Capítulo 23

Espada en mano y dando voces

O sea que es la hora de ir espada en mano y dando voces, ¿no? ¿Cuánto me toca por matar esta vez?

El personaje Veldin el Valiente,

tercer acto de Viejo Rey Dragón,

obra de Thelva la doncella Dunstel,

publicada en el Año de la Espada y las Estrellas.

Horaundoon miró su orbe escudriñador. Un Florin compungido, cabizbajo, caminaba por las calles de vuelta a El León con las dos chicas más llamativas de los Espadas a su lado. Los espías de la guardia los seguían. Cerrando la marcha, Martess, seguía a los agentes de vigilancia.

Suficiente para que el zhentarim mirara burlón al pequeño desfile, de no ser porque estaba tan condenadamente molesto. ¡Daba la impresión de que el muchacho había vencido gran parte de la influencia del gusano mental, incluso antes de que Myrmeen Lhal lo despreciara! Pero ¿cómo?

Florin echó una mirada por la atestada taberna y empezó a lanzar fuego por los ojos. Ahí estaba la mesa, bien, con el mandil del tabernero encima para…

—¡Tabernero! —llamó, dejando traslucir parte de su enfado—. ¿Dónde están mis amigos, los que estaban aquí con nosotros? ¿Acaso la guardia…?

—No, señor —lo tranquilizó Aviathus, corriendo hacia ellos—. Lo que sucedió fue que estaban deliberando, vuestros amigos, con las cabezas juntas; quiero decir… entonces esa mujer descarada… ah, os pido perdón…

—Perdonado —dijo Pennae—. ¡Lárgalo de una vez, hombre!

—Yo, uh, bueno, se fueron con ella, todos menos los dos espadachines, que estuvieron aquí sentados bastante tiempo, lo suficiente para vaciar dos buenas copas de vino de fuego y para comerse un espero de avutarda asada cada uno… el hecho es que se metieron detrás de las cortinas y salieron, con Kestra y Taeriana.

—¿Quiénes son —le preguntó Jhessail secamente— estas tales Kestra y Taeriana? Puedo imaginario.

El tabernero meneó la cabeza ansioso.

—¡Furcias, por supuesto, y, permitidme que os diga, las mejores y más limpias de su clase! Llevan seis estaciones trabajando aquí, y jamás un…

—¿Salieron adónde? —le preguntó Pennae con brusquedad.

—Ah, bueno, es mi forma de hablar. Más que «salir» realmente —dijo Aviathus precipitadamente señalando al techo—, lo que quería decir era «subir las escaleras».

Jhessail puso los ojos en blanco, Florin gruñó y Martess y Pennae miraron a Florin con una mirada de «Ya ves, no eres el único».

—Nosotras iremos a buscarlos —le dijo Pennae a Florin decidida—. Que vaya a buscarlos una mujer no resulta tan ofensivo, ero los podremos avergonzar más cuando los encontremos los traigamos de vuelta.

Horaundoon dio un respingo, se tambaleó y se estremeció. El sudor le corría por la cara y le goteaba barbilla abajo. Cuatro mentes ya, dos de ellas porfiadas y voluntariosas…

A Agannor y a Bey les había prometido riquezas, mostrándoles arcones de relucientes monedas y cofres de rutilantes gemas. También los había tentado con mujeres, llenando sus mentes con imágenes de marfileñas curvas, ojos oscuros y misteriosos, sonrisas seductoras y gestos lascivos. Les había ofrecido poder, y los dos Espadas habían podido verse andando por habitaciones principescas con señoriales capas sobre los hombros mientras los sirvientes se arrodillaban ante ellos y se apresuraban a abrirles las puertas que daban a extensos patios donde los esperaban corceles blancos con arneses de oro y plata, y salían cabalgando por el rastrillo, por túneles y arcos, hasta salir de un imponente castillo, mientras la gente los aclamaba desde los balcones…

Todo sería suyo, les había prometido mentalmente el sudoroso zhentarim, con que sólo se prestaran a servirlo.

Había inundando sus mentes de estandartes y brillos cortesanos, de hermosas mujeres aguardándolos sobre lechos de miles de monedas… y vio que su desconfianza, su renuencia y sus cautos temores se derrumbaban y desaparecían, como tierra negra y blanda bajo su inundación purificadora, un asalto que dejó al descubierto su ansiedad, su arrollador deseo, y su osado atrevimiento…

Agannor, dijo su voz mental, Bey ¿Estáis conmigo?

Su asentimiento llegó a su mente arrollador como el fuego, abrasándolo al tiempo que aumentaba su deleite, haciendo que el hargaunt empezara a tintinear locamente de alarma y entusiasmo.

Horaundoon se estremeció de dolor. Se derrumbó sobre una mesa mientras sus dedos trataban de atravesar los bordes como si fueran garras. Sonrió.

Mostradme, pues, vuestra lealtad Dad el salto algún camino de gloria que os he enseñado. ¡Matad a estas dos mujeres que no son más que malditas brujas que pretenden esclavizaros!

Compuso una ilusión de lascivos rostros demoníacos con colmillos, descubrió oscuros designios tras la apariencia de las ardientes sonrisas de Kestra y Taeriana, y estaba todavía dedicado a reforzar y mejorar esa imagen cuando Agannor, con un gesto feroz, desenvainó su daga y la clavó hasta la empuñadura en la garganta de Taeriana.

Pennae parecía perpleja. Las habitaciones de El León estaban oscuras y vacías, las puertas abiertas de par en par, esperando el furtivo uso que hacían de ellas las meretrices y sus clientes.

Desde el descansillo donde estaba la chica, la escalera subía al tejado, y un pasillo estrecho, tenebroso y sorprendentemente largo, se extendía ante ella. Martess ya estaba yendo de puerta en puerta por la izquierda.

Pennae suspiró y con un encogimiento de hombros empezó a recorrer las puertas a la derecha.

En la otra cama, Bey abofeteó tan fuerte a Kestra con el revés de la mano que la cabeza de la chica resonó contra la pared. Sorprendida, no tuvo tiempo para respirar, y mucho menos gritar, antes de ahogarse en su propia sangre y caer de la cama, desangrándose hasta su último aliento…

Los tabiques que separaban las habitaciones de El León eran simples paneles, y el gruñido de Agannor había sido inconfundible.

Pegada a la pared en un rincón de la habitación contigua, oscura y vacía, Martess escuchaba estremecida.

¡Plink! ¡Plash! ¡Plink! Sangre goteando. Acababan de matar a las dos chicas.

«Que la Madre Mystra nos proteja a todos…».

Agannor miró a Bey atónito.

—¡El maestro… ha abandonado mi mente!

—La mía también —dijo Bey en un susurro—, pero todavía puedo sentir su mirada. Nos está observando, supongo que para ver si no flaqueamos.

Se levantó de la cama, mirando lo que había hecho.

—Diantres —añadió volviéndose al aguamanil y hundiendo la daga y las manos ensangrentadas en el agua—. No podemos permitir que la guardia vea esto.

Agannor asintió y tiró de su propia arma, mirando hacia otro lado, cuando la boca de Taeriana se abrió con el movimiento y asomó su lengua cortada.

Haciendo una mueca de dolor, fue también a lavarse, con una mirada a la puerta que estaba cerrada pero no tenía cerrojo.

—¿Qué vamos…?

—El tejado —dijo Bey—. La escalera continúa hacia arriba. Las envolvemos en la ropa de cama, las llevamos arriba para que los cuervos se encarguen de ellas y usamos el agua del aguamanil para limpiar la sangre. Ya estaremos muy lejos de Arabel antes de que las ratas empiecen a comerles los dedos y los dejen por ahí a la vista.

Agannor asintió.

—El maestro debería estar complacido. ¡Por los dioses, qué poder tiene! Se acabó eso de andar luchando contra los orcos por unos cobres, invierno tras invierno, mientras los Dragones Púrpura nos miraban con desconfianza. ¡Vamos a ser señores! —Miró a Bey con sonrisa aviesa—. ¿Lamentas algo?

—Tener que separarnos de los Espadas de esta manera tan repentina. Tenía esperanza de llevarme a la cama a Pelo de Fuego, tarde o temprano.

—Maldita sea, sí, la pequeña Jhessail. Aunque, la verdad, yo preferiría a Pennae. ¡Eso sí es una mujer!

—Sí, si estuviera bien atada para poder sobrevivir al intento —dijo Bey irónico—. Tal vez el maestro…

—¿Si le imploramos lo suficiente? —Agannor sonrió.

Pegada al panel frío y duro, Martess se estremeció. ¿Debería permanecer quieta y en silencio para no correr peligro? ¿O salir corriendo rápida como el viento para advertir a Pennae antes de que viniera a por ella?

Si la cogían, sería su sangre la que gotearía sobre el suelo, y todos sus amigos estarían condenados. Estos dos culparían a los Espadas de cualquier crimen que cometieran, dando informes falsos a la guardia y arreglando las cosas de modo que la gente llegara a pensar que los Espadas de la Noche eran culpables…

«Tengo la cabeza llena de conjuros, y sin embargo estoy tan indefensa».

—Hay otra mente muy próxima a ellos —murmuró Horaundoon con expresión preocupada. Seguramente una simple ramera no podría estar bajo protección mágica para evitar que la mataran.

A menos que no fuera una simple ramera…

¿Una Arpista? ¿O una espía de Vangerdahast?

Haciendo caso omiso de las preguntas curiosas del hargaunt, que repiqueteaba tan rápido y tan fuerte como un gato maullando desde encima de un árbol, Horaundoon cerró los ojos y buscó a tientas esa mente errante con su conjuro, poniendo una mano sobre el orbe escudriñador para invocar sus energías y hacer que su búsqueda fuera más potente…

¡Ahí! ¡En la habitación contigua! ¡Una mente oscurecida por el miedo y la desesperación, rodeada por la débil luminosidad de los conjuros! ¡Una de las magas en ciernes de los Espadas!

Si irrumpía en su mente, la suya se quemaría. Hasta esos débiles conjuros estallarían, quemarían y harían estragos en la mente de la chica, pero le harían a la suya un daño que no quería sufrir. No se atrevía.

Con una mueca siniestra, Horaundoon volvió a los dos gusanos mentales que tenía a mano, haciendo que Agannor y Bey salieran de su habitación con precipitada furia. A veces bastaba con una espada afilada.

Martess oyó el retumbar de botas a través de la pared y se alejó todo lo que pudo, presa de náuseas. Contra esos dos nada podía, menos que nada. Tenía que…

Detrás de ella, la puerta se abrió de golpe. Se dio la vuelta y, alarmada, dio un respingo. Pudo iniciar un grito de terror antes de que la espada de Agannor la atravesara como el hielo y la hiciera retroceder tambaleándose, mientras él, desde el otro lado, la miraba mostrándole los dientes.

Bey Manto Libre, con la misma sonrisa ancha y amistosa que tantas veces había visto en su rostro, la atacó por el flanco.

Su acero entró en ella como el fuego, tan ardiente contra el frío de la espada de Agannor que Martess apenas podía respirar.

Fue así que el conjuro con el que podía haberlos golpeado para no perecer sin por lo menos ocasionar dolor a sus asesinos se desvaneció sin ser utilizado mientras Martess Ilmra se sumía en una oscuridad blanda e infinita, desvaneciéndose en torno a ella el fuego y el hielo.

Pennae sabía qué significaba aquel grito desgarrado.

Martess estaba muerta o agonizante, y si los dioses lo permitían, ella se encargaría de que Agannor y Bey la siguieran.

Salió de la habitación que había estado examinando como una capa oscura movida por la tempestad, maldiciéndose por haberse dejado las dagas con dosis narcótica en sus habitaciones aquella noche. Bueno, tendría que hacer de esto algo un poco más personal.

Todavía estaba a cuatro puertas de distancia de aquello de lo que huían Agannor y Bey, corriendo con todas sus fuerzas con las dagas listas para lanzarlas, cuando una extraña niebla se posó sobre su mente.

Arrolladora, sacudió a Pennae como el trueno, golpeó su cabeza desde dentro, tres veces, una docena de veces o más, y la lanzó hacia atrás dando tumbos.

Agannor le dedicó una sonrisa de oreja a oreja, la mirada perdida y su espada en alto.

—Vamos, bonita mía —dijo entre dientes—. ¡Vamos a jugar!

Su espada surcó el aire como un relámpago.

Dolorosamente, Pennae dio con la espalda contra la pared mientras el suelo parecía levantarse bajo su cuerpo. Apretó los dientes y luchó por mantener el equilibrio. La espada de Bey también venía en su busca…

—Alura Durshavin, eres una feroz tigresa —murmuró Horaundoon de los zhentarim, volviendo a irrumpir en su mente.

El orbe escudriñador que tenía ante sí parpadeó, debilitado por el uso abusivo que estaba haciendo de él. Pero aunque se iba apagando, pudo ver en sus profundidades cada vez más oscuras a la ladrona lanzándose al contraataque, tan sinuosa como una de aquellas anguilas a las que él había visto evitando las redes de los cocineros allá en la torre.

Sus dos guerreros volvieron a atacarla y ambos fallaron otra vez.

Un poco mareada, Pennae se dio la vuelta y salió huyendo.

Horaundoon trató de imponerse. Si la chica llegaba a la taberna o conseguía dar la alarma por la escalera, lo más probable era que él perdiera a los dos esbirros que tenía entre los Espadas. Ella valía por diez de ellos, pero incluso ahora lo rechazaba. Para domarla tendría que emplear todo su poder y su atención, día y noche.

¡Ja! Horaundoon ahondó en su mente, sacudiéndola y doblegándola mientras la veía gemir y tambalearse. Ahora Bey estaba justo detrás de ella, con la espada lista para…

En el orbe vio a la ladrona lanzarse hacia atrás, agachándose y transformándose en una bola que hizo erupción y empezó a dar patadas, haciendo que Bey tropezara mientras ella giraba sobre la cadera y daba con las piernas un golpe de tijera apresando los tobillos de Agannor, que se lanzaba contra ella. Agannor acabó cayendo de bruces contra Bey, atacando al aire con la espada y gritando aterrorizado.

Pennae saltó sobre ellos, o trató de hacerlo, pero la presión asfixiante y brutal que ejercía Horaundoon en su mente la empujó hacia un lado, contra una pared. La chica cayó con fuerza sobre el enredo que formaban los otros dos, que no hacían más que maldecir, rodar y dar patadas.

Agannor la agarró y le rompió la ropa mientras ella cortaba y acuchillaba sin piedad, logrando por fin atravesarle la palma de la mano con la espada. Él dio un chillido de dolor y apartó la mano, mientras el acero de Bey la alcanzaba en el estómago, cortando el cuero sin dificultad.

Pennae se retorció, empujó y consiguió soltarse. Corrió pasillo abajo pero acabó gateando vacilante y al final, tras ponerse de pie trabajosamente, se apoyó en una pared para no caer. Con paso tambaleante, se fue deslizando por la pared, dejando tras de sí un rastro de sangre, mientras Horaundoon martilleaba en su cabeza y Bey salía tras ella por el pasillo seguido de Agannor.

La escalera tenía una barandilla, y Pennae consiguió asirse justo a tiempo, incorporándose y haciéndose a un lado mientras una espada se clavaba a fondo en las tablas del suelo sobre las que había estado de pie un momento antes.

Bey lanzaba una estocada tras otra, cortando el aire con fuerza suficiente para aplastar costillas y cercenar miembros si en algún momento conseguía alcanzar a la ladrona vestida de cuero.

Pennae se agachó, le dio tal puntapié en la rodilla que lo hizo caer hacia atrás sobre Agannor, y salió corriendo escalera arriba confiando en que la trampilla del techo no estuviera cerrada.

Los dioses estaban de su parte. Una simple barra sujeta con tiras de cuero impedía que cualquiera pudiera abrirla desde fuera. Pennae retiró la barra de metal y con ella hizo a un lado la espada de Bey, que venía en su busca, dejando al acero tintineando como una campana y a él gritando de dolor con la mano en que llevaba la espada totalmente entumecida.

Pennae ya estaba en el tejado. Cerró la trampilla de un golpe tras de sí y corrió con toda la velocidad de que era capaz hasta el próximo tejado. Era el primero de los siete que había en aquella manzana, si recordaba bien, y al menos dos de aquellas tiendas tenían escaleras de madera que bajaban desde los tejados hasta los balcones.

Saltó y cayó desviada y dolorosamente cuando el enemigo que tenía en su mente golpeó sus sentidos de repente, justo en el momento en que se lanzaba, lo cual hizo que fuera tambaleándose de lado hasta topar con una desvencijada chimenea mientras bajo sus pies sentía el crujido de los nidos de los pájaros. Pennae hizo una mueca de dolor. ¡Si estos ataques que le partían la cabeza y la dejaban casi ciega persistían, lo mejor sería que bajara a la calle, donde al menos no corría el riesgo de matarse por una caída!

Agannor gritó a sus espaldas, y Pennae lanzó un juramento entre dientes y siguió corriendo hacia el siguiente tejado… y sintió una nueva punzada dentro de la cabeza.

Horaundoon frunció el ceño. En el exterior, la chica superaría a sus dos torpes esbirros. Rabiaba por acabar con ella, por aplastar su mente como si fuera un huevo recién puesto arrojado contra una pared, pero… ¡Maldita sea! ¿Cuánto tiempo llevaba tratando de hacer eso? Y todavía seguía resistiéndose.

No, ya era hora de dejar de tratar de freírle los sesos y de formular un conjuro que hiciera llegar sus órdenes atronadoras a las mentes de una veintena de agentes zhent de todo Arabel. Había llegado el momento de que cargaran sus arcos y salieran a la caza de Pennae.

Tras los gritos, chillidos y entrechocar de aceros llegó el estruendo de botas en la escalera y el ruido de algo pesado al caer, dos veces.

—¡Voy a subir! —dijo Florin con furia, tratando de desasirse de los cuatro Dragones Púrpura de gesto hosco y vestidos de paisano que se habían levantado de una mesa cercana para sujetarlo ante su primer intento de desenvainar.

—No, forastero —le soltó uno de ellos a la cara mientras le retorcían los brazos y luchaban juntos para transformarlo en un ovillo sudoroso que gruñía en el suelo—. No lo haréis. Nuestras órdenes…

—¡Soltad a Florin Mano de Halcón y apartaos, todos! —gritó Jhessail. Su voz habitualmente suave sonó estridente y se difundió por toda la taberna del León, imponiendo silencio a los bebedores que la miraban en tensión. Tenía una daga en la mano, y por la hoja de su espada subían y bajaban unas llamas brillantes—. ¡Soltadlo o lanzaré el conjuro más potente que conozco y haré que la taberna se desplome sobre vuestras cabezas!

¡Loado sea Máscara! ¡Los ataques habían cesado, pero la cabeza todavía le dolía como si se la hubieran golpeado con un mazo! Peor aún, parecía que otros hombres se habían incorporado a la persecución, hombres armados con espadas y dagas que no vacilaban en usar. ¿Y dónde estaba ahora la tres veces maldita y eficiente guardia de la señora regente?

Agannor venía dando tumbos, a conveniente distancia, evidentemente agotado, y Bey, todavía más atrás, pero… ¡Maldita sea!

El sucio patán que salía de un callejón, justo delante de ella, llevaba en las manos una ballesta amartillada y cargada. Oyó el chasquido justo cuando se hacía a un lado y preparaba sus dagas.

Un momento después, sacudía una mano entumecida y sangrante: la daga que antes tenía en ella había desaparecido y oyó el virote repicando entre las piedras muy lejos por detrás de su hombro izquierdo.

—¡Condenada furcia! —maldijo el hombre mirándola por encima de la ballesta disparada—. ¿Cómo demonios has podido esquivar eso?

Pennae no malgastó fuerzas en responder, sino que salió corriendo tras él llevando la daga en la mano derecha. El hombre maldijo otra vez y le lanzó la ballesta a la cara para ganar tiempo mientras echaba mano a una espada corta bastante herrumbrosa.

Pennae saltó y, cogiéndose del vano de una ventana cubierta con unas tablas de mala muerte y de un fuerte empujón, se lanzó con los pies por delante alcanzando al hombre en la garganta casi al mismo tiempo que él conseguía desenvainar.

El tipo se hizo un ovillo, sacudido por espasmos, y Pennae aterrizó con los talones encima de sus costillas.

¿Quién daba caza a quién ahora…?

Un proyectil de ballesta le pasó rozando y oyó el zumbido que significaba que le había errado por un pelo, y Pennae, con un gruñido, corrió y se metió en un callejón.

Un momento después salía de él, entre sollozos, volando hacia atrás por los aires con un virote de ballesta clavado en el maltrecho hombro izquierdo.

Myrmeen Lhal levantó la hoja de la pila de decretos y dispensas que cansinamente estaba firmando. Era el tercer gong de alarma.

¿Tres patrullas llamadas como refuerzo? Por los Nueve Infiernos. ¿Qué estaba sucediendo?

Las botas atronaban el pasillo cuando llamó.

—¿Asgarth? ¿Qué significa todo ese tumulto?

—¡Esos mald… ejem, esos Espadas aventureros! ¡Hay hombres con ballestas disparando por los alrededores de Palacio! —gritó el lionar, y después de respirar añadió—: ¡Con vuestro permiso, señora regente!

—Permiso concedido —dijo Myrmeen con voz alta y clara meneando la cabeza con ironía no exenta de diversión. Había supuesto que los Espadas de la Noche se meterían en algo después de este día de corteses intercambios, pero ¿tan rápido? ¿Y tanto que hacían falta nada menos que tres patrullas?

—Por todos los dioses, Azoun —murmuró—, tú sí que sabes elegirlos.

Myrmeen volvió a la pila de papeles. Su guerra estaba aquí, en este escritorio. Como de costumbre. Pero ¿dónde? Ah, sí, la tercera petición de una escolta hasta el Alcázar de la Candela…

Sin embargo, si el gong volvía a sonar, los Dragones se encontrarían con la señora regente de Arabel cargando desde aquí a la cabeza de la siguiente patrulla. Oh, sí.

Myrmeen miró su yelmo, que estaba en el otro extremo del escritorio y que ahora usaba como pisapapeles de la pila «por revisar».

La mirada que le echó era de añoranza.

Llorando a lágrima viva —dioses cómo dolía—, y se sentía débil y marcada mientras caía a punto de ser engullida por unas sombras tenebrosas Pennae se derrumbó.

Tal vez su enemigo había renunciado a revolver su cerebro y ahora se valía de las mentes de este pequeño ejército de hombres con ballestas que cada vez la acechaban desde más cerca, condenadamente cerca, con cara de conocerla, aunque ella sabía perfectamente que no los había visto en su vida, y le disparaban.

Si hubieran sido mejores tiradores, a estas horas estaría erizada de proyectiles, o tendría un agujero tan grande que hasta el más torpe de los Dragones Púrpura podría meter la cabeza por él con yelmo y todo. Pero Pennae se sentía como si tuviera un agujero así, más o menos a la altura del hombro. Ya había echado las tripas sobre el empedrado dos veces, y no le quedaba nada dentro que vomitar.

Otro paso… otro…

Pennae deseaba tanto echarse boca abajo sobre los adoquines y descansar, pero eso significaría para ella una muerte rápida ya que Agannor, Bey y al menos dos misteriosos enemigos vestidos de cuero la venían siguiendo.

Iba dejando un reguero de sangre a su paso, y probablemente también un rastro de lágrimas. Había renunciado a subir por las paredes como una araña porque no haría más que caerse, tambaleándose indefensa y volviendo a dar con su cuerpo contra el empedrado.

Sí, estaba empezando a odiar los adoquines. Eran cosas muy duras… «Sigue andando, Pennae».

—¡Eh! —La cara pertenecía a un Dragón Púrpura de bigote hirsuto, con un fajín de la guardia a lo ancho del pecho y sujeto al tahalí.

Otros, de vestimenta similar, la miraban desde detrás de él.

—Buenas noches, chicos —dijo Pennae con voz entrecortada—. ¿Es que no habéis visto nunca a una chica atravesada por una saeta?

Unas manos fuertes la sujetaron cuando se tambaleó.

—¿Qué fue, pues, lo que os sucedió exactamente? —preguntó con voz ronca el Dragón que le habían adjudicado—. ¿Cómo llegasteis a tener…?

—¡Florin! —llamó alguien a lo lejos. Parecía la voz de Islif.

—¡Eh, Florin! —Esta vez parecía Semoor, hubiera apostado algo, y sonaba todavía más lejos.

—¡Pennae! —Eso había sonado como un cuerno de guerra, atravesando un súbito alboroto de Dragones Púrpura que se llamaban los unos a los otros.

Al hundirse en la oscuridad que durante tan largo rato la había venido acechando, y que ahora le resultaba cálida y acogedora, Pennae sonrió.

Florin Mano de Halcón había llegado a su lado por fin.

Horaundoon hizo un movimiento exasperado con la cabeza. Tantas mentes combatiendo contra la suya.

Se pasó una mano temblorosa por la sudorosa frente, suspiró y se reclinó en su asiento. No se atrevía a mantener el enlace atendiendo al riesgo muy real de que alguien en cuya mente estuviese tuviera una muerte violenta.

No, daría por perdidos a los dos Espadas y se limitaría a observar en el orbe el curso de los hechos. Por lo menos, tenía asegurado un buen espectáculo.

—Lathander te ama —salmodiaba la voz de Semoor a través de la catarata gorgoteante de alivio fresco, bienvenido, que se iba apoderando de ella.

Pennae parpadeó, intentó toser y unos dedos suaves le acariciaron la garganta, tan tiernos como los de un amante, combatiendo el impulso.

—Tymora también te ama —añadió Doust desde el otro extremo de esos dedos—, y, maldita sea, también yo.

—Y Florin te ama de verdad —dijo Semoor taimadamente.

—Gracias, Stoop —dijo Florin con decisión, desde algún lugar por encima de ellos—. ¿Ya van dos pociones?

—En honor a la verdad, preferimos llamarlo «brebaje curativo», guardabosques —dijo Semoor con altanería para gruñir a continuación sorprendido por el dolor.

—Ah —dijo Islif con satisfacción—, del mismo modo que nosotros, los descarados, preferimos llamar a eso la puntera de la bota, y está puesta allí para dar buena cuenta de un pomposo nariz santa. Clumsum, ¿dirías que tu conjuro curativo ha funcionado?

—Estupendamente —dijo Doust en voz alta, y varias risitas sobrevolaron a Pennae.

—Hay Dragones Púrpura por todas partes, Pennae —dijo Florin; su voz sonaba ahora más cerca—. Quieren saber qué te ocurrió. Y nosotros también.

—Martess —dijo Pennae con voz entrecortada—. Asesinada. Por Agannor y Bey. Me siguieron hasta aquí. Otros hombres con ballestas… también me siguieron. Cuidado… Alguien… ¿un mago?… me atacó desde dentro de mi cabeza. Me hizo… caer.

—¡Por la sangre de Alathan! —dijo Doust con asombro.

—¡Caztul! —exclamó Islif al mismo tiempo.

Fue Florin quien habló a continuación.

—Capitán de la guardia, debo pediros que miréis hacia otro lado para no ver lo que vamos a hacer a continuación. Estoy furioso, y es probable que me busque mi propia muerte en vuestras calles.

—Hombre —respondió una voz áspera y desconocida—, tres hombres buenos han muerto asaeteados. Y eso son sólo mis Dragones; tengo entendido que hay tenderos muertos, y un niño que estaba jugando en el callejón equivocado. ¡Adelante con vuestros asesinatos!

Estrépito de botas que se alejaban y una voz sorprendida —la de Doust— preguntó:

—¿Jhessail?

—Deja que se marche —murmuró Semoor—. Como si ninguno de nosotros pudiera detenerla.

—Ayudadme… ayudadme a levantarme —dijo Pennae trabajosamente—. Yo también voy.

—Tú, muchacha, te quedas donde estás —gruñó el capitán de la guardia—. Tienes sangre por todos lados, el cuero que te cubre está hecho trizas, y…

—Y mi tarea está inacabada —dijo Pennae entre dientes, aferrándose al brazo del hombre hasta que consiguió ponerse de pie—. Mi tarea. Pertenezco a los Espadas de la Noche, capitán. Tal vez hayáis oído hablar de ellos.

—Toque de fanfarria —anunció Doust con ánimo de ayudar.

Sobrevino un momento de tenso silencio antes de que los Dragones Púrpura que los rodeaban estallasen en carcajadas. Cuando el capitán de la guardia al que estaba aferrada empezó a sacudirse por la risa, Pennae estuvo a punto de volver a caerse.