Capítulo 14
Días oscuros para el reino
Coged vuestras espadas, vosotros, los que todavía tenéis ojos para verlas, manos para esgrimirlas y juicio suficiente para buscarlas. Sacadles brillo si os place, y bebed una última copa por los que ya han caído. Entonces reuníos munidos de espada y escudo junto al viejo roble y esperad mi llegada.
Estamos condenados a morir, y puede que también lo hagamos juntos, consiguiendo una pequeña venganza contra nuestros enemigos, o por separado, cayendo a solas bajo las espadas de burlones enemigos.
Todos a una, pues, por Cormyr, y sumámonos en la oscuridad con sonrisas feroces y con la sangre de enemigos moribundos en nuestros aceros. Procurad no huir ni apartaros de la contienda. Es demasiado tarde para eso.
Los días oscuros han llegado por fin.
Andrath Dragonarl, Caballero de Cormyr,
Un llamamiento a las armas
clavado en los árboles por todo el reino
en el Año de la Roca Flotante.
Son días oscuros para el reino, sin duda —dijo Blundebel Eldroon con voz ronca, dejando su copa gigantesca. Estaba ahora medio llena, pero había relucido hasta el borde con el mejor vino de fuego apenas un momento antes—. Ya sé que los viejos nobles siempre dicen algo por el estilo, pero esta vez, y los dioses son testigos, Cormyr realmente…
—Ah, lord Eldroon —dijo Prester Yellander interrumpiendo con la rotundidad de un latigazo—, ahí es precisamente donde vuestras palabras caen en desgracia. En Cormyr no pasa nada ciertamente. Ese es precisamente nuestro problema, señores: estamos sumidos en el engaño y la mentira, con un Mago Real que es absolutamente incapaz de decir la verdad sobre el tiempo, el color de sus propias vestimentas y hasta su propio nombre, y mucho menos sobre las cuestiones de Estado. ¡Todo esto contribuye a confundirnos cada vez más!
—Son palabras muy duras, lord Yellander —señaló Sardyn Sol de Invierno—. ¿Acaso, como señala lord Eldroon, no es este deslizamiento hacia la falsedad un destino tenebroso censurado por cada generación de nobles y sabios… así como por los reyes Obarskyr? ¿Está el reino realmente al borde del caos, la guerra civil y el derrumbamiento del trono? Puede que nos disgusten las maneras e incluso las estratagemas particulares del Mago Real, pero más de un colono del reino (y mercaderes, tanto cormyrianos como de fuera) ve con buenos ojos la estabilidad que sus vigilantes Magos de Guerra, y los bien entrenados Dragones Púrpura del rey, han instaurado. El reino prospera, la población se multiplica y está contenta en gran medida, el…
—En esta habitación ya estamos de estiércol hasta los ojos —gruñó lord Eldroon—. ¿Es que tenéis la cabeza de piedra, Sol de Invierno? ¿No sois capaz de pensar? Probad a mirar más allá de las sonrisas del populacho cabeza hueca y de los seguidores sin cuento, para oír y ver la ira de los que realmente importamos, los nobles, que poseemos gran parte de la tierra, patrocinamos muchas empresas mercantiles, pagamos buenos dineros a todo el populacho del reino que trabaja para nosotros y también pagamos un montón de malos dineros en forma de impuestos que van a parar a las cámaras acorazadas de la Corte. —Apuró su copa de un solo trago—. ¡Es nuestra satisfacción o falta de ella lo que debería medirse, no las opiniones de algún viejo y desdentado Dragón retirado que se conforma con tener todas las tardes una jarra de cerveza que llevarse a la boca y con intercambiar chismes con sus amigotes!
—Y hablando de eso —dijo lord Yellander mirándose las uñas—. Ha llegado a mis oídos una noticia interesante, señores míos. Ayer me encontré por casualidad con lady Jalassa Corona de Plata y parecía ansiosa por mostrarme sus nuevos pendientes Capa de Mago.
Lord Sol de Invierno frunció el entrecejo.
—¿Vuestra jugosa noticia tiene que ver con pendientes?
Prester Yellander suspiró y alzó los dedos, mirando a Sol de Invierno con conmiseración por encima de ellos.
—Vuestras propiedades son rurales, ¿verdad, Sardyn? El término «Capa de Mago» evidentemente os resulta extraño, de modo que me veo en la obligación de informaros: los artículos Capa de Mago, ya sean anillos, pendientes, brazaletes o barbas postizas, son obras de magia que permiten escudriñamiento mágico. Ningún mago puede ver ni oír a distancia a quien los lleve puestos. Tal vez ni siquiera el portentoso Vangerdahast.
—Se hacen, o al menos se venden, en las ciudades de Sembia por precios astronómicos —dijo Eldroon malhumorado.
Lord Yellander se encogió de hombros.
—El precio bajará cuando alguien copie su magia y los ofrezca por menos de lo que vale una buena comida. —Se subió la manga para mostrar una delgada pulsera de oro—. Estad tranquilo, Sol de Invierno, el mío debería bastar para mantener esta conversación relativamente privada siempre y cuando no os apartéis mucho de mí y no digáis nada demasiado imprudente.
Eldroon dio una palmadita sobre un gran anillo que lucía en el gordo y peludo meñique.
—Actualmente no voy a ninguna parte sin el mío —dijo.
—Sin embargo, no os dejéis engañar, lord Sol de Invierno, por nuestro pequeño despliegue —intervino Prester Yellander—, ya que los pendientes de lady Corona de Plata fueron meramente una excusa para entablar conversación conmigo, no las escogidas habladurías que fueron la mayor parte de nuestra conversación. No, señores, no perdería yo el tiempo en informaros de que tal o cual dama encumbrada va por ahí con protección mágica.
—¿Qué jugo le sacasteis, pues? —preguntó Eldroon echando mano de la botella de vino de fuego.
—Que el rey acaba de dar una cédula real a su propia banda de aventureros, los Espadas de la Noche, y los ha enviado precisamente a Estrella de la Noche para someterlos a un pequeño entrenamiento. Cuando se hayan convertido en consumados asesinos, tiene intención de usarlos contra los nobles a los que considere sus adversarios. De modo que ahora Azoun Bragueta Floja tiene su propia fuerza de asalto, y es una espada a punto de ser lanzada contra nosotros. ¡Cuidado!
Sol de Invierno suspiró e hizo girar el contenido de su copa para ver cómo las lías se arremolinaban como fuego ambarino al reflejar la luz.
—Como si no tuviéramos ya cosas más que suficientes de que preocuparnos.
—¿Estáis seguro? —preguntó Eldroon—. ¿Eso no será hablar por hablar? ¿Esto lo supo Jalassa de una fuente fiable? Y si es así, ¿de quién? ¿Y cómo?
—Según me contó, fue reuniendo datos de tres escribas de la Corte, un Mago de Guerra demasiado joven y charlatán como para olvidar que en la Corte hay otros, además de los suyos, que saben usar conjuros, y algo que oyó de labios del propio Vangerdahast.
—Entonces es que él quería que todos lo supiéramos —dijo Eldroon con tono sombrío—. Ese hombre no dice nada sin protegerse antes. Absolutamente nada.
Lord Yellander se encogió de hombros.
—No es más que un hombre. Yo podría contratar a un mago más poderoso mañana mismo.
—¿Ah, sí? ¿Entonces por qué no lo haces?
—Los Magos de Guerra son un arma demasiado espléndida como para derrocharla. Es mucho mejor encontrar la manera de cogerla por la empuñadura.
—Quieres decir matar a Vangerdahast.
—Reemplazar a Vangerdahast, por algo que tenga su apariencia y me obedezca a mí.
—¿Y existe algo así en el mundo?
—Oh, sí. Hace tiempo que lo encontré.
—Y sin embargo todavía no hincamos la rodilla ante el rey Prester I.
—Como por arte de magia, la copa de Eldroon volvía a estar vacía.
—Todavía no. Hay que rematar algunos detalles.
—¿Algunos detalles?
—Sí, referente a lo de las «obediencias debidas». Puede que lo tenga listo dentro de diez días. O nunca.
—Ah, como todos los demás.
—¿Todos los demás?
—Todos los demás, Yellander. Todos los demás nobles que alguna vez hemos mirado el Trono del Dragón y hemos pensado en él. Podría ser mío, y yo lo cabalgaría mejor que Azoun Obarskyr. Algunos de nosotros dejamos de lado esas ideas y aprendemos a conformarnos. Otros consiguen poco mientras ven pasar las estaciones. Unos cuantos se embarcan en aventuras no demasiado inteligentes y pierden la cabeza o el derecho a poner el pie en Cormyr. Y un buen puñado abriga planes, va labrando el camino hacia un momento de gloria que puede no llegar nunca. En suma: no eres el único.
—¿Sois vos uno de ellos, lord Eldroon?
—Lo fui. Ahora pienso que el premio no merece el riesgo. Que sea Azoun el que se preocupe y trabaje, mientras nosotros observamos y bebemos vino y sopesamos la calidad del entretenimiento que nos proporciona. Hablando de eso: ¿más vino de fuego, Sol de Invierno?
—Creo que sí. Caballeros, me habéis dado mucho en que pensar.
—Pensad en silencio. Hay una cosa que hacen muy bien los Magos de Guerra: escuchar a las gentes que piensan que sus conversaciones son privadas. Conseguíos uno de esos artículos Capa de Mago. ¿Más vino, Yellander?
—No te olvides del goblin de piedra —dijo Pennae con brusquedad—, y vigila esa puerta. ¡Si se mueve, aunque sea un poquito, grita y sal afuera!
—Gritar y salir afuera —repitió Jhessail—. No es gran cosa como grito de guerra.
—No —coincidió Florin—. Pennae, ¿qué has descubierto?
Pennae había andado por toda la estancia, mirando por debajo y por encima de las cosas y pasando las manos por las paredes. Se había quedado inmóvil en un punto de la pared junto a la cabecera de una de las literas bajas, y ahora lo miraba con expresión ceñuda, daga en mano.
—¿Qué es? —preguntó Agannor.
Con un movimiento furioso de la mano les impuso silencio y luego tanteó con la daga un lugar de la pared. No sucedió nada. Volvió a intentarlo un dedo más arriba y apareció un panel del tamaño de una mano que se abrió girando sobre un eje. Al hacer más presión con la daga, se abrió más. Pennae retrocedió, manteniéndose detrás de la puerta, hasta que pudo volver a levantar su farol y alumbrar dentro. Había un nicho ahuecado en la roca aproximadamente tan profundo como su antebrazo, y en su interior sólo había un pequeño trozo de pergamino doblado y mohoso. Pennae lo sacó balanceándolo en la punta de la daga, lo puso sobre la mesa, lo abrió y leyó en voz alta un simple mensaje.
—«Los demás están ocultos en la puerta».
—¿Los demás? —preguntó Jhessail.
Pennae se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Esas puertas parecen de piedra sólida. De todos modos, aquí no hay nada más. ¿Seguimos adelante, teniendo en cuenta eso? —Señaló con la cabeza al goblin petrificado.
—Tiene moho, ¿lo veis? —dijo Florin con un encogimiento de hombros—. Eso quiere decir que lleva ahí algún tiempo. Si un mago o un clérigo lo convirtieron en piedra, no puedo creer que todavía estén montando guardia en algún lugar al otro lado de la puerta. Y si fue una maldición mágica lo que esperaba ahí, digamos en la puerta, ¿no se habrá agotado al hacer eso con el goblin? ¿O todavía estará ahí ala espera?
—Hay una manera de saberlo —dijo Agannor con voz cansina pasando por encima del goblin, abriendo la puerta y pasando a través de ella. Lo siguió el resoplido de furia contenida de Pennae, que se puso en marcha como un viento huracanado para parar a continuación alzando los puños ante su futilidad.
Agannor volvió a asomar la cabeza por la puerta y le sonrió.
—Aquí todo está tranquilo, pequeña metomentodo. No hay bestias a la vista.
Pennae meneó la cabeza todavía airada.
—¡Algún día se te va a acabar la suerte, Agannor! ¡Tymora dirá que no y dejará que Beshaba te lleve!
—Y pronto —la apoyó Islif meneando también la cabeza.
Agannor se encogió de hombros y agitó una mano enérgicamente por detrás de sí.
—¿Alguien tiene una necesidad?
Pennae se dirigió a la puerta y la examinó junto con el marco con todo cuidado, haciendo caso omiso de Agannor.
A continuación pasó al otro lado, con Islif pegada a sus talones. Pasaron junto a un Agannor sonriente y echaron una mirada al pasadizo. A pocos pasos de allí giraba bruscamente hacia el oeste y terminaba en un asiento de madera sobre un agujero abierto en el suelo y que olía levemente a…
—Esperad —dijo Pennae tajante—. No acaba ahí. Mirad, a la izquierda: se ha derrumbado el techo, o dejaron de cavar. Esta lleno de piedras.
Florin, Agannor e Islif fueron con ella, mientras Jhessail se quedaba detrás, junto a la puerta del dormitorio.
A la luz del farol de Pennae, se veía claramente el lugar donde terminaban las marcas de las herramientas en la piedra sólida.
Pennae volvió al retrete y enfocó la luz hacia arriba.
—Un hueco, tanto arriba como abajo. Islif, necesito tu espada —señaló—. Empújala hacia arriba con fuerza mientras yo me agacho aquí y miro hacia abajo. Preferiría que ninguna bestezuela de las que pican se me lanzara a la cabeza.
Islif asintió, y en cuanto Pennae se hubo deslizado delante de ella, se agachó y, poniéndose de pie de repente, empujó fuertemente con la espada.
El acero chocó contra algo sólido e Islif gritó a modo de advertencia al sentir que la espada se clavaba a fondo en algo que se movía.
Ni siquiera había formado la primera palabra cuando a Pennae le cayó en la cabeza una lluvia de líquido iridiscente entre dorado y purpúreo.
La ladrona retrocedió a ciegas, escupiendo, mientras descendía algo que chillaba y rascaba frenéticamente las paredes del hueco, mostrando unos negros colmillos —si eso es lo que eran— y gritando de dolor.
Florin se lanzó por encima de Pennae, que no dejaba de maldecir, para sumar su acero al de Islif y clavarlo a fondo en…
Una araña del tamaño del escudo de un Dragón Púrpura, que apenas se sostenía sobre sus patas y de cuyo interior manaba ese líquido perlado mientras se moría.
Aquella cosa era sorprendentemente pesada y cayó dentro del hueco del retrete con fuerza suficiente para romper el tablón. Tanto la araña moribunda como la madera partida cayeron juntas en el hueco con un golpe seco.
Pennae había abierto el odre de agua que llevaba al cinto y estaba lavándose los jugos de la araña de la cara y el pelo.
—Apesta —dijo con voz entrecortada—. Aseguraos de que no haya crías de araña en lo alto del hueco.
Apuntó el farol hacia donde estaba Florin. Agannor pasó rozando al guardabosques ya que el espacio era reducido, y puso su espada junto al acero pegajoso y teñido de púrpura de Islif mientras decía con voz ronca:
—Florin, alumbra con la luz a lo largo de mi brazo, este hueco podría llevar a algún lugar…
Resultó que no era así. La escabrosa piedra natural lo cerraba a la altura de un hombre alto, y los Espadas volvieron al dormitorio para examinar bien a Pennae. Tenía la piel roja y brillante en dos sitios, pero al parecer el líquido no le había producido más daño que ese.
—Estoy bien —dijo ella.
—Volvamos atrás —dijo Florin con tono de alivio—, a reunirnos con nuestra retaguardia, juntos iremos hacia el norte. Empiezo a pensar que dividirnos para asegurarnos la retirada fue una tontería. Si uno de los dos grupos llegara a encontrar a un fuerte enemigo sería peor que si nos enfrentáramos a él todos juntos.
Se dieron prisa, alumbrándose con las luces y moviendo los brazos. Los cuatro Espadas que esperaban en el pasadizo también los saludaron.
—¿Qué os ha pasado? —preguntó Semoor cuando estuvieron todos juntos. Miraba con curiosidad el cabello de Pennae de color dorado y púrpura.
—Ya os lo contaré —dijo ella lacónicamente en el preciso momento en que nuevos relámpagos brotaban crepitantes entre las dos estatuas.
Pennae miró las luces con incredulidad.
—¿Todavía? —preguntó.
—Oh, sí —le dijo Doust—. Han estado haciendo eso de vez en cuando desde que os marchasteis.
—Yo me estaba preguntando —intervino Martess— por qué no se dirigen nunca a las puertas. A todos los demás sitios, sí, pero todo ese metal ahí de pie, tan grande y tan alto, y los relámpagos nunca toman esa dirección.
—Yo lo sé —dijo Pennae sarcástica alzando un dedo como fingiendo el deleite que se siente ante un descubrimiento—. ¡Es magia!
—Dioses —musitó Jhessail entre dientes pero lo bastante alto para que todos lo oyeran—. ¡Otro Semoor Diente de Lobo! ¡Realmente, los dioses tienen extraños designios!
Islif rio por lo bajo, cogiendo a Florin del brazo para advertirle que no dijera nada, y les indicó que siguieran adelante. Alzando los ojos al cielo, Pennae abrió la marcha.
El extremo norte del pasadizo era una habitación con una arcada hacia el oeste y un pasadizo inclinado que volvía a la habitación de las puertas con barrotes y que era una imagen exacta del extremo sur, salvo que la estancia más interior y occidental no tenía ningún mueble, ni entero ni dañado, y sí dos puertas en sus paredes, las dos cerradas a cal y canto.
Pennae desplazó el haz de su farol alrededor de toda la habitación y luego hasta el suelo y hasta el techo, que relucía.
Apenas tuvo tiempo de entrecerrar los ojos antes de que algo muy pequeño cayera del techo con una especie de chapoteo y destacase contra el suelo.
Lo enfocó y vio un color verde hoja que se volvía esmeralda brillante en el punto en que le daba la luz. Deliberadamente, dio un salto en el aire y cayó de golpe estampando ambos pies.
Splar, splat.
—Que nadie pase de aquí —advirtió Pennae a los Espadas que estaban tras de sí, aunque ella fuera la primera en desobedecer su propia orden y en avanzar de costado desde la puerta acercándose con toda cautela—. Y eso va también por ti, Agannor, a menos que quieras morir aquí y ahora.
—¿Qué pasa? —preguntó Florin mientras seguían cayendo gotas al suelo. Iluminaron con sus faroles aquel suelo, hasta que Florin le dijo a Bey que se volviera, y a Jhessail con él, para guardar la retaguardia, y pudieron ver aquella humedad verde, reluciente, moviéndose por el suelo, arrastrándose lenta pero inexorablemente hacia las paredes.
—Se llama limo verde, benditos sean los bardos —le dijo Pennae sin apartar su mirada de aquello ni por un instante—. Su contacto es letal. Incorpora a quien lo toca y corroe… muchas cosas. Nuestras luces y nuestras pisadas están haciendo que caiga.
Dio un paso atrás.
—No vamos a entrar en aquella habitación a menos que podamos encender un fuego ahí lo bastante grande como para chamuscar el techo y empujarlo hacia allí, y seguir moviéndolo cuidadosamente para cercarlo todo. Claro que no creo que podamos respirar aquí dentro con un fuego de esas proporciones ardiendo. ¿Lo veis moverse? Cada gota que cae se pasará casi un día, o incluso más, arrastrándose hacia las paredes y subiendo por ellas para reunirse con el resto del limo del que se desprendió.
—Conmovedor —comentó Martess.
—No me gusta nada —dijo Doust.
En ese preciso momento, Agannor adelantó a Doust, le echó a Pennae una mirada desdeñosa y dijo para que los oyeran las estancias que había alrededor:
—No acepto las advertencias, y no voy por la vida encogiéndome como un ama de casa temblorosa ante los fantasmas. ¡Y no voy a empezar ahora!
Su primer paso hacia el interior de la habitación provocó una pequeña lluvia de limo. El segundo hizo que se desplomaran trozos del tamaño de un puño y de una cabeza, salpicando la habitación.
—¡Eh tú, necio! —le soltó Pennae—. ¡Fuera de aquí!
Agannor se dio la vuelta en redondo y atravesó la puerta de un salto.
—¡Cogedlo! —gritó Pennae, sacando una vela de un bolsillo que llevaba al cinto y poniéndola en su farol—. ¡Sujetadlo, tiene un poco encima!
Los Espadas lucharon con Agannor, que no dejaba de maldecir. En cuanto su vela estuvo debidamente encendida, Pennae la aplicó al brazo del guerrero y luego sobre sus bombachos, manteniendo la llama sobre los puntos relumbrantes hasta que el cuero empezó a humear.
El hedor era increíble, y nada tenía que ver con el del cuero quemado. Olía a pantanos y a desechos orgánicos y a… anguilas. Martess y Jhessail se retorcían en arcadas.
Ahora el limo caía como una lluvia tupida más allá de la puerta. Sin decir nada, los Espadas se apartaron de él al unísono, reuniéndose en la pared oriental de la habitación del pasadizo, en la entrada del corredor inclinado.
—De modo que un camino se termina —empezó a decir Semoor—. El «gran camino adelante» amenaza con freírnos con rayos relampagueantes, y esta ruta parece ser también una trampa mortal. El único camino que parece relativamente seguro es aquel por el que entramos. ¿Alguna idea? ¿Hemos hecho una incursión suficiente como para satisfacer al rey? ¿O a la señora regente, por lo menos?
—¡Ja! —la carcajada de Bey se parecía más bien a un ladrido—. ¡Apuesto a que espera que examinemos todas estas paredes por completo para poder usarlas como puesto fortificado en las Tierras Rocosas! ¡Sólo estará satisfecho si hacemos eso o morimos en el intento!
—Y la santa Tymora querría que corriéramos el riesgo —intervino Doust abriendo las manos.
—Sí, según la doctrina —dijo Martess—, pero ¿le habéis rezado para que os envíe una señal?
Por detrás de ellos se oyó un leve chirrido y a continuación un chasquido que Florin conocía demasiado bien.
Y Doust recibió su señal.
El virote de ballesta que pasó zumbando entre los Espadas se le clavó decididamente en un hombro, haciéndolo dar vueltas sobre sí como una peonza mientras daba un respingo de dolor y de sorpresa.
Agannor fue el primero en reaccionar, y Bey fue detrás de él pisándole los talones.
—¡Allí! —rugieron los más impetuosos, cargando corredor abajo. La puerta del extremo estaba abierta, y alguien estaba de pie en ella. Alguien provisto de yelmo y armadura que sostenía una ballesta con la que había disparado.
Mientras los dos hombres corrían, con las espadas destellando en sus manos, ese alguien lejano se hizo a un lado y apareció otro cuyo rostro estaba oculto detrás de un yelmo y cuyo cuerpo estaba igualmente cubierto con una armadura. Se colocó en la puerta y los apuntó con una ballesta cargada.
Agannor y Bey siguieron adelante, lanzando potentes gritos de guerra.
La ballesta restalló.
Se oyó un golpe seco y Bey emitió un gruñido, y de repente, Agannor se quedó solo corriendo.
—La Cabeza Coronada se está poniendo nerviosa. ¿Ya los estáis escudriñando?
Laaspera le dedicó a Vangerdahast una mirada desolada.
—Sabéis muy bien que no podemos escudriñar en el interior de las Moradas. ¿Cuánto hace que tenéis a Narbridle y Rortaebur trabajando en desenmarañar la madeja de conjuros? ¡Además, tengo muchas otras cosas que hacer aparte de vigilar a los aventureros predilectos de su majestad! La pequeña reunión secreta de lord Pluma Dorada en Marsember debe de estar a punto de empezar y…
Con un guiño y riendo entre dientes, Vangerdahast siguió andando.
—Tengo una gran confianza en ti, Maga de Guerra Laspeera Nerinth. Cuando estés tan furiosa con todos constantemente, habrás llegado a donde yo estoy y mi larga búsqueda de un sucesor habrá llegado a su fin.
Laspeera se quedó mirando al Mago Real que se iba, haciéndose cada vez más pequeño mientras ella palidecía y se quedaba con la boca abierta.
No salió nada de ella, de modo que después de un tiempo la cerró.
Beyard Manto Libre miró el virote clavado en su abdomen. Había atravesado limpiamente su armadura y había penetrado otro tanto en su carne casi como su dedo índice.
«Muerto soy», pensó, mientras se doblaba sobre la herida, sintiendo, más que dolor, una sensación de humedad y holgura. Era rápido.
Se le doblaron las piernas como se doblan las flores bajo la lluvia y se encontró chocando contra piedra muy dura, con los brazos y las piernas flojos mientras su espada resonaba en algún lugar.
Entonces llegó el dolor.
Bey procuró recobrar el aliento para gritar… y luchó…
Ni siquiera pudo retorcerse. Estaba echado de lado, probablemente con aspecto de muerto bien muerto, y deseando fervientemente estarlo de verdad. Cualquier cosa por librarse de esa lacerante y ardiente agonía.
«Tymora y Tempus, acompañadme en este trance… ¡Dioses, el dolor!».
Irlgar Delbossan estaba rojo como la grana y sudoroso, viendo caer el heno sobre su cabeza desde los dientes de la horquilla, pero su rostro expresaba auténtico placer.
—Muy bien, mi señor. Yo…
Entonces, la cara del caballerizo cambió. Lord Hezom se volvió para seguir su mirada.
Detrás de él, el Mago de Guerra Marsteel había entrado con sigilo en ese cuarto interior de los establos, con cara tan inescrutable como siempre y vestido con su habitual túnica negra.
—Regente del rey —dijo con orgullo—. Tengo noticias.
—¿Sí?
Marsteel guardó silencio y lanzó una intensa mirada a Delbossan.
Hezom se tragó un suspiro y preguntó:
—¿Acerca de?
—Asuntos de estado, señor.
—¿Algo que ver con alguno de los Espadas de la Noche o con todos ellos, con lady Tessaril Winter o con lady Narantha Corona de Plata?
—Sí —respondió el mago.
—Entonces puedes hablar libremente —dijo lord Hezom—. Maese Delbossan tiene todo derecho a saber lo que desees compartir conmigo. Los Magos de Guerra ya tienen demasiados secretos vitales para el reino que guardar como para caer descuidadamente en el hábito de tratar de todo en secreto. ¿Has tenido noticias de Tessaril por medios mágicos? ¿Ha detenido a Narantha para evitar que la maten en las Moradas junto con los Espadas?
Marsteel se puso rojo.
—Yo… sí, lord Hezom, ese es el meollo de mi noticia. Lo hemos hecho y lo ha hecho.
—Me alegro —dijo precipitadamente Delbossan—. Estaba bastante preocupado por eso. La chica, bueno, por lo que dijo Elorin, estaba muy poco… preparada para la vida de aventurera. Ya sabéis a qué me refiero.
—Sí —dijo el mago con tono grave—. Ya sé a qué os referís. Lady Corona de Plata está alojada ahora en la Torre de Tessaril, con varios Magos de Guerra vigilando para que permanezca allí. Su padre cabalga ahora hacia Estrella de la Noche para reclamarla. No sé si todavía tiene intención de traerla aquí con vos, lord Hezom. La última vez que hablamos con él no estaba nada sereno.
Delbossan rio entre dientes.
—Me encantaría escuchar esa conversación en la Torre de lady Winter. Desde un lugar seguro, por supuesto. Es probable que las Moradas Encantadas sean el lugar más seguro del reino para los Espadas, en este momento.
—No creo —dijo Marsteed— que fuera adecuado escuchar una reunión así, y en cualquier caso…
—Los Magos de Guerra van a hacerlo de todos modos —dijo lord Hezom—. Yo estoy con maese Delbossan en esto, Marsteel: me gustaría asistir a esa reunión. Puedes arreglarlo para los dos, ¿verdad?
El Mago de Guerra volvió a sonrojarse y se disponía ya a expresar una rotunda negativa.
En ese momento, la voz del heraldo de Espar justo detrás de su oreja lo sobresaltó.
—Por supuesto que puede… y debe, para que el regente del rey en Espar y el heraldo del rey en Espar puedan administrar de la manera más conveniente los asuntos locales de la Corona. La conducta y el estado mental de lord Corona de Plata son una información vital. El caballerizo Delbossan también puede oír las cosas de primera mano, después de todo tiene la misión de encabezar una escolta montada a través del reino si surge la necesidad. ¿Será necesario que hable de ello con Vangey?
La cara del Mago de Guerra Elgaskur Marsteel estaba roja como la grana a estas alturas y abría y cerraba la boca como un pez que da las últimas boqueadas. De hecho, parecía que se sentía mal e, instintivamente, se retiró de los establos sin perder de vista las caras de los tres hombres de los que temía lo miraran con cara burlona.
—¿Vangey? Que Mystra y Azuth me protejan —dijo para sus adentros—, pues si disgusto al Mago Real Vangerdahast necesitaré todo el favor y la protección de ambos.
—¡Bey! —gritó Agannor con voz ronca, corriendo todo lo que le permitían las piernas por el pasadizo. Al frente, la puerta se estaba cerrando.
Corrió con empeño. En sus oídos resonaban el golpeteo de sus botas y su propia respiración.
—¡No te mueras, bastardo sin madre! ¡No te…!
La puerta estaba a siete zancadas, luego seis, y todavía no estaba cerrada del todo. Echó el brazo libre por delante para meter el hombro, hacer presión sobre la puerta y abrirla…
La puerta se abrió de par en par, él la atravesó dando tumbos y se encontró de frente con su propia muerte.
Su grito se quedó sin palabras, Agannor Plata en Bruto saltó y su espada lanzó un destello.