10

Había visto que la tienda era una boutique en la que vendían regalos. Allí se había detenido, días atrás, el automóvil de la rubia. No era seguro que hubiese entrado en aquella tienda, sino que pudo haberlo hecho en alguna cercana, y simplemente dejó el coche donde halló un sitio libre. Toda la calle estaba llena de comercios. Era cuestión de acercarse y ver. Compró unas gafas de sol y una gorra en una tienda, y se dirigió a la boutique. Una amplia sonrisa se dibujó en su rostro al comprobar que la rubia estaba tras el mostrador, junto a otra mujer joven. Él, desde la puerta, con su nuevo aspecto, simulaba estar atento a un estante en particular, pero su ojo izquierdo no se separaba de la rubia. Su intuición daba fruto; la suerte estaba de su lado.

—Pase y mire a gusto —le dijo ella.

—No cobramos por mirar —le recordó la otra mujer.

Manuel, osado por naturaleza y demencia, quiso comprobar si le reconocían, por lo que aceptó la invitación y entró en la tienda. Estuvo un momento ojeando unas tazas con escudos de equipos de fútbol. Entró una familia completa, de cinco integrantes, y se dirigieron al mostrador. Manuel aprovechó para decir «gracias, en otro momento» y salir.

Cuando salió afuera, su corazón saltó de alegría. Buscó, con la mirada, el lugar desde donde vigilar. Había un bar en el lado opuesto de la calle, no exactamente enfrente, sino unos cincuenta metros más adelante. Y tenía un ventanal que daba a la carretera, y junto a éste había mesas. Era el lugar perfecto. Eran más de las cinco y no había probado bocado desde la mañana. Aprovecharía la atalaya para vigilar y comer. Vería a qué hora salía la rubia. No tenía prisa, a no ser que la Policía abandonase Molinar y regresase a Arteaga.

Un camarero se acercó y le preguntó lo que quería.

—Un bocadillo de chorizo y una cerveza.

—Enseguida.

—Oiga, ¿a qué hora cierran las tiendas? Quiero comprar algo, pero voy a ir al centro y no me gustaría andar cargando un paquete.

—Como a las ocho o nueve de la noche.

—¿La de regalos? Vi algo que me gustó en aquella de allí. —La señaló.

—Ocho u ocho y media. Hoy es sábado, así que quizás a las nueve.

—Gracias.

Era mucho tiempo para permanecer en el bar. Lo malo estribaba en que, posiblemente, alguien habría encontrado al taxista y llamado a la Policía, por lo que andarían nuevamente en Arteaga. Quizá no le relacionasen con esta muerte, porque él jamás había matado a alguien distinto de prostitutas y parejas, pero si le buscaban no cejarían por hallarse ante un modus operandi distinto.

«Si van tras de mí, será lo mismo aquí que en otra parte. Si la rubia está en la tienda, el tipo debe andar por el pueblo. Voy a ver si encuentro su auto. Y si no, volveré aquí, antes de las nueve», se dijo.

No podía decir si estar en el bar era peor que arriesgarse a andar por el centro. Tanto podían llegar por la derecha como por la izquierda, de manera que tentaría su suerte en un lugar donde el tiempo pasase más rápido.

La buena suerte sonrió a Manuel, pero por una casualidad. Dos niños, hermanos, se detuvieron junto al taxi y miraron a su interior. El conductor estaba de espaldas a la puerta, pero se le veía bien por las ventanillas traseras. La sangre había cubierto el asiento delantero y el hombre parecía estar muerto. Corrieron a avisar a su casa. Un hombre joven, con un pantalón corto y una camiseta llena de agujeros, acudió a ver. Mientras observaba el interior, un segundo hombre, con camisa verde y pantalón marrón, se le unió. Ambos pegaron sus narices al cristal trasero, para observar mejor la escena.

—Le han matado —dijo el primero.

—Posiblemente para robarle.

—Esto nos va a traer problemas. Si viene la Policía, tendremos que escondernos.

—¿Qué podemos hacer?

—Empujarlo hasta la barranca, detrás de los árboles.

—Pero lo encontrarán, tarde o temprano. Y está muy cerca. No nos conviene que se acerquen tanto.

El de la camiseta rota se quedó pensativo. Su acompañante dio unas vueltas alrededor del auto, igualmente cavilando. Él fue quien obtuvo la idea.

—Sacamos al tipo, lo subimos a la camioneta y lo arrojamos por el puente Artigas.

—¿Y el taxi?

—Lo metemos en casa y lo vamos desguazando poco a poco. Nadie nos ha visto, así que hagámoslo de una vez. Ayúdame a moverlo. Tú conduces, y luego quemas esa ropa.

No sería gran pérdida su pantalón corto y la camiseta vieja. El de la camisa verde ordenó, con un movimiento de su mano derecha, a los dos niños que se metieran en casa. Al cabo de pocos minutos, llevaron el taxi, con el muerto de copiloto, a la parte trasera de la casa de la derecha. El hombre de la camisa verde vigiló ambos lados de la calle, hasta que el automóvil se perdió de vista. Luego se metió en la casa.

Manuel tuvo suerte de haber elegido una calle en la que vivían gentes que no querían tener nada que ver con la Policía. En el patio trasero de la casa había un sinnúmero de partes automotrices, cuya procedencia podría ser puesta en duda, en caso de que a la Policía se le ocurriera echar un vistazo.

El desafortunado taxista, aquella noche, viajaría a bordo de una camioneta, bajo un toldo, y terminaría en el río. Ya no se enteraría del desenlace del caso del Mataancianas. De cualquier manera, el que allí tenía lugar era el del asesino de parejas.

El teléfono portátil de Marcia sonó. Ella y Carvajal estaban en el restaurante de la terminal, cenando un sándwich, aguardando noticias. Comenzaban a desesperarse, porque nadie había visto a Sarabia, ni saliendo de Molinar, ni en el pueblo. Había desaparecido.

—Vamos ahora mismo. No conozco esa calle, pero le diré a un agente que nos lleve.

—¿Qué ocurre? —preguntó el Gordo cuando ella cerró su teléfono.

—Una mujer ha reconocido a Sarabia. Es la calle Torres, número 128. Le diremos a un motorizado que nos guíe.

—Vamos.

No estaba nada lejos la calle, y el motorizado abrió camino con su sirena. Cuando llegaron al lugar, había dos patrullas ante un bar en el que servían comidas. Entraron sin perder tiempo y vieron a dos agentes junto a una mujer, que les daba detalles.

—Teniente —dijo uno de los uniformados—, el tipo suele comer aquí.

—Trabaja en el taller de Remigio —añadió la mujer, señalando hacia la calle—. Está en la otra calle, la paralela.

—Pero ahora estará cerrado —supuso el jefe.

—Sí, pero vive encima del taller. A veces trabaja hasta de noche.

—¿Sabe usted dónde es? —le preguntó Marcia a uno de los agentes.

—Sí. Yo les llevo.

Salieron todos en tropel y caminaron hasta la esquina, dieron vuelta a la derecha y desde allí vieron el taller mecánico. Un agente, el que llegó primero, tocó el timbre. Un hombre se asomó a la ventana. Se asustó al ver que la calle estaba tomada por la Policía.

—¿Conoce usted a Manuel Sarabia? —le preguntó un agente.

—Un Manuel trabaja conmigo, pero se apellida Salazar.

—Baje, para que vea la foto —le ordenó el uniformado.

Remigio bajó a medio vestir. No era tarde, pero él estaba durmiendo sobre un sofá, en el que veía, al menos cuando comenzó, un partido de fútbol. En su rostro se notaba que por la tarde, cuando cerró el taller, se fue de pachanga, y había regresado un poco anegado. Su mente estaba tan nublada que ni siquiera intentaba analizar la presencia de la Policía.

—¿Le conoce? —inquirió un agente municipal, que le mostró la foto.

—Es quien dijo apellidarse Salazar. Lleva aquí menos de una semana.

—¿Y sabe dónde puede estar ahora?

—Dijo que iba a visitar a unos tíos que viven en Ciudad Valdés. No quiso venir con nosotros a tomar unas cervezas.

—¿Dónde se aloja? —le preguntó Marcia.

—Por detrás del mercado. Me parece que en la fonda de Marcelina, o en alguna cercana.

—Vamos para allí —ordenó la teniente.

—¿No tiene pertenencias en el taller? —preguntó Carvajal.

—No. Siempre anda con su mochila, y se la lleva por las tardes.

—No traerá sus armas al trabajo —opinó el jefe—. Las dejará en la fonda.

—¿Armas? —exclamó Remigio—. ¿De qué armas habla?

—Ahora le explicará un agente. Nosotros vamos a esa fonda —propuso el jefe—. ¿Saben dónde es?

El motorista que hacía de guía les indicó que le siguieran. Nuevamente fue abriendo paso, hasta llegar al mercado. Era una zona bastante fea, en donde había lugares baratos para alojarse. Las fondas eran casas particulares en las que alquilaban habitaciones, por lo que ningún letrero anunciaba el giro al que se dedicaban. Pero la primera persona a la que preguntaron señaló la casa de Marcelina.

La mujer se pegó un susto de muerte. Para comenzar, su negocio no estaba dado de alta en el Ayuntamiento; seguía que en el entresuelo se organizaban unas timbas impresionantes: póquer y dados; y, para remate, en varias habitaciones se practicaba el lenocinio, con largas colas en el pasillo. Se tranquilizó cuando le dijeron que su actividad era muy conocida y que, además, no movilizarían un pelotón para detener a tres putas viejas y cinco tahúres.

—Buscamos a éste.

Le mostraron la fotografía. La mujer lo miró durante unos segundos. No estaba exactamente como en la fotografía, pero era reconocible. Asintió con la cabeza y les acompañó a un cuarto, mientras explicaba:

—Se fue por la mañana a trabajar y no ha regresado. Me dijo que estaría fuera hoy y mañana, porque iba a Ciudad Valdés.

Ella parloteaba y movía los brazos, para reclamar la atención de media docena de policías que la seguían, y así evitar que se fijasen en la fila del pasillo.

—¿Alquila las habitaciones a ratos? —preguntó Carvajal, con sorna—. Es que hay mucha gente esperando que le toque su rato.

Marcia le dio un codazo. Ese asunto era local, y los federales no meterían sus narices en algo así. El jefe soltó una carcajada. Marcelina se apresuró a abrir el cuarto.

Como debieron haber imaginado, allí solamente había unas prendas de vestir: una camisa, una chamarra vieja, la «de trabajo» (pero de criminal), calcetines, dos calzoncillos y unos zapatos. Después de tanto investigar, estaban igual que antes.

—Hay que ir a Ciudad Valdés —propuso Marcia.

Miró al Gordo, quien cavilaba, con su típica expresión de somnolencia, como si roncase de pie. Ella, a pesar de que le conocía de pocos días, sabía que su mente trabajaba.

—No creo que haya ido a Ciudad Valdés —dijo, por fin.

—¿Por qué razón? —preguntó Jonás—. Eso es lo que le ha dicho a todo el mundo.

—Precisamente por eso, porque se lo ha dicho a todo el mundo. No lo conozco, pero seguro que no es el tipo que le anda contando a cualquiera su vida y obra, o lo que piensa hacer el fin de semana. Él ha ido a otra parte.

—¿Adónde? —preguntó Marcia.

—A donde esté la pareja que persiguió desde la gasolinera, cuando robó el coche.

—Suena lógico —admitió la teniente, mirando fijamente a Jonás—. ¡Lógico, Jonás!

—¿Y cómo daremos con la pareja? ¿Y si son de Ciudad Valdés? —insistió Jonás.

—¿Crees que ellos le dijeron de dónde eran? No, no se lo dijeron. Necesito pensar, Marcia.

—Pues todo el mundo a buscarlo —ordenó la mujer—. ¿Dónde los esperamos?

—De momento, en la terminal —dijo el jefe.

Una vez que estuvieron en el restaurante de la terminal de autobuses, ante sendas tazas de café, el jefe comenzó a analizar en voz alta. Marcia escuchaba.

—El tipo persigue a la pareja y deja el auto en Arteaga. ¿Por qué en Arteaga, y no en Molinar o en Ciudad Valdés?

—Porque ellos se detuvieron en Arteaga —dedujo la teniente.

—Así es. Pero él se queda en Molinar, cerca, sin seguir a Ciudad Valdés. ¿Por qué? ¿Por qué quiere estar cerca de la pareja?

La mujer asintió con la cabeza. Carvajal deducía muy bien y analizaba cada detalle, sin desechar los que parecían poco relevantes.

—Eso tiene sentido. ¿Crees que la pareja viva en Arteaga?

—Yo diría que sí, o que, al menos, están allí. Si robó un auto para perseguirlos, pudo calcular que la Policía no le hostigaría hasta al cabo de un par de horas. Si la pareja siguió por la carretera, más adelante hay otros pueblos: Morante, Tableros, Galindo… ¿Por qué no siguió hasta uno de ellos o tomó la desviación a Molinar? Fue a Molinar en autobús.

—Porque ése era su destino, y si hubiera llevado el auto, lo hubiésemos localizado de inmediato. No quiso alejarse mucho de Arteaga —respondió la mujer—. Eres un genio, cariño.

El jefe sonrió. Era la primera vez que ella le llamaba así. Seguro que la mujer se equivocó, y pensó que estaba con su esposo o novio. Pero a él le gustó la palabra, porque hacía años que nadie le dedicaba tal apelativo.

—Está en Arteaga —estableció Carvajal—. Y ha puesto mucho énfasis en que se sepa que va a Ciudad Valdés. No los conocía, y simplemente los persiguió. Ellos se detuvieron en Arteaga, y él también. Abandonó el coche, porque ellos se quedaban. Si hubieran seguido su camino, él hubiese tenido el auto un poco más. Y ahora es fin de semana, cuando él prefiere actuar.

—Tendrá alguna fijación por el fin de semana. Recuerda que el pleito en el Ejército fue relativo a su sexualidad.

—¿Los días de labor se guardan en el armario? —bromeó el jefe.

Marcia soltó una carcajada. Enrique le hacía reír, algo que jamás logró su esposo. Pero eso es algo que muere con el matrimonio, por lo que si quería seguir riendo…

—Los fines de semana, en pueblos como el suyo —explicó la teniente—, es cuando se liga, se va al baile o se dan paseos por la plaza. Es el momento del cortejo. Si su trauma se originó en sus años mozos, el fin de semana es de suma importancia.

—Lo había entendido, pero me gusta cómo lo explicas.

Marcia miró a la mesa y su rostro se ensombreció. Había pensado mucho en el asunto, en cómo decirle su verdad. Intuyó que era el momento, antes de que él se hiciera ilusiones.

—Enrique, quiero decirte algo.

—Que estás casada, ¿no?

La mujer levantó el rostro. Todo lo sombrío había desaparecido, se había tornado colorado y se podía leer la furia en sus ojos. ¿No podría nunca estar un paso delante de él? Le desesperaba que Enrique fuese tan sagaz, y le molestaba ser tan obvia.

—¿Te lo han dicho ellos? —exclamó.

—No, nadie me ha dicho nada. Te lo juro. La llamada del otro día, cuando te saliste del coche…

—Pensé que lo había hecho bien y que te habías tragado que era mi hermano.

—Un pequeño detalle, «cariño»: leíste el nombre en la pantalla y te aceleraste. En caso de ser tu hermano, la conversación era privada, pero no el saludo. Hubieras contestado dentro y habrías salido a hablar fuera. Pero volviste a marcar, porque él ya había colgado.

—No se te escapa una. ¿Por qué no me lo dijiste?

—Tú debes saber lo que haces. ¿O no?

Marcia hundió la nariz en el café. El Gordo se puso a meditar sobre algo que ella le había dicho, lo de volver a la federal. No sonaba tan mal.

«No, de eso nada. Mejor sigo con los robos de gallinas», pensó, tras su lapsus stupidus.

Se fue de la capital porque necesitaba una vida tranquila, y no regresaría por estar acompañado un tiempo. Luego, al fenecer el interés que despierta la novedad, lo que quedaría sería San Pedro, su vida agitada y carente de la calidad que buscaba, pues él llamaba calidad a la paz, y no al dinero.

Manuel, disfrazado como turista dominguero, paseaba por las calles de Arteaga, con aire de despistado, pero con un ojo atento a los posibles movimientos de la Policía. Se cruzó con un par de agentes locales, pero éstos no le prestaron atención, lo que le dio más confianza. No había mucho por donde pasear, de manera que llegó al centro, con la idea de tropezarse con el esposo de la rubia y poder ubicar su domicilio. Y tuvo suerte, aunque con Claudio era inevitable, pues él no se quedaría encerrado en el hotel. Lo localizó bajo una marquesina, en la acera, ante un bar. Manuel se sentó no muy lejos, en el mismo bar, y comprobó que el sujeto no lo reconocía bajo las gafas oscuras y la gorra.

«No tengo prisa, por lo que puedo esperar aquí en vez de en otra parte», pensó, dispuesto a llevar a cabo su plan.

Mientras esperaba, sus ojos vagaron por la calle, sin otro interés que pasar el rato. Una camioneta se movió de donde estaba aparcada y apareció el auto de Claudio. Entonces tuvo en qué pensar. Si el hombre subía a su auto e iba en busca de su esposa, él tendría que perseguirle en un taxi, lo que levantaría sospechas. No sería igual si caminaba. Por tanto, alrededor de las siete y media volvería a acercarse a la rubia, con la seguridad de que su esposo iría a buscarla. O quizás ella viniese al bar. Era difícil acertarlo. Secuestrarlos en aquella población, en medio de una calle, y, con tan poca gente, constituía un problema. Pero estaba decidido, y, al ver nuevamente a la rubia, se aferró mucho más a su insana idea.

A las siete y media, decidió regresar a la carretera, y ver la manera de no estar muy lejos de la boutique. Desde el bar podía ver la puerta del establecimiento, pero no reaccionaría a tiempo si debía correr tras ellos. Por tanto, lo lógico era esperar en la puerta, dentro de un coche. Para ello, urgía agenciarse uno. Pagó y abandonó el bar. Se dirigió hacia las calles más alejadas del centro. Por experiencia, sabía que en los alrededores suele haber autos no muy vigilados y que sus dueños tardan en ir a buscarlos. Algunos posiblemente se acordarían por la mañana, y él estaría libre de usar uno durante toda la noche. En realidad, únicamente lo necesitaba por unas horas.

Se detuvo al inicio de una calle sin pavimentar. Había un buen número de autos a ambos lados de la calle. Y de una casa, de aspecto paupérrimo, de paredes de adobe revestido con cal, un muro que tenía muchos más huecos que partes sólidas, un patio repleto de cachivaches inservibles y una cortina por puerta, salía música a todo volumen.

—Cuanto más jodidos, mayores pachangas —filosofó Manuel.

Pasó ante la casa de la juerga y comprobó que estaban todos en el interior, o quizá en algún terreno posterior. Luego analizó los automóviles. Ocupaban la calle entera, hasta doblar la esquina. Incluso había algunos elegantes, y un deportivo que desentonaba con el barrio.

—Se gastan en autos y viven como cerdos —volvió a rumiar Sarabia.

Continuó por la calle y dobló la esquina. Allí estaban los de los últimos en llegar. Si su olfato no le engañaba, serían quienes se quedarían más rato en la fiesta. Además, en aquella calle había menos casas y más campo abierto. Eligió uno modesto, japonés, de los que son más fáciles de abrir, que no tienen tantas sofisticaciones y normalmente ni siquiera alarma.

Al cabo de dos minutos estaba dentro del vehículo. Percibió que se acercaba otro coche y se acostó en los asientos delanteros. No tardaron mucho los recién llegados en doblar la esquina, rumbo a la fiesta. Comprobó que no hubiese mirando nadie y arrancó. Dio un rodeo, para no pasar ante la casa del jolgorio, y se dirigió a la carretera, al bar que estaba frente a la boutique. Eran las ocho y media, por lo que pediría algo y lo pagaría de una vez, en previsión de que tuviera que salir corriendo.

La carretera estaba abarrotada de automóviles y vacía de personas que caminaran. Era fin de semana y el ajetreo se debía a la gente que se movía de una ciudad a otra. Los peatones, los que permanecerían en Arteaga, estaban en el centro.

La gente de Marcia llegó a Arteaga. Ante la posibilidad de que Manuel pudiera haber escapado hacia Ciudad Valdés, también movilizaron a la Policía de la ciudad, y a todos los agentes motorizados de carreteras. Arteaga era una población pequeña, así que bien podía ser revisada por la Policía local y la gente de Marcia. Carvajal tenía normalmente buen olfato, pero los federales no abandonarían sus procedimientos por una corazonada suya.

Comenzaron por la carretera, cerca de donde apareció el auto de Manuel. Y éste, desde la ventana del bar, vio que preguntaban en los comercios cercanos. Eran casi las nueve y la Policía se acercaba al bar. Como había previsto, debía irse apresuradamente, por lo que había pagado por adelantado. Salió a la calle, subió a «su coche» y se dirigió hacia una bocacalle no muy alejada. Detuvo el auto y miró hacia la boutique. Según lo adelantado, Claudio llegó con su coche y se detuvo en la puerta. Él también percibió que unos uniformados, con motos y coches patrulla, andaban metiendo ruido no lejos de allí.

«¿Nos estarán buscando?», se preguntó.

Algún día tenía que ser. Estaban lejos de Manzanos, pero seguían dentro del país, y los federales les seguían la pista, aunque por el momento no tenían idea de a quién buscar ni dónde. No habían puesto en la televisión sus retratos robot, lo que indicaba que perseguían a asesinos sin rostro.

«¿En qué habremos fallado?», se preguntó.

La Policía se acercaba a la boutique, y ambos hombres comenzaron a dar señales de nerviosismo. Claudio entró en la tienda y se dirigió a la señora de más edad, con su sonrisa especial para mujeres. Manuel no se movió de donde estaba.

—Señora, nos habíamos olvidado de que hoy teníamos que cenar con unos amigos que están de paso. Susana, no te has acordado, ¿verdad?

La mujer entendió inmediatamente la clave. Si él decía que debían irse, tendría sus razones. Nunca aparecía apresurado, o nervioso, a no ser que la causa fuera grave.

—No. Ni se me pasó por la cabeza. Ahora mismo voy.

Susana se despidió de las dos mujeres, y Claudio también les dio un beso en las mejillas. La hija sonrió coquetamente y la madre le dio un codazo que no pasó inadvertido por Susana.

Cuando el matrimonio estaba junto a la puerta, la madre dijo:

—Te esperamos mañana, Susana. Recuerda que los domingos son especiales. Pero no vengas temprano. Disfruta la cena.

—¡Oh, gracias! ¿Has visto, Claudio, que gente tan maravillosa?

—Ya no hay gente así en este mundo —dijo él, volviendo a regalarles la mejor sonrisa.

—¿Qué pasa? —preguntó ella, apenas salieron.

—La Policía está peinando toda la calle.

Susana miró hacia su derecha y certificó que estaban muy cerca, a ambos lados de la calle. Vio que uno le mostraba una fotografía a un cliente que salía de una tienda.

—¿Crees que nos buscan a nosotros? —preguntó ella.

—No lo sé, pero mejor si nos vamos sin averiguarlo.

—Ya no podemos huir —dijo ella, al percibir que un policía se acercaba.

—Métete en el auto. Yo le espero.

Susana entró apresuradamente en el auto. Convenía en que su marido tenía más sangre fría. Ella ya estaba temblando y el agente aún no le había preguntado nada. Cuando estuviera ante él, estaba segura de que tartamudearía y no sabría qué responder. Claudio era flemático y soportaría cualquier interrogatorio, era capaz de controlar los nervios. Claro que si los buscaban, de nada le serviría la flema, y no imaginaba cómo reaccionaría. Jamás se habían enfrentado a la Policía, porque su trabajo siempre fue limpio, de calidad, de guante blanco.

Manuel había dado un paso adelante, al ver a la rubia, pero tuvo que retrocederlo. No podía ser en aquel momento. Crispó los dientes y dio media vuelta. Si la Policía le buscaba allí, quizá también lo harían en el centro. Pensó con rapidez y fue hacia el coche robado.

«Saldré por detrás, para seguir unos kilómetros por la carretera y luego cogeré un autobús que me deje en algún motel. O quizá deba dormir en el auto, en un arbolado. Mañana regresaré, cuando todo esté más calmado», se dijo.

Un silbato sonó a la izquierda de Claudio. Era la señal de que algo habían encontrado los agentes. El policía que estaba a unos metros de la pareja, con intención de mostrarles la fotografía, se detuvo y miró hacia atrás. Varios compañeros suyos se dirigían a un bar. Manuel torció la boca, al ver el destino de los sabuesos: el camarero le había identificado. Claudio respiró aliviado.

—Tenemos que irnos de aquí —le dijo—. Si les muestran una fotografía nuestra a esas mujeres, estamos perdidos.

—¿Por qué crees que nos buscan a nosotros?

—Porque algún día debe ser. No podemos arriesgarnos a acertar. Es mejor estar equivocados, pero lejos de aquí. ¿O quieres cerciorarte de si te buscan a ti o a mí? Se han metido en ese bar. ¿No es el que me dijiste que les llevaba café?

Susana, al ponerse el auto en marcha, se quedó pensativa. Podía ser cierto que alguien del bar la hubiera identificado. Una vez entró con la hija Martínez a tomar un refresco. Y un muchacho les había llevado unos bocadillos en una ocasión, y luego café dos o tres veces. Fuese como decía Claudio o no, era sumamente arriesgado quedarse a comprobarlo. No podía llamar a las Martínez y preguntarles qué buscaba la Policía, ni ir al café y hablar con el muchacho que se quedaba embobado con ella cada vez que entraba en la tienda. La señora Martínez llamaba al bar por teléfono, para pedirles los cafés, y él estaba allí casi antes de que colgase.

—¿Crees que la Policía nos ha localizado? —preguntó—. Me refiero a que si piensas que tienen nuestra fotografía.

—El policía llevaba una en la mano. No pude ver de quién, pero que sea en la misma calle en la que nos detuvimos cuando huíamos del tipejo aquel me da mala espina.

—Tenemos que cancelarlo todo —dijo ella.

—No lo creo. Puedo ir a ver a la señora Cabañas ahora mismo. Pasamos por el hotel, y, si el ambiente está calmado, metemos las cosas en las maletas y vamos hacia Molinar. No creo que nos busquen allí.

—Me parece bien. No echemos a la basura todo lo que tenemos avanzado. Lástima de mi asunto. Lo tenía tan bien planeado.

—Si nos cazan, ya no habrá boutique. Podemos dar otros golpes en otros sitios.

—Tienes razón. Mejor si lo olvido y no me arriesgo.

El camarero había reconocido a Manuel. Aunque llevaba gafas oscuras y una gorra, el hombre era buen fisonomista, además de que se fijaba mucho en los clientes, por si alguno se iba sin pagar.

—Sí, es el mismo. Lleva gafas negras y una gorra verde —dijo—. Estuvo aquí como a las cinco o las seis, y se fue. Pero hace una hora vino de nuevo, y ha salido al ver que vosotros andabais cerca.

La Policía municipal no era en verdad muy sigilosa. Habían armado tal alboroto que espantaron a todo aquel que tuviese alguna cuenta pendiente.

—¿Para dónde se fue? —preguntó Carvajal.

—Para allí. Me dijo que pensaba comprar algo en la boutique.

Las Martínez estaban en la calle, al igual que muchos otros de los comercios, interesadas en lo que hacía la Policía. Cuando llegaron los detectives junto a ellas, más que miedo sintieron curiosidad.

—¿Han visto usted a este hombre? —le preguntó Jonás, que había pintado unas gafas y una gorra a la fotografía.

—Sí —dijo la hija, de inmediato—. Estuvo esta tarde en la tienda.

—No compró nada —amplió la madre—. Sólo estuvo viendo regalos en aquel estante de la entrada.

Marcia se abrió paso entre los uniformados y se colocó al frente. Una idea rondaba su mente y quería adelantarse al Gordo.

—¿Tuvieron de clientes a una pareja joven, una mujer alta, de buen tipo, guapa…?

—O quizá no son clientes, sino que viven por esta zona —completó el jefe, abriendo las posibilidades.

La madre y la hija se miraron, y ambas asintieron con la cabeza. Fue la madre quien lo puso en palabras:

—Podrían ser Susana y Claudio.

—No conocemos sus nombres —dijo Marcia—. Solamente sabemos que hace unos días se detuvieron aquí, y que el fulano de la fotografía los perseguía. Creemos que pueden vivir en el pueblo y que, por eso, este tipo ha regresado.

—No, no viven aquí, pero sí llevan unos días. ¿El jueves? —le preguntó la hija a la madre.

—Sí, desde el jueves. Pero vinieron el miércoles por la tarde.

—¿Cómo es eso? —preguntó Marcia.

—El miércoles por la tarde entraron en la boutique… Ella, la mujer alta y guapa, Susana —especificó—, nos dijo que pensaba poner una boutique en Ciudad Valdés, y que no sabía mucho del negocio. Nosotras le ofrecimos enseñarle por unos días.

—Se iban a quedar el fin de semana —aclaró la hija—. Y ella ha estado estos días con nosotras.

—¿Y el tipo vino esta tarde? —inquirió Jonás.

—Sí. Se puso a mirar los regalos y luego se despidió.

—¿La mujer…, Susana…, no le reconoció? —Marcia le indicó a Josué que les mostrase la fotografía sin las gafas y la gorra.

Las Martínez miraron ambas fotos. Debían reconocer que, ciertamente, enmascarado parecía alguien distinto, pero era él quien estuvo en la tienda, o alguien muy parecido.

—No le reconoció —dijo la hija—. ¿Y por qué la persigue?

—Es un ratero —inventó Carvajal, antes de que alguien se adelantase y les diese un terrible susto—. Vio que tenían dinero y no les pierde de vista. ¿Saben en dónde están alojados?

—En el hotel de la plaza. ¿Les van a advertir…?

Todos habían dado media vuelta y dejaron a las señoras con las preguntas en la boca. Manuel andaría rondando el hotel de la plaza. Con el mismo sigilo que usaron para investigar en los negocios de la carretera, varios motoristas, seguidos por coches patrullas, se metieron por una calle, y enfilaron hacia el centro. Como única muestra de sigilo, al menos no hicieron sonar las sirenas, aunque los motores y las bocinas ya producían ruido suficiente.

Susana y Claudio estaban preparando las maletas cuando escucharon las sirenas de la Policía. Él fue a la ventana y miró hacia abajo. La calle se estaba llenando de uniformes. Vio también a unos fulanos con traje que salían de un gran auto negro.

—¡Ya están ahí! —exclamó—. ¿Qué dices ahora? ¿A quién crees que están buscando?

—¿Qué hacemos?

Susana dejó de meter su ropa en las maletas y se puso a dar saltos ante la cama, como loca. Ya no necesitaba preguntarse a quién buscaba la Policía. ¿Cómo habían dado con ellos? ¿Por qué tuvo la mala idea de quedarse en aquel pueblo?

—Deja toda la ropa, coge las joyas, o lo que sea importante, y vámonos por el garaje.

—La pulsera está en la caja fuerte de la boutique. La dejé porque…

—¡Olvídate de la pulsera, de las pelucas y de la ropa, y vámonos! ¿Quieres acabar en la cárcel?

Llorando sin parar, la mujer arrastró los pies hacia la puerta. Solamente llevaba una bolsa, y había dejado allí la mayor parte de su guardarropa. Pero él tenía razón: no lo podría usar en la cárcel. Claudio cogió dos maletas no muy grandes, una suya y otra de la mujer. Ésta agarró dos vestidos y se los echó al hombro.

—Por las escaleras —propuso él.

Estaban en el segundo piso, por lo que no tardaron mucho en llegar a la planta baja, y de allí continuaron hacia el garaje. Metieron todo en el auto y pasaron ante el vigilante, quien los saludó. Claudio se detuvo un segundo, para preguntar:

—¿Qué es todo ese alboroto?

—No sé. La Policía, que busca a alguien.

Susana apretó el antebrazo de su esposo, para que se apresurase. No entendía por qué se quedaba a charlar con el hombre; la Policía ya estaría en el cuarto y pronto tras ellos. Pero él sabía que si corrían levantarían sospechas, y dos segundos más o menos no supondrían mucha diferencia.

Asomaron al exterior del hotel y miraron a ambos lados. La Policía estaba frente al edificio. Ellos tomaron la salida que conducía a un callejón lateral. Enfilaron hacia la derecha, para incorporarse a una arteria poco concurrida que enlazaba con la avenida que llevaba en dirección opuesta a Molinar. Una vez que estuvieran lejos del hotel, volverían a tomar la dirección correcta.