Capítulo 3

Una incursión en el bosque

Los comienzos… los comienzos son fáciles. Cualquier necio con una espada o un grito o la estupidez de un momento pueden marcar el comienzo de algo. Es para acabar vivo y llegar a casa sano y salvo para lo que son necesarios la osadía y el heroísmo. Y la suerte de los dioses.

Gornrel Murtarren,

Cavilaciones de un mercader,

publicado en el Año del Torreón.

Florin hizo un alto cauteloso, con el corazón agitado. ¿Estaba…? Extremando los cuidados, rodeó aquella forma hecha un ovillo con la respiración entrecortada. ¡Por los dioses, aquella mujer corría como el viento! Se inclinó con mucha cautela para acercarse más.

¿Ese silbido que se oía era su respiración?

¡Había sido un necio, un joven necio e irresponsable! En el último tramo, la joven había ido dejando huellas ensangrentadas. Había corrido aterrorizada y a ciegas por un bosque donde las ramas invisibles le podrían haber sacado un ojo, o le podrían haber atravesado la garganta como una espada, por una vegetación enmarañada en la cual incluso los guardabosques podían torcerse los tobillos o romperse una pierna.

Y ahora se había derrumbado. Y si estuviera muerta. ¡En qué situación los dejaría eso a él y a Delbossan!

Pesaroso, Florin envainó su espada.

—Señora del Bosque, perdóname —dijo entre dientes y sintió una brisa helada que rozaba su mejilla como un espectro. Por los dioses, si estuviera muerta…

Estaba demasiado oscuro allí, a la sombra de un nudoso gigante del bosque, para que la luna le permitiese averiguar lo que necesitaba saber. Los dedos del guardabosques rebuscaron en las oquedades de madera tallada de los bolsillos de su cinturón hasta que dieron con las dos formas que buscaba, las sacó y frotó una pizca de musgo con un determinado hongo. La mezcla dio lugar a una débil luz espectral, y Florin iluminó con sus dedos fosforescentes la cara inmóvil y blanca de la joven.

Lady Narantha tenía los ojos cerrados y la boca entreabierta. Puso la otra mano delante de la boca y la nariz de la joven y percibió un leve calor. Respiraba.

¡Loada sea Mielikki!

Desfallecido, Florin bajó la cabeza y musitó una oración de agradecimiento. Al ver una piedra alargada entre las hojas medio podridas y las ramitas caídas, frotó un extremo con la mezcla fosforescente, recogiendo lo último que quedaba con un trozo de corteza que después arrancó y se guardó en el bolsillo del chaleco.

Rodeando a la mujer por detrás, se quitó el chaleco y la tosca guerrera que llevaba debajo y con la tela de su camisa le tapó los ojos a la joven dejando que los faldones le cubrieran la cara. Confiaba en que no le molestara el olor.

La respiración de la mujer se hizo más profunda, pero no se despertó, loada sea Mielikki. Florin giró a lady Narantha hasta dejarla de espaldas en el suelo y rozó apenas sus miembros con la punta de los dedos. No llevaba armas ni ninguna otra cosa escondida, sólo la bata de tela doble, todo seda delicada y tejido vaporoso. Sobre la piel blanca como el hueso, todo eran curvas suaves y… bueno, ya basta de eso. Verla allí tendida bajo aquel pálido resplandor resultaba inquietante, pero (seguramente gracias a la terafolia) no le despertaba nada que no fuera una especie de melancolía, una avidez inquieta.

Puso a su presa de lado, más o menos como hacía con la caza mayor para quitarle la piel, y se puso a horcajadas sobre su cadera, buscando otra vez en su cinturón el bolsillo donde guardaba las tiras de cuero que todo guardabosques llevaba consigo cuando andaba de servicio. Actuó con rapidez, no fuese que con tanto manoseo se despertara…

Segundos después, Florin había atado los nobles pulgares, y lo mismo hizo con los dedos gordos de los pies de Narantha. Las dos tiras siguientes ataron los dedos meñiques y los codos de la joven, tirando de los brazos hacia adelante, enfrente de ella. Ella emitió un leve silbido y pareció querer desasirse en el preciso momento en que terminaba de atarla. Ah, justo a tiempo.

La levantó en el aire y se la cargó al hombro. Vaya, era alta. Esto iba a resultar complicado. De esta manera, Florin envainó su espada y se internó con ella en el bosque, buscando el suave resplandor y la risa sofocada del Dathyl.

Sin preocuparse mucho por ser sigiloso, tomó un atajo rompiendo ramas a su paso.

Su noble captura era más pesada de lo que había supuesto, y aunque no le dificultaba el paso, corría el riesgo de desequilibrarlo si no andaba con cuidado. Era un cabeza hueca, y esta aventura no era el episodio glorioso que él había imaginado. Sin embargo, ahora estaba metido en ella hasta el cuello…

Hasta el cuello, sin duda.

Florin tragó saliva y siguió adelante. Mientras avanzaba entre los árboles, con Narantha cargada a hombros y revolviéndose, pues ahora estaba definitivamente despierta, pequeños crujidos de la maleza delataban la huida de pequeños animales perturbados por sus pisadas.

El Dathyl parecía estar más lejos de lo que había previsto, pero por fin dio con un espacio cubierto de hojas que daba a su arenosa orilla, medio ciego en la profunda oscuridad adonde no llegaba la luz de la Luna.

El torrente corría alegremente, canturreando entre las piedras, y Florin se paró un momento a pensar. Debía de estar bastante más al sur del refugio de guardabosques que necesitaba, donde había botas, mochilas, vendas y capas impermeables. Había que volver al camino, y creyó recordar el punto donde tendría que haberse apartado para alejarse del Dathyl. Un gran árbol había caído encima durante una tormenta de viento invernal y habían quedado al descubierto unas raíces que parecían erizadas de lanzas. Vaya…

Sin embargo, el agua era menos profunda en este punto; sería mejor cruzar aquí. Decisiones y más decisiones. Conque esto era la aventura. Vaya.

Acomodó el peso que llevaba al hombro y buscó el equilibrio, levantando primero una bota y después otra para asegurarse de que sus talones no se hundieran tanto como para hacerlo caer en cuanto tratara de dar un paso adelante. No fue así, pero un paso le indicó que no habría manera de pasar el río a pie enjuto en este punto. Iba a tener que meterse en el agua hasta la cadera o más para vadearlo, y eso significaba que tendría que bajar una mano para mantener en alto la cabeza de la dama. Con los ojos tapados o no, la sangre de Corona de Plata que corría por sus venas no iba a impedir que la muchacha se ahogara si llevaba la cabeza bajo el agua mientras cruzaban la helada corriente. Eso no era exactamente lo que se proponían sus padres al referirse a una formación en la que tuviera que enfrentarse a la realidad. Y daba lo mismo que se tratase de una fiera o una cabeza hueca con aires de grandeza. Había sido él quien la había arrastrado a esto.

La joven seguía llevando los ojos tapados con su camisa, aunque la tela que pendía sobre el resto de la cara le había descubierto la barbilla y el cuello. Ahuecando la mano en torno a un cuello blanco, tembloroso, para poder levantarle la cabeza en medio del río, Florin avanzó cuidadosamente y se metió en el agua helada, lenta y deliberadamente, para hacer pie.

Un paso, dos… dio un respingo y a punto estuvo de caer al sentir un dolor inesperado en la parte carnosa de la mano. ¡Lo había mordido!

Florin dio un tirón para librar la mano acompañándolo de una mueca de dolor y la oyó pronunciar entre dientes una palabra nada propia de una dama mientras procuraba no perder el equilibrio. Se iba a caer, se iba a…

Sin poder evitarlo, extendió las manos para recuperar el equilibrio y dejó caer la bella flor de los Corona de Plata de cabeza en el Dathyl, con un chapuzón sumamente contundente.

Ella gritó, por supuesto, o al menos lo intentó. Florin pudo oír el gorgoteo bajo el agua, amortiguado entre sus sacudidas. ¡Eso significaba que ella se estaba ahogando en el agua del Dathyl! Florin la asió firmemente por encima del codo de uno de sus maniatados brazos y por una pierna desnuda por encima de la rodilla y tiró con fuerza.

La joven salió del agua farfullando y sollozando, ahogándose y escupiendo agua y chillando de puro asustada mientras él medio la cargaba y medio la lanzaba por delante de él hacia la otra orilla arenosa del Dathyl donde los esperaba una invitadora mata de helechos.

Cayeron los dos desmadejados sobre la masa vegetal aplastada que sucumbió sin emitir queja alguna bajo el peso de la desdichada carga. Florin tiró de ella, se cercioró de que todavía tuviera los ojos vendados con la ensopada camisa que había usado como venda y la volvió a dejar caer mientras gritaba:

—¡Allí está! ¡Cogedlo!

Corrió un tramo por la orilla, haciendo más ruido que una docena de guardabosques. Sacó la espada y la daga y las hizo chocar una con otra maldiciendo en la voz más ronca que pudo imitar mientras corría para uno y otro lado en medio de la húmeda maleza. Por todos lados se oía el alegre sonido de las ramitas al partirse.

—¡Ya lo veo! —gritó por fin con una voz mucho más aguda mientras corría de lado entre dos árboles y caía de rodillas volviendo a chocar la espada y la daga—. ¡Muere, proscrito!

Gruñendo, dio volteretas y cabriolas entre las ramas muertas, las hojas secas y más helechos hasta volver al punto donde yacía la indefensa lady Narantha.

—¡Caiga sobre ti la justicia del rey! —decía con voz tonante.

Una ágil voltereta lo situó nuevamente entre los helechos, donde ahora su cautiva se quejaba suavemente inhalando aire en lugar de agua.

Pasando tan cerca de ella que pudo sentir la calidez de su aliento en la mejilla, Florin gritó de repente cerca de la noble oreja, con la voz más áspera que pudo:

—¡Ja! ¡Apártate de mí, hombre del rey! ¡Date por muerto!

De un salto se puso de pie, aporreando el suelo con sus botas empapadas y entrechocando otra vez sus armas como furiosas campanillas. Confiaba en que sus gritos y gruñidos de esfuerzo sonaran convincentes mientras sofocaba unas ganas repentinas de reír. Corrió directo hacia ella y saltó por encima de su cuerpo en el último momento asegurándose de que su librea la rozara al pasar. Ella se encogió para apartarse.

Bien. Florin se dedicó con entusiasmo a librar su fingida batalla hasta que lady Narantha empezó a temblar no se sabía muy bien si de terror o de frío.

—¡Ocultadla! —dijo en voz baja cerca de su cabeza—. ¡Rápido, ahora! —Le echó la librea por encima de los hombros y le cubrió las piernas con helechos.

Cuando hubo terminado, se apartó tomándose tiempo para recobrar el aliento y tranquilizarse. En torno a él reinaba la quietud del bosque, y con el torso desnudo, tampoco él tenía demasiado calor.

Florin se encogió de hombros. Él solo se había metido en este berenjenal cuyo nombre era «aventura».

Sonriendo, volvió silenciosamente hasta donde estaba su cautiva y se sentó junto a ella bajo la luz de la luna para vigilarla hasta que se quedara dormida. Cuando su sueño fuera profundo, tendría que cortar sus húmedas ataduras.

Como era de esperar, en un tiempo sorprendentemente breve, lady Narantha ya estaba roncando.

Esta era su parte favorita del jardín. La pequeña enramada donde sus conjuros habían transformado la piedra en ondas suaves, heladas e ininterrumpidas que formaban graciosas volutas aparentando envolver las flores plantadas en su interior. Flores de luna que ahora reflejaban la pálida gracia de la Luna que se posaba sobre ellas.

Este era el primer lugar que había creado desde su llegada a Evereska, y allí le gustaba pasar el tiempo pensando. Y si Erlevaun Dathnyar distaba mucho de ser el mago más brillante del Reino Oculto, le gustaba creer que era el mago elfo lunar con mayor arraigo en ese lugar, mientras que otros viajaban o usaban sus conjuros para espiar en lugares lejanos a fin de satisfacer sus espíritus inquietos.

Este era el lugar al que él pertenecía y donde le gustaría acabar su vida cuando…

Erlevaun se puso tenso y abrió mucho los ojos. Apenas tuvo tiempo de alzar la vista y mirar horrorizado a la serena Luna antes de que la oscuridad nudosa se alzara a su alrededor y se adueñara de su mismísima mente…

Maullando como un gatito abandonado, el indefenso mago se tambaleó, tratando de formular un conjuro. Alrededor de sus torpes dedos brotó un torbellino de chispas y se atragantó tratando de pronunciar un encantamiento con el que jamás su lengua había tenido el menor tropiezo. A continuación, sus ojos asombrados se volvieron vacíos y oscuros y empezó a perder el equilibrio.

Sin embargo, no llegó a caerse. Su cuerpo se incendió en el aire, resplandeciendo como una antorcha seca cuyas brillantes llamas se transformaron rugiendo en una gran bola de fuego que se replegó sobre sí y desapareció en medio de un humo denso a una velocidad pasmosa.

Para cuando llegaron sus dos guardias a la carrera y jadeantes, de Erlevaun Dathnyar sólo quedaban unas cuantas volutas de olor penetrante y unas cenizas esparcidas sobre la piedra perfectamente pulida.

Espadas en mano, se pusieron de rodillas a examinar las cenizas y a continuación se miraron la una a la otra con gravedad.

—¿Habrá sido uno de los nuevos conjuros de Dathnyar, más espectacular que nunca, que lo ha transportado a otra parte? —preguntó la mayor de las dos sacudiendo la cabeza para apartarse de la cara la larga cabellera azul—. ¿O acaso es que acabamos de asistir a su muerte?

—No… no lo sé —respondió la más joven, de rodillas al otro lado del montón de cenizas—. Pero hay algo que sí sé. Todo esto me da muy mala espina.

Las dos guardias se miraron pesarosas bajo la luz de la luna. Sus ojos se veían grandes y oscuros en la superficie curva del orbe escudriñador.

Por encima de la esfera encantada, el que las observaba rompió en una risita larga y sofocada.

—¡Ah, elfos! ¡Se creen tan superiores cuando en el fondo están tan indefensos y se equivocan tanto como el resto de nosotros!

Una mano hábil pasó por encima del orbe con la orden de oscurecerse. Su brillo se fue desvaneciendo poco a poco y ya se había debilitado bastante cuando la voz levemente exultante volvió a hacerse oír.

—¡Oh, conjuros aún mejores! Necesitaré algo de tiempo para ocuparme de estos… para que todo elfo revestido de Faerun esté a salvo unos días más. Muy pocos días más.

Otra vez la blanda risita que a poco se transformó en una carcajada con todas las de la ley.

La Luna se veía rotunda en el cielo, apenas velada por tenues jirones de nubes en forma de garfios. Jhessail permanecía despierta observándola, sola en su pequeña cama, igual que tantas otras noches de insomnio antes de esta.

No importaba lo que deseara o susurrara, como siempre, la Luna seguía surcando el cielo sin hacerle el menor caso.

La ventana en la que se enmarcaba era su ventana, su sitio, su casa. No es que fuera la cabaña más espléndida de Espar, pero tampoco la más pequeña. Y los tediosos caminos y árboles y pastizales cenagosos tan conocidos de Espar eran considerados bonitos incluso por gentes de lugares más importantes de Cormyr; se lo había oído decir a algunos, estación tras estación y sus voces sonaban sinceras.

No obstante, con el advenimiento de cada nueva primavera, la inquietud se hacía más grande dentro de ella. Necesitaba más.

No sabía con certeza qué, pero la palabra «aventura» resultaba tan oportuna como cualquier otra para definirla. Tenía que ver otros lugares, echar una mirada al mar, contemplar las altas torres del Palacio Real de Suzail, admirar las montañas que se alzaban allí cerca y algún día, algún día, pisar suelo que no formara parte de Cormyr. Ver un unicornio, incluso tal vez un Dragón, contemplar a un mago de gran poder mientras formulaba un conjuro capaz de producir algo espectacular… y por encima de todo, encontrar a alguien que fuese su guía para aprender el Arte.

Es decir, si en Faerun había alguien a quien le interesase que Jhessail Árbol de Plata hiciera magia, o alguien dispuesto a tomarse la molestia de ocuparse de que lo hiciera bien.

No es que tuviese nada que ofrecer a cambio. Su cuerpo y trabajo duro, sí, pero en Cormyr había chicas a carretadas deseosas de cumplir sus sueños, y no confiaba en que abundaran menos en otras partes.

Y probablemente a ella le había tocado mejor suerte que a la mayoría. Espar era hermoso y sus padres eran personas de gran bondad e ingenio que la querían, a lo que se sumaban unos buenos amigos y un lugar que era legítimamente suyo.

Oh, un lugar… y un camino que se abría ante ella en la vida, tan marcado y vallado como el que recorrían las reses camino al matadero. Lo más probable era que se casara con un hombre de Espar —probablemente un vejestorio— y que se pasara la vida cocinando, calentando la cama, cosiendo, limpiando y siendo su esclava hasta que uno de los dos muriera. Y si los dioses se llevaran primero a su vejestorio, sería la «Viuda Vejestorio» hasta el fin de sus días, condenada a ser una de las brujas locales a las que se culpaba de todas las desgracias y a no volver a casarse y a no mirar siquiera a ningún otro hombre.

Si no encontraba la forma de salir de Espar, ese sería su destino. No tenía elección ni salida alguna. Sus amigos tal vez soñaran mucho y se atrevieran a poco, pero eran todo lo que tenía y, gracias a los dioses, ansiaban tanto como ella marcharse de Espar.

No se trataba de marcharse para siempre, ni de olvidarse de lo bello que era, sino sólo de tener cabalgadura y dinero y medios de vida suficientes en otra parte como para ir y venir de un lado para otro a su antojo, como para hacer su propia vida y no verse condenada a ser la esclava de un hombre. O juntarse con otras muchachas demasiado amargadas o asustadas como para desear relaciones con un hombre, en cualquier granja abandonada en un rincón alejado de las Tierras Rocosas, cultivando la tierra estación tras estación sólo para tener lo suficiente para comer.

No dominar nunca el Arte que a veces bullía en su interior sacudiéndola, llegando incluso a crepitar y relucir en las puntas de sus dedos, y que se quedaría en una capacidad desperdiciada, una descontrolada posibilidad que acabaría por granjearle la desconfianza de los Magos de Guerra y una mala reputación entre las gentes respetables. ¡Y todas sus aspiraciones truncadas!

Jhessail suspiró y elevó su plegaria a la Luna.

—¡Señora de Plata, te ruego, háblale de mí a Mystra para que me indique qué hacer con el Arte que vibra en mí! No soy digna de pedir esto, pero debo hacerlo, porque el Arte bulle en mí y domina mi corazón y mis esperanzas. Yo, Jhessail Árbol de Plata, te lo pido.

Era un ruego que había hecho muchas noches antes de esta. Y volvería a hacerlo porque no había nada tan glorioso como cuando el Arte se agitaba en su interior y la recorría de arriba abajo, y en su mente y sus ojos aparecía aquel destello blancoazulado y sentía que su poder le daba vida…

Volvió a suspirar, un leve lamento de añoranza, mientras recordaba el chisporroteo de un conjuro partiendo de ella, el fuego frío acumulado en su garganta, el temor y el asombro en los rostros de sus amigos al ver que sus primeros y torpes intentos de formular un conjuro tenían algún efecto. Eso había puesto fin para siempre a sus burlas y sus gestos desdeñosos.

Recordó la incipiente esperanza en sus ojos mientras miraban a la pequeña Dosdientes —bueno, más bien sus íntimos pero maravillosos intentos de invocar el Arte— y veían en ellos la posibilidad de salir de Espar. Porque si ella realmente podía ser maga, entonces ellos realmente podían ser aventureros, y con o sin cédula real, se atreverían a buscar fortuna a lo largo y ancho de los reinos, valiéndose de la ocasión, del atrevimiento y de sus espadas. Se decía que los aventureros ganaban buenos dineros en Sembia, al otro lado de los Picos del Trueno.

Jhessail cerró los ojos para no ver la Luna y poder captar mejor los recuerdos de esos momentos en que la magia la recorría… en la esperanza de que, tal vez, si recordaba con suficiente nitidez, el Arte volviera a surgir en ella, o de que Mystra le enviara una señal, o…

Un chisporroteo de magia y un torbellino de llamas blanquiazules se removieron en sus recuerdos y luego, sorprendentemente, se desplazaron para mostrarle una cara que le era perfectamente familiar.

Clumsum. Doust. Sus ojos de un color azul intenso la miraban chispeantes. Una brisa invisible removía su pelo castaño mientras decía algo silencioso que ella no podía oír. Un recuerdo que no podía situar muy bien ni en el espacio ni en el tiempo, aunque probablemente se tratara del día en que le había dicho que se iba a consagrar al servicio de la Señora de la Suerte. Era el más callado y bondadoso del grupo. No era lacónico como Islif y le faltaba la vena grosera de Semoor, salvo cuando se enfrentaba en un duelo verbal con él. Sí, ahí estaba su símbolo de la diosa que sostenía con orgullo para que ella lo viera: un medallón de plata, grande, pesado y sin nada destacado como eran todos los que ostentaban los sacerdotes novicios de Tymora. No se le daría uno con el rostro de la diosa hasta que no demostrase que era digno de entrar a su servicio.

Probablemente estuviese de broma, con esa alegría seca, inexpresiva que resultaba increíble teniendo en cuenta todas las palizas que había sufrido a manos de su padre borracho. Una sombra de bigote le cubría el labio superior y en las mejillas le apuntaba algo de barba, lo cual revelaba lo joven que era y chocaba claramente con la sabiduría ancestral que podía ver cualquiera que se molestase en mirarlo a los ojos.

De repente, la cara de Doust se transformó en la de Semoor, que le sonreía. Bueno, para ser sinceros, la miraba con lascivia. Era él, Stoop, con ese aire indolente fruto de tanto tiempo dedicado a pescar, a estar apoyado sin prisa sobre su caña, el que la llamaba Pelo de Fuego y el primero que le había dicho que era hermosa y que la deseaba.

A la sazón contaban ambos nueve veranos, y Semoor ya era un manipulador y un cínico desdeñoso. Lo recordaba con la misma sonrisa ladeada, plantando cara a un pastor vociferante con las palabras resabiadas que tanto le gustaba repetir:

—Impresióname, intimida al viento, atemoriza a tu perro.

Era todavía de complexión más fuerte que su mejor amigo, Doust, y siempre miraba al mundo desde el otro lado de una nariz infortunadamente grande que parecía el pico de un buitre. Sus ojos inquietos, pardos, combinaban con la melena castaño oscuro que le llegaba a los hombros. Era astuto, ruidoso y rápido por todo lo callado y retraído que era Doust, muy adecuado para tomar los hábitos de Lathander… si no se cambiaba al culto oscuro de Máscara.

Tenía una lengua afilada y siempre reía entre dientes. No cesaba de decirle que no le importaría irse a la cama con la «pequeña Jhess Pelo de Fuego, la flor más hermosa de todo Espar». Daba la impresión de que le resbalaban sus rechazos pues no paraba de lanzarle pullas e insinuaciones. Lo sorprendente era la fascinación que sentía por los elfos. Siempre tenía una sonrisa y un gesto amable para los representantes del Linaje Bello que se encontraba a su paso.

Y cuando Semoor miraba a alguien siempre era capaz de ver lo que era realmente, más allá de las mentiras, los engaños y las palabras grandilocuentes.

Dos amigos que veían en el sacerdocio la forma de salir de Espar. Aun cuando nunca se atrevieran a lanzarse a la aventura, había altares y templos de Lathander y Tymora en ciudades y pueblos de todo Faerun, y su sagrado servicio podía llevarlos lejos de la tranquila Espar.

También la espada era una salida. Ese glorioso acero que Islif había puesto ese día ante sus mismísimas narices… el brillo azulado del metal de la larga espada, tan sólida, tan pesada y tan mortalmente afilada que había visto bien cerca, la espada que blandida por los brazos y hombros vigorosos de Islif podía hacer más ante un enemigo, que toda su batería de torpes conjuros que le llevaba todo un día preparar y lanzar.

No obstante, todos los Dragones Púrpura que se preciasen tenían una espada, y también la mayoría de los hombres criados en Espar. Claro que, justo es decirlo, casi todas eran espadas viejas y estropeadas, oscurecidas y deslucidas por el uso frecuente para aplastar alimañas, cortar nudos resistentes o sacar algún alimento caído en el fuego antes de que las llamas lo chamuscaran del todo.

Pero la espada de Islif era diferente.

Era un arma reluciente, flexible y hecha para sembrar la muerte, sin nada de ordinario en su aspecto. Era como Islif.

Islif tenía más de hombre que de chica, con sus hombros anchos y su marcada musculatura, sus ojos grises y fríos, su cabello marrón y su actitud siempre alerta. Era hosca y lo bastante fuerte para empujar a los hombres o salir victoriosa de una pelea con ellos. Podía partir una mandíbula y ningún hombre le inspiraba miedo. Le costaba enfadarse y la mayoría de los insultos la divertían, pero tenía más dominio de la espada que cualquier Dragón Púrpura que Jhess hubiera visto en su vida. Si se producía un incendio o en invierno atacaban las manadas de lobos, Islif era capaz de dar órdenes a hombres que la doblaban en edad, y le obedecían.

Jhess le tenía un poco de miedo, y hacía años que admiraba su habilidad para la caza y la forma que tenía de plantarles cara a los hombres. Esas manos grandes y rudas también eran capaces de tallar una rama de árbol con sorprendente gracia, usando un cuchillo de cazador con la misma destreza con que un hombre se afeitaba para su boda, y de hacer con ella un oso, un jabalí o un ciervo con la cabeza erguida. Y después, sin darle importancia, lo dejaba a un lado o buscaba la mano de un niño para dejarlo caer en ella. Si Cormyr llegara a necesitar en algún momento una reina guerrera, era Islif Lurelake.

Todavía más alto que Islif y de voz, ademanes y aspecto más impresionantes que los de esta —y sin embargo despojado de esos aires de superioridad a que esos dones de los dioses solían dar lugar en los hombres que los poseían— era Florin Mano de Halcón, el mejor de todos ellos.

Florin podía ser un rey si Cormyr alguna vez tenía falta de uno.

Jhessail suspiró y abrió los ojos para volver a contemplar la Luna.

Vio su resplandor, pero ahora era un halo que rodeaba el rostro bien parecido, de mandíbula firme, de Florin. Vio sus ojos entre grises y azules, de mirada tranquila pero enérgica, su pelo castaño y rizado y sus hombros tan anchos y musculosos como los de Islif. Era bondadoso, digno y jamás decía nada ni remotamente tan grosero o jovial como lo que acostumbraba decir Semoor.

Tampoco era muy hablador. El Silencioso lo llamaban en Espar, y había granjeros que apenas sabían de la existencia del resto de ellos, y sin embargo respetaban al joven Silencioso y lo consideraban un hombre más, una brillante esperanza para el futuro, un hombre capaz de liderar y de dar sabios consejos y que acabaría siendo una autoridad, una roca firme contra las tormentas.

Jhess volvió a suspirar y se dio la vuelta envolviéndose bien en el cobertor. Le parecía que estaba un poco enamorada de Florin y lo admiraba con toda su alma. Era alto, guapo… y algo en su aspecto, en su forma de mirar, la atraía.

Bueno, atraía a todas las jóvenes. Las había visto observándolo de la misma manera que ella lo observaba a él. El rostro de Florin se le aparecía cada vez que oía a los trovadores cantando romances de héroes. Tenía unas maneras reposadas, pero firmes, nunca vacilaba. Además era amable y comprensivo. Y tal vez no fuera nunca para ella, a pesar de lo mucho que ella lo deseaba.

Pero ¿lo deseaba realmente? Ya bastaba con tenerlo como un auténtico amigo. Sí. Una mujer nunca puede tener demasiados amigos auténticos.

Podía verlo en la Fortaleza mientras decía convencido:

—Debemos hacerlo correcto… y debemos estar muy seguros de qué es lo correcto.

Era una de sus frases favoritas. Los Dragones Púrpura debían de reverenciar al rey como ella —como ellos— reverenciaban a Florin. Era un hombre al que uno seguiría a donde fuera, incluso al mismísimo infierno, si él lo ordenaba, y cuyo respeto uno ansiaba más que nada en el mundo.

Jhessail volvió a mirar a la Luna. El rostro de Florin desapareció de golpe.

—¿Qué pasaría —preguntó la muchacha en un susurro— si el rey, si Florin, llegara a saber alguna vez el poder que tiene sobre nosotros? ¿Y si nos pidiera que lo siguiéramos? ¿Entonces qué?

Como única respuesta, la Luna la miró sin parpadear siquiera, tan silenciosa como siempre.