Prólogo

Delyn Laquilawar se despidió riendo y dejó que la niebla se lo tragara. A continuación empezó a caer, fue una breve y silenciosa inmersión en una luminosidad esquiva más allá de la vertiginosa inmensidad azul…

Su bota se posó sobre el musgo blando en un entorno de árboles oscuros que le resultaba familiar y acogedor. Se aproximaba la noche y las sombras ya eran alargadas cuando atravesó su claro. Las protecciones mágicas se alteraron al acercarse, y entre su tenue caricia, Delyn de los Siete Conjuros rio para sus adentros recordando las recientes bromas de Fluevrele y los demás.

La mayor parte de los magos, cuando les desagradaban los aprendices fanfarrones y las amantes sorprendidas y temerosas, iban solos por la vida y se volvían tan esquivos y desconfiados como los antiguos Astados de los bosques. Él era afortunado de tener semejantes amigos y de librarse así de…

Sus protecciones mágicas emitían un zumbido, serenas e intactas. Todo estaba en orden. Tampoco había notado nada diferente en el antiguo camino que acababa de tomar para cruzar la mitad de Faerun de un solo paso.

Entonces a qué se debía que, con sus protecciones mágicas canturreando a su alrededor, sintiera que algo se enrollaba, o mejor dicho se desenrollaba, de forma desazonadora, en lo más íntimo de su ser.

—¿Qué…?

No le dio tiempo a decir más antes de que algo punzante, extraño, inconcebiblemente grande ascendiera por su garganta ahogándolo…

Delyn se tambaleó, tratando infructuosamente de aferrarse al aire. Sus gatos trepadores, que habían acudido a recibirlo sin prevenciones a pesar de todos sus remilgos, se retrajeron, arqueando el lomo y chillando.

—¿Quédiablospuedeser? ¿Quéacechadesdemipropiamentepara… para…?

El elfo se estremeció, con la cara tan blanca como la luna invernal, cerniéndose sobre Myrithla, la más vieja y antigua de sus peludos amigos, que lo miraba con expresión de terror al ver que los ojos de su amo se volvían tan oscuros y vacíos como las cuencas de una calavera. Incluso antes de que se marchitaran, notó que él ya no estaba detrás de ellos.

Allí no había nadie.

Cualquiera que hubiera sido la naturaleza de Delyn Laquilawar, había sido arrebatada o absorbida, dejando sólo un cuerpo tembloroso, sacudido por repentinos espasmos, que flotaba con los brazos abiertos y que babeaba a mares mientras que empezaba a encenderse por las puntas de los dedos.

Encenderse, como por efecto de llamas, que lamían y crecían con la misma rapidez que si el elfo fuera de madera seca y no de carne viva.

A Myrithla la horrorizaba el fuego y dio un salto hacia atrás, escupiendo de terror. Los demás animales no le fueron a la zaga, y huyeron maullando todos a la vez.

Sus gritos quedaron súbitamente ahogados por un agudo aullido, un chillido que salió no de la boca del mago, sino de todos los orificios, el aire y los fluidos de su cuerpo y al que las llamas sumaron su propio rugido.

Myrithla se echó hacia atrás, sin importarle lo duro que fuera a resultar el aterrizaje.

Su amo era una columna de fuego que ya empezaba a esparcir cenizas. El aire hedía a carne quemada…

Y, como todos los gatos, Myrithla odiaba quemarse.

El orbe escudriñador relucía, iluminando un esbozo de sonrisa.

La columna de fuego que se veía en sus profundidades ya empezaba a encogerse y a parpadear, y la penumbra crepuscular de aquel lejano y profundo claro en el bosque iba recuperando su brillo mortecino.

—Perfecto —dijo el dueño de aquella sonrisa, con una voz que trasuntaba una íntima satisfacción—. ¡Y vaya conjuros, Laquilawar! Este debería darme precisamente la clave que necesito para abrir las protecciones mágicas de Dathnyar. Gracias.