XXXVI

GENSERICO, REY DE LOS VÁNDALOS, SAQUEA ROMA - SUS PIRATERÍAS - SUCESIÓN DE LOS ÚLTIMOS EMPERADORES DE OCCIDENTE: MÁXIMO, AVITO, MAYORIANO, SEVERO, ANTEMIO, OLIBRIO, GLICERIO, NEPOTE, AUGÚSTULO - EXTERMINIO ABSOLUTO DEL IMPERIO DE OCCIDENTE - REINADO DE ODOACRO, PRIMER REY BÁRBARO DE ITALIA

La pérdida o asolamiento de las provincias desde el océano a los Alpes debilitó la gloria y la grandeza de Roma: la separación de África destruyó irremediablemente su prosperidad interna. Los insaciables vándalos confiscaban los estados patrimoniales de los senadores (439-455 d. C.) y secuestraban los subsidios regulares que aliviaban la pobreza y alentaban la holgazanería de los plebeyos. Las penurias de los romanos pronto se vieron agravadas por un ataque inesperado: un bárbaro ambicioso armó contra ellos la provincia que desde hacía tanto tiempo era cultivada por súbditos trabajadores y obedientes para abastecerlos. Los vándalos y los alanos, que seguían el estandarte triunfador de Genserico, habían adquirido un territorio rico y fértil que se extendía por la costa más de 90 jornadas desde Tánger a Trípoli; pero confinaban sus estrechos límites, a cada lado, el desierto arenoso y el Mediterráneo. El descubrimiento y la conquista de las naciones negras que podían habitar la zona tórrida no incitó la ambición sensata de Genserico; pero tendió la vista por el mar, resolvió crear un poder naval y su audaz resolución fue ejecutada con firmeza y vigorosa perseverancia. Los bosques del monte Atlas proporcionaban una fuente de madera inextinguible; sus nuevos súbditos eran hábiles en las artes de la navegación y en la construcción de naves; alentó a sus osados vándalos a emprender un género de guerra que sometería a cualquier país marítimo accesible a sus armas; la esperanza de botines atrajo a moros y demás africanos; y tras seis siglos, las flotas que salían del puerto de Cartago reclamaban otra vez el imperio del Mediterráneo. El éxito de los vándalos, la conquista de Sicilia, el saqueo de Palermo y los frecuentes desembarcos en la costa de Lucania despertaron y alarmaron a la madre de Valentiniano y a la hermana de Teodosio. Se formaron alianzas y se prepararon armamentos costosos e ineficaces para destruir al enemigo común, que reservaba su coraje para enfrentar aquellos peligros que su política no pudiera prevenir o eludir. Los planes del gobierno romano fueron frustrados repetidamente por sus astutas dilaciones, promesas ambiguas y concesiones aparentes; y la intervención de su formidable cómplice, el rey de los hunos, retiró a los emperadores de la conquista de África para cuidar de su propia seguridad. Las revoluciones palaciegas, que dejaban el Imperio occidental sin defensor y sin un príncipe legítimo, disiparon los temores y estimularon la avaricia de Genserico. Preparó inmediatamente una numerosa flota de vándalos y moros y ancló a la embocadura del Tíber, aproximadamente tres meses después de la muerte de Valentiniano y de la llegada de Máximo al trono imperial.

La vida privada del senador Petronio Máximo[1688] se solía citar como un raro ejemplo de felicidad humana. Su nacimiento era noble e ilustre, puesto que descendía de la familia Anicia; su dignidad estaba respaldada por un adecuado patrimonio en tierras y dinero, y estas ventajas de la fortuna estaban acompañadas por la afición a las artes y los modales decentes, que adornan o imitan los dones inestimables del genio y la virtud. El lujo de su palacio y su mesa era hospitalario y elegante. Siempre que Máximo aparecía en público se rodeaba de una comitiva agradecida y obsequiosa;[1689] y es posible que entre ellos pudiera merecer y tener algunos amigos reales. Sus méritos fueron recompensados con el favor del príncipe y el Senado; ejerció el cargo de prefecto pretoriano de Italia tres veces, dos veces fue investido con el Consulado, y obtuvo la jerarquía de patricio. Estos honores civiles no eran incompatibles con la satisfacción del ocio y la tranquilidad; sus horas se repartían cuidadosamente con un reloj de agua entre las demandas del placer y de las tareas; y esta economía del tiempo puede mostrar el concepto que tenía Máximo de su propia dicha. La injuria que recibió del emperador Valentiniano parece disculpar la más sangrienta revancha. Sin embargo, un filósofo podría reflexionar que si la resistencia de su esposa había sido sincera, su castidad quedaba intacta; y que nunca sería restaurada si había consentido en algo a la voluntad del adúltero. Un patriota hubiera vacilado antes de sumergirse a sí mismo y a su país en aquellas calamidades inevitables que debían seguir la extinción de la casa real de Teodosio. El imprudente Máximo desatendió estas útiles consideraciones: satisfizo su resentimiento y ambición, contempló a sus pies el cadáver ensangrentado de Valentiniano, y se oyó saludar emperador con la voz unánime del Senado y del pueblo. Pero el día de su investidura fue el último día de su felicidad. Quedó apresado (tal es la viva expresión de Sidonio) en el palacio, y tras pasar la noche en vela, comprendió que había llegado a la cumbre de sus anhelos y sólo aspiró a descender de esa peligrosa elevación. Agobiado por el peso de la diadema, comunicó sus preocupaciones a su amigo y cuestor Fulgencio, y cuando miró atrás, con inservible remordimiento, los placeres seguros de su vida anterior, el emperador exclamó: «¡Oh, venturoso Damocles; tu reinado empezó y finalizó en el mismo banquete!», una conocida alusión, que luego Fulgencio repitió como una lección instructiva para príncipes y súbditos.[1690]

El reinado de Máximo continuó aproximadamente tres meses. Había perdido el control de sus horas, que se alteraban con el remordimiento o la culpa o el terror; y su trono se sacudía con la sedición de los soldados, el pueblo y la alianza de los bárbaros. El matrimonio de su hijo Paladio con la primogénita del difunto emperador podía tender a consolidar la sucesión hereditaria de su familia; pero la violencia con que atropelló a la emperatriz Eudoxia sólo pudo provenir del impulso ciego de la lujuria o la venganza. La muerte había quitado oportunamente de en medio a su propia esposa, la causa de estos trágicos acontecimientos; y la viuda de Valentiniano se vio obligada a violar su decoroso luto, y tal vez su pena verdadera, y someterse a los abrazos de un usurpador presuntuoso, a quien suponía asesino de su difunto esposo (12 de junio de 455 d. C.). Estas sospechas fueron pronto confirmadas por la indiscreta confesión del propio Máximo; e innecesariamente provocó el odio de su ya reacia novia, que aún era consciente de que descendía de una línea de emperadores. Sin embargo, Eudoxia no podía esperar de Oriente ninguna ayuda eficaz: su padre y su tía Pulqueria estaban muertos; su madre languidecía en Jerusalén, desterrada y desvalida, y el cetro de Constantinopla estaba en manos de un extraño. Miró hacia Cartago, imploró secretamente el auxilio del rey de los vándalos, y persuadió a Genserico de mejorar esta buena oportunidad disimulando sus codiciosos planes tras los nombres engañosos del honor, la justicia y la compasión.[1691] Cualesquiera que fueran las habilidades que Máximo mostró en un rango subordinado, fue incapaz de administrar un imperio; y aunque pudo informarse fácilmente de los preparativos navales que se hacían en la costa de África, esperó con total indiferencia la llegada del enemigo, sin adoptar ninguna medida de defensa, negociación o retirada oportuna. Cuando los vándalos desembarcaron en la boca del Tíber, el clamor de una multitud trémula y airada despertó súbitamente al emperador de su letargo. La única esperanza que se le presentó a su mente atónita fue una huida precipitada; y exhortó a los senadores a imitar el ejemplo de su príncipe. Pero tan pronto como Máximo apareció en las calles fue asaltado por una lluvia de piedras; un soldado romano o borgoñón reclamó el honor de la primera herida; su cuerpo mutilado fue echado con ignominia al Tíber; el pueblo romano celebró el castigo impuesto al autor de las calamidades públicas y la servidumbre de Eudoxia demostró su afán por la causa de su ama.[1692]

Tres días después del tumulto, Genserico avanzó osadamente desde el puerto de Ostia hasta las puertas de la ciudad indefensa (15-29 de junio de 455 d. C.). En vez de la juventud romana, fluyó por las puertas una procesión desarmada y venerable del obispo acaudillando a su clero.[1693] El valeroso espíritu de León, su autoridad y elocuencia, mitigó nuevamente la ferocidad de un conquistador bárbaro: el rey de los vándalos prometió dejar a la muchedumbre indefensa, resguardar del fuego los edificios y eximir a los cautivos del tormento; y aunque esas órdenes nunca se dieron seriamente ni se obedecieron con puntualidad, la mediación de León fue gloriosa para sí mismo, y hasta cierto punto beneficiosa para su país. Pero Roma y sus habitantes fueron entregados al desenfreno de vándalos y moros, cuyas ciegas pasiones vengaron las injurias a Cartago. El saqueo duró catorce días con sus noches, y las riquezas públicas o privadas que aún quedaban, los tesoros sagrados o profanos, fueron transportados rápidamente a los bajeles de Genserico. Entre los trofeos, las espléndidas reliquias de dos templos, o más bien de dos religiones, mostraron un ejemplo memorable de las vicisitudes de los asuntos humanos y divinos. Desde la abolición del paganismo, el Capitolio había sido violado y abandonado; sin embargo, aún se respetaban las estatuas de los dioses y los héroes; y el curioso techo de bronce dorado fue reservado para las codiciosas manos de Genserico.[1694] Los instrumentos sagrados de la religión judía,[1695] la mesa de oro y el cirial, igualmente de oro, con sus siete brazos, fabricado originalmente según las instrucciones particulares del mismo Dios y colocado en el santuario de su templo, habían sido expuestos ostentosamente al pueblo romano con el triunfo de Tito. Luego se depositaron en el templo de la Paz, y después de 400 años, los despojos de Jerusalén fueron trasladados de Roma a Cartago por un bárbaro oriundo de las playas del Báltico. Aquellos monumentos antiguos podían atraer la curiosidad no menos que la codicia. Pero las iglesias cristianas, enriquecidas y adornadas con la superstición dominante de la época, ofrecían materiales más abundantes para el sacrilegio; y la piadosa liberalidad del papa León, que derritió seis vasos de plata regalados por Constantino, de cien libras (46 kg) cada uno, es una evidencia del daño que intentaba reparar. En los cuarenta y cinco años que mediaban desde la invasión goda, se habían restaurado en cierta medida la pompa y el lujo de Roma; y era difícil evadir o satisfacer la avaricia de un conquistador que tenía tiempo para recolectar, y barcos para transportar, la riqueza de la capital. Los adornos imperiales del palacio, los magníficos muebles y vestimentas, los aparadores de plata maciza, se fueron acumulando en una rapiña desordenada: el oro y la plata ascendían a miles de talentos; pero hasta los metales y el cobre se recolectaron trabajosamente. La misma Eudoxia, que fue a encontrarse con su amigo y libertador, pronto lamentó la imprudencia de su propia conducta. La despojaron violentamente de sus joyas, y la desafortunada emperatriz, con sus dos hijas, la única descendencia viva del gran Teodosio, se vio obligada a seguir como cautiva al altivo vándalo, que inmediatamente levó anclas y retornó con una travesía favorable al puerto de Cartago.[1696] Miles de romanos de ambos sexos, elegidos por alguna cualidad provechosa o agradable, embarcaron a su pesar en la flota de Genserico; y sus penurias se agravaron cuando los bárbaros insensibles, en el reparto de botín, separaron a las esposas de sus maridos y a los hijos de sus padres. La caridad de Deogracias, obispo de Cartago,[1697] fue su único consuelo y apoyo. Vendió generosamente el oro y la plata de las iglesias para comprar la libertad de algunos, aliviar la esclavitud de otros y acudir a las necesidades y dolencias de una muchedumbre cautiva cuya salud se había debilitado por las privaciones que había sufrido en el tránsito de Italia a África. Por su disposición, dos grandes iglesias se convirtieron en hospitales; repartieron a los enfermos en camas apropiadas y les suministraron abundante comida y medicinas; y el anciano prelado repetía sus visitas día y noche, con una asiduidad superior a sus fuerzas y un cariño tan tierno que realzaba el valor de sus servicios. Compárese este cuadro con el campo de Canas, y júzguese entre Aníbal y el sucesor de san Cipriano.[1698]

Las muertes de Aecio y Valentiniano habían relajado los lazos que mantenían a los bárbaros de la Galia en paz y subordinación (10 de julio de 455 d. C.). Los sajones infestaban la costa, los alamanes y los francos avanzaron desde el Rin hasta el Sena, y la ambición de los godos parecía cavilar conquistas más extensas y permanentes. El emperador Máximo se liberó del peso de esas preocupaciones distantes con una elección sensata; silenció las solicitudes de sus amigos, escuchó la voz de la fama, y promovió a un extraño al mando general de las fuerzas en la Galia. Avito,[1699] el extraño cuyo mérito fue recompensado tan noblemente, descendía de una familia rica y honrada de la diócesis de Auvernia. Las vicisitudes de la época lo obligaron a seguir con el mismo ahínco las profesiones militar y civil, y su incansable juventud combinó el estudio de la literatura y la jurisprudencia con el ejercicio de las armas y de la caza. Dedicó 30 años de su vida de manera encomiable al servicio público, y mostró su talento alternativamente en la guerra y en las negociaciones; y el soldado de Aecio, después de desempeñar las embajadas más importantes, fue elevado a la jerarquía de prefecto pretoriano de la Galia. Sea que el mérito de Avito excitara la envidia o que su moderación deseara el reposo, desde entonces se retiró apaciblemente a un estado que poseía en las cercanías de Clermont. Una corriente caudalosa, que fluía de la montaña y se precipitaba en cascadas sonoras y espumosas, descargaba sus aguas en un lago de cerca de dos millas (3,2 km); y la villa se ubicaba en la agradable orilla del lago. Los baños, los pórticos, las viviendas de verano e invierno estaban hechos para el lujo y la comodidad; y los campos vecinos proporcionaban un panorama variado de bosques, colinas y praderas.[1700] En aquel retiro, donde Avito pasaba su tiempo entre libros, recreos campesinos, el ejercicio de la agricultura y la sociedad de sus amigos,[1701] recibió el diploma imperial que lo constituía maestre general de la infantería y caballería de la Galia. Asumió el mando militar; los bárbaros contuvieron su ira; y cualesquiera que fueran los medios empleados, cualesquiera las concesiones, el pueblo disfrutó los beneficios de una verdadera tranquilidad. Pero la suerte de la Galia dependía de los visigodos; y el general romano, menos atento a su propia dignidad que al interés público, no desdeñó visitar Toulouse en carácter de embajador. Teodorico, el rey de los godos, lo recibió con cortés hospitalidad; pero mientras Avito establecía las bases de una sólida alianza con aquella nación poderosa, se sorprendió con la noticia de que el emperador Máximo había sido muerto y Roma saqueada por los vándalos. Un trono vacante al que podía acceder sin culpa ni peligro tentó su ambición;[1702] y los visigodos fueron persuadidos fácilmente de apoyar su reclamo con su incontestable voto (15 de agosto de 455 d. C.). Gustaban de su persona, respetaban sus virtudes, y no desconocían las ventajas y el honor que significaba darle un emperador a Occidente. Se aproximaba el momento de la asamblea anual de las siete provincias en Arles; la presencia de Teodorico y sus hermanos militares tal vez pudieran influenciar las deliberaciones; pero su elección se inclinaría naturalmente al más ilustre de sus compatriotas. Avito, tras alguna decorosa resistencia, aceptó la diadema imperial de los representantes de la Galia, y la aclamación de los bárbaros y los provincianos ratificaron su elección. Se solicitó y se obtuvo el consentimiento formal de Marciano, emperador de Oriente; pero el Senado, Roma e Italia, aunque humilladas por sus calamidades recientes, se sometieron con un secreto murmullo a la jactancia del usurpador galo.

Teodorico, a quien Avito debía la púrpura, había adquirido el cetro godo matando a su hermano mayor Turismundo; y justificaba este acto atroz con el plan ideado por su antecesor de violar su alianza con el Imperio.[1703] Un crimen podía no ser incompatible con las virtudes de un bárbaro; pero los modales de Teodorico eran amables y humanos, y la posteridad puede contemplar sin terror el retrato original de un rey godo, a quien Sidonio había observado íntimamente en tiempos de paz y de trato social. En una carta fechada en la corte de Toulouse, el orador satisface la curiosidad de uno de sus amigos con la descripción siguiente:[1704]

«Por la majestad de su apariencia, Teodorico impondría respeto a quienes desconocieran sus virtudes; y aunque nació príncipe, su mérito dignificaría cualquier posición social. Es de mediana estatura, más bien grueso que gordo, y en sus miembros bien proporcionados, la agilidad se une a la fuerza física.[1705] Si examinas su rostro, distinguirás una alta frente, cejas grandes y pobladas, nariz aguileña, labios delgados, una hilera regular de dientes blancos, y una tez blanca que se sonroja más a menudo por modestia que por enojo. La distribución habitual de su tiempo, por lo que se ve en público, se puede detallar concisamente. Antes del amanecer, acude con una escasa comitiva a su oratorio particular, donde oficia el clero arriano; pero quienes presumen de conocer sus sentimientos secretos consideran esta asidua devoción como un efecto del hábito y la política. Emplea el resto de la mañana en la administración de su reinado. Algunos oficiales militares de aspecto y comportamiento decentes rodean su asiento; la ruidosa muchedumbre de sus guardias bárbaros ocupan la antesala de audiencia, pero no se les permite pasar los velos o cortinas que ocultan la sala del consejo a los ojos del vulgo. Los embajadores de las naciones van entrando sucesivamente; Teodorico escucha con atención, les responde con discreta brevedad, y anuncia o posterga, según la naturaleza del asunto, su resolución final. A las ocho (la hora segunda) se levanta del trono y visita su tesoro o sus establos. Si elige salir a cazar, o al menos cabalgar para ejercitarse, un joven íntimo le lleva el arco; pero cuando la caza comienza, lo toma en sus manos y rara vez yerra su objetivo; como rey, desdeña llevar armas en una lucha tan innoble, pero como soldado, se avergonzaría de aceptar un servicio militar que pudiera hacer por sí mismo. Diariamente su comida es igual a la de cualquier ciudadano; pero todos los sábados invita a muchos huéspedes honorables a la mesa real, que en esas ocasiones se sirve con la elegancia de los griegos, la abundancia de los galos y el orden y la diligencia de los italianos.[1706] Sus alhajas de oro y plata no sobresalen tanto por el peso como por el brillo y la curiosa fabricación: el gusto se satisface sin la ayuda del lujo extranjero y costoso, el tamaño y el número de las copas de vino se regulan mirando estrictamente las reglas de la templanza, y el respetuoso silencio que se guarda sólo se interrumpe con conversaciones graves e instructivas. Después de comer, Teodorico a veces se complace con una breve siesta, y no bien se levanta pide dados y tableros, les solicita a los amigos que olviden la majestad real y se deleita cuando expresan libremente las pasiones que les despiertan los incidentes del juego. En este juego, del que gusta como imagen de la guerra, muestra alternativamente su afán, su habilidad, su paciencia y su temperamento alegre. Ríe cuando pierde y es modesto y silencioso cuando gana. Pero en medio de esta indiferencia aparente, sus cortesanos eligen los momentos de victoria para solicitar cualquier favor; y yo mismo, en mis solicitudes al rey, he sacado algún beneficio cuando pierdo.[1707] Cerca de la hora novena (las tres de la tarde) vuelve la marea de ocupaciones y fluye incesantemente hasta el anochecer, cuando la señal de la cena real despide a la cansada multitud de suplicantes y pleitistas. Durante la cena, un ágape más familiar, suelen acudir juglares y farsantes para divertir a los concurrentes, sin ofenderlos, con sus agudezas ridículas; pero no se admiten cantoras ni música suave y afeminada, sólo los acentos marciales que animan el alma a los actos de valor son agradables a los oídos de Teodorico. Se levanta de la mesa, y los guardias nocturnos se ubican inmediatamente a la entrada del tesoro, del palacio y de las habitaciones particulares».

Cuando el rey de los visigodos alentó a Avito a tomar la púrpura, ofreció su persona y sus fuerzas como un soldado leal de la república.[1708] Las hazañas de Teodorico (456 d. C.) pronto convencieron al mundo de que no había corrompido las virtudes guerreras de sus antepasados. Después del establecimiento de los godos en Aquitania y del pasaje de los vándalos al África, los suevos, que habían fundado su reino en Galicia, aspiraban a la conquista de España y amenazaban con extinguir los débiles restos de la dominación romana. Los provincianos de Cartagena y Tarragona, acosados por una invasión enemiga, manifestaban sus padecimientos y temores. El conde Fronton fue enviado en nombre del emperador Avito, con ventajosas ofertas de paz y alianza; y Teodorico interpuso su mediación poderosa al declarar que, a menos que su cuñado, el rey de los suevos, se retirase inmediatamente, se vería obligado a armarse por la causa de la justicia y de Roma. «Dile —contestó el altanero Requiario—, que menosprecio su amistad y sus armas; pero que pronto probaré si se atreve a esperarme bajo los muros de Toulouse». El desafío obligó a Teodorico a impedir los osados planes de su enemigo: cruzó los Pirineos al frente de los visigodos; los francos y los borgoñones prestaban servicio bajo su estandarte; y aunque él se declaraba servidor obediente de Avito, pactó en secreto, para sí y para sus sucesores, la posesión absoluta de sus conquistas españolas. Los dos ejércitos, o más bien las dos naciones, se enfrentaron en las orillas del río Órbigo, aproximadamente a doce millas (19,31 km) de Astorga; y por un tiempo, la victoria decisiva de los godos pareció haber exterminado el nombre y el reino de los suevos. Teodorico avanzó desde el campo de batalla hasta Braga, la capital, que conservaba todavía los rastros grandiosos de su antiguo comercio y de su dignidad.[1709] No mancilló su entrada con sangre; y los godos respetaron la castidad de sus cautivas, especialmente la de las vírgenes consagradas: pero hicieron esclavos a la mayor parte del clero y el pueblo, y el saqueo general alcanzó incluso a las iglesias y los altares. El desventurado rey suevo había escapado a uno de los puertos del océano, pero la tenacidad de los vientos impidió su huida; fue entregado a su implacable rival; y Requiario, que no deseaba ni esperaba clemencia, recibió con varonil entereza la muerte que él probablemente hubiera impuesto. Tras este sangriento sacrificio a la política o al resentimiento, Teodorico llevó sus armas victoriosas hasta Mérida, el pueblo principal de Lusitania, sin hallar ninguna resistencia excepto los poderes milagrosos de santa Eulalia; pero fue detenido en su exitosa carrera y retirado de España antes de que pudiese asegurar sus conquistas. En su repliegue hacia los Pirineos, vengó su decepción en el país por el que pasaba; y en el saqueo de Palencia y Astorga se mostró como un aliado desleal y como un enemigo inhumano. Mientras el rey de los visigodos peleaba y vencía en nombre de Avito, ese reinado había terminado; y tanto el honor como el interés de Teodorico fueron heridos profundamente por el fracaso de un amigo a quien él había sentado en el trono del Imperio occidental.[1710]

Las apremiantes solicitudes del Senado y del pueblo convencieron al emperador Avito de fijar su residencia en Roma y de aceptar el consulado para el año siguiente (16 de octubre de 456 d. C.). El 1 de enero, su yerno Sidonio Apolinar entonó sus alabanzas en un panegírico de seiscientos versos; pero esta composición, aunque fue galardonada con una estatua de bronce,[1711] parece ser muy escasa tanto en genio como en verdad. El poeta, si podemos degradar ese sagrado nombre, exagera el mérito del soberano y el padre, y su profecía de un reinado largo y glorioso pronto fue desmentida por los hechos. Avito, en un tiempo en que la dignidad imperial se reducía a una preeminencia de esfuerzo y peligro, se permitió los placeres del lujo italiano; la edad no había extinguido sus inclinaciones amorosas; y se lo acusa de insultar, con burlas indiscretas y viles, a los maridos cuyas esposas había seducido o violado.[1712] Pero los romanos no trataban de disculpar sus faltas ni de reconocer sus virtudes. Las diversas partes del Imperio se volvían cada día más ajenas unas de otras, y el extranjero galo era objeto del odio y el desprecio populares. El Senado afirmaba su legítimo derecho para la elección de un emperador, y su autoridad, que originalmente derivaba de la constitución antigua, se fortaleció nuevamente con la misma debilidad de una monarquía en decadencia. Pero incluso tal monarquía podría haber resistido los votos de un Senado desarmado si su descontento no hubiera sido respaldado, o tal vez inflamado, por el conde Ricimero, uno de los principales caudillos de las tropas bárbaras, que armó la defensa militar de Italia. La hija de Wallia, rey de los visigodos, fue la madre de Ricimero, pero descendía, por la línea paterna, de la nación de los suevos:[1713] su orgullo o su patriotismo pudo haberse irritado con las desgracias de sus compatriotas, y obedecía con renuencia a un emperador para cuyo ascenso no había sido consultado. Sus fieles e importantes servicios contra el enemigo común lo hacían aún más formidable,[1714] y tras destruir en las costas de Córcega una flota de vándalos de sesenta galeras, Ricimero volvió triunfante con el nombre de Libertador de Italia. Aprovechó ese momento para indicarle a Avito que su reinado estaba terminando; y el débil emperador, lejos de sus aliados godos, se vio obligado, tras una resistencia corta e inservible, a abdicar de la púrpura. Por la clemencia o el desprecio de Ricimero,[1715] sin embargo, se le permitió descender del trono a la jerarquía más deseable de obispo de Placencia; pero el resentimiento del Senado aún estaba insatisfecho, y su inflexible severidad pronunció su sentencia de muerte. Huyó hacia los Alpes con la humilde esperanza, no de armar a los visigodos por su causa, sino de proteger su persona y sus tesoros en el santuario de Julián, uno de los santos tutelares en Auvernia.[1716] La enfermedad o la mano del verdugo lo alcanzaron en el camino, pero sus restos se trasladaron decorosamente a Brivas o Brioude, en su provincia nativa, y descansaron a los pies de su santo patrono.[1717] Avito dejó una sola hija, esposa de Sidonio Apolinar, quien heredó el patrimonio de su suegro lamentando, al mismo tiempo, la decepción de sus expectativas públicas y privadas. Su encono le llevó a apoyar, o al menos a aprobar, las medidas de un bando rebelde en la Galia; y el poeta había asumido algunas culpas que debió expiar con un nuevo tributo de adulación para el siguiente emperador.[1718]

El sucesor de Avito nos ofrece el bienvenido descubrimiento de un carácter grandioso y heroico, tal como el que a veces asoma en una edad corrompida para reivindicar el honor de la humanidad. El emperador Mayoriano (457 d. C.) ha merecido las alabanzas de sus contemporáneos y de la posteridad, y estas alabanzas pueden expresarse con más fuerza en las palabras de un historiador sensato y desinteresado: «Que era bondadoso con sus súbditos, terrible con sus enemigos, y que superó en cada una de sus virtudes a todos los antecesores que habían reinado en Roma».[1719] Tal testimonio puede por lo menos justificar el panegírico de Sidonio; y podemos afirmar confiadamente que, aunque el servil orador hubiera adulado con el mismo afán a los príncipes más despreciables, el mérito extraordinario del destinatario lo ciñó, en esta ocasión, a los límites de la verdad.[1720] Mayoriano derivaba su nombre del abuelo materno, que en el reinado del gran Teodosio había comandado la tropa de la frontera iliria. Dio su hija en matrimonio al padre de Mayoriano, un empleado respetable que administró las rentas de la Galia con habilidad e integridad, y que desinteresadamente antepuso su amistad con Aecio a las ofertas tentadoras de una corte alevosa. Su hijo, el futuro emperador, que fue educado en la profesión de las armas, mostró desde su primera juventud un intrépido coraje, una sabiduría prematura y una generosidad ilimitada en medio de su escasa fortuna. Siguió las banderas de Aecio, contribuyó a su éxito, compartió, y a veces eclipsó, su gloria, y finalmente provocó los celos del patricio, o más bien de su esposa, que lo obligó a retirarse del servicio.[1721] Después de la muerte de Aecio, Mayoriano fue convocado y promovido, y su cercana relación con el conde Ricimero fue el paso inmediato por el cual ascendió al trono de Occidente. Durante la acefalía que siguió a la abdicación de Avito, el bárbaro ambicioso, por cuanto su nacimiento lo excluía de la dignidad imperial, gobernó Italia con el título de patricio, cedió a su amigo el ilustre cargo de maestre general de la infantería y la caballería y, tras algunos meses, accedió al deseo unánime de los romanos, cuyo favor había merecido Mayoriano por una victoria reciente contra los alamanes.[1722] Fue investido con la púrpura en Ravena, y la carta que dirigió al Senado describirá mejor su situación y sus sentimientos:

Vuestra elección, Padres Conscriptos, y la disposición del ejército más valeroso, me han hecho vuestro emperador.[1723] ¡Que la deidad propicia dirija y favorezca los consejos y acciones de mi administración en beneficio vuestro y del bienestar público! Por mi parte, jamás he aspirado, sino que he cedido a reinar; y no cumpliría con las obligaciones de un ciudadano si me hubiera rehusado, con ruin y egoísta ingratitud, a soportar el peso de aquellas labores que impone la república. Auxiliad, por lo tanto, al príncipe que habéis escogido; participad en los deberes que le habéis encargado, y que nuestro esfuerzo común promueva la felicidad del imperio que he aceptado de vuestras manos. Estad seguros de que, en nuestro tiempo, la justicia retomará su antiguo vigor y la virtud se volverá no sólo inocente sino meritoria. Nadie, excepto los mismos autores, tema las delaciones,[1724] que siempre reprobé como súbdito y castigaré severamente como príncipe. Nuestra propia atención y la de nuestro padre, el patricio Ricimero, controlarán todos los asuntos militares y tomarán precauciones para la seguridad del mundo romano, que hemos salvado de sus enemigos extranjeros y domésticos.[1725] Ahora sabéis las máximas de mi gobierno; podéis confiar en el amor leal y las promesas sinceras de un príncipe que ha sido vuestro compañero en la vida y en los peligros, que aún glorifica el nombre de senador y que ansía que nunca os arrepintáis del juicio que habéis pronunciado en su favor.

Un emperador que, sobre las ruinas del mundo romano, revivía el lenguaje antiguo de las leyes y la libertad, a quien Trajano no hubiera contradicho, debió encontrar esos generosos sentimientos en su propio corazón, pues no podía imitarlos de las costumbres de su época ni del ejemplo de sus antecesores.[1726]

Las acciones privadas y públicas de Mayoriano son muy poco conocidas; pero sus leyes (457-461 d. C.), notorias por un forma original de pensamiento y expresión, reflejan fielmente el carácter de un soberano que amaba a su pueblo, que se condolía de sus aflicciones, que había estudiado las causas de la decadencia del Imperio y que era capaz de aplicar (hasta donde tales reformas eran factibles) remedios sensatos y eficaces a los desórdenes públicos.[1727] Sus reglamentaciones sobre las finanzas tendían manifiestamente a eliminar, o al menos a mitigar, los gravámenes más intolerables.

I) Desde el principio de su reinado, se preocupó (traduzco sus propias palabras) por aliviar las fortunas agotadas de los provincianos, oprimidos por el peso acumulado de indicciones sobre indicciones.[1728] Con esta mira, concedió una amnistía general, una descarga final y absoluta de los atrasos en los tributos, de todas las deudas que, bajo cualquier pretexto, los agentes del fisco pudieran pedir al pueblo. Este sabio abandono de demandas obsoletas, vejatorias e inservibles, mejoró y purificó las fuentes de la renta pública; y el súbdito, que ahora miraba hacia atrás sin desesperarse, podía trabajar con esperanza y agradecimiento para sí mismo y para su país.

II) En el reparto y recaudación de los impuestos, Mayoriano restableció la jurisdicción ordinaria de los magistrados provinciales y suprimió las comisiones extraordinarias que habían sido introducidas en nombre del propio emperador o de los prefectos del pretorio. Los sirvientes predilectos, que obtenían poderes tan irregulares, fueron insolentes en su comportamiento y arbitrarios en sus demandas; se mostraban despreciativos hacia los tribunales menores, y estaban descontentos si sus honorarios y ganancias no excedían el doble de la suma que estaban dispuestos a pagar al tesoro. Uno de los ejemplos de su extorsión parecería increíble si no estuviera autenticada por el propio legislador. Exigían todo su pago en oro, pero rehusaban la moneda corriente del Imperio, y sólo admitían piezas tan antiguas que estuvieran grabadas con los nombres de Faustina o los Antoninos. El súbdito que no poseía aquellas curiosas medallas recurría a mezclarse con los insaciables demandantes; o, si tenía éxito en su búsqueda, se le doblaba el impuesto de acuerdo al peso y valor de las monedas antiguas.[1729]

III) «Los cuerpos municipales —dice el emperador, “los senados menores” como se los llamaba con justicia antiguamente—, merecen ser considerados como el corazón de las ciudades y los nervios de la república. Y sin embargo, ahora han caído tan bajo por la injusticia de los magistrados y la venalidad de los recaudadores, que muchos de sus miembros, renunciando a su dignidad y a su país, se han refugiado en distantes y apartados destierros». Los exhorta, e incluso les exige, a volver a sus respectivas ciudades; pero elimina el reclamo que los había obligado a abandonar el ejercicio de sus funciones municipales. Se les encarga de nuevo la recaudación bajo la autoridad de los magistrados provinciales, pero en vez de hacerlos responsables de toda la suma cargada a su distrito, sólo se les pide rendir cuenta de los pagos que reciben y de los que están todavía en descubierto con el público.

IV) Pero Mayoriano no ignoraba que estos cuerpos colegiados estaban muy inclinados a tomar represalias de las injusticias y de la opresión que habían sufrido; y por lo tanto restablece el provechoso cargo de defensores de las ciudades. Exhorta al pueblo a elegir, en asamblea plena y libre, algún hombre discreto e íntegro que osase defender sus fueros, presentar sus quejas, proteger al pobre de la tiranía del rico e informar al emperador de los abusos que se cometieran utilizando su nombre y su autoridad.

El espectador que lanza una triste mirada sobre las ruinas de la antigua Roma tiende a acusar a los godos y a los vándalos por estragos que ellos no pudieron perpetrar, ni por tiempo, ni por poder, ni tal vez por inclinación. La tempestad de la guerra pudo derribar algunas altas torres; pero la destrucción que minó los cimientos de aquellas moles continuó, lenta y silenciosamente, durante un período de diez siglos; y los móviles del interés, que después operaron sin vergüenza ni control, fueron severamente reprimidos por el emperador Mayoriano. Gradualmente, la decadencia de la ciudad había ido afectando el valor de los edificios públicos. El circo y los teatros podían aún incitar el deseo del pueblo, pero rara vez lo satisfacían: los templos que habían escapado al celo de los cristianos ya no estaban habitados por dioses ni por hombres; la muchedumbre reducida de romanos estaba perdida en el inmenso espacio de sus baños y sus pórticos; y las imponentes librerías y salones de justicia se volvieron inservibles para una generación indolente cuyo reposo rara vez era alterado por el estudio o los quehaceres. Los monumentos de la grandeza consular o imperial ya no se reverenciaban como la gloria inmortal de la capital; sólo se apreciaban como una mina inagotable de materiales más baratos y a mano que la lejana cantera. Los complacientes magistrados de Roma recibían continuamente peticiones decorosas que señalaban la necesidad de piedras o ladrillos para algún servicio necesario; las formas más bellas de la arquitectura se desfiguraban violentamente para algunos reparos insignificantes o supuestos; y los romanos bastardos, que tomaban los despojos para su propio provecho, demolían con manos sacrílegas el trabajo de sus antepasados. Mayoriano, que antes había suspirado por la desolación de la ciudad, aplicó un remedio severo para el mal creciente.[1730] Reservó al príncipe y al Senado los casos extremos que podían justificar la destrucción de un edificio antiguo; impuso una multa de 50 libras de oro (2000 libras esterlinas) a todo magistrado que se atreviera a conceder un permiso tan ilegal y escandaloso, y amenazó con castigar la obediencia criminal de los oficiales subordinados con azotes violentos y la amputación de ambas manos. En este último punto, el legislador parecía olvidar la proporción entre la culpa y el castigo, pero su celo procedía de un principio altruista, pues Mayoriano ansiaba resguardar los monumentos de aquellos siglos en que hubiera deseado y merecía vivir. El emperador pensaba que era conveniente aumentar el número de súbditos, que era su deber conservar la pureza de todo lecho nupcial, pero los medios que empleó para cumplir esos saludables propósitos son ambiguos y tal vez censurables. Las doncellas devotas que consagraban su virginidad a Cristo debían cumplir 40 años antes de tomar el velo. Las viudas de menos edad estaban obligadas a contraer un segundo enlace en el término de cinco años, bajo la pena de confiscación de la mitad de su caudal a favor de sus parientes más cercanos o del Estado. Los matrimonios desiguales estaban vedados o se anulaban. La pena de confiscación y destierro se consideraba tan ínfima para castigar el adulterio que si el criminal retornaba a Italia podía ser asesinado impunemente por declaración expresa de Mayoriano.[1731]

Mientras el emperador Mayoriano trabajaba constantemente para restaurar la felicidad y la virtud de los romanos, tuvo que enfrentarse a las armas de Genserico, su enemigo más formidable por su índole y su situación. Una flota de vándalos y moros desembarcó en la embocadura del Liris o Garigliano; pero la tropa imperial sorprendió y atacó a los desordenados bárbaros, a quienes los trofeos de Campania estorbaban; fueron perseguidos por la matanza hasta sus barcos, y su caudillo, el cuñado del rey, fue hallado entre los muertos.[1732] Tal atención anunciaba el carácter del nuevo reinado, pero la vigilancia más estricta y las fuerzas más numerosas eran insuficientes para proteger la extensa costa de Italia de la devastación de una guerra naval. La opinión pública le había impuesto una tarea más noble y ardua al genio de Mayoriano. Sólo de él esperaba Roma la restitución de África; y el plan que ideó de atacar a los vándalos en su nuevo asentamiento fue resultado de su política valerosa y sensata. Si el intrépido emperador hubiera logrado infundir su propio valor en la juventud italiana, si hubiera podido renovar en el campo de Marte los ejercicios varoniles en los que siempre había superado a sus iguales, hubiera podido marchar contra Genserico a la cabeza de un ejército romano. Tal reforma de las costumbres nacionales correspondió a la siguiente generación; pero la desgracia de aquellos príncipes que sostienen trabajosamente una monarquía en decadencia es que para obtener alguna ventaja inmediata o evitar algún peligro inminente están obligados a aprobar, e incluso multiplicar, los abusos más perniciosos. Mayoriano, como sus antecesores más débiles, no pudo menos que valerse del vergonzoso recurso de sustituir con auxiliares bárbaros a sus desaguerridos súbditos; y sus habilidades superiores sólo pudieron verse en el vigor y la destreza con que empuñaba un instrumento peligroso, capaz de retroceder sobre la mano que lo empleaba (457 d. C.). Además de los confederados, que ya estaban alistados en el servicio del Imperio, la fama de su generosidad y valor atrajo a las naciones del Danubio, del Borístenes y tal vez del Tanais. Varios miles de los súbditos más valerosos de Atila, gépidos, ostrogodos, rugianos, borgoñones, suevos, alanos se reunieron en las llanuras de Liguria, y sus enemistades mutuas balancearon su formidable fuerza.[1733] Cruzaron los Alpes en un invierno riguroso. El emperador marcó el camino a pie y completamente armado, sondando con su largo cayado la profundidad del hielo o de la nieve y alentando a los escitas, que se quejaban del frío extremo, con la garantía placentera de que se desquitarían con el calor de África. Los ciudadanos de León osaron cerrarle las puertas: pronto imploraron y comprobaron la clemencia de Mayoriano. Venció a Teodorico en el campo de batalla, y admitió como amigo y aliado a un rey que consideraba digno de sus armas. La beneficiosa aunque precaria unión de la mayor parte de Galia y España fue efecto tanto de la persuasión como de la fuerza;[1734] y los bagaudos independientes, que habían evitado o resistido a la opresión de reinados anteriores, estuvieron dispuestos a confiar en las virtudes de Mayoriano. Su campamento estaba lleno de bárbaros aliados, su trono se apoyaba en el afán de un pueblo adepto, pero el emperador había previsto que era imposible lograr la conquista de África sin un poder marítimo. En la primera guerra púnica, la república había mostrado una diligencia tan increíble que, a los 60 días de que el primer hachazo se descargara en el bosque, una flota de 160 galeras surcó orgullosamente el mar.[1735] En circunstancias mucho menos favorables, Mayoriano igualó el espíritu y perseverancia de los romanos antiguos. Se talaron los bosques de los Apeninos, se restablecieron los arsenales y manufacturas de Ravena y Miseno, Italia y Galia competían en cuantiosas contribuciones para el servicio público, y la armada imperial, de trescientas galeras mayores, con su porción adecuada de trasportes y buques menores, se reunió en el puerto seguro y capaz de Cartagena en España.[1736] El gesto intrépido de Mayoriano alentaba a las tropas con la confianza en la victoria, y si podemos dar crédito al historiador Procopio, a veces su coraje lo llevaba más allá de los límites de la prudencia. Ansioso por explorar por sí mismo el estado de los vándalos, se arriesgó, tras disimular el color de su cabello, a visitar Cartago simulando ser su propio embajador; y luego Genserico se avergonzó cuando supo que había recibido y despedido al emperador de los romanos. Tal anécdota puede rechazarse como una ficción inverosímil, pero es una ficción que no puede imaginarse sino en la vida de un héroe.[1737]

Sin la necesidad de una entrevista personal, Genserico estaba suficientemente informado del genio y los planes de su adversario. Utilizó su ardides habituales del engaño y la demora, pero sin éxito. Sus instancias por la paz se volvían a cada hora más sumisas y tal vez más sinceras, pero el inflexible Mayoriano había adoptado la antigua máxima de que Roma no podía estar a salvo mientras Cartago existiera como enemiga. El rey vándalo desconfiaba del valor de sus súbditos nativos, que se habían debilitado con los lujos del Sur;[1738] sospechaba de la fidelidad del pueblo vencido, que lo aborrecía como un déspota arriano; y la medida desesperada que tomó y ejecutó de convertir a Mauritania en un desierto,[1739] mal podía frustrar las operaciones del emperador romano, que se vio en libertad de desembarcar sus tropas en cualquier parte de la costa africana. Pero Genserico se salvó de su inminente e inevitable ruina por la traición de algunos súbditos poderosos que envidiaban o temían el éxito de su soberano. Guiado por informadores secretos, sorprendió a la flota desprevenida en la bahía de Cartagena; muchos barcos fueron hundidos, tomados o quemados; y los preparativos de tres años fueron destruidos en un solo día.[1740] Tras este acontecimiento, la conducta de ambos antagonistas fue superior a su respectiva suerte. El vándalo, en vez de alegrarse con esta victoria casual, insistió nuevamente en su demanda de paz. El emperador de Occidente, capaz de idear grandes planes y de soportar pesadas decepciones, admitió un tratado, o más bien una tregua, con el pleno convencimiento de que antes de que pudiera restaurar su armada, no le faltarían provocaciones que justificasen una segunda guerra. Mayoriano volvió a Italia para proseguir su trabajo por la felicidad pública; y como era consciente de su propia integridad, permaneció largo tiempo ignorante de la oscura conspiración que amenazaba su trono y su vida. El fracaso reciente de Cartagena manchó la gloria que deslumbraba a la muchedumbre: casi todos los empleados civiles y militares estaban encolerizados con el reformador, puesto que sacaban alguna ventaja de los abusos que él estaba empeñado en eliminar; y el patricio Ricimero animó las pasiones inconstantes de los bárbaros contra un príncipe a quien justipreciaba y aborrecía. Las virtudes de Mayoriano no lo protegieron de la impetuosa sedición que estalló en el campamento cercano a Tortona, al pie de los Alpes. Fue obligado a renunciar a la púrpura imperial; cinco días después de su abdicación se contó que había muerto de disentería[1741] (7 de agosto de 461 d. C.); y la humilde tumba que encerró sus restos fue consagrada por la veneración y agradecimiento de las generaciones siguientes.[1742] El carácter privado de Mayoriano infundía cariño y respeto. La calumnia maliciosa y la sátira provocaban su indignación o, si él mismo era su objeto, su desprecio; pero protegía la libertad de la agudeza, y en los ratos en que el emperador se dedicaba al trato familiar con los amigos, podía satisfacer su gusto por las bromas sin degradar la dignidad de su jerarquía.[1743]

No fue tal vez sin algún remordimiento que Ricimero sacrificó un amigo al interés de su ambición, pero en una segunda elección evitó la imprudencia de darles prioridad al mérito y la virtud superiores. Por su mandato, el sumiso Senado de Roma otorgó el título imperial a Libio Severo (461-467 d. C.), que subió al trono de Occidente sin salir de su esfera privada. La historia apenas se ha dignado a apuntar su nacimiento, su ascenso, su índole y su muerte. Severo murió tan pronto como su vida se volvió inconveniente para su patrón;[1744] y sería inútil detallar su reinado nominal en el intervalo vacante de seis años entre la muerte de Mayoriano y el ascenso de Antemio. Durante aquel período, el gobierno estaba sólo en manos de Ricimero; y aunque el modesto bárbaro se desentendió del nombre de rey, acumuló tesoros, formó un ejército separado, negoció alianzas privadas y dominó Italia con la misma autoridad independiente y despótica que después ejercieron Odoacro y Teodorico. Pero sus dominios estaban limitados por los Alpes; y dos generales romanos, Marcelino y Egidio, conservaban su lealtad a la república, desechando con menosprecio el fantasma que se estaba titulando emperador. Marcelino seguía profesando la religión antigua; y los paganos devotos, que desobedecían secretamente las leyes de la Iglesia y del Estado, alababan su profunda habilidad en la ciencia de la adivinación. Pero poseía las cualidades valiosas de la instrucción, la virtud y el coraje;[1745] el estudio de la literatura latina había perfeccionado su gusto, y sus dotes militares le había valido el aprecio y la confianza del gran Aecio, cuyo fracaso lo había afectado. Marcelino huyó a tiempo de la ira de Valentiniano e impuso con audacia su libertad en medio de las convulsiones del Imperio occidental. Su sumisión voluntaria o renuente a la autoridad de Mayoriano fue premiada con el gobierno de Sicilia y con el mando de un ejército situado en aquella isla para oponerse o atacar a los vándalos; pero la artera generosidad de Ricimero incitó a sus mercenarios bárbaros a rebelarse tras la muerte del emperador. A la cabeza de un grupo de leales seguidores, el intrépido Marcelino ocupó la provincia de Dalmacia, asumió el título de patricio del Occidente, afianzó el cariño de sus súbditos con un régimen suave y equitativo, construyó una flota que reclamó el dominio del Adriático, y sobresaltó alternativamente las costas de Italia y de África.[1746] Egidio, maestre general de la Galia, que igualaba o al menos imitaba a los héroes de la Antigua Roma,[1747] proclamó su odio inmortal contra los asesinos de su amado soberano. Un ejército bravo y numeroso siguió sus banderas; y aunque los ardides de Ricimero y las armas de los visigodos le impidieron su marcha hasta las puertas de Roma, mantuvo su soberanía independiente más allá de los Alpes e hizo respetable el nombre de Egidio en la paz y en la guerra. Los francos, que habían castigado con destierro las locuras juveniles de Childerico, eligieron como rey al general romano; ese honor singular satisfizo su vanidad más que su ambición; y cuando la nación, después de cuatro años, se arrepintió de la injuria con que había ofendido a la familia merovingia, aceptó pacientemente la restauración del príncipe legítimo. La autoridad de Egidio sólo terminó con su vida, y la ardiente credulidad de los galos sostuvo con afán las sospechas de envenenamiento y violencia encubierta, plausibles por el carácter de Ricimero.[1748]

El reino de Italia, nombre al que se fue reduciendo el Imperio occidental, padeció las piraterías incesantes de los vándalos bajo el reinado de Ricimero.[1749] Cada primavera habilitaban una armada formidable en el puerto de Cartago, y el mismo Genserico, aunque a una edad muy avanzada, aún comandaba en persona las expediciones más importantes. Ocultaba sus planes con impenetrable sigilo hasta el momento de alzar las velas. Cuando su piloto le preguntó qué curso tomar, el bárbaro respondió con religiosa arrogancia: «Dejad esa determinación a los vientos: ellos nos conducirán hacia la costa culpable cuyos habitantes han provocado la justicia divina»; pero si el propio Genserico se dignaba a dar órdenes más precisas, el más rico era el más criminal. Los vándalos se arrojaron repetidamente sobre las playas de España, Liguria, Toscana, Campania, Lucania, Brucio, Apulia, Calabria, Venecia, Dalmacia, Epiro, Grecia y Sicilia: trataron de sojuzgar la isla de Cerdeña, tan ventajosamente situada en el centro del Mediterráneo, y sus armas propagaron la desolación y el terror desde las Columnas de Hércules hasta la desembocadura del Nilo (461-467 d. C.). Como tenían más ambición de trofeos que de gloria, rara vez atacaban alguna ciudad fortificada o entablaban combate con tropas regulares en un campo de batalla. Pero la celeridad de sus movimientos les permitía amenazar y atacar casi al mismo tiempo los objetivos más distantes de sus deseos; y como siempre transportaban un número suficiente de caballos, apenas desembarcaban arrasaban el país conmocionado, con un cuerpo de caballería ligera. Pero, a pesar del ejemplo de su rey, los vándalos nativos y los alanos fueron abandonando este género de guerra fatigoso y arriesgado; la dura generación de los primeros conquistadores casi se extinguió, y sus hijos, nacidos en África, disfrutaron la delicia de los baños y jardines que habían sido adquiridos gracias al valor de sus padres. Su lugar fue ocupado rápidamente por una variada multitud de moros y romanos, de cautivos y proscritos; y aquellos forajidos exasperados, que ya habían violado las leyes de sus países, eran los más impacientes por promover los actos atroces que deshonraban las victorias de Genserico. En el trato que daba a sus desafortunados prisioneros, a veces seguía el impulso de su avaricia y a veces satisfacía su crueldad; y la indignación pública imputó a su posteridad más remota la masacre de 500 ciudadanos nobles de Zante o Zacinto, cuyos cuerpos mutilados arrojó al mar Jónico.

Tales crímenes no pueden excusarse con ninguna provocación, pero la guerra que el rey de los vándalos mantenía contra el Imperio romano se justificaba por un motivo fundado y razonable (462 d. C.). Eudoxia, la viuda de Valentiniano, a quien había llevado cautiva de Roma a Cartago, era la única heredera de la casa de Teodosio; su hija mayor, Eudocia, se desposó, a su pesar, con Hunerico, su primogénito; y el adusto padre sostenía un reclamo legal que no era fácil de rechazar ni de satisfacer: demandaba una justa proporción del patrimonio imperial. El emperador de Oriente ofreció una compensación adecuada, o al menos valiosa, para comprar una paz necesaria. Eudoxia y su hija menor Placidia fueron devueltas honorablemente, y la furia de los vándalos se limitó al Imperio occidental. Los italianos, sin una fuerza naval que fuera capaz de proteger por sí sola sus costas, imploraron el auxilio de las naciones más afortunadas de Oriente, que antes habían reconocido la supremacía de Roma en la paz y en la guerra. Pero la continua separación de los dos imperios había cambiado sus intereses y sus inclinaciones; alegaron la fe de un tratado reciente; y los romanos occidentales, en vez de armas y navíos, sólo obtuvieron la asistencia de una mediación tibia e ineficaz. El arrogante Ricimero, que había luchado largo tiempo con las dificultades de su situación, finalmente fue reducido a dirigirse al trono de Constantinopla en los términos humildes de un súbdito; e Italia se sometió, como precio y garantía de la alianza, a recibir un soberano de manos del emperador de Oriente.[1750] No es el propósito del presente capítulo, ni siquiera del presente volumen, continuar la serie de la historia bizantina; pero una mirada concisa sobre el reinado y el carácter del emperador León podrá explicar los últimos esfuerzos que se intentaron para salvar el Imperio ya en decadencia de Occidente.[1751]

Desde la muerte del menor Teodosio, el sosiego doméstico de Constantinopla nunca había sido interrumpido por guerras ni por bandos. Pulqueria había otorgado su mano y el cetro de Oriente a la modestia y virtud de Marciano, quien reverenció con agradecimiento su augusto rango y su castidad virginal; y después de su muerte, dio a su pueblo el ejemplo del culto religioso debido a la memoria de la santa imperial.[1752] Atento a la prosperidad de sus propios dominios (457-474 d. C.), Marciano parecía contemplar con indiferencia los infortunios de Roma; y la resistencia obstinada de un príncipe valeroso y activo a empuñar su espada contra los vándalos, se atribuyó a una promesa secreta que se le habría exigido en su momento, cuando estuvo cautivo en poder de Genserico.[1753] La muerte de Marciano, tras un reinado de siete años, habría expuesto a Oriente a los peligros de una elección popular, si la supremacía de una sola familia no hubiera inclinado la balanza en favor del candidato a quien respaldaba. El patricio Aspar podría haber puesto la diadema en su cabeza si se hubiera adherido al credo Niceno.[1754] Por espacio de tres generaciones, los ejércitos de Oriente habían sido comandados por su padre, por él y por su hijo Ardaburio; su guardia bárbara componía una fuerza militar que amedrentaba el palacio y la capital; y la generosa distribución de sus inmensos tesoros hicieron a Aspar tan popular como poderoso. Recomendó el nombre desconocido de León de Tracia, tribuno militar y mayordomo principal de la casa imperial. El Senado ratificó unánimemente su nominación; y el sirviente de Aspar recibió la corona imperial de manos del patriarca o el obispo, a quien se le permitió expresar, con esta inusual ceremonia, el voto de la divinidad.[1755] Este emperador, el primero llamado León, fue distinguido con el título de El Grande para diferenciarlo de una sucesión de príncipes que, en la opinión de los griegos, fueron fijando gradualmente un nivel de perfección heroica, o al menos real, muy humilde. Pero la firmeza temperada con que León resistió la opresión de su benefactor mostró que era consciente de sus deberes y de sus prerrogativas. Aspar se sorprendió al ver que con su influencia ya no podía nombrar un prefecto de Constantinopla; se atrevió a reprocharle a su soberano el incumplimiento de una promesa, y sacudiéndole insolentemente la púrpura le dijo: «Es impropio que el hombre revestido de este ropaje sea un embustero». «También sería impropio —le replicó León—, que un príncipe fuera obligado a resignar su propio juicio y el interés público por el deseo de un súbdito».[1756] Tras esta escena extraordinaria, era imposible que la reconciliación entre el emperador y el patricio fuera sincera, o al menos sólida y permanente. Se alistó secretamente un ejército de isaurios;[1757] se lo introdujo en Constantinopla; y mientras León minaba la autoridad y preparaba la ruina de la familia de Aspar, su conducta apacible y cautelosa contenía cualquier intento temerario y desesperado que pudiera haber sido fatal para ellos mismos o para sus enemigos. Las disposiciones de paz y guerra se veían afectadas por esta revolución interna. Mientras Aspar degradaba la majestad del trono, la coincidencia reservada de religión y de intereses lo llevaron a favorecer la causa de Genserico. Cuando León se liberó de la ignominiosa servidumbre, escuchó las quejas de los italianos; resolvió eliminar la tiranía de los vándalos, y pregonó su alianza con su colega Antemio, a quien invistió solemnemente con la diadema y la púrpura de Occidente.

Tal vez las virtudes de Antemio se exageraron, ya que su ascendencia imperial, que podía venir sólo del usurpador Procopio, se magnificó hasta ser una línea de emperadores.[1758] Pero el mérito, los honores y las riquezas de sus propios padres hacían de Antemio uno de los súbditos más ilustres de Oriente. Su padre, Procopio, tras la embajada de Persia, obtuvo el rango de general y patricio. El nombre de Antemio se derivaba de su abuelo materno, el famoso prefecto que protegió con tanta habilidad y éxito los comienzos del reinado de Teodosio. El nieto de aquel prefecto se elevó sobre su condición de mero súbdito por su casamiento con Eugenia, la hija del emperador Marciano. Esa espléndida alianza, que podía suplir la necesidad del mérito, aceleró la promoción de Antemio a las dignidades sucesivas de conde, maestre-general, cónsul y patricio; y su desempeño o su suerte mereció los honores de una victoria sobre las orillas del Danubio contra los hunos (467-472 d. C.). Sin que fuera una ambición extravagante, el yerno de Marciano podía esperar ser su sucesor; pero Antemio soportó la decepción con coraje y paciencia, y su posterior ascenso fue aprobado por el pueblo en general, que lo consideraba digno de reinar hasta el punto de llevarlo al trono.[1759] El emperador de Occidente marchó desde Constantinopla, acompañado por varios condes de alta distinción y un cuerpo de guardias que por su fuerza y número era casi igual a un ejército; entró triunfalmente en Roma (12 de abril de 467 d. C.), y el senado, el pueblo y los bárbaros confederados de Italia confirmaron la elección de León.[1760] Tras el solemne nombramiento de Antemio se celebraron las bodas de su hija con el patricio Ricimero, un acontecimiento afortunado que se consideró como la garantía más firme de la unión y felicidad del Estado. La riqueza de los dos imperios se exhibió ostentosamente, y varios senadores completaron su ruina con un costoso esfuerzo por disimular su pobreza. Durante esta festividad se suspendieron todos los asuntos formales, se cerraron las cortes de justicia, los cantares y danzas a Himeneo resonaron por las calles de Roma, los teatros y los lugares de reuniones públicas o privadas; y la novia real, vestida con ropa de seda y con su corona en la cabeza, fue conducida al palacio de Ricimero, que había cambiado su traje militar por la vestimenta de cónsul y senador. En esa ocasión memorable, Sidonio, cuya temprana ambición había sido defraudada tan fatalmente, se presentó como orador de Auvernia entre los diputados provinciales que se dirigieron al trono con felicitaciones o reclamos.[1761] Se aproximaban las calendas de enero; y los amigos del poeta venal (1 enero de 468 d. C.), que había amado a Avito y estimado a Mayoriano, lo persuadieron para que alabara en verso heroico el mérito, la bienaventuranza, el segundo consulado y los triunfos futuros del emperador Antemio. Sidonio pronunció con confianza y aceptación un panegírico que aún existe; y cualesquiera hayan sido las imperfecciones en cuanto al tema o la composición, el adulador fue bienvenido e inmediatamente recompensado con la prefectura de Roma, una dignidad que lo ubicó entre los personajes más ilustres del Imperio, hasta que sabiamente prefirió el carácter más respetable de obispo, y de santo.[1762]

Los griegos elogian con ambición la religiosidad y la fe católica del emperador que dieron a Occidente, y no se olvidan de señalar que al salir de Constantinopla convirtió su palacio en la piadosa fundación de un baño público, una iglesia y un hospital para los ancianos.[1763] Sin embargo, se encuentran algunos aspectos sospechosos que manchan la fama teológica de Antemio. Desde la conversación con Filoteo, un sectario macedonio, se había imbuido del espíritu de la tolerancia religiosa; y los herejes de Roma habrían podido reunirse con impunidad, si la audaz y vehemente censura que el papa Hilario pronunció en la iglesia de San Pedro no lo hubiera obligado a abjurar de esa condescendencia tan impopular.[1764] Incluso los paganos, sus tenues y recónditos vestigios, concibieron alguna vana esperanza por la indiferencia o la parcialidad de Antemio; y su extraña amistad con el filósofo Severo, a quien ascendió al consulado, se atribuyó a un proyecto secreto de revivir el culto antiguo de los dioses.[1765] Esos ídolos estaban deshechos en el polvo, y la mitología, que una vez había sido el credo de las naciones, estaba tan universalmente desacreditada que los poetas cristianos podían utilizarla sin escándalo o al menos sin despertar sospechas.[1766] Pero los vestigios de la superstición no estaban totalmente eliminados, y la festividad de las Lupercales, cuyo origen había precedido a la fundación de Roma, se celebraba todavía en el reinado de Antemio. Los ritos sencillos y salvajes eran representativos de un estado primitivo de la sociedad, anterior a la invención de las artes y la agricultura. Las deidades rústicas que presidían los trabajos y los placeres de la vida pastoril —Pan, Fauno y su comitiva de sátiros—, eran tal como podía crearlos la fantasía de los pastores: juguetones, malhumorados y lascivos, de potestad limitada y de malicia inofensiva. La ofrenda más adecuada a sus caracteres y atributos era la cabra; la carne de la víctima se tostaba en asadores de sauce, y los jóvenes alborotados que se agolpaban en el banquete corrían desnudos por el campo, con correas de cuero en sus manos, y comunicando, como se creía, la bendición de la fecundidad a las mujeres que tocaban.[1767] El ara de Pan fue erigida, tal vez por el arcadio Evandro, en una cueva oscura de la falda del monte Palatino, bañada por una fuente perenne y a la sombra de un bosque. La tradición de que en el mismo lugar una loba había amamantado a Rómulo y Remo lo hacía más sagrado y venerable para los romanos; y los majestuosos edificios del Foro rodearon gradualmente ese sitio boscoso.[1768] Tras la conversión de la ciudad imperial, los cristianos siguieron celebrando anualmente, en febrero, las Lupercales, a las cuales atribuían una influencia secreta y misteriosa sobre los poderes del mundo animal y vegetal. Los obispos de Roma ansiaban abolir una costumbre profana tan repugnante al espíritu del Cristianismo, pero su ahínco no fue respaldado por la autoridad de los magistrados civiles: el abuso inveterado continuó hasta fines del siglo V. El papa Gelasio, que purificó la capital de la última mancha de idolatría, aplacó con una apología formal las murmuraciones del Senado y del pueblo.[1769]

En todas sus declaraciones públicas, el emperador León asume la autoridad y profesa el afecto de un padre por su hijo Antemio, con quien se había repartido la administración del universo.[1770] La situación y quizás el carácter de León lo disuadieron de exponer su persona a los esfuerzos y peligros de una guerra africana (468 d. C.). Pero se emplearon vigorosamente los poderes del Imperio Oriental para liberar de los vándalos a Italia y el Mediterráneo; y Genserico, que había oprimido durante tanto tiempo la tierra y el mar, fue amenazado por todas partes con una invasión formidable. La campaña comenzó con una empresa atrevida y exitosa del prefecto Heraclio.[1771] Las tropas de Egipto, Tebaida y Libia se embarcaron bajo su mando, y los árabes, con un tropel de caballos y camellos, abrían los caminos del desierto. Heraclio desembarcó en la costa de Trípoli; sorprendió y sometió a las ciudades de aquella provincia; y con una marcha trabajosa que Catón había practicado anteriormente,[1772] se dispuso a incorporarse al ejército imperial bajo los muros de Cartago. La noticia de esta pérdida motivó que Genserico hiciera algunas proposiciones de paz insidiosas e ineficaces; pero se alarmó más seriamente aún por la reconciliación de Marcelino con los dos imperios. El patricio independiente había sido convencido de reconocer el título legítimo de Antemio, a quien acompañó en su viaje a Roma; la flota dálmata fue recibida en los puertos de Italia, el valor resuelto de Marcelino expulsó a los vándalos de la isla de Cerdeña, y los débiles esfuerzos de Occidente reforzaron un tanto los inmensos preparativos de los romanos orientales. Se ha puntualizado el costo del armamento naval que León envió contra los vándalos, y ese curioso e instructivo informe muestra la riqueza del imperio ya en decadencia. Las haciendas reales, o el patrimonio privado del príncipe, suministraron 17 000 libras de oro; y 47 000 libras de oro y 700 000 de plata fueron recaudadas y pagadas por los prefectos pretorianos al erario. Pero las ciudades estaban reducidas a una pobreza extrema; y el cálculo cuidadoso de multas y secuestros, como una parte valiosa de los ingresos, no dan la idea de una administración justa o compasiva. El costo total de la campaña africana, prescindiendo del género de las entradas, ascendió a 130 000 libras de oro, cerca de cinco millones doscientas mil libras esterlinas, en una época en que el valor de la moneda, cotejado con el precio del trigo, parece haber sido algo mayor que en la actualidad.[1773] La flota que navegó desde Constantinopla a Cartago se componía de 1113 naves, y el número de soldados y marineros excedía los cien mil hombres. Este importante mando se le confió a Basilisco, hermano de la emperatriz Verina. Su hermana, esposa de León, había exagerado los méritos de sus hazañas anteriores contra los escitas. Pero el descubrimiento de su culpa, o de su incapacidad, estaba reservado a la guerra africana. Los amigos sólo pudieron salvar su reputación militar afirmando que había conspirado con Aspar para salvar a Genserico y traicionar la última esperanza del Imperio de Occidente.

La experiencia ha mostrado que el éxito de un invasor depende, por lo general, del vigor y la celeridad de sus operaciones. La fuerza y la intensidad de la primera embestida entorpecen con la demora; la salud y el ánimo de la tropa van languideciendo en un clima distante; el armamento naval y militar, un enorme esfuerzo que tal vez no puede repetirse, se consume en silencio, y cada hora que se desperdicia en negociaciones acostumbra al enemigo a contemplar y examinar ese terror enemigo que en su primera aparición consideró irresistible. La armada formidable de Basilisco continuó su próspera navegación desde el Bósforo de Tracia hasta la costa de África. Desembarcó su tropa en el cabo de Bona, o Promontorio de Mercurio, aproximadamente a cuarenta millas (64,37 km) de Cartago.[1774] El ejército de Heraclio y la escuadra de Marcelino se incorporaron o auxiliaron al teniente imperial; y los vándalos que se opusieron a su avance por mar o por tierra, fueron sucesivamente vencidos.[1775] Si Basilisco hubiera aprovechado el momento de consternación y avanzado con valentía hacia la capital, Cartago hubiera tenido que rendirse y el reino de los vándalos se hubiera extinguido. Genserico contempló el peligro con entereza y lo evitó con su maestría veterana. Declaró, en el lenguaje más respetuoso, que estaba dispuesto a someter su persona y sus dominios a la voluntad del emperador, pero requirió una tregua de cinco días para formalizar los términos de su rendición; y la creencia general fue que su secreta generosidad contribuyó al éxito de esta negociación pública. En vez de negarse terminantemente a cualquier solicitud de su enemigo, el criminal o crédulo Basilisco aceptó la tregua fatal; y su imprudente confianza parecía proclamar que ya se consideraba como el conquistador de África. En ese corto intervalo, los vientos fueron favorables a los planes de Genserico. Tripuló sus mayores naves de guerra con los moros y vándalos más valientes, quienes remolcaron consigo grandes embarcaciones llenas de materiales combustibles. En la oscuridad de la noche, arrojaron esas naves destructivas contra la flota desprotegida y confiada de los romanos, quienes se despertaron ante la sensación del peligro inmediato. La cercanía y el amontonamiento facilitó el avance del fuego, que se extendió con rápida e irresistible violencia; el ruido del viento, el chisporroteo de las llamas, los gritos disonantes de los soldados y marineros, que no podían mandar ni obedecer, incrementaron el horror del desconcierto nocturno. Mientras se esforzaban por librarse de las naves incendiadas y por salvar al menos parte de la armada, las galeras de Genserico los asaltaron con sereno y disciplinado valor; y muchos romanos que escaparon a la furia de las llamas fueron destruidos o cogidos por los vándalos victoriosos. Entre los acontecimientos de esa noche desastrosa, el valor heroico o más bien desesperado de Juan, uno de los oficiales principales de Basilisco, rescató su nombre del olvido. Cuando la nave que había defendido aguerridamente estaba casi consumida, se arrojó con sus armas al mar, rechazó con desdén el aprecio y la compasión de Genso, hijo de Genserico, que le ofrecía un recibimiento honorífico, y se hundió en las olas, clamando con su último aliento que nunca caería vivo en manos de aquellos perros despiadados. Basilisco, situado en el lugar más alejado del peligro, actuó con un ánimo muy distinto; huyó afrentosamente desde el principio del enfrentamiento, regresó a Constantinopla habiendo perdido más de la mitad de su flota y ejército, y guareció su cabeza criminal en el santuario de Santa Sofía, hasta que su hermana, con lágrimas y ruegos, consiguió el perdón del airado emperador. Heraclio hizo su retirada por el desierto; Marcelino se alejó a Sicilia, donde lo asesinó, quizás por instigación de Ricimero, uno de sus propios capitanes; y el rey de los vándalos manifestó su sorpresa y satisfacción de que los romanos mismos le sacaran del mundo a sus antagonistas más formidables.[1776] Tras el fracaso de esa grandiosa expedición, Genserico volvió a ser el tirano de los mares: las costas de Italia, Grecia y Asia quedaron otra vez expuestas a su venganza y codicia; Trípoli y Cerdeña volvieron a obedecerle; añadió Sicilia al número de sus provincias y, antes de morir (477 d. C.), cargado de años y de gloria, contempló la extinción total del Imperio de Occidente.[1777]

Durante su largo y activo reinado, el monarca africano había cultivado deliberadamente la amistad de los bárbaros de Europa, cuyas armas podía utilizar para una distracción oportuna y eficaz contra ambos imperios. Muerto Atila renovó su alianza con los visigodos de la Galia; y los hijos del primer Teodorico, que reinaron sucesivamente sobre aquella nación guerrera, fueron convencidos fácilmente, a instancias de su interés (462-472 d. C.), de olvidar la cruel injuria que Genserico había hecho a su hermana.[1778] La muerte del emperador Mayoriano liberó a Teodorico II de las limitaciones del miedo, y tal vez del honor; violó su reciente tratado con los romanos; y el amplio territorio de Narbona, que unió con firmeza a sus dominios, se transformó en el premio inmediato de su alevosía. La política egoísta de Ricimero lo alentó a invadir las provincias que estaban en posesión de su rival Egidio; pero el conde, con la defensa de Arles y la victoria de Orleans, salvó la Galia y contuvo, durante toda su vida, el avance de los visigodos. Esa ambición se reavivó pronto; y el proyecto de eliminar al Imperio Romano en España y en la Galia se concibió y casi se completó en el reinado de Eurico, quien asesinó a su hermano Teodorico y mostró, con un temperamento más salvaje, habilidades superiores en la paz y la guerra. Cruzó los Pirineos a la cabeza de un numeroso ejército, sojuzgó las ciudades de Zaragoza y Pamplona, venció en batalla a los nobles guerreros de Tarragona, llevó sus armas victoriosas hasta el corazón de Lusitania, y otorgó a los suevos el reino de Galicia bajo la monarquía goda de España.[1779] Los esfuerzos de Eurico no fueron menos vigorosos ni menos prósperos en la Galia, y en todo el país que se extiende desde los Pirineos hasta el Ródano y el Loira, Berri y Auvernia fueron las únicas ciudades o diócesis que se negaron a reconocerlo como su soberano.[1780] En la defensa de Clermont, su ciudad principal, los habitantes de Auvernia aguantaron con inflexible resolución las miserias de la guerra, la epidemia y el hambre; y los visigodos, abandonando el sitio infructuoso, aplazaron las esperanzas de esa importante conquista. La juventud de la provincia se enardeció con el valor heroico y casi increíble de Ecdicio, hijo del emperador Avito,[1781] que hizo una salida desesperada con sólo 18 jinetes, atacó audazmente al ejército godo y, tras una escaramuza al galope, se retiró salvo y victorioso al recinto de Clermont. Su caridad era igual a su coraje: en una época de suma escasez, 4000 pobres se alimentaban a sus expensas, y su influencia particular reclutó un ejército de borgoñones para liberar Auvernia. Tan sólo por sus virtudes, los ciudadanos leales de la Galia tenían alguna esperanza de salvamento y libertad; y aun tales virtudes fueron insuficientes para evitar la ruina inminente de su país, ya que ansiaban aprender, de su autoridad y ejemplo, si debían preferir el destierro o la servidumbre.[1782] Se perdió la confianza pública, los recursos del Estado estaban agotados, y los galos tenían razones de sobra para creer que Antemio, que reinaba en Italia, era incapaz de proteger a sus consternados súbditos de más allá de los Alpes. El débil emperador sólo pudo proporcionar para esa defensa el servicio de 12 000 auxiliares británicos. Riotamo, uno de los reyes o jefes independientes de la isla, fue convencido de transportar su tropa a la Galia, en el continente: navegó el Loira y estableció sus cuarteles en Berri, donde el pueblo se quejó de aquellos aliados opresores, hasta que las armas de los visigodos los destruyeron o los dispersaron.[1783]

Uno de los últimos actos de autoridad que ejerció el Senado romano sobre los súbditos de la Galia fue el proceso y sentencia de Arvando, prefecto pretoriano (468 d. C.). Sidonio, que se alegra de vivir bajo un reinado en el que puede compadecer y asistir a un reo de Estado, ha expresado, con ternura y libertad, los errores de su indiscreto y desventurado amigo.[1784] Arvando logró más confianza que sabiduría con los peligros de los que había escapado, y tal fue la variada aunque uniforme imprudencia de su comportamiento, que su prosperidad parece mucho más sorprendente que su caída. La segunda prefectura que ejerció en el plazo de cinco años anuló el mérito y la popularidad de su administración anterior. Su temperamento sencillo se corrompió con la adulación y se exasperó con la oposición, tuvo que satisfacer a sus inoportunos acreedores con los despojos de la provincia, su caprichosa insolencia ofendió a los nobles de la Galia y se hundió bajo el peso del odio público. El mandato de su deposición lo convocaba a justificar su conducta ante el Senado; y cruzó el mar de Toscana con viento favorable, el presagio, como vanamente imaginaba, de su futura suerte. Se guardó todavía un decoroso respeto a la jerarquía prefectoria; y a su llegada a Roma, Arvando fue confiado a la hospitalidad, más que a la custodia, de Flavio Aselo, conde de la sagrada generosidad, que residía en el Capitolio.[1785] Fue afanosamente perseguido por sus acusadores, los cuatro diputados de la Galia, todos ellos distinguidos por su nacimiento, sus cargos o su elocuencia. En nombre de una gran provincia y de acuerdo a las formas de la jurisprudencia romana, entablaron una acción civil y criminal, pidiendo un reintegro que compensara las pérdidas de los individuos y un castigo que satisfaciera la justicia del Estado. Los cargos de corrupción y opresión fueron numerosos y gravísimos, pero fundaron lo esencial en una carta que habían interceptado, y de la que podían probar, por el testimonio de su secretario, que había sido dictada por el mismo Arvando. El autor de esta carta parecía querer disuadir al rey de los godos de una paz con el emperador griego: mencionaba el ataque de los bretones sobre el Loira y le recomendaba una partición de la Galia, acorde a la ley de naciones, entre visigodos y borgoñones.[1786] Estos malignos planes, que un amigo podría paliar sólo con las reconvenciones de vanidad e indiscreción, eran susceptibles de ser interpretados como traición; y los diputados habían resuelto con astucia no mostrar su mejores armas hasta el momento decisivo de la contienda. Pero Sidonio descubrió sus intenciones. Informó inmediatamente del peligro al confiado criminal, y lamentó sinceramente, sin una mezcla de enojo, la presunción altanera de Arvando, quien rechazaba las saludables advertencias de sus amigos, e incluso se ofendía. Ignorante de su situación real, Arvando se mostró en el Capitolio con la ropa blanca de un candidato, aceptó indistintamente saludos y ofrecimientos, examinó las tiendas de los mercaderes, las sedas y las joyas, a veces con la indiferencia de un curioso y otras con la atención de un comprador, y se quejó de la época, del Senado, del príncipe y de las tardanzas de la justicia. Sus quejas fueron pronto atendidas. Se fijó para su juicio un día cercano; y Arvando compareció ante la numerosa asamblea del Senado romano con sus acusadores. El atavío enlutado que mostraron provocó la compasión de los jueces, quienes se escandalizaron con el traje alegre y vistoso de su contrario; y cuando al prefecto Arvando y al primero de los diputados galos se les ordenó tomar sus lugares en los bancos senatoriales, se observó en su comportamiento el mismo contraste entre orgullo y modestia. En este memorable juicio, que presentaba una viva imagen de la antigua república, los galos expusieron con fuerza y libertad los reclamos de la provincia; y tan pronto como el ánimo del auditorio estuvo suficientemente inflamado, leyeron la fatal epístola. La obstinación de Arvando se fundaba en la extraña suposición de que un súbdito no podía ser culpado de traición a menos que realmente hubiera conspirado para adquirir la púrpura. Una vez leído el papel, reconoció repetidamente y en alta voz que era de su genuina autoría; y su asombro fue tanto como su consternación cuando la voz unánime del Senado lo declaró culpable de una ofensa capital. Fue degradado por decreto de la jerarquía de prefecto a la ínfima condición de un plebeyo y arrastrado afrentosamente a la cárcel pública por manos esclavas. Tras un aplazamiento de 15 días, el Senado se reunió nuevamente para pronunciar la sentencia de muerte; pero mientras esperaban, en la isla de Esculapio, el vencimiento de los 30 días concedidos por ley antigua a los malhechores más viles,[1787] sus amigos mediaron, el emperador Antemio cedió, y el prefecto de la Galia obtuvo el castigo más benigno de confiscación y destierro. Las faltas de Arvando podían merecer compasión; pero la impunidad de Seronato acusaba a la justicia de la república, hasta que fue condenado y ejecutado sobre la queja del pueblo de Auvernia. Ese ministro forajido, el Catilina de su siglo y patria, mantenía una correspondencia secreta con los visigodos para venderles la provincia que oprimía: se preocupaba continuamente por descubrir nuevos impuestos y viejas ofensas; sus vicios extravagantes hubieran inspirado desprecio si no despertaran temor y odio.[1788]

Tales criminales no estaban más allá de la Justicia; pero cualquiera fuera la culpa de Ricimero, ese bárbaro poderoso podía enfrentarse o negociar con el príncipe, cuya alianza había condescendido a aceptar. El infortunio y la discordia oscurecieron pronto el reinado pacífico y próspero que Antemio había prometido a Occidente (471 d. C.). Ricimero, temeroso o impaciente ante todo superior, se retiró de Roma para fijar su residencia en Milán; una situación ventajosa tanto para atraer como para rechazar a las tribus guerreras establecidas entre los Alpes y el Danubio.[1789] Gradualmente, Italia se fue dividiendo en dos reinos independientes y enemigos, y los nobles de Liguria, que se estremecían al menor asomo de guerra civil, se postraron a los pies del patricio para suplicarle que renunciara a su desventurado país. «Por mi parte —contestó Ricimero con moderación insolente—, siempre estaré inclinado a aceptar la amistad del gálata;[1790] pero ¿quién se hará cargo de aplacar su enojo o de mitigar la soberbia que siempre aumenta en proporción a nuestra sumisión?». Ellos le informaron que Epifanio, obispo de Pavía,[1791] unía la sabiduría de la serpiente con la inocencia de la paloma, y que estaban seguros de que la elocuencia de tal embajador debía prevalecer ante la oposición más fuerte, fuera del interés o de la pasión. La recomendación fue aprobada, y Epifanio, asumiendo el buen oficio de mediador, marchó sin demora a Roma, donde fue recibido con los honores debidos a su mérito y reputación. La oración de un obispo en favor de la paz es fácil de imaginar: arguyó que, en cualquier circunstancia posible, el perdón de las injurias es un acto de misericordia, o de magnanimidad, o de prudencia; y amonestó formalmente al emperador para que evitase una contienda con un bárbaro feroz, que podía ser fatal para sí mismo y que sería la ruina de sus dominios. Antemio reconoció la verdad de sus máximas; pero sentía profundamente, con dolor e indignación, la conducta de Ricimero, y su pasión le dio elocuencia y energía a su discurso. Exclamó con ardor: «¿Qué favores le hemos negado a ese ingrato? ¿Qué provocaciones no hemos soportado? Sin tener en cuenta la majestad de la púrpura, entregué mi hija a un godo; sacrifiqué mi propia sangre por la seguridad de la república. La generosidad que debió asegurar la adhesión eterna de Ricimero lo ha exasperado contra su benefactor. ¿Cuántas guerras ha alentado contra el Imperio? ¿Cuántas veces ha incitado y colaborado con la furia de naciones enemigas? ¿Y ahora debo aceptar su amistad alevosa? ¿Puedo esperar que respete las condiciones de un tratado quien ya ha violado las obligaciones de un hijo?». Pero la ira de Antemio se evaporó con estas exclamaciones apasionadas: finalmente cedió a la propuesta de Epifanio, y el obispo regresó a su diócesis con la satisfacción de haber restaurado la paz de Italia con una reconciliación[1792] de cuya sinceridad y continuación podía razonablemente dudarse. La clemencia del emperador surgió de su debilidad, y Ricimero suspendió sus ambiciosos planes hasta que hubo preparado secretamente las tramoyas con que derribaría el solio de Antemio. Entonces dejó de lado la máscara de la paz y la moderación. Reforzó su ejército con un cuerpo numeroso de borgoñones y suevos orientales; rechazó toda lealtad al emperador griego; marchó de Milán a las puertas de Roma y, asentando su campamento en las márgenes del Anio, esperó con impaciencia la llegada de Olibrio, su candidato imperial.

El senador Olibrio, de la familia Anicia, podía considerarse a sí mismo heredero legítimo del Imperio occidental. Se había desposado con Placidia, hija menor de Valentiniano (23 de marzo de 472 d. C.), una vez que fue devuelta por Genserico, quien aún tenía a su hermana Eudocia como esposa, o más bien como cautiva, de su hijo. El rey vándalo apoyó con amenazas o instancias las justas pretensiones de su aliado romano, y arguyó, como uno de los motivos de la guerra, la negativa del Senado y del pueblo a reconocer a su príncipe legítimo y la indigna preferencia que habían dado a un extranjero.[1793] Su amistad con el enemigo público podía hacer a Olibrio aún más impopular para los italianos; pero cuando Ricimero ideó la ruina del emperador Antemio, sedujo con el ofrecimiento de la diadema al candidato que pudiera justificar su rebelión con un nombre ilustre y relaciones con la realeza. El marido de Placidia, que como la mayoría de sus antepasados había obtenido la dignidad consular, podría haber seguido disfrutando de su grandiosa y segura fortuna en su pacífica residencia de Constantinopla, y no parecía estar atormentado por un genio tal que no pudiera entretenerse u ocuparse sino con la administración de un imperio. Pero Olibrio cedió a las instancias de sus amigos y quizá de su esposa; se lanzó precipitadamente a los peligros y calamidades de una guerra civil, y con la connivencia secreta del emperador León, aceptó la púrpura italiana, otorgada y reasumida según la voluntad caprichosa de un bárbaro. Desembarcó sin obstáculos (pues Genserico era el amo de los mares) en Ravena o en el puerto de Ostia, y avanzó inmediatamente hacia el campamento de Ricimero, donde fue recibido como el soberano del mundo occidental.[1794]

El patricio, que había adelantado sus puestos desde el Anio hasta el puente Milvio, ya poseía dos barrios de Roma, el Vaticano y el Janículo, separados por el Tíber del resto de la ciudad;[1795] y cabe conjeturar que una reunión de senadores disidentes imitó en la elección de Olibrio las formalidades de una votación legal. Pero el cuerpo del Senado y el pueblo adherían firmemente a la causa de Antemio; y el apoyo, más eficaz, de un ejército godo, le permitió prolongar su reinado y las aflicciones públicas con una resistencia de tres meses, que produjo los males asociados del hambre y la peste. Finalmente, Ricimero realizó un asalto furioso sobre el puente de Adriano o San Ángelo; y los godos defendieron el estrecho pasaje con valor constante hasta la muerte de Gilimer, su caudillo. Las tropas victoriosas, quebrando toda barrera, irrumpieron con violencia irresistible en el corazón de la ciudad, y la furia civil de Antemio y Ricimero (si podemos usar la expresión de un papa contemporáneo) conmocionó Roma.[1796] El desafortunado Antemio fue arrancado de su escondite y masacrado inhumanamente por órdenes de su yerno (11 de julio de 472 d. C.), que así sumaba un tercer emperador, o tal vez un cuarto, al número de sus víctimas. Los soldados, que unían la cólera de ciudadanos facciosos a las costumbres salvajes de los bárbaros, se entregaron sin control al robo y la matanza; la muchedumbre de esclavos y plebeyos, que estaba fuera de los acontecimientos, sólo podía favorecerse con el saqueo indiscriminado; y la ciudad exhibió el extraño contraste entre una crueldad severa y un desenfreno excesivo.[1797] A los cuarenta días de este calamitoso suceso, producto no de la gloria, sino de la culpa, Italia fue liberada, por una dolorosa enfermedad, del tirano Ricimero (20 de agosto), que dejó el mando del ejército a su sobrino Gundebaldo, uno de los príncipes borgoñones. En el mismo año, todos los actores principales de esta gran revolución fueron quitados de escena; y todo el reinado de Olibrio, cuya muerte (23 de octubre) no muestra ningún signo de violencia, se redujo al breve plazo de siete meses. Dejó una hija, fruto de su matrimonio con Placidia; y la familia del gran Teodosio, trasladada de España a Constantinopla, se propagó por la línea femenina hasta la octava generación.[1798]

Mientras el trono vacante de Italia estaba a merced de bárbaros ingobernables,[1799] el consejo de León trató formalmente la elección de un nuevo compañero. La emperatriz Verina, esmerada por promover la grandeza de su propia familia, había casado a una de sus sobrinas con Julio Nepote, que sucedió a su tío Marcelino en la soberanía de Dalmacia (472-475 d. C.), una posesión más sólida que el título de emperador de Occidente que se avino a recibir. Pero las disposiciones de la corte bizantina fueron tan débiles y vacilantes que pasaron varios meses desde la muerte de Antemio, y aun de Olibrio, antes de que el nombrado sucesor pudiera mostrarse, con fuerza respetable, ante los súbditos italianos. Durante ese intervalo, Glicerio, un soldado desconocido, fue investido con la púrpura por su protector Gundebaldo; pero el príncipe borgoñón carecía de poder o de voluntad para apoyar su nominación con una guerra civil; las urgencias de sus intereses domésticos lo llevaron más allá de los Alpes,[1800] y a su protegido se le permitió cambiar el cetro romano por el obispado de Salona. Una vez desplazado ese competidor, el emperador Nepote fue reconocido por el senado, los italianos y los súbditos de la Galia; sus virtudes morales y talentos militares fueron ruidosamente celebrados, y quienes derivaban algún beneficio privado de su gobierno anunciaban en raptos proféticos el restablecimiento de la felicidad pública.[1801] Sus esperanzas (si las hubo) se frustraron en sólo un año, y el tratado de paz que cedía la Auvernia a los visigodos es el único acontecimiento de su corto y vergonzoso reinado. El emperador italiano sacrificó los súbditos más leales de la Galia a la esperanza de su seguridad doméstica;[1802] pero pronto su reposo fue invadido por una furiosa sedición de los bárbaros confederados que, bajo el mando de Orestes, su general, marcharon de Roma a Ravena. Nepote temblaba ante su avance; y en vez de depositar fundadamente su confianza en la fortaleza de Ravena, huyó atropelladamente a sus naves y se retiró a su principado de Dalmacia, en la costa opuesta del Adriático. Esta vergonzosa abdicación le permitió prolongar su vida durante aproximadamente cinco años, en la muy ambigua posición de emperador y desterrado, hasta que en Salona lo asesinó el desagradecido Glicerio, que fue trasladado, quizá como premio por su crimen, al arzobispado de Milán.[1803]

Las naciones que habían logrado su independencia después de la muerte de Atila se establecieron, por derecho de posesión o de conquista, en las regiones ilimitadas al norte del Danubio o en las provincias romanas entre el río y los Alpes. Pero lo más valeroso de su juventud se alistó en el ejército de los confederados, que constituía la defensa y el terror de Italia;[1804] y en la revuelta muchedumbre parecen haber sobresalido los nombres de los hérulos, escirros, alanos, turcilingios y rugianos. Orestes, hijo de Tátulo y padre del último emperador de Occidente, imitó el ejemplo de esos guerreros.[1805] Orestes, que ya ha sido mencionado en esta historia, nunca abandonó su país. Su nacimiento y su fortuna lo convirtieron en uno de los súbditos más ilustres de Panonia. Cuando esa provincia fue cedida a los hunos, entró al servicio de Atila, su soberano legítimo, obtuvo el cargo de secretario suyo, y fue enviado repetidamente como embajador a Constantinopla, para representar a la persona y expresar las órdenes del despótico monarca. La muerte de ese conquistador le devolvió la independencia; y Orestes podía rechazar honorablemente tanto seguir a los hijos de Atila por los desiertos de Escitia, como obedecer a los ostrogodos, que habían usurpado los dominios de Panonia. Prefirió el servicio de los príncipes italianos, sucesores de Valentiniano; y como estaba dotado de valor, ingenio y experiencia, avanzó con pasos rápidos en la carrera militar, hasta que fue ascendido, por el favor del mismo Nepote, a los cargos de patricio y maestre-general de la tropa (475 d. C.). Aquellas tropas se habían acostumbrado hacía ya tiempo a reverenciar el carácter y la autoridad de Orestes, que aparentaba sus mismas costumbres, conversaba con ellos en su propia lengua y estaba íntimamente conectado con sus caudillos nacionales, de modo familiar y amistoso. A su pedido, se levantaron en armas contra el griego desconocido que pretendía tener derecho a su obediencia; y cuando Orestes, por algún motivo secreto, rechazó la púrpura, ellos aceptaron con la misma facilidad reconocer a su hijo Augústulo como emperador de Occidente (476 d. C.). Con la abdicación de Nepote, Orestes había llegado a la cumbre de sus ambiciosas esperanzas; pero antes de un año descubrió que las lecciones de perjurio e ingratitud que puede dar un rebelde se vuelven luego contra sí mismo, y que al precario soberano de Italia sólo se le permitía elegir si sería el esclavo o la víctima de sus mercenarios bárbaros. La peligrosa alianza con estos extranjeros había agobiado e insultado los últimos restos de la libertad y dignidad romanas. A cada revolución aumentaban sus pagos y privilegios, pero su insolencia se incrementaba en un grado todavía más extravagante; envidiaban la suerte de sus hermanos de la Galia, España y África, cuyas armas victoriosas habían adquirido herencias independientes y perpetuas, e insistían en la demanda terminante de que una tercera parte de las tierras de Italia debía dividirse inmediatamente entre ellos. Orestes, con un ánimo que en otra situación merecería nuestro aprecio, eligió enfrentarse con la ira de una multitud armada antes que firmar la ruina de un pueblo inocente. Rechazó la osada petición, y su negativa favoreció la ambición de Odoacro, un bárbaro audaz, quien afirmó a sus compañeros que si se atrevían a asociarse bajo su mando, pronto conseguirían la justicia que había sido negada a sus respetuosas peticiones. Los confederados de todos los campamentos y guarniciones de Italia, actuando con el mismo rencor y las mismas esperanzas, se agruparon con ansiedad bajo el estandarte de su líder popular; y el desventurado patricio, arrollado por el torrente, se retiró deprisa a la ciudad fuerte de Pavía, silla episcopal del santo Epifanio. Pavía fue sitiada inmediatamente, se asaltaron las fortificaciones, el pueblo fue saqueado; y aunque el obispo se esforzó, con mucho tesón y algún éxito, por resguardar las propiedades de la Iglesia y la castidad de las cautivas, el tumulto sólo pudo aplacarse con la ejecución de Orestes.[1806] Su hermano Pablo fue asesinado en una acción cerca de Ravena, y el desamparado Augústulo, que ya no podía infundir respeto, tuvo que implorar la clemencia de Odoacro.

El bárbaro triunfador era hijo de Edecon, que, en ciertos episodios notables descriptos pormenorizadamente en un capítulo anterior, había sido compañero del propio Orestes. El honor de un embajador debería estar exento de sospechas; y Edecon había atendido a una conspiración contra la vida de su soberano; pero esta aparente culpa fue expiada con sus méritos o su arrepentimiento: su jerarquía era eminente e indiscutible; disfrutó del favor de Atila; y las tropas bajo su mando, que protegieron a su turno la aldea real, se componían de una tribu de escirros, sus súbditos hereditarios e inmediatos. En la revolución de las naciones, ellos aún adherían a los hunos; y más de 12 años después, el nombre de Edecon se menciona con honor en su contienda desigual contra los ostrogodos, que terminó, tras dos batallas sangrientas, en la derrota y dispersión de los escirros.[1807] El valiente líder, que no sobrevivió a las calamidades nacionales, dejó dos hijos, Onulfo y Odoacro, para luchar contra la adversidad y mantener como pudieran, con rapiñas o con servicios, a los seguidores leales de su destierro. Onulfo dirigió sus pasos hacia Constantinopla, donde mancilló, con el asesinato de un benefactor generoso, la fama que había adquirido con las armas. Su hermano Odoacro llevó una vida vagabunda con los bárbaros del Nórico, con un ánimo y una fortuna apropiada para las aventuras más desesperadas; y cuando decidió su plan, visitó religiosamente la celda de Severino, el santo popular del país, para solicitar su aprobación y bendición. La puerta de entrada era demasiado baja para la estatura de Odoacro: tuvo que inclinarse; pero en esa actitud humilde, el santo pudo discernir las señales de su futura grandeza, y dirigiéndose a él en un tono profético, le dijo: «Sigue con tus planes; marcha a Italia, que pronto arrojarás esas toscas pieles y tu riqueza corresponderá a la generosidad de tu ánimo».[1808] El bárbaro, cuyo osado espíritu aceptó y ratificó la predicción, fue admitido al servicio del Imperio occidental y pronto obtuvo un rango honorable en la guardia. Sus modales se fueron puliendo, su destreza militar fue mejorando, y los confederados de Italia no lo habrían elegido como su general si las hazañas de Odoacro no hubieran puesto en un alto concepto su coraje y capacidad.[1809] Las aclamaciones militares lo saludaron con el título de rey; pero durante todo su reinado se abstuvo de usar la púrpura y la diadema,[1810] por temor a ofender a aquellos príncipes cuyos súbditos, accidentalmente unidos, habían formado el ejército victorioso que el tiempo y la política podían reunir en una gran nación.

Los bárbaros estaban familiarizados con la monarquía, y el sumiso pueblo de Italia estaba dispuesto a obedecer, sin un susurro, la autoridad que se dignara a ejercer como lugarteniente del emperador de Occidente. Pero Odoacro había resuelto abolir aquel cargo costoso e inservible; y tal es el peso de un prejuicio antiguo, que se requería audacia y penetración para descubrir la extrema facilidad de la empresa. El desafortunado Augústulo fue convertido en instrumento de su propia desgracia; presentó su renuncia al Senado, y esa asamblea, en su último acto de obediencia a un príncipe romano, aún aparentó el espíritu de libertad y las formalidades de la constitución. Se dirigió una epístola, por decreto unánime, al emperador Zenón, yerno y sucesor de León, quien acababa de ser restablecido, tras un breve levantamiento, al trono bizantino. Rechazaban solemnemente la necesidad, y aun el deseo, de que continuara la sucesión imperial en Italia, puesto que, en su opinión, la majestad de un solo monarca era suficiente para dominar y proteger, a un mismo tiempo, el Oriente y el Occidente. En su nombre, y en el de todo el pueblo, accedían a que la sede del imperio universal se trasladara de Roma a Constantinopla; y renunciaban vilmente al derecho de elegir su soberano, el único rastro que aún quedaba de la autoridad que había dado leyes al mundo. La República (repiten ese nombre sin avergonzarse) podía confiar en las virtudes civiles y militares de Odoacro, y le rogaban humildemente al emperador que lo invistiera con el título de «patricio» y la administración de la diócesis de Italia. Los enviados del senado fueron recibidos en Constantinopla con algunas muestras de disgusto e indignación; y cuando fueron admitidos en la audiencia de Zenón, éste les reprochó severamente el trato que habían dado a los dos emperadores, Antemio y Nepote, que Oriente había otorgado sucesivamente a instancias de Italia. «Al primero —continuó—, lo habéis matado; al segundo lo habéis echado; pero el segundo aún vive, y mientras viva es vuestro legítimo soberano». Pero el cauteloso Zenón pronto abandonó la causa imposible de su compañero depuesto. El título de emperador único y las estatuas erigidas en su honor por los diversos barrios de Roma halagaban su vanidad; mantuvo una correspondencia amistosa, aunque ambigua, con el patricio Odoacro, y aceptó con agradecimiento las insignias imperiales, los sagrados adornos del trono y del palacio que el bárbaro se complacía en sustraer a la vista del pueblo[1811] (476 o 479 d. C.).

En el plazo de 20 años desde la muerte de Valentiniano, desaparecieron nueve emperadores; y el hijo de Orestes, un joven favorecido sólo por su belleza, habría sido el menos acreedor a la atención de la posteridad si su reinado, marcado por la extinción del Imperio Romano de Occidente, no hubiera sido una época memorable en la historia de la humanidad.[1812] El patricio Orestes se había casado con la hija del conde Rómulo, de Petovio, en Nórico; el nombre de Augusto, a pesar de los celos del poder, era corriente en Aquileia como un apodo familiar; y así los nombres de los dos grandes fundadores, de la ciudad y de la monarquía, quedaron extrañamente unidos en el último de sus sucesores.[1813] El hijo de Orestes asumió y deshonró los nombres de Rómulo y Augusto; pero los griegos desvirtuaron el primero en Momyllus, y los latinos cambiaron el segundo por el despreciable diminutivo de Augústulo. La generosa clemencia de Odoacro le perdonó la vida a este joven inofensivo; lo despidió, con toda su familia, del palacio imperial; estableció su pensión anual en 6000 piezas de oro, y le asignó el castillo de Lúculo, en Campania, para su destierro o retiro.[1814] En cuanto los romanos tuvieron un respiro de los afanes de la Guerra Púnica, se sintieron atraídos por la belleza y los placeres de Campania; y la casa de campo del primer Escipión en Literno ofrecía un modelo permanente de sencillez rural.[1815] Las agradables costas de la bahía de Nápoles se colmaron de quintas; y Sila festejó la maestría de su rival, que se había establecido en el alto promontorio de Miseno, que domina el mar y la tierra circundantes hasta el límite del horizonte.[1816] Lúculo compró a los pocos años la quinta de Mario, y el precio se había incrementado de 2500 libras esterlinas a más de ochenta mil.[1817] El nuevo propietario la adornó con las artes griegas y los tesoros asiáticos; y las casas y jardines de Lúculo obtuvieron un rango distinguido en la lista de palacios imperiales.[1818] Cuando los vándalos se volvieron temibles en las costas, la quinta de Lúculo, en el promontorio de Miseno, fue asumiendo gradualmente la fortaleza y el nombre de un castillo poderoso, el aislado refugio del último emperador de Occidente. Alrededor de veinte años después de esa gran revolución, fue convertido en iglesia y monasterio para recibir los huesos de san Severino. Descansaron seguros, entre los trofeos destrozados de victorias címbricas y armenias, hasta comienzos del siglo X, cuando las fortificaciones, que podían proporcionar resguardo a los sarracenos, fueron demolidas por el pueblo de Nápoles.[1819]

Odoacro fue el primer bárbaro que reinó en Italia, sobre un pueblo que una vez había impuesto su justa supremacía sobre el resto de la humanidad. La desgracia de los romanos aún excita nuestra respetuosa compasión, y simpatizamos profundamente con la pena e indignación imaginarias de su posteridad corrompida. Pero las calamidades de Italia habían ido atenuando la orgullosa conciencia de su libertad y gloria. En la época de la virtud romana, las provincias estaban subordinadas a las armas de la república y los ciudadanos a sus leyes, hasta que las discordias civiles alteraron las leyes y tanto la ciudad como las provincias se transformaron en la propiedad servil de un tirano. Las formalidades de la constitución, que mitigaban o encubrían su esclavitud abyecta, desaparecieron con el tiempo y la violencia; los italianos lamentaban alternadamente la presencia o la ausencia de los soberanos a quienes detestaban o menospreciaban; y cinco siglos sucesivos causaron los males diversos del desenfreno militar, el despotismo caprichoso y la opresión elaborada. Durante el mismo período, los bárbaros salieron de su oscuridad y menosprecio, y los guerreros de Germania y Escitia se internaron en las provincias como sirvientes, aliados, y finalmente amos de los romanos, a quienes insultaban o protegían. El odio del pueblo fue sofocado por el miedo; respetaron el ánimo y el esplendor de los jefes marciales investidos con los honores del Imperio; y hacía ya tiempo que el destino de Roma dependía de la espada de aquellos formidables extranjeros. El adusto Ricimero, que holló las ruinas de Italia, había ejercido el poder de un rey sin asumir ese título; y los sufridos romanos se habían ido preparando, imperceptiblemente, para reconocer la realeza de Odoacro y de sus sucesores bárbaros.

El rey de Italia no era indigno del alto lugar al que lo habían elevado su valor y su suerte (476-490 d. C.): los hábitos de la conversación fueron puliendo sus costumbres salvajes, y respetaba, aunque conquistador y bárbaro, las instituciones e incluso los prejuicios de sus súbditos. Tras un intervalo de siete años, Odoacro restableció el Consulado de Occidente. Rechazó para sí mismo, por modestia o por orgullo, un honor que aún aceptaban los emperadores de Oriente; pero la silla curul fue ocupada sucesivamente por once de los más ilustres senadores,[1820] y la lista se enaltece con el respetable nombre de Basilio, cuyas virtudes merecieron la amistad y el agradecido elogio de Sidonio, su protegido.[1821] Las leyes de los emperadores se impusieron estrictamente, y el prefecto pretoriano y sus dependientes siguieron ejerciendo la administración civil de Italia. Odoacro delegó en los magistrados romanos la tarea odiosa y opresiva de la recaudación de impuestos, pero se reservó la ventaja de condonaciones oportunas y populares.[1822] Como el resto de los bárbaros, había sido educado en la herejía arriana; pero reverenciaba los caracteres monástico y episcopal, y el silencio de los católicos atestigua la tolerancia de la que disfrutaban. La paz de la ciudad requería de la intervención de su prefecto Basilio en la elección de un pontífice romano; y el decreto que vedaba al clero la enajenación de sus tierras fue básicamente planeado en beneficio del pueblo, cuya devoción hubiera tenido que costear las dilapidaciones de la Iglesia.[1823] Italia estaba protegida por las armas de su conquistador, y los bárbaros de Galia y Germania, que habían insultado durante tanto tiempo la débil alcurnia de Teodosio, respetaban sus fronteras. Odoacro atravesó el Adriático para castigar a los asesinos del emperador Nepote y adquirir la provincia marítima de Dalmacia. Cruzó los Alpes para rescatar los restos de Nórico de Fava, o Feleteo, rey de los rugianos, quien conservaba su residencia más allá del Danubio. El rey fue vencido en batalla y llevado como prisionero; una numerosa colonia de cautivos y súbditos fue trasladada a Italia; y Roma, tras un largo período de derrotas y desgracias, pudo afirmar el triunfo de su soberano bárbaro.[1824]

No obstante la prudencia y el éxito de Odoacro, su reino exhibía el triste panorama de la miseria y la desolación. En Italia se había sentido, desde la época de Tiberio, la decadencia de la agricultura; y existía la queja justificada de que la vida del pueblo romano dependía de la eventualidad del viento y de las olas.[1825] En la división y decadencia del Imperio, las cosechas tributarias de Egipto y África fueron retiradas, el número de habitantes disminuía constantemente por los escasos medios de subsistencia, y las irrecuperables pérdidas ocasionadas por la guerra, el hambre[1826] y la peste vaciaron el país. San Ambrosio ha deplorado la ruina de un distrito populoso, al que una vez enaltecieron las ciudades florecientes de Bolonia, Módena, Regio y Plasencia.[1827] El papa Gelasio era un súbdito de Odoacro, y afirma, muy exageradamente, que en Emilia, Toscana y las provincias contiguas, la especie humana estaba casi extinguida.[1828] Los plebeyos de Roma, alimentados por la mano de su soberano, murieron o desaparecieron en cuanto terminó su generosidad; la decadencia de las artes redujo al industrioso artesano al desempleo y la necesidad; y los senadores, que podían resistir con paciencia la caída de su país, lamentaban la pérdida de sus riquezas y lujos privados. Un tercio de aquellos amplios estados a los que se atribuye en principio la ruina de Italia[1829] se expropió para uso de los conquistadores. Las injurias se agravaron con insultos; la sensación de los sufrimientos actuales crecía con el temor a males más terribles; y como cada vez más tierras se asignaban a nuevas oleadas de bárbaros, cada senador temía que la arbitrariedad de los peritos se posara sobre su quinta predilecta o su granja más rentable. Los menos desafortunados eran aquellos que se sometían sin un susurro al poder irresistible. Como deseaban vivir, le debían cierta gratitud al tirano que les había perdonado la vida; y como era el dueño absoluto de sus fortunas, debían aceptar la porción que les dejaba como su dádiva pura y voluntaria.[1830] La prudencia y humanidad de Odoacro mitigó las desgracias de Italia, aunque se había obligado, como precio por su encumbramiento, a satisfacer las demandas de una muchedumbre licenciosa y turbulenta. Era frecuente que los súbditos nativos resistieran, depusieran o mataran a los reyes de los bárbaros; y los diversos bandos de mercenarios italianos, reunidos bajo el estandarte de un general electo, reclamaban un privilegio mayor en sus libertades y rapiñas. Una monarquía privada de la unión nacional y del derecho hereditario se precipitaba a su disolución. Tras un reinado de catorce años, Odoacro fue aplastado por el genio superior de Teodorico, rey de los ostrogodos, un héroe igualmente extraordinario en las artes de la guerra y del gobierno, que restableció una época de paz y prosperidad, y cuyo nombre aún atrae y merece la atención del género humano.