XXIV
RESIDENCIA DE JULIANO EN ANTIOQUÍA - SU EXPEDICIÓN VENTUROSA CONTRA LOS PERSAS - TRÁNSITO DEL TIGRIS - RETIRADA Y MUERTE DE JULIANO - ELECCIÓN DE JOVIANO - SALVACIÓN DEL EJÉRCITO ROMANO CON UN TRATADO INDECOROSO
La fábula filosófica que compuso Juliano bajo el título de los Césares[401] es una de las obras más agradables e instructivas del ingenio antiguo.[402] Durante los días de libertad e igualdad de las saturnales, Rómulo dispuso un festejo para las divinidades del Olimpo, que lo aceptaron como un socio digno, y para los príncipes romanos, que habían reinado sobre su pueblo guerrero y sobre las naciones vencidas de la tierra. Los inmortales estaban ordenados adecuadamente en sus tronos de Estado, y la mesa de los Césares se extendió bajo la luna, en la región suprema del aire. La inexorable Némesis arrojó a los tiranos, que hubieran deshonrado la sociedad de dioses y hombres, al abismo tartáreo. Los demás Césares avanzaron sucesivamente hacia sus asientos; y mientras pasaban, el viejo Sileno —un jocoso moralista que disfrazaba la sabiduría de un filósofo bajo la máscara de un bacanal—[403] iba marcando con malicia los vicios, los defectos, las imperfecciones de sus respectivas personalidades. Terminado el banquete, la voz de Mercurio proclamó la voluntad de Júpiter de que se premiara el mérito superior con una corona celeste. Julio César, Augusto, Trajano y Marco Antonino fueron seleccionados como los candidatos más ilustres; el afeminado Constantino[404] no fue excluido de esta honorable competencia, y Alejandro el Grande fue invitado a disputar el premio de la gloria con los héroes romanos. Se le permitió a cada candidato exponer los méritos de sus propias hazañas; pero, a juicio de los dioses, el modesto silencio de Marco fue un argumento más poderoso que los elaborados discursos de sus arrogantes rivales. Cuando los jueces de tan imponente contienda comenzaron a examinar el corazón y a indagar sobre el origen de sus actos, la superioridad del Estoico Imperial pareció aún más decisiva y evidente.[405] Alejandro y César, Augusto, Trajano y Constantino reconocieron con vergüenza que la fama, o el poder, o el placer, habían sido los objetivos fundamentales de sus esfuerzos; pero los mismos dioses contemplaban con reverencia y amor a un mortal virtuoso, que había puesto en práctica desde su trono las lecciones de la filosofía y que, en un estado de imperfección humana, había aspirado a imitar los atributos morales de los dioses. El valor de esta agradable composición (Cæsares, de Juliano) aumenta por la jerarquía de su autor. Un príncipe que describe con libertad los vicios y virtudes de sus predecesores firma, en cada línea, la censura o aprobación de su propia conducta.
En los momentos tranquilos de reflexión, Juliano prefería las virtudes benévolas y provechosas de Antonino; pero la gloria de Alejandro inflamaba su ánimo ambicioso, y ansiaba con igual ardor el aprecio de los sabios y el aplauso de la multitud. En la etapa de la vida en que los poderes de la mente y del cuerpo tienen mayor vigor, el emperador, instruido por la experiencia y animado por el éxito de la guerra de Germania, resolvió señalar su reinado con algún logro más espléndido y memorable (362 d. C.). Los embajadores de Oriente, desde el continente de la India hasta la isla de Ceilán,[406] habían saludado respetuosamente la púrpura romana.[407] Las naciones de Occidente apreciaban y temían las virtudes personales de Juliano tanto en la paz como en la guerra. Menospreciaba los trofeos de una victoria gótica,[408] y estaba convencido de que los bárbaros rapaces del Danubio se abstendrían de cualquier violación futura a la fe de los tratados por el terror a su nombre y por las fortificaciones adicionales con las que consolidó las fronteras de Tracia e Iliria. El sucesor de Ciro y de Artajerjes fue el único rival al que consideró digno de sus armas, y resolvió castigar, con la conquista final de Persia, a la nación arrogante que durante tanto tiempo había resistido e insultado la majestad de Roma.[409] Tan pronto como el monarca persa fue informado de que el trono de Constancio había sido ocupado por un príncipe de un carácter muy diferente, se avino a hacer algunas proposiciones, artificiosas o tal vez sinceras, para una negociación de paz. Pero el orgullo de Sapor se sorprendió con la firmeza de Juliano, quien declaró severamente que nunca consentiría mantener una conferencia pacífica entre las llamas y ruinas de las ciudades de Mesopotamia, y que agregó, con una sonrisa de desprecio, que era innecesario tratar por medio de embajadores, ya que él mismo iba a visitar rápidamente la corte de Persia. La impaciencia del emperador animaba la diligencia de los preparativos militares. Se nombraron los generales, se destinó un ejército formidable a tan importante servicio, y Juliano, marchando desde Constantinopla a través de las provincias del Asia Menor, llegó a Antioquía cerca de ocho meses después de la muerte de su antecesor. Su ardiente deseo de marchar hacia el corazón de Persia fue controlado por la obligación indispensable de regularizar el estado del Imperio, por su afán por revivir el culto a los dioses y por las advertencias de sus amigos más sensatos, quienes le mostraron la necesidad de un intervalo beneficioso en cuarteles de invierno para restablecer las fuerzas exhaustas de las legiones de la Galia y la disciplina y energía de las tropas orientales. Persuadieron a Juliano de que fijara, hasta la primavera siguiente, su residencia en Antioquía, entre un pueblo maliciosamente propenso a burlarse de la precipitación y a censurar las demoras de su soberano.[410]
Si Juliano se jactó de que su conexión personal con la capital de Oriente produciría la mutua satisfacción del príncipe y del pueblo, había hecho una estimación muy errónea de su propio carácter y de las costumbres de Antioquía.[411] El clima cálido disponía a los naturales al goce extremado de la tranquilidad y la opulencia, y combinaban la viva lujuria de los griegos con la molicie hereditaria de los sirios. La moda era la única ley; el placer, la única actividad; y el esplendor de la vestimenta y el mobiliario, la única distinción de los ciudadanos de Antioquía. Se honraban las artes del lujo, se ridiculizaban las virtudes severas y varoniles, y el menosprecio hacia el pudor femenino y hacia la ancianidad mostraban la corrupción general de la capital de Oriente. El amor a los espectáculos era la afición, o más bien la pasión, de los sirios; los artistas más capaces provenían de las ciudades vecinas,[412] una porción considerable de los ingresos se destinaba al entretenimiento público, y se consideraba la magnificencia en los juegos, en el teatro y en el circo como la felicidad y la gloria de Antioquía. Los modales rústicos de un príncipe que despreciaba esa gloria y que era insensible a esa felicidad pronto indignaron la delicadeza de sus súbditos, y los afeminados orientales no pudieron imitar ni admirar la severa simplicidad que Juliano siempre conservaba y a veces aparentaba. Las festividades consagradas por la antigua costumbre al honor de los dioses eran las únicas ocasiones en que Juliano relajaba su severidad filosófica, y esas festividades eran los únicos días en que los sirios de Antioquía podían rechazar los encantos del placer. La mayoría del pueblo apoyaba la gloria del nombre cristiano, que había sido concebido por sus ancestros:[413] se contentaban con desobedecer los preceptos morales de su religión, pero adherían escrupulosamente a sus doctrinas especulativas. La Iglesia de Antioquía estaba desgarrada por la herejía y el cisma, pero los arrianos y los atanasistas, los seguidores de Melecio y los de Paulino,[414] se movían por el mismo odio religioso hacia su adversario común.
El mayor prejuicio estaba dirigido contra el carácter de un apóstata, el enemigo y sucesor de un príncipe que había logrado el afecto de una secta muy numerosa; y la remoción de san Babilas acarreó una oposición implacable a la persona de Juliano. Sus súbditos se quejaban, con indignación supersticiosa, de que el hambre había seguido los pasos del emperador desde Constantinopla hasta Antioquía; y el descontento de un pueblo desabastecido se exacerbó con los intentos imprudentes de aliviar su miseria. Las inclemencias de la estación habían afectado las cosechas de Siria y, naturalmente, el precio del pan[415] en los mercados de Antioquía había subido en proporción con la escasez de trigo. Pero las astucias codiciosas del monopolio pronto violentaron esta proporción justa y razonable. En esta competencia desigual, en la que un grupo reclama la producción de la tierra como su propiedad exclusiva, otro la usa como un lucrativo objeto de comercio y un tercero la requiere como su sustento de vida diario e imprescindible, todas las ganancias de los agentes intermediarios se acumulan sobre la cabeza de los indefensos consumidores. La impaciencia y la ansiedad exageraron y aumentaron la dificultad de su situación, y gradualmente el temor a la escasez provocó una apariencia de hambruna. Cuando los ciudadanos acaudalados de Antioquía se quejaron por los altos precios de las aves y del pescado, Juliano declaró públicamente que una ciudad frugal debía darse por satisfecha con un abastecimiento regular de vino, aceite y pan; pero reconoció que era un deber del soberano proveer la subsistencia de su pueblo. Con este beneficioso objetivo, el emperador se arriesgó a dar el paso peligroso e incierto de fijar, por autoridad legal, el valor del cereal. Promulgó que, en tiempos de escasez, debía venderse a un precio rara vez conocido en los años de mayor abundancia; y para que su propio ejemplo reforzara sus leyes, introdujo en el mercado cuatrocientos veintidós mil modii, o medidas, que fueron enviadas por orden suya desde los graneros de Hierápolis, Calcis e incluso de Egipto. Las consecuencias podrían haber sido previstas, y pronto se hicieron sentir. Los comerciantes ricos compraron el trigo imperial, los propietarios de tierra o de granos retiraron de la ciudad el abastecimiento acostumbrado, y las pequeñas cantidades que aparecían en el mercado se vendían secretamente a un precio alto e ilegal. Juliano aún continuaba jactándose de su propia política; trataba las quejas del pueblo como rumores vanos e ingratos, y convenció a Antioquía de que había heredado la obstinación, aunque no la crueldad, de su hermano Galo.[416] Las protestas del Senado municipal sólo sirvieron para exasperar su inflexible ánimo. Estaba persuadido, tal vez con verdad, de que los mismos senadores de Antioquía, que poseían tierras o estaban interesados en el comercio, habían contribuido a las calamidades de su país; y condenaba el irrespetuoso atrevimiento que asumían no para su obligación pública, sino para su interés personal. El cuerpo entero, compuesto por doscientos de los ciudadanos más nobles y acaudalados, fue conducido, bajo custodia, del palacio a la prisión; y aunque se les permitió volver a sus respectivas casas antes del anochecer,[417] el emperador no pudo obtener el perdón que tan fácilmente había concedido. El mismo resentimiento era todavía objeto de las mismas quejas, que circularon con diligencia gracias al ingenio y la frivolidad de los griegos de Siria. Durante los días licenciosos de las saturnales, retumbaron por las calles de la ciudad canciones insolentes que ridiculizaban las leyes, la religión, la conducta personal e incluso la barba del emperador; y el ánimo de Antioquía se manifestó en la connivencia de los magistrados y en el aplauso de la multitud.[418] El discípulo de Sócrates estaba profundamente afectado por los insultos del pueblo; pero el monarca, aunque dotado de una viva sensibilidad y poseedor de un poder absoluto, les negó a sus pasiones la gratificación de la venganza. Un tirano hubiera atropellado sin distinción las vidas y las posesiones de los ciudadanos de Antioquía; y los pacíficos sirios hubieran debido someterse pacientemente a la lujuria, codicia y crueldad de las legiones leales de la Galia. Una sentencia más suave hubiera privado a la capital de Oriente de sus honores y privilegios; y los cortesanos, y tal vez los súbditos de Juliano, hubieran aplaudido tal acto de justicia, que afirmaba la dignidad del magistrado supremo de la república.[419] Pero en vez de abusar de la autoridad del Estado, o de ejercerla, para vengar sus injurias personales, Juliano se conformó con un modo inofensivo de represalia que pocos príncipes hubieran sido capaces de emplear. Lo habían insultado con sátiras y libelos; a su turno compuso, bajo el título de El enemigo de la barba, una confesión irónica de sus propias culpas y una sátira severa de las costumbres licenciosas y afeminadas de Antioquía. Esta réplica imperial se expuso públicamente ante las puertas del palacio; y todavía queda el Misopogon[420] como un singular monumento del resentimiento, la agudeza, la humanidad y la indiscreción de Juliano. Aunque aparentaba reírse, no podía perdonar.[421] Su menosprecio se manifestó, y su venganza pudo haberse gratificado, con el nombramiento de un gobernador[422] digno únicamente de tales súbditos; y el emperador, renunciando para siempre a la ciudad desagradecida, proclamó su resolución de pasar el siguiente invierno en Tarso de Cilicia.[423]
Sin embargo, Antioquía tenía un ciudadano cuyo ingenio y virtudes podían contrapesar, en concepto de Juliano, los vicios y desatinos de su patria. El sofista Libanio había nacido en la capital de Oriente; profesó públicamente las artes de la retórica y la declamación en Nicea, Nicomedia, Constantinopla, Atenas y, durante el resto de su vida, en Antioquía. La juventud griega frecuentaba asiduamente su escuela; sus discípulos, que a veces eran más de ochenta, veneraban a su incomparable maestro; y los celos de sus rivales, que lo perseguían de una ciudad a otra, confirmaban la opinión favorable de su mérito superior, que Libanio exhibía ostentosamente. Los ayos de Juliano le habían arrancado su palabra, precipitada pero solemne, de no asistir nunca a las lecciones de su adversario; la curiosidad del joven real quedó jaqueada y apremiada; se procuró secretamente los escritos de este peligroso sofista, y gradualmente sobrepasó, en la perfecta imitación de su estilo, a sus pupilos más aplicados.[424] Cuando Juliano ascendió al trono, manifestó su anhelo de abrazar y premiar al sofista sirio, que en un siglo tan corrompido había preservado la pureza griega en el gusto, los modales y la religión. El agrado del emperador se incrementó y se justificó con el discreto orgullo de su favorito. En lugar de presionar, entre los primeros de la multitud, por ingresar al palacio de Constantinopla, Libanio esperó serenamente su llegada a Antioquía, se retiró de la corte al primer síntoma de frialdad e indiferencia, requirió para cada visita una invitación formal y le enseñó a su soberano la lección fundamental de que podía imponer obediencia a un súbdito, pero debía merecer el afecto de un amigo. Los sofistas de todos los tiempos despreciaban, o aparentaban despreciar, las distinciones accidentales de nacimiento y fortuna,[425] y reservaban su aprecio para las cualidades superiores de la inteligencia, de las que ellos mismos estaban plenamente dotados. Juliano podía desdeñar las aclamaciones de una corte venal que adoraba la púrpura del Imperio, pero lo halagaban profundamente el elogio, las admoniciones, la libertad y la envidia de un filósofo independiente que rechazaba sus favores, amaba su persona, celebraba su fama y protegía su memoria. Los voluminosos escritos de Libanio todavía existen; en su mayor parte son composiciones vanas y ociosas de un orador que cultivó la ciencia de las palabras, producciones de un estudiante enclaustrado, cuya mente, desentendiéndose de sus contemporáneos, se fijaba incesantemente en la guerra de Troya y en la comunidad ateniense. Sin embargo, el sofista de Antioquía a veces descendía de estas alturas imaginarias; mantuvo una correspondencia heterogénea y elaborada,[426] elogió las virtudes de su tiempo, condenó valerosamente los abusos de la vida pública y privada, y abogó con elocuencia por la causa de Antioquía contra el fundado enojo de Juliano y Teodosio. La calamidad habitual de la ancianidad[427] es perder cuanto pudiera hacerla deseable, pero Libanio experimentó la desgracia particular de sobrevivir a la religión y a las ciencias a las que había consagrado su genio. El amigo de Juliano fue un espectador indignado del triunfo del cristianismo; y su fanatismo, que le oscureció la perspectiva del mundo visible, no le inspiró ninguna esperanza de gloria y felicidad celestes.[428]
La impaciencia guerrera de Juliano lo impulsó a salir de campaña a principios de la primavera (5 de marzo de 363 d. C.), y despidió con menosprecio y recriminación al Senado de Antioquía, que lo acompañó más allá de los límites de su propio territorio, al cual el emperador había resuelto no volver jamás. Tras una marcha trabajosa de dos días,[429] al tercero hizo un alto en Berea, o Alepo, donde tuvo el disgusto de encontrar un Senado casi enteramente cristiano, que recibió con frialdad y demostraciones formales de respeto el elocuente sermón del apóstol del paganismo. Uno de los ciudadanos más ilustres de Berea había desheredado con indignación a su hijo, que había adoptado, por interés o a conciencia, la religión del emperador. Padre e hijo fueron invitados a la mesa imperial. Juliano, ubicado entre ellos, intentó sin éxito inculcar la lección y el ejemplo de tolerancia, soportando, con pretendida calma, el ardor indiscreto del anciano cristiano, que parecía olvidar los sentimientos de la naturaleza y sus deberes de súbdito; y finalmente, dirigiéndose al joven afligido, le dijo: «Ya que perdiste un padre por mi causa, me corresponde ocupar su lugar».[430] En Batna, un pequeño pueblo situado agradablemente en una arboleda de cipreses, a unas veinte millas (32,18 km) de la ciudad de Hierápolis, el emperador fue recibido de una manera mucho más grata de lo que deseaba. Los habitantes de Batna prepararon decorosamente los ritos solemnes del sacrificio, adorando, en apariencia, el culto de sus deidades tutelares, Apolo y Júpiter; pero el tumulto de sus aplausos ofendió la seria religiosidad de Juliano, quien percibió claramente que el humo de sus altares era un incienso más adulador que devoto. El antiguo y grandioso templo que había santificado durante tantos años a la ciudad de Hierápolis[431] ya no existía; y tal vez las riquezas consagradas, que suministraban una generosa manutención a más de trescientos sacerdotes, precipitaron su ruina. Sin embargo, Juliano tuvo la satisfacción de abrazar a un filósofo y a un amigo cuya firmeza religiosa resistió la presión y los insistentes requerimientos de Constancio y de Galo cada vez que estos príncipes se alojaban en su casa cuando pasaban por Hierápolis. En el apuro de sus preparativos militares y en la confianza despreocupada de una correspondencia familiar, el fervor de Juliano parece haber sido vivo y uniforme. Emprendía una guerra importante y difícil, y la ansiedad por el acontecimiento lo hacía observar y registrar con la mayor atención los presagios más insignificantes, de los cuales, según las reglas de la adivinación, podía derivarse cualquier conocimiento futuro.[432] Informó a Libanio de su marcha hasta Hierápolis en una carta elegante[433] que demuestra la fluidez de su ingenio y su tierna amistad con el sofista de Antioquía.
Hierápolis, situada casi a la orilla del Éufrates,[434] había sido señalada para la reunión general de las tropas romanas, que cruzaron inmediatamente el gran río por un puente de barcas que se había construido previamente.[435] Si las inclinaciones de Juliano hubieran sido similares a las de su antecesor, tal vez habría desperdiciado la activa y oportuna estación del año en el circo de Samosata o en las iglesias de Edesa. Pero como el emperador guerrero no había elegido a Constancio sino a Alejandro como modelo, avanzó sin tardanza hasta Carra,[436] una ciudad muy antigua de Mesopotamia, a ochenta millas (128,74 km) de Hierápolis. El templo de la Luna atrajo la devoción de Juliano; pero el alto, de unos pocos días, se empleó principalmente en completar los inmensos preparativos para la guerra pérsica. El secreto de la expedición permanecía hasta ese momento guardado en su propio pecho; pero como en Carra está la bifurcación de los dos grandes caminos, ya no pudo ocultar si su plan era atacar los dominios de Sapor por el lado del Tigris o por el del Éufrates. El emperador destacó un cuerpo de treinta mil hombres al mando de su pariente Procopio y de Sebastián, que había sido duque de Egipto. Tenían orden de dirigir su marcha hacia Nisibis y asegurar la frontera contra las incursiones desordenadas del enemigo, antes de intentar cruzar el Tigris. Dejó las operaciones siguientes a criterio de los generales; pero Juliano esperaba que, después de debilitar a sangre y fuego los fértiles distritos de Media y Adiabene, podrían alcanzar las murallas de Ctesifonte al mismo tiempo que, avanzando con iguales pasos por las orillas del Éufrates, él llegara a sitiar la capital de la monarquía persa. El éxito de este plan bien concertado dependía, en gran medida, de la ayuda poderosa y rápida del rey de Armenia, que, sin exponer la seguridad de sus propios dominios, podía destacar un ejército de cuatro mil caballos y veinte mil infantes para asistir a los romanos.[437] Pero el débil Arsaces Tiranus,[438] rey de Armenia, había degradado aún más vergonzosamente que su padre Cosroes las virtudes varoniles del gran Tirídates; y como el pusilánime monarca se oponía a cualquier empresa de peligro y de gloria, supo disfrazar su tímida indolencia con las excusas más decentes de la religión y el agradecimiento. Demostraba un piadoso afecto a la memoria de Constancio, de cuya mano había recibido en matrimonio a Olimpia, hija del prefecto Ablavio; y la alianza con una mujer que había sido educada para ser la esposa del emperador Constante realzaba la dignidad de un rey bárbaro.[439] Tiranus profesaba la religión cristiana, reinaba sobre una nación de cristianos, y estaba imposibilitado, por todos los motivos de conciencia y de interés, para contribuir a una victoria que consumaría la ruina de la Iglesia. El ánimo enajenado de Tiranus se exasperó con la indiscreción de Juliano, que trató al rey de Armenia como su esclavo y como enemigo de los dioses. El estilo arrogante y amenazador de los mandatos imperiales[440] despertó la secreta indignación de un príncipe que, aun en ese estado humillante de dependencia, era consciente de que su ascendencia real provenía de los Arsácides, señores de Oriente y rivales del poder romano.
Las disposiciones militares de Juliano fueron ideadas hábilmente para engañar a los espías y para distraer la atención de Sapor. Las legiones aparentaban dirigir su marcha hacia Nisibis y hacia el Tigris. Repentinamente giraron hacia la derecha, atravesaron la planicie abierta de Carra y al tercer día llegaron a las orillas del Éufrates, donde los reyes macedonios habían fundado el poderoso pueblo de Niceforio o Calínico. Desde allí, el emperador continuó su marcha por más de noventa millas (144,83 km) a lo largo del sinuoso cauce del Éufrates, hasta que finalmente, como al mes de su salida de Antioquía, descubrió las torres de Circesio, el último límite de los dominios romanos. El ejército de Juliano, el más numeroso de cuantos lideraron los Césares contra Persia, constaba de sesenta y cinco mil soldados eficaces y bien disciplinados. Los grupos de veteranos de caballería e infantería, de romanos y bárbaros, habían sido seleccionados de distintas provincias; pero los fuertes galos, que custodiaban el trono y la persona de su amado príncipe, merecían una justa preeminencia en lealtad y valor. Se trasladó un cuerpo formidable de escitas auxiliares desde otro clima, y casi desde otro mundo, para invadir un país lejano cuyo nombre y situación ignoraban. El amor a la rapiña y a la guerra atrajo a los estandartes imperiales varias tribus de sarracenos, o árabes errantes, de cuyo servicio dispuso Juliano, mientras que les rehusó severamente el pago de los subsidios acostumbrados. El ancho cauce del Éufrates[441] se colmó con una flota de mil cien barcos destinados a seguir los movimientos y satisfacer las necesidades del ejército romano. La fuerza naval se componía de cincuenta galeras armadas, que eran acompañadas por un número igual de naves de poco calado que ocasionalmente podían unirse para formar un puente provisorio. Las demás embarcaciones, construidas en parte en madera y en parte cubiertas con cuero crudo, estaban cargadas con un suministro casi inagotable de armas y máquinas, de utensilios y provisiones. La humanidad solícita de Juliano había embarcado un abastecimiento muy grande de vinagre y galleta para uso de los soldados; pero prohibió el lujo del vino, y detuvo con rigor una larga recua de camellos innecesarios que intentaban seguir la retaguardia del ejército. El río Caboras desagua en el Éufrates junto a Circesio;[442] y tan pronto como el clarín dio la señal de marcha, los romanos cruzaron la pequeña corriente que separaba dos imperios poderosos y hostiles (7 de abril). La tradición de la antigua disciplina requería un discurso militar, y Juliano aprovechaba cada oportunidad para exhibir su elocuencia. Animó a las legiones, impacientes y atentas, con el ejemplo del coraje inflexible y los gloriosos triunfos de sus antepasados. Estimuló su odio con el vivo retrato de la insolencia de los persas y los exhortó a imitar su firme resolución de exterminar esa nación traidora o sacrificar su vida por la causa de la república. Juliano corroboró su elocuencia con el reparto de ciento treinta monedas de plata para cada soldado y mandó cortar inmediatamente el puente sobre el Caboras para convencer a la tropa de que debía cifrar sus esperanzas de salvamento en el éxito de sus armas. Sin embargo, la prudencia del emperador lo impulsó a asegurar esta frontera lejana, expuesta constantemente a las incursiones de los árabes hostiles. Dejó un destacamento de cuatro mil hombres en Circesio para completar los diez mil que eran la guarnición regular de esa importante fortaleza.[443]
Desde el momento en que los romanos entraron al país de sus enemigos,[444] vigorosos y astutos, el orden de la marcha se dispuso en tres columnas.[445] La fuerza de la infantería, y por consiguiente la de todo el ejército, se ubicó en el centro, bajo el mando peculiar de su maestre general, Víctor. A la derecha, el bravo Nevita conducía una columna de varias legiones por la orilla del Éufrates, y casi siempre a la vista de la flota. La columna de caballería protegía el flanco izquierdo del ejército. Hormisdas y Arinteo fueron nombrados sus generales; y las aventuras singulares de Hormisdas[446] no dejan de ser interesantes. Era príncipe persa, de la alcurnia real de los sasánidas, que en los problemas de la minoridad de Sapor, había huido de la prisión a la corte hospitalaria del gran Constantino. Hormisdas despertó primero la compasión y a la larga adquirió la estima de sus nuevos señores; su valor y fidelidad lo elevaron a los honores militares del servicio romano; y, aunque cristiano, se permitió la secreta satisfacción de probar a su patria desagradecida que un súbdito humillado puede resultar el enemigo más peligroso. Tal era la disposición de las tres columnas principales. Luciliano cubría el frente y los flancos del ejército con un rápido destacamento de mil quinientos soldados con armamento ligero, cuya activa vigilancia observaba los signos lejanos y comunicaba inmediatamente las noticias de cualquier acercamiento hostil. Dagalaifo y Secundino, duque de Osroene, conducían las tropas de la retaguardia; el bagaje marchaba seguro entre las columnas; y las filas, por utilidad o por ostentación, estaban formadas en un orden tan abierto que toda la línea de marcha se extendía por casi diez millas (16 km). El puesto habitual de Juliano era a la cabeza de la columna central, pero como prefería los deberes de un general a la solemnidad de un monarca, se movía rápidamente con una pequeña escolta de caballería ligera, al frente, la retaguardia y los flancos, dondequiera que su presencia pudiera animar o proteger la marcha del ejército romano. El país que atravesaban, desde el Caboras hasta las tierras cultivadas de Asiria, puede considerarse como una parte del desierto de Arabia, una extensión seca y estéril que las artes de la industria humana más poderosa nunca pudieron aprovechar. Juliano marchaba por el mismo terreno que habían hollado siete siglos antes los pasos del joven Ciro, y que describe uno de sus compañeros en la expedición, el sabio y heroico Jenofonte.[447] «La región era enteramente llana, tan rasa como el mar, colmada de ajenjos, y si crecía algún otro tipo de arbusto o junco, era aromático, pero no se veían árboles. Avutardas, avestruces, antílopes y asnos salvajes[448] parecían ser los únicos habitantes del desierto, y el cansancio de la marcha se aliviaba con el recreo de la caza.» El viento levantaba con frecuencia la arena suelta del desierto formando nubes de polvo, y muchos soldados de Juliano, con sus tiendas, eran derribados repentinamente por la violencia de un huracán inesperado.
Los arenales de Mesopotamia estaban abandonados a los antílopes y asnos salvajes del desierto; pero en las orillas del Éufrates y en las islas que de tanto en tanto formaba el río, se situaban placenteramente varias ciudades populosas y aldeas. La ciudad de Anah o Anatho,[449] residencia actual de un emir árabe, está formada por dos largas calles que encierran, en una fortificación natural, una pequeña isla en el medio y dos zonas fértiles a cada lado del Éufrates. Los belicosos habitantes de Anatho se mostraron dispuestos a detener la marcha de un emperador romano, hasta que las suaves amonestaciones del príncipe Hormisdas y el terror inminente del ejército y la armada los disuadieron de tan fatal atrevimiento. Imploraron y obtuvieron la clemencia de Juliano, quien los trasladó a un asentamiento ventajoso cerca de Calcis, en Siria, y admitió que Puseo, el gobernador, ocupara un rango honorable en su ejército y en su amistad. Pero la fortaleza inexpugnable de Tiluta podía menospreciar toda amenaza de sitio, y el emperador tuvo que conformarse con la promesa insultante de que, cuando hubiera sojuzgado las provincias interiores de Persia, Tiluta ya no se rehusaría a honrar el triunfo del conquistador. Los habitantes de los pueblos abiertos, incapaces de resistir y reacios a rendirse, huían precipitadamente; y sus casas, llenas de botines y provisiones, fueron ocupadas por los soldados de Juliano, quienes asesinaron, sin remordimiento y sin castigo, a algunas mujeres indefensas. Durante la marcha, el surenas, o general persa, y Malec Rodosaces, el renombrado emir de la tribu de Gasan,[450] rondaban sin cesar hostigando al ejército; todo rezagado era apresado, todo destacamento era atacado, y el valeroso Hormisdas se salvó con dificultad de sus manos. Pero finalmente los bárbaros fueron rechazados, el país se volvía cada día menos favorable para las operaciones de la caballería, y cuando los romanos llegaron a Macepracta, vieron las ruinas del muro que los antiguos reyes de Asiria habían construido para asegurar sus dominios contra las incursiones de los medos. Estos preliminares de la expedición de Juliano parecen haber llevado quince días, y podemos calcular cerca de trescientas millas (482,7 km) desde la fortaleza de Circesio hasta los muros de Macepracta.[451]
La provincia fértil de Asiria,[452] que se extendía más allá del Tigris hasta las montañas de Media,[453] tenía unas cuatrocientas millas (643,7 km) desde el antiguo muro de Macepracta hasta el territorio de Basora, donde las corrientes del Éufrates y el Tigris desaguan juntas en el Golfo Pérsico.[454] Toda la región podía reclamar el nombre peculiar de Mesopotamia, puesto que los dos ríos, que nunca se separan más de cincuenta millas (80,46 km), se aproximan a veinticinco (40,23 km) entre Bagdad y Babilonia. Un sinnúmero de canales artificiales, excavados sin mucho esfuerzo en un terreno suave y dócil, conectaba los ríos y atravesaba las llanuras de Asiria. La utilidad de estos canales artificiales era variada e importante. Servían para descargar las aguas sobrantes de un río en el otro, en la estación de sus respectivas crecidas. Dividiéndolos en brazos más y más pequeños refrescaban los terrenos secos y suplían la escasez de lluvias. Facilitaban el intercambio de la paz y el comercio; y como los diques podían destruirse rápidamente, dotaban a los asirios del recurso de oponer, en una situación desesperada, una súbita inundación al avance de un ejército invasor. La naturaleza le había negado al suelo y al clima de Asiria algunos de sus dones más selectos —la vid, el olivo y la higuera—, pero el alimento que abastece la vida del hombre y, particularmente, el trigo y la cebada crecían con inagotable fertilidad; y el agricultor que entregaba una semilla a la tierra era recompensado frecuentemente con un incremento de doscientas o incluso trescientas veces lo que sembraba. Había bosques de innumerables palmeras diseminados por la superficie del país;[455] y los laboriosos nativos celebraban, en verso o en prosa, las trescientas sesenta utilidades que hábilmente le daban al tronco, las ramas, las hojas, el jugo y la fruta. Mucha gente se dedicaba a la fabricación de varias manufacturas, especialmente en cuero y lienzo, y proporcionaban valiosos materiales para el comercio exterior, que sin embargo parece haber estado en manos extranjeras. Babilonia había sido convertida en un jardín real, pero cerca de las ruinas de la antigua capital se habían levantado sucesivamente nuevas ciudades; y la popularidad de la región se exhibía en la abundancia de pueblos y aldeas, construidos con ladrillos secados al sol y firmemente unidos con betún, la producción natural y peculiar del suelo babilónico. Mientras los sucesores de Ciro reinaron en Asia, sólo la provincia de Asiria mantenía, durante una tercera parte del año, la lujosa abundancia de la mesa y la casa del Gran Rey. Cuatro aldeas considerables estaban asignadas a la subsistencia de los perros indios; se mantenían, a expensas del país, ochocientos sementales y dieciséis mil yeguas para los establos reales, y, como el tributo diario que se pagaba al sátrapa ascendía a media fanega de plata, podemos calcular la renta anual de Asiria en más de un millón doscientas mil libras esterlinas.[456]
Juliano consagró los campos de Asiria a las calamidades de la guerra (mayo de 363 d. C.); y el filósofo vengó en un pueblo inocente los saqueos y las crueldades cometidas por su arrogante señor en las provincias romanas. Los asirios, temerosos, acudieron a la ayuda de sus ríos, y completaron con sus propias manos la ruina del país. Los caminos quedaron intransitables, un torrente de agua inundó el campamento, y durante varios días la tropa de Juliano tuvo que batallar con las dificultades más desalentadoras. Pero todos los obstáculos fueron superados por la perseverancia de los legionarios, que estaban acostumbrados al trabajo tanto como al peligro, y que se sentían animados por el espíritu de su líder. El daño se fue reparando gradualmente; se restauraron las aguas a su cauce apropiado, se cortaron bosques de palmeras y se colocaron sobre las partes dañadas de los caminos, y el ejército cruzó los canales más anchos y profundos sobre puentes de balsas que flotaban con la ayuda de vejigas. Dos ciudades de Asiria osaron resistirse a las armas del emperador romano, y ambas pagaron su temeridad con severos castigos. A una distancia de cincuenta millas (80,46 km) de la residencia real de Ctesifonte, Perisabor o Ambar, merecía el segundo lugar en la provincia: una ciudad grande, populosa y bien fortificada, rodeada por una muralla doble, casi ceñida por un brazo del Éufrates y defendida por el valor de una guarnición numerosa. Rechazaron con menosprecio las advertencias de Hormisdas, e hirieron los oídos del príncipe persa con el justo reproche de que, desconociendo su ascendencia real, conducía un ejército de extranjeros contra su rey y su país. Los asirios sostuvieron su lealtad con una defensa tan hábil como tenaz, hasta que, tras un golpe afortunado del ariete, que abrió una gran brecha al demoler un ángulo del muro, se retiraron precipitadamente a las fortificaciones de su ciudadela interior. Los soldados de Juliano se lanzaron impetuosamente al pueblo, y después de saciar todos los apetitos militares, Perisabor quedó reducida a cenizas, y las máquinas que asaltaron la ciudadela se irguieron sobre las ruinas de las casas humeantes. La contienda continuó con una incesante y mutua descarga de proyectiles; y la superioridad que los romanos podían derivar del poder mecánico de sus balistas y sus catapultas se balanceó con la ventaja en el terreno por parte de los sitiados. Pero en cuanto se construyó una helépolis, que podía emparejarse con la muralla más alta, el aspecto tremendo de un torreón movible que no dejaba esperanzas de resistencia o clemencia aterrorizó a los defensores de la ciudadela hasta la humillación, y la plaza se rindió sólo dos días después de que Juliano apareciera por primera vez bajo los muros de Perisabor. Dos mil quinientas personas de ambos sexos, débiles restos de un pueblo floreciente, fueron autorizadas a retirarse; el abundante acopio de trigo, de armas y de espléndidos bienes se distribuyó en parte entre las tropas y en parte se reservó al servicio público; las reservas inservibles se quemaron o se arrojaron al Éufrates; y la suerte de Amida quedó vengada con la ruina total de Perisabor.
La ciudad, o más bien fortaleza, de Maogamalca, defendida por dieciséis altas torres, un foso profundo y dos muros fuertes y sólidos de ladrillo y betún, había sido construida, aparentemente, a una distancia de once millas (17,7 km), como salvaguardia para la capital de Persia. El emperador, temeroso de dejar tan importante fortaleza a su retaguardia, sitió inmediatamente Maogamalca; y el ejército romano se distribuyó para tal propósito en tres divisiones. Se le ordenó a Víctor, a la cabeza de la caballería y de un destacamento de infantería pesada, que despejara el terreno hasta las orillas del Tigris y las afueras de Ctesifonte. La conducción del ataque fue asumida por el mismo Juliano, que aparentó cifrar todo su éxito en la maquinaria militar que levantó contra los muros, mientras secretamente ideaba un método más eficaz para introducir sus tropas en el corazón de la ciudad. Bajo la dirección de Nevita y Dagalaifo, se abrieron trincheras a una distancia considerable y se prolongaron gradualmente hasta la orilla del foso. Rápidamente lo llenaron de tierra, y con el trabajo incesante de la tropa, se excavó bajo los cimientos de la muralla un túnel sostenido a intervalos regulares con pilares de madera. Tres cohortes selectas, avanzando en una fila simple, exploraron silenciosamente el oscuro y peligroso pasaje, hasta que su intrépido líder hizo correr la voz de que estaba listo para salir de su encierro a las calles de la ciudad enemiga. Juliano contuvo el ímpetu de esas cohortes para asegurar el éxito, e inmediatamente desvió la atención de la guarnición con el tumulto y el clamor de un asalto general. Los persas, que desde su muralla miraban con menosprecio el desarrollo de un ataque impotente, celebraban con cantos de triunfo la gloria de Sapor, y aseguraron confiadamente al emperador que podía tener más esperanza de ascender a la mansión estrellada de Ormuzd que de tomar la ciudad inexpugnable de Maogamalca. La ciudad ya estaba tomada. La historia ha recordado el nombre de un soldado raso, el primero en salir del túnel y ascender a una torre solitaria. Sus compañeros ensancharon el pasaje empujando con un valor impaciente. Ya había mil quinientos enemigos en el centro de la ciudad. La guarnición sorprendida abandonó los muros y su única esperanza de salvación; al instante se derribaron las puertas; y la venganza de los soldados, a menos que fuera postergada por la lujuria o la avaricia, se sació con una masacre indiscriminada. El gobernador, que se había rendido bajo la promesa de misericordia, fue quemado vivo unos días después bajo el cargo de haber pronunciado algunas palabras irrespetuosas contra el honor del príncipe Hormisdas. Las fortificaciones fueron arrasadas, y no quedaron vestigios de que alguna vez haya existido la ciudad de Maogamalca. Los alrededores de la capital persa estaban engalanados con tres majestuosos palacios, laboriosamente enriquecidos con cuanto pudiera complacer el lujo y el orgullo de un monarca oriental. La agradable ubicación de los jardines en las márgenes del Tigris se perfeccionó, según el gusto persa, con la simetría de las flores, fuentes y paseos sombríos; y se cercaron amplios parques para albergar osos, leones y jabalíes, que se mantenían a un costo considerable para el placer de la caza real. Las cercas se rompieron, la caza salvaje se abandonó a los dardos de los soldados y los palacios de Sapor fueron reducidos a cenizas por orden del emperador romano. Juliano, en esta ocasión, se mostró ignorante o descuidado de las reglas de civilidad que la prudencia y el refinamiento de los siglos cultos han establecido entre los príncipes enemigos. Pero estos estragos arbitrarios no deben provocar ninguna emoción vehemente de piedad o resentimiento en nuestros pechos. Una estatua simple, desnuda, realizada por la mano de un artista griego, tiene un valor más genuino que todos aquellos monumentos toscos y costosos elaborados por los bárbaros; y si nos afecta más profundamente la ruina de un palacio que la quema de una choza, nuestro humanismo habrá hecho una estimación muy equivocada de las miserias humanas.[457]
Juliano era para los persas objeto de terror y de odio; y los pintores de esa nación representaban al invasor de su país bajo el emblema de un furioso león que vomitaba un fuego exterminador.[458] Ante sus amigos y soldados, el héroe filosófico aparecía bajo una luz más afable; y sus virtudes nunca se exhibieron de un modo más evidente que durante el último y más activo período de su vida. Practicó sin esfuerzo, y casi sin mérito, su templanza y sobriedad habituales. De acuerdo con los dictámenes de esa sabiduría artificial que asume un dominio absoluto sobre el alma y el cuerpo, rechazó severamente la satisfacción de los apetitos más naturales.[459] En el clima cálido de Asiria, que incitaba al suntuoso pueblo a gratificar la sensualidad de sus deseos,[460] un joven conquistador conservaba su castidad pura e intacta; nunca, ni siquiera por curiosidad, cayó Juliano en la tentación de visitar a sus cautivas de exquisita belleza,[461] quienes, en vez de resistirse a su poder, se hubieran disputado unas a otras el honor de sus abrazos. Con la misma firmeza con que se resistía a los atractivos del amor, sufría las privaciones de la guerra. Cuando los romanos marchaban por terrenos llanos y anegados, su soberano, a pie y encabezando las legiones, compartía sus fatigas y animaba su diligencia. En cada trabajo provechoso, la mano de Juliano estaba lista y enérgica; y la púrpura imperial se mojaba y se ensuciaba tanto como la ruda vestimenta del último soldado. Los dos sitios le dieron alguna oportunidad extraordinaria de exhibir su valor personal, que en el mejor estado del arte militar rara vez puede ejercer un general prudente. El emperador se paró ante la ciudadela de Perisabor, insensible a su extremo peligro, y animó a su tropa a derribar las puertas de hierro, mientras era casi aplastado por una nube de armas arrojadizas e inmensas piedras dirigidas contra su persona. Cuando examinaba las fortificaciones exteriores de Maogamalca, dos persas, inmolándose por su patria, se le abalanzaron de pronto con sus cimitarras desenvainadas; el emperador recibió con destreza sus golpes con el escudo en alto, y con un ataque firme y certero, dejó muerto a uno de sus adversarios a sus pies. El aprecio de un príncipe que posee las virtudes que alaba es la recompensa más noble de un súbdito digno; y la autoridad que Juliano derivaba de su mérito personal le permitía restablecer e imponer la severidad de la disciplina antigua. Castigó con la muerte o la afrenta el mal desempeño de tres escuadrones de caballería que, en una escaramuza con el surenas, habían perdido su honor y uno de sus estandartes; y distinguió con la corona obsidional[462] el valor de los primeros soldados que asomaron a la ciudad de Maogamalca. Después del sitio a Perisabor, el emperador ejerció su firmeza contra la avaricia insolente de su ejército, que vociferaba porque sus servicios se recompensaban con el insignificante donativo de cien piezas de plata. Su justa indignación se expresó en el lenguaje grave y varonil de un romano: «El objeto de vuestro deseo es la riqueza; esa riqueza está en manos de los persas, y los despojos de este país fértil se presentan como el premio a vuestro valor y disciplina. Creedme», añadió Juliano, «la república romana, que antes poseía tan inmensos tesoros, está reducida ahora a la necesidad y la miseria, desde que nuestros príncipes fueron persuadidos, por ministros débiles e interesados, de comprar con oro la tranquilidad de los bárbaros. El erario está exhausto, las ciudades están arruinadas, las provincias están despobladas. En cuanto a mí, la única herencia que recibí de mis ancestros reales es un alma incapaz de temer; y mientras esté convencido de que todo beneficio real está en el alma, no tendré vergüenza de confesar una pobreza honrada, que en los días de la virtud antigua se consideraba la gloria de Fabricio. Esa gloria y esa virtud pueden ser vuestras, si queréis escuchar la voz del cielo y de vuestro caudillo. Pero si queréis persistir temerariamente, si estáis resueltos a renovar el ejemplo vergonzoso y malvado de viejas sediciones, seguid. Como corresponde a un emperador que ha ocupado el primer lugar entre los hombres, estoy preparado para morir de pie y para despreciar una vida precaria que puede depender a toda hora de una fiebre imprevista. Si no soy digno de seguir en el mando, hay ahora entre vosotros —lo digo con orgullo y placer— muchos capitanes cuyo mérito y experiencia los capacitan para conducir la guerra más importante. Tal ha sido el temple de mi reinado, que puedo retirarme sin remordimiento ni temor a la oscuridad de la vida privada».[463] La humilde determinación de Juliano tuvo como respuesta el aplauso unánime y la obediencia entusiasta de los romanos, quienes declararon su confianza en la victoria mientras lucharan bajo las banderas de su heroico príncipe. Su coraje se enardecía con las afirmaciones frecuentes y conocidas de Juliano (ya que esos deseos eran sus juramentos): «¡Así podré reducir a los persas bajo el yugo!», «¡así podré restaurar la fuerza y el esplendor de la república!». El amor a la celebridad era la ardiente pasión de su alma; pero no fue sino hasta que caminó sobre las ruinas de Maogamalca que se permitió decir: «Ahora estamos proporcionando algunos materiales para el sofista de Antioquía».[464]
El exitoso valor de Juliano triunfó sobre todos los obstáculos que resistieron su marcha a las puertas de Ctesifonte. Pero todavía estaba lejana la toma, e incluso el sitio, de la capital persa; y no puede comprenderse claramente la conducta militar del emperador sin un conocimiento del país que fue teatro de sus valientes y diestras operaciones.[465] Veinte millas (32,18 km) al sur de Bagdad, y en la orilla oriental del Tigris, la curiosidad de los viajeros ha observado algunas ruinas de los palacios de Ctesifonte, que en tiempo de Juliano era una ciudad grande y populosa. El nombre y la gloria de la vecina Seleucia se habían extinguido para siempre, y el único barrio que quedaba de aquella colonia griega había recobrado, con el idioma y las costumbres asirias, el nombre primitivo de Cocha. Cocha se situaba del lado occidental del Tigris, pero se consideraba naturalmente como las afueras de Ctesifonte, con la cual podemos suponer que se conectaba a través de un puente permanente de barcas. Ambas partes, unidas, recibieron la apelación común de Al Modain (las ciudades), nombre que dieron los orientales a la residencia de invierno de los sasánidas; y toda la periferia de la capital persa estaba poderosamente fortificada con las aguas del río, altas murallas y ciénagas intransitables. Juliano fijó su campamento junto a las ruinas de Seleucia, y lo aseguró con foso y valla contra las salidas de la guarnición numerosa y emprendedora de Cocha. En este territorio fértil y placentero, los romanos estaban plenamente abastecidos de agua y forraje; y varias fortalezas, que hubieran podido entorpecer los movimientos del ejército, cedieron, después de alguna resistencia, a los esfuerzos de su valor. La flota pasó del Éufrates a una desviación artificial de ese río, que desemboca con una corriente navegable y caudalosa en el Tigris, a una corta distancia más abajo de la gran ciudad. Si hubieran seguido ese canal real, que lleva el nombre de Nahar-Malcha,[466] la situación intermedia de Cocha hubiera separado la flota y el ejército de Juliano; y al precipitado intento de navegar contra la corriente del Tigris y forzar su camino atravesando una capital enemiga le hubiera seguido la destrucción total de la armada romana. La prudencia del emperador previó el peligro y proveyó el remedio. Como había estudiado minuciosamente las operaciones de Trajano en el mismo país, pronto recordó que su antecesor guerrero había excavado un nuevo canal navegable que, dejando Cocha a la derecha, vertía las aguas del Nahar-Malcha en el río Tigris a cierta distancia sobre las ciudades. Con la información de los campesinos, Juliano rastreó los vestigios de la antigua obra, que estaba casi cerrada intencional o accidentalmente. Con el trabajo infatigable de los soldados, se preparó rápidamente un canal ancho y profundo para recibir las aguas del Éufrates. Se construyó un sólido dique para interrumpir el curso ordinario del Nahar-Malcha: un torrente impetuoso se precipitó en su nuevo lecho; y la flota romana, dirigiendo su curso triunfal hasta el Tigris, burló las barreras vanas e ineficaces que los persas de Ctesifonte habían levantado para oponerse a su paso.
Como se hacía necesario trasportar el ejército romano por el Tigris, se presentó otra tarea, menos complicada, pero más peligrosa que la expedición anterior. La corriente era caudalosa y rápida; el ascenso, empinado y dificultoso; y las trincheras dispuestas en las sierras de la ribera opuesta estaban abarrotadas de un ejército numeroso de coraceros muy pertrechados, diestros arqueros y enormes elefantes que —según la extravagante hipérbole de Libanio— podían pisotear con la misma facilidad un campo de trigo o una legión de romanos.[467] En presencia de tal enemigo, la construcción de un puente era impracticable; y el valiente príncipe, que encontraba de inmediato el único recurso posible, ocultó su plan, hasta el momento de su ejecución, al conocimiento de los bárbaros, de su propia tropa e incluso de sus mismos generales. Con el engañoso pretexto de examinar el estado de las provisiones se descargaron gradualmente ochenta bajeles, y le ordenó a un destacamento escogido, aparentemente destinado a alguna expedición secreta, que estuvieran sobre las armas a la primera señal. Juliano disfrazó la silenciosa ansiedad de su ánimo con sonrisas de confianza y satisfacción; y entretuvo a las naciones enemigas con el insultante espectáculo de juegos militares celebrados bajo las murallas de Cocha. El día estuvo dedicado al recreo; pero en cuanto pasó la hora de la cena, el emperador reunió a los generales en su tienda y les informó que había fijado esa noche para cruzar el Tigris. Quedaron en silencio, respetuosamente asombrados; pero cuando el venerable Salustio hizo uso del privilegio que le daban su edad y experiencia, el resto de los jefes apoyó con libertad el peso de sus sensatas protestas.[468] Juliano se contentó con observar que la conquista y la salvación dependían del intento; que en lugar de disminuir, el número de enemigos aumentaría con sucesivos refuerzos, y que una larga demora no estrecharía el cauce ni allanaría la ribera. Al instante se dio y se obedeció la señal; los legionarios más impacientes saltaron a cinco bajeles que estaban cerca de la orilla; y, como remaron con valiente diligencia, en un momento se perdieron en la oscuridad de la noche. Una llamarada resplandeció en la margen opuesta; y Juliano, quien entendió claramente que sus bajeles de vanguardia habían sido incendiados por el enemigo cuando intentaban desembarcar, transformó hábilmente su extremo peligro en un presagio de victoria. «Nuestros compañeros», exclamó con entusiasmo, «ya son dueños de la orilla. Mirad: están haciendo la señal convenida; apresurémonos a emular y asistir su coraje». El movimiento unido y veloz de una gran flota quebró la violencia de la corriente, y alcanzaron la ribera oriental del Tigris a tiempo para apagar las llamas y rescatar a sus comprometidos compañeros. El peso de las armaduras y la oscuridad de la noche aumentaban las dificultades de un ascenso largo y empinado. Una lluvia de piedras, flechas y fuego caía incesantemente sobre la cabeza de los atacantes, quienes, después de una ardua lucha, escalaron la ribera y se pararon victoriosos sobre la trinchera. En cuanto estuvieron en un terreno más parejo, Juliano, que con su infantería ligera había dirigido el ataque,[469] lanzó una mirada diestra y experta a sus líneas; sus soldados más valientes, según los preceptos de Homero,[470] fueron distribuidos a vanguardia y retaguardia; y todos los clarines del ejército imperial llamaron a batalla. Los romanos, con un grito militar, avanzaron a pasos regulares al compás animador de la música marcial; lanzaron sus formidables jabalinas y embistieron blandiendo las espadas para privar a los bárbaros, mediante un ataque cerrado, de la ventaja de sus armas arrojadizas. Todo el combate duró más de doce horas, hasta que la retirada gradual de los persas se convirtió en una huida desordenada, de la cual los principales líderes y el mismo surenas dieron el vergonzoso ejemplo. Fueron perseguidos hasta las puertas de Ctesifonte, y los conquistadores hubieran podido entrar en la consternada ciudad[471] si su general, Víctor, herido gravemente de un flechazo, no los hubiera conminado a desistir de un intento tan temerario que sería fatal si no era exitoso. Los romanos, por su parte, reconocieron la pérdida de sólo setenta y cinco hombres, mientras afirmaban que los bárbaros habían dejado en el campo de batalla dos mil quinientos, y hasta seis mil, de sus soldados más valientes. El botín fue el que podía esperarse de las riquezas y el lujo de un campamento oriental; grandes cantidades de plata y oro, armas y utensilios espléndidos, y camas y mesas de plata maciza. El emperador victorioso distribuyó, como premios al valor, varios dones honoríficos, coronas cívicas, murales y navales, que él, y tal vez sólo él, consideraba más preciosos que las riquezas de Asia. Se ofreció un sacrificio solemne al dios de la guerra, pero las apariciones de las víctimas amenazaron con los eventos más desfavorables; y Juliano descubrió pronto, por señales menos ambiguas, que había llegado ya a la cumbre de su prosperidad.[472]
A los dos días de la batalla, la guardia del palacio, los Jovianos y Herculios, y la tropa restante, que componían cerca de dos tercios de todo el ejército, atravesaron a salvo el Tigris (junio de 363 d. C.).[473] Mientras los persas contemplaban desde los muros de Ctesifonte la desolación de los alrededores, Juliano volvió su ansiosa mirada hacia el Norte con la esperanza de que, así como él había penetrado victoriosamente hasta la capital de Sapor, la marcha y unión de sus lugartenientes, Sebastián y Procopio, hubiera sido ejecutada con el mismo coraje y diligencia. Pero sus expectativas fueron defraudadas por la traición del rey armenio, que permitió y probablemente dirigió la deserción de sus tropas auxiliares del campamento romano;[474] y por el desacuerdo de sus dos generales, que fueron incapaces de idear y realizar algún plan para el servicio público. Cuando el emperador renunció a las esperanzas de este importante refuerzo, condescendió a mantener un concilio de guerra, y aprobó, después de un largo debate, la opinión de aquellos generales que rechazaban el sitio a Ctesifonte como una empresa ineficaz y perniciosa. No es fácil para nosotros concebir por qué artes de fortificación una ciudad sitiada y tomada tres veces por los antecesores de Juliano pudo hacerse inexpugnable contra un ejército de sesenta mil romanos, comandados por un general valiente y experto, y abundantemente abastecido de barcos, provisiones, maquinaria y reservas militares. Pero podemos asegurar con tranquilidad, por el amor a la gloria y el desprecio por el peligro que constituían el carácter de Juliano, que no se desalentó por ningún obstáculo trivial o imaginario.[475] Al mismo tiempo se negaba al sitio de Ctesifonte, rechazaba con obstinación y desprecio las ofertas más lisonjeras para negociar la paz. Sapor, que se había acostumbrado a la ostentación lenta de Constancio, se sorprendió con la intrépida diligencia de su sucesor. Ordenó a los sátrapas de las provincias distantes, desde los confines de la India y Escitia, que juntasen sus tropas y marchasen sin demora en auxilio de su monarca. Pero sus preparativos eran dilatados; sus movimientos, lentos; y antes de que Sapor pudiera poner un ejército en campaña, recibió la triste noticia de la devastación de Asiria, la ruina de sus palacios y la matanza de sus tropas más valientes, que defendían el pasaje del Tigris. El orgullo real se humilló en el polvo; comía sus banquetes en el suelo y el desorden de su cabello expresaba el dolor y la ansiedad de su ánimo. Tal vez no se hubiera negado a comprar con una mitad de su reino la seguridad de la restante, y de buena gana hubiera suscripto, en un tratado de paz, ser un aliado leal y dependiente del conquistador romano. Con el pretexto de un asunto privado, se envió secretamente a un ministro de alto rango y confianza a abrazar las rodillas de Hormisdas para requerirle, en el lenguaje de un suplicante, ser llevado en presencia del emperador. El príncipe sasánida, fuera porque escuchaba la voz del orgullo o la de la humanidad, fuera porque consultaba los sentimientos de su origen o los deberes de su situación, estaba igualmente inclinado a promover una medida beneficiosa que terminara con las calamidades de Persia y que afianzara el triunfo de los romanos. Quedó atónito con la firmeza inflexible de un héroe que recordaba, por desgracia para sí mismo y para su patria, que Alejandro había rechazado invariablemente las proposiciones de Darío. Pero como Juliano era consciente de que la esperanza de una paz segura y honorable podía entibiar el ardor de sus tropas, le pidió seriamente a Hormisdas que despidiese en privado al ministro de Sapor y que le ocultase al campamento esta peligrosa tentación.[476]
Tanto el honor como el interés de Juliano le prohibieron desperdiciar su tiempo bajo las murallas inexpugnables de Ctesifonte; y cada vez que desafiaba a los bárbaros que defendían la ciudad a enfrentarlo en campo abierto, le contestaban prudentemente que, si deseaba ejercer su valor, podía buscar al ejército del Gran Rey. Sintió el insulto y aceptó el consejo. En vez de limitarse a marchar servilmente por las orillas del Tigris y el Éufrates, resolvió imitar el espíritu aventurero de Alejandro e internarse audazmente por las provincias hasta obligar a su rival a pelear con él, quizás en las llanuras de Arbela, por el imperio del Asia. La magnanimidad de Juliano fue aplaudida y traicionada por la astucia de un persa noble, que por la causa de su patria se sometió generosamente a desempeñar un papel lleno de peligro, falsedad y vergüenza.[477] Con un grupo de seguidores leales desertó del campamento imperial; expuso en un relato engañoso las injurias que había sufrido; exageró la crueldad de Sapor, el descontento del pueblo y la debilidad de la monarquía, y se ofreció con convicción como rehén y guía del ejército romano. La sabiduría y experiencia de Hormisdas animaron, sin efecto, los motivos más razonables de sospecha; y el crédulo Juliano, quien recibió al traidor en su pecho, fue persuadido de dictar una orden apresurada que, en la opinión de todos, pareció cuestionar su prudencia y poner en peligro su seguridad. En una sola hora destruyó toda la armada, que se había trasladado más de quinientas millas (804,65 km) a costa de tanto trabajo, tesoros y sangre. Se reservaron doce, o como máximo veintidós pequeños bajeles para acompañar, sobre carruajes, la marcha del ejército y formar, ocasionalmente, puentes para cruzar los ríos. Se preservaron provisiones para uso de los soldados por veinte días; y el resto de los abastecimientos, con una flota de mil cien bajeles anclados en el Tigris, fueron abandonados a las llamas por disposición absoluta del emperador. Los obispos cristianos Gregorio y Agustín denostan la locura del apóstata, quien ejecutó por sus propias manos la sentencia de la justicia divina. Su autoridad, tal vez de menor peso en una cuestión militar, se confirma con el juicio sereno de un soldado experto que fue espectador del incendio y que no pudo desaprobar los rumores adversos de la tropa.[478] Sin embargo, no faltan algunas razones plausibles, y tal vez sólidas, que pueden justificar la resolución de Juliano. La navegación del Éufrates nunca llegó más arriba de Babilonia, ni la del Tigris más arriba de Opis.[479] La distancia del campamento romano a esta última ciudad no era muy considerable; y Juliano hubiera debido renunciar pronto al intento vano e impracticable de forzar el rumbo de una gran flota contra la corriente de un río tan rápido,[480] obstaculizado en varios puntos con cataratas naturales o artificiales.[481] El poder de las velas y los remos era insuficiente, se hacía necesario remolcar los barcos contra la corriente del río; la fuerza de veinte mil soldados se consumió en este trabajo tedioso y servil; y si los romanos continuaban su marcha por las orillas del Tigris, sólo podían esperar volver a casa sin conseguir ninguna empresa digna del genio o la suerte de su líder. Si, por el contrario, era aconsejable internarse en el país, la destrucción de la armada y el almacenamiento eran las únicas medidas que podían evitar que ese valioso premio cayera en manos de las tropas numerosas y dispuestas que podían salir abruptamente de las puertas de Ctesifonte. Si las armas de Juliano hubieran resultado victoriosas, admiraríamos ahora tanto la conducta como el coraje de un héroe que, privando a sus soldados de la esperanza de una retirada, sólo les dejó la alternativa de morir o conquistar.[482]
El engorroso aparato de artillería y bagajes, que retarda las operaciones de los ejércitos modernos, era en gran medida desconocido en los campamentos romanos.[483] Sin embargo, en cualquier época, la subsistencia de sesenta mil hombres debe haber sido una de las preocupaciones más importantes de un general prudente; y esa subsistencia sólo puede provenir del país enemigo o del propio. Aun cuando hubiera sido posible para Juliano mantener un puente de comunicación sobre el Tigris y preservar los pueblos conquistados en Asiria, una provincia desolada no podía suministrar ningún abastecimiento importante o regular en la estación del año en que las tierras se cubrían con la inundación del Éufrates[484] y el aire insalubre se oscurecía con nubes de innumerables insectos.[485] El campo enemigo parecía más tentador. La región que se extiende entre el río Tigris y las montañas de Media estaba colmada de aldeas y pueblos, y el terreno, fértil en su mayor parte, estaba en un estado floreciente de cultivo. Juliano podía esperar que un conquistador que poseía los dos medios más convincentes de persuasión, el acero y el oro, se procuraría fácilmente abundantes provisiones por el temor o la codicia de los nativos. Pero cuando los romanos se aproximaron, esta perspectiva próspera y feliz se derribó inmediatamente. Dondequiera que se movían, los habitantes abandonaban las aldeas abiertas y se resguardaban en las ciudades fortificadas; se llevaban los rebaños, incendiaban mieses y praderas, y en cuanto disminuían las llamas que detenían la marcha de Juliano, él contemplaba el rostro melancólico de un desierto humeante y desnudo. Este método desesperado pero efectivo de defensa sólo puede ser ejecutado por el entusiasmo de un pueblo que prefiere su independencia a su propiedad, o por el rigor de un gobierno arbitrario que se ocupa de la seguridad pública sin someterse a su libertad de elección. En este caso, el afán y la obediencia de los persas secundaba las órdenes de Sapor; y el emperador pronto se vio limitado a las escasas provisiones que continuamente se le escapaban de las manos. Antes de que se consumieran por entero, aún podía alcanzar las ciudades pacíficas y opulentas de Ecbátana y Susa, forzando una marcha rápida y directa;[486] pero fue privado de este último recurso por su ignorancia de los caminos y por la perfidia de sus guías. Los romanos vagaron varios días por el país hacia el este de Bagdad; el desertor persa, que los había conducido con astucia a la trampa, escapó de su ira; y sus seguidores confesaron el secreto de la conspiración tan pronto como fueron torturados. Hircania y la India, cuyas conquistas visionarias habían ocupado tanto el ánimo de Juliano, eran ahora su mayor tormento. Consciente de que su propia imprudencia había causado la consternación pública, balanceaba ansiosamente las esperanzas de salvación o éxito, sin obtener una respuesta satisfactoria ni de los dioses ni de los hombres. Finalmente resolvió, como la única medida posible, dirigir sus pasos a las márgenes del Tigris, con el plan de salvar su ejército mediante una rápida marcha hacia el confín de Corduene, una provincia fértil y amistosa que reconocía la soberanía de Roma. La tropa abatida obedeció la señal de retirada, sólo setenta días después de haber cruzado el Caboras con la expectativa optimista de derribar el trono de Persia[487] (16 de junio).
Mientras los romanos parecían internarse en el país, varios cuerpos de caballería persa observaban su marcha y los provocaban a larga distancia, mostrándose a veces sueltos y a veces en orden cerrado, y sosteniendo apenas algunas escaramuzas con las avanzadas. Estos destacamentos, sin embargo, estaban apoyados por fuerzas mucho mayores, y no bien la cabeza de las columnas apuntó hacia el Tigris, una nube de polvo se levantó sobre la planicie. Los romanos, que entonces sólo aspiraban a lograr una retirada segura y rápida, intentaron convencerse de que esa aparición era ocasionada por un tropel de asnos salvajes, o quizás por la llegada de algunos árabes amigos. Hicieron alto, plantaron sus tiendas, fortificaron su campamento, pasaron la noche entera entre continuas alarmas, y descubrieron al amanecer que estaban rodeados por un ejército de persas. Este ejército, que podía considerarse sólo como la vanguardia de los bárbaros, pronto fue seguido por el cuerpo principal de coraceros, arqueros y elefantes, comandados por Meranes, un general de rango y reputación. Lo acompañaban dos hijos del rey y varios de los sátrapas mayores; y la fama y la expectativa exageraron el poder de las fuerzas restantes, que avanzaban lentamente conducidas por el mismo Sapor. Como los romanos continuaban su marcha, su larga formación, obligada a inclinarse o dividirse según las irregularidades del terreno, ofrecía oportunidades frecuentes y favorables para sus vigilantes enemigos. Los persas cargaban repetidamente con furia y eran repetidamente rechazados con firmeza; y la acción de Maronga, que casi mereció el nombre de batalla, sobresalió por una pérdida considerable de sátrapas y elefantes, tal vez de igual valor a los ojos del monarca. Estas importantes ventajas no se obtenían sin una matanza proporcionada del lado de los romanos: varios oficiales distinguidos murieron o fueron heridos; y el mismo emperador, que en todas las ocasiones de peligro inspiraba y guiaba el valor de su tropa, debió exponer su persona y ejercer sus capacidades. El peso de las armas ofensivas y defensivas, que aún constituían la fuerza y seguridad de los romanos, les imposibilitaba cualquier persecución larga o eficaz; y como los jinetes de Oriente estaban entrenados en lanzar sus jabalinas y disparar sus arcos a alta velocidad y en cualquier dirección posible,[488] la caballería persa nunca era más formidable que en el momento de una huida rápida y desordenada. Pero la pérdida más cierta e irreparable de los romanos era la del tiempo. Los fuertes veteranos, acostumbrados al clima frío de Galia y Germania, desfallecían bajo el calor sofocante del verano asirio; su vigor se consumía con la repetición incesante de marchas y combates; y la marcha del ejército se suspendía por las precauciones de una retirada lenta y peligrosa en presencia de un enemigo activo. En el campamento romano, el valor y el precio de la subsistencia aumentaban cada día, cada hora, en tanto disminuían los abastos.[489] Juliano, que siempre se conformaba con la ración que hubiera despreciado un soldado hambriento, repartía para el uso de la tropa las provisiones imperiales y lo que pudiera separarse de la dotación para los caballos de los generales y tribunos. Pero este débil alivio sólo sirvió para agravar la sensación de penuria general; y los romanos empezaron a concebir el tenebroso recelo de que todos perecerían por hambre o por la espada de los bárbaros, antes de poder alcanzar las fronteras del imperio.[490]
Mientras Juliano luchaba con las dificultades casi insuperables de su situación, aún dedicaba las silenciosas horas de la noche al estudio y la contemplación. Cada vez que cerraba sus ojos en sueños cortos e interrumpidos, su mente se agitaba con penosa ansiedad: no sería sorprendente pensar que el numen del Imperio apareciese una vez más ante él, con su cabeza y su cuerno de la abundancia cubiertos por un velo fúnebre, y retirándose lentamente de la tienda imperial. El monarca se levantó de su lecho, y al salir a refrescar su espíritu agotado con el aire de la medianoche, contempló un meteorito ardiente que atravesó el cielo y desapareció súbitamente. Juliano se convenció de que había visto el semblante amenazador del dios de la guerra;[491] el concilio de los agoreros toscanos[492] que reunió declaró unánimemente que debía abstenerse de cualquier acción; pero en este caso la razón y la necesidad prevalecieron ante la superstición; y al romper el día sonaron los clarines. El ejército marchó a través de una región montañosa, y los persas habían ocupado las sierras en secreto. Juliano condujo la vanguardia con la destreza y la atención de un general consumado; se alarmó con la noticia de que su retaguardia había sido atacada repentinamente. El calor lo movió a dejar a un lado su armadura; pero le arrebató el escudo a uno de sus acompañantes y se apresuró, con suficientes refuerzos, en auxilio de la retaguardia. Un peligro similar llamó al intrépido príncipe a defender el frente, y mientras cabalgaba entre las columnas, una furiosa carga de caballería persa y elefantes atacó, y casi dominó, el centro del ala izquierda. Ese pesado cuerpo pronto fue rechazado con la oportuna evolución de la infantería ligera, que apuntó con destreza y eficacia sus armas contra las espaldas de los jinetes y las piernas de los elefantes. Los bárbaros huyeron; y Juliano, que estaba primero ante cualquier peligro, alentó la persecución con su voz y sus gestos. Su nerviosa guardia, dispersa y abrumada por la muchedumbre revuelta de amigos y enemigos, le recordó a su audaz soberano que estaba sin armadura y lo conminó a evitar la ruina inminente. Mientras gritaban,[493] los escuadrones fugitivos descargaron una nube de dardos y flechas; y una jabalina, después de arañar la piel de su brazo, le traspasó las costillas y se clavó en la parte inferior de su hígado. Juliano intentó desprender el arma mortal de su costado, pero el filo del acero cortó sus dedos y cayó exánime del caballo. Los guardias volaron en su auxilio, levantaron suavemente del suelo al emperador herido y lo llevaron fuera del tumulto de la batalla, hasta una tienda cercana. El informe del triste acontecimiento pasó de grado en grado, pero el dolor infundió en los romanos un valor invencible y deseos de venganza. Los dos ejércitos mantuvieron la sangrienta y obstinada contienda hasta que fueron separados por la oscuridad total de la noche. Los persas lograron algún honor con la ventaja que obtuvieron contra el ala izquierda, donde murió Anatolio, maestre de oficios, y apenas escapó el prefecto Salustio. Pero los acontecimientos del día fueron adversos a los bárbaros. Abandonaron el campo; sus dos generales, Meranes y Nohordates,[494] cincuenta nobles o sátrapas y una multitud de sus mejores soldados fueron muertos; y el éxito de los romanos, si Juliano hubiera sobrevivido, podría haber sido una victoria decisiva y provechosa.
Las primeras palabras que pronunció Juliano cuando se recuperó del desfallecimiento en el que cayó por la pérdida de sangre expresaron su espíritu guerrero. Pidió su caballo y sus armas y se mostró impaciente por correr a la batalla. El penoso esfuerzo consumió las fuerzas que le quedaban; y los cirujanos que examinaron su herida descubrieron los síntomas de la muerte próxima. Enfrentó ese momento atroz con el temperamento firme de un héroe y de un sabio; los filósofos que lo acompañaron en esta fatal expedición compararon la tienda de Juliano con la prisión de Sócrates; y los testigos que por obligación, amistad o curiosidad se habían reunido alrededor de su lecho escucharon con respetuoso dolor la oración fúnebre de su emperador moribundo.[495] «Amigos y compañeros de armas, llegó el plazo oportuno de mi partida; y cumplo, con el júbilo de un deudor preparado, con la demanda de la naturaleza. He aprendido de la filosofía cuánto más importante es el alma que el cuerpo, y que la separación de la sustancia más noble debe ser motivo de alegría antes que de aflicción. He aprendido de la religión que una muerte temprana suele ser un premio a la piedad,[496] y acepto, como un favor de los dioses, el golpe mortal que me resguarda contra el peligro de deshonrar un carácter que hasta ahora se ha apoyado en la virtud y la fortaleza. Muero sin remordimiento como he vivido sin culpa. Me complazco en reflexionar sobre la inocencia de mi vida privada; y puedo afirmar con confianza que la autoridad suprema, esa emanación del Poder Divino, se ha conservado pura e inmaculada en mis manos. Detestando las máximas corruptas y destructivas del despotismo, he considerado la felicidad del pueblo como la finalidad del gobierno. Subordinando mis acciones a las leyes de la prudencia, la justicia y la moderación, he confiado los acontecimientos al cuidado de la providencia. La paz fue el objeto de mis deseos, mientras que la paz fuera compatible con el bienestar público; pero cuando la voz imperiosa de mi país me llamó a las armas, expuse mi persona a los peligros de la guerra, con la clara previsión —que adquirí de las artes de la adivinación— de que mi destino era morir por una espada. Ahora ofrezco mi tributo de agradecimiento al Ser Eterno, que no consintió que pereciera por la crueldad de un tirano, por la daga secreta de una conspiración o por los tormentos dilatados de una lenta enfermedad. Me ha dado, en medio de una carrera honorable, una despedida espléndida y gloriosa de este mundo, y tengo por igualmente absurdo e igualmente vil, solicitar o rehusar el golpe del destino. He intentado decir mucho; pero mis fuerzas me abandonan, y siento que la muerte se aproxima. Voy a abstenerme cuidadosamente de pronunciar cualquier palabra que influencie vuestros sufragios en la elección de un emperador. Mi elección podría ser imprudente y desacertada; y si no fuera ratificada por el consentimiento del ejército, podría ser fatal para la persona que hubiera recomendado. Sólo expresaré, como un buen ciudadano, mis esperanzas de que los romanos puedan ser bendecidos con el gobierno de un soberano virtuoso.» Tras este discurso, que Juliano pronunció con un tono de voz firme y bondadoso, distribuyó, mediante un testamento militar,[497] los restos de su fortuna privada; y al hacer alguna pregunta sobre por qué no estaba presente Anatolio, entendió, por la respuesta de Salustio, que había muerto; y lloró, con amable inconsecuencia, la pérdida de su amigo. Al mismo tiempo reprobó el dolor inmoderado de los presentes, y los intimó a no deshonrar con lágrimas afeminadas la suerte de un príncipe que en unos instantes estaría unido a los cielos y a las estrellas.[498] Los presentes se quedaron en silencio; y Juliano entabló una discusión metafísica con los filósofos Prisco y Máximo sobre la naturaleza del alma. El esfuerzo que hizo con su mente y su cuerpo probablemente apresuró su muerte. Su herida comenzó a sangrar con renovada violencia; la hinchazón de las venas le entorpeció la respiración; pidió un trago de agua fresca y, cuando la hubo bebido, murió sin dolor, cerca de la medianoche. Éste fue el fin de aquel hombre extraordinario, a los treinta y dos años de edad, tras un reinado de un año y unos ocho meses desde la muerte de Constancio. En sus últimos momentos mostró, tal vez con alguna ostentación, el amor a la virtud y a la fama, que habían sido las pasiones dominantes de su vida.[499]
El triunfo del cristianismo y las calamidades del Imperio deben, en cierta medida, atribuirse al mismo Juliano, quien se negó a asegurar la concreción futura de sus planes designando oportuna y sensatamente a un socio y un sucesor. Pero la alcurnia real de Constancio Cloro se redujo a su propia persona; y si abrigaba seriamente el pensamiento de investir con la púrpura al más digno entre los romanos, se desvió de su propósito por las dificultades de la elección, los celos del poderío, el temor a la ingratitud y la jactancia natural del vigor, la juventud y la prosperidad. Su inesperada muerte dejó al Imperio sin dueño y sin heredero, en un estado de incertidumbre y de peligro que no había sido experimentado en ochenta años, desde la elección de Diocleciano. En un gobierno que casi había olvidado la distinción de la sangre pura y noble, la superioridad de nacimiento importaba poco; las pretensiones de la jerarquía militar eran accidentales y precarias; y los candidatos que aspiraban al trono vacante sólo podían apoyarse en el conocimiento de sus méritos personales o en la esperanza de la aceptación popular. Pero la situación de un ejército hambriento, cercado por una hueste bárbara, acortaba los momentos de pena y de deliberación. En esta escena de terror y aflicción, el cadáver del príncipe difunto, según sus propias directivas, fue decorosamente embalsamado; y al amanecer, los generales convocaron un senado militar, al cual fueron invitados los comandantes de las legiones y los oficiales de infantería y caballería. Pasaron tres o cuatro horas de la noche entre manejos secretos, y cuando se propuso la elección de un emperador, el espíritu de facción comenzó a agitar la asamblea. Víctor y Arinteo disponían de los restos de la corte de Constancio; los amigos de Juliano eran afectos a los jefes galos Dagalaifo y Nevita; y podía temerse que de la discordia entre dos partidos tan opuestos en sus características e intereses, en sus máximas de gobierno y tal vez en sus principios religiosos, se derivasen las consecuencias más fatales. Sólo las virtudes sobresalientes de Salustio podían reconciliar las desavenencias y unir los votos; y el venerable prefecto hubiera sido declarado inmediatamente sucesor de Juliano, si él mismo, con sincera y modesta firmeza, no hubiera alegado su edad y sus dolencias, tan inadecuadas para el peso de la diadema. Los generales, sorprendidos y desconcertados con su declinación, se mostraron dispuestos a adoptar el saludable consejo de un oficial inferior[500] de que debían actuar como en ausencia del emperador, poner en práctica todas sus habilidades para liberar al ejército de su actual conflicto y, si tenían la suficiente suerte como para alcanzar los confines de la Mesopotamia, proceder, en armonía y con detenimiento, a la elección de un soberano legítimo. Mientras debatían, unas cuantas voces saludaron a Joviano, que sólo era el primero de los domésticos,[501] con los nombres de Emperador y Augusto. La guardia que rodeaba la tienda repitió al instante la tumultuosa aclamación, y en unos minutos llegó al extremo de la línea. El nuevo príncipe, atónito con su propia fortuna, fue investido precipitadamente con los ornamentos imperiales, y recibió un juramento de fidelidad de los generales cuyo favor y protección había solicitado poco antes. La recomendación más fuerte de Joviano era el mérito de su padre, el conde Varroniano, que disfrutaba, en un honorable retiro, los frutos de sus largos servicios. En la oscura libertad de su situación privada, el hijo satisfacía su gusto por el vino y las mujeres, aunque sostenía, con mérito, la reputación de cristiano[502] y de soldado. Sin sobresalir en ninguna de las aptitudes ambiciosas que excitan la admiración y la envidia de la humanidad, la figura agraciada de Joviano, su temperamento alegre y su agudeza amistosa le granjearon el afecto de sus compañeros, y los generales de ambos partidos se conformaron con una elección popular que no había sido dirigida por las artes de sus enemigos. El orgullo de este ascenso imprevisto estaba atenuado por el fundado temor de que el mismo día podían terminar la vida y el reinado del nuevo emperador. La voz urgente de la necesidad se obedeció sin demora; y las primeras órdenes que expidió Joviano, a pocas horas del fallecimiento de su antecesor, fueron relativas a la continuación de la marcha, que era lo único que podía rescatar a los romanos de su actual peligro.[503]
La consideración de un enemigo se expresa más sinceramente por sus temores, y el nivel de temor puede medirse con precisión por la alegría con que celebra su liberación. La grata noticia de la muerte de Juliano, que un desertor llevó al campamento de Sapor, infundió en el abatido monarca una súbita confianza en la victoria. Inmediatamente destacó a la caballería real, quizás los diez mil Inmortales,[504] para secundar y apoyar la persecución y descargar todo el peso de sus fuerzas unidas sobre la retaguardia de los romanos. La retaguardia quedó sumida en el desorden; las renombradas legiones, que recibieron su título de Diocleciano y su belicoso compañero, fueron quebradas y pisoteadas por los elefantes; y tres tribunos perdieron su vida intentando contener la huida de sus soldados. Finalmente se restableció la batalla gracias al valor perseverante de los romanos; los persas fueron rechazados con una gran matanza de hombres y elefantes; y el ejército, después de marchar y pelear durante un largo día de verano, llegó al anochecer a Samara, en las orillas del Tigris, unas cien millas (160,93 km) sobre Ctesifonte.[505] Al día siguiente, en vez de acosar la marcha de Juliano, los bárbaros atacaron su campamento, que había sido alzado en un valle profundo y aislado. Los arqueros persas insultaban y hostigaban desde las colinas a los exhaustos legionarios; y un cuerpo de caballería, que había ingresado por la puerta pretoriana con un coraje desesperado, fue destrozado después de una reñida lucha, cerca de la tienda del emperador. A la noche siguiente se resguardó el campamento de Carche con los altos diques del río; y el ejército romano, aunque expuesto en todo momento a la persecución ultrajante de los sarracenos, alzó sus tiendas cerca de la ciudad de Dura,[506] a los cuatro días del fallecimiento de Juliano. El Tigris estaba todavía a su izquierda; sus esperanzas y provisiones casi se habían consumido; y los impacientes soldados, que se habían convencido ingenuamente de que las fronteras del Imperio no estaban muy lejos, solicitaron a su nuevo soberano que les permitiese aventurarse a cruzar el río. Con la ayuda de sus oficiales más sensatos, Joviano procuró contener su impetuosidad manifestándoles que, aun si poseían suficiente destreza y vigor como para contrarrestar el raudal de una corriente profunda y rápida, sólo se entregarían desnudos e indefensos a los bárbaros, que habían ocupado la orilla opuesta. Cediendo por fin a sus clamorosas molestias, consintió con reticencia que quinientos galos y germanos, acostumbrados desde su infancia a las aguas del Rin y del Danubio, intentaran la osada aventura, que podía servir como estímulo o como advertencia para el resto del ejército. En el silencio de la noche cruzaron a nado el Tigris, sorprendieron un puesto desprotegido de los enemigos, y al amanecer dieron la señal de su determinación y de su suerte. El éxito de esta tentativa inclinó al emperador a escuchar las promesas de sus arquitectos, que propusieron construir un puente flotante con las pieles infladas de ovejas, bueyes y cabras, cubiertas con una capa de tierra y maleza.[507] Perdieron dos días importantes en este infructuoso trabajo; y los romanos, que ya soportaban las miserias del hambre, lanzaban miradas desahuciadas sobre el Tigris y sobre los bárbaros, cuyo número y obstinación aumentaban con las penurias del ejército imperial.[508]
En esta situación desesperada, el ánimo débil de los romanos revivió con el eco de la paz. La transitoria jactancia de Sapor había desaparecido: observó, con seria preocupación, que en la reiteración de combates parejos había perdido a sus nobles más fieles e intrépidos, a sus tropas más valientes y la mayor parte de su manada de elefantes; y el experimentado monarca temía provocar la resistencia de la desesperación, las vicisitudes de la suerte y los poderes aún no agotados del Imperio Romano, que pronto podían avanzar para socorrer, o para vengar, al sucesor de Juliano. El mismo surena, acompañado de otro sátrapa, se presentó en el campamento de Joviano,[509] y manifestó que la clemencia de su soberano se avenía a expresar las condiciones bajo las cuales accedería a perdonar y despedir al César con los vestigios de su ejército prisionero. La esperanza de salvación atenuó la firmeza de los romanos; el dictamen de su consejo y los gritos de los soldados forzaron al emperador a aceptar la oferta de paz; y el prefecto Salustio fue enviado inmediatamente, con el general Arinteo, para escuchar la voluntad del Gran Rey. El astuto persa dilató la conclusión del acuerdo bajo varios pretextos; creaba dificultades, pedía explicaciones, proponía documentos, se retractaba de sus concesiones, aumentaba sus demandas, y consumió cuatro días en los ardides de la negociación, hasta que agotó las provisiones que todavía quedaban en el campamento romano. Si Joviano hubiera sido capaz de llevar a cabo una medida valiente y sensata, habría continuado su marcha con incesante diligencia; el avance del tratado habría suspendido los ataques de los bárbaros, y antes de que terminara el cuarto día podría haber alcanzado a salvo la provincia fértil de Corduene, distante sólo cien millas (160,93 km).[510] El indeciso emperador, en vez de quebrantar los esfuerzos del enemigo, esperó su destino con paciente resignación, y aceptó las condiciones humillantes de paz que ya no estaba en su poder desechar. Las cinco provincias más allá del Tigris, que habían sido cedidas por el abuelo de Sapor, fueron devueltas a la monarquía persa. Adquirió, por un único artículo, la ciudad inexpugnable de Nisibis, que había resistido en tres sitios sucesivos los esfuerzos de su ejército. Singara y el castillo de los moros, una de las plazas más fuertes de la Mesopotamia, fueron igualmente separadas del Imperio. Se consideró como una indulgencia que se les permitiera a los habitantes de esas fortalezas retirarse con sus haberes; pero el vencedor insistió con rigor en que los romanos abandonasen para siempre al rey y reino de Armenia. Se pactó la paz, o más bien una larga tregua de treinta años, entre las naciones enemigas; la fe del tratado se ratificó con juramentos solemnes y ceremonias religiosas; y, para asegurar el cumplimiento de las condiciones,[511] se repartieron recíprocamente rehenes de distinguida jerarquía.
El sofista de Antioquía, que miraba con indignación el cetro de su héroe en la mano débil de un sucesor cristiano, declara su admiración por la moderación de Sapor al conformarse con una parte tan pequeña del Imperio Romano. Si hubiera extendido hasta el Éufrates el reclamo de su ambición, podía haber estado seguro, dice Libanio, de no encontrarse con una negativa. Si hubiera fijado como límite de Persia el Orontes, el Cidno, el Sangario, e incluso el Bósforo de Tracia, los aduladores en la corte de Joviano no habrían sido insuficientes para convencer al tímido monarca de que las restantes provincias todavía podrían satisfacer ampliamente el poder y el lujo.[512] Sin adoptar esta maliciosa insinuación en toda su fuerza, debemos reconocer que la ambición privada de Joviano facilitó la concreción de un tratado tan ignominioso. El oscuro doméstico, ascendido al trono por la suerte más que por sus méritos, estaba impaciente por escapar de las manos de los persas para prevenir los intentos de Procopio, que mandaba el ejército de Mesopotamia, y establecer su dudoso reinado sobre las legiones y provincias que todavía ignoraban la precipitada y tumultuosa elección del campamento más allá del Tigris.[513] En las cercanías del mismo río, no muy lejos del fatal puesto de Dura,[514] los diez mil griegos, sin generales, guías o provisiones, fueron abandonados, a más de mil doscientas millas (1. 931,16 km) de su país, al resentimiento de un monarca victorioso. La diferencia de su conducta y éxito dependió mucho más de su carácter que de su situación. En vez de resignarse dócilmente a las deliberaciones secretas y a las miras personales de un solo individuo, el dictamen de los griegos unidos estaba inspirado por el generoso entusiasmo de una asamblea popular, donde el ánimo de cada ciudadano se llena con el amor a la gloria, el orgullo de la libertad y el menosprecio hacia la muerte. Conscientes de su superioridad en armas y en disciplina sobre los bárbaros, se negaron a rendirse y rechazaron la capitulación; su paciencia, coraje y habilidad militar superaron todos los obstáculos; y la memorable retirada de los diez mil expuso y ofendió la debilidad de la monarquía persa.[515]
Como precio de estas vergonzosas concesiones, el emperador romano tal vez podría haber estipulado que el campamento de los romanos fuera plenamente abastecido[516] y que les permitieran cruzar el Tigris por el puente que habían construido los persas. Pero si Juliano se atrevió a solicitar esos términos equitativos, fueron duramente rechazados por el arrogante tirano de Oriente, cuya clemencia había perdonado a los invasores de su país. Los sarracenos interceptaban a veces a los rezagados en la marcha, pero los generales y las tropas de Sapor respetaron la tregua y se consintió que Joviano buscase el lugar más conveniente para cruzar el río. Los pequeños bajeles que habían sido salvados del incendio de la flota prestaron el servicio más esencial. Primero llevaron al emperador y a sus favoritos, y luego transportaron, en varios viajes sucesivos, gran parte del ejército. Pero como cada cual estaba ansioso por su seguridad personal y temeroso de quedarse en la orilla enemiga, los soldados, demasiado impacientes como para esperar el lento retorno de los botes, se aventuraban en balsas livianas u odres inflados y, remolcando sus caballos, intentaban con mayor o menor éxito cruzar el río a nado. Muchos de estos audaces aventureros fueron tragados por las olas; muchos otros, arrastrados por la violencia de la corriente, fueron una presa fácil para la avaricia o la crueldad de los árabes salvajes; y la pérdida del ejército en el cruce del Tigris no fue inferior a la matanza de un día de batalla. Tan pronto como los romanos alcanzaron la margen occidental, se liberaron de la persecución hostil de los bárbaros; pero soportaron, en una marcha trabajosa de doscientas millas (321,86 km) por las llanuras de la Mesopotamia, los extremos de la sed y del hambre. Tuvieron que atravesar un arenoso desierto que, en una extensión de setenta millas (112,65 km), no les proporcionó una sola brizna de agradable hierba ni un solo manantial de agua fresca, y en el resto del inhóspito yermo no había una huella amiga ni enemiga. Si se descubría en el campamento una pequeña medida de harina, se pagaban ávidamente veinte libras (9,2 kg) a diez piezas de oro,[517] se mataban y se devoraban los animales de carga, y el desierto quedó cubierto con las armas y arreos de los soldados romanos, cuyas ropas andrajosas y rostros descarnados mostraban sus sufrimientos pasados y su actual miseria. Un pequeño convoy de provisiones se adelantó al encuentro del ejército hasta el castillo de Ur; y el abastecimiento fue tanto más grato en cuanto demostraba la lealtad de Sebastián y de Procopio. El emperador recibió amablemente en Tilsafata[518] a los generales de Mesopotamia; y los restos de un ejército que una vez fue floreciente reposaron al fin bajo los muros de Nisibis. Los mensajeros de Joviano ya habían proclamado, en un lenguaje adulador, su elección, su tratado y su regreso; y el nuevo príncipe había tomado las medidas más eficaces para asegurar la lealtad de los ejércitos y las provincias de Europa, poniendo los mandos militares en manos de aquellos oficiales que, por interés o por inclinación, apoyarían firmemente la causa de su benefactor.[519]
Los amigos de Juliano habían anunciado con confianza el éxito de su expedición. Tenían la vana creencia de que los templos de los dioses se enriquecerían con los trofeos de Oriente; de que Persia sería reducida al humilde estado de una provincia tributaria, gobernada por las leyes y los magistrados de Roma; de que los bárbaros adoptarían la vestimenta, las costumbres y el idioma de sus conquistadores, y de que la juventud de Ecbátana y Susa estudiaría las artes de la retórica con maestros griegos.[520] Con el avance del ejército de Juliano se interrumpió la comunicación con el Imperio, y desde el momento en que cruzaron el Tigris, sus afectuosos súbditos desconocían el destino y la suerte de su príncipe. El triste rumor de su muerte interrumpió la contemplación de imaginarios triunfos, y persistieron en la duda hasta que ya no pudieron negar la verdad de aquel fatal acontecimiento.[521] Los mensajeros de Joviano divulgaron el relato engañoso de una paz prudente y necesaria; la voz de la fama, más fuerte y más sincera, reveló el deshonor del emperador y las condiciones del ignominioso tratado. El ánimo del pueblo se llenó de asombro y dolor, de indignación y terror, cuando se le informó que el indigno sucesor de Juliano había renunciado a las cinco provincias adquiridas por la victoria de Galerio y que había entregado vergonzosamente a los bárbaros la importante ciudad de Nisibis, el firme baluarte de las provincias de Oriente.[522] Se discutió libremente en las conversaciones populares la profunda y peligrosa cuestión de hasta dónde deben observarse los tratados cuando se vuelven incompatibles con la seguridad pública, y se abrigó alguna esperanza de que el emperador se redimiera de su comportamiento pusilánime con un magnífico acto de traición patriótica. El espíritu inflexible del Senado romano siempre se había desentendido de las condiciones desfavorables provocadas por el peligro de su ejército cautivo; y si hubiera sido necesario entregar al general culpable a manos de los bárbaros para satisfacer el honor nacional, la mayor parte de los súbditos de Joviano hubiera aceptado de buen grado los antecedentes de los tiempos antiguos.[523]
Pero el emperador, cualesquiera que fuesen los límites de su autoridad constitucional, era el dueño absoluto de las leyes y las armas del Estado, y los mismos motivos que lo habían obligado a firmar el tratado de paz lo forzaban ahora a cumplirlo. Estaba impaciente por asegurar un imperio a costa de unas pocas provincias, y los nombres respetables de la religión y el honor encubrían los temores personales y la ambición de Joviano. No obstante las respetuosas solicitudes de los habitantes, tanto el decoro como la prudencia le impedían al emperador alojarse en el palacio de Nisibis; pero a la mañana siguiente de su llegada, Bineses, embajador de Persia, entró en la plaza, enarboló en la ciudadela el estandarte del Gran Rey, y proclamó en su nombre la cruel alternativa de exilio o servidumbre. Los principales ciudadanos de Nisibis, que hasta aquel momento fatal habían confiado en la protección de su soberano, se arrojaron a sus pies. Lo instaron a no abandonar una colonia leal, o al menos a no entregarla, a la cólera de un tirano bárbaro, exasperado por las tres derrotas sucesivas que había sufrido bajo los muros de Nisibis. Todavía poseían armas y valor para repeler a los invasores de su país; sólo pedían autorización para usarlos en defensa propia; y tan pronto como afirmaran su independencia, le implorarían el favor de ser admitidos nuevamente en el rango de sus súbditos. Sus argumentos, su elocuencia, sus lágrimas fueron inútiles. Joviano alegó, con alguna confusión, la santidad del juramento; y como la renuencia con que aceptó el presente de una corona de oro convenció a los ciudadanos de su desesperada situación, el abogado Silvano se vio inducido a exclamar: «¡Oh, emperador! ¡Así seas coronado por todas las ciudades de vuestros dominios!». Joviano, que en pocas semanas había asumido los hábitos de un príncipe,[524] se molestó con la libertad y se ofendió con la verdad; y como supuso con razón que el descontento del pueblo podía inclinarlo a someterse al gobierno persa, publicó un edicto, bajo pena de muerte, ordenando que debían dejar la ciudad dentro del término de tres días. Amiano ha delineado en vivos colores la escena de desesperación general, que parece haber mirado con compasión.[525] La juventud guerrera desamparó, con dolor indignado, las murallas que había defendido tan gloriosamente; la doliente desconsolada dejó caer una última lágrima sobre la tumba de un hijo o un esposo, que pronto debía ser profanada por la mano ruda de un dueño bárbaro; y el ciudadano anciano besó el umbral y se aferró a las puertas de la casa donde había pasado las horas alegres y despreocupadas de su infancia. La trémula multitud abarrotó las carreteras; las distinciones de rango, sexo y edad se perdieron en la calamidad general. Cada cual procuraba llevarse algún resto de su fortuna; y como no podían disponer del servicio inmediato de un número adecuado de caballos o carros, tuvieron que dejar tras ellos la mayor parte de sus objetos de valor. La insensibilidad salvaje de Joviano parece haber agravado las dificultades de esos infelices fugitivos. Sin embargo, fueron asentados en un barrio recién construido de Amida; y esa ciudad en ascenso, con el refuerzo de una colonia muy considerable, recobró pronto su antiguo esplendor y se transformó en la capital de Mesopotamia.[526] El emperador despachó órdenes similares para la evacuación de Singara y el castillo de los moros, y para la restitución de las cinco provincias más allá del Tigris. Sapor disfrutó de la gloria y los frutos de su victoria; y esta paz ignominiosa ha sido considerada con justicia como una época memorable en la decadencia y caída del Imperio Romano. Los antecesores de Joviano habían renunciado a veces al dominio de provincias distantes e improductivas; pero desde la fundación de la ciudad, el numen de Roma, el dios Término, que custodiaba las fronteras de la república, nunca se había retirado ante la espada de un enemigo victorioso.[527]
Una vez que Joviano cumplió aquellos compromisos que la voz de su pueblo lo había tentado a violar, se apresuró a marcharse del escenario de la deshonra y se encaminó con toda su corte a disfrutar del lujo de Antioquía.[528] Sin consultar los mandatos del celo religioso, se dispuso, por humanidad y gratitud, a otorgar los últimos honores a los restos de su soberano difunto;[529] y Procopio, que lamentaba sinceramente la pérdida de su pariente, fue removido del mando del ejército, bajo el pretexto decoroso de conducir el funeral. El cadáver de Juliano se trasladó de Nisibis a Tarso en una lenta marcha de quince días, y cuando pasaba por las ciudades de Oriente, era saludado por las facciones enemigas con lamentos fúnebres e insultos clamorosos. Los paganos ya ubicaban a su amado héroe en la jerarquía de aquellos dioses cuyo culto había restaurado, mientras que las invectivas de los cristianos perseguían el alma del apóstata hasta el infierno y su cuerpo hasta el sepulcro.[530] Un grupo lamentaba la ruina próxima de sus altares, el otro celebraba la maravillosa liberación de la Iglesia. Los cristianos aplaudían con fuerza y ambiguamente el golpe de la venganza divina, que había estado suspendido durante tanto tiempo sobre la cabeza culpable de Juliano. Manifestaban que la muerte del tirano, en el momento en que expiró más allá del Tigris, fue revelada a los santos de Egipto, Siria y Capadocia;[531] y en vez de admitir que había caído por los flechazos persas, su indiscreción atribuía la heroica muerte a la mano oculta de algún campeón mortal o inmortal de la fe.[532] Una declaración tan imprudente fue adoptada con entusiasmo por la malicia o la credulidad de sus adversarios,[533] que insinuaban oscuramente o afirmaban en secreto que los administradores de la Iglesia habían instigado y dirigido el fanatismo de un asesino doméstico.[534] Más de dieciséis años después de la muerte de Juliano, el cargo fue solemne y vehementemente impulsado por Libanio en un discurso público dirigido al emperador Teodosio. Sus sospechas no se apoyan en hechos ni en argumentos, y sólo podemos apreciar el generoso afán del sofista de Antioquía por las cenizas frías y descuidadas de su amigo.[535]
Era una antigua costumbre, tanto en los funerales como en los triunfos de Roma, que la voz de la alabanza debía corregirse con la de la sátira y el ridículo, y que, en medio de la espléndida ceremonia que mostraba la gloria de los vivos o de los muertos, no debían ocultarse sus imperfecciones a los ojos del mundo.[536] Esta costumbre se practicó en los funerales de Juliano. Los comediantes, resentidos por su desprecio y aversión al teatro, exhibieron con el aplauso del auditorio cristiano una representación viva y exagerada de las faltas y desatinos del emperador difunto. Su carácter diverso y sus costumbres singulares proporcionaron un amplio campo al cumplido y al ridículo.[537] En el ejercicio de sus inusuales talentos descendía a menudo por debajo de la majestad de su rango. Alejandro fue transformado en Diógenes, el filósofo fue degradado a sacerdote. Su excesiva vanidad manchó la pureza de su virtud, su superstición alteró la paz y arriesgó la seguridad de un poderoso imperio; y su extraña agudeza tenía menos derecho a la indulgencia en tanto parecía ser un esfuerzo trabajoso del artificio o incluso de la afectación. Los restos de Juliano fueron enterrados en Tarso de Cilicia; pero su imponente tumba, que se levanta en esa ciudad a la orilla del fresco y cristalino Cidno,[538] desagradaba a los fieles amigos que amaban y reverenciaban la memoria de aquel hombre extraordinario. El filósofo expresó su deseo, muy racional, de que el discípulo de Platón reposara entre las arboledas de la Academia,[539] mientras que los soldados exclamaban, en el tono más audaz, que las cenizas de Juliano debían haber sido mezcladas con las de César, en el Campo de Marte, y entre los antiguos monumentos a la virtud romana.[540] La historia de los príncipes no repite con frecuencia un ejemplo de competencia similar.