6

Aquella mañana, una llamada de radio anunció a todas las unidades que el automóvil deportivo de Esteban había aparecido entre unos árboles, no muy lejos de la carretera y a poca distancia de una senda, exactamente como había augurado el Gordo. No tardó en llegar al sitio un pelotón de agentes de varias corporaciones, para comprobar que el auto efectivamente pertenecía al desaparecido.

Marcia examinó, personalmente, el interior del vehículo, buscando algo que Calígula hubiera olvidado. Pero no hubo rastros de sangre ni nada dejado al azar, o intencionalmente.

—Tuvo más tiempo para ser cuidadoso —dedujo ella.

—Eso nos dificultará encontrar a sus víctimas —opinó Jonás.

—Hay que peinar la zona —ordenó la teniente—. Lo lógico es que haya venido por este sendero, pero bien pudo ser por otro y dejar aquí el coche para despistar. Por ello, comencemos buscando en éste y en los más cercanos.

Media hora más tarde, a eso del mediodía, otra llamada volvió a movilizarlos a todos y los llevó hacia una zona de granjas, a unos cinco kilómetros de la unión de la vereda y la autopista. Unos labradores habían encontrado unos cadáveres.

Cuando Marcia llegó al establo, se le habían adelantado una docena de uniformados de las Policías local y estatal. Y todos ellos estaban en la puerta o en el exterior del cobertizo. Nadie soportaba lo que había dentro. La mujer no tuvo que preguntar para saber que se habían topado con otra hazaña de Calígula.

—Es obra suya —le dijo Marcia a Jonás—. Si tienen el estómago revuelto, no hay duda.

El oficial que estaba al cargo salió a su encuentro, para informarla del horror que encontraría dentro.

—Es espantoso, teniente. Yo creo que es mejor si esperamos al forense.

—No diré que estoy acostumbrada, pero le aseguro que he visto varios de sus trabajos, y éste no será muy distinto.

Marcia entró en el cobertizo. El ambiente estaba plagado de moscas. Olía a carne en putrefacción y a hierba seca, una extraña amalgama que daba por consecuencia un aroma que invitaba al vómito. La mujer dio unos pasos rápidos, revisó ocularmente la primera escena, la de Esteban amarrado a la columna, mirando a la calle con sus ojos vacíos. Y luego se asomó al compartimiento en el que yacía Mau. No estuvo mucho ante el espectáculo y con pasos ágiles abandonó el establo.

—De nuevo nos lleva ventaja —le dijo al oficial—. Estoy seguro que esto sucedió ayer por la tarde, hace unas veinticuatro horas.

—¿Y qué piensa hacer?

—Seguirle los pasos. No tengo otra posibilidad; solamente si le acorralamos podremos atraparle. Con esa ventaja, no hay otra forma, porque es impredecible en sus movimientos. Él no planea, sino que actúa según las circunstancias. Y se mueve con un rumbo errático, sin un plan de viaje. Puede desaparecer por días o semanas, y de pronto dar tres golpes seguidos.

Josué llegó a su lado y le entregó un papel, diciendo:

—Es del jefe Carvajal. Nos ha llegado por fax.

Marcia desdobló el papel y leyó:

—Tengo un amigo con contactos en el Ejército. Sus chóferes no usan permiso de conducir, así como los de la marina o aviación. Es posible que te permitan revisar sus expedientes.

—¿Qué cuenta el experto en robos de coches? —preguntó Jonás.

—Que también lo es en buscar soluciones a los problemas, no únicamente en tomar notas y sacar fotos. Voy a ir a Figueroa, así que vosotros volvéis a indagar entre los camioneros, los conductores de autobuses, gasolineras y todo lo demás. Lo habéis hecho tantas veces que os sale automáticamente. Y tú, Josué, te reúnes mañana conmigo en Figueroa, porque vas a revisar un buen montón de expedientes del Ejército.

—¿Piensa usted que pueda ser un soldado? —preguntó el novato.

—Creo que sabe conducir, pero no tiene permiso, lo que no es nada extraño cuando los vehículos son militares. Y no hay que pasar por alto ninguna posible línea de investigación.

—Parece que el jefe de Figueroa se interesa mucho en el caso —opinó Jonás.

—¿Por qué no dices lo que piensas?

La mujer encaró a su subordinado. Éste sonrió, dio media vuelta y se alejó. El sonido de un helicóptero le hizo mirar hacia el cielo. Marcia se dirigió al punto donde aterrizaría, musitando:

—Se interesa en el caso, y también en mí. Es un buen hombre. No sé qué dirá cuando sepa que estoy casada.

En San Pedro, habían destinado al agente Sabino Manrique a investigar a una de las hijas de la señora Núñez, al igual que otro detective lo hacía con la segunda hija. No dejarían un cabo suelto. Palacios había convencido a su capitán de que le olía a falsa la imputación al Mataancianas, el asesino serial de mujeres de edad avanzada.

—Hay muchos «posibles» en un caso en el que no debería haber ninguno —le dijo a su jefe—. Un fulano se deja ver a una hora en la que pasar desapercibido es muy difícil. Hay una mujer a quien también se la ve en la casa. Para colmo, abren una caja fuerte con la combinación. ¿Qué nos falta para que esto huela a cochinada?

Ante tales argumentos, el capitán destinó unos agentes a escarbar en las vidas de las Núñez. Así que, mientras las hijas estaban en Manzanos, en San Pedro interrogaban a sus conocidos, incluyendo los de la oficina. Sabino había llegado a Mudanzas S. F. G., donde trabajaba Sofía, la hija mayor. Tuvo que ponerse el traje y quitarse, aunque fuese por un rato, la ropa informal de andar por los callejones para investigar en oficinas; además allí no podía fumar, aunque no entendiera el porqué de la prohibición en todas las oficinas. También debería controlar su lenguaje, porque el usual servía para los bajos fondos. Manrique era federal, pero no de los de los autos negros, elegantes y grandes, los de trajes sastre oficial y de perfume caro. Él andaba en los bares, las discotecas y los burdeles, porque le encargaban la basura, quitarla de las calles y ponerla donde los políticos no la oliesen. Le gustaba su trabajo, mucho más que estar tras un escritorio, dar vueltas en los coches de vidrios oscuros o pasarse horas espiando a alguien desde el apartamento de enfrente.

La secretaria dijo llamarse Adriana, y conocía a Sofía desde hacía tres años. Como Sabino era un tipo atractivo, sobre todo sin gorra de béisbol y con un traje medianamente elegante, Adriana, la gordita de rostro risueño, de piernas poco rígidas, pues se abrían ante cualquier tipo interesante, estuvo muy colaboradora. El detective le preguntó datos generales, tales como amistades, conocidos y con qué compañeros se llevaba mejor. Sin prisa, contando con el permiso del gerente, Manrique se encaminaba a su meta, bordeando el punto sin acometerlo directamente, para evitar que la mujer desconfiase y supusiera que él consideraba sospechosa a Sofía. Le había dicho que era para el expediente, un ejercicio de rutina. Él no intuía que la secretaria hablaría aunque sospechase, porque no era gran amiga de Sofía. Por otra parte, quizá su colaboración mereciese un café aquella misma noche.

—¿En alguna ocasión vino a verla una pelirroja? —preguntó Sabino.

—¿Pelirroja?

La mujer se quedó pensativa. Manrique, con su experiencia, colegió que ella había visto a la pelirroja, ya que para negarlo no necesitaba pensar tanto. Y no se equivocó:

—Sí. En una ocasión, estuvo comiendo con una pelirroja.

—¿Cómo era?

—Alta y delgada, elegante, y con una larga cabellera de rojo pálido.

—¿Dónde fue eso?

—Nosotros, la mayoría, comemos en el bar de la esquina. Ahí también tomamos café cuando salimos. Normalmente a las seis.

Manrique captó que las seis era una indirecta, ya que hubiera bastado con decir que frecuentaban el bar. Pero le pareció bien, porque a partir de las siete estaría libre.

—¿Y va a ir usted esta tarde? —preguntó.

—Pues… no sé.

—Quizá cuando acabe, a las siete, pueda ir a saborear ese café.

Adriana separó las rodillas. Él no podía verlas, pero ella sintió el contacto con ambos lados del escritorio, lo que indicaba que estaban muy abiertas.

—Creo que hoy, a esa hora, estaré en el bar. Se llama San Juan, pero se lo conoce más como el de Alfonso, por el dueño. Aquel día nos dijo que comería con una vendedora. No sé qué le quería vender, pero comió con ella. Yo estaba en otra mesa, con unos compañeros. No sé nada más.

—Pero dijo que quería venderle algo. ¿No especificó qué?

—No lo recuerdo. Si lo dijo, ya lo he olvidado.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace poco más de un mes.

Manrique siguió preguntando, pero ya no insistió en la pelirroja. Era suficiente para comunicarle a Palacios que Sofía conocía a la pelirroja. Y Sofía estaba en Manzanos, donde se celebraría, al día siguiente, tercero desde el fallecimiento de la señora Núñez, el sepelio. La Policía ya había liberado el cuerpo y se preparaba el velatorio. Al mediodía del día siguiente se enterraría a Simona, por lo que sus hijas y yernos estarían presentes.

Y ya que había terminado su pesquisa, podía charlar un poco más con Adriana. No estaba nada mal para una tarde en que pensaba comprar una pizza y ver la película de terror que le habían prestado.

—¿Y si nos vemos a las siete? —propuso.

Para que un entierro sea recordado, no hay nada mejor que un día lluvioso. Y en Manzanos, donde llovía esporádicamente, ese día se encapotó el cielo y comenzó a diluviar desde el mediodía. Así que la comitiva llegó al cementerio bajo una cortina de agua.

Palacios y sus hombres, acompañados por dos agentes municipales, estaban en la entrada del camposanto, con la intención de que no se les escapase Sofía, quien podía concebir la mala idea de regresar a San Pedro en cuanto acabase la ceremonia.

Salieron los familiares y varios fueron a darles el pésame, algo que otros hicieron al comienzo del acto luctuoso. Palacios se acercó a Sofía y a su esposo, y, en voz baja, además de darle su condolencia, les dijo:

—Tenemos que hablar.

—¿Ahora? —preguntó la mujer.

—Lo antes posible. Se trata del asesinato, y no conviene perder tiempo.

—¿Dónde nos vemos? —preguntó el esposo.

—Para que sea discreto, en la fonda —propuso el teniente.

—Dentro de una hora —prometió Sofía.

Palacios y su gente se retiraron y se dirigieron directamente a su cuartel general. Las hijas de la señora Núñez, y el resto de familiares, permanecieron en la entrada del cementerio, afrontando la parte más desagradable de la ceremonia. Si es doloroso perder a un ser querido, lo que se supone de la madre aunque nunca se la visite, lo es mucho más cuando no ha muerto de causas naturales, y se congregan muchos más «amigos» si el morbo de un asesinato está presente. No hay como que la esquela vaya acompañada por una nota roja para que la asistencia sea muy numerosa y para que todo el mundo recuerde que tuvieron cierta amistad con la finada.

El autobús que abordó Manuel le llevó al centro de Arteaga, a la pequeña calle que está tras la iglesia, en la zona de las zapaterías, que antiguamente fue de artesanos del calzado; en la actualidad venden puro producto chino o coreano, de «legítimo cuero» hecho de plástico, a precios que uno no sabe si les regalan la materia prima o si los trabajadores pagan por confeccionar el calzado, en vez de cobrar.

Allí preguntó por los que salían hacia Molinar, ya que no le parecía conveniente permanecer en Arteaga con la posibilidad de que la pareja hubiese llamado a la Policía. Esperó media hora y subió a otro autobús. Recordaba un taller mecánico en Molinar, donde preguntó en una ocasión si le podrían dar trabajo. Fue la última vez que estuvo en el pueblo. No se quedó con el empleo, aunque le aceptaban, ya que «la casualidad» le puso delante una golfa; y tras tener «contacto» con ella, se vio impelido a abandonar la población. Eso sucedió hacía año y medio, y el asunto de la mujer, su desaparición, estaría olvidado, por lo que podía reintentar permanecer en Molinar un tiempo.

Ya en la carretera, mirando por la ventana del autobús, relajado por primera vez desde hacía varios días, su mente se puso a divagar, a evocar los sucesos recientes. La imagen de la rubia aún no abandonaba sus retinas, podía jurar que había calado en su interior mucho más que cualquier otra mujer que hubiera conocido hasta entonces. Pero no pudo conseguirla, y solamente se llevaría el recuerdo. Estuvo cerca, pero no pudo intentar algo en el restaurante, porque había bastante gente. El marido no le importó un comino, pero un par de fornidos camioneros quizás hubiesen intervenido, además de los empleados de la gasolinera.

Y ya que estaba en vena de recordar, la segunda experiencia, la de matar parejas, era digna de ser reconstruida, porque marcó un profundo cambio en su actuación y le ofreció un placer que jamás soñó poder experimentar, pues el deleite físico quedó desbordado y superado por la grata sensación del poder, del control sobre dos vidas, de su venganza de la sociedad, aunque estuviese representada por un único hombre, uno de los normales, de los que se reían de su deficiencia.

Todo cambió no hacía mucho tiempo. Un tipo que estaba esperando a la puta de turno, a la que había designado como víctima, quiso hacerse el valiente. Nunca antes la elegida estuvo con alguien, porque una vez que están fuera del trabajo, muchas prefieren la soledad a tener a otro encima. Ya con la obligación basta, como para continuar en casa.

Estaba escondido en un callejón oscuro, vigilando la puerta del burdel. Eran las cuatro de la madrugada. Se suponía que cerraban a las tres, pero es sabido que los borrachos nunca tienen prisa por irse a sus casas y alargan la última copa, de manera que dan las cuatro o las cinco.

Cuando ella salió, no había nadie esperándola. Si hubiera visto a un tipo, posiblemente lo habría dejado para otro momento; pero la mujer, Celia, una morena exuberante, generosa en formas, de pómulos salidos y labios carnosos, subió a un taxi sin compañía. Manuel conocía el destino, porque la noche anterior la siguió a su casa. Por tanto, no pensaba abordarla en la calle, sino en su domicilio. Vivía sola, lo que averiguó también el día anterior. El caso era sencillo, pero se complicó por no haber investigado más a fondo.

Manuel fue a la casa de Celia, situada en un barrio tenebroso de la ciudad, cerca del mercado. No era un lugar nada recomendable, pero él llevaba consigo su escapulario (la pistola) para que le librase de todo mal. La pequeña mochila colgaba del hombro izquierdo, y, en su interior, el estilete aguardaba entrar en acción. Con la mano derecha en el bolsillo de la chamarra, listo para meterle un balazo a quien se le ocurriese pedirle fuego, preguntarle una dirección o, simplemente, aproximarse, entró en el portal. No revisó los alrededores. Si lo hubiera hecho, tal vez habría visto un taxi estacionado cerca y habría deducido que el taxista podía estar con Celia. Quizás era la hora de descanso del conductor, y qué mejor que un rato acostado.

Lo supo poco después de llamar a la puerta. Puso una oreja en la madera, para escuchar ruido en el interior. Llevaba la pistola en la mano, lista para colocarla en la cara de la mujer y evitar que gritase. La puerta se abrió poco después de que él llamara por segunda vez. Apareció un tipo grande, peludo, medio desnudo, con cara de no aceptar visitas a las cuatro de la madrugada. Manuel se quedó un instante sin saber qué hacer, pero llevaba la pistola en la mano, casi frente a la mandíbula, por lo que no iba a decir que así preguntaba si allí vivía un amigo suyo. Su desconcierto permitió que el hombre dijese algo.

—¿Qué carajo quieres?

El hombre no gruñó nada más, porque Manuel le pegó a la garganta, bajo la oreja izquierda, el cañón de la pistola. Lo que pensaba decir lo hizo con los ojos. Manuel empujó el arma hacia delante y el tipo retrocedió. Ahora era el otro el sorprendido.

Apenas Manuel cruzó la puerta, apareció Celia, tapándose con una bata. No acertaba a comprender lo que pasaba, pero podía asegurar que no era nada normal. Manuel se lo explicó:

—Ambos a la cocina, y con la boca cerrada. No quiero matar a nadie, pero si me veo obligado, no voy a titubear.

No tenía ni idea de lo que haría. Recordó que la primera vez sucedió algo similar, aunque se trató de dos mujeres. Lo lógico sería matar al tipo y satisfacerse con la mujer. Lo que no podía definir es si ella colaboraría al ver muerto a su amigo. Meditó un instante. Convenía que ambos estuviesen vivos, para que estuvieran callados; además, si mataba a uno, él otro presumiría, y con razón, que iba a correr la misma suerte.

—Ponte junto al frigorífico —le ordenó el tipo.

—¿Qué pretendes? —preguntó la mujer.

—Si has venido a robar, has elegido mal lugar —aseveró el hombre.

Manuel no escuchaba ni a uno ni a la otra, porque intentaba planear qué haría. No había contado con un tercero en el juego, y estaba seguro de que sobraba, pero no acertaba a decidir si le mataba antes o después, porque ignoraba la reacción de la mujer.

—¿Tienes algo con lo que atarle? —le preguntó a ella.

—¿Estás loco?

Celia se encontraba entre Manuel y su novio, con los brazos en jarras, sin importarle el arma. Manuel dio un paso adelante, empujó a la mujer, y ésta fue a caer sobre el taxista, que chocó contra la pared. El agresor avanzó un poco más y le puso la pistola en la boca al tipo, a la vez que decía:

—Esta puta es estúpida y la voy a matar. O le explicas que no es un juego, o me lío a tiros ahora mismo.

—Celia, hazle caso —musitó el hombre, tartamudeando.

La mujer debió de entender que no era broma, porque comenzó a temblar. Movía la cabeza hacia todas partes, buscando algo. De pronto se separó de su amigo, fue a la alacena y abrió un cajón. Sacó un rollo de cuerda plastificada, de las que se usan en los tendederos de ropa. Por fin decidía lo lógico, que la vida en suspenso era preferible a una muerte segura.

—Le amarras bien y metes la cuerda por el asa del frigorífico —le ordenó Manuel.

—¿Qué es lo que vas a hacernos? —insistió la mujer, mientras ataba al hombre.

—¿No me recuerdas?

Celia analizó el rostro del intruso. No le conocía, no recordaba. Negó con la cabeza y continuó amarrando al taxista. Cualquiera hubiera aceptado la lógica de que una mujer de su oficio ve muchas caras como para poder llevar un archivo de fisonomía. Pero Manuel estaba seguro de que todo el mundo le recordaba, porque a él no se le olvidaban los que le ofendían.

—Hace una semana estuve contigo. Y te reíste mucho cuando me quité el calzoncillo.

Era inexplicable que Manuel, sabiendo de su deficiencia, de la reacción que producía y del resultado previsible, se obcecase en ir con más prostitutas. Era algo masoquista, como si buscase la burla para poder justificar después su reacción. Podía asaltar a una puta sin haber tenido un encuentro previo, pero necesitaba cargarse de odio, y, para ello, qué mejor que provocar la burla, el comentario o el escarnio.

La mujer se quedó lívida. Había recordado al tipo. Sí, ella le hizo algunas observaciones jocosas sobre su pene. No obstante, cumplió su deber, por el que le pagaban, y el tipo gozó lo que pudo, ya que esa parte era muy personal, y desapareció más rápido que el viento. Ella le soltó un chiste antes de irse y… ¿Por eso estaba allí, con una pistola en la mano? ¿Le había sentado tan mal una broma? Si él supiera de algunos clientes que llegaban con otros problemas más graves, los que eyaculaban apenas ella se quitaba el sostén, o los que no conseguían una erección ni con jaculatorias, los que rogaban para conseguir un orgasmo que no llegaba, los que…

—Eres el del… El que lo tiene… muy pequeño —tartamudeó ella.

—Y eso te hizo mucha gracia. Ya lo recuerdas, ¿verdad?

—¿Y qué vas a hacer? —preguntó ella.

—Es un loco —opinó el taxista—. Oye, yo no tengo nada que ver con esto.

—Estás en el lugar equivocado —dijo Manuel—. Mala suerte, amigo. Son cosas que pasan, como en las guerras.

Le dio un empujón a Celia y verificó, con la mano izquierda, que el nudo estuviera bien hecho. No quedó tan firme como él quería, por lo que tendría que apretarlo un poco más. Dio media vuelta, fue junto a la mujer y le pegó con el cañón de la pistola en la cabeza.

—¿No sabes hacer un nudo? —le gritó.

—¡Oye, tú, eso no! —le recriminó el taxista—. ¿Por qué no me pegas a mí?

El tipo usó una frase hecha, lógica si no se está amarrado a un frigorífico y el fulano a quien se la diriges no tiene una pistola en la mano. Manuel le soltó un buen golpe, con el cañón de la pistola, en plena jeta. Celia comenzó a llorar, pero no gritó. La pareja entendía que, si armaban alboroto, el tipo se liaría a tiros. Posiblemente no analizaban cómo salir de aquella situación, pero sabían que acelerar el final no sería beneficioso, sobre todo si no se conocen las intenciones del tipo.

—¡Siéntate en el suelo! —le ordenó a la mujer—. Y, si te mueves, mato a tu novio.

Celia se fue agachando hasta sentarse en el suelo de la cocina. Entonces, Manuel metió la pistola entre la camisa y el cinturón, y apretó el amarre del taxista. Luego dejó su mochila sobre la mesa y puso la pistola bajo ella. Abrió el morral y sacó el alargado y afilado puñal. Durante unos segundos se quedó dubitativo, calculando el siguiente paso. Si iba al dormitorio, con la golfa, el tipo trataría de soltarse, y no le parecía que le resultase muy difícil. Por tanto deberían quedarse los tres en la cocina. Eso ya estaba claro, así que cogió su mochila y la pistola, y lo llevó todo a la alacena, a la vez que decía:

—Desnúdate y súbete a la mesa, porque ahora me toca reír a mí.

Celia no hizo movimiento alguno, a no ser el de girar la cabeza hacia los lados, para mirar, alternativamente, al taxista y a Manuel. Parecía que se había desconectado de la situación, como si aquello no tuviera nada que ver con ella.

—¿Estás sorda, imbécil?

Manuel fue hacia ella y le pasó el estilete por el rostro. Le hizo una herida poco profunda, alargada, que ocupó toda la mejilla izquierda. La mujer soltó un alarido, que fue seguido por una imprecación de su novio.

—¡Oye, hijo de puta, no hagas eso! ¡Suéltame, cabrón, y vas a ver lo que te doy!

—Me darías risa. ¡Desnúdate y súbete a la mesa! —volvió a ordenar.

La mujer había comenzado a llorar. Los gritos no eran tan sonoros como para que los vecinos se alarmasen, aunque en aquellos barrios el alboroto es mucho más común que el silencio, sin que importe la hora, y posiblemente la pareja tenía sus desacuerdos ocasionalmente y no ahorrarían en gritos. Posiblemente un disparo los alarmaría, pero no que se tirasen trastos a la cabeza.

Lentamente, Celia se fue desnudando y aproximando a la mesa. Manuel, mientras ella se decidía, se acercó al taxista, y le dio otro golpe con el mango de su puñal, cogiéndolo de la punta y eligiendo el cráneo para la ocasión. El hombre no se quejó, pero le miró con ojos inyectados en odio y ganas de ponerle las manos encima.

—Deja de hablar, y solamente mira. Vas a ver cómo lo hace un hombre.

—Capado —murmuró el taxista—, un hombre capado.

Recibió un nuevo golpe de empuñadura, y éste fue sobre la oreja derecha. No profirió un alarido, y solamente se quejó en voz baja, mascullando algo ininteligible. Celia ya estaba sobre la mesa, desnuda y con las piernas abiertas, lista para el sacrificio.

Manuel se fue desprendiendo de la ropa sin prisa. Al llegar al punto crucial, el que le producía desazón, titubeó un segundo. Celia no le miraba, con los ojos fijos en el techo, aguardando que el tipo se decidiera, lo hiciese y se largase. Pero el taxista no pudo estar en silencio y pidió:

—Déjame ver ese cañón, hombre. Parece que hace que las mujeres se caguen de risa.

Manuel no se quitó el calzón, sino que fue hacia el taxista con el estilete delante, listo para clavarlo. Su rostro hablaba por él, y el taxista se dio cuenta de que hubiera sido mejor permanecer con la boca cerrada.

—Claro que vas a ver, hijo puta, y a todo color.

Con la mano izquierda cogió un gran mechón de la cabellera, para sujetarle la cabeza, a la vez que acercaba el estilete a su rostro. La punta del puñal buscó el ojo derecho del hombre, en el instante en que éste enloquecía y gritaba. Manuel no prosiguió, sino que se agachó, cogió la braga de la mujer y, con el cuchillo, la rajó por un lado. En un segundo la puso alrededor de la cabeza del taxista, sobre la boca, y ató los dos extremos en la nuca, amordazándolo. Y ya silenciado el tipo, fue junto a la mujer, quien seguía mirando al techo. Le susurró al oído:

—Como des un grito, os mato a los dos. ¿Me entiendes?

Celia asintió con la cabeza. Manuel regresó junto a su preso y con la mano izquierda bajó sus propios calzoncillos. Su tara quedó a la luz, pero el taxista la observó sin poder dar su opinión. El calzón cayó al suelo. Manuel volvió a usar la mano izquierda para agarrar al hombre de los cabellos, mientras con la derecha de nuevo acercaba la punta del estilete a uno de los ojos. Lo clavó superficialmente, lo suficiente para que el ojo dejase de ver, pero sin afectar el cerebro. El taxista expresó con el otro ojo el alarido que no podía emitir. La mujer seguía mirando al techo. Manuel le clavó el estilete en el otro ojo, y la oscuridad fue completa. Su novia estaba ajena a lo que ocurría; el pavor le impedía mirar hacia el intruso.

—Ahora mira atentamente —le dijo.

Fue hacia la mesa y colocó su puñal junto a la oreja izquierda de la mujer. Ésta, ajena a lo sucedido, miraba al techo, aguardando su martirio. Notó que él se subía sobre ella y rogó porque terminase pronto. Sus ruegos fueron escuchados, porque Manuel estaba sumamente excitado, y el orgasmo surgió apenas se introdujo en la humedad de ella. Se movió un poco más y le susurró al oído:

—Abre los ojos y mírame.

Celia abrió los ojos y observó una amplia sonrisa en los labios del demente. Un segundo más tarde, sintió una punzada en la garganta, un intenso dolor y que la boca se le anegaba de sangre. Quiso gritar, pero la sangre le inundaba la garganta, y solamente pudo toser y expeler un chorro hacia la faz de Manuel. Éste sonreía y recibió el líquido sin parpadear. Continuó dentro de ella, notando que su erección no disminuía, mientras la mujer intentaba hablar, levantarse y, sobre todo, no morirse. Pero no logró nada de eso y se fue apagando. Manuel tenía una mano en la empuñadura del puñal, clavado en la garganta de Celia, y la otra le sujetaba un brazo. Y mientras se apagaba, él se excitaba más y más, como si no hubiera eyaculado un minuto antes.

«Y luego maté al hijo de puta», recordó, mientras contemplaba el campo a través de la ventanilla del autobús.

Una sonrisa acudió a sus labios. Recordaba aquella hazaña cada vez que tenía delante una pareja, un prospecto. No había ninguno en el autobús, pero en su recuerdo estaba la rubia de la gasolinera, suficiente motivo de inspiración. Si la hubiera conseguido, sería la que encabezase su lista, en un lugar de honor, algo para evocar toda la vida.

«Me gustó la sensación de hacerlo ante el tipo, que supiera que no solamente ellos pueden. Yo también, aunque la naturaleza no me haya dado lo que me correspondía», pensó.

Desde ese momento, se dedicó a las parejas, porque sus orgasmos eran mucho más gratificantes. Si ellos llevaban dinero encima, mejor, eso le ayudaba a viajar, a subsistir. En caso contrario, trabajaba unas semanas, hasta acumular lo suficiente para comida, un cuarto y desplazamiento. No le convenía permanecer mucho en el mismo sitio, por lo que se trasladaba, tras cada asesinato, a un nuevo lugar. No cambiaba de zona, pues conocía bien por dónde se movía, y a eso debía que no le hubiesen atrapado.

«Un día tendré que irme de aquí. Quizá no tarde mucho. ¿Dónde vivirá la rubia?»