Capítulo 10
Sangre renovada para el viejo juego
La buena y la mala fortuna de la estupidez humana y los caprichos de los dioses nos encumbran a algunos en la vida y nos entierran a otros antes de que tengamos la menor oportunidad de dejar nuestra huella. El Año de la Espuela fue testigo de la fundación de una hermandad que haría estremecer a los tronos de todo Faerun. Y también asistió al comienzo de algunos aventureros de éxito moderado, como la Compañía del Machete, los Escudos de Setesper y lo que con el tiempo se convertiría en los Caballeros de Myth Drannor.
Thardok Duirell,
Murmullos amortiguados tras las puertas:
Cábalas, cultos y hermandades,
publicado en el Año dela Magia Desatada.
—Todo ha sucedido tan… de prisa —Jhessail meneó la cabeza—. ¡Estos caballos tan espléndidos! Un traje, una daga y unas botas que superan todas mis expectativas, y un cinturón lleno de leones entregado por el propio rey. ¡Y nada menos que con un beso!
—Es bueno saber lo que vales a sus ojos en la cama —dijo Semoor.
—Algún día, Stoop, esa lengua tuya tan afilada va a conseguir que te…
—Eleven a la categoría más alta y me lluevan mozas que sepan apreciarlo. Lathander tiene predilección por los que se atreven a recorrer caminos nuevos, tienen nuevas perspectivas, y…
—Tonterías de mayor calibre —gruñó Islif—. ¿Qué pasa, señora?
¿Qué estáis mirando?
Narantha Corona de Plata sonrió y señaló un claro con hierba al lado del camino, entre los árboles.
—Mi pabellón se alzaba justo ahí. Parece que hubiera pasado un siglo, ahora…
—De modo que vos también lo sentís —dijo Doust—. Un toque de estupefacción, una sensación de vacío. Tan repentino esplendor, seguido de una… desilusión.
—No, para mí ha sido… Ahora no soy la misma que era entonces. Antes de conocer a Florin y de saber lo que era un bosque.
Junto a ella cabalgaba el alto explorador que mantenía los ojos serenos en la carretera que tenían por delante, y sólo de vez en cuando se volvía para mirar atrás, como había venido haciendo desde el momento de su partida, pero Semoor carraspeó estentórea y socarronamente.
—Ah. ¿Y qué fue exactamente lo que os mostró el Orgullo de Espar en la espesura del bosque?
Lady Narantha se volvió en su montura para mirarlo de frente y con seriedad.
—Lo que es ser un hombre —dijo.
Dejó que la sonrisa de Semoor se extendiera y que empezara a preparar un «vaya» burlón antes de añadir con tono cortante:
—¡No un amante, sacerdote malpensado! ¡La verdad, maese Diente de Lobo, vuestra lengua es más propia de las tabernas o de los bajos fondos que de los claustros del Señor de la Mañana!
Todos los demás celebraron la respuesta.
—¡Bien dicho! —fue el comentario pronunciado al unísono por Doust e Islif.
Semoor puso cara de pretendida inocencia y alzó un dedo como un tutor timorato que pretende dejar algo muy claro.
—Los sacerdotes deben decir lo que los demás no se atreven a expresar en su incansable tarea de ahondar en la moralidad y en las verdades interiores y…
—Vaya sarta de tonterías —dijo Islif con desdén. Más aclamaciones.
—Sí, si dejamos de lado su fascinación por las camas y la fornicación en los bosques —dijo Jhessail con cierto pesar—, Semoor no deja de tener razón. Durante tanto tiempo hemos perseguido la aventura en nuestros sueños, considerándola como la gloriosa libertad, y sin embargo —señaló el caballo que montaba y luego el Camino del Dragón bajo sus cascos— el camino que se nos presenta por delante parecer haber sido escogido de una manera muy definitiva para nosotros.
—Por el rey —dijo Semoor con expresión sombría—, teniendo en cuenta a unos padres muy furiosos —echó a Narantha una mirada significativa.
La joven sonrió y se encogió de hombros.
—El rey es el rey. Hace lo que considera mejor para Cormyr. ¿Verías con buenos ojos la presencia de aventureros armados con espadas y conjuros creando problemas en Espar? ¿En Marsember? ¿Arabel? ¿Suzail? Pues él tampoco. Yo sólo espero no correr despavorida y dando voces cuando vea que se nos viene encima el primer orco hambriento —al decir esto se estremeció.
—Dathen Brook —interrumpió Islif señalando hacia adelante—. Es tiempo de hacer un alto y dar de beber a los caballos.
—Y de eso es de lo que se ocupan unos aventureros de éxito —dijo Semoor alegremente—, de tomarse tiempo para parar y dar de beber a los caballos.
El posadero la había llamado «ni su mejor ni su peor» habitación, pero era poco más que un armario. Nada de ventanas, dos camastros estrechos.
Horaundoon se descargó del arnés rompe espaldas en que llevaba el cofre con alivio y lo dejó caer sobre uno de los camastros y una silla desvencijada junto a una mesa llena de muescas. Un estante con una talla y un aguamanil desportillado más un candil con el alumbre y la yesca correspondientes completaban el mobiliario. Bajo la cama había un orinal y un ratón que salió corriendo. Seguro que habría chinches en la cama.
De modo que estos eran los lujos del país interior. El zhentarim cerró la puerta. No encajaba bien porque el suelo estaba combado. Por lo menos había una cuña de madera para mantenerla cerrada. Horaundoon añadió otras tres cuñas propias y colgó la manta negra en la que había dormido esa noche sobre la puerta para evitar miradas indiscretas. A continuación hizo surgir un escudo de escudriñamiento que era mejor que el de anillo que se vendía a los acaudalados mercaderes de Sembia y esperó a que el aire tomara una tonalidad gris espectral.
De modo que era un mercader con secretos. Eso no debía de resultar tan raro en Waymoot como para inquietar a los Magos de Guerra hasta el punto de llamar a sus superiores. Ya había planeado ocultar su orbe dentro del hargaunt y hacer pasar este como parte de sí mismo cuando pusiera un pie fuera de esa habitación tan sumamente acogedora.
Horaundoon desenvolvió su orbe escudriñador más pequeño, lo puso sobre la mesa con la toalla de la posada por debajo, apoyó en él las puntas de los dedos y murmuró las palabras que le hicieron cobrar una vida reluciente, flotante.
Ya era hora de salir en busca de nuevos y tontos aventureros…
En cuanto hubo desmontado y con las riendas todavía envueltas alrededor del brazo, Islif se volvió hacia Florin y lo abrazó.
—Gracias —le dijo con voz ronca—. Ya querría haber hecho esto antes, pero esos Magos de Guerra estaban decididos a que no tuviéramos la menor ocasión de hablar antes de ir a la cama sin que ellos captaran hasta la última palabra. Me sorprende que no se hayan acostado con cada uno de nosotros. ¿Sabes que nos encerraron?
Florin asintió.
—Ya me di cuenta.
Islif le dio un beso.
—Gracias. No sé cómo lo hiciste. ¡Te debe de haber bendecido Tymora para que no te mataran! ¡Pero nos conseguiste la cédula real y nos pusiste nuestros sueños al alcance de la mano!
—Esperemos que no se convierta en una pesadilla —suspiró Florin—. Puede que esto sea un error monumental. Metí la pata a fondo hace unos días, y seguiré haciéndolo. Tal vez consiga que nos maten a todos.
—Perdonadnos —dijo con firmeza lady Narantha posando una mano en el brazo de Florin y dirigiendo a Islif una mirada suplicante. Esta asintió y se apartó, dejando que la noble joven arrastrara a Florin a un lado.
—Vos me guiasteis por el bosque. Allí yo era poco menos que una niña —dijo hablando en voz baja, acercando a él su cabeza—, pero escuchadme bien lo que os voy a decir ahora: puede que los bosques me resulten desconocidos, pero en eso de mandar a la gente, de buscar argumentos convincentes y de manipular a los de arriba y a los abajo sí que puedo daros algunos consejos.
—Señora —coincidió Florin—, los aceptaré, porque como dicen en los Dragones Azules, en eso estoy en pañales. Puedo dar órdenes con voz tonante y parecer autoritario (mi padre lo hacía y yo soy capaz de imitarlo con facilidad) pero cuando cabalgo junto a mis amigos y sus vidas están en juego…
Narantha le echó de soslayo una mirada asesina y se puso frente a él para mirarlo de cara… y también para poder mirar más allá y vigilar a Semoor.
Pasando los brazos alrededor del cuello de Florin lo obligó a bajar la cabeza hasta que sus narices casi se tocaron.
—Debo haceros una seria advertencia —susurró—. Nunca os mostréis indeciso ni falto de confianza. Aunque por dentro os estéis muriendo u os sintáis desconcertado, mostraos firme, dad órdenes y haced que los demás piensen que domináis la situación, sea cual sea. Así la dominaréis. ¡Debéis hacerlo, Florin!
Unos ojos azul grisáceo la miraron con seriedad y en ellos empezaba a notarse una sensación de alivio. Florin respiró hondo y sonrió.
—Gracias, lad…
—Nantha —le dijo ella con firmeza besándolo en la punta de la nariz. Después se apartó de él, lo cogió de la mano y lo condujo de vuelta al camino.
Semoor estaba sujetando sus caballos, y los observó mientras se acercaban.
—De modo que es cierto que sois pareja —dijo en voz alta—. Os apartáis de los demás para tener vuestros momentos de intimidad, os abrazáis en cuanto tenéis una oportunidad…
—Maese Diente de Lobo —dijo Narantha con tono cortante—. ¡Estoy dispuesta a tolerar muchas cosas de los amigos del hombre que me salvó la vida, pero para una dama, su reputación lo es todo, al menos para las que hemos nacido en el seno de la nobleza, y si seguís lanzándome pullas infundadas de esa manera, tened claro que muy pronto lo haréis sin dientes! O sin lo que vulgarmente se denomina vuestras joyas familiares, o sin los dientes y las joyas si mi ira me mueve a ello. Tenedlo presente, destacado siervo de Lathander, y comportaos en consecuencia.
—Vaya, muy bien dicho —aplaudió Islif—. Semoor, ahórranos cualquier intento de réplica inteligente. Dile a la señora: «Sí, lady Narantha», «Gracias, lady Narantha», «Lo siento, lady Narantha» y «No volverá a repetirse, lady Nar…».
—¡Eh, ya basta! —protestó Semoor—. Puedo con todas esas cortesías, menos la última. Lathander no mira con simpatía a los falsos.
En la frente de Narantha se formaron arrugas y en su cara se reflejó una expresión de preocupación y perplejidad.
—Y entonces, ¿por qué habéis optado por servirlo, siendo vos lo que sois?
El guardia de Waymoot los saludó con una sonrisa y un gesto de la mano, era evidente que su fama los precedía. Los Espadas tomaron habitaciones en El Anciano, aconsejados por Narantha, que les dijo que era la posada más tranquila de la ciudad. Comieron una buena comida y salieron a pasear por la calle.
Doust se encaminó al templo local de Tymora para sus rezos vespertinos, pero los demás se dirigieron a las puertas sobre las cuales había un cartel que decía Luna y Estrellas.
Flanqueando la entrada había cuatro exploradores vigilantes armados con espada y apoyados a ambos lados de la puerta con los brazos cruzados y caras estudiadamente inexpresivas.
—Dejad las espadas —ordenó uno de ellos.
—Buen hombre —respondió cortésmente lady Narantha—, podéis guardar mi daga —dijo levantándose tranquilamente las faldas de su traje de calle rojo fuego para desenfundarla, lo que hizo que los cuatro guardianes de la puerta enarcaran todas las cejas que tenían—. Mis compañeros —añadió— tienen una cédula real recientemente concedida por el propio rey que los autoriza…
—¡Ah, sois los brillantes héroes de Espar! ¡Sed bienvenidos!
El hombre miró por encima del hombro donde un ruido repentino había acompañado la aparición de un hombre mofletudo de bigote por una puerta interior. El recién llegado miró a los Espadas e hizo un gesto de asentimiento al jefe de los vigilantes en el preciso momento en que Narantha entregaba su daga al hombre.
—¡Bien hallado, Mago de Guerra! —le dijo al otro.
—Mi bienvenida también para vos, ¿lady…?
—Corona de Plata —respondió pasando rápida a su lado—. La formación de los Magos de Guerra está decayendo, me temo. Vangey debería haberos puesto al corriente de todo lo nuestro, desde nuestro aspecto hasta nuestras indiscreciones.
Todavía sorprendido, el Mago de Guerra cedió el paso para dejar pasar a los Espadas en pos de ella. Desembocaron en un enorme salón con muchas columnas cuyas mesas de madera oscura estaban llenas de bebedores alegres y ruidosos. Era una estancia espléndida, cálidamente iluminada, llena de los aromas de queso frito y platos más exóticos, y se extendía desde la reluciente barra que tenían ante sí hasta los reservados situados a lo largo de la pared del fondo, a un buen tiro de lanza.
Siguiendo costumbres muy acendradas en ella, Narantha hizo un alto nada más pasar la puerta para hacer una entrada triunfal, e Islif, que ya tenía bien estudiada a la nueva amiga de Florin, puso su brazo como barrera para evitar que los demás chocaran con su bien formada espalda.
El ruidoso salón guardó silencio un momento mientras la noble dama, vestida de rojo llameante, atraía todas las miradas, y a continuación el bullicio volvió a imponerse con más fuerza. Imponiéndose a él, Narantha llamó al tabernero.
—¡Un apartado o una mesa para seis si es posible!
—¿Seis? —preguntó Semoor desde atrás.
—Sin duda Doust estará sediento cuando abandone su postura genuflexa —replicó sin volverse—. Mientras tanto, puede evitar que el Mago de Guerra, cuyo deber es enterarse de qué hablamos, ande rondando, ya que puede sentarse y unirse a nosotros.
En la retaguardia de los Espadas, Florin y Jhessail echaron una mirada divertida al mofletudo mago que estaba junto a ellos y que empezó a carraspear y a enrojecer.
El tabernero miró a Narantha de arriba abajo, tal como había hecho el Mago de Guerra, y salió presuroso de detrás de la barra para conducirlos a su mesa donde les dedicó una ampulosa reverencia.
Lady Narantha siguió al tabernero sin mirar ni a derecha ni a izquierda, pero los Espadas que la seguían tenían plena conciencia de las miradas interesadas de los enanos, los tatuados comerciantes meridionales de piel morena, las docenas de mercaderes y casi otros tantos hombres de armas, probablemente guardias, aunque casi no llevaban armadura y ninguno llevaba espadas enfundadas ni arma de ningún otro tipo. Las armas enfundadas de los Espadas atrajeron algunas miradas curiosas.
El tabernero inclinó la cabeza y señaló una mesa que estaba casi al fondo del salón.
—¿Le parece bien esta, hermosa señora?
—Admirable —replicó Narantha—. Estamos muertos de sed.
El tabernero sonrió.
—Estamos aquí para solucionar esos problemas. ¿Cerveza, hidromiel, zzar? ¿O debo llamar a mi bodeguero para que os informe de nuestros vinos?
—Claro, por supuesto —respondió lady Corona de Plata tomando asiento.
Islif puso los ojos en blanco y se volvió a mirar a Florin. Este sonreía y en sus labios se formó una palabra silenciosa: Aventura.
—No, me temo que no es de mi gusto —dijo el alto comerciante cortésmente, dejando la bota—. Aquellos a los que les vendo no suelen preferir nada práctico, ni usado.
Salió de la tienda y cruzó la calle hasta la Luna, donde los vigilantes de la puerta aceptaron su cuchillo y le franquearon la entrada. Dirigiéndose a la barra en busca de una jarra de cerveza, el comerciante se cuidó muy mucho de recorrer el salón con la mirada. El bronce y demás metales pulidos que había en la pared detrás de la barra reflejarían todo lo necesario para saber dónde estaban sentados los Espadas de la Noche.
Tenía tiempo de sobra. La noche todavía era niña.
Como de costumbre, el hargaunt le produjo escozor.
Semoor miró con desolación el fondo de su jarra vacía e Islif suspiró e hizo una seña para que le trajeran más cerveza.
El narigudo sacerdote de Lathander se volvió a mirarla.
—¿Por qué se llevarán los cacahuetes salados si después los vuelven a traer? —preguntó.
—Para dar al Mago de Guerra ocasión de encantar el cuenco —le dijo Narantha—. Así puede escuchar lo que decimos desde lejos sin necesidad de ponerse a nuestro lado.
—Ah —exclamó Semoor, y cogiendo el cuenco entre sus manos lo aproximó a sus labios e hizo un ruido sonoro y grosero—. Me pregunto qué le habrá dicho eso.
—Que está con nosotros maese Semoot Diente de Lobo —replicó Jhessail—, y que se comporta con su grosería habitual. Stoop, ¿cómo pretendes mantener alguna vez la categoría de sacerdote si sigues comportándote así dentro de un templo…?
—Demonios —maldijo Semoor—. ¿Incluso ahora vas a reprenderme? ¿Cuando he escapado de Espar munido de una cédula real para correr fabulosas aventuras?
Islif resopló.
—La «fabulosa aventura», buen Stoop, puede ser la que te caiga encima como sigas no haciendo caso de esas reprimendas. Ah, aquí viene más cerveza.
Cuando dos sonrientes mesoneras cuyos corpiños mostraban generosamente sus encantos trajeron las bandejas con las bebidas, la conversación de la mesa de atrás, llena de mercaderes de Sembia a juzgar por lo ostentoso de la vestimenta, subió de tono y los Espadas no pudieron menos que oír lo que decían.
—¡Vaya, pero hasta el último Mago de Guerra del reino lo estará buscando antes de que hayan terminado, podéis estar seguros! ¡Eso puede matarlos, y de hecho así ha sido! ¡He oído que seis han quedado fritos ya! ¡Decapitados y con las entrañas crepitantes como las de un jabalí asado!
—¿Seis? A mí me han hablado de once, y pronto serán más los que se les unan en la tumba si todos los medios de sanación fracasan. ¡Quienquiera que tenga en su poder esta Corona de Guerra de Hierro puede ver la magia activa desde lejos, y desde ella puede lanzar proyectiles letales sobre cualquiera que tenga magia!
—¿Corona de Hierro? ¿Qué diablos es eso? ¿Tienen algo que ver los enanos?
—No lo sé. Todas estas cosas mágicas tienen unos nombres tan rimbombantes y misteriosos, ¿no lo sabías?
—Bueno, sé que en Cormyr la magia significa Magos de Guerra, y que ellos están buscando esa cosa frenéticamente.
—Bueno, yo no la tengo, y si la tuviera la vendería rápidamente a alguien interesado en freír vivos a los magos y que estuviera dispuesto a pagar una buena suma por tener el poder para hacerlo.
—¿La Reina Bruja? ¿Para que pueda eliminar a los Magos Rojos todavía con más facilidad?
A esto le siguieron unas risas estentóreas y luego un súbito silencio cuando varios hombres corpulentos de diversas mesas se acercaron a los sembianos.
—A ver ¿qué es todo eso de querer freír vivos a los Magos de Guerra? —preguntó uno de ellos con aire demasiado superficial. Los mercaderes de ricas vestiduras alzaron la vista hacia él desconfiados.
—Me parece que sois un Dragón Púrpura que se ha dejado la armadura en casa —replicó un sembiano escarbando uno de sus oídos con el dedo meñique adornado con un anillo—. De modo que ¿por qué no os sentáis aquí y nos habláis de los Magos de Guerra? Nosotros sólo sabemos lo que oímos.
—¿Y qué es lo que oís?
Otro sembiano se encogió de hombros.
—Lo que se comenta por todo Cormyr, al menos en las tabernas: que algo llamado Arcrown ha sido robado y vuestros Magos de Guerra quieren recuperarlo.
—Desesperadamente —añadió un tercer sembiano.
—Antes de que sea más tarde para todos —intervino un cuarto, apoyando su jarra ruidosamente sobre la mesa.
El hombre al que habían invitado a sentarse lo hizo, miró al sembiano más ruidoso con expresión fría y dijo:
—¿Por qué no me contáis más sobre lo que habéis oído de esta corona?
—¿Ah, sí? ¿Por ejemplo?
—Lo que hace… esa especie de cosa.
El sembiano se encogió de hombros.
—La Arcrown o Corona de Guerra de Hierro, la llaman algunos, aunque la mayoría piensa que es una simple diadema. Si se lleva puesta, permite ver la magia en acción, y se puede optar por enviar con ella proyectiles letales sobre cualquiera que tenga esos medios mágicos… eso es lo que es.
—¿Y entonces qué?
—Y entonces están muertos, a menos que se deshagan de su magia o pongan fin a su conjuro o lo que sea con total inmediatez.
El Dragón Púrpura, si es que lo era, miró a algunos de los otros hombres corpulentos, y todos se encogieron de hombros.
Otro de los sembianos miró a la mesa de los cormyrianos.
—El resto son todo rumores sobre la cantidad de Magos de Guerra a los que ya han matado —añadió—, y quiénes lo hicieron y adónde va a llevar todo esto, y siendo vosotros como sois agentes no muy bien camuflados del Trono del Dragón ¿por qué no nos decís toda la verdad?
A modo de respuesta, el hombre sentado al extremo de la mesa le lanzó una mirada gélida, y sin mediar palabra se puso de pie y volvió a su propia mesa. Los demás también se retiraron mientras los sembianos reían entre dientes.
Sin embargo, cuando volvieron a hablar lo hicieron en voz baja y dio la impresión de que estaban hablando de precios y de escasez y de «cuántos barriles».
Los Espadas se miraron los unos a los otros.
Por supuesto, Semoor fue el primero que habló.
—¿Contribuiría a darnos fama si encontráramos esa corona y se la entregáramos a su majestad?
—Eso es un «sí» rotundo —comentó Florin—. Primero, es necesario tener alguna idea sobre dónde buscar.
Jhessail asintió.
—Y a menos que los conjuros que el Señor de la Mañana te concede sean más poderosos que los conjuros de los Magos de Guerra (y te recuerdo, Stoop, que algunos de ellos pueden romper en dos la torre del homenaje de un castillo, de arriba abajo, con una sola palabra) no tenemos muchas posibilidades de encontrar algo que ellos no puedan encontrar. ¡Sin duda no con mis conjuros de pacotilla!
Semoor volvió a coger el cuenco de los cacahuetes y le preguntó con tono animado:
—¿Algún consejo? ¿Algún lugar donde pudieran buscar unos aventureros con cédula real entusiastas pero inexpertos? ¿O… veamos… casas de placer donde los señores del reino con sus monóculos fuman y se empolvan y mantienen ocultos sus harenes alquilados?
—Semoor —le dijo Jhessail en tono de reproche—. Realmente no creo que el Mago Real te encuentre ni listo ni divertido.
—Oh, y ¿por qué habría de encontrarme en absoluto? Y por otra parte ¿cómo habría de encontrarme?
Lady Narantha se inclinó hacia adelante para mirar a Semoor al otro lado de la mesa.
—Por ejemplo, por las exclamaciones exasperadas —dijo, entrecerrando los ojos—. O también por la propia cédula real. En todas esas tintas de fantasía hay conjuros incorporados, ¿sabes?, y Vangerdahast puede saber exactamente dónde estamos cuando le dé la gana. Cualquier Mago de Guerra puede hacerlo y también puede, con sólo tocarla y pronunciar la palabra adecuada, saber de inmediato si es una cédula real auténtica o una falsificación.
—¡Por la rosa encarnada! —maldijo Semoor—. Bueno, ahí está mi plan de un jugoso retiro: ¡ir a Sembia, hacer docenas de cédulas reales que se parezcan mucho a esta y venderlas a cualquiera que desee andar de un lado para otro por Cormyr blandiendo una espada!
Jhessail suspiró, se volvió en la silla, le arrancó el cuenco de cacahuetes de las manos a Semoor y se lo acercó a los labios.
—¡Está bromeando! ¡Bromeando! No le crean ni una sola palabra.
—Mil perdones —dijo junto a su oído una voz acariciante—. No pude evitar oír mencionar una cédula real. ¿Me equivoco si supongo que sois aventureros autorizados? Y en ese caso ¿estáis buscando nuevos miembros?
Los Espadas de la Noche se miraron asombrados y a continuación miraron a la esbelta joven vestida de cuero oscuro que estaba junto a Jhessail. Menuda y esbelta, con brillante pelo negro muy corto, con el estilo «tazón» que preferían muchos guerreros, los miraba a todos con sus oscuros ojos cristalinos.
—Mi nombre es Pennae —añadió—, y esta es Martess. —Se ladeó un poco para permitir que los espadas pudieran ver a otra muchacha delgada, vestida de oscuro y de pelo también oscuro que estaba detrás de ella—. Hace conjuros de libro. Yo me especializo en conseguir cosas cuando es necesario.
Florin las miró y luego a todos los de la mesa, sin que le pasara desapercibida la mirada de aliento de Narantha.
«Hazte dueño de la situación», decía, tan claramente como si lo hubiera gritado.
Carraspeando, el hombre que había rescatado al rey recordó una de las últimas partes de los consejos reales.
—Bien, ahora —empezó—. Ahora…
—Lord Vangerdahast —el Mago de Guerra hablaba con voz alta y chillona—. Alguien acaba de acercarse a ellos y…
El Mago Real alzó una mano para imponer calma.
—Ya lo he oído y visto yo mismo.
Se encogió de hombros y el reflejo de su cristal de escudriñamiento jugó sobre su cara.
—Dejad que cuanto chico o chica que ante suelto por ahí se una a ellos y cabalgue entusiasta. Les arrebataré la vida, tal vez a todos, por ir a meter sus narices en las Moradas Encantadas.
Los Espadas seguían mirando fijamente a las dos mujeres cuando dos hombres que llevaban al cinto vainas vacías lucían la sonrisa fácil y todo el aspecto de fuertes guerreros aparecieron al otro extremo de la mesa.
—También a nosotros nos gustaría cabalgar con vosotros si nos lo permitís —dijo el más alto y apuesto de los dos, un rubio encantador que superaba a Florin en galanura—. Yo soy Agannor, y este es mi amigo Bey. Nos manejamos bastante bien con la espada.
Los Espadas se quedaron mirando a los dos recién llegados, después volvieron a mirar a las mujeres, y nuevamente a los sonrientes caballeros.
Lad Narantha alzó los ojos hacia las vigas del techo.
—¿Pero qué es este lugar? ¿Una sucursal de la Sociedad de Empedernidos Aventureros? —preguntó con incredulidad.
—No, señora —respondió con orgullo el tabernero que traía una bandeja llena de copas y botellas al hombro—. Mejor que eso: ¡esta es la taberna Luna y Estrellas, la mejor que existe de Teflamm a la esplendorosa Aguas Profundas!
Un alto comerciante que tenía en las manos una jarra no lejos de la mesa de los Espadas miró con estudiada indiferencia al jactancioso tabernero y de repente su expresión cambió por otra de rabia y sorpresa al reparar en una mujer alta vestida de color verde bosque que acababa de levantarse de la mesa que ocupaba hasta entonces sin compañía, una mesa junto a la pared, y que se dirigía hacia los aventureros esparranos.
Jurando para sus adentros, Horaundoon volvió a su cerveza, cuidándose de no hacerlo demasiado rápido. Dove Mano de Plata podía ser la menos conocedora del Arte de las Siete, pero no le interesaba descubrir sus puntos débiles.
Ningún mago en su sano juicio desafía a la diosa de la magia y confía en ganar.
Alguien más se estaba aproximando a la mesa. Florin alzó la vista.
Y se quedó petrificado. El corazón le latió desbocado al mirar los ojos de un azul intenso de la dama en cuyas simas insondables de sabiduría se sumergió.
Tragó saliva y se sacudió como un perro mojado, desprendiéndose de la ensoñación… ¿Acaso había sido presa de algún tipo de conjuro?
¿Sería esta una hechicera?
Su largo pelo castaño se movía libremente sobre los hombros, unos hombros tan anchos como los suyos y de musculatura más prominente que la de Islif. También era tan alta como él e iba vestida con el chaleco, la guerrera, los bombachos y las botas de caña alta de un hombre. Un hombre elegante que podía costearse las telas los cueros de mejor calidad, e incluso se había hecho teñir las botas de verde bosque.
La mujer iba de verde de los pies a la cabeza, y se dirigió hacia ellos con una gracia desenfadada, como una persona diestra y fuerte que conoce su poder pero no se da aires de grandeza ni hace gala de una afectación mezquina. Narantha podía tener un título, pero esta dama era realmente noble.
Su sola visión lo puso nervioso y lo desazonó: Florin bajó la vista, seguro de haberse ruborizado. Su imagen se mantuvo muy viva ante sus ojos a pesar de estar mirando su jarra de cerveza. Tenía que conocerla, tenía que hablarle, sin embargo no le suscitaba la poderosa sensación libidinosa que una belleza femenina desbordada o el flirteo solían despertar en él. Ella era… era… ¡Por los dioses! ¿Sería esto lo que los trovadores llamaban «amor a primera vista»?
Estaba perdido…
—Bien hallados, aventureros —dijo la dama con una voz medida y un tanto ronca—. Resulta que soy funcionaria de la Corona y percibo una posible necesidad. Si deseáis modificar vuestra cédula real, por ejemplo para incorporar nuevos miembros, puedo manejar la pluma debidamente, de modo que los Dragones Púrpura, Magos de Guerra o Magos Reales, o incluso el propio rey dictaminen su autenticidad.
—Eh, ah… es muy amable por vuestra parte, señora… —Florin se puso como la grana. ¡Por los dioses! ¡Estaba farfullando como un subyugado idiota de pueblo! Sintió un miedo mortal de que Semoor pudiera hacer algún comentario mordaz del estilo de «Florin se ha enamorado», y sin embargo… y sin embargo no le importaba.
—Por aquí me conocen como la Dama de Verde —dijo con voz cálida, y sólo por un momento sus ojos parecieron lanzar destellos argentados. Ninguno de los Espadas se dio cuenta de que los Magos de Guerra y los Dragones Púrpura que había por todo el salón dieron la impresión de haberse quedado tiesos y de mirar al vacío por un momento, con llamaradas de plata bailando en sus ojos, para volver a continuación a sus bebidas y sus murmullos como si la dama de verde hubiera desaparecido—. Podéis confiar en mí.
Se inclinó cerca de Florin, que luchaba denodadamente por no echar una mirada a su escote y lo conseguía a duras penas.
—Como os dijo Azoun: «Tathen». —Su voz fue apenas un susurro.
Habiéndola oído y mirando otra vez a los otros cuatro visitantes que habían acudido a su mesa, los Espadas intercambiaron miradas rápidas y nerviosas, deteniéndose por fin en Narantha.
—¡Realmente, los dioses os sonríen, amigos! —dijo la joven sonriendo y meneando la cabeza con gesto de absoluto estupor.
«Toma el mando», se dijo Florin.
—¿Estamos todos de acuerdo en aceptar a cuatro nuevos compañeros? Sé que es algo precipitado, y que son extraños, pero el rey…
—Han sido los dioses —dijo Semoor con firmeza—. ¡Las manos de los dioses nos los han proporcionado!
Islif abrió las manos.
—Necesitamos la fuerza. Yo voto por todos ellos.
—También yo —intervino Jhessail. Semoor, Narantha y Florin se miraron intercambiando gestos de aprobación.
—Hecho, entonces —dijo Florin con un estremecimiento de alivio y echando mano de las hebillas del peto que llevaba puesto. Azoun se lo había dado, y no había querido dejarlo en su habitación por si…
—Os ruego permitáis que me quite el pectoral —musitó, abriendo la prenda y extrayendo la preciosa cédula real de debajo del forro interior. Se la entregó a la Dama de Verde.
Ella le sonrió.
—Os aconsejo que encontréis otro lugar para guardarla —le dijo—. El sudor la estropeará en cuestión de un mes si la lleváis ahí; creedme, a veces combato con armadura de acero y sé de lo que hablo.
Metió la mano bajo su chaleco y sacó una pluma y una ampolla de tinta que relucía a través del cristal.
—Voy a necesitar cuatro nombres —dijo con absoluta calma—, con su escritura correcta.
Horaundoon tenía una expresión siniestra. El hargaunt se removía inquieto al sentir su furia. Ahí estaba, a menos de seis puestos de él, y el Tejido crepitaba en torno a ella. ¡Maldita sea!
Era más que una criatura de Mystra, aunque por todos los contempladores a los que Manshoon pudiera nombrar ¿no era suficiente con eso? Era una Arpista, y cabía la posibilidad de que este salón estuviera plagado de ellas…
No, casi seguro que estaba plagado de ellas. Lo que a su vez significaba que el sarcástico Vangerdahast estuviera escudriñando este lugar, en este preciso momento, junto con media docena de sus principales Magos de Guerra.
Y eso significaba que Horaundoon de los zhentarim no se atrevería a hacer nada. Nada en absoluto.
Si alguno de los Magos de Guerra y de los Dragones Púrpura de paisano presentes en la taberna hubiera reparado en el alto comerciante, habrían visto entonces que entornaba los ojos y su expresión se volvía reconcentrada.
¿Y qué? ¿Acaso un comerciante no pone esa cara entre una y seis veces por día?
El gusano mental tendría un nuevo objetivo. Uno de los cuatro nuevos miembros de los Espadas: Pennae, Martess, Agannor o Bey. ¿Por cuál se decidiría? ¿A cuál sería más fácil subvertir?
Bueno, decidir eso requeriría aún más observación y más espera.
¡Alabado sea Bane! Observar y esperar eran tareas que Horaundoon realizaba a la perfección, e incluso estaba empezando a disfrutar.
Agannor Plata en Bruto, Alura Pennae Durshavin, Bey Manto Libre, Martess Ilmra —leyó Florin en voz alta—. ¡Bienvenidos a los Espadas de la Noche!
La ovación que siguió, sacudió la taberna Luna y Estrellas, ya que fue repetida desde varias mesas.
En el momento de silencio que sobrevino tras entrechocar las jarras y beber un trago de cerveza y antes de que se reanudaran las charlas, Doust Sulwood irrumpió en el salón y se dirigió presuroso hacia sus compañeros.
—¿Me he perdido algo?