CAPÍTULO IV
El Mundo de los Cristales Reptantes

A una velocidad que cada vez era mayor, el pequeño crucero espacial de color negro y su implacable perseguidora se deslizaban hacia la superficie de Callisto. Aquel era el lado de la gran luna que recibía la luz solar, y al débil resplandor que ésta provocaba, presentaba un paisaje terrible y desolador.

Se trataba de un desierto prohibido de roca grisácea, que se alzaba de cuando en cuando en pequeñas montañas… resultaba infinitamente repelente. El aire allí era vagamente respirable, como en casi todas las lunas más grandes; pero, debido a su desolación, y a cierta forma de vida que existía en su superficie, grotesca y muy peligrosa, pocos terrícolas se habían aventurado jamás en aquel mundo.

La nave negra se encontraba ahora a sólo dos kilómetros de la resplandeciente superficie de roca gris. Seguía precipitándose hacia abajo, incrementando poco a poco su velocidad.

—No se estrellarán con demasiada fuerza —observó Curt—. La gravedad de Callisto es bastante baja. Pero será suficiente como para noquearles, y para dejarles aturdidos un rato; de ese modo, podremos saltar sobre ellos antes de que puedan dar demasiados problemas.

—Habría disfrutado viendo cómo su nave se espachurraba sobre la superficie de Callisto —siseó el temperamental androide.

El Capitán Futuro sonrió.

—Estás demasiado sediento de sangre, Otho.

Otho le miró intrigado.

—A veces no puedo entenderos a los humanos —se quejó.

Curt se rió. Luego volvió su atención a lo que ocurría debajo de ellos, listo para la acción.

La nave negra se precipitaba contra la llanura rocosa. Un momento después, colisionó violentamente contra el desierto rocoso, se elevó en el aire, y volvió a estrellarse, quedando inmóvil.

Al instante, el Capitán Futuro redujo abruptamente la velocidad del Cometa, elevando su proa hasta posarse suavemente, muy cerca de la otra nave. Inmediatamente, dejó los controles.

—¡Vamos, Grag! —Exclamó—. Otho, tu quédate aquí, en los rayos de protones… sólo por si acaso…

—Ten cuidado, muchacho —dijo El Cerebro.

Curt se detuvo un instante para ajustar el ecualizador gravitatorio que llevaba en el cinturón. Todo viajero interplanetario llevaba uno de esos ingeniosos dispositivos. Su «carga de gravedad» de fuerza magnética, de una polaridad y fuerza seleccionadas, hacían que el que lo llevaba se sintiera tan ligero —o pesado— como en La Tierra.

Entonces, el Capitán Futuro y el enorme robot de metal emergieron del Cometa, para salir a la débil luz del Sol, y a una atmósfera tan tenue que hacía que los pulmones le dolieran. Curt guió el camino hacia la nave negra. Aquella superficie estéril y desolada le recordaba fuertemente al agreste lado caliente de Mercurio.

El crucero espacial, negro y con forma de torpedo, yacía ligeramente de costado sobre la roca gris. No se percibía sonido alguno en su interior, lo cual indicaba que los ocupantes habían quedado temporalmente aturdidos por el impacto de la colisión. Curt y el robot llegaron hasta la portilla de entrada circular.

—Vas a tener que abrir esta puerta, Grag —dijo rápidamente el Capitán Futuro—. Usa tus taladros.

—Sí, jefe —tronó el gran robot.

Los grandes dedos metálicos de Grag eran extraíbles. Rápidamente, el robot desenroscó dos de ellos y los reemplazó por pequeños taladros, que previamente había extraído de una cajita de repuestos, que contenía escalpelos, brocas y otros utensilios similares, que llevaba en una pequeña cajita en su costado metálico.

Entonces, Grag accionó un interruptor de su muñeca. Los dos taladros que habían reemplazado a dos de sus dedos comenzaron a girar terriblemente. Con gran precisión, los empleó para realizar seis perforaciones en la junta de la portilla de la nave.

Luego volvió a substituir los taladros por sus dedos, e introdujo sus seis dedos en el interior de los agujeros que había realizado. Sacudió su enorme corpachón de robot, y tiró de la puerta con todas sus fuerzas.

Ahora podían escuchar a los hombres del interior de la nave, mientras se recuperaban del impacto de la colisión. Pero la colosal fuerza del robot ya había arrancado la puerta de sus goznes. Al instante, el Capitán Futuro saltó al interior, seguido del robot.

Dos hombres saltaron fieramente para enfrentarse con ellos. Eran terrícolas; individuos de rostros brutales y amargados, uno de ellos calvo y de ojos claros y el otro un gigante de cabello revuelto. El calvo empuñaba una pistola, y disparó velozmente contra el Capitán Futuro.

Riendo, Curt efectuó un rápido giro mientras el hombre apretaba el gatillo. Antes de que el hombre calvo pudiera volver a disparar, el Capitán Futuro había saltado hacia delante, aferrando el arma del contrario. Los dos hombres lucharon fieramente.

En aquel momento de conflicto, la mente de Curt regresó a su entrenamiento con Otho, en la Luna, cuando era un crío. ¡Qué lentos parecían sus movimientos, comparados con los de su androide!

¡Y qué patética parecía su fuerza, comparada con el gigantesco poder del poderoso robot, con el que se había entrenado en su juventud!

De repente, el hombre calvo se quedó inerme. Con su increíble conocimiento de la anatomía, Curt Newton había presionado y paralizado un centro nervioso vital, en la base de su cráneo.

—Eso te dejará grogui un rato, amigo —exclamó el Capitán Futuro—. ¿Tienes ya al otro, Grag?

—Sí, jefe —tronó con calma el gran robot.

Grag había agarrado al otro terrícola con sus enormes brazos de metal, antes de que el hombre pudiera usar su pistola, y le mantenía sujeto, como a un bebé indefenso. El Capitán Futuro le presionó el mismo centro nervioso que a su compañero, y ambos quedaron igual de inmóviles.

—Y ahora —les dijo Curt con gravedad—, me vais a decir quiénes sois, y por qué el Emperador del Espacio os envió para tenderme una emboscada.

—¿El Emperador del Espacio? Nunca había oído hablar de él —respondió en voz alta el terrícola calvo—. Yo soy Jon Orris, y este es mi compañero, Martin Skeel. Somos honestos comerciantes, de camino a Saturno.

—¿Comerciantes en una nave que tiene toda la pinta de ser un crucero de policía robado? —Comentó irónicamente Curt Newton. Sus ojos grises brillaron de malicia—. El silencio es mejor que una mala mentira.

—¡Pues entonces, intenta hacernos hablar, Capitán Futuro! —Espetó Orris desafiante.

—¿Les doy lo suyo, jefe? —Preguntó Grag con muchas ganas, mientras flexionaba terriblemente sus manos de metal.

—No de ese modo, Grag —dijo Curt rápidamente—. ¡Escucha! Me parece oír a Otho.

Se acercó a la puerta abierta de la nave. Fuera, a la pálida luz del sol, Otho corría hacia ellos. El androide de plástico llevaba el tanque que contenía al Cerebro.

—¿Qué es lo que ocurre? —Preguntó Curt, sintiendo problemas.

Fue el Cerebro quien respondió.

—Vienen las Entidades Cristalinas, muchacho. Hay que salir de aquí.

Curt dio un respingo y miró hacia el oeste, que era hacia donde se habían girado las lentes del Cerebro. Lo que vio le hizo apretar los labios, preocupado.

Sobre la cumbre de montañas rocosas, comenzaba a asomar una masa lejana y resplandeciente. Era como una brillante catarata de diamantes, que deslumbraba la vista mientras fluía lentamente montaña abajo, en dirección a las dos naves.

Curt reconoció aquella masa como una de las grotescas y peligrosas formas de vida que existían en Callisto. Aquella extraña y bizarra variedad de la vida se había desarrollado en formas de cristal inorgánico, así como en colonias cristalinas semiinteligentes. Aquellas colonias de cristal poseían un limitado poder de movimiento, pero envolvían y mataban a cualquier forma de vida que no pudiera evadir su lento avance.

—Esas cosas siempre sienten la llegada de cualquiera que alunice en su mundo —carraspeó Simon Wright—. Nos alcanzarán en un cuarto de hora.

Los ojos grises de Curt Newton se iluminaron.

—¡Eso me da una idea! Grag, trae aquí a los dos prisioneros.

El gran robot obedeció al instante. Emergió al momento de la nave negra, llevando a los dos hombres paralizados e indefensos.

Curt señaló a la lejana catarata cristalina, que se acercaba cada vez más, para que Orris y Skeel repararan en ello.

—Supongo que ambos sabréis lo que esas Entidades Cristalinas de Callisto le hacen a todo aquel que atrapan —dijo gravemente—. Si nos vamos y os dejamos aquí, paralizados como estáis, os alcanzarán en cosa de quince minutos.

Los dos hombres empalidecieron de horror.

—¡Tú no harías eso, Capitán Futuro! —Musitó desesperado el calvo Orris.

—¡Pues lo haré, a menos que me digáis lo que sabéis sobre el Horror de Júpiter! —Espetó Curt.

Su farol dio resultado. La visión de las Entidades Cristalinas acercándose había trastornado los nervios de los dos hombres, como ninguna otra cosa habría podido.

—T-te lo diremos… ¡Pero la verdad es que no sabemos demasiado! —Farfulló Orris—. El Emperador del Espacio nos dijo que robáramos un crucero de la Policía Planetaria. Teníamos que esperar aquí, para tenderte una emboscada y volatilizarte en el espacio. Teníamos que hacer lo que nos había ordenado.

—¿Por qué? ¿Quién es el Emperador del Espacio? —Preguntó Curt, sintiendo una punzada de emoción mientras aguardaba la respuesta.

Orris sacudió con desesperanza su cabeza calva.

—No sé quién es. Nadie sabe quién es el Emperador del Espacio. Ni siquiera sé si es humano —añadió temeroso—. Siempre está oculto tras un extraño traje negro, y habla con una voz que no parece humana. ¡Y hace cosas que ningún humano puede hacer!

»Skeel y yo tenemos un historial de crímenes —continuó rápidamente—. Volamos aquí, a Júpiter, tras vernos envueltos en un homicidio en Marte. De algún modo, el Emperador del Espacio descubrió que nos buscaba la Policía Planetaria. Nos amenazó con entregarnos, a menos que obedeciéramos sus órdenes. ¡Teníamos que aceptar! Ya ha empleado antes esa misma amenaza, con muchos otros fugitivos y criminales.

—¿Cómo consigue causar esa evolución inversa en los terrícolas? —Preguntó Curt.

—Eso si que no lo sé. Nunca le he visto hacerlo, eso si es él quien lo hace —respondió Orris con mirada asustada—. Lo que si sé es que los jovianos rinden culto al Emperador del Espacio, y obedecen todas sus órdenes. Les incita al salvajismo, para que cumplan su voluntad.

—¿Que los jovianos rinden culto al Emperador del Espacio? —Repitió la voz metálica de Simon Wright—. Eso es muy extraño…

—¡Hay un maldito montón de cosas en esta que historia que son extrañas! —Declaró crispado el Capitán Futuro—. Si estás mintiendo…

—¡No miento! —Declaró Orris aterrado, mientras miraba nervioso cómo se acercaba la extraña catarata de cristales.

—¿Dónde teníais que informar al Emperador del Espacio de que me habíais destruido con éxito? —Preguntó el Capitán Futuro.

—Acordamos que se reuniría con nosotros esta noche, en nuestro apartamento en Jovópolis —replicó Orris—. Está más allá de la Calle de los Marinos Espaciales, a las afueras de la ciudad.

Skeel, el otro hombre, le interrumpió.

—¿Y ahora vais a dejarnos marchar? —Rogó patéticamente—. ¡Esos cristales llegarán aquí en pocos minutos!

Curt no prestó atención a la cercanía de las extrañas entidades cristalinas, que habían causado el pánico de los dos potenciales asesinos. Un rápido plan acababa de formarse en la mente del aventurero pelirrojo.

—Otho, quiero que te conviertas en una réplica de este hombre, Orris —le dijo al hombre sintético.

—¿Cuál es tu plan, muchacho? —carraspeó interesado Simon Wright.

Los ojos grises de Newton brillaron de malicia.

—El Emperador del Espacio va a acudir esta noche a ese apartamento en Jovópolis, para recibir el informe de estos hombres. Pues bien, uno de ellos le presentará al Capitán Futuro como su prisionero… ¡Solo que no será Orris quién le dé ese informe, sino Otho!

—¡Ya veo! —murmuró el Cerebro—. El disfraz de Otho hará que Emperador del Espacio baje la guardia, y podremos atraparle.

—¡Rápido, Otho! —Exclamó Curt—. ¡Esos cristales se están acercando demasiado!

—¡Ya me doy prisa, jefe! —Replicó el hombre sintético.

Otho estaba revolviendo una pequeña caja cuadrada de maquillajes, que llevaba al cinto, junto a su pistola de protones. Extrajo un pequeño recipiente metálico, con un dosificador de espray.

Empleó dicho espray sobre su cabeza y rostro, y esperó un instante.

Al momento, la cara de Otho comenzó a experimentar un cambio extraño. Su cara blanca y gomosa de carne sintética pareció perder su firme elasticidad, quedando tan suave como si fuera cera fundida.

La carne sintética de Otho estaba constituida de tal manera que, tras una aplicación de ciertos aceites químicos, se ablandaba, hasta quedar tan dúctil como la plastelina. En pocos minutos se habría endurecido de nuevo, pero, antes de hacerlo, ya se habría modelado según los rasgos deseados.

Aprovechando que su carne se había ablandado de ese modo, el mismo Otho comenzó a modelarla. Con dedos firmes y seguros, el androide presionó la suave carne blanca de su rostro, modelando sus rasgos hasta convertirlos en unos muy distintos… ¡Igual que un escultor habría modelado un rostro nuevo sobre uno antiguo, hecho de arcilla fresca!

Mientras trabajaba, los ojos verdes de Otho observaban con atención el asustado y brutal rostro del tal Orris. Y, al poco rato, la cara de Otho se había convertido en la de Orris, en todos y cada uno de sus rasgos. El androide, merced a una larga práctica, podía lograr en pocos minutos que su cara se convirtiera en una réplica exacta de cualquier otra cara.

Un momento después de terminar, la carne de su rostro comenzó a endurecerse una vez más, hasta su firmeza habitual.

—Y ahora, a maquillarse —musitó Otho, mientras volvía a revolver en su caja de maquillajes.

—¡Rápido! —Urgió el Capitán Futuro.

Con una delgada aguja hipodérmica, Otho se inyectó una gota de fluido en cada ojo, que cambiaron al momento de su verde habitual hasta un tono pálido. Una tintura, extraída de un pequeño tubo, cambió el blanco mortecino de su piel a un bronceado más propio del espacio. Algo de cabello artificial sobre las orejas, sobre su nueva piel bronceada, completaron su asombrosa transformación.

Otho entró en la nave de Orris y Skeel. Regresó al momento con un mono de faena, confeccionado con seda sintética, como el que llevaba Orris. Entonces, el androide se volvió hacia Curt Newton.

—¿Me parezco lo bastante? —Preguntó en una voz que resultaba una asombrosa réplica de la voz de Orris.

—¡Es perfecto! —Declaró Curt. Ante él había DOS Orris… absolutamente idénticos e indistinguibles.

—¡Dios mio! ¡Esta criatura se ha convertido en mí! —Musitó Orris horrorizado.

—Muchacho, ya es hora de que nos vayamos —avisó con voz cortante Simon Wright—. Los cristales están demasiado cerca.

Curt se dio la vuelta. La catarata de cristales brillantes manaba imparable hacia ellos por la planicie. Las entidades resplandecientes avanzaban inexorablemente, motivadas por los impulsos eléctricos que emitían sus propios cuerpos, en un extraño fenómeno de atracción-repulsión.

Con un extraño sonido tintineante, la brillante marea se desplazaba a casi un metro por segundo, extendiendo cristalinos pseudópodos, que parecían salir repelidos de la masa principal. Se hallaban a menos de trescientos metros.

—¡Grag, destruye los ciclotrones de su nave! —Ordenó el Capitán Futuro—. Luego despegaremos.

Mientras el gran robot entraba en la nave negra, presto a obedecer, Orris y Skeel protestaron a gritos.

—¡No irás a dejarnos aquí, para que nos maten esas cosas! —Exclamaron.

Curt se inclinó sobre los dos hombres indefensos, y tocó de nuevo sus centros nerviosos, haciendo desaparecer la parálisis que les contenía. Mientras los dos hombres se levantaban, Grag emergió de la nave.

—Ya está hecho, jefe —tronó el robot—. Esta nave no volverá a salir al espacio nunca más.

—En cuanto a vosotros dos, será mejor que echéis a correr. No tendréis problema para manteneros a distancia de las entidades cristalinas. —Dijo Curt a Orris y Skeel—. Informaré a la Policía Planetaria, en Jovópolis, y ellos enviarán una nave para recogeros.

Sus ojos parecieron arder.

—¡Lo que de verdad me habría gustado es dejaros aquí para esos cristales acabaran con vosotros! ¡Habéis ayudado a propagar un mal que es aún peor que la muerte!

Los dos criminales miraron aterrados a la tintineante marea de cristales, que se hallaba ya a menos de ciento cincuenta metros de distancia, y salieron corriendo en dirección contraria, como alma que lleva el diablo, alejándose en el desierto gris.

—¡Rápido, subamos al Cometa antes de que esas cosas nos corten la retirada! —Exclamó Curt.

Grag se encargó de llevar el contenedor de Simon Wright. Él, el disfrazado Otho y el Capitán Futuro corrieron a toda velocidad en dirección a su nave.

Cuando llegaron a ella, los tintineantes cristales se hallaban a sólo un par de decenas de metros de ellos. Lanzándose al interior del Cometa, Curt saltó hacia los controles, y en un momento, la pequeña nave con forma de gota se elevaba hacia el espacio, con un rugir de motores.

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Miró hacia abajo, y observó cómo la entidad de cristal comenzaba a envolver la nave negra, recorriéndola hasta encontrar la portilla abierta, y penetrando en su interior, por si encontraba alguna forma de vida. Los dos criminales, que habían huido, se encontraban ya a una distancia segura, y estarían a salvo hasta que la Policía Planetaria viniera a buscarles.

Al mirar hacia delante, el Capitán Futuro mostró un brillo de ansiedad en los ojos.

—Ahora… ¡A Jovópolis! —Dijo austeramente—. ¡…Y a por el Emperador del Espacio!