XXV

GOBIERNO Y MUERTE DE JOVIANO - ELECCIÓN DE VALENTINIANO, QUIEN SE ASOCIA A SU HERMANO VALENTE Y HACE LA DIVISIÓN FINAL ENTRE LOS IMPERIOS DE ORIENTE Y OCCIDENTE - REBELIÓN DE PROCOPIO - ADMINISTRACIÓN CIVIL Y ECLESIÁSTICA - GERMANIA - BRETAÑA - ÁFRICA - EL ORIENTE - EL DANUBIO - MUERTE DE VALENTINIANO - SUS DOS HIJOS, GRACIANO Y VALENTINIANO II, SUCESORES EN EL IMPERIO OCCIDENTAL

La muerte de Juliano había dejado los asuntos públicos del Imperio en una situación muy vacilante y arriesgada. El ejército romano se salvó mediante un tratado indecoroso, pero quizás necesario,[541] y el devoto Joviano consagró los primeros momentos de paz a restablecer la tranquilidad interna de la Iglesia y del Estado (363 d. C.). La imprudencia de su antecesor, en vez tender a la reconciliación en la guerra religiosa, la había fomentado; y el equilibrio que aparentaba conservar entre los bandos enemigos sólo sirvió para perpetuar la contienda con las vicisitudes de la esperanza y el miedo, por las demandas opuestas de la posesión antigua y el actual favoritismo. Los cristianos habían olvidado el espíritu del Evangelio y los paganos se habían contagiado con el espíritu de la Iglesia. En las familias se extinguieron los sentimientos naturales con la furia ciega del fervor y la venganza; la majestad de las leyes fue violada o abusada; se mancharon de sangre las ciudades de Oriente, y los enemigos más implacables de los romanos estaban en el seno de su propio país. Joviano fue educado en la profesión del cristianismo; y cuando marchó desde Nisibis a Antioquía, el estandarte de la Cruz, el labarum de Constantino, que otra vez se mostraba a la cabeza de las legiones, anunciaba al pueblo la fe de su nuevo emperador. Tan pronto como subió al trono, expidió una circular a todos los gobernadores de las provincias en la cual confesaba la divina verdad y aseguraba el establecimiento legal de la religión cristiana. Fueron abolidos los edictos insidiosos de Juliano, y restablecidas y ampliadas las inmunidades eclesiásticas, y Joviano condescendía a lamentarse de que la miseria de la época lo obligara a disminuir los repartos caritativos.[542] Los cristianos fueron unánimes en el aplauso fuerte y sincero que le otorgaron al sucesor piadoso de Juliano; pero aún ignoraban el credo o sínodo que elegiría como norma de la ortodoxia; y la paz de la Iglesia revivió inmediatamente aquellas ávidas disputas que se habían suspendido durante el período de persecución. Los líderes episcopales de las sectas contendientes, convencidos por su experiencia de lo mucho que dependía su destino de las primeras impresiones que pudieran grabar en el ánimo de un soldado inculto, se aglomeraron en la corte de Edesa o de Antioquía. En las carreteras de Oriente se amontonaban los obispos homoousianos, arrianos, semiarrianos y eunomianos que luchaban por sobrepasarse en la carrera sagrada; las habitaciones del palacio retumbaban con sus clamores, y asaltaron, y tal vez azoraron, los oídos del príncipe con una extraña mezcla de argumentos metafísicos e invectivas apasionadas.[543] La moderación de Joviano, que recomendaba la concordia y la comprensión y remitía a los contendientes a la sentencia de un futuro concilio, fue interpretada como un síntoma de indiferencia; pero finalmente su adhesión al credo Niceno fue descubierta y declarada por la reverencia que mostró por las virtudes celestiales[544] del gran Atanasio. El intrépido veterano de la fe, a los setenta años, había salido de su retiro a la primera noticia de la muerte del tirano. La aclamación del pueblo lo sentó una vez más en el trono arzobispal, y aceptó o anticipó sabiamente la invitación de Joviano. La figura venerable de Atanasio, su calmo valor y elocuencia insinuante, sostuvieron la reputación que ya había adquirido en las cortes de cuatro príncipes consecutivos.[545] Apenas hubo ganado la confianza y asegurado la fe del emperador cristiano, regresó triunfalmente a su diócesis y continuó durante diez años[546] dirigiendo el gobierno eclesiástico de Alejandría, Egipto y la Iglesia católica con consejos maduros y vigor constante. Antes de partir de Antioquía, aseguró a Joviano que su devoción ortodoxa sería premiada con un reinado largo y pacífico. Atanasio tenía razones para esperar que se le concediera el mérito de una predicción acertada o la excusa de una plegaria agradecida, pero infructuosa.[547]

La fuerza más pequeña, cuando se utiliza para ayudar y guiar el descenso natural de su objeto, opera con un peso irresistible; y Joviano tuvo la buena suerte de abrazar las opiniones religiosas sostenidas por el espíritu de la época y por el fervor y el número de la secta más poderosa.[548] Bajo su reinado, el cristianismo obtuvo una victoria fácil y duradera; y tan pronto como la sonrisa del patrocinio real le fue retirada, el genio del paganismo, que había sido cariñosamente levantado y abrigado por las arterías de Juliano, se hundió irremisiblemente en el polvo. En muchas ciudades, los templos se cerraron o quedaron desiertos; los filósofos, que habían abusado de su privilegio transitorio, creyeron prudente afeitarse las barbas y ocultar su profesión; y los cristianos se alegraron de verse ahora en situación de perdonar o vengar los agravios que habían sufrido en el reinado anterior.[549] La consternación del mundo pagano se disipó con un edicto de tolerancia sensato y benévolo, en el cual Joviano declaraba explícitamente que, aunque debería castigar severamente los ritos sacrílegos de magia, sus súbditos podían ejercer libremente y a salvo las ceremonias de la antigua religión. La memoria de esta ley ha sido preservada por el orador Temistio, enviado por el senado de Constantinopla para manifestar su lealtad al nuevo emperador. Temistio se explaya sobre la clemencia de la Naturaleza Divina, la facilidad del error humano, los derechos de conciencia y la independencia del ánimo; y con alguna elocuencia inculca los principios de la tolerancia filosófica, cuyo auxilio no se avergüenza de implorar la superstición misma en momentos de angustia. Advierte con justicia que en las vicisitudes recientes, ambas religiones habían sido alternativamente deshonradas con la adquisición aparente de prosélitos indignos, de aquellos partidarios de la púrpura reinante que podían pasar, sin una razón y sin pudor, de la iglesia al templo y de las aras de Júpiter a la sagrada mesa de los cristianos.[550]

En un plazo de siete meses, la tropa romana, ya de regreso en Antioquía, había marchado mil quinientas millas (2413,95 km), soportando todas las dificultades de la guerra, del hambre y del clima (octubre de 363 d. C.). A pesar de sus servicios, del cansancio y del invierno inminente, el tímido y ansioso Joviano otorgó a los hombres y a los caballos un respiro de sólo seis semanas. El emperador no podía sufrir las burlas indiscretas y maliciosas del pueblo de Antioquía.[551] Estaba impaciente por tomar el palacio de Constantinopla y prevenir la ambición de algún competidor que pudiera ganarle la lealtad vacante de Europa; pero pronto recibió la elogiosa noticia de que su autoridad era reconocida desde el Bósforo Tracio hasta el océano Atlántico. Por las primeras cartas que expidió desde el campamento de Mesopotamia, había delegado el mando militar de Galia e Iliria a Malarico, un oficial valeroso y leal de la nación de los francos, y a su suegro, el conde Luciliano, que antes había demostrado su coraje y su conducta en la defensa de Nisibis. Malarico había declinado un cargo para el cual no se consideraba adecuado, y Luciliano fue asesinado en Reims, en un motín fortuito de las cohortes bátavas.[552] Pero la moderación de Jovino, maestre general de la caballería, que perdonó la intención de deshonrarlo, pronto aplacó el tumulto y confirmó el ánimo vacilante de los soldados. El juramento de lealtad fue administrado y proclamado con leales aclamaciones, y los diputados de los ejércitos occidentales[553] saludaron a su nuevo soberano al bajar del monte Tauro a la ciudad de Tiana, en Capadocia. Desde Tiana continuó su apresurada marcha hasta Ancira, capital de la provincia de Galacia, donde, con su hijo menor de edad, Joviano asumió el título y las insignias del consulado[554] (1 de enero de 364 d. C.). Dadastana,[555] un pueblo recóndito casi a igual distancia entre Ancira y Nicea, fue el punto fatal de su viaje y de su vida. Después de permitirse una cena abundante, tal vez excesiva, se retiró a descansar, y a la mañana siguiente el emperador Joviano fue encontrado muerto en su cama (17 de febrero). Esta muerte repentina se atribuyó a causas diversas. Para algunos fue la consecuencia de una indigestión ocasionada por la cantidad de vino o por la calidad de las setas que había consumido en la noche. Según otros, se ahogó mientras dormía por el humo del carbón, que extrajo de las paredes de la habitación el vaho malsano del yeso fresco.[556] Pero la falta de una investigación regular acerca de la muerte de un príncipe cuyo reinado y persona pronto fueron olvidados parece haber sido la única circunstancia que motivó los rumores maliciosos de envenenamiento y atentado doméstico.[557] El cuerpo de Joviano fue enviado a Constantinopla para ser enterrado con sus ancestros, y su esposa Carita, hija del conde Luciliano, que aún lloraba la reciente muerte de su padre y se apresuraba por secar sus lágrimas en brazos de su marido imperial, encontró en el camino la triste procesión. La ansiedad de la ternura materna amargó su decepción y su dolor. Seis semanas antes de la muerte de Joviano habían colocado a su pequeño hijo en la silla curul, adornado con el título de Nobilissimus y las vanas insignias del consulado. Inconsciente de su suerte, el joven regio, que llevaba por su abuelo el nombre de Varroniano, tan sólo por los celos del gobierno recordó que era hijo de un emperador. Dieciséis años después aún estaba vivo, pero ya había sido privado de un ojo; y su desconsolada madre esperaba a cada hora que arrancaran a la inocente víctima de sus brazos para aplacar con su sangre los recelos del príncipe reinante.[558]

Tras la muerte de Joviano, el trono del mundo romano permaneció diez días[559] (17 al 26 de febrero) sin un monarca. Los ministros y generales continuaban reuniéndose en consejo, ejerciendo sus respectivas funciones, manteniendo el orden público y conduciendo pacíficamente el ejército a la ciudad de Nicea, en Bitinia, que había sido escogida como el sitio de la elección.[560] En la asamblea solemne de los poderes civiles y militares del Imperio, la diadema se ofreció nuevamente, por unanimidad, al prefecto Salustio. Disfrutó la gloria de una segunda negativa; y cuando alegaron las virtudes del padre en favor del hijo, el prefecto, con la firmeza de un patricio desinteresado, manifestó a los electores que la edad débil de uno y la inexperiencia juvenil del otro eran igualmente ineptas para los trabajosos deberes del gobierno. Se propusieron varios candidatos; y después de considerar las objeciones a sus caracteres o situaciones, fueron sucesivamente rechazados; pero tan pronto como se pronunció el nombre de Valentiniano, el mérito de ese oficial unió los votos de toda la asamblea y mereció la sincera aprobación del mismo Salustio. Valentiniano[561] era hijo del conde Graciano, natural de Cibalis, en Panonia, quien había ascendido desde una humilde condición, por su fuerza sin igual y su destreza, al mando militar de África y Bretaña, de donde se retiró con una grandiosa fortuna y una integridad sospechosa. La jerarquía y los servicios de Graciano contribuyeron, sin embargo, a allanar los primeros pasos en la promoción de su hijo, y le proporcionaron una oportunidad temprana para demostrar aquellas cualidades sólidas y provechosas que elevaban su carácter por sobre el nivel habitual de sus compañeros. Valentiniano era alto, elegante y majestuoso. Su semblante varonil, profundamente marcado por la sensatez y el vigor, inspiraba respeto a sus amigos y temor a sus enemigos; y, para secundar los esfuerzos de su firme valentía, el hijo de Graciano había heredado las ventajas de una constitución fuerte y saludable. Por el hábito de la castidad y la templanza, que contiene los apetitos y refuerza las facultades, Valentiniano mereció el aprecio propio y el ajeno. La dedicación a la vida militar había apartado su juventud de la elegante actividad literaria; ignoraba el griego y las artes de la retórica; pero, como el ánimo del orador nunca estaba aturdido por la timidez, era capaz de expresar sus firmes sentimientos, siempre que la situación lo requiriera, de una manera directa y audaz. Las leyes de la disciplina militar eran las únicas que había estudiado, y pronto se distinguió por la laboriosa diligencia y la severidad inflexible con que cumplía e imponía los deberes del campamento. En tiempo de Juliano se expuso al peligro de la deshonra por el desprecio que expresaba públicamente a la religión reinante;[562] y parecería, por su conducta posterior, que las libertades impropias de Valentiniano eran efecto de su espíritu militar más que del fervor cristiano. Sin embargo, fue perdonado y aun empleado por un príncipe que apreciaba su mérito;[563] y en los diversos acontecimientos de la guerra persa mejoró la reputación que ya había adquirido en las márgenes del Rin. La celeridad y el éxito con que desempeñó un encargo importante le merecieron el favor de Joviano y el honorable mando de la segunda escuela, o compañía, de broqueleros de la guardia privada. En su marcha desde Antioquía, había llegado a los cuarteles de Ancira cuando fue inesperadamente convocado, sin culpas ni intrigas de su parte, para asumir, a sus cuarenta y tres años, el gobierno absoluto del Imperio Romano.

El ofrecimiento de los ministros y generales en Nicea era de poca monta a menos que fuera confirmado por la voz del ejército. El anciano Salustio, que había observado largo tiempo las fluctuaciones de las juntas populares, propuso que, bajo pena de muerte, ninguna persona cuya jerarquía en el servicio pudiera impulsar algún partido a su favor apareciera en público el día del nombramiento. Pero tal era el predominio de la antigua superstición que a este peligroso período se le añadió un día entero por la intercalación de un año bisiesto.[564] Por fin, cuando se supuso que la hora era propicia, Valentiniano apareció en un tablado alto; se aplaudió la sensata elección y el nuevo príncipe fue investido solemnemente con la diadema y la púrpura entre las aclamaciones de la tropa, dispuesta en orden marcial alrededor del tablado. Pero cuando tendió su brazo para dirigirse a la muchedumbre armada, se alzó un susurro inesperado en las filas, y fue creciendo gradualmente hasta ser un clamor absoluto para que nombrase sin demora un compañero en el Imperio. La intrépida tranquilidad de Valentiniano impuso silencio y respeto, y habló a la asamblea en estos términos: «Hace unos pocos minutos estaba en vuestra mano, compañeros, dejarme en el olvido de mi esfera privada. Al haber juzgado, por el testimonio de mi vida pasada, que merecía reinar, me habéis puesto en el trono. Ahora es mía la obligación de procurar la salvación y el interés de la república. Indudablemente, el peso del universo es demasiado grande para las manos de un débil mortal. Soy consciente de los límites de mis capacidades y de la incertidumbre de mi vida, y, lejos de rehusarla, anhelo solicitar la ayuda de un colega digno. Pero, donde la discordia puede ser fatal, la elección de un amigo leal requiere una deliberación seria y madura. Esa deliberación será mi preocupación. Sea vuestra conducta respetuosa y constante. Retiraos a vuestros cuarteles; descansad vuestro ánimo y vuestro cuerpo; y esperad el acostumbrado donativo en el ascenso de un emperador nuevo».[565] La tropa, atónita, con una mezcla de orgullo, satisfacción y temor, reconoció la voz de su soberano. Su ofuscado clamor disminuyó hasta un silencio respetuoso; y Valentiniano, cercado por las águilas de las legiones y los diversos estandartes de caballería e infantería, fue conducido con pompa guerrera al palacio de Nicea (26 de febrero de 364 d. C.). Sin embargo, como era consciente de la importancia de prevenir alguna declaración precipitada de los soldados, consultó a la asamblea de los jefes, y la generosa libertad de Dagalaifo expresó concisamente el verdadero sentimiento de todos: «Príncipe excelentísimo», dijo, «si sólo consideráis vuestra familia, tenéis un hermano; si amáis a la república, buscad al más digno de los romanos».[566] El emperador, que contuvo su desagrado sin alterar su intención, marchó lentamente desde Nicea hasta Nicomedia y Constantinopla. En uno de los suburbios de esa capital,[567] a los treinta días de su ascenso, otorgó el título de Augusto a su hermano Valente (28 de marzo de 364 d. C.); y como los patricios más valerosos estaban convencidos de que su oposición, sin ser provechosa para la patria, sería fatal para ellos mismos, recibieron la declaración de su voluntad absoluta con un sometimiento silencioso. Valente estaba a la sazón en sus treinta y seis años de edad, pero sus habilidades nunca habían sido ejercidas en ningún cargo militar o civil, y su carácter no inspiraba al mundo ninguna expectativa optimista. Poseía, sin embargo, una cualidad apreciable para Valentiniano y que preservaba la paz interior del Imperio: un apego devoto y agradecido hacia su benefactor, cuya superioridad tanto de genio como de autoridad Valente reconoció humildemente y con entusiasmo en cada acto de su vida.[568]

Antes de dividir las provincias, Valentiniano reformó la administración del Imperio. Invitó a los súbditos de todas clases que hubiesen sido injuriados o perseguidos durante el reinado de Juliano para respaldar sus acusaciones públicas. El silencio general atestiguó la intachable integridad del prefecto Salustio,[569] y Valentiniano rechazó sus solicitudes apremiantes para que se le permitiera retirarse de los asuntos del Estado en los términos de amistad y estima más honorables. Pero entre los favoritos del último emperador había varios que habían abusado de su credulidad o superstición, y que ya no podían esperar amparo ni justicia.[570] La mayor parte de los ministros del palacio y de los gobernadores de las provincias fueron destituidos de sus respectivos cargos, aunque se distinguió el mérito sobresaliente de algunos empleados por sobre la detestable muchedumbre, y, a pesar de los clamores adversos de la ira y el resentimiento, todo el procedimiento de esta delicada investigación parece haber sido ejecutado con bastante sabiduría y moderación.[571] La festividad del nuevo reinado tuvo una corta y sospechosa interrupción por la repentina enfermedad de ambos príncipes, pero tan pronto como se restauró su salud, dejaron Constantinopla a comienzos de la primavera. En el castillo o palacio de Mediana, a solo tres millas (4,82 km) de Naiso, realizaron la división solemne y terminante del Imperio Romano[572] (junio de 364 d. C.). Valentiniano le otorgó a su hermano la rica prefectura de Oriente, desde el bajo Danubio hasta el confín de Persia, mientras que se reservó para su gobierno inmediato las prefecturas guerreras de Iliria, Italia y la Galia, desde el extremo de Grecia hasta la muralla caledonia y desde ésta hasta las faldas del monte Atlas. La administración provincial quedó en su planta básica; pero se requirió el doble de generales y magistrados para dos consejos y dos cortes; la división se hizo con un justo miramiento a sus méritos y situaciones particulares, y se crearon rápidamente siete maestres generales tanto de caballería como de infantería. Cuando ya este importante asunto había sido amigablemente negociado, Valentiniano y Valente se abrazaron por última vez. El emperador de Occidente estableció su residencia temporaria en Milán; y el de Oriente regresó a Constantinopla para asumir el gobierno de cincuenta provincias cuyo idioma ignoraba absolutamente.[573]

La tranquilidad de Oriente fue alterada pronto por una rebelión y el trono de Valente se vio amenazado por los audaces esfuerzos de un rival cuya afinidad con el emperador Juliano[574] era su único mérito y había sido su único crimen. Procopio había sido promovido apresuradamente desde su desconocida posición de tribuno y notario al mando conjunto del ejército de Mesopotamia; la opinión pública ya lo nombraba como sucesor de un príncipe que carecía de herederos naturales; y sus amigos o sus enemigos propagaron el vano rumor de que Juliano, ante el altar de la Luna, en Carra, había investido a Procopio en secreto con la púrpura imperial.[575] Con su leal y sumiso comportamiento, se esforzó por aplacar los celos de Joviano, resignó sin una queja su mando militar y se retiró, con su esposa y familia, a cultivar el amplio patrimonio que poseía en la provincia de Capadocia. Estas ocupaciones provechosas e inocentes fueron interrumpidas por la llegada de un oficial con una partida de soldados, quienes, en nombre de sus nuevos soberanos, Valentiniano y Valente, fueron enviados para conducir al desafortunado Procopio bien a prisión perpetua, bien a una muerte ignominiosa. Su presencia de ánimo le proporcionó una larga postergación y un destino mejor. Sin discutir el mandato real, requirió unos pocos momentos para abrazar a su llorosa familia, y mientras la vigilancia de sus guardias se relajaba con un abundante banquete, escapó astutamente a la costa del Euxino, desde donde atravesó el país del Bósforo. Permaneció varios meses en aquella apartada región, expuesto a las privaciones del exilio, la soledad y la necesidad; su temperamento melancólico reflexionaba sobre su infortunio, y su ánimo se inquietaba por el justo temor a que, si por accidente se descubría su nombre, los bárbaros infieles violarían sin demasiado escrúpulo las leyes de la hospitalidad. En un momento de impaciencia y desesperación, Procopio se embarcó en un bajel mercante que zarpaba para Constantinopla (28 de septiembre de 365 d. C.) y aspiró con audacia a la jerarquía de soberano, ya que no se le permitía disfrutar de la seguridad de un súbdito. Al principio se escondió en las aldeas de Bitinia, cambiando continuamente de morada y de disfraz.[576] Gradualmente se aventuró hasta la capital, confiando su vida y su fortuna a la fidelidad de dos amigos, un senador y un eunuco, y concibió alguna esperanza de éxito a partir de la información que obtuvo acerca del estado actual de los asuntos públicos. El pueblo estaba contagiado por un espíritu de descontento: echaban de menos la justicia y las capacidades de Salustio, que había sido imprudentemente despedido de la prefectura de Oriente. Menospreciaban el carácter de Valente, que era rudo sin fuerza y débil sin afabilidad. Temían la influencia de su suegro, el patricio Petronio, un ministro cruel y rapaz, que cobraba rigurosamente todos los atrasos de tributos que pudieran estar impagos desde el reinado del emperador Aureliano. Las circunstancias eran propicias a los planes de un usurpador. Las medidas hostiles de los persas requerían la presencia de Valente en Siria; las tropas estaban en movimiento desde el Danubio hasta el Éufrates, y la capital solía llenarse de soldados que iban o venían del Bósforo tracio. La promesa de un generoso donativo persuadió a dos cohortes de galos de escuchar los propósitos secretos de los conspiradores; y como aún reverenciaban la memoria de Juliano, accedieron fácilmente a respaldar el derecho hereditario de su pariente proscrito. Al amanecer fueron conducidos junto a los baños de Anastasia; y Procopio, vestido con su manto de púrpura, más propio de un actor que de un monarca, apareció, como si volviera de la muerte, en el centro de Constantinopla. Los soldados, que estaban preparados para su recepción, saludaron a su trémulo príncipe con gritos de algarabía y votos de lealtad. Pronto aumentaron su número con un grupo sólido de campesinos reclutados en los países vecinos, y Procopio, escudado con las armas de sus adherentes, fue conducido sucesivamente al tribunal, al Senado y al palacio. Durante los primeros momentos de su tumultuoso reinado quedó atónito y aterrorizado por el tenebroso silencio del pueblo, que desconocía la causa o temía los acontecimientos. Pero su fuerza militar se impuso a cualquier resistencia verdadera, los descontentos se congregaban bajo el estandarte de la rebelión; el pobre alimentaba sus esperanzas y el temor intimidaba al rico con la amenaza de un saqueo general; y la credulidad obstinada de la multitud se engañó una vez más con las ventajas promisorias de una revolución. Los magistrados fueron apresados, se forzaron las prisiones y los arsenales, se ocuparon rápidamente las puertas y la entrada del puerto, y en unas pocas horas, Procopio se transformó en el monarca absoluto, aunque precario, de la ciudad imperial. El usurpador aprovechó este inesperado triunfo con cierto grado de valentía y habilidad. Propagó con astucia los rumores y opiniones más favorables a su interés, mientras engañaba al populacho diciendo que daría audiencia a los frecuentes, pero imaginarios, embajadores de naciones distantes. Los grandes cuerpos de infantería estacionados en las ciudades de Tracia y las fortalezas del bajo Danubio se fueron sumando a la rebelión, y los príncipes godos consintieron respaldar al soberano de Constantinopla con una fuerza formidable de varios miles de auxiliares. Sus generales pasaron el Bósforo y sojuzgaron sin esfuerzo las provincias desarmadas, pero ricas, de Bitinia y Asia. Tras una defensa honorable, la ciudad e isla de Cízico se rindió a su poder; las renombradas legiones de Jovianos y Herculios abrazaron la causa del usurpador a quien tenían orden de aplastar, y como los veteranos aumentaban constantemente con nuevas levas, pronto se presentó a la cabeza de un ejército cuyo valor, tanto como su número, no desdecía de la grandeza de la contienda. El hijo de Hormisdas,[577] un joven con valor y destreza, aceptó empuñar su espada contra el emperador legítimo de Oriente, e inmediatamente el príncipe persa fue investido con los antiguos y extraordinarios poderes de un procónsul romano. La alianza con Faustina, viuda del emperador Constancio, quien se puso a sí misma y a su hija en manos del usurpador, otorgó dignidad y reputación a su causa. La princesa Constancia, que entonces tenía alrededor de cinco años, seguía en una litera la marcha del ejército. La mostraban a la multitud en brazos de su padre adoptivo; y en cuanto pasaba por las filas, la ternura de los soldados se inflamaba de furia marcial.[578] Recordaban las glorias de la casa de Constantino y declararon con leales aclamaciones que derramarían hasta la última gota de sangre en defensa de la niña real.[579]

Entretanto, Valentiniano quedó alarmado y sorprendido por las noticias inciertas de la revolución de Oriente. Las dificultades de una guerra en Germania lo obligaban a limitar sus preocupaciones inmediatas a la seguridad de sus propios dominios; y como todos los canales de comunicación estaban interrumpidos o alterados, escuchaba con una indecisa ansiedad los rumores, deliberadamente propagados, de que la derrota y muerte de Valente había dejado a Procopio como único soberano de las provincias de Oriente. Valente no había muerto, pero con las noticias de la rebelión, que recibió en Cesárea, desesperó vilmente de su vida y su suerte, propuso una negociación con el usurpador y mostró su secreta inclinación de abdicar de la púrpura imperial. La firmeza de sus ministros salvó al tímido monarca de la desgracia y la ruina, y pronto su destreza decidió a favor suyo los sucesos de la guerra civil. En tiempos de tranquilidad, Salustio se había retirado sin una queja, pero tan pronto como la seguridad pública fue atacada solicitó con ambición la preeminencia en los esfuerzos y el peligro, y el restablecimiento de ese virtuoso ministro a la prefectura de Oriente fue el primer paso que indicó el arrepentimiento de Valente y satisfizo el ánimo del pueblo. Aparentemente, el reinado de Procopio se basaba en ejércitos poderosos y provincias obedientes. Pero muchos de los empleados principales, tanto militares como civiles, habían sido impulsados, por deber o por interés, a apartarse del teatro criminal o a esperar el momento de traicionar y desertar la causa del usurpador. Lupicino avanzó a paso forzado con las legiones de Siria en auxilio de Valente. Arinteo, que excedía en fuerza, hermosura y valor a todos los héroes de su tiempo, atacó con una tropa pequeña a un cuerpo considerable de rebeldes. Cuando contempló la cara de los soldados que habían servido bajo su estandarte, les ordenó en alta voz que apresaran y entregaran a su pretendido líder, y tal era el predominio de su carácter, que esta extraordinaria disposición fue obedecida al instante[580] (28 de mayo de 366 d. C.). Arbeción, un veterano respetable del gran Constantino que había sido distinguido con los honores del consulado, fue convencido de abandonar su retiro y conducir nuevamente un ejército al campo de batalla. En el calor de la acción, se quitó calmadamente su casco, mostró sus cabellos grises y su rostro venerable, saludó a los soldados de Procopio tratándolos cordialmente de hijos y compañeros, y los exhortó a no seguir apoyando la causa desesperada de un tirano despreciable y a seguir a su antiguo comandante que tantas veces los había conducido al honor y a la victoria. En las dos batallas de Tiátira[581] y Nacolia, el desventurado Procopio fue abandonado por sus tropas, seducidas por las instrucciones y el ejemplo de sus desleales jefes. Después de vagar algún tiempo entre los bosques y montañas de Frigia, fue traicionado por sus abatidos seguidores, conducido al campamento imperial y decapitado inmediatamente. Sufrió el destino habitual de un usurpador derrotado, pero los actos de crueldad ejecutados por el vencedor, bajo las formas de la legalidad, provocaron la piedad y la indignación de los hombres.[582]

En efecto, tales son los frutos comunes y naturales del despotismo y la rebeldía. Pero las investigaciones sobre el delito de magia, que bajo el reinado de ambos hermanos fue tan rigurosamente perseguido tanto en Roma como en Antioquía, se interpretaron como el síntoma fatal del enojo del Cielo o de la depravación de la humanidad.[583] No dudemos en consentirnos el orgullo de que, en el presente, la parte ilustrada de Europa haya abolido[584] un prejuicio cruel y odioso que reinó en todos los climas del mundo y que fue parte de todo sistema religioso.[585] Las naciones y las sectas del mundo romano admitieron, con igual credulidad y similar odio, la realidad de esa ciencia infernal,[586] que podía controlar el orden eterno de los planetas y las operaciones voluntarias de la mente humana. Temían el poder misterioso de los hechizos y encantamientos, de hierbas potentes y ritos execrables, capaces de extinguir o volver a la vida, inflamar las pasiones del alma, estallar las obras de la creación, y extraer a los reacios demonios los secretos del porvenir. Creían, con la inconsistencia más disparatada, que este dominio sobrenatural del aire, la tierra y el infierno era ejercido, con los viles motivos de la maldad o el lucro, por brujas arrugadas y hechiceros itinerantes que pasaban sus oscuras vidas en la penuria y el menosprecio.[587] Las artes de la magia estaban igualmente condenadas por la opinión pública y por las leyes de Roma, pero como tendían a satisfacer las pasiones más imperiosas del corazón humano, eran continuamente proscriptas y continuamente practicadas.[588] Una causa imaginaria es capaz de producir los efectos más serios y maliciosos. Las oscuras predicciones de la muerte de un emperador o del triunfo de una conspiración sólo llevaban consigo el intento de estimular las esperanzas de la ambición y disolver los lazos de la fidelidad; y la culpa intencional de la magia se agravaba con los crímenes reales de la traición y el sacrilegio.[589] Estos vanos temores alteraban la paz de la sociedad y la dicha individual; y la inofensiva llama que derretía lentamente una imagen de cera podía extraer una energía poderosa y perjudicial de la fantasía conmovida de la persona que malvadamente se suponía que representaba.[590] De la infusión de esas hierbas que se suponían poseedoras de una influencia sobrenatural al uso de pociones más importantes había un solo paso; y a veces la locura de la humanidad se vuelve el instrumento y la máscara de los crímenes más atroces. Tan pronto como el afán de los informantes fue estimulado por los ministros de Valente y Valentiniano, ya no podían dejar de prestar atención a otra culpa muy frecuentemente mezclada en los casos de delitos domésticos, una culpa de naturaleza más suave y menos maligna, para la cual el piadoso aunque excesivo rigor de Constantino había decretado recientemente la pena de muerte.[591] Esta mezcla mortal e incoherente de traición y magia, de veneno y adulterio, aportaron una escala infinita de culpa o inocencia, de atenuantes o agravantes, que en estos procedimientos parecía estar confundida con el enojo o las pasiones corruptas de los jueces. Fácilmente descubrieron que la corte imperial estimaba el grado de su diligencia y discernimiento según el número de ejecuciones que se realizaban en sus respectivos tribunales. No era sino con una extrema renuencia que pronunciaban un fallo de absolución, pero admitían apresuradamente evidencias manchadas de perjurio o extraídas mediante la tortura para probar cargos inverosímiles contra las personalidades más respetables. El avance de la investigación abría continuamente nuevos casos de procesamiento criminal; el osado delator cuya falsedad se detectaba, se retiraba con impunidad; pero a la desdichada víctima que descubría sus cómplices reales o supuestos, rara vez se le permitía cobrar el precio de su infamia. Los jóvenes y los ancianos eran arrastrados entre cadenas desde los confines de Italia y Asia hasta los tribunales de Roma y Antioquía. Senadores, matronas y filósofos expiraban en torturas ignominiosas y crueles. Los soldados designados para custodiar las prisiones declaraban, con un murmullo de piedad e indignación, que eran insuficientes para oponerse a la huida o resistencia de tal multitud de cautivos. Las familias más opulentas quedaron arruinadas por las multas y las confiscaciones; los ciudadanos más inocentes temblaban por su seguridad; y podemos formarnos alguna noción de la magnitud del mal por la extraña afirmación de un escritor antiguo acerca de que, en las peores provincias, los presos, los desterrados y los fugitivos formaban la mayor parte de los habitantes.[592]

Cuando Tácito describe las muertes de los romanos inocentes e ilustres que fueron sacrificados a la crueldad de los primeros Césares, el arte del historiador o los méritos de las víctimas excitan en nuestros pechos las más vivas sensaciones de terror, admiración y piedad. El pincel tosco e indiferenciado de Amiano ha delineado sus figuras sangrientas con una precisión tediosa y desagradable. Pero como nuestra atención ya no se ocupa del contraste entre libertad y servidumbre, entre la grandeza reciente y la miseria actual, nos apartaremos con horror de las frecuentes ejecuciones que deshonraron, tanto en Roma como en Antioquía, el reinado de los dos hermanos.[593] Valente era de un carácter tímido,[594] y Valentiniano, colérico.[595] Un cuidado ansioso por su seguridad personal fue el principio rector de la administración de Valente. Como súbdito había besado, con trémulo sobrecogimiento, la mano del opresor; y cuando ascendió al trono esperaba razonablemente que los mismos temores que habían dominado su propio ánimo asegurarían la sufriente sumisión de su pueblo. Los favoritos de Valente obtuvieron, mediante el privilegio de la rapiña y la confiscación, la riqueza que les hubiera negado la economía del emperador.[596] Preconizaba, con elocuencia persuasiva, que en todos los casos de traición, la sospecha equivale a la prueba; que el poder supone el intento del daño; que la intención es tan criminal como el acto, y que un súbdito ya no merece vivir si su vida puede amenazar la seguridad, o alterar el reposo, de su soberano. A veces el criterio de Valentiniano era engañado, y se abusaba de su confianza; pero hubiera silenciado a los delatores con una sonrisa despectiva, si presumían de alarmar su fortaleza con el sonido del peligro. Alababan su amor inflexible por la justicia; y en esa persecución, el emperador se inclinaba fácilmente a considerar la clemencia como una debilidad y la pasión como una virtud. Mientras Valentiniano lidió con sus iguales en la competencia osada de una vida activa y ambiciosa, rara vez fue injuriado, y nunca insultado, con impunidad: si se lo acusaba de prudente, se aplaudía su espíritu, y los generales más arrogantes y poderosos temían provocar el resentimiento de un soldado audaz. Después de transformarse en el dueño del mundo, desafortunadamente olvidó que, donde la resistencia no tiene lugar, el valor no puede ejercerse; y en vez de consultar los dictámenes de la razón y la magnanimidad, satisfizo las furiosas emociones de su temperamento cuando eran deshonrosas para sí mismo y fatales para los objetos indefensos de su desagrado. En el gobierno de su hogar o en el del Imperio, una ofensa leve e incluso imaginaria —una palabra imprudente, una omisión casual, una tardanza involuntaria— se castigaban con una sentencia inmediata de muerte. Las expresiones que brotaban con mayor facilidad de los labios del emperador de Occidente eran: «cortadle la cabeza», «quemadlo vivo», «apaleadlo hasta que muera»;[597] y pronto sus ministros más íntimos entendieron que, por un precipitado intento de discutir o suspender la ejecución de sus órdenes sanguinarias, podían involucrarse en la culpa y el castigo por desobediencia. La satisfacción continua de su justicia salvaje endureció el ánimo de Valentiniano contra la piedad y el remordimiento, y sus arrebatos de pasión se confirmaban con el hábito de la crueldad.[598] Podía contemplar con una satisfacción calmada las agonías convulsivas de la tortura y la muerte; y reservaba su amistad para aquellos sirvientes fieles cuyo temperamento congeniaba más con el suyo. El mérito de Maximino, que había asesinado a las familias más nobles de Roma, fue premiado con la aprobación real y la prefectura de la Galia. Dos osos feroces y enormes, distinguidos con los nombres de Inocencia y Mica Aurea, eran los únicos que podían compartir la preferencia de Maximino. Las jaulas de estos leales guardias estaban siempre ubicadas cerca del dormitorio de Valentiniano, que solía entretener su vista con el gratificante espectáculo de verlos desgarrar y devorar los miembros sangrientos de los malhechores abandonados a su furia. El emperador romano inspeccionaba cuidadosamente su dieta y ejercicios, y cuando Inocencia se ganó la libertad, con una larga serie de servicios meritorios, el fiel animal fue restaurado nuevamente a la independencia de sus bosques nativos.[599]

Pero en los momentos calmos de reflexión, cuando el ánimo de Valente no estaba agitado por el temor, o el de Valentiniano por la ira, los tiranos volvían a los sentimientos, o al menos a la conducta, de padres de la patria. El juicio desapasionado del emperador de Occidente podía percibir con claridad y buscar con precisión tanto su interés propio como el público; y el soberano de Oriente, que imitaba con igual docilidad los variados ejemplos de su hermano mayor, se guiaba a veces por la sabiduría y virtud del prefecto Salustio. Ambos príncipes conservaron en la púrpura la sencillez pura y moderada que había adornado su vida particular; y bajo su reinado el pueblo nunca tuvo que sonrojarse o lamentarse por los placeres de la corte. Gradualmente reformaron muchos abusos de los tiempos de Constancio, adoptaron y mejoraron con sensatez los planes de Juliano y su sucesor, y exhibieron un estilo y un espíritu en la legislación que debía inspirar en la posteridad la opinión más favorable de su índole y su gobierno. No era de esperar en el amo de Inocencia tal esmero sensible por el bienestar de sus súbditos que lo inclinase a condenar el abandono de los niños recién nacidos[600] y a establecer catorce médicos avezados, con sus sueldos y privilegios, en los catorce barrios de Roma. La sensatez de un soldado iletrado fundó una institución provechosa y liberal para la educación de la juventud y el apoyo de la ciencia desatendida.[601] Su intención era que las artes de la retórica y la gramática se enseñasen, en griego y en latín, en las metrópolis de cada provincia; y como la capacidad y la jerarquía de la escuela eran usualmente proporcionales a la importancia de la ciudad, las academias de Roma y de Constantinopla tenían una preeminencia particular y justa. Los fragmentos de los edictos de Valentiniano no dan información suficiente sobre la escuela de Constantinopla, que mejoró gradualmente por regulaciones sucesivas. Esa escuela constaba de treinta y un profesores en distintas ramas del conocimiento. Un filósofo y dos abogados; cinco sofistas y diez gramáticos para el griego, y tres oradores y diez gramáticos para la lengua latina; además de siete escribientes o, como los llamaban entonces, anticuarios, cuyas laboriosas plumas abastecían la biblioteca pública con copias hermosas y correctas de los escritores clásicos. Las normas de conductas prescriptas para los estudiantes son lo más curioso, por cuanto proporcionan el primer esbozo de la forma y disciplina de una universidad moderna. Se les exigían certificaciones adecuadas de los magistrados de sus provincias de origen. Se consignaban regularmente en un registro público sus nombres, profesiones y domicilios. La juventud estudiosa tenía severamente prohibido pasar el tiempo en banquetes o en el teatro, y el plazo de su educación se limitó a los veinte años. El prefecto de la ciudad era el encargado de castigar a los perezosos y tercos con azotes o expulsión, y tenía que dar anualmente su informe al maestre de los oficios, para que el conocimiento y las habilidades de los escolares pudieran utilizarse provechosamente en servicio público. Las instituciones de Valentiniano contribuyeron a afianzar los beneficios de la paz y la abundancia, y las ciudades se resguardaron con el establecimiento de los Defensores,[602] elegidos libremente como tribunos y defensores del pueblo, para respaldar sus derechos, exponer sus agravios ante el tribunal de los magistrados civiles o incluso al pie del trono imperial. Las finanzas estaban esmeradamente administradas por dos príncipes tan largamente acostumbrados a la economía estrecha de una fortuna particular; pero en los ingresos y aplicaciones de las rentas un ojo avezado podía observar alguna diferencia entre el gobierno de Oriente y el de Occidente. Valente estaba convencido de que la generosidad real sólo podía ser abastecida por la opresión pública, y su ambición nunca aspiró a lograr la fortaleza y prosperidad futuras de su pueblo por medio de la miseria actual. En vez de recargar los impuestos, que en el espacio de cuarenta años se habían duplicado, redujo, en los primeros años de su reinado, la cuarta parte de los tributos de Oriente.[603] Valentiniano parece haber estado menos atento y menos ansioso por liberar a su pueblo de esa carga. Si bien reformó los abusos de la autoridad fiscal, exigió sin escrúpulos buena parte de la propiedad privada, por cuanto estaba convencido de que las ganancias que solventaban el lujo de los individuos estarían empleadas más provechosamente en la defensa y mejoras del Estado. Los súbditos de Oriente, que disfrutaban los beneficios actuales, aplaudían la indulgencia de su príncipe. El mérito sólido, pero menos espléndido, de Valentiniano fue sentido y reconocido por la generación siguiente.[604]

Pero la virtud más honorable del carácter de Valentiniano fue la imparcialidad firme y moderada que preservó inalterable en una época de contiendas religiosas. Su fuerte criterio, que no había sido iluminado, pero tampoco corrompido, por el estudio, se apartó, con una indiferencia respetuosa, de las cuestiones sutiles del debate teológico. El gobierno de la tierra demandaba su vigilancia y satisfacía su ambición; y si bien recordaba que era discípulo de la Iglesia, nunca olvidó que era soberano del clero. Bajo el reinado de un apóstata había demostrado su afán por el honor del cristianismo: a sus súbditos les otorgó el mismo privilegio que había asumido para sí, y ellos debieron aceptar con gratitud y confianza la tolerancia general, garantizada por un príncipe adicto a las pasiones, pero incapaz de temores u ocultamientos[605] (364-375 d. C.). Paganos y judíos, y cuantas sectas reconocían la autoridad divina de Cristo, estaban protegidos por las leyes de todo poder arbitrario o del insulto popular; Valentiniano no prohibió ningún tipo de culto, excepto aquellas prácticas secretas y criminales que abusaban del nombre de religión para los propósitos oscuros del vicio y el desorden. Las artes de la magia se castigaron con mayor crueldad y se proscribieron más estrictamente; pero el emperador admitió una distinción formal para proteger los métodos antiguos de adivinación, aprobados por el Senado y ejercidos por los agoreros toscanos. Había condenado, con el consenso de los paganos más sensatos, el desenfreno de los sacrificios nocturnos, pero admitió inmediatamente la demanda de Pretestato, procónsul de Acaya, quien argumentó que la vida de los griegos se volvería aburrida y desagradable si se los privaba de la bendición invalorable de los misterios eleusinos. Sólo la filosofía puede jactarse (y quizás no es más que una jactancia de la filosofía) de que su mano suave es capaz de erradicar del pecho humano el principio latente y mortal del fanatismo. Pero esta tregua de doce años, que fue impulsada por el gobierno sabio y vigoroso de Valentiniano suspendiendo la repetición de mutuos agravios, contribuyó a suavizar las costumbres y destruir los prejuicios de las facciones religiosas.

Desafortunadamente, el amigo de la tolerancia se hallaba distante de la escena de las más reñidas contiendas. En cuanto los cristianos de Occidente se liberaron de los lazos del credo de Rímini, recayeron alegremente en el sueño de la ortodoxia; y los escasos restos del partido arriano que aún subsistían en Sirmio y en Milán podían considerarse como objetos de menosprecio más que de resentimiento (367-378 d. C.). Pero en las provincias de Oriente, desde el Euxino hasta el extremo de la Tebaida, la fuerza y el número de las facciones hostiles eran más equilibrados; y esta igualdad, en vez de inclinarlos a la paz, sólo servía para perpetuar los horrores de la guerra religiosa. Los monjes y los obispos respaldaban sus argumentos con invectivas; y a veces sus invectivas se continuaban con golpes. Atanasio aún reinaba en Alejandría; los tronos de Constantinopla y Antioquía estaban ocupados por prelados arrianos; y cada vacante episcopal daba lugar a un tumulto popular. Los homoousianos se fortalecieron con la reconciliación de cincuenta obispos semiarrianos o macedonios, pero su secreta renuencia a aceptar la divinidad del Espíritu Santo nubló el esplendor del triunfo; y la declaración de Valente, que en los primeros años de su reinado había imitado la conducta imparcial de su hermano, fue una victoria importante para el arrianismo. Los dos hermanos habían pasado su vida privada en condición de catecúmenos; pero la religiosidad de Valente lo indujo a solicitar el sacramento del bautismo antes de exponerse a los peligros de la guerra gótica. Se dirigió naturalmente a Eudoxo,[606] obispo de la ciudad imperial; y si ese pastor arriano instruyó al monarca ignorante en los principios de una teología heterodoxa, su desgracia, más que su culpa, fue la consecuencia inevitable de elección errónea. Cualquiera que hubiese sido la determinación del emperador, no podía menos que ofender a un sector numeroso de súbditos cristianos; por cuanto los líderes homoousianos y arrianos creían que, si no se les permitía reinar, serían injuriados y oprimidos más cruelmente. Tras haber dado este paso decisivo, era extremadamente difícil para él preservar tanto su mérito como su reputación de imparcial. Nunca aspiró, como Constancio, a la fama de ser un profundo teólogo; pero como había recibido con sencillez y respetuosamente las máximas de Eudoxo, Valente entregó su conciencia a la dirección de sus guías eclesiásticos, y promovió, con la influencia de su autoridad, la reunión de los herejes atanasios en el seno de la Iglesia católica. En principio lamentó su ceguera, luego se sintió provocado por su obstinación, y terminó por odiar a aquellos sectarios para quienes era un objeto de odio.[607] Las personas con las que conversaba en confianza influían siempre en el ánimo débil de Valente, y el exilio o la prisión de un ciudadano cualquiera son los favores que se otorgan más fácilmente en una corte despótica. Tales castigos se infligían con frecuencia sobre los líderes del bando homoousiano; y la desgracia de ochenta eclesiásticos de Constantinopla que, tal vez accidentalmente, se quemaron en un barco, se atribuyó a la malicia cruel y premeditada del emperador y sus ministros arrianos. En todo litigio, los católicos (si podemos anticipar ese nombre) tenían que pagar la pena de sus propias culpas y la de sus adversarios. En toda elección, la posición del candidato arriano tenía la preferencia; y si se le oponía la mayoría del pueblo, usualmente era respaldado por la autoridad del magistrado civil o incluso por los terrores de una fuerza militar. Los enemigos de Atanasio intentaron alterar los últimos años de su venerable ancianidad; y su retirada temporal en el sepulcro de su padre ha sido celebrada como su quinto destierro. Pero el afán de un gran pueblo, que acudió instantáneamente a las armas, intimidó al prefecto; y el arzobispo pudo terminar su vida en paz y en gloria tras un reinado de cuarenta y siete años. La muerte de Atanasio (2 de mayo de 373 d. C.) fue la señal de las persecuciones en Egipto; y el ministro pagano de Valente, que instaló a la fuerza al indigno Lucio en el trono arzobispal, compró el favor del partido dominante con la sangre y los sufrimientos de sus hermanos católicos. La libre tolerancia de los cultos pagano y judío se lamentaba amargamente, como una circunstancia que agravaba la miseria de los católicos y la culpa del tirano impío de Oriente.[608]

El triunfo del partido ortodoxo ha dejado una mancha de persecución en la memoria de Valente; y la índole de un príncipe que deriva sus virtudes, tanto como sus vicios, de un entendimiento débil y un temperamento pusilánime, escasamente merece el trabajo de una apología. Sin embargo, sinceramente se pueden descubrir algunas razones para sospechar que los ministros eclesiásticos de Valente solían exceder las órdenes, o incluso las intenciones, de su soberano, y que las declamaciones vehementes y la credulidad fácil de sus antagonistas han exagerado mucho la medida real de los hechos.[609]

I. El silencio de Valentiniano sugiere probablemente el argumento de que las severidades parciales que fueron ejercidas en nombre y en las provincias de su colega se redujeron a algunas desviaciones insignificantes respecto del sistema de tolerancia religiosa establecido; y el historiador sensato que ha elogiado la templanza del hermano mayor, no se ha sentido obligado a contrastar la tranquilidad de Occidente con la persecución cruel de Oriente.[610]

II. Cualquiera que sea el crédito que pueda otorgarse a noticias vagas y remotas, el carácter, o al menos el comportamiento, de Valente puede distinguirse mejor en sus relaciones personales con el elocuente Basilio, arzobispo de Cesárea, que había sucedido a Atanasio en el manejo de la causa trinitaria.[611] La narrativa detallada ha sido escrita por los amigos y admiradores de Basilio; y en cuanto le quitemos la gruesa capa de retórica y de milagros nos sorprenderemos con la inesperada suavidad del déspota arriano, que admiraba la firmeza de su carácter o temía, si empleaba la violencia, una revuelta general en la provincia de Capadocia. Al arzobispo, que afirmó con orgullo inflexible[612] la verdad de sus opiniones y la dignidad de su jerarquía, se le permitió quedar en posesión absoluta de su conciencia y de su trono. El emperador asistía devotamente al servicio solemne de la catedral; y en vez de sentenciarlo a destierro, firmó la donación de unos estados valiosos en beneficio de un hospital que acababa de fundar Basilio en las cercanías de Cesárea.[613]

III. No pude descubrir que Valente publicase ley alguna (como la que después promulgó Teodosio contra los arrianos) contra los seguidores de Atanasio; y el edicto que levantó clamores tan violentos quizás no parezca tan extremadamente reprensible. El emperador había notado que muchos de sus súbditos, satisfaciendo su carácter ocioso con el pretexto de la religión, se habían asociado con los monjes de Egipto, y encargó al conde de Oriente que los sacase de su soledad, y obligase a aquellos desertores de la sociedad a aceptar la alternativa justa de renunciar a sus posesiones temporales o cumplir con las obligaciones públicas de hombres y ciudadanos.[614] Los ministros de Valente parecen haber extendido el sentido de este decreto, por cuanto reclamaban el derecho de alistar a los monjes jóvenes y robustos en los ejércitos imperiales. Un destacamento de caballería e infantería, compuesto por tres mil hombres, marchó desde Alejandría hacia el desierto inmediato de Nitria,[615] poblado por cinco mil monjes. Los soldados eran conducidos por sacerdotes arrianos; y se cuenta que se hizo una matanza considerable en los monasterios que desobedecían las órdenes de su soberano.[616]

Las estrictas resoluciones que han sido establecidas por la sabiduría de los legisladores modernos para contener la riqueza y avaricia del clero pueden deducirse originalmente del ejemplo del emperador Valentiniano. Su edicto,[617] dirigido a Dámaso, obispo de Roma, fue leído públicamente en las iglesias de la ciudad. Ordenaba a eclesiásticos y monjes que no frecuentasen las casas de viudas y vírgenes, y los amenazaba con que su desobediencia ganaría la animadversión de los jueces civiles. A los tutores ya no se les permitió recibir dádivas, legados o herencias de su hija espiritual: todo testamento contrario a este edicto fue declarado nulo e inservible, y esa donación ilegal se confiscaba para el erario público. Una regulación posterior parece haber extendido la misma disposición a monjas y obispos, y toda persona del orden eclesiástico se volvió incapaz de recibir dádivas testamentarias, limitándolas estrictamente a los derechos de herencia naturales y legales. Como guardián de la felicidad y la virtud domésticas, Valentiniano aplicó este remedio severo a un mal en aumento. En la capital del Imperio, las damas de casas nobles y opulentas poseían una parte muy amplia de propiedades independientes, y muchas de esas damas devotas habían abrazado la doctrina del cristianismo, no sólo por el frío entendimiento, sino con el ardor del afecto, y tal vez con el ansia de la moda. Sacrificaban los placeres de la vestimenta y el lujo, y renunciaban, en pos de la castidad, al cariño suave de las relaciones conyugales. Elegían a algún eclesiástico de santidad real o aparente para que dirigiera su conciencia timorata y para que entretuviera la ternura vacante de su corazón; y algunos bribones y entusiastas, que se abalanzaban desde los extremos de Oriente para disfrutar, en un espléndido teatro, de los privilegios de su profesión monástica, abusaban a menudo de la confianza sin límites que ellas precipitadamente les otorgaban. Con su desprecio por el mundo, iban adquiriendo sus ventajas más deseables; el cariño vehemente de una mujer joven y bella, la delicada abundancia de una casa opulenta y el acatamiento respetuoso de esclavos, libertos y clientes de una familia senatoria. La inmensa fortuna de las damas romanas se consumía gradualmente en generosas limosnas y costosas romerías; y el artero monje, que lograba asignarse el primer o posiblemente el único lugar en el testamento de su hija espiritual, incluso se atrevía a declarar, con el rostro tranquilo de la hipocresía, que él era sólo un instrumento de la caridad y el mayordomo de los menesterosos. El lucrativo pero vergonzoso negocio,[618] realizado por el clero para defraudar las expectativas de los herederos naturales, había provocado la indignación de una época supersticiosa; y dos de los padres latinos más respetables confiesan honestamente que el edicto afrentoso de Valentiniano era justo y necesario, y que los sacerdotes cristianos habían merecido perder un privilegio que aún disfrutaban los comediantes, los caleseros y los ministros de los ídolos. Pero la sabiduría y la autoridad del legislador rara vez triunfan contra el ingenio alerta del interés privado, por más que Jerónimo o Ambrosio se conformaran pacientemente con la justicia de una ley tan beneficiosa como ineficaz. Si los eclesiásticos fueron controlados en la persecución de una ganancia personal, ejercerían una labor más loable para aumentar las riquezas de la Iglesia y honrar su codicia con los nombres engañosos de piedad y patriotismo.[619]

Dámaso, obispo de Roma, que fue obligado a estigmatizar la avaricia de su clero con la publicación de la ley de Valentiniano, tuvo el buen sentido, o la buena suerte, de contar a su servicio con el celo y las habilidades del erudito Jerónimo; y el santo agradecido ha elogiado el mérito y la pureza de un sujeto muy ambiguo[620] (366-384 d. C.). Pero los espléndidos vicios de la Iglesia de Roma bajo los reinados de Valentiniano y Dámaso han sido observados con curiosidad por el historiador Amiano, que muestra su imparcialidad en estas expresivas palabras: «La prefectura de Juvencio logró paz y abundancia; pero la tranquilidad de su gobierno pronto fue alterada por una sedición sangrienta del pueblo trastornado. El afán de Dámaso y de Ursino para afianzar el trono episcopal superó la medida ordinaria de la ambición humana. Luchaban con ira facciosa; la lucha se sostuvo con las heridas y muertes de sus seguidores; y el prefecto, incapaz de resistir o aplacar el tumulto, fue obligado por una violencia superior a retirarse a los suburbios. Dámaso prevaleció: la reñida victoria favoreció a su facción. Se hallaron ciento treinta y siete cadáveres[621] en la Basílica de Sicinino,[622] donde los cristianos celebran sus asambleas religiosas, y fue recién mucho tiempo después que el ánimo airado del pueblo volvió a su tranquilidad habitual. Cuando considero el esplendor de la capital, no me extraña que un premio tan valioso inflame los deseos de los hombres ambiciosos y produzca las más fieras y obstinadas contiendas. El vencedor está seguro de que se enriquecerá con las ofrendas de las matronas;[623] de que, en cuanto su vestimenta esté diseñada con cuidado y elegancia, paseará en carroza por las calles de Roma,[624] y de que la suntuosidad de la mesa imperial no igualará los banquetes abundantes y delicados dispuestos por el gusto y el tesoro del pontífice romano». El honesto pagano continúa: «¡Cuánto más acertado hubiera sido para su propia felicidad que estos pontífices, en vez de alegar la grandeza de la capital como una excusa para sus hábitos, imitasen la vida ejemplar de algunos obispos de las provincias, cuya templanza y sobriedad, cuyo humilde traje y ademán cabizbajo, elevan su virtud pura y modesta ante la Divinidad y ante sus verdaderos siervos!»[625] El cisma de Dámaso y Ursino se terminó con el destierro de éste; y la cordura del prefecto Pretestato[626] restableció la calma de la ciudad. Pretestato era un filósofo pagano, un hombre de entendimiento, de gusto y amable, que disfrazó el reproche en una broma cuando le dijo a Dámaso que, si él obtuviera el obispado de Roma, inmediatamente abrazaría la religión cristiana.[627] Este vivo retrato de la riqueza y el lujo de los papas en el siglo IV se hace tanto más curioso en cuanto representa el grado intermedio entre la pobreza humilde del pescador apostólico y el Estado regio de un príncipe temporal cuyo dominio se extendía desde el confín de Nápoles hasta las márgenes del Po.

Cuando el voto de los generales y del ejército puso el cetro del Imperio en la diestra de Valentiniano, los motivos principales de esta sensata elección fueron su fama en las armas, su experiencia y habilidad militares y su firme adhesión tanto a las formas como al espíritu de la disciplina antigua. La impaciencia de las tropas, que lo presionaron para que nombrara a un compañero, estaba justificada por la peligrosa situación de los negocios públicos; y el mismo Valentiniano fue consciente de que ni la aptitud del ánimo más activo era capaz de defender las fronteras lejanas de una monarquía invadida. En cuanto la muerte de Juliano liberó a los bárbaros del terror de su nombre, se encendieron las esperanzas más sanguinarias de rapiña y conquista entre las naciones de Oriente, del Norte y del Sur (364-375 d. C.). Sus incursiones eran a menudo vejatorias y a veces formidables, pero durante los doce años del reinado de Valentiniano, su firmeza y vigilancia protegieron sus propios dominios; y su genio poderoso pareció inspirar y dirigir los débiles consejos de su hermano. Quizás el eslabonamiento de los anales expresaría de una manera más convincente los cuidados urgentes y divididos de ambos emperadores, pero la atención del lector se distraería igualmente con un relato tedioso e inconexo. Una mirada separada a los cinco grandes teatros de la guerra —I. Germania, II. Bretaña, III. África, IV. Oriente y V. el Danubio— imprimirán una imagen más clara del estado militar del Imperio bajo los reinados de Valentiniano y Valente.

I. Los enviados de los alamanes habían sido ofendidos por la conducta áspera y altanera de Ursacio, maestre de los oficios,[628] quien, en un acto impropio de tacañería, había disminuido el valor y la cantidad de los regalos a los que tenían derecho, por costumbre o por los tratados, en el ascenso de un emperador nuevo. Ellos expresaron, y comunicaron a sus compatriotas, su honda sensación de una ofensa nacional. El ánimo irascible de los jefes se exasperó con esas muestras de desprecio, y la juventud guerrera acudió a sus banderas (365 d. C.). Antes de que Valentiniano pudiese atravesar los Alpes, las aldeas de la Galia ya estaban en llamas; y antes de que su general Dagalaifo pudiese enfrentar a los alamanes, ya habían protegido a sus cautivos y los despojos en los bosques de Germania. A comienzos del año siguiente (enero de 366 d. C.), las fuerzas militares de toda la nación, en sólidas columnas, rompieron la valla del Rin en el rigor de un invierno septentrional. Dos condes romanos fueron derrotados y heridos de muerte, y el estandarte de los hérulos y los bátavos cayó en manos de los vencedores, quienes exhibieron, con gritos y amenazas insultantes, el trofeo de su victoria. El estandarte fue recuperado, pero los bátavos no redimieron la vergüenza de su deshonra y huida a los ojos de su severo juez. La opinión de Valentiniano era que sus soldados debían aprender a sentir temor por su comandante antes de que pudieran dejar de temer al enemigo. Las tropas fueron convocadas solemnemente; y los bátavos trémulos quedaron encerrados dentro del círculo del ejército imperial. Entonces Valentiniano subió al tribunal, y, como si desdeñara castigar la cobardía con la muerte, estampó una mancha de ignominia perpetua sobre los oficiales cuyo mal desempeño y cuya timidez mostraron como la primera causa de la derrota. Los bátavos fueron degradados de su rango, despojados de sus armas y condenados a ser vendidos como esclavos al mejor postor. Ante este tremendo fallo, las tropas se postraron hasta el suelo, suplicándole a su soberano y diciéndole que si les concedía otra prueba, no se mostrarían indignos del nombre de romanos y de soldados suyos. Valentiniano, con pretendida renuencia, cedió a sus ruegos; los bátavos tomaron sus armas y, con ellas, la resolución invencible de lavar su deshonra con la sangre de los alamanes.[629] Dagalaifo renunció al mando principal; y aquel general experimentado, que había manifestado, tal vez con demasiada prudencia, la dificultad extrema de la empresa, padeció, antes de que terminara la campaña, el disgusto de ver a su rival Jovino convertir esas dificultades en ventajas decisivas sobre las fuerzas desparramadas de los bárbaros. Acaudillando un ejército bien disciplinado de caballería, infantería y tropas ligeras, Jovino avanzó, con pasos cautelosos y rápidos, hasta Escarpona,[630] en el territorio de Metz, donde sorprendió a una gran división de alamanes antes de que tuviesen tiempo de acudir a las armas, y envalentonó a sus soldados con la seguridad de una victoria fácil y sin sangre. Otra división, o más bien ejército, del enemigo, después de devastar cruel y gratuitamente el país vecino, descansaba en las márgenes sombrías del Mosela. Jovino, que había visto el terreno con la mirada de un general, avanzó silenciosamente a través de un valle hondo y arbolado hasta que pudo percibir con claridad la seguridad indolente de los germanos. Algunos bañaban sus extremidades corpulentas en el río, otros peinaban sus largas y rubias cabelleras y otros bebían a tragos exquisitos vinos. Repentinamente oyeron el sonido de los clarines romanos y vieron al enemigo en su campamento. El asombro produjo desorden, el desorden fue seguido por la huida y el abatimiento, y la confusa multitud de los guerreros más valientes fue traspasada por las espadas y jabalinas de los legionarios y auxiliares. Los fugitivos escaparon al tercer campamento, el más considerable, en las llanuras cataláunicas, junto a Chalons, en Champaña: los destacamentos desparramados fueron convocados rápidamente bajo sus estandartes; y los jefes bárbaros, alarmados y advertidos con la suerte de sus compañeros, se prepararon para enfrentar en una batalla decisiva a las fuerzas victoriosas del lugarteniente de Valentiniano. La sangrienta y obstinada lucha duró todo un día del verano, con igual valor y alternado éxito. Finalmente prevalecieron los romanos, con la pérdida de cerca de dos mil hombres. Seis mil alamanes fueron muertos y cuatro mil heridos; y el valeroso Jovino, después de perseguir a lo que quedaba de la hueste fugitiva hasta las riberas del Rin (julio), regresó a París para recibir el aplauso de su soberano y las insignias del Consulado para el año siguiente.[631] El triunfo de los romanos se vio por cierto manchado por el tratamiento que dieron al rey cautivo, a quien colgaron de una horca sin el conocimiento de su indignado general. Este acto deshonroso de crueldad, que puede atribuirse al enfurecimiento de la tropa, fue seguido por la muerte premeditada de Witicab, hijo de Vadomair, príncipe germano de una constitución débil y enfermiza, pero de un ánimo audaz y formidable. Los romanos incitaron y protegieron al asesino doméstico;[632] y la violación de las leyes de humanidad y justicia mostraban su secreto temor por la debilidad del Imperio en decadencia. Rara vez se usa la daga en el ayuntamiento público mientras se conserva alguna confianza en el poder de la espada.

Mientras que los alamanes parecían humillados con sus calamidades recientes, el orgullo de Valentiniano fue avergonzado por la inesperada sorpresa de Moganciaco, o Mentz, la ciudad principal de la Alta Germania. En el momento insospechado de una festividad cristiana, Rando, un caudillo audaz y astuto que había meditado largamente sus planes, pasó repentinamente el Rin, entró en la ciudad indefensa y se retiró con una multitud de cautivos de ambos sexos. Valentiniano se dispuso a ejecutar una severa venganza contra toda la nación. Mandó al conde Sebastián a invadir el país, probablemente por el lado de Recia, con los cuerpos de Italia e Iliria. El emperador en persona, acompañado por su hijo Graciano, pasó el Rin a la cabeza de un ejército formidable, que estaba apoyado en ambos flancos por Jovino y Severo, los dos maestres generales de la caballería e infantería de Occidente (368 d. C.). Los alamanes, incapaces de evitar la devastación de sus aldeas, acamparon en una montaña empinada y casi inaccesible en el actual ducado de Wirtemberg, y decidieron esperar el acercamiento de los romanos. La vida de Valentiniano estuvo expuesta a un inminente peligro por la intrépida curiosidad con la que insistía en explorar algunos senderos secretos y desprotegidos. Una tropa de bárbaros salió súbitamente de su emboscada, y el emperador, que espoleaba vigorosamente su caballo por un despeñadero resbaladizo, tuvo que dejar atrás a su escudero y su casco, adornado de oro y piedras preciosas. A la señal de un asalto general, la tropa romana rodeó y ascendió la montaña de Solicinio por tres flancos diferentes. Su ardor aumentaba a cada paso y vencía la resistencia del enemigo; tras ocupar con todas sus fuerzas la cumbre, despeñaron impetuosamente a los bárbaros por el Norte, donde estaba apostado el conde Sebastián para interceptar la retirada. Tras esta victoria señalada, Valentiniano volvió a sus cuarteles de invierno en Tréveris, donde complació al público con la exhibición de espléndidos juegos triunfales.[633] Pero el sensato monarca, en vez de aspirar a la conquista de Germania, limitó su cuidado a la defensa fundamental y trabajosa de la frontera gala, contra un enemigo cuya fuerza se renovaba con el flujo de voluntarios audaces que acudían incesantemente de las tribus más distantes del Norte.[634] En las márgenes del Rin, desde su nacimiento hasta la desembocadura en el océano, se dispusieron estrechamente fortalezas y torres estratégicas; el ingenio del príncipe, diestro en las artes mecánicas, inventó nuevas obras y armamentos; y sus muchos reclutas de la juventud romana o bárbara fueron entrenados severamente en todos los ejercicios de la guerra. El progreso de la obra, que a veces luchaba contra representaciones modestas y a veces contra intentos enemigos, aseguró la tranquilidad de la Galia durante los nueve años siguientes del gobierno de Valentiniano.[635]

Aquel emperador sensato, que practicaba con esmero las máximas de Diocleciano, se preocupaba por fomentar las divisiones internas en las tribus de Germania (371 d. C.). Aproximadamente a mitad del siglo IV, los países, tal vez de Lusacia y Turingia, a ambos lados del Elba, estaban bajo el dominio vago de los borgoñones, un pueblo numeroso y guerrero de la raza vándala,[636] cuyo nombre desconocido se transformó insensiblemente en el de un poderoso reino, y finalmente se instaló como el de una provincia floreciente. El rasgo más importante en las antiguas costumbres de los borgoñones parece haber sido la diferenciación entre su constitución civil y eclesiástica. Daban el título de Hendinos a su rey o general, y el de Sinisto al sumo pontífice de la nación. La persona del sacerdote era sagrada y su dignidad, perpetua, pero el gobierno temporal era muy precario. Si los acontecimientos de la guerra ponían en cuestión el valor o la conducta del rey, era inmediatamente depuesto, y la injusticia de sus súbditos lo hacía responsable por la fertilidad de la tierra y la regularidad de las estaciones, lo que parece corresponder más apropiadamente al departamento sacerdotal.[637] La disputada posesión de algunas salinas[638] comprometía a alamanes y borgoñones en frecuentes contiendas; los últimos se dejaban tentar fácilmente por los requerimientos secretos y generosas ofertas del emperador; y su fabulosa ascendencia de los soldados romanos que antiguamente habían protegido las fortalezas de Druso se admitía con mutua credulidad, en tanto favorecía el interés mutuo.[639] Un ejército de ochenta mil borgoñones pronto apareció en las orillas del Rin, y demandaron con impaciencia el auxilio y los subsidios que les había prometido Valentiniano; pero los entretuvieron con excusas y demoras, hasta que finalmente, tras una expectativa infructuosa, tuvieron que retirarse. El armamento y las fortalezas de la frontera gala detuvieron la furia de su justo resentimiento, y la matanza de los cautivos sólo sirvió para fortalecer la enemistad hereditaria de borgoñones y alamanes. La inconstancia de un príncipe sabio tal vez pueda explicarse por alguna alteración de las circunstancias; y quizás el plan original de Valentiniano era intimidar más que destruir, por cuanto el equilibrio de poderes hubiera sido roto igualmente con el exterminio de cualquiera de las dos naciones germanas. Entre los príncipes de los alamanes, Macriano, quien con el nombre romano había incorporado las artes de un soldado y un estadista, merecía su odio y su respeto. El mismo emperador, con una escolta ligera y desembarazada, se dignó a pasar el Rin e internarse cincuenta millas (80,46 km) en el país; y hubiera alcanzado infaliblemente su objetivo, si la impaciencia de la tropa no hubiera frustrado sus acertadas disposiciones. Más adelante, a Macriano se le concedió el honor de una conferencia personal con el emperador, y los favores que recibió hicieron de él, hasta la hora de su muerte, un amigo constante y sincero de la república.[640]

Las fortificaciones de Valentiniano resguardaban la tierra; pero las costas de Galia y Bretaña estaban expuestas a los asaltos de los sajones. Ese famoso nombre, en el cual tenemos un claro e íntimo interés, nunca llegó a noticia de Tácito; y en los mapas de Tolomeo apenas se marca en una lengua angosta de la península címbrica y en tres islillas hacia la embocadura del Elba.[641] Este estrecho territorio, el actual ducado de Schleswig, o tal vez de Holstein, no podía ser el origen de la inagotable multitud de sajones que dominaron el océano, que ocuparon la isla de Bretaña con su idioma, sus leyes y sus colonias, y que defendieron por tanto tiempo la independencia del Norte contra las armas de Carlomagno.[642] La solución a este problema se deriva fácilmente de la semejanza de costumbres y la constitución incierta de las tribus de Germania, que se entremezclaban en los accidentes de la guerra y de la amistad. La situación de los sajones nativos los predisponía a las arriesgadas ocupaciones de la pesca y la piratería; y el éxito de sus primeras aventuras debió generar la imitación de sus más valientes compatriotas, aburridos con la lóbrega soledad de sus bosques y montañas. Cada marea podía llevar por el Elba flotas enteras de canoas, llenas de compañeros robustos e intrépidos, que aspiraban a contemplar la perspectiva ilimitada del océano y a probar las riquezas y el lujo de mundos desconocidos. Parece probable, sin embargo, que la mayor cantidad de auxiliares de los sajones estuviera compuesta por las naciones que poblaban las costas del Báltico. Poseían armas y barcos, el arte de la navegación y el hábito de la guerra naval; pero la dificultad de desembocar por las Columnas de Hércules del norte[643] (que durante varios meses del año están obstruidas por el hielo) confinaba su habilidad y valor a los límites de un espacioso lago. El rumor de los armamentos triunfadores que navegaron desde la desembocadura del Elba los habría incitado a atravesar el angosto istmo de Schleswig y lanzar sus naves hacia el ancho mar. Las diversas bandas de piratas y aventureros que peleaban bajo el mismo estandarte se fueron uniendo en una asociación permanente, primero de saqueo y luego de gobierno. La confederación militar se fue transformando en un cuerpo nacional por medio del noble uso del matrimonio y la consanguinidad; y las tribus vecinas que solicitaban la alianza admitían el nombre y las leyes de los sajones. Si los hechos no estuvieran establecidos con la evidencia más incuestionable, pareceríamos abusar de la confianza de nuestros lectores, con la descripción de los bajeles en que los piratas sajones se arriesgaban a surcar las olas del océano germánico, del canal de Bretaña y del golfo de Vizcaya. La quilla de sus barcos grandes y de poco calado estaba hecha de tablas delgadas; pero las obras exteriores eran sólo de mimbres cubiertos y reforzados con cueros.[644] En el curso de sus lentas y remotas travesías, debieron estar siempre expuestos al peligro, y muy frecuentemente a la desgracia, de un naufragio; y los anales navales de los sajones debían estar indudablemente llenos de referencias a las pérdidas que soportaron en las costas de Bretaña y Galia. Pero el espíritu audaz de los piratas desafiaba los peligros tanto en el mar como en la costa; su habilidad se confirmaba en el ejercicio de las expediciones; el menor de sus marineros era igualmente capaz de empuñar el remo, desplegar una vela o conducir un bajel; y todo sajón se enardecía ante una tormenta que estorbaba sus planes y dispersaba la flota del enemigo.[645] Cuando adquirieron un conocimiento preciso de las provincias marítimas de Occidente, extendieron el ámbito de sus saqueos, y ni los sitios más retirados podían presumir de su seguridad. Las embarcaciones sajonas tenían tan poco calado que podían internarse fácilmente ochenta o cien millas (128,74 o 160,93 km) en los grandes ríos; su peso era tan insignificante que las transportaban en carros de un río a otro; y los piratas que habían entrado por la embocadura del Sena o del Rin podían bajar con la corriente rápida del Ródano al Mediterráneo. Bajo el reinado de Valentiniano (371 d. C.), las provincias marítimas de la Galia estaban acosadas por los sajones; se ubicó un conde militar para defender la costa, o el límite armoricano, y ese oficial, quien consideró que sus fuerzas o sus habilidades eran insuficientes para la tarea, imploró el auxilio de Severo, maestre general de la infantería. Los sajones, cercados y sobrepasados en número, tuvieron que renunciar a sus despojos, y ceder un grupo selecto de su alta y robusta juventud para servir en los ejércitos imperiales. Sólo establecieron una retirada segura y honorable, y esta condición fue garantizada por el general romano, que ideaba un acto de traición[646] tan imprudente como inhumano, mientras quedase un sajón vivo y armado para vengar la suerte de sus paisanos. El afán precipitado de la infantería, que había sido apostada secretamente en un valle profundo, delató la emboscada, y tal vez hubieran sido víctimas de su propia traición si un cuerpo numeroso de coraceros, alarmados por el estruendo del combate, no hubiera avanzado rápidamente para liberar a sus compañeros y arrollar el firme valor de los sajones. Algunos prisioneros se salvaron del filo de la espada para derramar su sangre en el anfiteatro; y el orador Símaco lamenta que veintinueve de aquellos desesperados salvajes, estrangulándose con sus propias manos, defraudasen el entretenimiento del público. Sin embargo, los ciudadanos cultos y afilosofados de Roma sintieron un profundo horror cuando supieron que los sajones consagraban a los dioses el diezmo de sus despojos humanos, y que echaban a la suerte los objetos de ese bárbaro sacrificio.[647]

II. Las colonias fabulosas de egipcios y troyanos, de escandinavos y españoles, que halagaron el orgullo y cautivaron la credulidad de nuestros rudos antepasados, fueron desapareciendo a la luz de la ciencia y la filosofía.[648] La época actual se da por satisfecha con la opinión simple y racional de que las islas de Gran Bretaña e Irlanda se fueron ocupando con la población del continente vecino de Galia. La memoria de un origen céltico se conservaba muy claramente, desde la costa de Kent hasta el extremo de Caithness y Ulster, con la semejanza perpetua del idioma, la religión y las costumbres; y las características particulares de las tribus bretonas se pueden obviamente atribuir a la influencia de circunstancias fortuitas y locales.[649] La provincia romana fue reducida a un estado de servidumbre civilizada y apacible, los derechos de independencia salvaje se acotaron a los estrechos límites de Caledonia. Los habitantes de esa región septentrional se dividían, ya desde el tiempo de Constantino, en las dos grandes tribus de escotos y pictos,[650] que después tuvieron una suerte muy distinta. Los rivales triunfadores extinguieron el poder de los pictos, y casi su memoria; y los escotos, después de mantener por siglos la dignidad de un reino independiente, multiplicaron, con una unión pareja y voluntaria, los honores del nombre inglés. La mano de la naturaleza contribuyó a marcar la antigua distinción entre escotos y pictos. Los primeros eran los hombres de las colinas, y los últimos, de la planicie. La costa oriental de Caledonia debe considerarse como una zona llana y fértil, que aun con una labranza precaria era capaz de producir una cantidad considerable de granos; y el apodo de cruitnich, o centeneros, expresaba el desprecio o envidia de los montañeses carnívoros. El cultivo de la tierra debió generar una separación más precisa de la propiedad y el hábito de una vida sedentaria; pero el amor a las armas y al saqueo aún era la pasión dominante de los pictos; y sus guerreros, que se desnudaban para la batalla, se distinguían a los ojos de los romanos por la extraña costumbre de pintar sus cuerpos con colores llamativos y figuras fantásticas. La parte occidental de Caledonia se eleva irregularmente en riscos áridos y salvajes, que pagan escasamente el trabajo del labrador, y se utilizan con más provecho para apacentar ganado. Los montañeses estaban condenados a las ocupaciones de pastores y cazadores; y como rara vez se establecían en una morada permanente, merecieron el nombre de escotos, que en lengua céltica equivale al de nómadas o vagabundos. Los habitantes de un terreno estéril tenían que buscar un abastecimiento fresco de alimento en el agua. Los profundos lagos y bahías de su territorio están provistos con abundante pesca; y gradualmente se aventuraron a tender sus redes en las olas del océano. La cercanía de las Hébridas, esparcidas tan profusamente a lo largo de la costa occidental de Escocia, atrajo su curiosidad y perfeccionó su destreza, y de a poco adquirieron el arte, o más bien la práctica, de manejar sus botes en un mar tempestuoso y de guiarse en la noche por su conocimiento de las estrellas. Los dos promontorios de Caledonia están casi tocando las playas de una isla espaciosa que mereció, por su vegetación abundante, el nombre de Green; y ha conservado, con una leve alteración, el nombre de Erin, Ierne, o Irlanda. Es probable que en algún período remoto de la antigüedad, las planicies fértiles de Ulster recibieran una colonia de escotos hambrientos, y que los extranjeros del Norte, que habían osado enfrentarse a las armas de las legiones, esparcieran sus conquistas sobre los nativos salvajes y desaguerridos de una isla solitaria. Es seguro que, durante la decadencia del Imperio Romano, Caledonia, Irlanda y la isla de Man estaban habitadas por escotos, y que las tribus allegadas, que solían asociarse para empresas militares, fueron profundamente afectadas por las diversas vicisitudes de su suerte compartida. Apreciaban mucho la viva tradición de su nombre y origen comunes; y los misioneros de la isla de los Santos, que difundieron la luz del cristianismo por la Bretaña septentrional, establecieron la opinión equivocada de que sus paisanos irlandeses eran los padres naturales y espirituales de la raza escocesa. La incoherente y oscura tradición ha sido preservada por el venerable Beda, que esparció algunos rayos de luz sobre la oscuridad del siglo VIII. Los bardos y los monjes, dos especies de individuos que abusaban igualmente de los privilegios de la ficción, levantaron gradualmente sobre estos débiles cimientos una enorme estructura de fábula. La nación escocesa, con equivocado orgullo, adoptó la genealogía irlandesa; y la fantasía de Boecio y la elegancia clásica de Buchanan[651] adornaron los anales de una larga línea de reyes imaginarios.

Seis años después de la muerte de Constantino, las incursiones destructivas de escotos y pictos requirieron la presencia de su hijo menor, que reinaba en el imperio occidental. Constante visitó sus dominios bretones; pero podemos estimar la importancia de sus proezas por el lenguaje de un panegirista que sólo celebra su triunfo sobre los elementos, o, en otros términos, la buena suerte de un tránsito seguro y fácil desde el puerto de Bolonia a la bahía de Sandwich.[652] La administración débil y corrupta de los eunucos de Constancio agravó las calamidades que los aquejados provincianos seguían experimentando por la guerra extranjera y la tiranía propia, y el alivio pasajero que pudieron obtener con las virtudes de Juliano pronto desapareció con la ausencia y la muerte de su benefactor. El oro y la plata que habían sido recogidos trabajosamente, o remitidos con generosidad, para el pago de la tropa, eran interceptados por la avaricia de los comandantes; se vendían públicamente relevos o exenciones al servicio militar; el desamparo de los soldados, que fueron injuriosamente privados de su escasa subsistencia legal, los impulsaba con frecuencia a la deserción; la disciplina se relajó, y las carreteras estaban infestadas de ladrones.[653] La opresión de los honrados y la impunidad de los perversos contribuyeron igualmente a difundir por la isla un espíritu de descontento y rebeldía; y todo súbdito ambicioso, todo desterrado, tenía una razonable esperanza de derribar el gobierno endeble y trastornado de Bretaña. Las tribus hostiles del Norte, que detestaban la soberbia y el poder del Rey del Mundo, suspendieron sus peleas internas; y los bárbaros de mar y tierra, escotos, pictos y sajones, se arrojaron con furia rápida e irresistible desde la muralla de Antonino hasta las playas de Kent. Todo producto del arte y la naturaleza, todo objeto de bienestar o de lujo, que ellos no podían crear con el trabajo o procurarse con el comercio, estaba acumulado en la provincia rica y provechosa de Bretaña.[654] Un filósofo puede deplorar las discordias incesantes de la especie humana; pero confesará que el deseo por los despojos es una provocación más racional que la vanidad de las conquistas. Desde el tiempo de Constantino hasta el de los Plantagenet, este espíritu rapaz continuó instigando a los pobres y robustos caledonios: pero el mismo pueblo cuya humanidad generosa parece inspirar los cantares de Osián fue deshonrado por una ignorancia salvaje de las virtudes de la paz y las leyes de la guerra. Sus vecinos del Sur padecieron, y quizás exageraron, los crueles saqueos de los escotos y pictos;[655] y un testigo ocular acusa a una valiente tribu de Caledonia, los atacotes,[656] enemigos y luego soldados de Valentiniano, de deleitarse con el sabor de la carne humana. Se dice que cuando cazaban en los bosques atacaban al pastor antes que al rebaño, y que seleccionaban esmeradamente las partes más delicadas y musculosas de los hombres o las mujeres, para servirlas en sus horrendos banquetes.[657] Si realmente existió en las inmediaciones de la ciudad comercial y literaria de Glasgow una raza de caníbales, podemos ver en la historia de Escocia los extremos opuestos de la vida civilizada y de la salvaje. Tales reflexiones tienden a ampliar el círculo de nuestras ideas, y a abrigar la agradable esperanza de que Nueva Zelanda pueda generar en alguna época futura el Hume del hemisferio sur.

Los mensajeros que lograban atravesar el canal de Bretaña portaban noticias tristes y alarmantes para los oídos de Valentiniano; y pronto le llegó la información de que los dos comandantes militares de la provincia habían sido sorprendidos y descuartizados por los bárbaros. La corte de Tréveris envió apresuradamente a Severo, conde de los domésticos, y lo retiró con la misma rapidez. Las representaciones de Jovino sólo sirvieron para señalar la gravedad del mal; y después de una larga y seria consulta, la defensa, o más bien la reconquista, de Bretaña, se confió a la destreza del bravo Teodosio. Los escritores contemporáneos celebraron, con su complacencia característica, las hazañas de ese general, padre de una línea de emperadores; pero su mérito real mereció su aplauso, y el ejército y la provincia recibieron su nombramiento como un presagio seguro de la victoria inminente. Aprovechó el momento más favorable para la navegación, y desembarcó sin riesgos las tropas numerosas y veteranas de hérulos, bátavos, jovianos y víctores. En su marcha desde Sandwich hasta Londres, derrotó a varias partidas de bárbaros, rescató a una multitud de cautivos y, después de distribuir entre sus soldados una pequeña parte de los despojos, cimentó la fama de su justicia desinteresada con la restitución de lo restante a sus legítimos dueños. Los ciudadanos de Londres, que casi no tenían esperanzas de salvarse, abrieron sus puertas; y en cuanto Teodosio obtuvo de la corte de Tréveris la importante ayuda de un lugarteniente y un gobernador civil, desempeñó con sabiduría y vigor la ardua tarea de liberar Bretaña. Los soldados dispersos fueron llamados bajo su estandarte, un edicto de amnistía disipó el temor público, y su jovial ejemplo alivió el rigor de la disciplina militar. La guerra disgregada y poco sistemática de los bárbaros, que infestaban la tierra y el mar, lo privó de la gloria de una victoria señalada; pero la prudencia y la maestría consumada del general romano se exhibieron en las operaciones de dos campañas (368 y 369 d. C.), que rescataron consecutivamente todos los puntos de la provincia de manos de un enemigo cruel y codicioso. El esplendor de las ciudades y la seguridad de las fortalezas se restauraron rápidamente con el cuidado paternal de Teodosio, que con mano fuerte confinó a los temerosos caledonios al ángulo norte de la isla, y perpetuó, con el nombre y el establecimiento de la nueva provincia de Valencia, las glorias del reinado de Valentiniano.[658] La voz de los poetas y los panegíricos podrán añadir, tal vez con algún grado de verdad, que la sangre de los pictos manchó las regiones desconocidas de Tule, que los remos de Teodosio azotaron las olas del océano Hiperbóreo, y que las remotas Orcadas fueron el escenario de su victoria naval contra los piratas sajones.[659] Dejó la provincia con una reputación tan justa como esplendorosa; e, inmediatamente, un príncipe que podía aplaudir sin envidia el mérito de sus sirvientes lo promovió al rango de maestre general de la caballería. En el importante apostadero del alto Danubio, el conquistador de Bretaña detuvo y venció a los ejércitos alamanes antes de ser elegido para contrarrestar la rebelión del África.

III. El príncipe que se rehúsa a ser juez enseña al pueblo a considerarlo el cómplice de sus ministros. El conde Romano había ejercido por largo tiempo el mando militar de África, y sus habilidades no eran inadecuadas para su cargo; pero como el único móvil de su conducta era el sórdido interés, en la mayoría de las ocasiones procedía como si fuese enemigo de la provincia y amigo de los bárbaros del desierto. Las tres ciudades florecientes de Oea, Leptis y Sabrata, que bajo el nombre de Trípoli habían constituido hacía tiempo una unión federal,[660] fueron obligadas por primera vez a cerrar sus puertas contra una invasión enemiga; los malvados salvajes de Getulia sorprendieron y masacraron a muchos de sus ciudadanos más honorables, saquearon las aldeas e incluso los suburbios, y arrancaron las viñas y los frutales de ese rico territorio. Los desdichados provincianos imploraron la protección de Romano; pero pronto descubrieron que su gobernador militar no era menos cruel ni menos codicioso que los bárbaros (366 d. C.). Como eran incapaces de conseguir los cuatro mil camellos y el regalo exorbitante que requería antes de ponerse en marcha para socorrer a Trípoli, su pedido era equivalente a un rechazo, y podía ser acusado con justicia de ser el autor de la desgracia pública. En la asamblea anual de las tres ciudades designaron a dos diputados para dejar a los pies de Valentiniano la ofrenda acostumbrada de una corona de oro, y para acompañar ese tributo, hecho por deber más que por agradecimiento, con su humilde reclamo de que estaban acosados por el enemigo y traicionados por su gobernador. Si la severidad de Valentiniano hubiese estado bien dirigida, debería haber caído sobre la cabeza culpable de Romano. Pero el conde, largamente ejercitado en las artes de la corrupción, había despachado un mensajero veloz y confiable para asegurar la amistad venal de Remigio, maestre de los oficios. La sabiduría del consejo imperial fue engañada con artimañas, y su honesta indignación se enfrió con la demora. Finalmente, cuando la repetición de las quejas se reflejaba en la repetición de las desgracias públicas, la corte de Tréveris envió al notario Paladio para examinar el estado de África y la conducta de Romano. La rígida imparcialidad de Paladio se desarmó fácilmente; fue tentado a reservar para sí una parte del tesoro público que había llevado para pagar a las tropas; y desde el momento en que fue consciente de su propia culpa, ya no pudo negarse a atestiguar la inocencia y el mérito del conde. La acusación de los tripolitanos fue declarada falsa e insignificante, y el mismo Paladio fue enviado nuevamente de Tréveris al África con una comisión especial para descubrir y procesar a los autores de esa impía conspiración contra los representantes del soberano. Sus investigaciones fueron manejadas con tanta destreza y éxito que obligó a los ciudadanos de Leptis, que habían sufrido recientemente un sitio de ocho días, a contradecir la verdad de sus propios decretos y a censurar el comportamiento de sus propios diputados. La crueldad obstinada e imprudente de Valentiniano dictó sin vacilar una sentencia sangrienta. El presidente de Trípoli, que había osado lamentarse por las desgracias de la provincia, fue ejecutado públicamente en Útica; y por orden expresa del emperador cuatro distinguidos ciudadanos fueron sentenciados a muerte como cómplices del fraude imaginario, y se les cortó la lengua a otros dos. Romano, eufórico con su impunidad e irritado por la resistencia, continuó en el mando militar, hasta que su avaricia impulsó a los africanos a unirse al estandarte rebelde de Firmo, el Moro.[661]

Su padre, Nabal, era uno de los príncipes moros más ricos y poderosos que reconocían la supremacía de Roma. Pero como dejó, tanto por sus esposas como por sus concubinas, una posteridad muy numerosa, la cuantiosa herencia fue disputada afanosamente, y Zama, uno de sus hijos, fue asesinado por su hermano Firmo en una lucha doméstica. El afán implacable con que Romano persiguió el castigo legal de este asesinato sólo podía atribuirse a la avaricia o al odio personal; pero en esta ocasión su reclamo era justo, y su influencia poderosa; y Firmo entendió claramente que, o bien debía presentar su cuello al verdugo, o bien apelar la sentencia imperial ante su propia espada y el pueblo.[662] Fue recibido como el libertador de su país (372 d. C.), y en cuanto se sospechó que Romano sólo era formidable en una provincia sumisa, el tirano del África se transformó en el objeto del desprecio general. La ruina de Cesárea, que fue saqueada y quemada por los bárbaros desenfrenados, convenció a las ciudades reacias del peligro de la resistencia; el poder de Firmo se estableció al menos en las provincias de Mauritania y Numidia, y su única duda parecía ser si asumiría la diadema de un rey moro o la púrpura de un emperador romano. Pero los imprudentes y desdichados africanos descubrieron pronto que, en esta apresurada insurrección, no se habían detenido lo suficiente a considerar sus propias fuerzas o las capacidades de su líder. Antes de tener alguna noticia certera acerca de la elección de un general por parte del emperador de Occidente, o acerca de que una flota estaba congregada en la embocadura del Ródano, se le informó repentinamente que el gran Teodosio, con un pequeño cuerpo de veteranos, había desembarcado junto a Igilgilis o Gigeri, en la costa de África; y el medroso usurpador se postró ante el predominio de la virtud y el genio militar. Aunque Firmo poseía armas y tesoros, su desesperanza en la victoria lo redujo inmediatamente al uso de aquellos ardides que, en el mismo país y en una situación similar, habían sido practicados por el astuto Jugurta. Intentó engañar, con una aparente sumisión, la vigilancia del general romano, ganarse la fidelidad de sus tropas, y prolongar la guerra atrayendo a las tribus independientes del África para que adhirieran a su lucha o para que encubrieran su huida. Teodosio imitó el ejemplo y obtuvo el éxito de su antecesor Metelo. Cuando Firmo, en el papel de un suplicante, reconoció su propia temeridad y solicitó humildemente la clemencia del emperador, el teniente de Valentiniano lo recibió y lo despidió con un abrazo amistoso; pero enseguida le requirió las prendas fundamentales de un arrepentimiento sincero, y las garantías de paz no pudieron convencerlo de suspender por un solo instante las operaciones de una guerra activa. La perspicacia de Teodosio penetró una conspiración recóndita; y satisfizo, sin demasiada renuencia, la indignación pública que secretamente había fomentado. Varios cómplices de Firmo fueron abandonados, según la costumbre antigua, al tumulto de una ejecución militar; muchos más, con ambas manos amputadas, continuaron exhibiendo un instructivo espectáculo de horror; el odio de los rebeldes estaba acompañado por el temor, y el temor de los soldados romanos se mezclaba con una respetuosa admiración. Era imposible evitar la huida de Firmo en medio de las planicies ilimitadas de Getulia y los innumerables valles del monte Atlas; y si el usurpador hubiera logrado agotar la paciencia de su antagonista, podría haberse guarecido en la profundidad de una soledad remota y esperado una futura revolución. Lo venció la perseverancia de Teodosio, que había tomado la determinación inflexible de que la guerra terminaría sólo con la muerte del tirano, y de que toda nación del África que se atreviera a apoyar su causa se vería involucrada en su ruina. A la cabeza de una tropa reducida, que rara vez excedía los tres mil quinientos hombres, el general romano se internó con firme prudencia, ajena tanto a la precipitación como al miedo, en el corazón de un país donde solían atacarlo ejércitos de veinte mil moros. La audacia de sus avances consternaba a los bárbaros desorganizados; sus retiradas oportunas y ordenadas los desconcertaban; los frustraba continuamente con recursos desconocidos del arte militar; y padecieron y confesaron la justa superioridad del líder de una nación civilizada. Cuando Teodosio entró a los extensos dominios de Igmazen, rey de los isaflenses, el altanero salvaje le preguntó, en términos desafiantes, su nombre y el objeto de su expedición. El conde, severo y desdeñoso, le contestó: «Soy el general de Valentiniano, soberano del mundo, quien me ha enviado para perseguir y castigar a un ladrón sin esperanzas. Ponlo inmediatamente en mis manos, y ten entendido que, si no obedeces la orden de mi invencible soberano, tú y el pueblo sobre el que reinas serán totalmente exterminados». En cuanto Igmazen se convenció de que su enemigo tenía la fuerza y la resolución para ejecutar la fatal amenaza, se avino a comprar una paz necesaria con el sacrificio de un reo fugitivo. Los guardias apostados para vigilar a Firmo le quitaban las esperanzas de un escape; y el tirano moro, una vez que el vino había eliminado su sentimiento de peligro, frustró el triunfo insultante de los romanos ahorcándose en la noche. Su cadáver, el único regalo que Igmazen podía ofrecer al vencedor, fue arrojado descuidadamente sobre un camello; y Teodosio, conduciendo sus tropas victoriosas a Sitifi, fue saludado con las más calurosas aclamaciones de júbilo y lealtad.[663]

Lo que África había perdido con los vicios de Romano fue recobrado por las virtudes de Teodosio, y puede ser útil dirigir nuestra curiosidad a la investigación de los respectivos tratamientos que recibieron los dos generales por parte de la corte imperial. El maestre general de la caballería había suspendido la autoridad del conde Romano, quien fue encargado a una guardia honorable hasta el fin de la guerra. Sus crímenes fueron probados con la evidencia más auténtica, y el público esperaba con alguna impaciencia una sentencia severa. Pero la parcialidad y el poderoso favoritismo de Melobaudes lo alentaron a desafiar a sus legítimos jueces para obtener repetidas postergaciones, a fin de procurarse una multitud de testigos favorables y, finalmente, encubrir su conducta criminal añadiéndole los delitos de fraude y falsedad. Por la misma época, el libertador de Bretaña y África fue degollado oprobiosamente en Cartago por una vaga sospecha de que su nombre y servicios eran superiores a su jerarquía de súbdito (376 d. C.). Valentiniano ya no reinaba; y tanto la muerte de Teodosio como la impunidad de Romano pueden atribuirse con justicia a los ardides de los ministros que abusaban de la confianza y engañaban la inexperta juventud de sus hijos.[664]

Si la precisión geográfica de Amiano hubiese sido felizmente aplicada a las hazañas de Teodosio en Bretaña, hubiésemos trazado con ávida curiosidad los diversos pasos de su marcha. Pero la tediosa enumeración de tribus desconocidas y nada interesantes de África puede reducirse a las observaciones generales de que todas correspondían a la raza negra de los moros; de que habitaban asentamientos retirados de Numidia y Mauritania, la patria, como la llamaron después los árabes, de los dátiles y las langostas,[665] y de que en cuanto el poder romano se debilitó en África, se fue reduciendo a su vez el ámbito de las costumbres civilizadas y del terreno cultivado. Más allá de la última frontera de los moros, el vasto e inhabitable desierto del sur se extiende por más de mil millas (1609,3 km) hasta las orillas del Níger. Los antiguos, que tenían un conocimiento muy vago e imperfecto acerca de la gran península de África, a veces se inclinaban a creer que la zona tórrida estaba siempre deshabitada,[666] y a veces entretenían su fantasía llenando el espacio vacío con hombres sin cabeza, o más bien monstruos,[667] con sátiros de cuernos y pezuñas,[668] con centauros fabulosos[669] y con pigmeos humanos que mantenían una audaz y dudosa guerra contra las grullas.[670] Cartago hubiera temblado ante la extraña noticia de que los países a cada lado del ecuador estaban colmados de innumerables pueblos que se diferenciaban sólo por su color de la apariencia habitual de la especie humana; y los súbditos del Imperio Romano podían temer que las multitudes de bárbaros expulsadas del Norte pronto se encontraran con nuevas multitudes de bárbaros provenientes del Sur, igualmente feroces y formidables. Este oscuro temor se hubiera disipado realmente con un mayor conocimiento del carácter de sus enemigos africanos. La inactividad de los negros no parece ser efecto de la virtud o la cobardía. Satisfacen, como el resto de la humanidad, sus pasiones y apetitos, y entablan frecuentemente actos hostiles con las tribus vecinas.[671] Pero su ruda ignorancia nunca ha inventado armas eficaces de defensa o de destrucción; parecen incapaces de concebir grandes planes de gobierno o de conquista; y las naciones de la zona templada han descubierto y abusado de la obvia inferioridad de sus facultades mentales. Anualmente, sesenta mil negros se embarcan en las costas de Guinea para nunca volver a su país nativo; pero se los embarca encadenados;[672] y esta emigración incesante, que en el lapso de dos siglos podría haber formado ejércitos para invadir el globo, acusa la criminalidad de Europa y la debilidad del África.

IV. El tratado deshonroso que salvó al ejército de Joviano había sido cumplido fielmente por parte de los romanos; y como habían renunciado solemnemente a la soberanía y alianza con Armenia e Iberia, esos reinos tributarios quedaron expuestos, sin protección, a las armas del monarca persa.[673] Sapor entró en el territorio armenio (365-378 d. C.) a la cabeza de una hueste formidable de coraceros, arqueros e infantería mercenaria; pero su práctica invariable era mezclar guerra y negociaciones, y considerar la falsedad y el perjurio como los instrumentos más poderosos de la política regia. Aparentó elogiar la conducta prudente y moderada del rey de Armenia; y las repetidas afirmaciones de una amistad engañosa convencieron al confiado Tirano de dejar su persona en manos de un enemigo cruel y desleal. En medio de un banquete espléndido, fue apresado con cadenas de plata, como un honor debido a la sangre de Arsácides; y tras un breve confinamiento en la torre del Olvido, en Ecbátana, su propia daga o la de un asesino lo liberó de las miserias de la vida. El reino de Armenia fue reducido al estado de provincia persa; la administración se repartía entre un sátrapa eminente y un eunuco favorito; y Sapor marchó sin demora para sojuzgar el espíritu marcial de los iberos. Sauromaces, que reinaba en aquel país con el permiso de los emperadores, fue expulsado por una fuerza superior; y como un insulto a la majestad de Roma, el rey de los reyes puso una diadema sobre la cabeza de su abyecto vasallo Aspacuras. La ciudad de Artogerasa[674] fue el único lugar de Armenia que se atrevió a resistir los esfuerzos de su ejército. El tesoro depositado en aquella poderosa fortaleza enardeció la codicia de Sapor; pero el riesgo en el que se hallaba Olimpias, esposa o viuda del rey armenio, excitó la compasión pública y animó el valor desesperado de sus súbditos y soldados. Una salida audaz y bien organizada de los sitiados sorprendió y rechazó a los persas bajo los muros de Artogerasa. Pero las fuerzas de Sapor aumentaban y se renovaban continuamente, el valor desesperado de la guarnición se agotó, los muros cedieron al asalto y el arrogante conquistador, tras arrasar a fuego y espada la ciudad rebelde, cautivó a la desventurada reina, que en horas más auspiciosas había sido la novia destinada al hijo de Constantino.[675] Pero si bien Sapor ya había triunfado en la conquista fácil de dos reinos dependientes, pronto supo que no se acaba de sojuzgar un país, mientras el ánimo del pueblo guarde actitudes hostiles y tenaces. Los sátrapas, en quienes tuvo que confiar, aprovecharon la primera oportunidad de recuperar el afecto de sus conciudadanos y de demostrar su odio inmortal al nombre persa. Desde la conversión de los armenios y de los iberos, esas naciones consideraron a los cristianos como los favoritos, y a los magos como a los adversarios, del Ser Supremo; por la causa de Roma, el clero ejerció uniformemente su influencia sobre un pueblo supersticioso, y mientras los sucesores de Constantino se disputaban con los de Artajerjes la soberanía de las provincias intermedias, las conexiones religiosas inclinaron decisivamente la balanza a favor del Imperio. Un bando numeroso y enérgico reconoció a Para, hijo de Tirano, como el soberano legítimo de Armenia, y su derecho al trono estaba hondamente arraigado en una sucesión hereditaria de quinientos años. Con el consentimiento unánime de los iberos se dividió equitativamente el país entre los dos príncipes rivales; y Aspacuras, que debía su diadema a la elección de Sapor, tuvo que declarar que el cuidado por sus hijos, a quienes el tirano tenía como rehenes, eran el único motivo que le impedía renunciar abiertamente a la alianza con Persia. El emperador Valente, que respetaba las obligaciones del tratado y que temía involucrar a Oriente en una peligrosa guerra, intentó, con medidas lentas y cautelosas, apoyar al partido romano en los reinos de Iberia y Armenia. Doce legiones establecieron la autoridad de Sauromaces en las orillas del Ciro. El Éufrates estaba protegido por el valor de Arinteo. Un ejército poderoso, al mando del conde Trajano y de Vadomair, rey de los alamanes, fijó su campamento en los confines de Armenia. Pero se les encargó estrictamente que no iniciaran las hostilidades, porque podían entenderse como una ruptura del tratado; y tal fue la obediencia del general romano que se retiró, con una paciencia ejemplar, ante una lluvia de flechas persas, hasta que claramente adquirió un justo derecho a una victoria honorable y legítima. Pero estas acciones de guerra derivaron gradualmente en una negociación vana y tediosa. Las partes enfrentadas apoyaron sus reclamos con mutuos reproches de perfidia y ambición; y parecería que el tratado original había sido expresado en términos muy oscuros, ya que tuvieron la necesidad de apelar al testimonio parcial de los generales de las dos naciones que habían asistido a las negociaciones.[676] Las invasiones de godos y hunos, que poco después estremecieron los cimientos del Imperio Romano, expusieron las provincias asiáticas a las armas de Sapor. Pero la edad avanzada, y tal vez los achaques del monarca, sugirieron nuevas máximas de tranquilidad y moderación. Y su muerte (380 d. C.), que ocurrió en plena madurez de setenta años de reinado, cambió en un momento la corte y los consejos de Persia; y probablemente su atención se dirigió más a los problemas domésticos y a los esfuerzos lejanos de una guerra en Carmania.[677] El recuerdo de antiguas injurias se perdió con el acuerdo de paz (384 d. C.). El consentimiento mutuo, aunque tácito, de los dos imperios permitió a los reinos de Armenia e Iberia retomar su ambigua neutralidad. En los primeros años del reinado de Teodosio, llegó a Constantinopla una embajada persa para disculpar las medidas injustificables del gobierno anterior, y para ofrecer, como un tributo de amistad, o incluso de respeto, un espléndido presente de gemas, sedas y elefantes indios.[678]

En el cuadro general de los asuntos orientales bajo el reinado de Valente, las aventuras de Para son uno de los temas más sorprendentes y particulares. A instancias de su madre, Olimpias, el joven noble había escapado atravesando la hueste persa que sitiaba Artogerasa, para implorar la protección del emperador de Oriente. Para fue alternativamente respaldado, convocado, restaurado y traicionado por su medrosa actitud. La presencia de su soberano natural esperanzaba a veces a los armenios, y los ministros de Valente estaban convencidos de que preservarían la integridad de la lealtad pública, si a su vasallo no se le permitía asumir la diadema y el título de rey. Pero pronto se arrepintieron de su precipitación. Se desconcertaron ante los reproches y amenazas del monarca persa. Tuvieron razones para desconfiar del temperamento cruel e inconstante del mismo Para, que sacrificaba, ante la mínima sospecha, a sus sirvientes más leales, y mantenía una correspondencia secreta y vergonzosa con el asesino de su padre y enemigo de su país. Bajo el pretexto engañoso de acordar con el emperador sus intereses comunes, Para fue convencido de descender de las montañas de Armenia, donde su partido estaba en armas, y de confiar su independencia y su seguridad a la discreción de una corte pérfida. El rey de Armenia, ya que como tal aparecía ante sus propios ojos y ante los de su nación, fue recibido con los honores debidos por los gobernadores de las provincias que atravesaba, pero cuando llegó a Tarso, en Cilicia, su marcha fue detenida con diversos pretextos; observaban sus movimientos con una respetuosa vigilancia, y gradualmente descubrió que era un prisionero en manos de los romanos. Para ocultó su indignación, disimuló sus temores y, tras preparar en secreto su escape, cabalgó con trescientos seguidores leales. El oficial apostado a las puertas de su aposento comunicó inmediatamente la huida al consular de Cilicia, que lo alcanzó en los suburbios e intentó sin éxito disuadirlo de continuar con su imprudente y peligroso plan. Se le ordenó a una legión perseguir al fugitivo real; pero la persecución de la infantería no podía ser muy alarmante para un cuerpo de caballería ligera, y ante la primera nube de flechas arrojada al aire, se retiraron precipitadamente hasta las puertas de Tarso. Tras una marcha incesante de dos días y dos noches, Para y sus armenios alcanzaron las orillas del Éufrates; pero el pasaje del río, que debieron hacer a nado, se realizó con alguna demora y alguna pérdida. El país estaba alerta, y las dos carreteras, separadas por un espacio de sólo tres millas (4,82 km), habían sido ocupadas por mil arqueros a caballo al mando de un conde y un tribuno. Para hubiera tenido que ceder ante una fuerza superior si la llegada casual de un viajero amigo no le hubiera revelado el peligro y los medios para escapar. Un sendero oscuro y casi imperceptible condujo a salvo a las tropas armenias a través de la maleza; y Para había dejado atrás al conde y al tribuno, mientras ellos esperaban pacientemente su llegada por las carreteras públicas. Volvieron a la corte imperial para disculparse por su falta de diligencia o de éxito; y alegaron seriamente que el rey de Armenia, que era un mago habilidoso, se había transformado a sí mismo y a sus seguidores, y habían pasado ante sus ojos con una forma distinta. Cuando volvió a su reino, Para siguió profesándose amigo y aliado de los romanos; pero los romanos lo habían injuriado demasiado profundamente como para perdonarlo, y en el consejo de Valente se firmó la sentencia secreta de su muerte. La ejecución del sangriento acto fue encargada a la prudencia sutil del conde Trajano, quien tuvo el mérito de ganarse la confianza del ingenuo príncipe para encontrar la oportunidad de apuñalar su corazón. Para fue invitado a un banquete romano que había sido preparado con toda la pompa y sensualidad de Oriente; en el salón sonaba una música placentera, y los presentes ya se habían acalorado con el vino cuando el conde se retiró por un instante, desenvainó su espada y dio la señal del asesinato. Un bárbaro desaforado y robusto se precipitó inmediatamente sobre el rey de Armenia, y aunque él defendió su vida valerosamente con la primera arma que le vino a la mano, la mesa del general del Imperio se manchó con la sangre real de un huésped y un aliado (374 d. C.). Tales eran las máximas rastreras y malvadas de la administración romana que, para conseguir un objetivo dudoso de interés político, se violaban inhumanamente y ante la faz del mundo las leyes de las naciones y los derechos sagrados de la hospitalidad.[679]

V. Durante un intervalo pacífico de treinta años, los romanos aseguraron sus fronteras y los godos extendieron sus dominios. Las victorias del gran Hermanrico,[680] rey de los ostrogodos y el más noble de la alcurnia de los Amali, han sido comparadas por el entusiasmo de sus compatriotas con las hazañas de Alejandro; con esta peculiar y casi increíble diferencia: el espíritu guerrero del héroe godo, en vez de estar apoyado en el vigor de la juventud, se mostró con gloria y éxito en el último período de la vida humana, entre los ochenta y los ciento diez años. Las tribus independientes fueron persuadidas u obligadas a reconocer al rey de los ostrogodos como el soberano de la nación goda; los caudillos de los visigodos o tervingios renunciaron al título real y asumieron el nombre más humilde de jueces; y entre éstos, Atanarico, Fritigerno y Alavivo eran los más ilustres, tanto por sus méritos personales como por su cercanía con las provincias romanas. Estas conquistas domésticas, que incrementaron el poder militar de Hermanrico, aumentaron también sus ambiciosos planes. Invadió las comarcas vecinas del Norte, y doce naciones considerables, cuyos nombres y límites no pueden definirse con exactitud, cedieron sucesivamente a la superioridad de las armas godas.[681] Los hérulos, que habitaban las tierras pantanosas cercanas al lago Meotis, eran famosos por su fuerza y agilidad; y en todas las guerras de los bárbaros se solicitaba ansiosamente y se tenía en una alta estima la ayuda de su infantería ligera. Pero la perseverancia pausada y firme de los godos sojuzgó el vigoroso espíritu de los hérulos; y, tras una acción sangrienta en la que el rey fue asesinado, los restos de esa tribu guerrera pasaron a ser un provechoso refuerzo para el campamento de Hermanrico. Marchó entonces contra los venedos, inhábiles en el manejo de las armas y formidables tan sólo por su número, que ocupaban las amplias llanuras de la moderna Polonia. Los godos, que no eran inferiores en número, vencieron en la batalla por la ventaja decisiva del ejercicio y la disciplina. Tras la sumisión de los venedos, el conquistador avanzó sin resistencia hasta el límite de los estíos,[682] un pueblo antiguo cuyo nombre se conserva todavía en la provincia de Estonia. Aquellos lejanos habitantes de la costa del Báltico se sustentaban con la agricultura, se enriquecían con el comercio del ámbar, y se consagraban a la extraña religión de la Madre de los Dioses. Pero la escasez de hierro obligaba a los guerreros estíos a conformarse con garrotes de madera; y la reducción de aquel rico país se atribuye más a la prudencia que a las armas de Hermanrico. Sus dominios, que se extendían desde el Danubio hasta el Báltico, incluían el lugar de origen y las adquisiciones recientes de los godos; y reinaba en la mayor parte de Germania y Escitia con la autoridad de un conquistador, y a veces con la crueldad de un tirano. Pero dominaba una parte del mundo incapaz de perpetuar y engalanar la gloria de sus héroes. El nombre de Hermanrico casi está enterrado en el olvido; apenas se conocen sus hazañas; y los mismos romanos parecían ajenos al avance de una potencia que amenazaba la libertad del Norte y la paz del Imperio.[683]

Los godos habían adquirido una adhesión hereditaria hacia la casa imperial de Constantino, de cuyo poder y generosidad habían recibido tantas pruebas notables. Respetaban la paz pública, y si una banda hostil se atrevía a veces a traspasar el límite romano, su conducta irregular se atribuía candorosamente a la índole indómita de la juventud bárbara. Su menosprecio por los dos príncipes nuevos y desconocidos, que habían sido elevados al trono por una elección popular, despertó en los godos las esperanzas más osadas; y mientras cavilaban algún plan para unir sus fuerzas confederadas bajo un estandarte nacional,[684] se inclinaron con facilidad a adherirse al bando de Procopio y a fomentar, con su peligrosa ayuda, las discordias civiles entre los romanos. El tratado público no pudo estipular más de diez mil auxiliares; pero los jefes de los visigodos adoptaron tan afanosamente el plan, que el ejército que pasó el Danubio ascendía a treinta mil hombres.[685] Marcharon con la orgullosa confianza de que su invencible valor decidiría el destino del Imperio Romano; y las provincias de Tracia gimieron bajo el peso de unos bárbaros que ostentaban la insolencia de los amos y el desenfreno de los enemigos. Pero la incontinencia con que satisfacían sus apetitos retardaba su avance; y antes de que los godos hubieran recibido alguna noticia certera de la derrota y muerte de Procopio, percibieron, por la actitud hostil del país, que su exitoso rival había reasumido los poderes civil y militar. Una cadena de postas y fortalezas hábilmente dispuestas por Valente, o por los generales de Valente, resistió el avance, evitó la retirada e interceptó sus abastecimientos. El hambre domó la ferocidad de los bárbaros; arrojaron indignados sus armas a los pies del vencedor que les ofrecía comida y cadenas; los numerosos cautivos se distribuyeron por todas las ciudades de Oriente; y los provincianos, que pronto se familiarizaron con su apariencia salvaje, intentaron gradualmente medir sus propias fuerzas con esos formidables adversarios, cuyo nombre había sido durante tanto tiempo objeto de terror. El rey de Escitia (y sólo Hermanrico podía merecer ese altivo título) se afligió y se irritó con esta desgracia nacional. Sus embajadores protestaron enérgicamente ante la corte de Valente por la violación de la antigua y solemne alianza que existía desde hacía tanto tiempo entre los romanos y los godos. Alegaron que habían cumplido con los deberes de aliados auxiliando al pariente y sucesor del emperador Juliano; exigieron la devolución inmediata de los nobles cautivos y demandaron, muy extrañamente, que los generales godos, marchando en armas y escuadronados, tuvieran derecho al carácter sagrado y a los privilegios de embajadores. El rechazo decoroso pero perentorio a estas extravagantes demandas fue notificado a los bárbaros por Víctor, maestre general de la caballería, quien expresó, con firmeza y dignidad, las quejas fundadas del emperador de Oriente.[686] Se interrumpieron las negociaciones, y las exhortaciones varoniles de Valentiniano animaron a su tímido hermano a desagraviar la majestad insultada del Imperio.[687]

Un historiador contemporáneo[688] celebra el esplendor y la magnitud de esta guerra gótica; pero los acontecimientos apenas merecen la atención de la posteridad, excepto como los pasos preliminares de la decadencia y caída del Imperio (367-369 d. C.). En vez de guiar las naciones de Germania y Escitia hacia las orillas del Danubio, o incluso hasta las puertas de Constantinopla, el anciano monarca de los godos cedió al valeroso Atanarico los riesgos y la gloria de una guerra defensiva contra un enemigo que manejaba con mano débil el poder de un estado poderoso. Se construyó un puente de barcas sobre el Danubio; la presencia de Valente animaba a sus tropas, y su impericia militar se compensaba con su valor personal y con una sensata atención a los consejos de Víctor y Arinteo, sus maestres generales de caballería e infantería, cuya habilidad y experiencia condujeron las operaciones de la campaña. Pero les resultó imposible sacar a los visigodos de sus fuertes apostaderos en las montañas, y la devastación de las llanuras obligó a los mismos romanos a volver a cruzar el Danubio cuando se aproximaba el invierno. Las lluvias incesantes que desbordaron el río provocaron una tregua tácita y confinaron al emperador Valente, por todo el verano siguiente, en su campamento de Marcianópolis. El tercer año de la guerra fue más favorable para los romanos y más pernicioso para los godos. La interrupción del comercio privó a los bárbaros de los objetos de lujo, que ya confundían con las necesidades de la vida; y la desolación de una gran extensión de campo los amenazaba con los horrores del hambre. Atanarico se vio inducido, o fue obligado, a arriesgarse en una batalla que perdió; y la persecución se hizo más sangrienta por la cruel precaución de los generales victoriosos, que habían prometido una gran compensación por la cabeza de cada godo que fuera llevada al campamento imperial. La sumisión de los bárbaros apaciguó la ira de Valente y de su consejo; el emperador escuchó con satisfacción la manifestación halagadora y elocuente del Senado de Constantinopla, que por primera vez asumió una parte en las deliberaciones públicas; y los mismos generales, Víctor y Arinteo, que habían conducido exitosamente la guerra, fueron los apoderados para pactar las condiciones de la paz. La libertad de comercio de la que antes habían disfrutado los godos quedó reducida a dos ciudades del Danubio; la temeridad de sus caudillos fue severamente penada con la cesación de sus pensiones y subsidios; y la excepción, que fue estipulada sólo en favor de Atanarico, fue más ventajosa que honorable para el juez de los visigodos. Atanarico, que en esta ocasión estuvo más atento a su interés privado, sin esperar las órdenes de su soberano, mantuvo su propia dignidad y la de su tribu en la entrevista personal que fue propuesta por los ministros de Valente. Insistió en declarar que era imposible para él, sin incurrir en perjurio, poner un pie en el territorio del Imperio; y es más que probable que su respeto hacia la santidad de un juramento procediera de los ejemplos recientes y fatales de la traición romana. El Danubio, que separaba los dominios de las dos naciones independientes, fue elegido como escenario de la conferencia. El emperador de Oriente y el juez de los visigodos, acompañados por un número igual de escoltas armados, avanzaron en sus respectivos bajeles hasta el centro del río. Tras la ratificación del tratado y la entrega de rehenes, Valente volvió en triunfo a Constantinopla, y los godos permanecieron en un estado de tranquilidad durante aproximadamente seis años, hasta que fueron impulsados con violencia contra el Imperio Romano por una hueste innumerable de escitas que parecían manar de las regiones heladas del Norte.[689]

El emperador de Occidente, que había cedido a su hermano el mando del bajo Danubio, reservó para su propio cuidado la defensa de las provincias de Recia e Iliria, que se extendían cientos de millas a lo largo de los ríos más caudalosos de Europa. La activa política de Valentiniano se ocupaba continuamente de sumar nuevas fortificaciones para resguardar su frontera; pero el abuso de esta estrategia provocó el justo enfurecimiento de los bárbaros. Los cuados se quejaron de que el terreno que se había marcado para una futura fortaleza estaba dentro de su territorio, y expusieron sus motivos con tanta sensatez y moderación que Equicio, maestre general de Iliria, consintió en suspender la obra hasta haberse informado más claramente de la voluntad de su soberano. El inhumano Maximino, prefecto, o más bien tirano de la Galia, aprovechó rápidamente esta oportunidad de injuriar a un rival y mejorar la suerte de su hijo. Valentiniano estaba impaciente, y escuchó con credulidad las afirmaciones de su favorito acerca de que si el gobierno de Valeria y la dirección de los trabajos fueran encargados al afán de su hijo Marcelino, el emperador ya no sería importunado con las audaces protestas de los bárbaros. Los súbditos de Roma y los nativos de Germania se sentían insultados por la arrogancia de un ministro joven e indigno que consideraba su rápido ascenso como la prueba y la recompensa de su mérito superior. Sin embargo, simuló recibir con atención y respeto la modesta solicitud de Gabinio, rey de los cuados; pero esta urbanidad artera encubría un plan oscuro y sangriento, y se logró convencer al ingenuo príncipe de que aceptara la invitación apremiante de Marcelino. No acierto a variar el relato de crímenes similares, ni a referir que en el transcurso del mismo año, pero en partes distantes del Imperio, la mesa inhóspita de dos generales romanos se manchó con la sangre real de dos huéspedes y aliados, asesinados inhumanamente por su orden y en su presencia. La suerte de Gabinio y la de Para fueron idénticas; pero la muerte cruel de su soberano afectó de una manera muy distinta el temperamento servil de los armenios y el espíritu libre y osado de los germanos. Los cuados estaban muy por debajo de aquel formidable poder que en tiempos de Marco Antonino había propagado el terror hasta las puertas de Roma. Pero aún poseían armas y un valor animado por la desesperación, y obtuvieron los refuerzos habituales de la caballería de sus aliados sármatas. El homicida Marcelino fue tan incauto que eligió el momento en que los veteranos más valerosos se habían alejado para suprimir la rebelión de Firmo; y toda la provincia quedó expuesta, con una defensa muy débil, a la ira de los bárbaros enfurecidos. Invadieron Panonia en la temporada de cosecha; destruyeron sin piedad todo lo que no pudieron transportar fácilmente e ignoraron o bien demolieron las fortalezas vacías. La princesa Constancia, hija del emperador Constancio y nieta del gran Constantino, apenas pudo escapar. La doncella real, que había apoyado inocentemente la rebelión de Procopio, era ahora la prometida del heredero del Imperio occidental. Cruzaba la pacífica provincia con un séquito espléndido y desarmado. El afán diligente de Mesala, gobernador de las provincias, la salvó a ella del peligro, y a la república, de la desgracia. En cuanto se enteró de que la aldea en la que ella se había detenido sólo para comer estaba cercada por los bárbaros, la ubicó apresuradamente en su propio carruaje y corrió a toda velocidad hasta alcanzar las puertas de Sirmio, que estaba a veintiséis millas (41,84 km). Ni siquiera Sirmio hubiera sido segura si los cuados y sármatas hubieran avanzado durante la consternación general de los magistrados y el pueblo. Esa tardanza dio a Probo, el prefecto del pretorio, tiempo suficiente para volver en sí y para alentar el valor de los ciudadanos. Orientó sus vigorosos esfuerzos hábilmente para reparar y reforzar las fortificaciones y conseguir la ayuda oportuna y eficaz de una compañía de arqueros que protegieran la capital de las provincias ilirias. Frustrados en su avance contra las murallas de Sirmio, los bárbaros airados volvieron sus armas contra el maestre general de la frontera, a quien atribuían injustamente el asesinato de su rey. Equicio sólo pudo sacar dos legiones al campo de batalla, pero contenían las fuerzas veteranas de los cuerpos de Mesia y Panonia. La obstinación con que se disputaban los vanos honores del rango y el privilegio fue la causa de su destrucción, y mientras actuaban con fuerzas separadas y consejos distintos, fueron sorprendidos y masacrados por el vigor de la caballería sármata. El éxito de esta invasión generó la emulación de las tribus linderas, y la provincia de Mesia se hubiera perdido infaliblemente si el joven Teodosio, duque o comandante militar de la frontera, no hubiera demostrado, con la derrota del enemigo público, un genio intrépido digno de su ilustre padre y de su futura grandeza.[690]

El ánimo de Valentiniano, que entonces residía en Tréveris, se vio profundamente afectado por las calamidades de Iliria, pero lo avanzado de la estación suspendió la ejecución de sus planes hasta la primavera siguiente (375 d. C.). Marchó personalmente, con una parte considerable de las fuerzas de la Galia, desde las orillas del Mosela; y a los embajadores suplicantes de los sármatas, que salieron a su encuentro, les contestó con ambigüedad que en cuanto llegara al sitio de las operaciones evaluaría la situación y se pronunciaría. Cuando llegó a Sirmio, concedió una audiencia a los diputados de las provincias ilirias, que celebraron ruidosamente su propia felicidad bajo el auspicioso gobierno de Probo, su prefecto pretoriano.[691] Valentiniano, halagado con aquellas muestras de lealtad y agradecimiento, preguntó indiscretamente al diputado del Epiro, un filósofo cínico de osada sinceridad,[692] si la provincia había deseado enviarlo libremente. Ificles respondió: «Me envía un pueblo reacio, con lágrimas y gemidos». El emperador enmudeció, pero la impunidad de sus ministros estableció la perniciosa máxima de que ellos podían oprimir a sus súbditos sin deshonrar sus servicios. Una investigación estricta de su conducta hubiera aliviado el descontento público. La severa condena del asesinato de Gabinio era la única medida que hubiera podido restablecer la confianza de los germanos y reivindicar el honor del nombre romano. Pero el altanero monarca era incapaz de la magnanimidad de reconocer una falta. Olvidó la provocación, sólo recordó la injuria, y se internó en el país de los cuados con una sed insaciable de sangre y venganza. La devastación extrema y la matanza promiscua de una guerra salvaje estaban justificadas a los ojos del emperador, y tal vez ante los del mundo, por la equidad cruel de la represalia;[693] y tal era la disciplina de los romanos y el terror de los enemigos, que Valentiniano volvió a cruzar el Danubio sin perder un solo hombre. Como había resuelto destruir por completo a los cuados en una segunda campaña, estableció sus cuarteles de invierno en Bregecio, sobre el Danubio, junto a la ciudad húngara de Presburgo. Mientras la severidad del tiempo aplazaba las operaciones de guerra, los cuados hicieron un humilde intento por aplacar la cólera de su conquistador, y gracias a la persuasión eficaz de Equicio, sus embajadores fueron recibidos en el consejo imperial. Se acercaron al trono encorvados y con el rostro abatido, y, sin osar quejarse por el asesinato de su rey, afirmaron con juramentos solemnes que la última invasión era el crimen de algunos ladrones rebeldes, a quienes el consejo público de la nación condenaba y aborrecía. La respuesta del emperador no les dio demasiadas esperanzas sobre su clemencia o compasión. Denigró en los términos más ultrajantes su vileza, ingratitud e insolencia. Sus ojos, su voz, su color, sus gestos expresaban la violencia de su furia ingobernable, y mientras todo su cuerpo se agitaba con una pasión convulsiva, se le reventó repentinamente una arteria, y Valentiniano cayó boquiabierto en los brazos de sus asistentes. Con devoto cuidado, ocultaron a la muchedumbre la situación, pero a los pocos minutos el emperador de Occidente murió tras una agonía dolorosa, consciente hasta el final y luchando sin éxito por manifestar su voluntad a los generales y ministros que rodeaban el diván imperial (17 de noviembre de 375 d. C.). Valentiniano tenía alrededor de cincuenta y cuatro años, y sólo le faltaban cien días para cumplir los doce años de su reinado.[694]

Un historiador eclesiástico[695] afirma seriamente la poligamia de Valentiniano. Comento la fábula: «La emperatriz Severa admitió darle a la adorable Justina, hija de un gobernador italiano, un trato familiar; y expresó su admiración por esos encantos desnudos que veía a menudo en el baño con tan abundantes e imprudentes elogios que el emperador se vio tentado a introducir una segunda esposa en su cama, y extendió a todos los súbditos del Imperio, en un edicto público, el mismo privilegio doméstico que había asumido para sí». Pero podemos estar seguros, tanto por la evidencia de la razón como por la de la historia, de que los dos matrimonios de Valentiniano —con Severa y con Justina— fueron sucesivos, y que usó el antiguo permiso del divorcio, que aún estaba vigente en las leyes, aunque la Iglesia lo condenaba. Severa era la madre de Graciano, quien parecía unir todos los derechos que podían hacerlo acreedor indudable a la sucesión del Imperio occidental. Era el primogénito de un monarca cuyo glorioso reinado había sido confirmado por la elección libre y honorífica de sus compañeros. Antes de los nueve años, el joven real recibió de manos de su cariñoso padre la púrpura y la diadema, con el título de Augusto; los ejércitos de la Galia[696] ratificaron solemnemente esta elección con su consentimiento y aplauso; y en todos los acuerdos legales del gobierno romano se agregó el nombre de Graciano a los de Valentiniano y Valente. Con su matrimonio con la nieta de Constantino, el hijo de Valentiniano adquirió todos los derechos hereditarios de la familia Flavia, que en una serie de tres generaciones imperiales fueron santificados por el tiempo, la religión y la reverencia del pueblo. Cuando murió su padre, el joven real tenía diecisiete años, y sus virtudes ya justificaban la opinión favorable del ejército y del pueblo. Graciano residía sin temores en el palacio de Tréveris cuando a cientos de millas de distancia falleció repentinamente Valentiniano en el campamento de Bregecio. Las pasiones, aplacadas durante tanto tiempo por la presencia de un soberano, revivieron inmediatamente en el consejo imperial; y Melobaudes y Equicio, que contaban con la adhesión de los cuerpos ilirios e italianos, ejecutaron arteramente el plan ambicioso de reinar en nombre de un niño. Idearon los pretextos más honrosos para descartar a los líderes populares y a las tropas de la Galia que pudieran reclamar el derecho a una sucesión legítima; mostraron la necesidad de que los enemigos extranjeros y domésticos abandonaran toda esperanza con una medida audaz y decisiva. Invitaron respetuosamente a la emperatriz Justina, que se hallaba en un palacio a aproximadamente cien millas (160,93 km) de Bregecio, para que apareciera en el campamento con el hijo del difunto emperador. A los seis días de la muerte de Valentiniano, mostraron ante las legiones al niño príncipe del mismo nombre, que sólo tenía cuatro años, en brazos de su madre; y con aclamaciones militares, lo invistieron solemnemente con los títulos e insignias del poder supremo. La conducta moderada y sensata del emperador Graciano previno oportunamente los inminentes peligros de una guerra civil. Aceptó con placer la elección del ejército, manifestó que siempre consideraría al hijo de Justina como un hermano, no como un rival, y aconsejó a la emperatriz que estableciese, con su hijo Valentiniano, su residencia en Milán, en la hermosa y pacífica provincia de Italia, mientras él asumía el mando, más arduo, de los países más allá de los Alpes. Graciano disimulaba su resentimiento hasta que pudiera castigar o deshonrar sin peligro a los autores de la conspiración, y aunque se mostró siempre atento y cariñoso hacia su colega infante, gradualmente mezcló, en la administración del Imperio occidental, el cargo de tutor con la autoridad de un soberano. El gobierno del mundo romano se ejercía con los nombres unidos de Valente y sus dos sobrinos; pero el débil emperador de Oriente, que heredó la jerarquía de su hermano mayor, nunca tuvo ningún peso o influencia en los consejos de Occidente.[697]