XXIX

DIVISIÓN DEFINITIVA DEL IMPERIO ROMANO ENTRE LOS HIJOS DE TEODOSIO - REINADO DE ARCADIO Y HONORIO - GOBIERNO DE RUFINO Y DE ESTILICÓN - REBELIÓN Y DERROTA DE GILDO EN ÁFRICA

El genio de Roma murió con Teodosio, último sucesor de Augusto y de Constantino que encabezó sus ejércitos en el campo de batalla, y cuya autoridad era reconocida en todos los ámbitos del Imperio. Sin embargo, el eco de sus virtudes seguía protegiendo la endeble e inexperta juventud de sus dos hijos. Tras la muerte del padre, Arcadio y Honorio fueron proclamados, por unánime consentimiento, emperadores legítimos de Oriente y Occidente (17 de enero de 395 d. C.), y todas las clases del Estado, los senadores de la antigua y nueva Roma, el clero, los magistrados, los soldados y el pueblo, hicieron de buen grado voto de fidelidad. Arcadio, que entonces tenía dieciocho años, había nacido en Hispania, en la casa humilde de una familia común, pero recibió la educación de un príncipe en el palacio de Constantinopla, y pasó su vida sin gloria en esa tranquila y pacífica residencia imperial, desde donde aparentemente reinó sobre las provincias de Tracia, Asia Menor, Siria y Egipto, desde el bajo Danubio hasta los confines de Persia y de Etiopía. Su hermano menor, Honorio, a los once años de edad, asumió nominalmente el gobierno de Italia, África, Hispania, la Galia y Britania; y las tropas que protegían su Imperio se enfrentaban por un lado con los caledonios y por otro con los moros. La gran prefectura de Iliria estaba dividida entre ambos príncipes: la defensa y posesión de las provincias de Nórico, Panonia y Dalmacia seguían perteneciendo al Imperio de Occidente, pero las dos vastas diócesis de Dacia y Macedonia, que Graciano había confiado al valor de Teodosio, quedaron para siempre incorporadas al Imperio de Oriente. La frontera en Europa no difería mucho de la que hoy separa a los germanos de los turcos; y las ventajas respectivas de territorio, riquezas, población y fuerza militar se equilibraron en esta división definitiva y permanente del Imperio Romano. El cetro hereditario de los hijos de Teodosio parecía ser un regalo de la naturaleza y de su padre: los generales y los ministros se habían acostumbrado a idolatrar la majestad de los niños de la realeza, y no se recordó al pueblo ni al ejército sus derechos y su poder por el peligroso ejemplo de una elección reciente. El paulatino descubrimiento de la debilidad de Arcadio y de Honorio, y las calamidades reiteradas de su reinado no alcanzaron para borrar la primera e intensa impresión de lealtad. Los ciudadanos de Roma, que aún veneraban a sus soberanos, o más bien, sus nombres, aborrecían de la misma manera a los rebeldes que se oponían a la autoridad del trono y a los ministros que abusaban de ella.

Teodosio había mancillado la gloria de su reino al elevar el rango de Rufino, un favorito odioso a quien todos los sectores atribuían, en un siglo de disenso civil y religioso, todo género de delitos. Movido por su ambición y su codicia,[1049] abandonó su patria nativa, un oscuro rincón de la Galia,[1050] para prosperar en la capital de Oriente: su poder de oratoria[1051] le permitió triunfar en el lucrativo terreno de las leyes, y gracias a ello pudo aspirar a los empleos más importantes y honorables del Estado (386-395 d. C.). Ascendió gradualmente hasta el cargo de ministro del palacio y, en el desempeño de sus diversas funciones, relacionadas con todo el sistema del gobierno civil, se fue ganando la confianza de un monarca que pronto descubrió su diligencia y capacidad para los negocios, sin advertir el orgullo, la maldad y la avaricia de su carácter. Ocultaba estos vicios con gran disimulo,[1052] pues sus emociones estaban siempre a disposición de las inclinaciones de su amo. Sin embargo, en la horrorosa masacre de Tesalónica, el cruel Rufino incentivó la furia de Teodosio, pero no imitó su arrepentimiento. El ministro, que miraba con soberbia indiferencia al resto de la humanidad, jamás perdonó ni un asomo de agravio y, según su opinión, sus enemigos personales habían perdido el derecho de merecer cargos públicos. Promotus, general de infantería, había salvado el Imperio de la invasión de los ostrogodos, pero le indignaba la preeminencia de un rival cuyo carácter y profesión despreciaba; y en medio de un consejo público, el impaciente soldado fue incitado a castigar con una bofetada el indecente engreimiento del favorito. Este acto de violencia fue presentado al emperador como un insulto que su dignidad debía castigar. El exilio y la deshonra de Promotus se difundieron a través de una orden terminante de acudir sin demora a un puesto militar a orillas del Danubio, y la muerte de aquel general (aunque ocurrió en una escaramuza con los bárbaros) fue imputada a la alevosía de Rufino.[1053] El sacrificio de un héroe sació su venganza, los honores del consulado aumentaron su vanidad, pero su poderío seguiría siendo imperfecto y precario mientras las prefecturas de Oriente y de Constantinopla estuvieran en manos de Taciano[1054] y de su hijo Próculo, cuya autoridad conjunta contrarrestó por algún tiempo la ambición y el favoritismo del ministro del palacio. Los dos prefectos fueron acusados de saqueo y de cohecho en la administración de la justicia y de la economía, y para procesar a delincuentes tan ilustres, el emperador nombró una comisión especial: se incluyeron varios jueces para que compartieran el cargo y afrenta de la injusticia, pero se reservó el derecho de pronunciar la sentencia al presidente, que era el mismo Rufino. El padre, depuesto de la prefectura de Oriente, fue enviado a una mazmorra; pero el hijo, consciente de que no era posible sincerarse ante un juez enemigo, había escapado en secreto, y Rufino habría tenido que conformarse con la víctima menos odiada si el despotismo no se hubiera valido de los ardides más ruines y mezquinos. La causa se manejó aparentemente con tanta equidad y moderación, que Taciano se ilusionó con una resolución favorable. Su confianza se incrementó con las solemnes protestas y los falsos juramentos del presidente, quien llegó a interponer el nombre sagrado del mismo Teodosio, y finalmente persuadieron al desdichado padre para que llamase, por medio de una carta privada, al fugitivo Próculo, quien fue capturado inmediatamente. Luego lo examinaron, lo condenaron y lo decapitaron en uno de los suburbios de Constantinopla, tan rápidamente que frustraron la clemencia del emperador. Sin consideración alguna por la desdicha de un senador consular, los crueles jueces obligaron a Taciano a presenciar la ejecución de su hijo: tenía la cuerda fatal atada al cuello, pero, cuando él esperaba, y tal vez deseaba, el alivio de una muerte rápida, se le permitió pasar el miserable resto de su vejez en el destierro y la pobreza.[1055] El castigo de los dos prefectos podría ser disculpado por los deslices de su propia conducta, y el encono de Rufino podría justificarse mediante la naturaleza celosa e insociable de la ambición. Pero sació su espíritu de venganza, tan desatinada como injusta, al quitarle a Licia, la patria de sus víctimas, la jerarquía de provincia romana, al manchar a un pueblo inocente con aquella afrenta, y al declarar que los compatriotas de Taciano y Próculo quedaban para siempre inhabilitados para ejercer cualquier empleo honorífico o conveniente en el gobierno imperial.[1056] El nuevo prefecto de Oriente (pues Rufino inmediatamente reemplazó a su adversario) no tuvo que abandonar sus costumbres delictivas para cumplir con sus obligaciones religiosas, que se consideraban en aquel siglo esenciales para la salvación. En el suburbio de Calcedonia llamado la Encina se había construido una ostentosa residencia, a la cual añadió una iglesia majestuosa, consagrada a los apóstoles San Pedro y San Pablo, y santificada continuamente con las plegarias y penitencias de un grupo asiduo de monjes. Se convocó a un numeroso sínodo de los obispos de Oriente, prácticamente general, para celebrar al mismo tiempo la consagración de la iglesia y el bautismo del fundador. Ambas ceremonias se llevaron a cabo con una pompa extraordinaria, y cuando Rufino fue purificado, en la sagrada fuente, de todos los pecados que había cometido hasta entonces, un venerable ermitaño de Egipto se ofreció precipitadamente como padrino de un ministro engreído y ambicioso.[1057]

El carácter de Teodosio obligó al ministro a adoptar la hipocresía, que encubría, y a veces refrenaba, el abuso de poder. Y Rufino temía perturbar el sueño indolente de un príncipe que aún era capaz de ejercer las habilidades y virtudes que lo habían elevado al trono.[1058] Pero la ausencia, e inmediatamente después la muerte del emperador, confirmaron la total autoridad de Rufino sobre Arcadio y sus dominios, ya que era un joven frágil que el tiránico prefecto consideraba su discípulo más que su soberano. Sin importarle la opinión pública, daba rienda suelta a sus emociones sin remordimiento, y su ánimo malvado y voraz rechazaba todos los impulsos que podrían haber contribuido a su propia gloria o a la dicha del pueblo. Su codicia,[1059] que al parecer predominaba en su mente corrupta sobre todas las demás pasiones, fue atesorando todas las riquezas de Oriente con toda clase de extorsiones más o menos generales o parciales: impuestos opresivos, escandalosos sobornos, multas desmedidas, confiscaciones injustas, testamentos falsos o forzosos, por los cuales el tirano despojaba a los hijos de extranjeros o enemigos de su legítima herencia, y la venta pública de la justicia y los privilegios en el mismo palacio de Constantinopla. Todos los aspirantes ambiciosos estaban dispuestos a sacrificar lo mejor de su patrimonio por los honores y los ingresos de un gobierno provincial; y así, la vida y la hacienda de los desdichados ciudadanos quedaban en manos del mejor postor; y la insatisfacción pública solía aplacarse castigando a algún delincuente impopular, cuya pena sólo beneficiaba al prefecto de Oriente, su cómplice y su juez. Si la codicia no cegase tanto al hombre, los móviles de Rufino atraerían nuestra curiosidad, y nos detendríamos a examinar con qué finalidad violaba todos los principios de humanidad y justicia para acumular esos inmensos tesoros que no podía disfrutar sensatamente ni poseer sin peligro. Tal vez imaginara que trabajaba por los intereses de su única hija, a quien trataba de relacionar con su discípulo y de conferirle la venerable jerarquía de emperatriz de Oriente. Tal vez se engañara a sí mismo creyendo que su codicia era el instrumento de su ambición. Aspiraba a colocar su fortuna sobre una base sólida e independiente, al resguardo de los caprichos del joven emperador, pero no supo ganarse el ánimo del pueblo y de los soldados con una generosa distribución de esas riquezas que había adquirido con tanto esfuerzo y desenfreno. La extrema mezquindad de Rufino le trajo solamente la reprobación y la envidia por la riqueza mal habida, pues sus criados lo servían sin ningún apego y el odio universal era reprimido por el temor servil. El destino de Luciano proclamó a Oriente que el prefecto, ya menos eficaz en su desempeño, conservaba todo su desvelo en el logro de sus venganzas. Luciano, el hijo del prefecto Florencio, opresor de la Galia y enemigo de Juliano, había utilizado una parte considerable de su herencia, producto del saqueo y de la corrupción, para obtener la amistad de Rufino y el cargo jerárquico de conde de Oriente. Pero el nuevo magistrado tuvo la imprudencia de transgredir las reglas del palacio y de su tiempo, humilló a su benefactor al contraponer su virtuoso desempeño, y se atrevió a rechazar un acto de injusticia que podría haber sido beneficioso para el tío del emperador. Entonces Arcadio fue fácilmente persuadido para que desagraviase el supuesto insulto, y el prefecto de Oriente se encargó personalmente de la cruel venganza que estaba ideando contra aquel ingrato subalterno. Recorrió con prisa y sin detenerse el trayecto de setecientas u ochocientas millas (de 960 a 1100 km) que separaba Constantinopla de Antioquía, entró en la capital de Siria en plena noche y provocó consternación en los pobladores, que ignoraban su plan pero conocían su temperamento. El conde de quince provincias de Oriente fue arrastrado, como el delincuente más infame, ante el tribunal de Rufino. A pesar de su cabal integridad, que ni siquiera fue sometida a acusación alguna, Luciano fue condenado, casi sin proceso judicial, a padecer un castigo cruel y vergonzoso. Los ministros del tirano, por su orden y en su presencia, le pegaron en la nuca con unas correas de cuero cargadas con plomo en el extremo; y cuando se desvaneció bajo los gritos de dolor, se lo llevaron en una litera cerrada para ocultar su agonía a los ojos de un pueblo indignado. Apenas terminó con este acto inhumano, que era el único objeto de su expedición especial, Rufino regresó, entre las maldiciones calladas y recónditas de un pueblo aterrorizado, de Antioquía a Constantinopla, acelerando el viaje con la esperanza de celebrar sin demoras la boda de su hija con el emperador de Oriente.[1060]

Pero Rufino enseguida advirtió que un ministro prudente debe mantener a su discípulo real atrapado por los vínculos poderosos, aunque invisibles, de la costumbre, y que todo mérito, y mucho más el favoritismo, se van borrando en poco tiempo de la mente de un soberano frágil y caprichoso. Mientras el prefecto saciaba su venganza en Antioquía, una conspiración secreta de los eunucos favoritos, y encabezada por el gran chambelán Eutropio, socavó su poderío palaciego. Descubrieron que Arcadio no amaba a la hija de Rufino, escogida como su novia sin su propio consentimiento, e idearon colocar en su lugar a la bella Eudoxia, hija de Bauto,[1061] general de los francos al servicio de Roma, educada desde la muerte de su padre, con la familia de los hijos de Promotus. El joven emperador, cuya castidad había estado estrictamente resguardada por el desvelo de su tutor Arsenio,[1062] quedó entrañablemente cautivado por las descripciones elogiosas y astutas sobre los encantos de Eudoxia; fijaba ansiosamente la vista en su retrato, y entendió que debía ocultarle sus planes amorosos a un ministro extremadamente interesado en oponerse a la consumación de su felicidad. Poco después del regreso de Rufino, se anunció la inminente boda real al pueblo de Constantinopla, que se preparó para festejar con falsas aclamaciones la dicha de aquella hija (27 de abril de 395 d. C.). Una impresionante comitiva de eunucos y cortesanos salió de las puertas del palacio, en una pompa nupcial, ostentando en alto la diadema, la vestimenta y los adornos preciosos de la futura emperatriz. La solemne procesión atravesó las calles de la ciudad, ataviadas con guirnaldas y llenas de espectadores; pero cuando llegó a la casa de los hijos de Promotus, el eunuco principal entró con respeto a la mansión, vistió a la bella Eudoxia con el manto imperial, y la condujo triunfalmente al palacio y al lecho de Arcadio.[1063] La reserva y el éxito con que se manejó la conspiración contra Rufino lo ridiculizó para siempre por haberse dejado burlar estando justamente en un puesto donde el engaño y el disimulo constituyen el mérito más distintivo. En medio de su indignación y su temor, estuvo reflexionando sobre la victoria del ambicioso eunuco, que había cautivado en secreto la preferencia del soberano, y sobre la deshonra de su hija, cuyos intereses se hallaban inseparablemente unidos a los suyos. Así quedó herido el cariño o, al menos, el orgullo de Rufino. Mientras se deleitaba pensando que iba a encabezar un linaje de reyes, una joven extraña y educada en casa de sus implacables enemigos era introducida en el lecho imperial. Y además, en poco tiempo, Eudoxia exhibió una superioridad intelectual y espiritual que le permitió mejorar la influencia que su belleza debía ejercer en el ánimo de un marido joven y enamorado. El emperador se vio forzado a odiar, temer y destruir al súbdito poderoso que él había agraviado; y Rufino, consciente de sus responsabilidades, perdió toda esperanza de seguridad y consuelo en el futuro retiro de su vida privada. Pero todavía tenía en sus manos los medios más efectivos para defender su cargo, y tal vez para oprimir a sus enemigos. El prefecto aún ejercía una autoridad absoluta sobre el gobierno civil y militar de Oriente; y si se decidía a utilizar sus tesoros, era posible obtener los instrumentos adecuados para la ejecución de las ideas más oscuras que la soberbia, la ambición y la venganza podían sugerir a un funcionario desesperado. El carácter de Rufino parecía justificar las acusaciones de haber conspirado contra la persona de su soberano para ocupar el trono vacante, y de haber llamado secretamente a los hunos y a los godos para que invadiesen las provincias del Imperio para incrementar la confusión pública. El sagaz prefecto, que había pasado su vida en medio de intrigas palaciegas, combatió con las mismas armas las artimañas del eunuco Eutropio, pero el alma temerosa de Rufino se estremeció ante la hostil llegada de otro rival más imponente, el extraordinario Estilicón, general, o más bien amo, del Imperio de Occidente.[1064]

Estilicón disfrutó del don celestial —que logró Aquiles y envidiaba Alejandro— de un poeta digno de aclamar las acciones de los héroes. Y lo hizo en mucha mayor medida de la que podía esperarse por la decadencia en que se hallaban el genio y el arte. La musa de Claudiano,[1065] rendida a su voluntad, siempre estaba preparada para humillar a sus adversarios, Rufino y Eutropio, con la deshonra eterna, o para pintar con espléndidos colores las victorias y las virtudes de un poderoso benefactor. Al reseñar un período del que existen pocos materiales auténticos, tenemos que acudir, para historiar el reinado de Honorio, a los insultos o elogios de un escritor contemporáneo; pero como Claudiano aparentemente disfrutó con holgura de los derechos de poeta y de cortesano, debemos obrar con espíritu crítico para traducir el lenguaje de la ficción o exageración en la veracidad y la simpleza de la prosa histórica. Su silencio acerca de la familia de Estilicón comprueba que el interesado no podía ni quería jactarse de una larga serie de antepasados ilustres; y la ligera mención de su padre, oficial de la caballería bárbara, parece apoyar la opinión de que el general que comandó durante tanto tiempo los ejércitos de Roma descendía de la raza salvaje y traidora de los vándalos.[1066] Si Estilicón no hubiera contado con las ventajas exteriores de la fuerza y la estatura, el poeta más adulador no se habría atrevido, en presencia de tantos testigos, a afirmar que superaba a los semidioses de la Antigüedad, y que cada vez que se movía con altivez por las calles de la capital, una multitud asombrada abría paso al extranjero, que aun en su esfera privada ostentaba la increíble majestad de un héroe. Desde niño se dedicó a la carrera de las armas. Por su prudencia y su valor, muy pronto se destacó en el campo de batalla. Los jinetes y arqueros de Oriente admiraban su destreza, y en cada peldaño de sus ascensos militares, la opinión pública anticipaba y aplaudía siempre la elección del soberano. Teodosio lo designó para ratificar un solemne tratado con el monarca de Persia, y en esa importante misión, realzó la dignidad del nombre romano. Cuando regresó a Constantinopla, sus méritos fueron recompensados con una alianza íntima y honorífica con la familia imperial. Movido por un cariño fraternal, Teodosio adoptó como propia a la hija de su hermano Honorio, la corte complaciente admiró la belleza y las capacidades de Serena,[1067] y Estilicón pasó a ser el favorito entre una multitud de rivales que ambiciosamente disputaban la mano de la princesa y la preferencia del padre adoptivo.[1068] Convencido el emperador de que el esposo de Serena sería fiel al trono, al que estaba autorizado a acercarse, exaltó la fortuna y empleó el talento del perspicaz e intrépido Estilicón. Éste fue ascendiendo de general de caballería y conde de los domésticos a la suprema categoría de general de caballería e infantería de todo el Imperio Romano, o al menos el de Occidente.[1069] Sus enemigos confesaron que jamás vendió por dinero los galardones del mérito, ni negó a los soldados su salario y las gratificaciones que merecían o pretendían de los agasajos del gobierno[1070] (385-408 d. C.). El valor y la conducta que demostró luego en defensa de Italia contra las armas de Alarico y Radagaiso podrían justificar la fama de sus primeras hazañas; y en un siglo que tenía menos en cuenta las leyes del honor o del orgullo, es posible que los generales romanos cedieran la preeminencia del rango a la influencia del genio superior.[1071] Lamentó y vengó el asesinato de Promotus, su amigo y rival; y el poeta describe la matanza de varios miles de bastarnos fugitivos como un sacrificio sangriento que el Aquiles romano ofrendó al espíritu de otro Patroclo. Todas esas virtudes y victorias de Estilicón merecían el odio de Rufino; y sus calumnias habrían tenido éxito si la tierna Serena no hubiera estado alerta para proteger a su marido de sus enemigos domésticos, mientras éste derrotaba a sus adversarios en el campo de batalla en defensa del Imperio.[1072] Teodosio siguió sosteniendo a un ministro despreciable, en cuya diligencia delegó el gobierno del palacio y de Oriente. Pero cuando marchó contra el tirano Eugenio, se unió al fiel general para los esfuerzos y glorias de la guerra civil; y en los últimos instantes de su vida, el monarca agonizante encomendó a Estilicón el cuidado de su hijo y de la República.[1073] La ambición y el talento de Estilicón estaban a la altura de esa misión tan importante, y reclamó la tutoría de ambos imperios mientras Arcadio y Honorio fueran menores de edad.[1074] La primera medida de su administración, o más bien de su reinado, mostró a las naciones el vigor y la actividad de un espíritu digno del mando. Atravesó los Alpes en pleno invierno, bajó por la corriente del Rin, desde la fortaleza de Basilea hasta los pantanos de Batavia, supervisó el estado de las guarniciones militares, reprimió las acciones de los germanos y, después de decretar en esas márgenes una paz firme y honorífica, regresó con asombrosa velocidad al palacio de Milán.[1075] Honorio y su corte estaban sometidos al general de Occidente; y los ejércitos y provincias de Europa obedecían sin dudar a una autoridad regular, ejercida en nombre del joven soberano. Sólo quedaban dos rivales para disputar las pretensiones y provocar la venganza de Estilicón. En África, el moro Gildo mantenía una arrogante y peligrosa independencia; y el ministro de Constantinopla afirmaba su reinado sobre el emperador y el Imperio de Oriente.

La imparcialidad que Estilicón profesaba como tutor común de Arcadio y Honorio lo llevó a dividir equitativamente las armas, las joyas, y los majestuosos muebles y vestidos del difunto emperador.[1076] Pero el objeto principal de la herencia consistía en las numerosas legiones, cohortes y escuadrones romanos o bárbaros que la guerra civil había unido bajo el dominio de Teodosio. Las multitudes de Europa y de Asia, perturbadas por hostilidades recientes, estaban sometidas a la autoridad de un solo hombre, y la estricta disciplina de Estilicón protegía la tierra de los ciudadanos contra los saqueos de los descontrolados soldados.[1077] Sin embargo, ansioso e impaciente por aliviar a Italia de aquel temible ejército, que sólo podía ser útil en las fronteras del Imperio, aceptó el pedido del ministro de Arcadio y declaró su intención de volver a conducir personalmente las tropas de Oriente, utilizando ingeniosamente el rumor de un tumulto entre los godos para ocultar sus intenciones de ambición y de venganza.[1078] El espíritu culpable de Rufino se alarmó ante la llegada de un guerrero y de un rival cuya enemistad se había ganado. Consideraba con creciente terror que le quedaba poco tiempo de esa vida y poderío, y, como última esperanza, recurrió a la mediación del emperador Arcadio. Estilicón, que marchó al parecer por la costa del Adriático, no estaba lejos de la ciudad de Tesalónica cuando recibió un mensaje terminante para convocar a todas las tropas de Oriente y para declarar que todos sus avances serían considerados como un acto de hostilidad por la corte bizantina. La obediencia inmediata e inesperada del general de Occidente convenció al pueblo de su lealtad y moderación; y como ya había cautivado el afecto de la tropa de Oriente, le encomendó la consumación de su plan sangriento, tal vez menos expuesto en su ausencia al peligro y a la reprobación. Estilicón dejó el mando de las tropas de Oriente al godo Gainas, en quien confiaba plenamente, dando por sentado al menos que el valiente bárbaro no se apartaría de su propósito por temores ni remordimientos. Los soldados fueron persuadidos con facilidad para castigar al enemigo de Estilicón y de Roma, y fue tal el odio general provocado por Rufino, que el secreto fatal comunicado a miles de individuos se preservó fielmente en la extensa marcha desde Tesalónica hasta las puertas de Constantinopla. Cuando estuvo decidida su muerte, concordaron en halagar su soberbia. Así, convencieron al ambicioso prefecto de que esos poderosos auxiliares se verían tentados de colocarle la diadema en la cabeza; y los tesoros que él repartió a su pesar fueron recibidos por la indignada multitud como un insulto más que como una dádiva. A una milla (1400 m) de la capital, en el campo de Marte y delante del palacio de Hebdomon, la tropa se detuvo, y tanto el emperador como el ministro se adelantaron, según la antigua costumbre, para saludar respetuosamente al representante del trono. A medida que Rufino iba pasando por las filas, encubriendo con calculada cortesía su orgullo innato, ambos flancos, por la derecha y por la izquierda, fueron formando un círculo y encerraron a la víctima condenada entre sus armas, y antes de que pudiera advertir el peligro de su situación, Gainas dio la señal de muerte. Un soldado atrevido y resuelto le atravesó el pecho con su espada, y Rufino cayó, gimió y murió al lado del atemorizado emperador. Si la agonía de un instante pudiera compensar los delitos de toda una vida, o si pudiéramos apiadarnos de los ultrajes cometidos con un cadáver, quizás nuestra humanidad se habría conmovido por las horrorosas circunstancias que acompañaron la muerte de Rufino. Su cuerpo casi descuartizado fue entregado a la furia brutal de los hombres y mujeres del pueblo, que acudieron a montones de todos los barrios de la ciudad para pisotear los restos del soberbio ministro que, cuando fruncía el ceño, hacía temblar a todo el mundo. Le cortaron la mano derecha y la llevaron por las calles de Constantinopla en un gesto de burla cruel, para exigir contribuciones para el codicioso tirano, cuya cabeza expusieron públicamente en la punta de una lanza.[1079] Según los principios irracionales de las repúblicas griegas, la familia inocente debía participar del castigo de sus delitos. Pero la esposa y la hija de Rufino se salvaron por la influencia de la religión. Su santuario las protegió contra la furia del pueblo, y les fue permitido pasar el resto de su vida profesando su devoción cristiana, recluidas en Jerusalén[1080] (27 de noviembre de 395 d. C.).

El poeta servil de Estilicón aplaude con feroz alegría este horroroso hecho, que, aunque fuera un acto de justicia, violaba todas las leyes de la naturaleza y la sociedad, profanaba la majestad del príncipe y renovaba los peligrosos ejemplos de desenfreno militar. Al contemplar el orden y la armonía universal, Claudiano se mostraba satisfecho por la existencia de la Divinidad; pero la impunidad de los delitos parecía contradecir sus atributos morales, y el destino de Rufino era el único acontecimiento que podía disipar las dudas religiosas del poeta.[1081] Semejante acto podía confirmar el honor de la Providencia pero no contribuía mucho a la felicidad del pueblo, que, en menos de tres meses, pudo enterarse del rumbo del nuevo régimen, con un edicto particular sobre el derecho exclusivo del tesoro público sobre los bienes de Rufino. Y los ciudadanos del Imperio de Oriente que habían sido agraviados por el rapaz tirano tuvieron que permanecer callados, bajo amenaza de severas penas.[1082] Ni siquiera Estilicón logró lo que esperaba con el asesinato de su rival; y aunque vio satisfecha su venganza, se frustró su ambición. La debilidad de Arcadio necesitaba un dueño bajo la forma de un favorito, pero naturalmente prefería el talento servil del eunuco Eutropio, que había obtenido su confianza doméstica, y contemplaba con terror y aversión el genio firme de un guerrero foráneo. Mientras estuvieran divididos por los celos del poder, la espada de Gainas y los encantos de Eudoxia apoyaron el privilegio del gran chambelán del palacio: el traidor godo, nombrado general de Oriente, traicionó sin escrúpulos a su benefactor, y los mismos soldados que acababan de asesinar al enemigo de Estilicón se comprometieron a apoyar, en su contra, la independencia del trono de Constantinopla. Los favoritos de Arcadio fomentaron una guerra secreta e irreconciliable contra un héroe temible, empeñado en gobernar y defender los dos imperios de Roma y a los dos hijos de Teodosio. Se esforzaban noche y día con oscuras maquinaciones para quitarle la estima del príncipe, el respeto del pueblo y la amistad de los bárbaros. La vida de Estilicón sufrió el acecho continuo de asesinos contratados, y se obtuvo un decreto del Senado de Constantinopla para declararlo enemigo de la república y confiscar sus grandes posesiones en las provincias de Oriente. En una época en que la única esperanza de contener la ruina del nombre romano dependía del apoyo mutuo y firme de todas las naciones que conocían la situación, Arcadio y Honorio ordenaron a sus respectivos súbditos que se miraran como extraños y enemigos, se alegraran de sus mutuas calamidades y adoptaran como leales aliados a los bárbaros, estimulándolos a invadir los territorios de sus compatriotas.[1083] Los nativos de Italia aparentaban despreciar a los griegos serviles y afeminados de Bizancio, que imitaban la vestimenta y usurpaban el rango de los senadores romanos;[1084] y los griegos todavía no habían olvidado los sentimientos de odio y desprecio que sus antepasados habían sentido siempre por los rudos habitantes de Occidente. La división de dos gobiernos, que pronto dio lugar a la separación de dos naciones, justificará mi decisión de suspender la historia bizantina para continuar, sin interrupciones, con la crónica del reinado de Honorio, deshonroso pero memorable.

El prudente Estilicón, en vez de insistir en forzar la voluntad de un príncipe y de un pueblo que rechazaban su gobierno, tuvo la sensatez de dejar a Arcadio en las manos indignas de sus favoritos. Y su resistencia a involucrar a los dos imperios en una guerra civil exhibió la moderación de un ministro que había sobresalido en la milicia por su valor y su desempeño. Pero si Estilicón se hubiera desentendido de la rebelión de África, habría dejado la defensa de la capital y la majestad del emperador de Occidente en manos de un moro rebelde, insolente y caprichoso. Gildo, hermano[1085] del tirano Firmo, conservó y disfrutó, como premio a su lealtad aparente, el inmenso patrimonio que no merecía por su traición. Su extenso y eminente servicio en los ejércitos romanos lo habían encumbrado a la jerarquía de conde militar. La limitada política de la corte de Teodosio había adoptado el malicioso recurso de sostener un gobierno legal con los intereses de una familia poderosa, y al hermano de Firmo le otorgaron el mando de África. Su ambición se apropió luego de la administración de la justicia y las finanzas, sin contabilidad ni control, y conservó durante doce años un empleo del cual era imposible sacarlo sin correr el riesgo de una guerra civil. En ese período, las provincias de África sufrieron bajo el dominio de un tirano que parecía combinar el temperamento insensible de un extranjero con los resentimientos parciales de la facción doméstica. Las formalidades legales solían ser reemplazadas por el uso del veneno; y si los temerosos invitados a la mesa de Gildo se atrevían a manifestar sus miedos, se enfurecía como agraviado y llamaba a gritos a sus verdugos. El moro se permitía alternativamente la codicia y la lujuria;[1086] y si sus días eran horrorosos para los ricos, sus noches no eran menos terribles para los maridos y los padres, pues prostituía tiránicamente a esposas e hijas, entregándolas luego a una pandilla desalmada de bárbaros y asesinos, los negros o morenos nativos del desierto, a quienes Gildo consideraba únicos guardianes de su trono. En la guerra civil entre Teodosio y Eugenio, el conde, o más bien el soberano de África, mantuvo una neutralidad altanera y sospechosa, se negó a auxiliar a cualquiera de los dos bandos con soldados o navíos, esperó la decisión de la suerte y reservó al conquistador sus vanas expresiones de lealtad. Esas expresiones no satisfacían al amo del Imperio Romano, pero la muerte de Teodosio, y la debilidad y la discordia de sus hijos consolidaron el poder del moro, quien aceptó, como prueba de su moderación, abstenerse del uso de la diadema y otorgar a Roma el usual tributo, o más bien subsidio, de trigo. En todas las divisiones del Imperio, las cinco provincias de África correspondían invariablemente a Occidente, y Gildo había accedido a gobernar ese extenso territorio en nombre de Honorio. Pero, como conocía el temperamento y los planes de Estilicón, enseguida buscó el apoyo de otro soberano más débil y distante. Los ministros de Arcadio se comprometieron con la causa de un rebelde traidor, y la falsa esperanza de incorporar numerosas ciudades de África al Imperio de Oriente los embarcó en una empresa que eran incapaces de obtener con la razón y con las armas[1087] (386-398 d. C.).

Tras haber dado una respuesta firme y terminante a las pretensiones de la corte bizantina, Estilicón acusó solemnemente al tirano de África ante el tribunal que antes juzgaba a los reyes y naciones de la tierra, y aquella imagen de la república revivió después de mucho tiempo bajo el reinado de Honorio. El emperador transmitió un informe amplio y detallado de las quejas de los habitantes y de los delitos de Gildo al Senado romano, y se les pidió a los miembros de aquella venerable junta que dictaran su condena al rebelde. Por unanimidad, lo declararon enemigo de la República, y el decreto del Senado agregó una sanción sagrada y legítima a las armas romanas.[1088] Un pueblo que aún recordaba que sus antepasados habían sido los dueños del mundo debía aplaudir con consciente orgullo aquel remedo de la antigua libertad, si no hubiera estado habituado a anteponer la seguridad del pan a las visiones insustanciales de libertad y grandeza. La subsistencia de Roma dependía de las cosechas de África y era evidente que una declaración de guerra implicaría hambre. El prefecto Símaco, que presidía las deliberaciones del Senado, advirtió al ministro acerca de su temor de que, apenas prohibiera el moro vengativo la exportación de trigo, la tranquilidad y tal vez la seguridad de la capital se verían amenazadas por el hambriento desenfreno de una muchedumbre alborotada.[1089] Con prudencia, Estilicón tomó inmediatamente la medida más efectiva para aliviar al pueblo romano. Embarcó una provisión cuantiosa y oportuna de trigo del interior de Galia, la bajó por la corriente rápida del Ródano y la transportó fácilmente hasta el Tíber. Durante toda la guerra africana, rebosaron los graneros de Roma, recuperando su dignidad de la humillante dependencia, y el pueblo inmenso gozó de la tranquila seguridad de la paz y la abundancia[1090] (397 d. C.).

Estilicón encomendó la causa de Roma y la conducción de la guerra africana a un general eficaz y ansioso por vengar sus agravios personales sobre la cabeza del tirano. La discordia reinante en la casa de Nabal había generado una pelea mortal entre sus dos hijos, Gildo y Mascezel.[1091] El usurpador persiguió, con furia implacable, a su hermano menor, cuyo coraje y habilidades le causaban miedo. Y Mascezel, acosado por un poder superior, se refugió en la corte de Milán, donde pronto supo que sus dos hijos, inocentes e indefensos, habían sido asesinados por su inhumano tío. El dolor del padre sólo pudo consolarse con su deseo de venganza. Estilicón, siempre alerta, preparó las fuerzas navales y militares de todo el Imperio de Occidente, y tenía decidido que, en caso de resistencia por parte del tirano, lo enfrentaría personalmente. Pero como Italia requería su presencia, y era peligroso debilitar la defensa de la frontera, consideró más acertado encargar el arduo intento a Mascezel, al frente de un cuerpo selecto de veteranos galos, que habían servido últimamente bajo las banderas de Eugenio. Estas tropas, a quienes exhortaron para que convencieran al mundo de que tenían en sus manos la posibilidad de derrocar o defender el trono de un usurpador, se componían de las legiones jovia, hercúlea y augusta, de los auxiliares nervios, de los soldados que exhibían en sus banderas el símbolo de un león, y de las tropas que sobresalían con los auspiciosos nombres de «afortunadas» e «invencibles». Pero estas fuerzas eran tan escasas, o tan difícil su reclutamiento, que las siete divisiones,[1092] de gran dignidad y reputación en el servicio de Roma, llegaban apenas a cinco mil efectivos.[1093] La escuadra de galeras y trasportes partió, en medio de una tempestad, del puerto de Pisa, en Toscana, y se dirigió hacia la pequeña isla de Capraria, que debía ese nombre a las cabras silvestres, sus primeros habitantes, cuyo territorio estaba ocupado en ese momento por una nueva colonia de aspecto extraño y salvaje. «Toda la isla —dice un ingenioso viajero de la época—, está llena, o más bien contaminada, de gente que va huyendo de la luz. Se llaman a sí mismos “monjes” o solitarios, porque eligen vivir solos y sin testigos de sus acciones. Temen los dones de la fortuna, por el miedo de perderlos, y para no ser desdichados, llevan voluntariamente una vida miserable. ¡Qué elección más absurda! ¡Qué concepto trastornado! ¡Temer los males sin ser capaces de sostener los logros de la condición humana! O esta triste locura es efecto de alguna enfermedad o el arrepentimiento de sus maldades lleva a estos desdichados a aplicar en su propio cuerpo los tormentos que la justicia impone a los esclavos fugitivos».[1094] Tal era el desprecio de un magistrado profano hacia los monjes de Capraria, reverenciados por el devoto Mascezel como los siervos escogidos por el Señor.[1095] Algunos de ellos fueron persuadidos por sus súplicas para que se embarcaran en la escuadra, y se cuenta, alabando al general romano, que éste empleaba días y noches en plegarias, ayunos y cantando salmos. El devoto líder, que con aquel refuerzo parecía seguro de la victoria, evitó los peligrosos peñascos de Córcega, fue bordeando la costa oriental de Cerdeña, y afianzó sus naves contra la violencia del viento sur, anclando en la bahía amplia y protegida de Cáller, a una distancia de ciento cuarenta millas (200 km) de las playas africanas.[1096]

Gildo se preparó para resistir la invasión con todas las fuerzas de África. Por medio de agasajos y promesas, se esmeraba en afianzar la dudosa lealtad de los soldados romanos, a la vez que atraía a sus banderas a las tribus remotas de Getulia y Etiopía. Supervisó orgullosamente un ejército de setenta mil hombres, y se jactó, con esa soberbia temeraria que es precursora del fracaso, de que su numerosa caballería iba a aplastar con sus cascos a las tropas de Mascezel, y a envolver en una polvareda de arena abrasadora a los nativos de las regiones frías de Galia y de Germania.[1097] Pero el moro que comandaba las legiones de Honorio conocía muy bien las costumbres de sus compatriotas como para sentir serios temores acerca de un ejército desnudo y desordenado de bárbaros, cuyo brazo izquierdo, en vez de escudo, se protegía solamente con un manto, que quedaban totalmente desarmados apenas arrojaban la lanza con el brazo derecho, y cuyos caballos no sabían cómo mantener el control ni dirigirse ordenadamente. Acampó con sus cinco mil veteranos a la vista de un enemigo superior, y a los tres días dio la señal de batalla general.[1098] Cuando Mascezel avanzó, ofreciendo la paz y el indulto, se encontró con el alférez de los africanos y, como se negó a rendirse, le clavó su espada en el brazo y la bandera cayó al suelo. Entonces, los demás alféreces de la línea creyeron que se había rendido y lo imitaron. Con esta señal, las cohortes, ahora desleales, aclamaron a su legítimo soberano; y los bárbaros, atónitos por la deserción de los aliados romanos, se dispersaron, según su costumbre, descontroladamente. Así fue como Mascezel obtuvo los honores de una victoria fácil y nada sangrienta.[1099] El tirano huyó del campo de batalla hacia la playa y se arrojó a un pequeño barco con la esperanza de llegar a algún puerto amistoso del Imperio de Oriente, pero la tenacidad del viento lo llevó de regreso a la bahía de Tabraca,[1100] que había reconocido, junto con el resto de la provincia, el poder de Honorio y la autoridad de su lugarteniente. Los habitantes, como muestra de arrepentimiento y lealtad, apresaron y encerraron a Gildo en una mazmorra, y su propia desesperación lo salvó del tormento de presenciar el triunfo de su agraviado hermano.[1101] Los cautivos y despojos del África fueron colocados junto al emperador; pero Estilicón, cuya moderación parecía más evidente y más sincera en la prosperidad, seguía acudiendo a las leyes de la república, y traspasó al Senado y al pueblo de Roma la condena de los delincuentes más ilustres.[1102] El proceso judicial fue público y solemne; aunque los jueces, en el desempeño de aquel poder anticuado y precario, estaban ansiosos por castigar a los magistrados africanos que habían perjudicado el abastecimiento del pueblo romano. Los ministros imperiales, que tenían un interés evidente por multiplicar la cantidad de cómplices de Gildo, acosaron a aquella provincia rica y criminal, y, aunque un edicto de Honorio pareció contener el afán perverso de los delatores, otro dictado diez años después renovó las pesquisas contra los agravios cometidos en la época de la rebelión general.[1103] Los seguidores del tirano que se salvaron de la primera embestida de los soldados y de los jueces lograron cierto consuelo con el destino trágico de su hermano, que nunca obtuvo el indulto por los extraordinarios servicios que había prestado. Una vez concluida una guerra tan importante en un solo invierno, Mascezel fue recibido en la corte de Milán con honores, fingido agradecimiento y celos ocultos;[1104] y su muerte, quizás accidental, se atribuyó a la maldad de Estilicón. Al pasar por un puente, acompañado por el general de Occidente, el príncipe moro cayó de su caballo al río. La sonrisa cruel y traidora de Estilicón reprimió la acción rápida y solícita de los acompañantes, y, como se demoraron en atenderlo, el desdichado Mascezel se ahogó[1105] (398 d. C.).

El júbilo del triunfo africano se realzó con la boda del emperador Honorio y su prima María, hija de Estilicón. Esta alianza tan honorable parecía otorgar al poderoso ministro la autoridad de un padre sobre su sumiso discípulo. La musa de Claudiano no se calló ese día tan auspicioso,[1106] pues entonó en varios cantares llenos de vida la dicha de la pareja real y la gloria de un héroe que afianzaba su unión y mantenía el trono. El genio poético sacó del olvido las antiguas fábulas de Grecia, que habían desaparecido prácticamente del culto religioso. El cuadro de la alameda en Chipre, sitio de armonía y amor, la carrera triunfante de Venus por sus mares nativos y la influencia que su presencia ejercía por el palacio de Milán, retratan en todos los siglos los sentimientos naturales en el lenguaje apropiado y agradable de la ficción alegórica. Pero la amorosa impaciencia que Claudiano atribuye al joven príncipe debió provocar la sonrisa de la corte,[1107] y su bella esposa (si realmente lo era) poco tenía que esperar o temer de las pasiones de su amante. Honorio contaba apenas catorce años. Serena, la madre de la novia, pidió que se postergara la consumación del matrimonio, y María murió virgen, después de doce años de casada. La castidad del emperador quedó asegurada por la frialdad o quizás por la debilidad de su constitución física.[1108] Los súbditos, que estudiaban atentamente el carácter de su soberano, descubrieron que Honorio carecía de pasiones, y por consiguiente de talentos, y que su temperamento débil y lánguido lo inhabilitaba tanto para el desempeño de su cargo como para disfrutar los placeres propios de su edad. De niño, el monarca de Occidente progresó un poco como jinete y en el tiro con arco y flecha; pero luego abandonó esos ejercicios tan fatigosos y se dedicó mañana y tarde a alimentar a las aves del corral,[1109] entregando las riendas del Imperio a las manos firmes y eficaces de su tutor Estilicón. La experiencia de la historia corrobora la sospecha de que un príncipe nacido en el trono recibió peor educación que el campesino más humilde de sus dominios, y que el ambicioso ministro lo dejó llegar a la madurez sin estimular su valor ni ilustrar su entendimiento.[1110] Los antecesores de Honorio estaban habituados a incentivar el valor de las legiones con su ejemplo, o al menos, con su presencia, y las fechas de sus leyes atestiguan la continua actividad de sus movimientos por las provincias del mundo romano. Pero el hijo de Teodosio fue consumiendo su vida soñolienta encerrado en el palacio, como extranjero en su patria, y como espectador paciente y casi indiferente de la ruina del Imperio de Occidente, atacado repetidamente, y derribado al fin por las armas de los bárbaros. En la historia de su reinado de veintiocho años, llena de incidentes, pocas veces será necesario mencionar el nombre del emperador Honorio.