XXVIII

DESTRUCCIÓN FINAL DEL PAGANISMO - INTRODUCCIÓN DEL CULTO DE LOS SANTOS Y LAS RELIQUIAS ENTRE LOS CRISTIANOS

La destrucción del paganismo en el siglo de Teodosio es quizás el único ejemplo de la extirpación total de una superstición antigua y popular; y merece por tanto ser considerada como un acontecimiento singular en la historia de la razón humana (378-395 d. C.). Los cristianos, y especialmente el clero, habían soportado mal las demoras prudentes de Constantino y la tolerancia pareja del primer Valentiniano; y no podían dar por segura ni perfecta su victoria mientras a sus adversarios se les permitiese existir. La influencia que Ambrosio y sus hermanos habían adquirido sobre la juventud de Graciano y la religiosidad de Teodosio sirvieron para infundir las máximas de la persecución en los pechos de los prosélitos imperiales. Se establecieron dos principios engañosos de jurisprudencia religiosa, de los cuales inferían una conclusión directa y rigurosa contra los súbditos del Imperio que aún adherían a las ceremonias de sus antepasados: que el magistrado es hasta cierto punto culpable de los delitos que no prohíbe o castiga, y que el culto idólatra de divinidades fabulosas y demonios reales es el atentado más abominable contra la majestad suprema del Creador. El clero aplicó con precipitación, y tal vez erróneamente, las leyes de Moisés y los ejemplos de la historia judía[959] al reinado apacible y universal del cristianismo.[960] Estimulaban el fervor de los emperadores para desagraviar su propio honor y el de la Divinidad; y los templos del mundo romano quedaron arrasados unos sesenta años después de la conversión de Constantino.

Desde el tiempo de Numa hasta el reinado de Graciano, los romanos preservaron la sucesión regular de los diferentes colegios del orden sacerdotal.[961] Quince pontífices ejercían su jurisdicción suprema sobre todas las cosas y personas consagradas al servicio de los dioses; y los diversos asuntos que surgían constantemente en un sistema impreciso y tradicional eran sometidos al juicio de ese sagrado tribunal. Quince augures serios y eruditos observaban el aspecto de los cielos y prescribían las acciones de los héroes de acuerdo con el vuelo de las aves. Quince guardianes de los libros sibilinos (cuyo nombre, quindecemvir, derivaba de su número) consultaban eventualmente la historia de lo venidero y, al parecer, de los eventos contingentes. Seis vestales consagraban su virginidad a custodiar el fuego sagrado y a las señales desconocidas de la duración de Roma, y ningún mortal podía contemplarlas impunemente.[962] Siete épulos preparaban la mesa de los dioses, conducían la procesión solemne y regulaban las ceremonias de la festividad anual. Los tres flámines de Júpiter, Marte y Quirino se consideraban los ministros particulares de las divinidades más poderosas, quienes cuidaban del destino de Roma y del universo. El rey de los sacrificios representaba la persona de Numa y de sus sucesores en las funciones religiosas, que sólo podían ser realizadas por manos reales. Las hermandades de Salios, Lupercales, etc., practicaban tales ritos que despertarían una sonrisa de desprecio en cualquier persona racional, con la viva confianza de alcanzar así los favores de los dioses inmortales. La autoridad que habían obtenido los sacerdotes romanos en los consejos de la república fue cesando gradualmente con el establecimiento de la monarquía y el traslado del trono del Imperio. Pero las leyes y costumbres del país seguían protegiendo la dignidad de su carácter sagrado; y especialmente el colegio de los pontífices continuó ejerciendo en la capital, y a veces en las provincias, los derechos de su jurisdicción civil y eclesiástica. Sus ropajes de púrpura, sus carrozas solemnes y sus esparcimientos suntuosos despertaban la admiración del pueblo; y recibían de las tierras consagradas y de las rentas públicas una abundante remuneración que sostenía holgadamente el esplendor del clero y todos los gastos del culto religioso del Estado. Como el servicio del altar no era incompatible con el mando de los ejércitos, los romanos aspiraban, después de sus consulados y triunfos, al cargo de pontífices y augures; los asientos de Cicerón[963] y de Pompeyo estaban ocupados, en el siglo IV, por los miembros más ilustres del Senado, y la dignidad de su nacimiento le daba un esplendor adicional a su carácter sacerdotal. Los quince sacerdotes que componían el colegio de los pontífices disfrutaban de una jerarquía más distinguida como compañeros del soberano; y los emperadores cristianos se avenían a aceptar la vestimenta y las insignias que correspondían al cargo de pontífice supremo. Pero cuando Graciano, más escrupuloso o más ilustrado, ascendió al trono, rechazó severamente aquellos símbolos profanos;[964] adjudicó las rentas de los sacerdotes y las vestales al Estado o a la Iglesia, abolió sus honores e inmunidades y derribó la antigua fábrica de la superstición romana, sostenida por las opiniones y los hábitos de mil cien años. El paganismo todavía era la religión constitucional del Senado. El salón o templo en el que sesionaban estaba adornado con la estatua y el ara de la Victoria,[965] una mujer majestuosa de pie sobre un globo, con vestimenta ondulante, alas extendidas, y una corona de laurel en la diestra alzada.[966] Los senadores se juramentaban sobre el altar de la diosa para observar las leyes del emperador y del Imperio; y el preludio habitual de sus deliberaciones públicas era una ofrenda solemne de vino e incienso.[967] La remoción de este antiguo monumento fue el único agravio que hizo Constancio a la superstición de los romanos. El ara de la Victoria fue restaurada por Juliano, tolerada por Valentiniano, y nuevamente desterrada del Senado por la devoción de Graciano.[968] Pero el emperador ignoró las estatuas de los dioses expuestas a la veneración pública: quedaban todavía cuatrocientos veinticuatro templos o capillas para satisfacer la devoción del pueblo, y en todos los barrios de Roma el humo de los sacrificios idólatras[969] ofendía la delicadeza de los cristianos.

Pero los cristianos eran minoría en el Senado de Roma;[970] y sólo por su ausencia pudieron manifestar su disentimiento con las actas legales, aunque profanas, de la mayoría pagana. En esa asamblea, las brasas agonizantes de la libertad revivieron y se inflamaron por un momento con el aliento del fanatismo. Se votaron sucesivamente cuatro diputaciones respetables a la corte imperial[971] para representar los agravios del clero y el Senado y para solicitar el restablecimiento del ara de la Victoria. El encargado de aquel importante asunto era el elocuente Símaco,[972] un senador acaudalado y noble que unía a su carácter sagrado de pontífice y augur las dignidades civiles de procónsul de África y prefecto de la ciudad. Un afán caluroso por la causa del paganismo moribundo animaba el pecho de Símaco; y sus antagonistas religiosos lamentaban el abuso de su genio y la ineficacia de sus virtudes morales.[973] El orador, cuya petición al emperador Valentiniano existe todavía, era consciente de la dificultad y el peligro que entrañaba la tarea que había asumido. Evita con cuidado cualquier tópico que pueda parecer desfavorable a la religión de su soberano, declara humildemente que las plegarias y las súplicas son sus únicas armas, y saca con astucia sus argumentos de la retórica más que de la filosofía. Símaco procura seducir la imaginación de un príncipe joven explayándose sobre los atributos de la diosa de la Victoria; señala que la confiscación de las rentas consagradas al servicio de los dioses fue una medida indigna de su carácter generoso y desinteresado; y sostiene que los sacrificios romanos perderán su fuerza y energía si dejan de celebrarse a expensas y en nombre de la república. Incluso el escepticismo está usado para apoyar una apología de la superstición. El gran e incomprensible secreto del universo se escapa a la investigación del hombre. Donde la razón no puede orientar, la costumbre es la que guía; y todas las naciones parecen seguir los dictados de la prudencia cuando se adhieren fielmente a aquellos ritos y opiniones que han recibido la sanción de los años. Y si esos años han sido coronados con la gloria y la prosperidad, si el pueblo devoto ha obtenido con frecuencia la bendición que solicitó ante los altares de los dioses, parece aún más aconsejable persistir en la misma práctica beneficiosa y no arriesgarse a los peligros desconocidos que puede traer consigo cualquier innovación precipitada. El examen de antigüedad y éxito se aplicaba con una ventaja excepcional a la religión de Numa; y el orador introduce a la misma Roma el genio celestial que presidía los destinos de la ciudad, para abogar por su propia causa ante el tribunal de los emperadores. «Excelentísimos príncipes», dice la matrona venerable, «padres de la patria: compadeced y respetad mi ancianidad, que hasta ahora ha llevado un curso ininterrumpido de piedad. Puesto que no me arrepiento, dejadme continuar con la práctica de mis antiguos ritos. Y puesto que nací libre, dejadme disfrutar de mis instituciones domésticas. Esta religión ha sumido al mundo bajo mis leyes. Estos ritos rechazaron a Aníbal de la ciudad y a los galos del Capitolio. ¿Acaso mis canas estaban destinadas a tan intolerable deshonra? Desconozco el nuevo sistema que se me exige adoptar; pero estoy segura de que las enmiendas para la ancianidad son un cargo desagradecido y afrentoso».[974] Los temores del pueblo añadieron lo que la discreción del orador había suprimido, y los paganos, unánimemente, atribuyeron las calamidades que afligían o amenazaban al Imperio en decadencia a la nueva religión de Cristo y de Constantino.

Pero las esperanzas de Símaco fueron repetidamente frustradas por la firme y habilidosa oposición del arzobispo de Milán, que protegía a los emperadores de la elocuencia engañosa del abogado de Roma. En esta controversia, Ambrosio se digna a hablar el idioma de un filósofo y pregunta, con algún menosprecio, por qué se creyó necesario introducir un poder imaginario e invisible como la causa de aquellas victorias, que se explican suficientemente con el valor y la disciplina de las legiones. Se burla con justicia de esa absurda reverencia por la antigüedad, que sólo tiende a desalentar el perfeccionamiento en las artes y a hundir otra vez a la raza humana en su barbarie original. Desde allí asume gradualmente un tono más alto y teológico, y afirma que sólo el cristianismo es la doctrina de la verdad y la salvación, y que cualquier forma de politeísmo conduce a sus engañados partidarios por los caminos del error hacia el abismo de la perdición eterna.[975] Tales argumentos, en boca de un obispo predilecto, tenían el poder de detener el restablecimiento del ara de la Victoria; pero los mismos argumentos cobraban mayor fuerza y eficacia en boca de un vencedor, y los dioses de la antigüedad fueron arrollados por las ruedas de la carroza triunfal de Teodosio.[976] En una sesión a pleno del Senado, el emperador planteó, de acuerdo con las formalidades republicanas, la importante cuestión de si la religión de los romanos sería el culto de Júpiter o el de Cristo. La libertad de los votos que aparentaba conceder fue destruida por las esperanzas y temores que inspiraba su presencia; y el exilio arbitrario de Símaco era un aviso reciente de que podía ser peligroso oponerse a los deseos del monarca. En una división regular del Senado, Júpiter fue condenado y degradado por el juicio de una gran mayoría; y es bastante sorprendente que hubiese miembros que encontraran suficiente osadía como para declarar, por sus votos o discursos, que aún adherían a la causa de una deidad destronada.[977] La conversión apresurada del Senado debe atribuirse a motivos sobrenaturales o sórdidos; y muchos de estos prosélitos reticentes mostraban en cada ocasión favorable su disposición secreta a quitarse la máscara de su odioso disimulo. Pero gradualmente se establecieron en la nueva religión, al ver ya tan desahuciada la antigua; se rindieron a la autoridad del emperador, a la moda de la época y a los ruegos de sus esposas y niños,[978] instigados y orientados por el clero de Roma y los monjes de Oriente. El ejemplo edificante de la familia Anicia pronto fue imitado por el resto de la nobleza: los Bassi, Paullinos y Gracci abrazaron la religión cristiana; y «las luminarias del mundo, la venerable asamblea de catones (tal la expresión altisonante de Prudencio), ansiaba quitarse sus vestimentas pontificales, sacarse la piel de la antigua serpiente, para asumir el ropaje nevado de la inocencia bautismal, y humillar el orgullo de las fasces consulares ante los sepulcros de los mártires».[979] Los ciudadanos, que se sustentaban con su trabajo, y el populacho, que se mantenía por la generosidad pública, llenaban las iglesias del Laterano y del Vaticano con una incesante multitud de prosélitos devotos. Los decretos del Senado, que proscribían el culto a los ídolos, fueron ratificados por el consentimiento general de los romanos;[980] el esplendor del Capitolio se desfiguró y los templos solitarios quedaron abandonados a la ruina y al menosprecio.[981] Roma se sometió al yugo del Evangelio; y las provincias vencidas aún no habían perdido su reverencia por el nombre y la autoridad de Roma (388 d. C., etc.).

La religiosidad filial de los mismos emperadores los movió a proceder con algún cuidado y ternura en la reforma de la ciudad eterna. Pero aquellos monarcas absolutos procedieron con menos miramiento con las provincias. El afán de Teodosio retomó y finalizó el piadoso trabajo que había sido suspendido durante casi veinte años, desde la muerte de Constancio (381 d. C., etc.).[982] Mientras ese príncipe guerrero luchaba contra los godos, no ya por la gloria, sino por la salvación de la república, se arriesgó a ofender a un sector considerable de sus súbditos con algunos actos que tal vez gozaran de la protección del Cielo, pero que podían parecer temerarios e intempestivos a los ojos de la prudencia humana. El éxito de sus primeros experimentos contra los paganos alentó al devoto emperador a reiterar y reforzar sus edictos de proscripción: las mismas leyes que habían sido promulgadas originalmente para las provincias de Oriente se aplicaron, tras la derrota de Máximo, a toda la extensión del Imperio occidental; y cada victoria del ortodoxo Teodosio contribuyó al triunfo de la fe cristiana y católica.[983] Atacó la superstición en su punto vital prohibiendo el uso de sacrificios, a los que declaró tan criminales como afrentosos; y si los términos de sus edictos condenaban más severamente la impía curiosidad que examinaba las entrañas de las víctimas,[984] todas las aclaraciones siguientes tendían a involucrar en la misma culpa la práctica general de la inmolación, que constituía la esencia de la religión pagana. Como los templos habían sido construidos para realizar sacrificios, el deber de un príncipe benevolente era apartar a sus súbditos de la peligrosa tentación de quebrantar las leyes que él había promulgado. Se le otorgó una comisión especial a Cinegio, prefecto pretoriano de Oriente, y luego a los condes Jovio y Gaudencio, dos oficiales de alto rango de Occidente, por la cual se les ordenaba cerrar los templos, recoger o destruir los instrumentos de idolatría, abolir los privilegios de los sacerdotes y confiscar las propiedades consagradas al beneficio del emperador, la Iglesia o el ejército.[985] La desolación podría haber parado aquí, y los edificios desnudos, que ya no estaban al servicio de la idolatría, podrían haberse protegido contra la ira destructiva del fanatismo. Muchos de aquellos templos eran los monumentos más espléndidos y bellos de la arquitectura griega; y al mismo emperador le interesaba no dañar el esplendor de sus propias ciudades ni disminuir el valor de sus propias posesiones: aquellos imponentes edificios podrían haber permanecido como trofeos duraderos de la victoria de Cristo. En la decadencia de las artes, podían transformarse provechosamente en almacenes, manufacturas o lugares de asambleas públicas; y quizás, cuando los muros del templo se hubiesen purificado lo suficiente con ritos sagrados, la religión del verdadero Dios podría haber expiado la antigua culpa de idolatría. Pero mientras estaban en pie, los paganos abrigaban la secreta esperanza de que una auspiciosa revolución, un segundo Juliano, restaurara las aras de sus dioses; y la seriedad con que dirigían sus plegarias al trono[986] aumentó el afán de los reformadores cristianos para extirpar sin piedad las raíces de la superstición. Las leyes de los emperadores presentaban algunos síntomas de una disposición más benigna,[987] pero sus tibios y lánguidos esfuerzos no fueron suficientes para detener el raudal de entusiasmo y rapiña conducido, o más bien impulsado, por los dirigentes espirituales de la Iglesia. En la Galia, San Martín, obispo de Tours,[988] marchó a la cabeza de sus leales monjes para destruir los ídolos, los templos y los árboles consagrados de su extensa diócesis; y el lector sensato juzgará si, en la ejecución de tan ardua tarea, Martín fue ayudado por poderes milagrosos o por armas materiales. En Siria, el divino y excelente Marcelo,[989] como lo llama Teodoreto, un obispo animado por el fervor apostólico, decidió arrasar los imponentes templos de la diócesis de Apamea. La maestría y solidez con que había sido construido el templo de Júpiter resistió su ataque. El edificio se levantaba en un promontorio; en cada uno de sus cuatro lados, sostenían el techo quince columnas macizas de dieciséis pies de circunferencia (4,8 m), y las grandes piedras que las componían estaban afianzadas con hierro y plomo. Se habían probado las herramientas más filosas y fuertes sin efecto. Fue necesario socavar los cimientos de las columnas, que cayeron en cuanto se quemaron los puntales de madera que las sostenían provisionalmente; y las dificultades de la empresa fueron descriptas según la alegoría de un demonio negro que retardaba, aunque no pudo vencer, las operaciones de los ingenieros cristianos. Eufórico con la victoria, Marcelo salió en persona al campo de batalla contra los poderes de las tinieblas; una tropa numerosa de soldados y gladiadores marchó bajo la bandera episcopal, y atacó sucesivamente las aldeas y los templos aislados de la diócesis de Apamea. Cuando había alguna resistencia o peligro, el campeón de la fe, cuya cojera le impedía luchar o huir, se ubicaba a una distancia conveniente, más allá del alcance de los dardos. Pero esta prudencia le ocasionó la muerte: fue sorprendido y asesinado por una cuadrilla de campesinos enfurecidos; y el sínodo de la provincia declaró sin dudar que el santo Marcelo había sacrificado su vida por la causa de Dios. En apoyo de esta causa, los monjes, que se lanzaron con tumultuosa furia desde el desierto, se distinguieron por su afán y diligencia. Merecieron la enemistad de los paganos; y a algunos de ellos se los puede acusar por su avaricia e intemperancia saciadas a expensas del pueblo, que admiraba tontamente sus trajes harapientos, sus salmos resonantes y su palidez artificial.[990] Un pequeño número de templos fue protegido por el temor, la venalidad, el gusto o la prudencia de los gobernadores civiles o eclesiásticos. El templo de Venus Celeste, en Cartago, cuyo ámbito sagrado tenía dos millas (3,21 km) de diámetro, fue atinadamente convertido en una iglesia cristiana;[991] y una consagración similar había conservado intacta la majestuosa cúpula del Panteón, en Roma.[992] Pero en casi todas las provincias del mundo romano, un ejército de fanáticos, sin autoridad ni disciplina, asaltaba a los pacíficos habitantes; y las ruinas de las construcciones más hermosas de la antigüedad aún muestran la devastación de aquellos bárbaros, que únicamente tuvieron tiempo y voluntad para ejecutar esa trabajosa destrucción.

En esta amplia y variada perspectiva de aniquilación, el espectador puede distinguir las ruinas del templo de Serapis, en Alejandría.[993] Serapis no parece haber sido uno de los dioses o monstruos nativos, como los que brotaron del suelo fecundo del supersticioso Egipto.[994] Un sueño le había ordenado al primero de los ptolomeos que trajese al misterioso extranjero de la costa del Ponto, donde había sido adorado durante largo tiempo por los habitantes de Sínope; pero sus atributos y su reinado se entendían tan mal, que comenzó a discutirse si representaba la brillante esfera del día o el lóbrego monarca de las regiones subterráneas.[995] Los egipcios, que eran devotos obstinados de la religión de sus padres, se negaron a admitir esta divinidad extranjera en sus ciudades.[996] Pero los obsequiosos sacerdotes, seducidos por la generosidad de los ptolomeos, se sometieron sin resistencia al poder del dios del Ponto: se le proveyó una genealogía doméstica honorable, y este afortunado usurpador fue introducido en el trono y en la cama de Osiris[997] como esposo de Isis y monarca celestial del Egipto. Alejandría, que ostentaba su protección particular, se enorgullecía del nombre de ciudad de Serapis. Su templo,[998] que competía con la soberbia y magnificencia del Capitolio, estaba erigido en la espaciosa cumbre de un cerro artificial, elevado cien pies (30,47 m) por sobre la zona adyacente de la ciudad; y el interior estaba sostenido por fuertes arcadas, y repartido en bóvedas y estancias subterráneas. Los edificios consagrados estaban rodeados de un pórtico cuadrangular; los salones grandiosos y las delicadas estatuas exhibían el triunfo de las artes; y los tesoros de la sabiduría antigua estaban preservados en la famosa biblioteca alejandrina, que había surgido con nuevo esplendor de sus cenizas.[999] Cuando los edictos de Teodosio ya habían prohibido severamente los sacrificios paganos, aún se toleraban en la ciudad y el templo de Serapis; y esta extraña condescendencia se atribuyó precipitadamente al temor supersticioso de los mismos cristianos, como si tuvieran miedo de abolir aquellos ritos antiguos que eran los únicos capaces de prevenir las inundaciones del Nilo y asegurar las cosechas de Egipto y la subsistencia de Constantinopla.[1000]

En ese tiempo,[1001] el trono arzobispal de Alejandría estaba ocupado por Teófilo,[1002] un enemigo perpetuo de la paz y de la virtud; un hombre atrevido y malvado, cuyas manos se manchaban alternativamente con oro y con sangre. Los honores a Serapis alentaron su indignación religiosa; y los insultos que dirigió a una antigua capilla de Baco convencieron a los paganos de que estaba meditando una empresa más importante y peligrosa. En la tumultuosa capital de Egipto, la menor provocación era suficiente para encender una guerra civil. Los devotos de Serapis, cuya fuerza y número eran mucho menores a los de sus antagonistas, se levantaron en armas a instancias del filósofo Olimpio,[1003] que los exhortó a morir en defensa de los altares de los dioses. Estos paganos fanáticos se atrincheraron en el templo, o más bien fortaleza, de Serapis; rechazaron a los sitiadores con intrépidas salidas y una defensa decidida; y la crueldad inhumana con que trataron a sus prisioneros cristianos les dio un último consuelo desesperanzado. El prudente magistrado se esforzó provechosamente para establecer una tregua hasta que la respuesta de Teodosio determinara la suerte de Serapis. Los dos partidos se reunieron sin armas en la plaza principal y se leyó públicamente el fallo imperial. Pero cuando se pronunció la sentencia de destrucción contra los ídolos de Alejandría, los cristianos lanzaron gritos de júbilo, mientras que los desventurados paganos, cuya furia ya se había transformado en consternación, se retiraron con pasos apresurados y silenciosos, y evitaron, mediante la huida o el retiro, el odio de sus enemigos. Teófilo procedió a demoler el templo de Serapis sin otras dificultades que aquellas que encontró en el peso y solidez de los materiales, pero estos obstáculos fueron tan insuperables que tuvo que conformarse con dejar los cimientos y reducir el edificio a un montón de escombros, parte de los cuales fueron pronto despejados para hacer una habitación para una iglesia en honor de los mártires cristianos. La valiosa biblioteca alejandrina fue saqueada o destruida; y cerca de veinte años después los estantes vacíos apesadumbraban e indignaban a todo espectador cuya mente no estuviera totalmente oscurecida por el prejuicio religioso.[1004] Las composiciones del genio antiguo, muchas de ellas perdidas sin remedio, seguramente podrían haberse exceptuado de la ruina de la idolatría para entretenimiento e instrucción de los siglos posteriores; e incluso el fervor o la codicia del arzobispo[1005] podría haberse saciado con los ricos despojos que recompensaron su victoria. Mientras se fundían cuidadosamente las imágenes y vasos de oro y plata, y se destrozaban y arrojaban con desprecio a las calles aquellos de un metal menos valioso, Teófilo se esforzaba por demostrar los fraudes y vicios de los ministros de los ídolos: su maestría en el manejo de la piedra imán; sus métodos secretos para introducir una persona en una estatua hueca, y el abuso escandaloso de la confianza de maridos devotos y mujeres candorosas.[1006] Este tipo de cargos parecen merecer algún crédito, ya que no son ajenos al espíritu tramposo e interesado de la superstición. Pero el mismo espíritu es igualmente propenso a la práctica vil de insultar y calumniar a un enemigo caído; y nos vemos inclinados a creer que es mucho menos difícil inventar una historia ficticia que realizar un fraude en la práctica. La estatua colosal de Serapis[1007] se vio envuelta en la ruina de su templo y religión. Un sinnúmero de láminas de diferentes metales, encastradas artísticamente, componían la majestuosa figura de la divinidad, que llegaba por ambos lados a las paredes del santuario. El aspecto de Serapis —su postura sentada y el cetro que empuñaba con la mano izquierda— era muy similar a las representaciones ordinarias de Júpiter. Se diferenciaba de Júpiter por el canasto o celemín que llevaba en la cabeza y por el monstruo emblemático que aferraba en la mano derecha: la cabeza y el cuerpo de serpiente que se dividía en tres colas, terminadas a su vez en tres cabezas, de perro, león y lobo. Se afirmaba con seguridad que si cualquier mano impía osaba violar la majestad del dios, el cielo y la tierra volverían inmediatamente al caos original. Un soldado intrépido, animado por su afán y armado con una pesada hacha de batalla, subió la escalera, y hasta la multitud cristiana esperó con alguna ansiedad los efectos del combate.[1008] Descargó un golpe vigoroso sobre el rostro de Serapis; el rostro cayó al suelo; el trueno no sonó, y el cielo y la tierra continuaron con su orden y tranquilidad acostumbrados. El soldado victorioso redobló sus golpes; el enorme ídolo cayó y se destrozó, y los miembros de Serapis fueron arrastrados afrentosamente por las calles de Alejandría. Su armazón mutilada se quemó en el anfiteatro, entre los gritos del populacho; y muchas personas atribuyeron su conversión al descubrimiento de esta impotencia de su divinidad tutelar. Las religiones populares, que proponen cualquier objeto visible y material para su culto, tienen la ventaja de hacerse familiares y adaptarse a los sentidos de la humanidad, pero esta ventaja tiene su contrapeso en las diversas e inevitables frustraciones a las que se ve expuesta la fe del idólatra. Es poco probable que, en cualquier estado de ánimo, mantenga su reverencia implícita hacia los ídolos o las reliquias que la mirada común y la mano profana son incapaces de distinguir de los productos más comunes del arte o la naturaleza; y si, en el momento de peligro, esa virtud secreta y milagrosa no opera para su propia preservación, desdeña las vanas apologías de sus sacerdotes y se burla con justicia de su credulidad y del objeto de su superstición.[1009] Tras la caída de Serapis, los paganos aún tenían alguna esperanza de que el Nilo negara su sustento anual a los dueños devotos de Egipto; y el atraso extraordinario de la inundación pareció anunciar el disgusto del río sagrado. Pero esta demora pronto se compensó con la subida de las aguas. Súbitamente alcanzaron una altura tan inusual como para conformar al sector descontento con la agradable expectativa de un diluvio; hasta que el pacífico río decreció otra vez al nivel conocido y fructífero de dieciséis codos o alrededor de treinta pies ingleses (9,14 m).[1010]

Los templos del Imperio Romano estaban desiertos o destruidos, pero la ingeniosa superstición de los paganos aún intentaba burlar las leyes de Teodosio, por las cuales todo sacrificio había sido severamente prohibido. Los campesinos, cuya conducta estaba menos expuesta al ojo malicioso de la curiosidad, disfrazaban sus encuentros religiosos como si fueran agasajos. En los días de festividades solemnes, se reunían en crecido número bajo la amplia sombra de algunos árboles consagrados; mataban y asaban ovejas y bueyes, y este banquete campestre se santificaba con el incienso y los himnos que cantaban en honor de los dioses. Alegaban que, como no quemaban ninguna parte del animal, como no había ningún altar para recibir la sangre y como omitían cuidadosamente las ofrendas previas de tortas saladas y la ceremonia final de libaciones, estos encuentros festivos no suponían para los invitados la culpa o el castigo de un sacrificio ilegal.[1011] Cualquiera haya sido la realidad de los hechos o el valor de las distinciones,[1012] estas vanas pretensiones fueron arrolladas por el último edicto de Teodosio, que hirió de muerte la superstición pagana[1013] (390 d. C.). Esta ley de prohibición está expresada en los términos más absolutos y amplios. «Es nuestro placer y voluntad», dice el emperador, «que ningún súbdito nuestro, sea magistrado o ciudadano particular, y no importa cuán elevado o humilde sea su rango y condición, ose, en ninguna ciudad y ningún sitio, rendir culto a un ídolo inanimado con el sacrificio de una víctima inocente». El acto del sacrificio y la práctica de la adivinación mediante las entrañas de la víctima se declaran (prescindiendo del objeto de la investigación) un crimen de alta traición contra el Estado, que sólo puede expiarse con la muerte del culpable. Los ritos de la superstición pagana, aun cuando no parezcan sangrientos y atroces, quedan abolidos como injuriosos a la verdad y al honor de la religión; se especifican y condenan expresamente las luminarias, guirnaldas, incienso y libaciones de vino; y hasta se incluyen en esta rigurosa proscripción las inocuas ofrendas al numen doméstico, los dioses penates. Aquel que realice cualquiera de estas ceremonias profanas e ilegales incurre en la pena de confiscación de la casa o sitio donde se hayan practicado; y si ha elegido con astucia una propiedad ajena como escenario de su impiedad, está obligado a pagar sin demora una pesada multa de veinticinco libras de oro, o más de mil libras esterlinas. Se impone una multa no menos considerable para la connivencia de los enemigos secretos de la religión que hayan desatendido los deberes de sus respectivas posiciones, sea para revelar o para castigar el delito de idolatría. Tal era el espíritu persecutorio de las leyes de Teodosio, que fueron impuestas repetidamente por sus hijos y nietos, con el aplauso estridente y unánime del mundo cristiano.[1014]

En los crueles reinados de Decio y Diocleciano, el cristianismo había sido proscripto como una rebelión contra la religión antigua y hereditaria del Imperio; y la injusta sospecha de una facción oscura y peligrosa se disculpaba en alguna medida por la unión inseparable y el progreso rápido de la Iglesia católica. Pero no pueden aplicarse las mismas excusas de temor e ignorancia a los emperadores cristianos, que violaron los preceptos de humanidad y los del Evangelio. La experiencia de los siglos había mostrado tanto la debilidad como el desatino del paganismo; la luz de la razón y de la fe ya había expuesto la vanidad de los ídolos a la mayor parte de la humanidad; y a la secta en decadencia que aún adhería a ese culto se le podría haber permitido disfrutar en paz y retiradamente de las costumbres religiosas de sus ancestros. Si los paganos hubieran estado animados por el mismo afán vehemente que poseía el ánimo de los primeros creyentes, el triunfo de la Iglesia se habría manchado de sangre; y los mártires de Júpiter y Apolo podrían haber aprovechado la gloriosa oportunidad de consagrar sus vidas y sus haberes a los pies de sus altares. Pero un afán tan obstinado no congeniaba con el temperamento flojo y descuidado del politeísmo. Los golpes violentos y repetidos de los príncipes ortodoxos se perdían en la sustancia blanda y dócil que atacaban: la obediencia inmediata de los paganos los protegía de los quebrantos y penalidades del Código Teodosiano.[1015] En vez de afirmar que la autoridad de los dioses era superior a la del emperador, desistieron, con un triste murmullo, de aquellos ritos sagrados condenados por su soberano. Si alguna vez los arrebataba la pasión, o tenían la esperanza de ocultarse para satisfacer su superstición predilecta, su humilde arrepentimiento desarmaba la severidad del magistrado cristiano, y rara vez se negaban a expiar su precipitación sometiéndose, con alguna secreta renuencia, al yugo del Evangelio. Las iglesias se llenaban de una multitud creciente de aquellos prosélitos indignos que se habían conformado, por razones temporales, con la religión reinante; y mientras imitaban devotamente las posturas y recitaban las oraciones de los fieles, satisfacían su conciencia con la invocación silenciosa y sincera de los dioses de la antigüedad.[1016] Si a los paganos les faltaba paciencia para los sufrimientos, también les faltaba espíritu para resistir; y la multitud dispersa que lamentaba el exterminio de sus templos se rindió sin una queja a la prepotencia de sus adversarios. El nombre y la autoridad del emperador silenciaron la oposición desordenada[1017] de los campesinos de Siria y del populacho de Alejandría al fanatismo particular. Los paganos de Occidente, como no contribuyeron al ascenso de Eugenio, deshonraron con su adhesión parcial la causa y el carácter del usurpador. El clero exclamó con vehemencia que había agravado el crimen de su rebelión con la culpa de apostasía, que el ara de la Victoria se había restaurado con su permiso y que en el campo de batalla mostraba los símbolos idólatras de Júpiter y Hércules contra el estandarte invencible de la Cruz. Pero la derrota de Eugenio aniquiló pronto las vanas esperanzas de los paganos, y quedaron expuestos a la ira del vencedor, que se esforzaba por merecer el favor del Cielo con la eliminación de la idolatría.[1018]

Una nación de esclavos siempre está dispuesta a aplaudir la clemencia de su soberano cuando, en el abuso del poder absoluto, no llega a los extremos de la injusticia y la opresión. Indudablemente, Teodosio podría haber presentado a sus súbditos paganos la alternativa de bautismo o muerte; y el elocuente Libanio ha elogiado la moderación de un príncipe que nunca decretó, por ninguna ley positiva, que todos sus súbditos adhiriesen y practicasen inmediatamente la religión de su soberano.[1019] El cristianismo no fue un requisito imprescindible para gozar de los derechos civiles de la sociedad, ni se impusieron penalidades especiales a los sectarios que recibían con credulidad las fábulas de Ovidio y rechazaban obstinadamente los milagros del Evangelio. El palacio, las escuelas, el ejército y el Senado estaban llenos de paganos manifiestos y devotos que obtenían, sin distinción, los honores civiles y militares del Imperio. Teodosio demostró su respeto desinteresado por la virtud y el ingenio otorgándole a Símaco[1020] la dignidad consular y por su amistad personal con Libanio;[1021] y los dos elocuentes apologistas del paganismo nunca fueron obligados a cambiar u ocultar sus opiniones religiosas. Los paganos tenían la más amplia libertad para hablar y escribir; las obras históricas y filosóficas de Eunapio y Zósimo,[1022] y los maestros fanáticos de la escuela de Platón muestran la animosidad más furiosa y las más agudas invectivas contra las opiniones y la conducta de sus adversarios victoriosos. Si estos libelos tan osados fueron conocidos públicamente, deberíamos aplaudir la sensatez de los príncipes cristianos, que miraban con una sonrisa de menosprecio los últimos y desesperados esfuerzos de la superstición.[1023] Pero las leyes imperiales que prohibían los sacrificios y las ceremonias del paganismo se cumplían estrictamente, y minuto a minuto se iba destruyendo la influencia de una religión sostenida más por la costumbre que por argumentos. La devoción del poeta o del filósofo pueden nutrirse secretamente con las plegarias, la meditación y el estudio; pero el único cimiento sólido del sentimiento religioso del pueblo parece ser el ejercicio del culto público, que deriva su fuerza de la imitación y el hábito. La interrupción de ese ejercicio público puede consumar, en un período de algunos años, la gran obra de una revolución nacional. La memoria de las opiniones teológicas no puede preservarse mucho tiempo sin la ayuda de sacerdotes, templos y libros.[1024] El vulgo ignorante, cuyo ánimo aún se agita con las ciegas esperanzas y los terrores de la superstición, pronto será convencido por sus superiores de dirigir sus votos a las divinidades reinantes de la época, e irá asimilando un afán ardiente por respaldar y propagar la nueva doctrina que aceptaron en principio por hambre espiritual. La generación que llegó al mundo después de la promulgación de las leyes imperiales se fue incorporando a la Iglesia católica; y la caída del paganismo fue tan rápida, aunque tan suave, que sólo veintiocho años después de la muerte de Teodosio sus vestigios débiles y mínimos ya no eran visibles a los ojos del legislador.[1025]

Los sofistas describen la caída de la religión pagana como un prodigio terrible y asombroso, que oscureció la tierra y restauró el antiguo dominio del caos y la noche. Refieren con expresiones solemnes y patéticas que los templos fueron convertidos en sepulcros y que los lugares sagrados, que habían estado adornados con las estatuas de los dioses, fueron vilmente contaminados con las reliquias de los cristianos. «Los monjes» (una raza de animales asquerosos a quienes Eunapio, a su pesar, llama hombres) «son los autores del nuevo culto que, en el lugar de aquellas divinidades ideadas por el entendimiento, ha colocado los esclavos más ínfimos y despreciables. Las cabezas en salmuera de aquellos malhechores infames, que por la cantidad de sus crímenes han sufrido una muerte justa e ignominiosa; sus cadáveres, aún marcados por la huella de los azotes y las cicatrices de las torturas que ordenó el magistrado; tales», continúa Eunapio, «son los dioses que la tierra genera en nuestros días; tales son los mártires, los árbitros supremos de nuestras plegarias y peticiones ante la Divinidad, cuyas tumbas están ahora consagradas como objetos de veneración del pueblo».[1026] Sin aprobar la malicia, es muy natural compartir el asombro del sofista, espectador de una revolución que elevó a aquellas víctimas oscuras de las leyes de Roma a la jerarquía de protectores celestiales e invisibles del Imperio Romano. El respeto agradecido de los cristianos hacia los mártires de la fe creció con el tiempo y con la victoria hasta transformarse en una adoración religiosa; y los santos y profetas más ilustres fueron dignamente asociados a los honores a los mártires. Siglo y medio después de las gloriosas muertes de san Pedro y san Pablo, el Vaticano y el camino de Ostia fueron distinguidos con las tumbas, o más bien con los trofeos, de aquellos héroes espirituales.[1027] En la época que siguió a la conversión de Constantino, los emperadores, los cónsules y los generales de los ejércitos visitaban con devoción los sepulcros de un fabricante de tiendas y de un pescador;[1028] y sus huesos venerables se depositaron bajo los altares de Cristo, donde los obispos de la ciudad real ofrecían continuamente el benigno sacrificio.[1029] La nueva capital de Oriente, que carecía de trofeos antiguos y propios, se enriqueció con los despojos de las provincias dependientes. Los cuerpos de San Andrés, San Lucas y San Timoteo habían reposado por cerca de tres siglos en tumbas alejadas, de donde se trasladaron solemnemente a la iglesia de los Apóstoles que la magnificencia de Constantino había fundado en la margen del Bósforo tracio.[1030] Alrededor de cincuenta años después las mismas orillas fueron honradas con la presencia de Samuel, juez y profeta del pueblo israelita. Sus cenizas, depositadas en una urna de oro y cubiertas con un velo de seda, fueron pasando de mano en mano entre los obispos. Las reliquias de Samuel fueron recibidas por el pueblo con el mismo júbilo y reverencia que si estuviera vivo; las carreteras, desde Palestina hasta las puertas de Constantinopla, estaban ocupadas por una procesión incesante; y el mismo emperador Arcadio, a la cabeza de los miembros más ilustres del clero y del Senado, marchó al encuentro de su extraordinario huésped, que siempre había merecido el homenaje de los reyes.[1031] El ejemplo de Roma y Constantinopla corroboró la fe y la disciplina del mundo católico. Los honores de los santos y los mártires, tras algún susurro débil e ineficaz de la causa profana,[1032] quedaron universalmente establecidos; y en el siglo de Ambrosio y de Jerónimo aún se consideraba que le faltaba algo a la santidad de una iglesia católica hasta ser consagrada por alguna porción de reliquias sagradas, que fijaban y enardecían la devoción de sus feligreses.

En el largo plazo de doce siglos que medió entre el reinado de Constantino y la reforma de Lutero, el culto de los santos y de las reliquias corrompió la sencillez pura y perfecta del modelo cristiano; y pueden observarse algunos síntomas de degradación ya en las primeras generaciones que adoptaron la perniciosa innovación.

I. La situación beneficiosa según la cual las reliquias de los santos eran más valiosas que el oro o las piedras preciosas[1033] alentó al clero a multiplicar los tesoros de la Iglesia. Sin demasiada consideración hacia la verdad o la probabilidad, inventaban nombres para los esqueletos y hechos para los nombres. La ficción religiosa oscureció la fama de los apóstoles y de los hombres sagrados que habían imitado sus virtudes. Al grupo invencible de mártires genuinos y originales añadieron miles de héroes imaginarios que nunca habían existido, excepto en la fantasía de fabulistas astutos o crédulos; y hay razones para sospechar que Tours no fue la única diócesis en la que se adoraron los huesos de un malhechor en vez de los de un santo.[1034] Una práctica supersticiosa, que tendía a fomentar la tentación del fraude, fue extinguiendo la luz de la historia y de la razón en el mundo cristiano.

II. Pero el avance de la superstición habría sido mucho menos rápido y victorioso si la fe del pueblo no hubiera recibido la ayuda oportuna de visiones y milagros que afirmaban la autenticidad y la virtud de las reliquias más sospechosas. En el reinado de Teodosio el Menor, Luciano,[1035] un presbítero de Jerusalén y párroco en la aldea de Cafargamala, a unas veinte millas (32,18 km) de la ciudad, contaba un sueño muy extraño que, para que no le quedaran dudas, se había repetido en tres sábados consecutivos. Una figura venerable se apareció ante él en el silencio de la noche, con una larga barba, ropaje blanco y una varilla de oro; se anunció a sí mismo con el nombre de Gamaliel, y reveló al atónito presbítero que su propio cadáver, junto con el de su hijo Abibas, su amigo Nicodemo y el ilustre Esteban, primer mártir de la fe cristiana, estaban enterrados secretamente en el campo inmediato. Añadió, con alguna impaciencia, que ya era hora de liberarlos de su prisión desconocida, que su aparición sería beneficiosa para un mundo tan acongojado, y que habían elegido a Luciano para informar al obispo de Jerusalén acerca de su situación y sus deseos. Las dudas y dificultades que aún retardaban este importante descubrimiento fueron despejadas sucesivamente con nuevas visiones; y el obispo cavó el terreno en presencia de una multitud innumerable. Los ataúdes de Gamaliel, su hijo y su amigo se encontraron en orden, pero cuando el cuarto ataúd, que contenía los restos de Esteban, salió a la luz, la tierra tembló y exhaló una fragancia como del Paraíso, que sanó al instante las diversas dolencias de setenta y tres de los presentes. Los compañeros de Esteban quedaron en la pacífica Cafargamala; pero las reliquias del primer mártir fueron trasladadas, en procesión solemne, hasta una iglesia construida en su honor sobre el monte Sion; y las partículas diminutas de esas reliquias, una gota de sangre[1036] o las astillas de un hueso, se admitieron como poseedoras de una virtud divina y milagrosa en casi todas las provincias del mundo romano. El serio y erudito Agustín,[1037] cuyo entendimiento no admite la excusa de la credulidad, ha atestiguado los innumerables prodigios obrados en África por las reliquias de San Esteban; y esta maravillosa narración está incluida en su elaborado trabajo La ciudad de Dios, que el obispo de Hipona señaló como una prueba sólida e inmortal de la verdad del cristianismo. Agustín declara seriamente que ha seleccionado sólo aquellos milagros certificados públicamente por las personas que fueron objeto o testigos de los poderes del mártir. Muchos prodigios fueron omitidos u olvidados; e Hipona había sido menos favorecida que otras ciudades de la provincia. Sin embargo, el obispo enumera más de setenta milagros, de los cuales tres fueron resurrecciones, en el término de dos años y dentro de los límites de su diócesis.[1038] Si tendemos la vista por todas las diócesis y todos los santos del mundo cristiano, no será fácil calcular las fábulas y los errores que brotaron de ese manantial inagotable. Pero seguramente se nos permitirá señalar que un milagro, en aquel tiempo de superstición y credulidad, perdía su nombre y su mérito, ya que apenas podía considerarse como una desviación de las leyes ordinarias y establecidas de la naturaleza.

III. Los innumerables milagros, que siempre tenían lugar en las tumbas de los mártires, revelaban al piadoso creyente el estado y la constitución real del mundo invisible; y sus especulaciones religiosas parecían fundarse en la base firme de los hechos y la experiencia. Cualquiera que fuese la condición de las almas vulgares en el largo intervalo entre la disolución y la resurrección de sus cuerpos, era evidente que los espíritus superiores de los santos y los mártires no pasaban esa parte de su existencia en un sueño mudo e ignominioso.[1039] Era evidente (sin pretender determinar el sitio de su morada o la naturaleza de su felicidad) que disfrutaban de una conciencia viva y activa de su dicha, su virtud y sus poderes, y que ya habían asegurado la posesión de su recompensa eterna. El alcance de sus facultades intelectuales sobrepasaba la medida de la imaginación humana, ya que la experiencia probó que eran capaces de atender y entender las diversas peticiones de sus numerosos devotos, quienes invocaban al mismo tiempo, pero en las partes más distantes del mundo, el nombre y el amparo de Esteban o Martín.[1040] La confianza de los suplicantes se fundaba en el convencimiento de que los santos, que reinaban con Cristo, miraban a la tierra con piedad, que estaban sumamente interesados en la prosperidad de la Iglesia católica y que los individuos que imitaban el ejemplo de su fe y su religiosidad eran los destinatarios especiales de su más tierna consideración. A veces, es cierto, su amistad podía tener influencias menos excelsas: miraban con un afecto particular los lugares que habían sido consagrados por su nacimiento, su residencia, su muerte, su sepultura o por la posesión de sus reliquias. Las pasiones menores del orgullo, la avaricia o la venganza pueden considerarse indignas de un corazón celestial; sin embargo, los mismos santos condescendían a mostrar su agradecida aprobación por la generosidad de sus devotos, y disparaban los castigos más filosos contra los canallas que violaban sus magníficos santuarios o descreían de su poder sobrenatural.[1041] Atroz, en efecto, debe haber sido la culpa, y extraño el escepticismo de aquellos hombres, si se resistían tan obstinadamente a las pruebas de la intervención divina que los elementos, todo el rango de la creación animal e incluso las operaciones sutiles e invisibles de la mente humana estaban obligados a obedecer.[1042] Los efectos inmediatos, y casi instantáneos, que se supone que seguían a la plegaria o a la ofensa convencían a los cristianos del favor y la autoridad que tenían los santos en presencia del Dios supremo; y parecía casi superfluo examinar si estaban continuamente obligados a interceder ante el trono de las gracias o si se les permitía ejercer, según los dictámenes de su benevolencia y justicia, los poderes delegados a su ministerio. La imaginación, que con un trabajoso esfuerzo había sido elevada a la contemplación y el culto de la Causa Universal, abrazó con impaciencia los objetos menores de adoración, que eran más proporcionados a sus toscas concepciones y a la imperfección de sus facultades. La teología sencilla y sublime de los primeros cristianos se fue corrompiendo gradualmente; y la Monarquía del Cielo, ya nublada por las sutilezas metafísicas, fue degradada con una mitología popular que tendía a restablecer el reinado del politeísmo.[1043]

IV. Como los objetos de la religión se fueron reduciendo al ámbito de la fantasía, se introdujeron los ritos y ceremonias que parecían afectar más poderosamente los sentidos del vulgo. Si a comienzos del siglo V[1044] Tertuliano o Lactancio[1045] se hubieran levantado repentinamente de la tumba para asistir a la festividad de algún santo o mártir popular,[1046] habrían observado con asombro e indignación el espectáculo profano que había sucedido al culto puro y espiritual de una congregación cristiana. Al abrirse de par en par las puertas de la iglesia, se hubieran ofendido con el humo del incienso, la fragancia de las flores y el resplandor de lámparas y antorchas, que arrojaban a mediodía una claridad centellante, superflua y, en su opinión, sacrílega. Al acercarse a la barandilla del altar, hubieran caminado a través de una multitud postrada, compuesta en su mayor parte de forasteros y peregrinos, que acudían a la ciudad en la víspera de su festividad, y que ya sentían la fuerte intoxicación del fanatismo y, tal vez, del vino. Besaban devotamente las paredes y el pavimento del edificio sagrado, y sus plegarias fervorosas estaban dirigidas, cualquiera que fuese el idioma de su iglesia, a los huesos, la sangre o las cenizas del santo, que habitualmente estaba oculto, con un velo de lino o de seda, a la vista del vulgo. Los cristianos frecuentaban las tumbas de los mártires esperanzados en obtener, por su poderosa intercesión, todo tipo de bendiciones espirituales, pero especialmente temporales. Imploraban la conservación de su salud, la curación de sus debilidades, la fecundidad de sus esposas estériles, o la seguridad y felicidad de sus hijos. Cuando emprendían algún viaje distante o peligroso, pedían que los mártires sagrados fueran sus guías y protectores en el camino; y si regresaban sin haber experimentado ninguna desgracia, acudían de nuevo a las tumbas de los mártires para cumplir, con ofrendas de agradecimiento, sus obligaciones a la memoria y las reliquias de sus patronos celestiales. Colgaban de las paredes los símbolos de los favores que habían recibido: ojos, manos y pies de oro y plata; y había cuadros edificantes que ya no escapaban al abuso de una devoción indiscreta o idólatra, y que representaban la imagen, los atributos y los milagros del santo tutelar. El mismo espíritu uniforme de la superstición originaria sugirió, en las épocas y países más distantes, los mismos métodos para engañar la credulidad e impresionar los sentidos de la gente;[1047] pero debemos confesar con sinceridad que los ministros de la Iglesia católica imitaron el modelo profano que ansiaban destruir. Los obispos más respetables se habían convencido de que los campesinos ignorantes renunciarían más gustosos a las supersticiones del paganismo si encontraban alguna semejanza, alguna compensación, en el seno del cristianismo. La religión de Constantino logró, en menos de un siglo, la conquista final del Imperio Romano; pero los mismos vencedores cedieron gradualmente a las artes de los vencidos.[1048]