XXXI

INVASIÓN DE ALARICO A ITALIA - COSTUMBRES DEL SENADO ROMANO Y DEL PUEBLO - LOS GODOS SITIAN ROMA TRES VECES Y, POR ÚLTIMO, LA SAQUEAN - MUERTE DE ALARICO - LOS GODOS EVACUAN ITALIA - CAÍDA DE CONSTANTINO - LOS BÁRBAROS OCUPAN GALIA Y ESPAÑA - INDEPENDENCIA DE BRETAÑA

La incapacidad de un gobierno débil y desvariado suele ofrecer la apariencia —y acarrear los resultados— de un acuerdo traidor con el enemigo público. Si se hubiera incluido al propio Alarico en el consejo de Ravena, probablemente habría recomendado las mismas disposiciones que los ministros de Honorio.[1231] El rey de los godos podría haber conspirado, quizá, con alguna renuencia, para destruir a un adversario formidable cuyas armas, tanto en Italia como en Grecia, lo habían vencido ya dos veces. El odio activo e interesado del consejo de Ravena terminó de completar con esmero la desgracia y la ruina del gran Estilicón. La valentía de Saro, su renombre militar y su influjo personal o hereditario sobre los bárbaros confederados podían recomendarlo únicamente a los amantes de su patria, que menospreciaban o detestaban la personalidad, sin ningún valor, de Turpilión, Varanes y Vigilancio. A instancias de los nuevos favoritos, aquellos generales, indignos —como lo habían demostrado— de llevar el nombre de soldados,[1232] fueron promovidos al mando de la caballería, la infantería y la tropa nacional.

El príncipe godo habría firmado con gusto el edicto que el fanatismo de Olimpio sugirió al sencillo y devoto emperador. Honorio excluyó de todo cargo público a quienes se oponían a la Iglesia católica, rechazaba sin remedio el servicio de los que disentían de él en cuanto a la religión y descalificó con impulsividad a muchos de los mejores y más valientes oficiales que se mantenían en el paganismo o que profesaban el arrianismo.[1233] Alarico podría haber aprobado y, quizá, sugerido estas medidas tan ventajosas para un enemigo, pero parece dudoso que el bárbaro atendiese a su interés a costa de la crueldad inhumana y absurda como la cometida por las directivas o, por lo menos, con la connivencia de los ministros imperiales. Los auxiliares extranjeros, cercanos a Estilicón, lloraron su muerte, pero refrenaron sus deseos de venganza a raíz del temor por sus esposas e hijos, mantenidos como rehenes en las ciudades fuertes de Italia, donde tenían también depositados sus bienes más valiosos. Al mismo tiempo, y como por una señal convenida, las ciudades de Italia fueron mancilladas con las mismas escenas de matanza y saqueo que sufrieron las familias y las pertenencias de los bárbaros. Airados con tal ultraje, que soliviantaría, incluso, a las personas más apocadas y serviles, los extranjeros volvieron su mirada de indignación y esperanza hacia el campamento de Alarico, y juraron unánimes perseguir en una guerra justa e implacable a la pérfida nación que había violado las leyes de la hospitalidad de manera tan despreciable. Por la conducta imprudente de los ministros de Honorio, la república perdió el auxilio y se ganó la enemistad de treinta mil soldados sobresalientes, y el peso de aquel ejército formidable, que por sí solo podía determinar el curso de la guerra, torció la balanza del lado de los romanos al de los godos (septiembre de 408 d. C.).

Tanto en las artes de la negociación como en las de la guerra, el rey godo mantuvo la superioridad sobre unos enemigos cuyos cambios aparentes procedían de la falta total de consejos y de designios. Alarico, desde su campamento en el confín de Italia, observaba con atención las revoluciones del palacio, vigilaba los progresos de las facciones y del descontento, disimulaba la faceta hostil de invasor bárbaro y asumía la apariencia más popular de amigo y aliado del gran Estilicón, a cuyas virtudes, que ya no eran extraordinarias, podía tributar alabanzas fundadas y sinceras.

El pedido apremiante de los disconformes, que urgían al rey de los godos a invadir Italia, se robustecía con el sentimiento vivo de sus propios agravios; en particular, se quejaba de que los ministros imperiales aún dilataban el pago de las cuatro mil libras (1840 kg) de oro que le había concedido el Senado romano en pago por sus servicios o para aplacar su ira. Su entereza se apoyaba en una astuta moderación, que contribuyó al éxito de sus planes: pidió una compensación justa y razonable, y brindó todas las certezas de que, apenas la obtuviera, se retiraría. Se negó a creer en la buena fe de los romanos, a menos que Ecio y Jasón, hijos de oficiales eminentes del Estado, fueran como rehenes a su campamento, pero ofreció enviar en cambio a varios jóvenes de la mayor alcurnia de la nación goda.

Los ministros de Ravena interpretaron la moderación de Alarico como una evidencia de flaqueza y temor, no se molestaron en negociar un tratado ni en reunir un ejército y, con una confianza temeraria, hija de su propia ignorancia del peligro que corrían, desperdiciaron irreparablemente los momentos decisivos de la paz y de la guerra. Mientras esperaban con ceñudo silencio que los bárbaros evacuasen el confín de Italia, Alarico, en una marcha rápida y audaz, cruzó los Alpes y el Po; saqueó velozmente las ciudades de Aquileia, Alteno, Concordia y Cremona, que se rindieron a sus armas; aumentó sus fuerzas con el ingreso de treinta mil auxiliares, y, sin tropezar con un solo enemigo, avanzó hasta las orillas de la ciénaga que resguardaba la residencia inexpugnable del emperador de Occidente.

En vez de empeñarse en el vano intento del sitio de Ravena, el prudente caudillo godo se encaminó a Rímini, asoló la costa del Adriático y planeó la conquista de la antigua dueña del mundo. Un ermitaño italiano, cuyo fervor y santidad respetaban los propios bárbaros, se encontró con el monarca victorioso y clamó con audacia la ira del Cielo contra los opresores de la Tierra; pero el santo quedó desconcertado por la afirmación de Alarico de que sentía un impulso secreto y sobrenatural que dirigía e, incluso, compelía su marcha hacia las puertas de Roma. Sentía que su talento y su estrella estaban a la altura de las empresas más arduas, y el entusiasmo que infundió a los godos acabó con el respeto popular y casi supersticioso de las naciones hacia la majestad del nombre de Roma. Esperanzadas con el botín, sus tropas siguieron la Via Flaminia, ocuparon los pasos indefensos de los Apeninos,[1234] descendieron a las ricas llanuras de Umbría y, cuando acamparon a las orillas del Clitumno, pudieron matar y devorar a su antojo los bueyes blancos que durante tanto tiempo estuvieron reservados para la celebración de los triunfos romanos.[1235] Su ubicación en lo alto y una tormenta eléctrica propia de la temporada preservaron el pueblo de Narni; el rey de los godos, despreciando presa tan pequeña, avanzó con el vigor intacto y, después de atravesar por arcos majestuosos, adornados con los botines de victorias bárbaras, plantó su campamento en los muros de Roma.[1236]

Durante un período de seiscientos diecinueve años, la presencia de enemigos extranjeros nunca había violado la sede del Imperio. La expedición malograda de Aníbal[1237] sirvió sólo para manifestar el carácter del Senado y del pueblo, de un Senado deslucido antes que ennoblecido, en comparación con la asamblea de reyes, y de un pueblo al cual el embajador de Pirro aplicaba los recursos inagotables de la hidra.[1238] Cada senador, en tiempos de la guerra púnica, ya había cumplido su plazo de servicio militar, como subordinado o con un cargo alto, y el decreto que revestía con mando temporal a quienes habían sido cónsules, censores o dictadores proporcionaba a la república el refuerzo inmediato de muchos generales valientes y experimentados. Al principio de aquella guerra, el pueblo romano constaba de doscientos cincuenta mil ciudadanos en edad de tomar las armas.[1239] Cincuenta mil ya habían muerto en defensa de su país, y las veintitrés legiones empleadas en los diversos campamentos de Italia, Grecia, Cerdeña, Sicilia y España necesitaban alrededor de cien mil hombres. Pero en Roma y sus alrededores, quedaba igual número de hombres que abrigaban el mismo denuedo, y todos los ciudadanos se criaban desde su niñez entre la disciplina y los ejercicios militares. Aníbal quedó asombrado con la constancia del Senado, que lo estuvo esperando sin levantar el sitio de Capua ni llamar a sus fuerzas dispersas. Acampó a las orillas del Anio, a tres millas (4,6 km) de la ciudad, y poco después le informaron que el solar de su campamento acababa de venderse en subasta pública a un precio adecuado, y que, además, acababa de marcharse, por el camino opuesto, un cuerpo de reclutas para reforzar las legiones de España.[1240] Aníbal acaudilló a sus africanos hasta las puertas de Roma, donde halló tres ejércitos en formación de combate, preparado para recibirlo, pero temió una batalla en la que no tenía esperanza de sobrevivir si no acababa con el último de sus enemigos. Su retirada presurosa proclamó el valor invencible de los romanos.

Desde los tiempos de la guerra púnica, la sucesión ininterrumpida de senadores había conservado el nombre y la imagen de la república, y los súbditos degradados de Honorio pretendían descender de los héroes que habían rechazado a Aníbal y habían avasallado las naciones de la Tierra. Los honores temporales que la mística Paula[1241] heredó y despreció se hallan historiados con esmero por Jerónimo, guía de su conciencia y cronista de su vida. La alcurnia de su padre, Rogato, se remontaba hasta Agamenón, parecería traicionar el origen griego; pero su madre, Blesila, contaba con los Escipiones, Paulo Emilio y los Gracos en la lista de sus antepasados. Toxocio, marido de Paula, encabezaba su linaje real con Eneas, fundador de la familia Julia. La vanidad de los ricos, quienes deseaban ser nobles, se gratificaba con estas altas pretensiones. Envalentonados por el aplauso de sus aduladores, les resultaba fácil imponerse sobre la credulidad del vulgo; se apoyaban, en cierta medida, en la costumbre de adoptar el nombre del dueño, que prevaleció siempre entre los libertos y clientes de las familias ilustres. La mayor parte de estas familias, sin embargo, agredidas por la violencia externa o por decadencia interior, se fueron extinguiendo paulatinamente, y era mucho más razonable buscar la línea de veinte generaciones entre las montañas de los Alpes o en la soledad apacible de Apulia que en el gran teatro de Roma, sede del destino, de los peligros y de revoluciones incesantes. En cada reinado y en todas las provincias del Imperio, catervas de aventureros desvergonzados que sobresalían por su ingenio o sus vicios usurparon las riquezas, los títulos y los palacios de Roma, y oprimieron o protegieron los pobres restos de las familias consulares, que ignoraban, quizá, los blasones de sus antepasados.[1242]

En tiempo de Jerónimo y de Claudiano, todos los senadores daban preeminencia a la alcurnia Anicia. Un breve repaso de su historia servirá para valorar la jerarquía y la antigüedad de las familias nobles, que competían apenas por el segundo lugar.[1243] En las cinco primeras épocas de la ciudad, el nombre de los Anicios era desconocido. Aparentemente, provenían de Preneste, y la ambición de estos ciudadanos nuevos quedaba más que satisfecha con los honores plebeyos de tribunos del pueblo.[1244] Ciento sesenta y ocho años antes de la era cristiana, se ennobleció la familia con la pretoría de Anicio, quien terminó con éxito la guerra ilírica, conquistando la nación y tomando cautivo a su rey.[1245] Desde aquel triunfo, tres consulados, en períodos diferentes, indican la sucesión de los Anicios.[1246] Del reinado de Diocleciano a la ruina del Imperio occidental, ese nombre brilló con tal esplendor que ni la púrpura imperial lo eclipsaba en el concepto público.[1247] Sus diversas ramas unieron, por matrimonio o por herencia, las riquezas y los títulos de las familias de los Ennios, Petronios y Olibrios, y en cada generación se multiplicaban los consulados por derecho de herencia.[1248] Los Anicios sobresalieron en la fe y en la opulencia: fueron los primeros del Senado romano en abrazar el cristianismo, y es probable que Anicio Juliano, después cónsul y prefecto de la ciudad, haya reparado su relación con la facción de Magencio con la rapidez con que aceptó la religión de Constantino.[1249] El gran patrimonio familiar se incrementó con la diligencia de Probo, jefe de la familia Anicia, quien compartió con Graciano los honores del consulado y ejerció cuatro veces el alto cargo de prefecto pretoriano.[1250] Sus inmensas posesiones se distribuían por toda la extensión del mundo romano, y aunque el pueblo sospechara de los métodos con que las había adquirido o los desaprobara, la generosidad y magnificencia de aquel estadista afortunado merecían el agradecimiento de sus ahijados y la admiración de los extraños.[1251] Era tal el respeto que se tributaba a su memoria que los dos hijos de Probo, en su más temprana juventud y a instancias del Senado, quedaron asociados a la dignidad consular; distinción memorable y sin precedentes en los anales de Roma.[1252]

«Los mármoles del palacio Anicio» era una expresión proverbial de opulencia y esplendor;[1253] y los nobles y senadores de Roma aspiraban, en su medida, a imitar a esa familia ilustre. La descripción precisa de la ciudad compuesta en la época de Teodosio especifica mil setecientas ochenta casas donde vivían ricos y honorables ciudadanos.[1254] Muchas de estas mansiones lujosas casi justificarían la exageración del poeta de que Roma albergaba cantidad de palacios, y que cada uno era como una ciudad, pues incluía en su recinto todo lo que podía ser útil para cubrir las necesidades o los lujos: mercado, picaderos, templos, fuentes, baños, pórticos, arboledas y pajareras.[1255]

El historiador Olimpiodoro, quien describió el estado de Roma cuando la sitiaron los godos,[1256] tomó nota de que muchos de los senadores más acaudalados solían recibir de sus propiedades una renta anual de cuatro mil libras de oro (1800 kg), sin contar la provisión fija de trigo y vino que, vendida, ascendería en valor a un tercio del dinero. Para comparar con esta riqueza desmesurada, una renta corriente de mil o mil quinientas libras de oro (450 ó 675 kg) se consideraba más que suficiente para la jerarquía de senador, que exigía muchos gastos de ostentación pública. En la época de Honorio, quedaron registrados muchos ejemplos, de nobles populares y vanidosos que celebraban el año de su pretoría con festejos que duraban un semana entera y solían costar más de cien mil libras esterlinas.[1257] Las propiedades de los senadores romanos, que tanto sobrepasaban la medida de riqueza moderna, no se limitaban a Italia. Se extendían más allá del mar Jónico y el Egeo, hasta las provincias más remotas: la ciudad de Nicópolis, fundada por Augusto como monumento perpetuo de la victoria de Accio, era propiedad de la devota Paula.[1258] Séneca observó que ríos que antes dividían naciones enemigas ahora fluían a través de tierras pertenecientes a ciudadanos privados.[1259] Según la índole y las circunstancias, las propiedades eran cultivadas por manos de esclavos u otorgadas, por una determinada renta, a un agricultor diligente. Los escritores especialistas en economía de la Antigüedad recomendaban enérgicamente el primer método donde fuera practicable, pero, si la finca estaba alejada del ojo del amo, era preferible el cuidado activo de un arrendatario ligado a la tierra e interesado en producir a la administración mercenaria de algún descuidado y, quizá, infiel mayordomo.[1260]

Los nobles opulentos, que nunca fueron estimulados a perseguir lauros militares y, rara vez, comprometidos en las ocupaciones del gobierno civil, limitaban naturalmente sus placeres a los asuntos y las diversiones de la vida privada. En Roma se despreciaba el comercio, pero los senadores, desde los primeros tiempos de la república, fueron acrecentando su patrimonio y multiplicando su clientela con la práctica lucrativa de la usura, y eludían o violaban las leyes obsoletas según las necesidades y los intereses de ambas partes del negocio.[1261] En Roma debe de haber habido siempre una considerable cantidad de dinero, o en la moneda corriente del Imperio, o en oro o plata labrada; ya en tiempos de Plinio, había en varias alacenas más plata maciza que la que aportó Escipión cuando conquistó Cartago.[1262] La mayor parte de los nobles, que disipaban sus fortunas en abundantes lujos, eran pobres en medio de la riqueza y holgazanes en su ronda incesante de derroche. Sus deseos eran gratificados al momento por el trabajo de mil brazos de esclavos domésticos, coaccionados por el miedo a los castigos, y de variados artífices y mercaderes, motivados por la expectativa de ganancias. Los antiguos carecían de muchas comodidades, inventadas o mejoradas con los progresos de la industria; y la abundancia del cristal y del lienzo ha proporcionado más comodidad a las naciones modernas de Europa que cuanto podían obtener los riquísimos senadores con toda su lujosa sensualidad.[1263] Ya se han estudiado en detalle los pormenores de sus lujos y de sus costumbres, y como esta tarea me desviaría demasiado del objetivo del presente trabajo, describiré la situación auténtica de Roma y de sus habitantes propia de la época de la invasión goda. Amiano Marcelino, quien eligió atinadamente la capital del Imperio como la mejor residencia para un historiador de su propio tiempo, combinó el relato de los acontecimientos públicos con una viva representación de las escenas con las cuales estaba familiarizado. El lector discreto no siempre aprobará la aspereza de la censura, la elección de las circunstancias o el estilo de su lenguaje, y, tal vez, descubra los prejuicios ocultos y los resentimientos personales que amargaron el carácter del propio Amiano, pero seguramente observará con interés filosófico el retrato interesante y original de las costumbres de Roma.[1264] Así se explica el historiador:

La grandeza de Roma se basó en la alianza extraña y casi increíble de la virtud y la fortuna. El dilatado plazo de su niñez se empleó en costosas luchas contra las tribus de Italia, vecinas y enemigas de la ciudad naciente. En la fortaleza y el ardor de su juventud, sostuvo las tormentas de la guerra; llevó sus armas victoriosas más allá de los mares y las montañas y trajo a casa laureles triunfadores de cada nación del globo. Por fin, llegando a la vejez, y venciendo, a veces, tan solo con el terror de su nombre, se refugió en las bondades del bienestar y la tranquilidad. La ciudad venerable, que había roto la cerviz de las naciones más temibles y había establecido un sistema de leyes, guardianas perpetuas de la justicia y la libertad, se conformó, como padres sabios y ricos, con delegar en los Césares, sus hijos predilectos, el desvelo de administrar su gran patrimonio.[1265] Una paz segura y profunda, como ya habían disfrutado durante el reinado de Numa, sobrevino a los tumultos de la república, mientras Roma todavía era adorada como reina del mundo, y las naciones avasalladas todavía reverenciaban el nombre del pueblo y la majestad del Senado. Pero este esplendor natal se degradó y mancilló debido a la conducta de algunos nobles quienes, inconscientes de su propio señorío y del de su país, se toman licencias desenfrenadas de vicios y delirios. Compiten unos con otros por la hueca vanidad de títulos y apellidos, y eligen o inventan las más encumbradas y sonoras denominaciones, como Reburro, Fabunio, Pagonio y Tarasio,[1266] que retumban en los oídos del pueblo con admiración y respeto. Con vana ambición de perpetuar su memoria, se desviven por multiplicar su imagen en estatuas de bronce y mármol, y no se dan por satisfechos a menos que esas estatuas se recubran en placas de oro, distintivo honorífico otorgado primero al cónsul Acilio, después de que dominó con sus armas e inteligencia al rey Antíoco. La ostentación de mostrar y, quizá, de magnificar la lista de rentas de las propiedades que poseen en todas las provincias, desde el Naciente hasta el Poniente, provoca la ira de cuantos recuerdan que sus antepasados pobres e invencibles no se diferenciaban de los ínfimos soldados ni en la delicadeza de su alimento ni en el esplendor de su apariencia. Pero los nobles modernos miden su jerarquía y rango por la altura de sus carruajes[1267] y la pesada magnificencia de sus trajes. Sus largos vestidos de seda y púrpura flotan en el viento y, según se mueven, intencional o artificialmente, descubren, de tanto en tanto, su ropa interior, las túnicas exquisitas bordadas con figuras de animales.[1268] Con la escolta de cincuenta sirvientes y destrozando el empedrado, corren por las calles tan rápido como si viajaran con caballos de posta; y las damas y matronas imitan descaradamente a los senadores: conducen en todo momento sus carros cubiertos por el inmenso espacio de la ciudad y de los suburbios. Cuando estos personajes distinguidos se dignan visitar los baños públicos, adquieren, desde su llegada, un tono de mando ruidoso e insolente y se apropian de las comodidades destinadas al pueblo romano. Si en estos lugares de esparcimiento público se encuentran con cualquiera de los ministros compañeros de placeres, les muestran su afecto con tiernos abrazos, mientras que, con altivez, niegan el saludo a sus conciudadanos, quienes no pueden aspirar a más honores que el de besarles la mano o las rodillas. Una vez que se refrescaron en los baños, retoman los anillos y las demás insignias de su grandeza, eligen de su guardarropas privado de exquisitos lienzos —como para doce personas— las prendas que más satisfagan sus antojos, y mantienen hasta que se van la misma altivez, que podría permitirse en el gran Marcelo después de la conquista de Siracusa. A veces, sin embargo, estos héroes emprenden tareas más arduas: visitan sus propiedades en Italia y se procuran, mediante el duro trabajo de sus siervos, el recreo de la caza.[1269] Si en alguna ocasión, en especial los días de calor, se animan a navegar en sus galeras pintadas desde el lago Lucrino[1270] hasta sus villas elegantes por la costa de Puteoli y Cayeta,[1271] comparan sus expediciones con las marchas de César o de Alejandro. Sin embargo, si una mosca se atreve a posarse en los pliegues de sus doradas sombrillas, si un destello del sol se cuela por algún rincón inesperado, comienzan a quejarse de sus duras privaciones y protestan, en lenguaje afectado, que no han nacido en el país de los Cimerios,[1272] región de oscuridad eterna. En aquellos viajes al campo,[1273] toda la casa marcha con su amo. Al igual que la caballería y la infantería, que las tropas pesadas y las ligeras, que la vanguardia y la retaguardia son fiscalizadas por sus líderes militares, así los oficiales caseros, con la vara en la mano como insignia de su autoridad, distribuyen y acomodan la larga comitiva de esclavos y acompañantes. El guardarropa y el equipaje marchan al frente, seguidos por una multitud de cocineros y subordinados dedicados al servicio de la cocina y de la mesa. El cuerpo principal se compone de una muchedumbre promiscua de esclavos, con el refuerzo accidental de plebeyos haraganes o dependientes. Cierra la retaguardia la cuadrilla predilecta de eunucos, distribuidos según sus años y su jerarquía. Su número y su deformidad horrorizan a los espectadores indignados, que detestan la memoria de Semíramis, inventora del arte bárbaro de frustrar la naturaleza y de marchitar en su brote las esperanzas de toda generación venidera. En el desempeño de su jurisdicción doméstica, los nobles de Roma demuestran una sensibilidad extrema hacia todo agravio personal y una gran indiferencia hacia todo el resto de los humanos. Cuando piden agua tibia, si el esclavo no acude al instante, lo castigan con trescientos azotes, pero si ese mismo esclavo cometiera un homicidio premeditado, el dueño diría con ligereza que es un inútil, y que si repite su delito, tendría su debido escarmiento. Antes, la hospitalidad era la virtud de los romanos, y a todo extraño que alegara méritos o desgracias se lo premiaba con ella. En la actualidad, si un extranjero, quizá, de clase no desdeñable, es presentado a un senador orgulloso y rico, en el primer encuentro se le da la bienvenida con tales muestras de calidez y tales preguntas amables que sale encantado con la afabilidad de sus ilustres amigos y se arrepiente de haber demorado tanto el viaje a Roma, capital de la cortesía tanto como del Imperio. Seguro de que será bien recibido, vuelve al día siguiente, y se mortifica cuando descubre que ya han olvidado su persona, su nombre y su patria. Si persevera en su resolución, poco a poco se lo comienza a contar como uno de los protegidos, y obtiene el permiso de pagar por sus infructuosos deseos de frecuentar al dueño altivo, incapaz de amistad o de agradecimiento, pues apenas se digna advertir su presencia, su despedida o su regreso. Cuando, por fin, el poderoso prepara una fiesta solemne y popular,[1274] en cualquier momento que celebre sus banquetes personales con lujo desmesurado y pernicioso, la elección de los invitados es asunto de esmerada deliberación. El modesto, el sobrio y el ilustrado rara vez son elegidos. Los encargados de hacer la lista, que suelen cambiar por motivos interesados, tienen la habilidad de incluir a los individuos más despreciables. Pero los compañeros más frecuentes y familiares de los grandes son esos parásitos que practican la más útil de las artes, el arte de adular, que vitorean ante cada palabra y cada gesto del señor inmortal, que se embelesan con sus columnas de mármol y su vistoso pavimento, y que elogian con ahínco el boato y elegancia que el poderoso considera parte de su mérito personal. En las mesas romanas, se miran con suma atención aves, ardillas[1275] y peces de tamaño descomunal; se acude a la balanza para puntualizar su peso verdadero, y mientras el huésped sensato se disgusta con la tediosa y vana repetición, los escribanos legalizan y dejan asentada la verdad de tan grandiosa ocasión. Otro método para ingresar en las casas y la sociedad de los grandes es la profesión de tahúr o, dicho de modo más refinado, de jugador. Los socios se unen por los lazos indisolubles de la amistad o, más bien, de la conspiración, y la maestría en el arte teserario (lo que puede interpretarse como el juego de dados o tablero)[1276] es el camino seguro para la fama y la riqueza. El maestro en esta ciencia sublime que en una cena o en una reunión figura más abajo que un magistrado manifiesta en su semblante la extrañeza o la ira que se supone sintió Catón cuando una plebe antojadiza rechazó su pretoría. Aprender rara vez excita la curiosidad de un noble, que aborrece cualquier esfuerzo y desdeña las ventajas del estudio, pues los únicos libros a los que presta atención son las sátiras de Juvenal y las fábulas de Mario Máximo.[1277] Las bibliotecas, heredadas de sus padres, quedan arrinconadas como sepulcros lúgubres,[1278] pero se construyen para ellos costosos instrumentos de teatro, flautas, liras grandiosas y órganos hidráulicos. La armonía de la música vocal e instrumental resuena a toda hora en los palacios de Roma, donde el sonido se impone a la racionalidad, y los cuidados del cuerpo a los de la mente. Se acepta la máxima saludable de que la más leve sospecha de epidemia sea motivo muy poderoso para desentenderse de toda visita, aun de los amigos más íntimos; y ni siquiera los sirvientes que se envían para obtener noticias vuelven a la casa sin haber gozado de la ceremonia de las abluciones previas. Sin embargo, esta afectación egoísta y pusilánime se rinde en ocasiones ante la pasión imperiosa de la codicia. La perspectiva de obtener ganancias moverá a un senador rico y gotoso hasta Espoleto; las esperanzas de alguna herencia o, incluso, de un legado dominan todo sentimiento de arrogancia y dignidad, y el ciudadano rico y sin hijos es el más poderoso de los romanos. Se comprende a la perfección la maestría de obtener la firma de un testamento favorable y, a veces, de adelantar su ejecución; y ha ocurrido en la misma casa, pero en diferentes habitaciones, que marido y mujer, con el loable deseo de sobrepasarse uno a otro, convocaran a sus respectivos abogados al mismo tiempo para manifestarles sus mutuas, pero contradictorias, intenciones. Las angustias que persiguen y castigan los lujos extravagantes suelen reducir a los grandes a situaciones humillantes. Para lograr un préstamo, usan los ademanes y el estilo suplicante de un esclavo de comedia; pero cuando los llaman para pagar adquieren la declamación majestuosa y trágica de los nietos de Hércules. Si la demanda se reitera, rápidamente se consiguen algún adulador creíble que levante cargos de envenenador o hechicero contra el acreedor insolente, quien rara vez es liberado de la cárcel hasta antes de que firme un descargo por el total de la deuda. Estos vicios que degradan la moral de los romanos se combinan con supersticiones pueriles que debilitan su inteligencia. Oyen confiadamente los anuncios de los arúspices, que aparentan leer en las entrañas de las víctimas los signos de futura grandeza y prosperidad, y hay gente que no se baña ni come ni sale hasta haber consultado, según las reglas de astrología, sobre la situación de Mercurio y el aspecto de la Luna.[1279] Es, por cierto, extraño que esta credulidad desatinada reine, a menudo, entre los profanos escépticos, que dudan o niegan la existencia de un poder celestial.

En las ciudades populosas, asiento del comercio y las manufacturas, la clase media, que para sobrevivir depende de la destreza de sus propias manos, es por lo general el sector más prolífico, más útil y, en ese sentido, la más parte respetable de la comunidad. Pero los plebeyos de Roma, que desdeñaban los oficios prácticos y sedentarios, habían vivido acosados desde los tiempos más tempranos por las deudas y la usura. Por su parte, en las temporadas del servicio militar, los campesinos tenía que abandonar el cultivo de su granja.[1280] La avaricia de los nobles compró o usurpó imperceptiblemente las tierras de Italia que, en un principio, se habían dividido entre las familias de propietarios libres y pobres. En los tiempos previos a la caída de la república, se calcula que sólo dos mil ciudadanos poseían cierta independencia.[1281] Pero mientras el pueblo otorgó con sus votos los honores del Estado, el mando de las legiones y la administración de las provincias ricas, su orgullo consciente aliviaba en alguna medida los dolores de su pobreza, y sus necesidades se vieron oportunamente satisfechas por la liberalidad ambiciosa de los candidatos, que trataban de asegurarse la mayoría venal de las treinta y cinco tribus o de las ciento noventa y tres centurias de Roma. Mas cuando la prodigalidad llegó a enajenar, no sólo el ejercicio, sino la herencia del poder, se hundieron, bajo el reinado de los Césares, en un populacho vil y despreciable, que se habría extinguido en pocas generaciones si no fuera por la paulatina liberación de esclavos y la constante afluencia de extranjeros. Ya en tiempos de Adriano, los ciudadanos se quejaban con justicia de que la capital atraía los vicios de todo el universo y las costumbres de las naciones más opuestas. La falta de temple de los galos, la astucia y la liviandad de los griegos, la dura obstinación de los egipcios y los judíos, el temperamento servil de los asiáticos y la prostitución disoluta de los sirios, todo se mezclaba en esa revuelta muchedumbre que, bajo el orgulloso y falso nombre de romanos, despreciaba a sus conciudadanos e, incluso, a sus soberanos que moraban fuera del recinto de la Ciudad Eterna.[1282]

Sin embargo, todavía se pronunciaba con respeto el nombre de aquella ciudad, y los frecuentes y caprichosos tumultos de sus habitantes se castigaban con indulgencia. Los sucesores de Constantino, en vez de estrellar los últimos restos de la democracia con el brazo pesado del poder militar, se atuvieron a la política moderada de Augusto y se dedicaron a remediar la pobreza y a entretener la ociosidad de un gentío inmenso.[1283] Para conveniencia de los plebeyos haraganes, el reparto mensual de trigo se trocó en el socorro diario de pan; se construyeron y mantuvieron muchísimos hornos a expensas del público, y, a la hora fija, cada ciudadano, con la tarjeta de consumo, se dirigía a la sección que se le había asignado y recibía, como regalo o a precio ínfimo, una hogaza de tres libras (1,5 kg) para el consumo de su familia.

Los bosques de Lucania, cuyas bellotas engordaban crecidas piaras de jabalíes,[1284] abastecía las casas de los romanos —como especie de tributo— con abundantes provisiones económicas y saludables. Durante cinco meses al año, se repartía a los ciudadanos más pobres una ración aceptable de tocino. Mediante un edicto, Valentiniano III fijó en tres millones seiscientas veintiocho mil libras (1 668 880 kg) el capital anual de la población, ya muy decaído de su antiguo esplendor.[1285] Según las costumbres de la Antigüedad, el uso de aceite era imprescindible en las lámparas y en el baño, y el impuesto cargado sobre África en beneficio de Roma, ascendía a tres millones de libras (1 380 000 kg) por trescientos mil galones ingleses (1 363 800 l). El afán de Augusto por abastecer bien de trigo a la capital se limitaba a este renglón fundamental de la subsistencia humana, y cuando clamaron contra la carestía y la escasez del vino, el reformador publicó una proclama que recordaba a los súbditos que ningún ser racional podía quejarse de sed fundadamente desde que el acueducto de Agripa traía de los arroyos agua cristalina y salubre.[1286] Tanta sobriedad se fue relajando sin sentirlo, y pese a que el generoso proyecto de Aureliano[1287] no se llevó a cabo, al parecer, en toda su extensión, se permitió después el consumo de vino en términos muy liberales. Se encargó a un magistrado de categoría la administración de las bodegas, y gran parte de los viñedos de Campania se reservaron para los afortunados habitantes de Roma.

Los acueductos excelentes, tan elogiados con justicia por el propio Augusto, llenaban las termas (o baños) construidas por toda la ciudad con magnificencia imperial. Las de Antonino Caracalla, abiertas en horarios establecidos para el uso indistinto de senadores y plebeyos, contenían más de mil seiscientos asientos de mármol; y las de Diocleciano, más de tres mil.[1288] Las paredes altas estaban recubiertas de curiosos mosaicos, que imitaban el arte de los dibujantes en la delicadeza de trazos y la variedad de colores. El granito egipcio estaba revestido con el hermoso verde esmeralda del mármol de Numidia; corrientes incesantes de agua caliente llenaban las piscinas, vertidas desde numerosos grifos de plata maciza y brillante. Por una moneda de cobre, el más humilde de los romanos podía proporcionarse el goce diario de un regalo tan lujoso que despertaría la envidia de un rey asiático.[1289] De esos edificios suntuosos, salía una multitud de plebeyos descalzos y harapientos, que holgazaneaba todo el día por las calles del Foro en pos de noticias o de disputas, desperdiciaba en apuestas disparatadas la escasa ración de sus mujeres y niños, y pasaba noches enteras en tabernas y burdeles haciendo despliegue de una sensualidad grosera y banal.[1290]

Pero la diversión más viva y espléndida de la muchedumbre desocupada se cifraba en los frecuentes juegos y espectáculos públicos. La piedad de los príncipes cristianos había prohibido las peleas inhumanas de los gladiadores, pero el pueblo romano todavía consideraba el Circo como su hogar, su templo e, incluso, el pilar de la república. La multitud impaciente se apresuraba al amanecer para asegurarse el lugar, y muchos pasaban la noche en vela en las zonas cercanas. Desde la mañana hasta el atardecer, sin preocuparse por la lluvia o por el sol, los espectadores, que solían ascender a cuatrocientos mil, permanecían atentos, con los ojos fijos en los caballos y sus conductores. En medio de sus zozobras y esperanzas por el triunfo de sus colores predilectos, sentían que la felicidad de Roma dependía del éxito de la carrera.[1291] El mismo ardor inmoderado, que se manifestaba en clamores y aplausos, despertaba la cacería de fieras y las variadas representaciones teatrales.

En las capitales modernas, estas representaciones podrían considerarse escuelas de buen gusto y, quizá, de virtud. Pero la musa trágica y cómica de los romanos, que rara vez intentó ir más allá de la imitación del genio ático,[1292] había enmudecido con el fin de la república,[1293] y las farsas licenciosas, la música afeminada y la pompa ocuparon su lugar. La pantomima,[1294] que mantuvo su fama desde la época de Augusto hasta el siglo VI, expresaba sin palabras las distintas fábulas de los dioses y los héroes de la Antigüedad, y la perfección de su arte, que solía diluir la gravedad del filósofo, arrebataba los aplausos y el asombro del pueblo. Los amplios y magníficos teatros de Roma se llenaban con tres mil bailarinas y otros tantos cantores con sus corifeos. Gozaron de tanta aceptación popular que, en épocas de escasez, cuando expulsaban de la ciudad a todos los extranjeros, el mérito de contribuir a la recreación pública los eximía de una disposición que se aplicaba rigurosamente a todos los profesionales de las artes liberales.[1295]

Se cuenta que la insensata curiosidad de Heliogábalo intentó descubrir, mediante las telas de araña, la cantidad de habitantes de Roma. Un sistema más certero habrían despertado la atención de los príncipes más inteligentes, que podrían haber resuelto con facilidad una cuestión tan importante para su gobierno e interesante para el futuro. Se registraba puntualmente el nacimiento y la muerte de los ciudadanos, y, si algún escritor antiguo hubiera condescendido a mencionar la cantidad anual o el promedio habitual, podríamos ofrecer ahora algún cómputo fundado, que demostraría las extravagancias de los críticos y confirmaría, tal vez, las conjeturas modestas y probables de los filósofos.[1296] Las investigaciones más diligentes tan sólo han podido entresacar las siguientes circunstancias, que, si bien ligeras y escasas, arrojan en alguna medida alguna luz sobre la población de la Antigua Roma.

1. Cuando los godos sitiaron la capital del Imperio, el matemático Amonio midió la extensión de las murallas, que resultó ser de casi veintiuna millas (33 km).[1297] Hay que tener presente que la ciudad era casi circular, que es la figura geométrica que contiene más espacio en una circunferencia dada.

2. El arquitecto Vitruvio, que descolló en la época de Augusto, y cuyo testimonio sobre este punto es de sumo peso y autoridad, advierte que las viviendas innumerables del pueblo romano se habrían explayado por fuera de los límites angostos de la ciudad, y que por falta de solar, ceñido probablemente en derredor por quintas y vergeles, se acudió a la práctica común, pero inconveniente, de levantar casas de considerable altura.[1298] Pero la altura de estos edificios, que a menudo se realizaban a toda prisa y con materiales insuficientes, solía acarrear accidentes fatales, y así Augusto y Nerón dispusieron varias veces que la altura de los edificios particulares en el interior de Roma no excediera los setenta pies (21 m).[1299]

3. Juvenal[1300] se lamenta, al parecer, por su propia experiencia, de los quebrantos de los ciudadanos pobres, a quienes dirige la saludable advertencia de que se alejen sin demora del humo de Roma, dado que podrían conseguir —en las pequeñas ciudades de Italia— una vivienda amplia y alegre al mismo precio anual de una vivienda lóbrega y miserable en Roma. Los alquileres eran muy caros. Los ricos pagaban precios muy altos por el solar donde construían los palacios y los jardines, pero la mayoría del pueblo tenía que apiñarse en espacios reducidos. Los distintos pisos y habitaciones de una casa se dividían entre varias familias plebeyas, costumbre que todavía se mantiene en París y en otros pueblos.

4. En la descripción de Roma compuesta durante el reinado de Teodosio, se indica con exactitud el número total de viviendas de las catorce regiones de la ciudad, que asciende a cuarenta y ocho mil trescientas ochenta y dos,[1301] y están divididas según dos clases: casa e ínsula (domus e insulæ). Éstas abarcan todas las viviendas de la capital, de cualquier jerarquía, desde el palacio de mármol de los Anicios, con su caterva de libertos y esclavos, hasta el alto y angosto albergue donde el poeta Codro y su mujer habían logrado alquilar una bohardilla. Si adoptamos con el promedio que en circunstancias similares se consideró apropiado para París,[1302] y calculamos unas veinticinco personas por cada vivienda de cualquier clase, podríamos estimar que la población de Roma ascendía aproximadamente a un millón doscientos mil habitantes, cifra que no debe parecer exorbitante para la capital de un imperio tan poderoso, aun cuando exceda la población de las mayores ciudades de la Europa moderna.[1303]

Ésa era la situación de Roma en el reinado de Honorio, cuando el ejército godo sitió o, mejor, bloqueó la ciudad[1304] (408 d. C.). Con sus numerosas fuerzas —que esperaban impacientes el momento del ataque—, Alarico rodeó las murallas, controló las doce puertas principales, atajó toda comunicación con el país vecino y vigiló atentamente la navegación del Tíber, por donde se abastecían los romanos. Las primeras reacciones de la nobleza y la plebe fueron de sorpresa y de indignación porque un bárbaro osaba insultar a la capital del mundo, pero su arrogancia pronto se doblegó con la desventura, y su furia pusilánime, en vez de dirigirse contra el enemigo en armas, se descargó con mezquindad en una víctima indefensa e inocente. Quizá respetaran a Serena como sobrina de Teodosio, tía y aun madre adoptiva del emperador reinante, pero odiaban a la esposa de Estilicón y escuchaban crédulos y encolerizados las calumnias que la acusaban de mantener correspondencia reservada con el invasor godo. Bajo el impulso o la intimidación de ese arrebato, el Senado, sin requerir ninguna prueba de culpabilidad, la sentenció a muerte. Estrangularon ignominiosamente a Serena, y la muchedumbre atónita descubrió que esta cruel injusticia no produjo la inmediata retirada de los bárbaros y la liberación de la ciudad desventurada, que padeció primero los apuros de la escasez y luego la horrible calamidad del hambre. El reparto diario de tres libras (1,38 kg) de pan se fue reduciendo a la mitad, a un tercio, a nada; y el precio del trigo siguió aumentando en carrera rápida y desenfrenada. Los ciudadanos más pobres, imposibilitados de cubrir sus necesidades vitales, pedían la precaria caridad de los pudientes. Por algún tiempo, la miseria pública se alivió con la humanidad de Leta, viuda del emperador Graciano y afincada en Roma, quien consagró a los necesitados la pensión real que le pagaban anualmente los agradecidos sucesores de su esposo.[1305] Pero estos donativos privados y ocasionales no alcanzaban a aplacar el hambre de tanta gente, que terminó por asaltar los palacios de mármol de los senadores. Las personas criadas con comodidades y lujos descubrieron qué pocas son las verdaderas necesidades de la naturaleza, y comenzaron a desprenderse de sus inútiles tesoros de oro y plata a cambio del alimento ordinario y escaso que antes habrían rechazado con desdén. Por la urgencia de hambruna, ahora devoraban los alimentos más repugnantes para los sentidos o para la imaginación, los más insalubres y perjudiciales, e, incluso, disputaban por éstos con ferocidad. Había una oscura sospecha de que algunos infelices, desesperados, asesinaban a sus semejantes y se alimentaban de los cadáveres, y ¡se dice que hasta hubo madres (tan violento era el conflicto entre los dos instintos predominantes del pecho humano) que se alimentaron de la carne de sus hijos asesinados![1306] Miles de habitantes fallecieron en su casa o en las calles por falta de alimentos, y como las sepulturas públicas estaban fuera de los muros en poder del enemigo, el hedor de tantos cadáveres insepultos saturó el ambiente, y pronto el contagio de la peste agravó la desdicha del hambre. La corte de Ravena enviaba sin cesar anuncios de socorro inmediato y efectivo, que por algún tiempo sostuvieron el desfalleciente empeño de los romanos, hasta que, al final, desesperanzados de todo rescate natural, acudieron a la oferta de auxilio sobrehumano. Algunos adivinos toscanos, mediante su habilidad o su fanatismo, habían persuadido a Pompeyano, prefecto de la ciudad, de que con la fuerza misteriosa de hechizos y sacrificios podían atraer el rayo de las nubes y dispararlo sobre el campamento bárbaro.[1307] Se le comunicó el importante secreto a Inocencio, obispo de Roma, a quien se acusa —quizá, sin fundamento— de anteponer la salvación de la república a la rigidez del culto cristiano. Cuando se trató el tema en el Senado y se propuso la condición imprescindible de celebrar esos sacrificios en el Capitolio, con la autoridad y en presencia de los magistrados, la mayoría, temerosa del desagrado de la majestad divina o de la imperial, se negó a participar en lo que parecía casi equivalente al restablecimiento público del paganismo.[1308]

El último recurso de los romanos se cifraba en la clemencia o, por lo menos, en la moderación del rey godo. El Senado, que en esta emergencia empuñó las riendas del gobierno, nombró a dos embajadores para negociar con el enemigo: Basilio, senador oriundo de España y conocido ya por su administración en las provincias, y Juan, primer tribuno de los notarios, muy adecuado para el encargo por su maestría en los negocios y por su intimidad anterior con el príncipe godo. Cuando ambos se presentaron ante él, manifestaron —tal vez, en un tono más altanero que el que correspondía a su situación lamentable— que los romanos estaban resueltos a mantener su señorío en la paz como en la guerra, y que si Alarico les negaba una capitulación decorosa y honorable, podía hacer sonar sus clarines y prepararse para la batalla con un pueblo innumerable, ejercitado en las armas y aguijoneado por la desesperación.

«Cuanto más espeso está el heno, mejor se guadaña», fue la contestación lacónica del bárbaro, quien acompañó la metáfora con una carcajada ruidosa e insultante, vivo retrato de su menosprecio por las amenazas de una chusma incapaz de luchar y debilitada por el lujo antes de que el hambre la consumiera. Luego fijó el precio del rescate para retirarse de los muros de Roma: todo el oro y la plata de la ciudad, el del Estado y el de los individuos; todos los preciosos bienes muebles, y todos los esclavos que acreditasen su entronque con los bárbaros. Los enviados se atrevieron a preguntar, con tono de súplica: «Si tales son, oh rey, vuestras peticiones, ¿qué es lo que estáis en ánimo de dejarnos?». «Vuestras vidas», replicó el vencedor altivo. Se estremecieron y, antes de retirarse, lograron una breve tregua que permitió otra negociación más moderada. Alarico aflojó la dureza de sus rasgos, disminuyó sus demandas y, por último, se avino a levantar el sitio con el pago inmediato de cinco mil libras de oro (2300 kg) y treinta mil (13 800 kg) de plata, cuatro mil mantos de seda, tres mil piezas de grana, y tres mil libras (1380 kg) de pimienta.[1309] Pero el erario estaba exhausto; las rentas anuales de los estados grandes de ltalia y de las provincias se habían cambiado, durante la hambruna, por las más ínfimas provisiones; los tesoros reservados permanecían ocultos por la avaricia, y algunos restos de botines consagrados eran el único recurso para impedir el fracaso inminente de la ciudad. Satisfecha el ansia de Alarico, a los romanos se les devolvió, en alguna medida, el sosiego y la abundancia. Se abrieron con cautela algunas de las puertas; los godos levantaron el bloqueo a la entrada de los víveres que provenían del río y del país vecino; la población acudió atropelladamente al mercado libre que se organizó por tres días en los suburbios, y mientras los comerciantes que se ocuparon de esta tarea lucrativa recaudaban ganancias considerables, se afianzó el abastecimiento de la ciudad con los grandiosos acopios que se agolparon en los graneros públicos y privados. En el campamento de Alarico, se observó una disciplina más severa de la que podría haberse esperado, y el sabio bárbaro justificó su respeto hacia los tratados con el rigor con que castigó a una partida de godos que insultaron a algunos romanos en el camino de Ostia. Su hueste, enriquecida con las contribuciones de la capital, avanzó lentamente hacia la fértil provincia de Toscana, donde iban a establecer sus cuarteles de invierno. El estandarte godo fue el refugio de cuarenta mil esclavos bárbaros que habían roto sus cadenas y aspiraban a vengarse —bajo el mando de su liberador— del padecimiento de la cruel servidumbre.

Por ese tiempo, Alarico recibió un refuerzo más honroso de godos y hunos. Adolfo o Ataúlfo,[1310] hermano de su mujer, los había acaudillado a su instancia desde las márgenes del Danubio a las del Tíber, abriéndose rumbo con algún tropiezo y quebranto a través de las tropas imperiales, superiores en número. Líder victorioso que hermanaba la osadía de un bárbaro con el arte y la disciplina de un general romano, Alarico iba al mando de cien mil combatientes, e Italia pronunciaba con respeto y terror su nombre formidable.[1311]

Catorce siglos después, tenemos que conformarnos con referir las hazañas de los conquistadores de Roma sin poder internarnos en los motivos de su conducta política. Tal vez, en medio de su prosperidad aparente, Alarico era consciente de alguna flaqueza secreta, de algún defecto interno, o, tal vez, la moderación que manifestaba era un señuelo para embelesar y adormecer a los crédulos ministros de Honorio. El rey de los godos repetía que anhelaba ser considerado el amigo de la paz y de los romanos, por lo que tres senadores partieron, a su pedido, como embajadores en la corte de Ravena, para pedir un intercambio de rehenes y la firma de un tratado. Las propuestas, que expresó con más claridad en el discurso de la negociación, sólo podían infundir dudas sobre su sinceridad, ya que parecerían inadecuadas a su fortuna. El bárbaro todavía aspiraba a la jerarquía de maestre general de Occidente, pactó un subsidio anual de granos y dinero y eligió las provincias de Dalmacia, Nórico y Venecia para la sede de su nuevo reino, que dominaría la comunicación importante entre Italia y el Danubio. Aun en el caso de que quedaran desechados estos términos tan moderados, Alarico se mostraba propenso a prescindir de sus demandas pecuniarias y hasta a contentarse con la posesión de Nórico, país exhausto y empobrecido, expuesto a las incursiones incesantes de los bárbaros de Germania.[1312] Pero sus esperanzas de paz se vieron decepcionadas por la obstinación o las miras interesadas del ministro Olimpio.

Sin dar oídos a las sanas manifestaciones del Senado, despidió a sus embajadores bajo la conducción de una escolta militar demasiado numerosa como séquito y demasiado débil como defensa. Seis mil dálmatas, la flor de las legiones imperiales, marcharon de Ravena a Roma, por un país abierto y repleto de hordas bárbaras. Cercados y traicionados, los guerreros cayeron en sacrificio debido a la locura ministerial. Su general, Valente, y un centenar de soldados lograron escapar del campo de batalla, y uno de los embajadores, que ya no podía acogerse al resguardo de la ley de las naciones, tuvo que comprar su libertad con el rescate de treinta mil piezas de oro. Alarico, sin embargo, en lugar de enconarse por este acto de hostilidad, renovó de inmediato su propuesta de paz, y la segunda embajada del Senado romano —que tenía el peso y la dignidad que le otorgaba Inocencio, obispo de la ciudad— fue protegida de los peligros del camino por un destacamento godo[1313] (409 d. C.).

Olimpio[1314] podría haber seguido insultando el fundado enojo del pueblo que a voces lo culpaba de las calamidades públicas, pero las ocultas intrigas palaciegas habían socavado su poder. Los eunucos predilectos traspasaron el gobierno de Honorio y del Imperio a Jovio, prefecto del pretorio, un sirviente ruin, que no compensó con el mérito de su afecto los desaciertos de su administración. El destierro o la huida del culpable Olimpio le deparó nuevas vicisitudes. Arrinconado y errante, volvió al poder otra vez y cayó nuevamente. Lo desorejaron y azotaron hasta la muerte, ignominioso escarmiento que recreó la vista de los amigos de Estilicón. Con la caída de Olimpio, cuyo temple estaba contaminado de fanatismo religioso, los paganos y los herejes se liberaron de la veda política que los excluía de todo empleo público. El valeroso Jenerid,[1315] soldado de origen bárbaro, siempre afecto al culto de sus antepasados, había tenido que abandonar su tahalí; y aunque el mismo emperador le aseguró repetidamente que las leyes no abarcaban a personas de su jerarquía o merecimientos, se negó a aceptar cualquier dispensa parcial y perseveró en su honorable desgracia, hasta que obtuvo del gobierno una disposición general fundada en justicia. El desempeño de Jenerid en el puesto encumbrado al que ascendió o le repusieron, maestre general de Dalmacia, Panonia, Nórico y Recia, resucitó, al parecer, la disciplina y el espíritu de la república. Tras una vida haragana y menesterosa, las tropas se habituaron con rapidez al ejercicio riguroso y a la subsistencia plena. Su generosidad privada solía otorgar recompensas, que la avaricia o la escasez de la corte de Ravena negaban. El tesón de Jenerid, formidable para los bárbaros vecinos, fue el baluarte más poderoso de la frontera ilírica, y su desvelado ahínco auxilió al Imperio con un refuerzo de diez mil hunos, que llegaron al confín de Italia con provisiones y rebaños de bueyes y ovejas tan abundantes que habrían bastado no sólo para la marcha de un ejército, sino también para el establecimiento de una colonia.

Pero aún imperaba en la corte de Honorio la debilidad y el devaneo, la corrupción y de la anarquía. La guardia, incitada por el prefecto Jovio, se amotinó y pidió la cabeza de dos generales y de los dos primeros eunucos. Con la promesa alevosa de resguardo, los generales fueron embarcados y ejecutados en privado, mientras que el privilegio de los eunucos les aseguró un destierro suave en Milán y en Constantinopla. Los sucedieron el eunuco Eusebio y el bárbaro Alobich en el mando del dormitorio y de la guardia, pero sus celos mutuos los derrocaron a los dos. Por disposición insolente del conde de los domésticos apalearon hasta la muerte al gran chambelán en presencia del atónito emperador. El posterior asesinato de Alobich, en medio de una procesión pública, fue la única oportunidad en que Honorio manifestó algún síntoma de valor o de resentimiento. Mas ya antes de su caída, tanto Eusebio como Alobich habían contribuido a la ruina del Imperio, cuando se opusieron a la firma del tratado que Jovio, por motivos interesados y, tal vez, delictivos, había negociado con Alarico durante un encuentro personal bajo los muros de Rímini. En ausencia de Jovio, persuadieron a Honorio de que asumiera un tono altivo de dignidad que ni la situación ni su carácter le permitían sostener, y le envió de inmediato una carta con su firma al prefecto del pretorio, según la cual se le franqueaba el erario, pero se le prohibía prostituir los honores militares de Roma cediendo a las demandas altaneras de un bárbaro. Con imprudencia, se informó de la carta al mismo Alarico, y el godo, que en toda la negociación se había portado con moderación y decencia, manifestó con expresiones violentas cuánto lo indignaba aquel insulto gratuito contra su persona y su nación. La conferencia de Rímini se suspendió abruptamente y el prefecto Jovio, al volver a Ravena, tuvo que admitir, y aun que alentar, las opiniones dominantes de la corte. Por su consejo y su ejemplo, todos los prohombres del Estado y de la milicia tuvieron que jurar que, sin dar oídos en ningún caso a condición alguna de paz, perseverarían en la guerra perpetua e implacable contra el enemigo de la república. Ese compromiso temerario oponía una valla insuperable a toda negociación venidera.

Los ministros de Honorio declararon después que si únicamente hubiesen invocado el nombre de la Divinidad podrían haber considerado la seguridad pública y entregado su alma a la compasión del Cielo, pero que habían jurado por la sagrada cabeza del mismo emperador y habían comprobado en ceremonia solemne aquel sagrario augusto de majestad y sabiduría, y la contravención al juramento los expondría a las penas temporales de sacrilegio y rebelión.[1316]

Mientras el emperador y su corte disfrutaban con sombrío orgullo el resguardo de las ciénagas y fortificaciones de Ravena, dejaron a Roma indefensa y a merced de Alarico (409 d. C.). Sin embargo, era tanta la moderación que éste abrigaba o adoptaba que, a medida que se movía por la Via Flaminia con su ejército, despachaba sin cesar a los obispos de las ciudades de Italia para que reiteraran el ofrecimiento de paz e informaran al emperador que él salvaría la ciudad y a sus habitantes del fuego y de la espada de los bárbaros.[1317] Mas este fracaso inminente no se evitó por la sabiduría de Honorio, sino por la prudencia y la humanidad del rey godo, que acudió a otro medio más suave, pero no menos efectivo, de conquista. En lugar de asaltar la capital, encaminó con éxito sus fuerzas contra el puerto de Ostia, una de las obras más asombrosas de la magnificencia romana.[1318] Los contratiempos que solía padecer el precario abastecimiento de la ciudad durante las navegaciones de invierno y en los caminos abiertos habían sugerido al ingenioso primer César el útil intento que se completó en el reinado de Claudio. Los malecones, que estrechaban la entrada, se internaban en el mar y rechazaban con firmeza el ímpetu de las olas, mientras los bajeles más grandes anclaban a salvo en tres dársenas hondas y espaciosas, donde venía a desaguar el brazo septentrional del Tíber, a unas dos millas (3 km) de la antigua colonia de Ostia.[1319] El puerto romano se elevó a la altura de una ciudad episcopal,[1320] donde el trigo de África se guardaba en graneros para abastecer a la capital. No bien Alarico se adueñó de aquel punto esencial, intimó a la ciudad a la rendición incondicional, y reforzó su exigencia con la declaración terminante de que la negación o, aun, la demora acarrearían de inmediato la destrucción de los almacenes, de los que dependía la vida del pueblo romano. El clamor del pueblo y el terror por la hambruna doblegaron el orgullo del Senado, que se avino sin renuencia a entronizar a otro emperador, en lugar del inservible Honorio, y el voto del vencedor godo otorgó la púrpura al prefecto de la ciudad, Atalo. El agradecido monarca nombró inmediatamente a su protector maestre general de los ejércitos de Occidente. Ataúlfo, con la jerarquía de conde de los domésticos, se encargó de la custodia personal de Atalo, y ambas naciones enemigas se hermanaron, al parecer, con vínculos estrechos de amistad y alianza.[1321]

Las puertas de la ciudad se abrieron, y el nuevo emperador de los romanos, rodeado por una escolta de armas godas, marchó en procesión bulliciosa al palacio de Augusto y de Trajano. Repartidos los cargos civiles y militares entre sus favoritos y seguidores, Atalo convoca al Senado en pleno, ante el cual, en arenga entonada y florida, manifiesta su ánimo de restablecer la majestad de la república y de incorporar al Imperio las provincias del Egipto y de Oriente que antes habían reconocido la soberanía de Roma. Promesas tan extravagantes inspiraron en todo ciudadano racional sumo menosprecio para con el usurpador, cuyo encumbramiento era la llaga más profunda y degradante que había sufrido la república por la insolencia de los bárbaros. Pero el populacho, con su acostumbrada liviandad, aplaudía el cambio de dueño. El desagrado general favorecía al competidor de Honorio, y los sectarios, acosados por sus edictos, esperaban algún grado de aceptación o, por lo menos, tolerancia por parte de un príncipe que, en su país natal de Jonia, había sido educado en la religión pagana y después había recibido el sacramento del bautismo de manos de un obispo arriano.[1322] Los primeros días del reinado de Atalo fueron apacibles y prósperos. Se envió a África a un oficial de confianza, con escasas fuerzas, para que asegurara la obediencia de la provincia. La mayor parte de Italia se postró ante el terror del poderío godo, y aunque la ciudad de Bolonia hizo una resistencia porfiada y eficaz, el pueblo de Milán, insatisfecho, quizá, con la ausencia de Honorio, aceptó con estruendosas aclamaciones la elección del Senado romano. Alarico, al frente de un ejército formidable, llevó a su cautivo real casi hasta las puertas de Ravena. En el campamento godo, se presentó una solemne comitiva de ministros importantes —Jovio, el prefecto del pretorio; Valente, el maestre de infantería y caballería; Potamio, el cuestor, y Juliano, el primer notario—. En nombre de su soberano, todos se avenían a reconocer la elección legítima de su competidor y a dividir las provincias de Italia y del Occidente entre ambos emperadores. Se desechó la propuesta con menosprecio, el desaire se agravó con la clemencia insultante de Atalo, que aceptó prometer que si Honorio se desprendía de inmediato de la púrpura, se le permitiría pasar una vida tranquila en el destierro de alguna isla lejana.[1323] Tan desesperada les parecía la situación del hijo de Teodosio a cuantos se hallaban enterados de sus fuerzas y recursos, que el ministro Jovio y el general Valente traicionaron su confianza, abandonaron vilmente la tambaleante causa de su benefactor y rindieron su lealtad a su competidor, más afortunado. Atónito con tales ejemplos de traición doméstica, Honorio temblaba cuando se acercaba cualquier sirviente o con la llegada de cualquier mensajero. Temía a los enemigos encubiertos que podían acechar en su capital, en su palacio o en su dormitorio, y algunos bajeles esperaban en el fondeadero de Ravena para transportar al monarca que abdicó a los dominios de su sobrino, todavía niño, el emperador de Oriente.

Pero hay una Providencia (por lo menos, ésta era la opinión del historiador Procopio)[1324] que vela la inocencia y la insensatez, y las pretensiones de Honorio a su peculiar amparo son innegables. Cuando en su desesperación, incapaz de tomar una resolución sabia o valiente, planeaba una huida vergonzosa, un oportuno refuerzo imprevisto de cuatro mil veteranos ancló en el puerto de Ravena. Él entregó los muros y las puertas de la ciudad a estos valerosos extranjeros, limpios de toda corrupción de facciones palaciegas, y el sueño del emperador ya no fue perturbado por el temor del peligro interno e inminente. Las noticias favorables recibidas de África variaron de un momento a otro la opinión de los hombres y la situación de los asuntos públicos.

Derrotada y muerta la tropa y la oficialidad que Atalo había enviado a esa provincia, el conde Heracliano conservó su propia lealtad y la de su pueblo. Remitió una suma cuantiosa de dinero, que aseguró el apego de la guardia imperial, y su vigilancia para prevenir el envío de trigo y aceite provocó hambre, alborotos y descontento en el interior de Roma. El fracaso de la expedición africana fue el origen de quejas mutuas y enfrentamientos en el partido de Atalo, y el ánimo de su protector se fue desviando imperceptiblemente de los intereses del príncipe, sin espíritu para mandar ni docilidad para obedecer. Se acordaban disposiciones desatinadas sin conocimiento o contra los consejos de Alarico; y la negativa del Senado a admitir en la navegación a quinientos godos delataba un carácter falso y sospechoso, que, en su situación, no era generoso ni prudente. El encono del rey godo se exasperó, por la maquinación siniestra de Jovio, quien ascendió a la jerarquía de patricio y trató luego de sincerar su doblez manifestando sin empacho que sólo aparentó desviarse del servicio de Honorio para arruinar con mayor eficacia los planes del usurpador. En las llanuras de Rímini, en presencia de una muchedumbre de romanos y bárbaros, el desventurado Atalo fue despojado de la diadema y de la púrpura, y Alarico envió, como prenda de paz y amistad, aquellas insignias regias al hijo de Teodosio.[1325] Los funcionarios que retornaron a sus tareas recuperaron sus empleos, e incluso, se perdonó a los que mostraron arrepentimiento tardío; mas el emperador derrocado de los romanos, ansioso por su vida e indiferente a su fracaso, imploró el permiso de seguir al campo godo en la comitiva de un bárbaro altivo y caprichoso.[1326]

La degradación de Atalo eliminó el único obstáculo verdadero para la firma de la paz; y Alarico avanzó a tres millas (4,8 km) de Ravena para doblegar la indecisión de los ministros imperiales, que recuperaron su insolencia apenas cambió su suerte. Se encendió su indignación con el anuncio de que el caudillo Saro, enemigo personal de Ataúlfo y contrario por herencia a la casa de los Baltos, había sido recibido en palacio. Aquel bárbaro valiente, a la cabeza de trescientos hombres, salió por las puertas de Ravena, sorprendió y destrozó un cuerpo considerable de godos, regresó triunfante a la ciudad y se permitió insultar a su adversario mediante un heraldo que declaró públicamente que el atentado de Alarico lo excluyó para siempre de la amistad y alianza del emperador.[1327]

Por tercera vez, Roma expió con sus calamidades el desvarío criminal de la corte de Ravena. El rey godo, quien ya no ocultaba su afán de venganza y saqueo, apareció con su hueste bajo los muros de la capital. El tembloroso Senado, preparó, sin esperanzas de liberación, una resistencia desesperada para dilatar el exterminio de su país. Pero no pudieron cuidarse de la conspiración secreta de sus esclavos y criados, quienes, por su nacimiento o su interés, eran afectos al enemigo. A la medianoche, abrieron en silencio la puerta de Salaria, y el eco horroroso del clarín godo despertó al vecindario. A los mil ciento sesenta y tres años de su fundación, la ciudad imperial, que sometió y civilizó a una considerable parte de la humanidad, quedó entregada al desenfreno irracional de las tribus de Germania y de Escitia[1328] (24 de agosto de 410).

Sin embargo, la proclama de Alarico cuando entró a la fuerza en la ciudad derrotada respetó, en cierta medida, las leyes de la humanidad y de la religión. Estimulaba a su tropa a que se ganara con valentía su recompensa y a que se enriqueciera con los despojos de un pueblo opulento y afeminado, pero la exhortaba, al mismo tiempo, a que conservase la vida de los ciudadanos que no se resistieran y a que respetase las iglesias de los apóstoles san Pedro y san Pablo como santuarios sacrosantos e inviolables. En medio de los horrores del tumulto nocturno, muchos godos cristianos mostraron el fervor de su reciente conversión; y se cuentan varios ejemplos de misericordia y moderación poco comunes, tal vez, exagerados por los escritores eclesiásticos.[1329] Mientras los bárbaros vagaban por la ciudad en pos de nuevas presas, un godo poderoso forzó la humilde morada de una doncella anciana dedicada al servicio del altar. Le pidió, con buenos modales, cuanto oro y plata poseía, y se asombró al ver la diligencia con que lo llevaba a un grandioso tesoro de plata maciza, de materiales exquisitos y de curiosas obras de arte. El bárbaro se deleitó ante tanta riqueza, hasta que lo detuvo la amonestación severa de la doncella en los términos siguientes: «Estos vasos consagrados pertenecen a san Pedro; si te atreves a tocarlos, recaerá el sacrilegio sobre tu conciencia. Por mi parte, no me atrevo a guardar lo que no alcanzo a defender». El capitán godo, presa de un sobrecogimiento reverente, envió un mensaje al rey para comunicarle el descubrimiento del tesoro, y recibió la orden imperiosa de Alarico de que trasladara todas las alhajas consagradas y los ornamentos, sin daños ni demoras, a la iglesia del apóstol. Desde el extremo, tal vez, del cerro Quirinal hasta el remoto barrio del Vaticano, un crecido destacamento de godos en formación de batalla marchó por las calles principales, protegiendo con sus armas centellantes la dilatada comitiva de devotos que llevaban sobre sus cabezas los vasos sagrados de oro y plata, y los gritos marciales de los bárbaros alternaban con el eco religioso de los salmos. De todas las casas vecinas, los cristianos se apresuraban a unirse a la procesión, y un sinnúmero de fugitivos de toda edad, jerarquía e, incluso, secta logró la dicha de guarecerse en el santuario seguro y hospitalario del Vaticano. La obra sabia de la Ciudad de Dios fue compuesta, supuestamente, por san Agustín para justificar las disposiciones de la Providencia en la destrucción de la grandeza romana. Él celebraba con especial complacencia este triunfo memorable de Jesucristo e insultaba a sus contrarios retándolos a citar ejemplos semejantes de una ciudad asaltada donde los dioses fabulosos de la Antigüedad hubieran logrado protegerse a sí mismos o resguardar a sus pobres devotos.[1330]

En el saqueo de Roma, se aplaudieron merecidamente algunos ejemplos extraordinarios de virtud bárbara; pero el sagrado Vaticano y las iglesias apostólicas tenían un escaso cupo para el inmenso vecindario romano; y millares de guerreros, en especial de hunos que militaban con Alarico, desconocían el nombre o la fe de Jesucristo. Debemos sospechar (sin violar la caridad ni la franqueza) que en esos momentos de licencias brutales, de pasiones inflamadas y de desenfreno irracional, los preceptos del Evangelio apenas influirían en el comportamiento de cristianos godos. Los escritores, más propensos a exagerar su clemencia, han confesado que se cometió una horrorosa matanza de romanos[1331], y que las calles de la ciudad estaban cuajadas de cadáveres, que permanecieron sin sepultar durante el pavor general. La desesperación de los ciudadanos, a veces, se convertía en furia, y allí donde los bárbaros encontraban resistencia, asesinaban sin distinción al endeble, al inocente y al desvalido. Cuarenta mil esclavos ejercieron su venganza sin piedad ni remordimiento, y los azotes que habían recibido antes quedaron lavados con la sangre de las familias culpables u odiadas. Las matronas y las doncellas romanas sufrieron tropelías contra su castidad mayores que las de su propia muerte. El historiador eclesiástico eligió un ejemplo de entereza femenina para asombro de las épocas venideras.[1332] Una dama romana, de hermosura peregrina y fe ortodoxa, había despertado la pasión de un godo joven, que, según apunta agudamente Sozomen, profesaba la herejía arriana. Exasperado con su resistencia obstinada, blandió su espada y, con el despecho de un enamorado, la lastimó apenas en el cuello. La heroína, ensangrentada, continuó arrostrando su furia y rechazando sus requerimientos, hasta que el violador desistió de su empeño infructuoso, con respeto la llevó al santuario del Vaticano y les dio seis piezas de oro a los guardianes de la iglesia para que la devolvieran, intacta, a los brazos de su esposo. Tales ejemplos de arrojo y generosidad no eran comunes, pues la soldadesca irracional saciaba sus apetitos sin preguntar por las inclinaciones ni los deberes de sus cautivas. Y se entabló una interesante discusión de moralidad en cuanto a si esas víctimas indefensas, que habían rechazado por completo la violación que padecieron, habían perdido, con su desgracia, la corona gloriosa de la virginidad.[1333] Hubo, en verdad, otros quebrantos de mayor trascendencia y de interés más general, pues no cabe suponer que todos los bárbaros en todo momento se hallasen en disposición de cometer tamañas atrocidades; y la falta de mocedad, hermosura o castidad resguardó a la mayor parte de las romanas de aquel atropellamiento. Pero la codicia es una pasión insaciable y universal, dado que el dinero permite disfrutar de cuanto objeto pueda proporcionar placer a los diferentes gustos y temperamentos humanos. En el saqueo de Roma, dieron justa preferencia al oro y a las joyas, que son los elementos que poseen mayor valor en un tamaño y peso más pequeño, pero exhausta ya esta porción de riqueza a manos de los asaltantes más rápidos, arrebataron groseramente los muebles espléndidos y costosos de los palacios de la ciudad. Los aparadores de plata maciza y los guardarropas matizados de seda y púrpura quedaron hacinados y revueltos en los carromatos que iban siempre a la zaga de toda hueste goda. Las obras de arte más exquisitas se desmoronaron o destruyeron en forma violenta y antojadiza; las estatuas se derritieron para aprovechar sus metales preciosos, y en el reparto del botín, los vasos más finos se destrozaron a hachazos. El logro de tanta riqueza estimuló más y más la codicia de los ávidos bárbaros, que luego recurrieron a amenazar, golpear y torturar a sus prisioneros para arrancarles información sobre tesoros ocultos.[1334] El lujo y el gasto visibles eran testimonios de grandes fortunas; la apariencia de pobreza se achacaba a la mezquindad, y la pertinacia de algunos avaros, que soportaron tormentos horrorosos antes de descubrir su secreto, redundó en el exterminio de muchos infelices, azotados hasta la muerte por no develar tesoros imaginarios. Los edificios de Roma también padecieron por la barbarie goda, aunque se exageró mucho al respecto. Cuando entraron por la puerta Salaria, los bárbaros incendiaron el caserío inmediato para alumbrarse y desviar la atención del vecindario, y, como las llamas no hallaron obstáculos en el trastorno de la noche, se destruyeron varios edificios públicos y particulares. Las ruinas del palacio de Salustio[1335] permanecieron, aún en tiempo de Justiniano, como testimonio majestuoso del ataque godo.[1336] Un historiador contemporáneo ha advertido, sin embargo, que mal pudo consumir el fuego las vigas enormes de bronce macizo, y que la fuerza del hombre era insuficiente para tirar abajo los cimientos de las estructuras antiguas. Cabe, no obstante, alguna verdad en la afirmación devota de que el enojo del Cielo suplía las imperfecciones de la cólera enemiga, y que el grandioso Foro de Roma, decorado con la estatua de tantos dioses y héroes, fue convertido en polvo por el golpe de un rayo.[1337]

Cualquiera que fuese el número de miembros de la clase ecuestre o plebeya que murieron en la matanza de Roma, se afirma, con seguridad, que sólo un senador perdió su vida por la espada del enemigo;[1338] pero no era fácil contabilizar a aquellos que, de un estado honorable y buena fortuna, quedaron repentinamente reducidos a la desdichada suerte de cautivos y desterrados. Como los bárbaros apetecían más dinero que esclavos, fijaban un precio moderado para liberar a los prisioneros menesterosos.[1339] El rescate pagado a menudo por la benevolencia pública o por contrato privado podría devolverle su libertad de nacimiento, que un ciudadano no podía perder, o que no se le podía enajenar.[1340] Pero como pronto se descubrió que la confirmación de su libertad pondría en peligro su vida, y que los godos, a menos que se vieran tentados a vender a sus inútiles prisioneros, podrían matarlos, intervino la jurisprudencia civil con la disposición acertada de obligarlos a servir el plazo moderado de cinco años hasta devengar con su trabajo el importe del rescate.[1341] Las naciones avasalladoras del Imperio Romano habían conducido antes que los godos tropas enteras de hambrientos, menos temerosos de la servidumbre que del hambre. Las calamidades de Roma y de Italia fueron arrinconando a los habitantes, que buscaban refugio, en los sitios más solitarios, seguros y remotos. Mientras la caballería goda aterraba y asolaba las costas de Campania y Toscana, la islita de Igilio, separada por un foso angosto del promontorio Argentario, rechazó o burló sus embates; y a tan corta distancia de Roma, gran número de ciudadanos se pusieron a salvo en los bosques espesos de aquellos parajes retirados.[1342] Los pingües patrimonios que muchas familias de senadores poseían en África los invitaban, si habían tenido tiempo y prudencia de salvarse de la ruina de la patria, a refugiarse en aquella provincia hospitalaria. La más ilustre de esos fugitivos fue la noble y piadosa Proba,[1343] viuda del prefecto Petronio; pues muerto su marido, el súbdito más poderoso de Roma, ella permaneció a la cabeza de la familia Anicia y costeó los desembolsos que trajeron consigo los consulados de sus tres hijos. Sobrellevó con resignación cristiana, en el cerco y toma de la ciudad por los godos, la pérdida de grandes riquezas; se embarcó en una nave pequeña, desde donde vio las llamas abrasadoras de su palacio, y huyó con su hija Leta y su afamada nieta, la doncella Demetria, a la costa de África. La benevolente profusión con que la matrona repartió el producto de sus haciendas contribuyó al alivio de muchos desterrados y cautivos menesterosos. Pero ni aun la familia de Proba estaba libre de la opresión insaciable del conde Heracliano, que vendía vilmente en prostitución matrimonial, a las doncellas más nobles de Roma, a la injuria o la codicia de los mercaderes sirios. Los italianos fugitivos se dispersaron por las provincias, por la costa de Egipto y de Asia hasta Jerusalén y Constantinopla; y la aldea de Belén, residencia de san Jerónimo y sus mujeres conversas, estaba repleta de pordioseros ilustres de ambos sexos y de toda edad, que movían en extremo a compasión por el recuerdo de sus riquezas anteriores.[1344] La horrible catástrofe de Roma llenó de quebranto y de terror el asombrado Imperio; pues la contraposición tan extremada de grandeza y desdicha labraba en la credulidad general el impulso de lamentar, incluso con exageración, el desamparo de la reina de las ciudades. El clero, aplicando a los acontecimientos recientes las metáforas encumbradas de las profecías orientales, a veces intentaba igualar la destrucción de la capital al exterminio del globo.

La naturaleza humana abriga la propensión a despreciar las ventajas y engrandecer los males de la actualidad, pero al ceder los primeros ímpetus y justipreciar el daño verdadero, los contemporáneos más instruidos y atinados debieron confesar que Roma, en su infancia, había padecido más por los galos que, ahora, en su decadencia, por los godos.[1345] La experiencia de once siglos proporciona a la posteridad una comparación más extraña y afirma con seguridad que los estragos de los bárbaros que acaudilló Alarico desde las márgenes del Danubio fueron menos destructivos que la hostilidad de las tropas de Carlos V, príncipe católico, que se llamaba a sí mismo emperador de los romanos.[1346] Los godos abandonaron la ciudad a los seis días, pero los imperialistas se aposentaron por espacio de más de nueve meses en Roma y a toda hora la mancillaban con atrocidades sangrientas, lujuriosas y rapaces. La autoridad de Alarico frenó en alguna medida a la desaforada muchedumbre, pero el condestable de Borbón había caído heroicamente en el asalto, y la muerte del general borró todo resto de disciplina en una hueste compuesta de tres naciones independientes, italianos, españoles y alemanes. Al principio del siglo XVI, las costumbres de Italia retrataban la depravación humana, pues combinaban los delitos sangrientos de una sociedad en formación con los vicios pulidos que surgen del abuso del artificio y del lujo; y los aventureros desaforados que habían violado todo miramiento de patriotismo y de superstición para asaltar el alcázar del pontífice romano merecen conceptuarse como los italianos más disolutos.

En la misma época, los españoles eran el terror del Nuevo y del Viejo Mundo y deshonraban su valor con la soberbia sombría, la codicia insaciable y la crueldad empedernida. Infatigables en la persecución de fama y riquezas, habían perfeccionado con la práctica repetida los modos más exquisitos y eficaces de tortura de sus prisioneros: muchos de los castellanos saqueadores de Roma eran familiares de la Santa Inquisición, y algunos voluntarios, quizá, eran recién llegados de la conquista de México. Los alemanes estaban menos corrompidos que los italianos y eran menos crueles que los españoles; el aspecto rústico y salvaje de estos guerreros tramontanos solía encubrir una índole sencilla y compasiva, pero con el primer fervor de la Reforma, se habían imbuido en los principios y en el espíritu de Lutero. Sus diversión favorita era insultar o destrozar los objetos consagrados por la religión católica, y se permitían sin piedad ni remordimiento un odio devoto contra toda clase de clerecía, que constituía una gran parte de la población de Roma. Su fanático empeño aspiraba a destronar el Anticristo y a purificar con sangre y fuego las abominaciones de la Babilonia espiritual.[1347]

La retirada de los godos victoriosos, que evacuaron Roma el sexto día,[1348] podía ser producto de la prudencia, pero seguramente no lo fue del miedo[1349] (29 de agosto de 410). A la cabeza de un ejército cargado de pesados y ricos despojos, su intrépido líder avanzó por la Via Apia a las provincias meridionales de Italia, destruyó todo lo que se oponía a su paso y se contentó con saquear el país indefenso. El destino de Capua, capital orgullosa y lujosa de Campania, que aun en su decadencia se respetaba como la octava ciudad del Imperio,[1350] cayó en el olvido, mientras que el pueblo inmediato de Nola[1351] quedó ilustrado con la santidad de Paulino,[1352] quien fue cónsul, monje y obispo. A los cuarenta años abandonó riquezas, honores, sociedad y literatura, para abrazar una vida de soledad y penitencia, y los aplausos del clero lo alentaron para menospreciar las reconvenciones de sus amigos mundanos, que atribuían este acto desesperado a alguna dolencia mental o corporal.[1353] Cierto apego temprano lo movió a fijar su humilde morada en los arrabales de Nola, junto la tumba milagrosa de san Félix, cercada ya por la devoción pública con cinco grandiosas y concurridas iglesias. Dedicó los restos de su fortuna y todo su entendimiento al servicio del glorioso mártir, celebraba siempre su festividad con himnos solemnes de alabanza y edificó en su honor la sexta iglesia, más elegante y bella, que descollaba por las pinturas peregrinas sobre la historia del Antiguo y del Nuevo Testamento. Tanto celo aseguró la protección del santo[1354] o, por lo menos, del pueblo; y después de quince años de retiro, el cónsul romano tuvo que aceptar el obispado de Nola, pocos meses antes que los godos la cercasen. Durante el sitio, varias personas religiosas aseguraron haber visto en sueños o en visiones la estampa divina de su patrón tutelar; pero pronto resultó que Félix no tenía el poder o la disposición para conservar la grey que había pastoreado en otro tiempo. Nola no se salvó de la asolación;[1355] y al obispo cautivo sólo lo protegió la opinión general de su inocencia y su pobreza. Pasaron más de cuatro años entre la invasión victoriosa de Italia por las armas de Alarico y la retirada voluntaria de los godos acaudillados por el sucesor Ataúlfo. Durante todo ese período (408-412 d. C.), reinaron sin control sobre un país que, según los antiguos, atesoraba todos las excelencias de la naturaleza y el arte. Ciertamente, la prosperidad de Italia en el auspicioso tiempo de los Antoninos había menguado gradualmente con la decadencia del Imperio. Los frutos de una paz prolongada cayeron con el asalto de los bárbaros, quienes eran incapaces de disfrutar el refinamiento del lujo labrado para los delicados y finos italianos. Sin embargo, cada soldado reclamó su parte de la abundancia —trigo, rebaños, vino y aceite— que se recolectaba y se consumía a diario en el campamento godo; y los guerreros descollantes atacaban las quintas antes habitadas por Lúculo y Cicerón, en las hermosas playas de Campania.

Los temblorosos cautivos, hijos o hijas de senadores, presentaban en copas de oro y piedras preciosas grandes tragos de vino de Falerno a los vencedores altivos, que se tendían a la sombra de los plátanos[1356] dispuestos especialmente para impedir el paso de los rayos violentos y franquear sólo la tibieza apacible del sol. Estas delicias se realzaban con el recuerdo de penalidades anteriores, pues la comparación de su suelo nativo, de los riscos áridos y rasos de Escitia y de las márgenes heladas del Elba y del Danubio añadía más encantos a la dicha del clima de Italia.[1357]

Buscara fama, conquista o riquezas, Alarico persiguió su objetivo con ardor infatigable sin desilusionarse con los fracasos ni satisfacerse con sus logros. No bien llegó al extremo de Italia, se prendó con la perspectiva de una isla fértil y sosegada, pero Sicilia era sólo una escala de la expedición más importante que estaba planeando contra el continente de África. El estrecho entre Reggio y Mesina[1358] tiene doce millas (19 km) de largo, y el pasaje más angosto tiene una milla (1,6 km) de ancho. Los monstruos fabulosos de las profundidades, la roca de Escila y los remolinos de Caribdis podían amedrentar sólo a los marinos menos diestros, pero apenas se embarcó la primera división goda, sobrevino una tormenta que hundió o dispersó muchos de sus transportes. Los ánimos se intimidaron con el nuevo elemento, y se desvaneció todo el intento con la temprana muerte de Alarico (410 d. C.), que determinó, tras una breve enfermedad, el término de sus conquistas.

Los bárbaros mostraron su carácter feroz en las exequias del héroe, cuyo denuedo y felicidad celebraron con llorosos aplausos. Con el trabajo de una muchedumbre cautiva, desviaron el cauce del Busentino, riachuelo que baña los muros de Cosenza. En el lecho vacío, construyeron el sepulcro real, engalanado con despojos y trofeos esplendorosos de Roma, y luego volvieron la corriente a su cauce. El sitio recóndito donde depositaron los restos de Alarico quedó escondido para siempre, ya que dieron muerte inhumana a los prisioneros empleados en la obra.[1359]

Los enconos personales y rencores hereditarios de los bárbaros se suspendieron con la urgencia de sus asuntos, y el valeroso Ataúlfo, cuñado del monarca difunto, fue elegido por unanimidad para sucederle en el trono. Pueden entenderse la índole y la política del nuevo rey de los godos a partir de su conversación con un ciudadano ilustre de Narbona, quien luego, en una peregrinación a Tierra Santa, se la refirió a san Jerónimo en presencia del historiador Orosio. Ataúlfo dijo:

Lleno de confianza en el valor y el triunfo, aspiré un día a cambiar la faz del universo, a borrar el nombre de Roma, a encumbrar sobre sus escombros el dominio de los godos y a adquirir, cual Augusto, la fama inmortal de fundador de un nuevo imperio. Las sucesivas experiencias me convencieron gradualmente de que las leyes son indispensables para mantener y gobernar con acierto un Estado, y que la ferocidad y el temperamento rebelde de los godos les impedía aceptar el yugo saludable de las leyes y el gobierno civil. Desde ese momento, me propuse otro objeto de gloria y de ambición, y ahora mi deseo sincero se cifra en obtener la gratitud de las épocas venideras hacia un extranjero que esgrimió la espada goda, no para destruir, sino a fin de restablecer y conservar la prosperidad del Imperio Romano.[1360]

Con miras tan pacíficas, el sucesor de Alarico suspendió la guerra y negoció un tratado de amistad y alianza con la corte imperial. El interés de los ministros de Honorio, dispensados ya de su desatinado juramento, era liberar Italia del insufrible peso del poderío godo, de modo que aceptaron rápidamente su oferta de lidiar con los tiranos y los bárbaros que acosaban las provincias más allá de los Alpes.[1361] Ataúlfo, asumiendo el título de general romano, marchó desde el extremo de Campania hasta las provincias meridionales de Galia. Por la fuerza o por acuerdos, sus tropas ocuparon las ciudades de Narbona, Tolosa y Burdeos, y aunque el conde Bonifacio las rechazó en Marsella, pronto se extendieron desde el Mediterráneo hasta el océano. Las provincias acosadas podían clamar que los miserables restos que no habían caído en manos del enemigo fueron violados con crueldad por los supuestos aliados, pero no faltaban pretextos engañosos para paliar o justificar la violencia de los godos. Las ciudades galas que atacaron podrían considerarse en rebelión contra el gobierno de Honorio: en descargo de las usurpaciones aparentes de Ataúlfo, a veces, podrían alegarse los artículos del tratado o las instrucciones secretas de la corte; y la culpa de cualquier hecho irregular o sin éxito podría atribuirse siempre con verosimilitud al carácter desenfrenado de la hueste bárbara, incapaz de soportar la paz y la disciplina. El lujo de Italia había sido menos eficaz para alivianar el espíritu que para quebrantar la valentía de los godos, quienes habían adoptado los vicios sin imitar las artes e instituciones de la sociedad civil[1362] (412 d. C.).

La profesión de fe de Ataúlfo, quizá, era sincera, y su afecto a la república se afianzó con el ascendiente que una princesa romana había logrado sobre el corazón y la razón del rey bárbaro. Placidia,[1363] hija del gran Teodosio y de Gala, su segunda esposa, había recibido educación real en el palacio de Constantinopla, pero las experiencias de su vida la relacionaron con las revoluciones que padeció el Imperio occidental en el reinado de su hermano Honorio. Cuando Alarico sitió Roma por primera vez, Placidia, que tenía cerca de veinte años, vivía en esta ciudad. Su pronto consentimiento la muerte de su prima Serena tuvo la apariencia de crueldad e ingratitud, lo que, de acuerdo con las circunstancias, podía considerarse más grave o excusarse por su corta edad.[1364] Los bárbaros la retuvieron como rehén o cautiva;[1365] y aunque debió seguir los movimientos del campamento godo por Italia, recibió un trato decente y respetuoso. La autoridad de Jornandes, quien elogiaba la belleza de Placidia, puede contrapesarse con el expresivo silencio de sus aduladores. El esplendor de su nacimiento, la lozanía de la juventud, la finura de sus modales y la discreta insinuación que empleó causaron una profunda impresión en Ataúlfo, que aspiraba a ser llamado hermano del emperador. Los ministros de Honorio desecharon con menosprecio la propuesta de un enlace tan afrentoso para el orgullo romano e insistieron en la entrega de Placidia como condición imprescindible para un tratado de paz. Pero la hija de Teodosio se entregó, sin renuencia, a los anhelos del conquistador, un príncipe joven y valeroso, menos gallardo, pero más gentil y bello que Alarico. El matrimonio de Ataúlfo y Placidia[1366] se consumó antes de que los godos se retiraran de Italia (414 d. C.); y el casamiento solemne se celebró después en casa de Ingenuo, uno de los ciudadanos más esclarecidos de Narbona, en Galia. La novia, ataviada como una emperatriz romana, se colocó en un trono de Estado, y el rey godo, en esta ocasión, en traje romano, se conformó con ocupar un asiento menos honorífico a su lado. El agasajo nupcial que, según el ritual de la nación, se tributó a Placidia, consistía en los trofeos más peregrinos y magníficos de su propio país.[1367] Cincuenta jóvenes hermosos, en vestimentas de seda, llevaron una bandeja en cada mano: una con monedas de oro, y la otra con piedras preciosas de inestimable valor. Atalo, por tanto tiempo, juguete de la suerte y de los godos, fue el corifeo del coro que entonó los himeneos, y el depuesto emperador merecía las alabanzas de un maestro de música. Los bárbaros disfrutaron la insolencia de su triunfo, y los provincianos se regocijaron con este enlace que templaba, con el influjo del amor y la razón, el espíritu violento del señor godo.[1368]

Las cien bandejas de oro y pedrería ofrecidas a Placidia en su fiesta nupcial eran una pequeña parte de los tesoros godos, de los cuales, algunos ejemplos pueden encontrarse en la historia de los sucesores de Ataúlfo. En su palacio de Narbona, cuando lo saquearon los francos en el siglo VI, se hallaron infinitos adornos de oro macizo realzados con joyas: sesenta copones o cálices, quince patenas o fuentes para comulgar, veinte cajas o estuches para guardar los Evangelios. El hijo de Clodoveo distribuyó estas riquezas consagradas[1369] entre las iglesias de sus dominios, liberalidad piadosa que parece reprender algún sacrilegio anterior de los godos. Atesoraban, con seguridad, el famoso missorium, disco o fuente para el servicio de la mesa, de oro macizo, de quinientas libras (230 kg) de peso y de valor incrementado por las piedras preciosas, su exquisita confección y la tradición de que lo entregaba el patricio Ecio a Turismundo, rey de los godos. Con la promesa de este magnífico regalo, uno de los sucesores de Turismundo compró el auxilio del monarca francés. Sentado ya en el trono de España, se lo entregó, muy a su pesar, a los embajadores de Dagoberto; luego los asaltó en el camino y, tras larguísima negociación, pactaron el rescate desproporcionado de doscientas mil piezas de oro, lo que aseguró el disco como orgullo de las riquezas godas.[1370] Tras la conquista de España, cuando los árabes robaron los tesoros, se admiraron con este objeto y con otro, mucho más asombroso aún: una mesa de tamaño considerable, de una sola pieza de esmeralda maciza,[1371] rodeada con tres filas de perlas finísimas, sostenida por trescientos sesenta y cinco pies (111,25 m) de joyas y oro macizo, y tasada en quinientas mil piezas de oro.[1372] Alguna parte de los tesoros godos podría haber sido prenda de amistad o tributo de obediencia, pero la mayoría provenía de la guerra y del saqueo, de los despojos del Imperio y, tal vez, de Roma.

Libre Italia de la opresión goda, se le permitió a algún consejero secreto, en medio de las facciones de palacio, sanar las llagas de su acongojada patria.[1373] Por disposiciones atinadas y humanas, se les dio un alivio de cinco años a las ocho provincias más atropelladas (410-417 d. C.), Campania, Toscana, Piceno, Samnio, Apulia, Calabria, Brucio y Lucania: el tributo corriente se redujo a un quinto, y éste se aplicaría al restablecimiento y conservación de los puestos públicos. Por otra ley, los eriales o yermos se otorgaban, con rebaja de impuestos, a los vecinos que los ocupasen o a los extraños que los pidiesen, y se aseguraba a los nuevos dueños contra las demandas de los propietarios fugitivos.

Por el mismo tiempo, se publicó indulto general en nombre de Honorio, que abolía las culpas y el recuerdo de cuantos agravios involuntarios habían cometido sus desventurados súbditos durante toda la época de desorden y calamidades públicos. Se apoyó atenta y decorosamente el restablecimiento de la capital, estimulando a los ciudadanos a reconstruir los edificios destruidos o dañados por el fuego enemigo, y se trajeron grandes acopios de trigo de la costa de África. El tropel que había huido de la espada de los bárbaros acudió con tanto ímpetu, atraído por la esperanza de plenitud, que Albino, el prefecto de Roma, informó a la corte, con ansiedad y sorpresa, que en un solo día habían regresado catorce mil extranjeros.[1374] En menos de siete años, ya no quedaba rastro de la invasión goda, y la ciudad parecía recobrar su antigua brillantez y sosiego. La matrona venerable se ajustó su corona de laurel, ajada con las tormentas de la guerra, y se embelesaba todavía, en el último tiempo de su decadencia, con profecías de venganza, victoria y dominio eterno.[1375]

Esta tranquilidad aparente se alteró con el asomo de un armamento enemigo, proveniente del país que abastecía al pueblo romano (413 d. C.). Heracliano, conde de África, que en las más difíciles y desgraciadas circunstancias había apoyado con lealtad la causa de Honorio, pretendió, en el año de su consulado, rebelarse y obtener el título de emperador. Los puertos de África se llenaron de inmediato con fuerzas navales, al frente de las cuales se preparó para invadir Italia, y su armada, al fondear en la embocadura del Tíber, sobrepasaba a las de Jerjes y de Alejandro, pues todos los bajeles, desde la galera real hasta el ínfimo bote, ascendían, en efecto, a tres mil doscientos.[1376] Pese a tanto armamento, capaz de derribar o restablecer el imperio mayor del mundo, el usurpador africano apenas hizo alguna mella en las provincias de su competidor. Al marchar desde el puerto por la carretera que llevaba a las puertas de Roma, un caudillo imperial logró atajarlo, amedrentarlo y derrotarlo; y el señor de tan poderosa hueste, desamparando su fortuna y a sus amigos, huyó cobardemente en una embarcación.[1377] Al desembarcar en la bahía de Cartago, halló que toda la provincia, despreciando dueño tan indigno, había vuelto a la obediencia. Degollaron al rebelde en el templo antiguo de la Memoria, y quedó abolido su consulado.[1378] El resto de sus haberes particulares, que no excedían las cuatro mil libras (1840 kg) de oro —suma moderada—, se entregaron al valeroso Constancio, quien había protegido el trono que luego compartió con su débil soberano. Honorio observó con total indiferencia los padecimientos de Roma y de Italia;[1379] pero la rebeldía de Atalo y de Heracliano contra su seguridad personal despertó, por un momento, el aletargado instinto de su naturaleza. Ignoraba, tal vez, las causas y los acontecimientos que lo preservaron de los peligros inminentes, y como Italia no estaba ya invadida por enemigos externos ni internos, vivía tranquilo en su palacio de Ravena, mientras los lugartenientes del hijo de Teodosio, en su nombre, derrotaban una y otra vez a los tiranos de allende los Alpes.[1380] Siguiendo el hilo de la interesante historia, quizá, olvide mencionar la muerte de tal príncipe; por lo tanto, voy a precaverme desde ahora diciendo que sobrevivió cerca de trece años al último sitio de Roma.

La usurpación de Constantino, que recibió la púrpura de manos de las legiones de Bretaña, había sido exitosa y parecía afianzada, y su título se reconocía desde la valla de Antonino hasta las columnas de Hércules (409-413 d. C.). En medio del desorden público, él participó del dominio y el saqueo de España y de Galia con las tribus bárbaras, cuyo destructivo progreso ya no frenaban ni el Rin ni los Pirineos. Salpicado con la sangre de familiares de Honorio, arrebató a la corte de Ravena, con quien mantenía correspondencia secreta, la ratificación de sus pretensiones rebeldes. Constantino se comprometió solemnemente a liberar Italia de godos, avanzó hasta las orillas del Po y, tras asustar más que auxiliar a su endeble aliado, se volvió con precipitación a su palacio de Arles para celebrar con gran boato su triunfo presumido y ostentoso. Pero esta prosperidad efímera pronto fracasó con la rebeldía del conde Geroncio, su general más sobresaliente, quien, durante la ausencia del hijo Constante, príncipe revestido ya con la púrpura imperial, desempeñaba el mando de las provincias de España. Geroncio, por motivos que ignoramos, en vez de apropiarse de la diadema, la ciñó en la sien de su amigo Máximo, quien se afincó en Tarragona, mientras el ardoroso conde cruzó los Pirineos y sorprendió a ambos emperadores, Constantino y Constante, antes que se dispusieran para la defensa. Apresaron al hijo en Viena y lo ajusticiaron de inmediato: el infeliz joven apenas tuvo tiempo para lamentarse del encumbramiento de su familia, que lo había tentado u obligado a abandonar la oscuridad pacífica de la vida monástica. El padre sostuvo un sitio en Arles, y sus muros habrían tenido que rendirse al asalto enemigo de no acudir inesperadamente al auxilio el ejército de Italia. El nombre de Honorio y la proclama de un emperador legítimo pasmaron a los partidos encontrados. Geroncio, desamparado por su propia tropa, huyó a los confines de España, y rescató su nombre del olvido con la valentía romana que enardeció los últimos instantes de su vida. En medio de la noche, un gran cuerpo de sus pérfidos soldados rodeó y atacó su casa, resguardada con fuertes barricadas. Todavía lo acompañaban su esposa, un amigo valeroso, alano de origen, y algunos esclavos leales. Geroncio empleó con tanta habilidad y resolución un almacén de dardos y flechas, que más de trescientos asaltantes perdieron la vida. Cuando todas las armas arrojadizas se acabaron, los esclavos huyeron al amanecer; y si no lo hubiera atado el cariño conyugal, Geroncio podría haberlos seguido. Por fin, los soldados, iracundos ante tanta tenacidad, incendiaron toda la casa. En este extremo fatal, aceptó el pedido del amigo y le quitó la vida; la esposa le rogó que no la desamparase porque tendría una vida lastimosa y miserable, y entregó el cuello a su espada; en el desenlace trágico, descargó sobre sí mismo tres cuchilladas infructuosas y, por último, se clavó una daga en el corazón.[1381] Máximo, a quien él había revestido con la púrpura, quedó desprotegido y conservó la vida gracias al menosprecio con que se veía su poder y desempeño. El capricho de los bárbaros, que saquearon España, entronizó una vez más este fantasma imperial, pero en breve lo entregaron a la justicia de Honorio. El tirano Máximo, después de haber sido exhibido al pueblo de Ravena y de Roma, fue ejecutado públicamente.

El general llamado Constancio, que brilló en el sitio de Arles y disipó la tropa de Geroncio, era romano de nacimiento, particularidad que expresa la decadencia del espíritu militar entre los súbditos del Imperio. Por la fuerza y majestad características de su persona,[1382] la opinión pública lo hacía acreedor del trono, al que después ascendió. En su vida privada, era amistoso y encantador en el trato, y nunca desdeñaba, en la licencia del cordial alborozo, competir con los farsantes en las ridiculeces de su profesión. Pero cuando el clarín lo llamaba, cuando cabalgaba y se tendía sobre la cerviz del caballo (pues tal era su práctica singular), abarcaba con su vista grandiosa y perspicaz la campiña, aterrorizaba al enemigo e infundía a sus soldados la seguridad de la victoria.

La corte de Ravena había puesto a su cargo la importante empresa de extirpar la rebeldía en las provincias occidentales, y el supuesto emperador Constantino, tras una breve temporada de tregua y desahogo, estaba de nuevo sitiado en su capital por las armas de otro enemigo más formidable. Sin embargo, este intermedio permitió una negociación exitosa con los francos y los alemanes, y su embajador, Edóbico, pronto volvió al mando de una hueste para perturbar las operaciones del sitio de Arles. El general romano, en vez de esperar el ataque en sus líneas, resolvió con audacia y, quizá, con sabiduría, atravesar el Ródano y salir al encuentro de los bárbaros. Se manejó con tal maestría y reserva que, mientras peleaban con la infantería de Constancio por el frente, los hombres de Edóbico quedaron embestidos, cercados y derrotados por la caballería de su teniente Ulfilas, que encubiertamente se había situado con ventaja por la retaguardia. La fuga o la rendición preservó los restos del ejército de Edóbico, quien escapó del campo de batalla a la casa de un amigo desleal, que entendió que la cabeza de su detestable huésped sería un regalo aceptable y lucrativo para el general imperial. En esta ocasión, Constancio se portó con la dignidad de un romano genuino; pues sofrenando todo impulso de celos, reconoció públicamente el merecimiento y los servicios de Ulfilas, pero se horrorizó con el asesinato de Edóbico y le ordenó que el campo no se mancillara más con la presencia de un malvado ingrato, que había violado las leyes de la amistad y de la hospitalidad. El usurpador, que contemplaba desde los muros de Arles la ruina de sus últimas esperanzas, depositó su confianza en tan generoso vencedor. Pidió garantías de seguridad y, después de haber recibido por imposición de manos el cargo sagrado de presbítero cristiano, abrió las puertas de la ciudad. Mas pronto vio que el honor y la integridad, que podrían guiar la conducta personal de Constancio, fueron superados por relajadas doctrinas de moralidad política. El general romano, en efecto, se negó a manchar sus laureles con la sangre de Constantino; pero tanto él como su hijo Juliano, enviados a buen recaudo a Italia, fallecieron a manos de los verdugos antes de llegar al palacio de Ravena (26 de noviembre de 411).

Bajo el concepto general de que todo individuo del Imperio aventajaba en gran manera a los príncipes entronizados por la casualidad de su nacimiento, continuó apareciendo una seguidilla de usurpadores que se desentendían del destino de sus antecesores. Esta plaga se sintió, sobre todo, en España y Galia, donde los principios de orden y obediencia se habían extinguido en la guerra y la rebelión. Antes de que Constantino resignara la púrpura, al cuarto mes del sitio de Arles, se supo en el campamento imperial que Jovino se había ceñido la diadema en Mentz, en Germania superior, a instancias de Goar, rey de los alanos, y de Gunciario, de los borgoñones, y que el candidato a quien le habían conferido el imperio avanzaba con huestes formidables desde las orillas del Rin hasta las del Ródano. En la breve historia del reinado de Jovino, todo fue oscuro y extraordinario, pues era de suponer que un general valeroso y diestro, que lideraba un ejército victorioso, dejara sentada la justicia de la causa de Honorio en el campo de batalla. La retirada veloz de Constancio podría justificarse con razones de peso, pero él renunció a la posesión de Galia sin luchar; y sólo se cita a Dárdano, prefecto pretoriano, como único magistrado que se negó a rendir obediencia al usurpador.[1383] Cuando los godos, dos años después del sitio de Roma, establecieron sus cuarteles en Galia, era de suponer que sus inclinaciones se alternaran sólo entre el emperador Honorio, con quien acababan de formar alianza, y el destituido Atalo, a quien seguían conservando en su campamento para que llegara a servir tan pronto de músico como de monarca. Sin embargo, en un rapto de enfado (cuya causa y fecha no son fáciles de determinar), Ataúlfo se relacionó con el usurpador de Galia y obligó a Atalo a la ignominiosa tarea de negociar el tratado, que ratificó su propia desgracia. Nos sorprende de nuevo leer que, en vez de conceptuar la alianza goda como el sostén más importante de su trono, Jovino censuró con expresiones oscuras y ambiguas la importunidad oficiosa de Atalo, que menospreciando el dictamen de su gran aliado, revistió con la púrpura a su hermano Sebastián y aceptó con imprudencia el servicio de Saro, cuando ese caudillo aguerrido, soldado de Honorio, fue instado a abandonar la corte de un príncipe que no sabía ni premiar ni castigar. Ataúlfo, criado entre una raza de guerreros que valoraban la venganza como lo más precioso y sagrado de su herencia, se adelantó al encuentro del enemigo hereditario de la casa de los Baltos con un cuerpo de diez mil godos. Atacó a Saro en un momento de descuido, cuando éste se encontraba con dieciocho o veinte seguidores valerosos. Hermanados por la amistad, enardecidos por la desesperación, pero al fin acosados por multitudes, estos héroes merecieron el aprecio, aunque sin compasión, de sus enemigos, y, cogido el león en la red, fue eliminado inmediatamente.[1384] La muerte de Saro disolvió la endeble alianza que Ataúlfo conservaba todavía con los usurpadores de Galia; escuchando de nuevo el dictado del amor y de la prudencia, satisfizo al hermano de Placidia y se comprometió a remitir al palacio de Ravena la cabeza de los tiranos Jovino y Sebastián. El rey de los godos cumplió su promesa sin dificultad ni demora; los hermanos, indefensos y sin ningún mérito personal, fueron abandonados por sus auxiliares bárbaros, y la resistencia breve de Valencia fue expiada con la ruina una de las ciudades principales de Galia. El emperador, nombrado por el mismo Senado romano, ascendido, degradado, insultado, restablecido y de nuevo depuesto y despreciado, quedó por fin entregado a su suerte; pero cuando el rey godo le retiró su protección, se vio impedido, por lástima o por menosprecio, de ejercer toda violencia contra Atalo. El desventurado Atalo, sin súbditos ni aliados, se embarcó en un puerto de España en busca de algún rincón seguro y recóndito, pero lo apresaron en el mar, lo llevaron ante Honorio, lo pasearon en triunfo por las calles de Roma o de Ravena y lo expusieron ante la multitud en la segunda grada del solio de su emperador invencible. Se lo condenó al mismo castigo con que él, en la época de su prosperidad, había amenazado a su rival, según se lo acusaba: fue condenado, después de cortarle dos dedos, al exilio permanente en la isla de Lípari, donde se le suministró lo necesario para vivir con decencia. No surgieron más rebeliones en el resto del reinado de Honorio, y debe hacerse notar que, en el plazo de cinco años, siete usurpadores habían fracasado ante un príncipe incapaz de consejo y de ejecución.

La situación de España, totalmente separada de los enemigos de Roma por mares, montañas y otras provincias, había afianzado el sosiego duradero de aquel país aislado, y podemos advertir, como muestra terminante de felicidad interna, que por espacio de cuatro siglos España aportó muy poco material a la historia del Imperio Romano. Las huellas de los bárbaros que habían atravesado los Pirineos en el reinado de Galieno pronto fueron borradas con el restablecimiento de la paz. En el siglo IV de la era cristiana, las ciudades de Emérita o Mérida, Córdoba, Sevilla, Brácara y Tarragona descollaban entre las más ilustres del mundo romano. Los abundantes productos, tanto del reino animal como del vegetal y del mineral, se mejoraban y se fabricaban con la habilidad de un pueblo laborioso; y la ventaja especial de sus acopios navales apoyaba un comercio amplio y provechoso.[1385] Las artes y las ciencias florecían al abrigo de los emperadores, y si el brío español se debilitó con la paz y la servidumbre, la aproximación hostil de los germanos, que habían aterrorizado y asolado todo el ámbito desde el Rin hasta los Pirineos, pareció reavivar chispas del ardor militar. Mientras la vigilancia de las montañas corrió por cuenta de la milicia nacional, fuerte y leal, ésta rechazó con éxito los frecuentes intentos de los bárbaros. Pero no bien las tropas nacionales fueron obligadas a ceder su puesto a la tropa de Honorio en el servicio de Constantino, las puertas de la España se abrieron a traición al enemigo público, unos diez meses antes del saqueo de Roma por los godos[1386] (13 de octubre de 409). Acosados por la culpa y sedientos de presas, los guardas mercenarios de los Pirineos desampararon sus apostaderos y ofrecieron el país a los suevos, los vándalos y los alanos, y aumentaron el torrente que se vertió con irresistible violencia desde la frontera de Galia hasta los mares de África. Los infortunios de España pueden retratarse en los términos de su historiador más elocuente, quien expresó concisamente las declaraciones acaloradas y, quizá, exageradas de los escritores contemporáneos.[1387]

Con la irrupción de estas naciones sobrevinieron las más atroces desventuras mientras los bárbaros golpeaban con indiscriminada crueldad la fortuna de los romanos y de los españoles, ya en los pueblos, ya en las campiñas. Los extremos del hambre redujeron a los desdichados naturales a alimentarse de sus semejantes; y hasta las fieras, que se multiplicaban sin control en el desierto, estimuladas por la sangre y desesperadas por el hambre embestían y devoraban osadamente presas humanas. Pronto apareció la peste, compañera inseparable del hambre, que barrió con gran parte de la población, y los gemidos de los moribundos sólo causaban sólo la envidia de los sobrevivientes. Por fin, satisfechos de matanza y robo, y acosados por los mismos males contagiosos que habían acarreado, los bárbaros se fueron afincando en el país casi yermo. La antigua Galicia, cuyos límites incluían el reino de Castilla la Vieja, se dividió entre los suevos y los vándalos; los alanos se desparramaron por las provincias de Cartagena y Lusitania, desde el Mediterráneo hasta el Atlántico; y los silingos, otra rama de la nación vándala, quedaron en el fértil territorio de Bética. Arreglada la partición, los conquistadores y los súbditos se comprometieron con vínculos recíprocos de protección y obediencia; se volvieron a cultivar las tierras, y el pueblo cautivo se fue afincando en los pueblos y las aldeas. La mayor parte de los españoles casi prefería esta nueva situación de pobreza y barbarismo antes que la firme opresión del gobierno romano, pero muchos que aún defendían su libertad natal se negaron, en especial en las montañas de Galicia, a someterse al yugo bárbaro.[1388]

El regalo importante de la cabeza de Jovino y de Sebastián había acreditado la amistad de Ataúlfo y restablecido Galia a la obediencia de su hermano Honorio. Pero la paz era incompatible con la situación y la índole del rey de los godos. Aceptó de inmediato la propuesta de dirigir sus armas victoriosas contra los bárbaros de España, pues las tropas de Constancio interceptaban su comunicación con los puertos de Galia, y fue avanzando hacia los Pirineos[1389] (414 d. C.), los cruzó y, en nombre del emperador, sorprendió a la ciudad de Barcelona. La pasión de Ataúlfo hacia su consorte romana no cedió con el tiempo y la posesión. El nacimiento de un niño, llamado Teodosio como su ilustre abuelo, al parecer lo afirmaba para siempre en los intereses de la república. La pérdida de aquel hijo, cuyos restos quedaron depositados en una urna de plata dentro de una iglesia inmediata a Barcelona, desconsoló en gran manera a los padres, pero el dolor del rey godo quedó relegado por las tareas en el campo de batalla, y la carrera de sus victorias pronto se interrumpió por la traición interna. Cometió el desacierto de admitir en su servidumbre a uno de los seguidores de Sauro, un bárbaro de escasa estatura, pero de espíritu temerario, cuyos deseos secretos de vengar la muerte de su amado señor se veían aguijoneados por los insultos que recibía sin cesar de su nuevo dueño. Ataúlfo fue asesinado en el palacio de Barcelona (agosto de 415). Las leyes de sucesión fueron violadas por una facción tumultuosa,[1390] y Singerico, extraño en la alcurnia real y hermano del mismo Sauro, fue ascendido al trono godo. El primer acto de su reinado fue el homicidio inhumano de los seis hijos de Ataúlfo, de un matrimonio anterior, que arrebató sin consideración de los brazos endebles de un obispo venerable.[1391] La desventurada Placidia fue tratada con crueles insultos y no con la compasión reverente que debería haber animado los corazones más salvajes. La hija del emperador Teodosio, mezclada en una caterva de cautivas, fue obligada a marchar a pie más de doce millas (19 km) delante del caballo de un bárbaro, asesino de su amado esposo, a quien lloraba.[1392]

Placidia pronto tuvo el placer de la venganza. La vista de sus padecimientos indecorosos no pudo menos que alentar el encono del pueblo contra el tirano, que fue asesinado a los siete días de su usurpación. Muerto Singerico, la nación otorgó el cetro godo a Walia, cuyo temple guerrero y ambicioso pareció, en el comienzo de su reinado, extremadamente hostil a la república. Marchó con sus ejércitos desde Barcelona hasta las playas del Océano, que los antiguos reverenciaban como el último límite del mundo. Pero cuando llegó al promontorio meridional de España[1393] y, desde el peñasco cubierto ahora por la fortaleza de Gibraltar, contempló la costa inmediata y fértil de África, abrazó el intento de su conquista, interrumpida con la muerte de Alarico. Otra vez, los vientos y las olas malograron la empresa de los godos, y el ánimo de un pueblo supersticioso se impresionó profundamente con los repetidos fracasos de tormentas y naufragios. En estas circunstancias, el sucesor de Ataúlfo tuvo que prestar atención al embajador romano, que hacía sus propuestas al abrigo, efectivo o supuesto, de una hueste acaudillada por el valeroso Constancio. Se llevó a cabo y se cumplió un tratado solemne. Placidia fue devuelta a su hermano de manera honorable; se entregaron seiscientas mil medidas de trigo a los hambrientos godos,[1394] y Walia comprometió su espada al servicio del Imperio (415-418 d. C.). De inmediato estalló una guerra sangrienta entre los bárbaros de España, y se dice que los príncipes rivales enviaron cartas, embajadores y rehenes al trono del emperador occidental, instándolo a que permaneciese como espectador de la contienda, cuyos resultados debían redundar en beneficio de los romanos con la matanza mutua de sus enemigos comunes.[1395] La guerra de España se mantuvo con obstinación y valor durante tres campañas, y las grandes proezas de Walia le dieron renombre como héroe godo por todo el Imperio. Acabó con los silingos, que habían destruido irremediablemente la rica provincia de Bética; mató en batalla al rey de los alanos, y los restos de aquellos escitas vagabundos, que habían escapado del campo de batalla, en lugar de nombrar otro líder, se acogieron bajo el estandarte de los vándalos, con los cuales quedaron ya confundidos para siempre. Los mismos vándalos e, incluso, los suevos se doblegaron a los embates de los godos invencibles. La confusa muchedumbre de bárbaros, cuya retirada había sido interceptada, se dirigió a las quebradas de Galicia, donde siguió, en terreno reducido y estéril, ensangrentándose con sus hostilidades internas e implacables. En medio del orgullo de la victoria, cumplió Walia fielmente sus compromisos: devolvió las conquistas españolas a la obediencia de Honorio; y la tiranía de los funcionarios imperiales pronto hizo que el pueblo echase de menos la época de su servidumbre con los bárbaros. Cuando el curso de la guerra todavía era dudoso, la primera ventaja que logró Walia alentó a la corte de Ravena a decretar los honores de un triunfo a su débil soberano. Éste entró en Roma como los antiguos conquistadores de las naciones, y si las demostraciones de corrupción servil no coincidieran con el destino que merecían, veríamos probablemente que una cantidad de oradores y poetas, de magistrados y obispos aplaudían la dicha, la sabiduría y el denuedo invencible del emperador Honorio.[1396]

Tal triunfo podría haber correspondido con justicia al aliado de Roma si Walia, al regresar por los Pirineos, hubiera exterminado las semillas de la guerra. Cuarenta y tres años después de su tránsito por el Danubio, los godos victoriosos, en virtud de los tratados, quedaron establecidos y en posesión de la segunda Aquitania, provincia marítima entre el Garona y el Loira, bajo la jurisdicción civil y eclesiástica de Burdeos. Aquella metrópoli, ventajosamente situada para el comercio por el océano, fue construida con formas elegantes, y sus numerosos habitantes se distinguían entre los galos por su riqueza, su instrucción y sus modales. La provincia contigua, comparada con afecto con el jardín del Edén, disfrutaba de suelo fértil y clima moderado; brotaban por el país las artes y la industria; y los godos, tras el esfuerzo militar, agotaban con lujo los viñedos de Aquitania.[1397] Los ámbitos de la provincia se extendieron con el regalo de algunas diócesis inmediatas; y los sucesores de Alarico se afincaron en Tolosa, que abarcaba cinco barrios populosos, o ciudades, en el espacioso recinto de sus muros. Por aquel tiempo, hacia el fin del reinado de Honorio, godos, borgoñones y francos lograron asiento permanente y dominio en las provincias de Galia. El emperador legítimo confirmó el otorgamiento grandioso del usurpador Jovino a sus aliados borgoñones, se cedieron las tierras de Germania Superior o Alta a tan formidables extranjeros; y ellos fueron ocupando poco a poco, por conquista o por tratados, las dos provincias que todavía conservan el apellido nacional de Borgoña, con los títulos de ducado y condado.[1398] Los francos, valerosos y fieles aliados de la república romana, pronto quisieron imitar a los mismos invasores que habían rechazado con valentía. Sus grupos desordenados saquearon Tréveris, capital de Galia, y la humilde colonia, que por largo tiempo mantuvieron en el distrito de Toxandría, en Brabante, creció por las orillas del Mosa y del Escalda, hasta que su poderío independiente abarcó todo el ámbito de Germania Inferior o Baja. Datos históricos comprueban estos hechos, pero la fundación de la monarquía francesa por Faramundo, las conquistas, las leyes y aun existencia de aquel héroe han sido cuestionadas por la severidad imparcial de la crítica moderna.[1399]

La ruina de aquellas provincias opulentas de Galia puede fecharse desde el establecimiento de estos bárbaros, cuya alianza era peligrosa y opresiva, y que alteraban caprichosamente, por interés o por acaloramiento, la tranquilidad pública (420 d. C.). Se cargó un rescate cuantioso y arbitrario a los súbditos que habían sobrevivido a las desgracias de la guerra; los extranjeros insaciables se apropiaron de las campiñas más ricas y fértiles para sus familias, esclavos y ganados, y los naturales tuvieron que dejar, temblando y suspirando, la herencia de sus mayores. Sin embargo, estas desventuras internas, que son apenas la suerte de los pueblos vencidos, las habían padecido los mismos romanos y se las habían causado entre sí, no solo con la insolencia de conquistas extranjeras, sino en el frenesí de sus guerras civiles. Los triunviros proscribieron dieciocho de las colonias más florecientes de Italia y repartieron sus tierras y albergues a los veteranos vengadores de la muerte de César y aniquiladores de la libertad de su patria. Dos poetas de fama sin igual se han lamentado, en circunstancias muy parecidas, de la pérdida de su patrimonio, pero los legionarios de Augusto, al parecer, sobrepasaron en violencia e injusticia a los bárbaros que invadieron Galia en el reinado de Honorio. Virgilio pudo salvarse a duras penas de la espada de un centurión que había usurpado su finca en las cercanías de Mantua,[1400] pero Paulino de Burdeos recibió una cantidad de dinero —que aceptó con satisfacción y sorpresa— de su comprador godo, y aunque el precio era muy inferior al de su hacienda, por lo menos, aquella violencia llevaba algún viso de equidad y moderación.[1401] El nombre odioso de «conquistadores» se fue suavizando hasta llegar al más grato y amistoso de «huéspedes» de los romanos; y los bárbaros de Galia, en especial los godos, repetían que se hallaban enlazados con el pueblo por los vínculos de hospitalidad y con el emperador por las obligaciones de lealtad y servicio militar. El título de Honorio y de sus sucesores, sus leyes y sus magistrados civiles todavía se respetaban en las provincias de Galia, cuya posesión habían traspasado a los aliados bárbaros; y los reyes que ejercían autoridad suprema e independiente sobre sus vasallos naturales ambicionaban la jerarquía más honorable de maestre general de los ejércitos imperiales.[1402] ¡Tal era la veneración involuntaria que aún merecía el nombre romano en el ánimo de aquellos guerreros que habían arrebatado triunfalmente los despojos del Capitolio!

Mientras Italia estaba asolada por los godos, y una sucesión de débiles tiranos oprimía las provincias del otro lado de los Alpes, la isla de Bretaña se separó del cuerpo del Imperio romano. Se habían ido retirando de a poco las fuerzas regulares que resguardaban esa provincia lejana, y la región quedó sin amparo contra los piratas sajones y los salvajes de Irlanda y Caledonia. Llegado ese extremo, los britanos ya no confiaban en el auxilio tardío y dudoso de una monarquía declinante, y se levantaron en armas, rechazaron a los invasores y se regocijaron con el descubrimiento importantísimo de sus propias fuerzas.[1403] Acosadas por las mismas calamidades e impulsadas por el mismo espíritu, las provincias armóricas (nombre que comprendía los países marítimos de Galia entre el Sena y el Loira)[1404] resolvieron seguir el ejemplo de la isla vecina. Expulsaron a los magistrados romanos dependientes del usurpador Constantino (409 d. C.) y establecieron un gobierno libre para un pueblo hasta entonces avasallado por el albedrío arbitrario de un dueño. El mismo Honorio, como emperador legítimo de Occidente, confirmó después la independencia de Bretaña y Armórica, y las cartas con las que puso en manos de los nuevos estados la atención de su propia seguridad podrían interpretarse como una renuncia total y perpetua del ejercicio y el derecho de soberanía, como se comprobó, en alguna medida, por los acontecimientos. Derribados sucesivamente los usurpadores de Galia, las provincias marítimas se reincorporaron al Imperio; mas su obediencia era imperfecta y precaria: la vana, inconstante y rebelde disposición del pueblo era incompatible con la libertad y con la servidumbre.[1405] Armórica, aunque alteró su forma republicana,[1406] sufrió con frecuencia las revueltas destructivas. Bretaña se perdió definitivamente,[1407] pero como los emperadores se avinieron con sabiduría a la independencia de la provincia lejana, la separación no se oscureció con el reproche de tiranía o rebelión; y los reclamos de lealtad y protección fueron coronados por buenos oficios, mutuos y voluntarios, de amistad nacional.[1408]

Esta revolución disolvió la maquinaria del gobierno civil y militar, y el país independiente se rigió por la autoridad del clero, los nobles y los concejos municipales durante un período de cuarenta años, hasta el desembarco de los sajones.[1409]

I. Zósimo, el único que ha preservado el recuerdo de esta transacción singular, advierte con exactitud que las cartas de Honorio se dirigían a las ciudades de Bretaña.[1410] Bajo el amparo de los romanos, se habían levantado noventa y dos pueblos considerables en diversas partes de aquella gran provincia, y entre ellos se distinguían treinta y tres ciudades por sus privilegios e importancia.[1411] Cada una de éstas, como en las demás provincias del Imperio, formaba un concejo legal para la regulación de su política local, y la potestad municipal se repartía entre magistrados anuales, un senador electo y la asamblea del pueblo, según la pauta de la constitución romana.[1412] El manejo de la renta general, el desempeño de la jurisdicción civil y penal, y el ejercicio del consejo y mando públicos eran inherentes a estas pequeñas repúblicas, y al determinar su independencia, la juventud de la ciudad y sus distritos contiguos se las hacía ubicarse con naturalidad bajo las banderas del magistrado. Pero el afán de disfrutar las ventajas de toda sociedad política y de desentenderse de sus cargas es siempre un manantial inagotable de discordias, y no hay por qué pensar que el restablecimiento de la libertad en Bretaña fue una excepción. Ciudadanos atrevidos y populares contrarrestarían a los preminentes por nacimiento y fortuna, y los nobles altaneros, que se quejaban de ser súbditos de sus propios sirvientes,[1413] a veces echarían de menos el reinado del monarca arbitrario.

II. La influencia patrimonial de los senadores principales sostenía la jurisdicción de cada ciudad sobre la comarca inmediata; y los pueblos pequeños, las aldeas y los hacendados acudían al abrigo de aquellas nuevas repúblicas para su resguardo. Su poderío era proporcional a los alcances de su riqueza y popularidad, pero los herederos acaudalados, que no se hallaban oprimidos por la vecindad de ninguna ciudad poderosa, aspiraban a la jerarquía de príncipes independientes y ejercían denodadamente los derechos de la paz y de la guerra. Las huertas y quintas, una pálida imitación de la elegancia italiana, pronto se convirtieron en castillos, en refugio en tiempos de peligro.[1414] El producto de la tierra se dedicaba a la compra de armas y caballos, a mantener una fuerza militar de esclavos, campesinos y secuaces, y el caudillo debía ejercer en sus dominios la potestad de magistrado civil. Algunos de estos jefes serían descendientes genuinos de los antiguos reyes, y muchos otros procurarían adoptar esta alcurnia y reivindicar sus derechos de herencia, que habían sido suspendidos con la usurpación de los Césares.[1415] Su situación y sus esperanzas los disponían a usar el traje, el habla y las costumbres de los antepasados. Si los príncipes de Bretaña caían de nuevo en la barbarie, mientras las ciudades se atenían esmeradamente a las leyes y modales de Roma, la isla entera se habrá ido dividiendo en dos partes nacionales, subdivididas luego en miles de porciones menores, según las guerras, las parcialidades, los intereses y los enconos. Las fuerzas públicas, en vez de hermanarse contra el enemigo extranjero, se debilitaban con desavenencias oscuras e internas; y el mérito personal que había encumbrado a un caudillo venturoso al frente de sus iguales lo habilitaría para avasallar la libertad de algunas ciudades vecinas y para ocupar un lugar entre los tiranos[1416] que plagaron Bretaña tras la disolución del gobierno romano.

III. La Iglesia de Bretaña se compondría de treinta a cuarenta obispos,[1417] con la correspondiente proporción de clérigos inferiores, y su necesidad de riquezas (pues parecían ser muy menesterosos)[1418] los obligaría a granjearse el aprecio público con un comportamiento decente y ejemplar. El interés y la índole del clero favorecían la paz y la unión del país desavenido; estas lecciones provechosas podían inculcarse en sus discursos populares. Los sínodos episcopales eran los únicos que podían aspirar a tener el peso y la autoridad de asambleas nacionales. En estos concilios, donde príncipes y magistrados alternaban con los obispos, se ventilaban con libertad los negocios públicos más importantes, junto con los eclesiásticos; se hermanaban oposiciones; se fraguaban alianzas; se imponían contribuciones; se acordaban y, tal vez, se ejecutaban disposiciones atinadas; y hay fundamento para creer que, en momentos de peligro, se elegía un pendragon o dictador, por consenso general de los bretones. Estos desvelos pastorales, tan propios del carácter episcopal, solían interrumpirse, sin embargo, con el fervor y la superstición; y el clero británico se afanó más y más por erradicar la herejía pelagiana, que abominaba como desgracia peculiar de su patria.[1419]

Es algo sorprendente o, más bien, es demasiado natural que la rebeldía de Bretaña y de Armórica introdujese alguna apariencia de libertad en las provincias sumisas de Galia. En un edicto formal[1420] y rebosante de los sentimientos paternales —que los príncipes suelen aparentar, pero no abrigar—, el emperador Honorio proclamó su intención de convocar una asamblea anual de las siete provincias; nombre apropiado por demás para Aquitania y la antigua Narbonesa, que habían trocado hacía tiempo la tosquedad céltica por las artes provechosas y elegantes de Italia.[1421] Se fijó Arles, sede del gobierno y del comercio, como lugar para la celebración de la asamblea, que duraba veintiocho días, desde el 15 de agosto hasta el 15 de septiembre de cada año. En ella participaban el prefecto pretoriano de Galia; siete gobernadores de provincia (uno consular y seis presidentes); los magistrados y, tal vez, los obispos de unas sesenta ciudades; y un número aceptable, aunque indeterminado, de los hacendados más honorables y opulentos, quienes debían considerarse como los representantes del país. Estaban facultados para interpretar y comunicar las leyes de su soberano; para hacer presentes las quejas y los deseos de sus representados; para equilibrar los impuestos excesivos o desiguales, y para deliberar sobre todo asunto de importancia local o nacional que pudiera proporcionar la restauración de la paz y la prosperidad de las siete provincias. Si esta institución, que interesaba al pueblo en su propio gobierno, hubiera sido planteada universalmente por Trajano o Antonino, las semillas de la sabiduría y la virtud públicas podrían haberse mantenido y propagado en el Imperio de Roma. Los fueros del súbdito habrían afianzado el trono del monarca; se habrían evitado, en alguna medida, o corregido los abusos de un régimen arbitrario mediante la intervención de estas asambleas representativas; y el país se habría protegido de un enemigo extranjero con las armas de los hombres nativos y libres. Con la moderada y generosa influencia de la libertad, el Imperio Romano podría haber permanecido invencible e inmortal; y si la inestabilidad de todo lo humano se hubiera opuesto a tal continuidad, sus miembros más importantes habrían conservado, por separado, su vigor y su independencia. Pero en la decadencia del Imperio, cuando ya estaban exhaustos todos los principios de la salud y de la vida, la aplicación tardía de aquel remedio parcial no alcanzó para provocar ningún efecto considerable o saludable. El emperador Honorio se sorprendió de tener que obligar a las reacias provincias a aceptar un privilegio que deberían haber solicitado con ardor. Tuvo que aplicar una multa de tres libras de oro (1,4 kg) e, incluso, de cinco libras (2,3 kg) a los representantes ausentes, que parecían desentenderse de este agasajo soñado de una constitución libre, como si fuera el último y más cruel insulto de sus opresores.