplanetaria, se pensaba que el mundo gigantesco resultaba demasiado frío, su atmósfera demasiado venenosa, con todo ese metano y amoniaco, y su gravedad demasiado grande como para albergar vida humana.
Pero el primer terrícola que visitó Júpiter descubrió que el núcleo radioactivo interno del gran planeta mantenía un clima tropical en todo el orbe. Se descubrió también que el metano y el amoniaco existían sólo en las capas superiores de la atmósfera. Las capas más bajas resultaban bastante respirables. Y la invención de los ecualizadores de gravedad había resuelto el problema de su poderosa gravedad.
Saliendo de la oscuridad del espacio, en dirección a la cara oscura del descomunal planeta, y hendiendo su atmósfera como si fuera un cuchillo, el Cometa llegaba a su destino.
El Capitán Futuro, junto a Grag, se encargaba de los controles, y el disfrazado Otho y Simon Wright se hallaban detrás de ellos. El aventurero pelirrojo estaba tenso, presa de una fiera esperanza, mientras miraba hacia delante.
—Aquí estamos —musitó por fin Curt, hablando por encima del hombro—. Nos encontramos al Oeste de Ecuatoria Sur.
—No muy al Oeste, espero —carraspeó Simon Wright desde el pedestal especial en el que descansaba su tanque de suero.
Bajo ellos se extendía un vasto océano, bañado por la luz plateada de las tres lunas. Era uno de los treinta enormes mares del planeta rey, una interminable extensión de agua, cuya superficie, iluminada por las lunas, lanzaba destellos al cielo nocturno.
Curt dejó de descender, y ahora el Cometa avanzaba rugiendo hacia el Este, volando bajo sobre el océano plateado. Bajo los brillantes rayos de Europa, Ganímedes e Io, aquella desolación de agua se extendía por todo el horizonte en magnífico esplendor.
Unos Murciélagos Nocturnos —esos insólitos pájaros jovianos que, por alguna extraña razón, no vuelan jamás, excepto cuando brillan las lunas—, se movían en círculos sobre las aguas. Sus anchas alas brillaban bajo la luz plateada con una asombrosa iridiscencia, debida a un peculiar efecto fotoquímico.
Bancos de peces-llama —un extraño pez que brilla con luz propia debido a su hábito de alimentarse con algas radioactivas—, nadaban casi en la superficie. La cabeza triple de una Hidra —una especie de gran serpiente marina que siempre solía moverse en grupos de dos o tres animales—, se asomó por encima del oleaje. A lo lejos, al Norte, un «paralizador», un enorme disco plano de carne blanca, emergió del mar iluminado por las lunas, y volvió a sumergirse con un impacto que dejaba paralizados a todos los peces de las cercanías, convirtiéndoles en una presa fácil.
El Cometa continuó avanzando por encima de aquel mar plateado, que bullía de extrañas formas de vida. Bajo las tres grandes lunas, la nave con forma de lágrima cruzaba la atmósfera como si fuera un meteoro, dirigiéndose a la peligrosa cita que Curt Newton había decidido concertar.
—Se ven luces ahí delante, jefe —tronó Grag, cuyos ojos fotoeléctricos escrutaban en la distancia.
—Sí, estamos en la región de Ecuatoria Sur —dijo Curt—. Esas de allí son las luces de Jovópolis.
Frente a ellos, en la lejanía, se alzaba una costa negra sobre el océano iluminado por las lunas. Un poco más adentro se apreciaba una gran concentración de luces, entre las que dominaban los focos rojos y verdes de la torre del espaciopuerto.
Más allá, las luces de la ciudad se extendían por la negra oscuridad hasta las grandes plantaciones, y hasta la densa jungla que los rodeaba. En el horizonte, el cielo estaba coloreado con una insólita aurora de rayos rojos… El resplandor carmesí que desprendía el lejano Mar de Fuego.
—Sólo Saturno puede ofrecer unas noches más hermosas que estas —dijo Curt, sintiendo cómo aquella extraña belleza le hacía olvidar, un momento, su tensión.
—¿No irás a posarte abiertamente en Jovópolis? —Preguntó Simon Wright.
El Capitán Futuro sacudió su cabeza pelirroja.
—No. Nos posaremos discretamente al borde el espaciopuerto.
El Cometa se deslizó en silencio por la costa, con el ruido de sus cohetes amortiguado por el tremendo oleaje de la marea joviana, provocada por la acción de tres lunas. Silenciosa como una sombra, la pequeña nave con forma de gota se aproximó al espaciopuerto, evitando los muelles de atraque y posándose en una zona poco iluminada al borde del recinto.
Curt Newton apagó los ciclotrones y se levantó de su asiento. Había activado ya su ecualizador de gravedad, de modo que no sintió el poder de la apabullante gravedad joviana.
—Otho y yo debemos darnos prisa —dijo excitado—. Tenemos que estar en la guarida de Orris cuando el Emperador del Espacio acuda a verle.
—¿No puedo ir yo también, jefe? —Tronó el grandullón Grag.
—Tú nunca podrías hacerte pasar por un hombre —se burló Otho—. Al primer vistazo que le echaran a tu cara de metal, ya nos habrías delatado.
Grag se giró enfadado hacia el androide, pero el Capitán Futuro se interpuso velozmente ante los dos.
—Debes quedarte aquí con Simon, y cuidar del Cometa, Grag —dijo—. No tardaremos en volver, si podemos capturar al que buscamos.
—Ten cuidado, muchacho —murmuró El Cerebro—. Este Emperador del Espacio parece el antagonista más peligroso al que nos hallamos enfrentado jamás.
Curt sonrió complacido.
—Un villano digno de nosotros, ¿eh? No te preocupes, Simon. ¡No pienso subestimarle!
Curt y Otho salieron del Cometa y se dirigieron hacia la brillantemente iluminada Calle de los Marinos Espaciales, que se extendía hacia el Este desde el espaciopuerto. La noche joviana se cernía, densa y suave, a su alrededor, con el cálido aire cargado con los fétidos olores de su extraña vegetación. Las tres brillantes lunas arrojaban una curiosa multitud de sombras en torno a ellos.
Curt conocía bien la Calle de los Marinos Espaciales. Por lo general, hervía de gente dura, pues sus tabernas de dudosa reputación albergaban a terrícolas que conocían tanto los pantanos de Venus como los desiertos de Marte, o el helado Plutón… hombres que llevaban allí sólo unos días, y que, seguramente, se irían para no volver.
Curt sabía que la Calle se encontraba bastante menos atestada de lo habitual. La mescolanza del gentío parecía moverse con cierta preocupación, y no había demasiado tráfico de automóviles cohete. Muchos terrícolas, bronceados por el espacio, bebían en las sórdidas tabernas, pero lo hacían con un silencio que no era natural. Para los agudos ojos de Curt, parecía evidente que la sombra de aquella terrible plaga planeaba sobre la ciudad.
En la calle había muchos jovianos, los nativos planetarios de aquel mundo. Eran criaturas humanoides, y su tamaño era similar al del hombre, pero sus cuerpos de piel verde eran más enjutos que los humanos. Sus cabezas eran pequeñas, redondas y sin cabello, con grandes ojos negros… y sus brazos y piernas terminaban en extrañas aletas, en vez de en manos o pies.
Su vestimenta consistía en un ligero arnés de cuero negro. Parecían mirar a los terrícolas con hostilidad y desconfianza.
—Parece que a los jovianos no les gustan demasiado los terrícolas —musitó Otho.
Curt entrecerró ligeramente los ojos.
—Si tenemos en cuenta lo que nos dijo Orris, ha sido el Emperador del Espacio el que les ha incitado a ser hostiles.
—¡Cuidado! —Aulló de repente una voz en medio del gentío—. ¡Este lo ha pillado!
—¡Una regresión! ¡Alejaos! —Rugieron otras voces.
Curt vio que los hombres se alejaban de un terrícola que había estado caminando como mareado por en medio de la calle, pero que ahora se golpeaba el pecho, abría la boca y miraba, con ojos bestiales, a su alrededor.
Todos se apartaron de aquel hombre, tan súbitamente aquejado por la terrible enfermedad regresiva. Durante un momento reinó un helado silencio en la calle, sólo roto por los alaridos del afectado. Entonces se escucharon sirenas y un coche cohete irrumpió en la calle.
Dos celadores de hospital, de rostros sombríos, agarraron con fuerza al enfermo, le arrojaron al interior de la ambulancia, y se alejaron a toda velocidad.
Un tenso silencio reinó en aquel lugar, pareciendo durar una eternidad en la que los hombres se miraban unos a otros intranquilos. Entonces, como si todos estuvieran deseosos de apartarse del lugar, la multitud comenzó a moverse de nuevo.
—¡De modo que ASÍ es como golpea este horror! —Susurró Otho.
Una mirada peligrosa brillaba en los ojos grises del Capitán Futuro, mientras se tensaba involuntariamente.
—Creo que voy a disfrutarlo cuando nos encontremos con el maldito demonio que ha causado todo esto —dijo entre dientes.
Continuaron avanzando por la Calle de los Marinos Espaciales, alejándose de las zonas iluminadas, en dirección al extremo de la avenida. Ante ellos se extendían los negros campos que se extendían más allá de la ciudad. Los agudos ojos de Curt divisaron un pequeño apartamento de metaleación oscura, que se alzaba un poco más allá del final de la calle, entre dos grandes árboles de helechos, iluminados por la luna.
—El habitáculo de Orris —musitó, mientras echaba mano de su pistola de protones—. Vamos dentro, Otho.
Escuchó unos instantes antes de abrir la puerta y entrar en el interior. El lugar estaba desierto.
Curt pulsó el cordel que encendía la bombilla de uranita del techo. La iluminación reveló una sobria habitación de metal, con un catre en una esquina, algunos monos de faena colgados, y un par de arneses de cuero joviano en sendas perchas. Las amplias ventanas estaban protegidas contra las típicas plagas del planeta, como las moscas succionadoras o las pulgas cerebrales.
El Capitán Futuro deslizó su pistola en el interior de la chaqueta. Luego se echó sobre el catre de la esquina.
—El Emperador del Espacio no debería tardar en venir —dijo llanamente a su androide—. Cuando aparezca, dile que me has capturado, me has drogado, y me has traído hasta aquí. Haz lo posible por colocarte entre él y la puerta.
Otho asintió con su cabeza disfrazada. Sus ojos mostraron un brillo de fiereza.
—Y ahora, basta de charla —ordenó Curt, algo nervioso.
Yaciendo tendido sobre el jergón, simulando el estupor de las drogas, Curt continuó vigilando con los ojos medio abiertos. El androide caminaba nervioso de un lado a otro, como si esperara a alguien.
Una tensa expectación embotaba la mente de Curt. Él, el Capitán Futuro, que se había enfrentado y que había derrotado en el pasado a tantos malvados, estaba a punto de enfrentarse al más terrible adversario que conociera jamás. Su alma casi saltaba de júbilo ante tal desafío.
Curt escuchó una repentina exclamación de asombro proveniente de Otho. Abrió un poco más los párpados y recibió una sorpresa que le impactó más que un shock eléctrico.
Una misteriosa figura de negro se había materializado junto a ellos en el interior del habitáculo. La puerta no se había abierto, pues Curt había estado vigilándola. Era como si aquel oscuro visitante hubiera traspasado limpiamente las paredes.
¡El Emperador del Espacio! ¡La misteriosa figura que había convertido Júpiter en un infierno planetario! Curt sabía que estaba mirando a su desconocido adversario.
El Emperador del Espacio llevaba un extraño y grotesco mono negro, y un casco de un material flexible, pero de apariencia mineral. El casco contaba con dos pequeñas aberturas a la altura de los ojos, aunque éstos, en su interior, no resultaban visibles. Su verdadero aspecto quedaba totalmente oculto tras aquel extraño atuendo. Incluso resultaba imposible saber si era terrícola o joviano.
—¡Estás… estás aquí! —Balbuceó Otho con la voz de Orris, haciendo que en su rostro asomara la misma expresión de terror que Orris había mostrado anteriormente cuando hablaba acerca del Emperador del Espacio.
Desde el interior del casco habló una voz que provocó escalofríos al Capitán Futuro. No sonaba como si fuera humana. Se parecía más a la entonación profunda de los jovianos, solo que, en lugar de ser suave y comedida, resultaba fuerte, atronadora, y vibrante de poder.
—Sí. Aquí estoy —dijo el Emperador del Espacio—. ¿Habéis logrado tú y Skeel matar al Capitán Futuro?
—Hemos hecho algo mejor que eso —dijo Otho, fingiendo orgullo—. Le hemos capturado, y le hemos traído hasta aquí… ¡Mira!
Otho señaló hacia el jergón en el que yacía Curt Newton, sumido en un coma aparente.
—Skeel murió en la refriega —continuó Otho—. Pero yo abatí al Capitán Futuro. Le he inyectado una dosis de somnal, para mantenerle indefenso y poder traértelo.
—¡Estúpido! —Entonó la voz profunda del Emperador del Espacio, hirviendo de rabia—. ¿Por qué no le mataste al momento? ¿Acaso no sabes que ese tal Capitán Futuro será peligrosísimo mientras siga con vida?
Llevado por la ira el Emperador del Espacio avanzó un poco; su extraña figura no pareció caminar, sino deslizarse de un modo suave e inquietante sobre el suelo metálico.
Otho, fingiendo hacerse a un lado asustado, se fue situando entre la puerta y su oscuro visitante.
—Yo pensaba que le querrías con vida —se disculpaba Otho, humillándose—. Si quieres, puedo matarle en un instante.
—¡Mátale ahora mismo! —Tronó la voz del Emperador del Espacio—. Este hombre ya ha desbaratado antes planes mucho más complejos. ¡No va a estropear los míos!
Curt Newton había estado flexionando los músculos, para prepararlos para la acción. Entonces, mientras aquella última palabra sonaba aún en el aire, el aventurero pelirrojo se elevó hacia delante, en un prodigioso salto que lo llevó hasta su enemigo.
Pero aquella figura oscura y erguida consiguió evitar a Curt. El Capitán esperaba chocar contra el misterioso villano, derribándole al suelo para reducirle. Pero Curt se llevó la mayor sorpresa de toda su vida.
¡Pues el Capitán Futuro pasó a través del Emperador del Espacio como si este último no existiera! Era como si el Emperador del Espacio no fuera sino un fantasma inmaterial. Curt atravesó su cuerpo, de apariencia sólida, y se estampó contra la pared con tal fuerza que quedó atontado.
—¡Ya veo! —Exclamó la profunda voz del criminal—. ¡Esta era una de las famosas trampas del Capitán Futuro!
Otho cargó hacia delante casi en el mismo instante que Curt. Y también el disfrazado androide pasó a través de la oscura figura.
Curt sacó su pistola de protones, mientras la forma oscura comenzaba a deslizarse velozmente por la estancia. Atontado por el golpe y perplejo como estaba por lo que acababa de ocurrir, el Capitán Futuro se las arregló para no perder ni un solo instante su presencia de ánimo.
Apretó el gatillo, y un rayo blanquecino emanó del cañón de la pistola, dirigiéndose hacia la figura de negro.
La pistola de protones de Curt era mucho más letal que cualquiera de las armas de fuego atómico que empleaba el resto de los hombres. Podía ajustarse para atontar, o para matar, y ahora lo estaba para la segunda función. Pero su descarga concentrada de protones se limitó a pasar a través del Emperador del Espacio, sin herirle lo más mínimo.
—¡Por fin te encuentras con alguien cuyos poderes son mayores que los tuyos, Capitán Futuro! —Se regocijó la voz al otro lado del casco negro.
La oscura figura se esfumó. Su forma, de apariencia sólida, pasó a través de la pared de metal sólido. Se había ido.
Otho permaneció inmóvil, perplejo ante lo que acababa de contemplar. Pero el Capitán Futuro se lanzó hacia la puerta, radiante y listo para la acción.
Salió a una penumbra apenas iluminada por la luna, y escrutó en la oscuridad. No había el menor rastro del Emperador del Espacio. Había desaparecido por completo.
—¡Ese diablo se ha esfumado! —Exclamó Curt, con la voz llena de rabia y culpabilidad.
—¡No podía ser real! —Exclamó Otho alucinado—. ¡No era mas que una sombra, un fantasma!
—¡Un fantasma no habría podido hablar ni escuchar! —Espetó Curt—. Ese individuo era tan real como tú o yo.
—Pero si ha entrado y salido a través de la pared… —murmuró asombrado el androide.
El bronceado rostro del Capitán Futuro frunció el ceño. Estaba intentando desentrañar el enigma del secreto de su enemigo.
—Creo —anunció— que el Emperador del Espacio está empleando algún tipo de vibración desconocida para volverse inmaterial cuando lo desee.
Otho le miró fijamente.
—¿Inmaterial?
Curt asintió con su cabeza pelirroja.
—Siempre se ha considerado teóricamente posible que la frecuencia de vibración atómica de un objeto, o de un hombre, pueda ser sintonizada a un nivel superior que la frecuencia ordinaria de la materia, de modo que ese objeto, u hombre, podría PASAR a través de la materia ordinaria, al igual que dos señales eléctricas de distinta frecuencia pueden pasar por el mismo cable en el mismo instante.
—Pero si fuera ese el caso… ¡Se hundiría en el suelo, directamente hacia el centro de gravedad del planeta! —Objetó Otho.
El Capitán Futuro sacudió la cabeza con impaciencia.
—No, si ajusta a cero su ecualizador de gravedad. Y también podría emplear alguna clase de fuerza de empuje reactiva para conseguir esa especie de deslizamiento lateral. Claro está, no podría respirar aire ordinario, pero en el interior de su traje podría tener un depósito de aire cuya frecuencia atómica cambiara al mismo tiempo que su cuerpo.
—Pero ¿cómo podría vernos, oírnos y hablar con nosotros? —Quiso saber Otho.
—Eso es algo que ni siquiera yo puedo entender —admitió con desgana el Capitán Futuro—. Todo este asunto denota unos conocimientos científicos que no proceden de la ciencia humana. Los científicos terrestres no han llegado aún a encontrar cómo emitir esas vibraciones.
—Pues, entonces, ¿dónde encontró esa ciencia y el secreto de la regresión evolutiva? —demandó el androide—. Se supone que en Júpiter, en los tiempos más remotos, existió una gran civilización, pero ahora, aquí no hay más que estos jovianos medio civilizados, que no saben nada de ciencia. ¿Crees que el Emperador del Espacio podría ser un joviano de los de antes?
Curt meneó la cabeza. Por unos instantes se sintió abrumado. El siniestro misterio que envolvía al oscuro villano se iba haciendo cada vez más grande.
Y su orgullo de conocedor de la ciencia había sufrido un golpe terrible. Se había topado con alguien que, aparentemente, había obtenido unos secretos científicos más allá de sus propios logros.
—Lo primero que tenemos que hacer es descubrir quién es el Emperador del Espacio, en lugar de intentar atraparle —declaró. Miró a Otho—. Puedes maquillarte como un joviano, ¿verdad?
Otho se infló como un pavo.
—Sabes bien que no hay un solo nativo planetario por el que no pueda hacerme pasar cuando me lo propongo —se jactó.
—Pues adelante, disfrázate de joviano —dijo Curt velozmente—. Regresa a la calle más concurrida, y, una vez allí, mézclate con los jovianos. Intenta averiguar qué es lo que saben acerca del Emperador del Espacio, y, sobre todo, si se trata de un joviano o de un terrícola.
Otho asintió con complicidad.
—¿Debo regresar aquí si averiguo algo?
—No. Si así fuera, regresarás al Cometa —ordenó Curt—. Yo voy a ir al edificio del Gobierno. Allí, en alguna parte, hay una conexión con el Emperador del Espacio. Recuerda que el gabinete de gobierno eran las únicas personas que sabían que veníamos a Júpiter… ¡Y aún así el Emperador del Espacio se enteró y nos tendió una emboscada!
En un tiempo sorprendentemente corto, Otho se había desembarazado de los rasgos de Orris, asumiendo el aspecto de un nativo joviano.
El androide había empleado el espray químico especial que ablandaba la carne sintética de su rostro, pies y manos. Luego había modelado su cabeza y sus rasgos hasta conseguir los atributos redondos y chatos típicos de los jovianos, mientras que sus pies y manos habían adoptado la característica forma de aleta de las extremidades de los nativos planetarios.
Con suavidad, se embadurnó con una tintura verde que guardaba en su set de maquillaje. Tras asumir la típica postura de los nativos, parecía un joviano original. Por último, se apropió de uno de los arneses de cuero negro que había colgados junto a los monos de faena, en una pared del apartamento. En ocasiones, algunos terrícolas empleaban dichas prendas nativas cuando pensaban adentrarse en las junglas de Júpiter, con el fin de estar más frescos y gozar de mayor libertad de movimientos.
Cuando Otho volvió a hablar, lo hizo con la voz baja y suave de un joviano.
—¿Pasaré el examen? —Preguntó a Curt.
El Capitán Futuro sonrió.
—Ni yo mismo te reconocería —dijo—. Ahora vete, y ten mucho cuidado.
Otho se deslizó con suavidad hasta el exterior. Un minuto más tarde, también el Capitán Futuro emergía al aire de la noche.
El aventurero pelirrojo caminó a grandes zancadas hacia la plateada masa metálica de edificios que formaban el centro de la ciudad, dirigiéndose hacia la zona en la que estaba enclavado el gobierno colonial.
Estaba seguro de que allí, en alguna parte, encontraría la clave del misterio que había sumido en el horror a todo aquel planeta.