7
En la fonda de Manzanos, Palacios y su gente estaban analizando los últimos informes que les habían llegado de San Pedro. La Policía se había movilizado y había visitado las tiendas de uniformes y ropa de trabajo, preguntando por quien pudo haber comprado un mono naranja en los últimos meses. Evidentemente fueron muchos, y en distintas ciudades, por lo que estaba en chino que uno de los vendedores recordase perfectamente a los compradores. Pero hubo un detalle que no pasó desapercibido para uno de los vendedores; algo que sucedió tres meses atrás. Fue una mujer la que compró uno de color naranja, lo que al vendedor le llamó la atención, aunque ella le dijo que era para su esposo.
—Resulta que el tipo la recuerda porque dice que estaba muy, muy buena —detalló Pereira—. ¿Será la que buscamos?
—No lo sé, pero hay algo que podríamos hacer —dijo el teniente.
Los dos ayudantes estaban expectantes, mientras el jefe le daba vueltas en su mente a lo que se le estaba ocurriendo. Al fin soltó lo que rumiaba:
—Vamos a buscar una mujer alta y delgada, que se parezca en el tipo a la pelirroja, la vestimos con el mismo mono que te pusiste, y a ver si…, ¿cómo se llama?
—Manuela —dijo Mario.
—Manuela, sin saber que es mujer, la identifica como el gasero. Le vio de espaldas, bastante lejos, con una caja de herramientas en la mano y una gorra.
—Es muy buena idea, jefe. Si la identificación es positiva, tendremos que la pelirroja es también el gasero —opinó Pereira.
—Y que este caso es una copia —añadió Mario.
—Al escuchar que la pelirroja estuvo en San Pedro, charlando con Sofía, se me ha ocurrido que perdemos el tiempo buscando a ese tipo.
—Sin embargo, nos ha demostrado, al analizar de nuevo los expedientes e interrogar a los testigos, que sí intervino en los otros crímenes —dedujo Pereira.
—Y eso se lo debemos al asesino de este caso, quien leyó con más detenimiento que nosotros los otros eventos, y supo que el gasero estuvo presente en todos, o la mayoría.
—Solamente se publicó lo de un caso, jefe —le recordó Mario—. Eligió lo del gasero, como pudo hacerlo con uno de los otros.
—No, no pudo hacerlo —le refutó Pereira, quien leía el informe—. Recuerda: unos niños jugando, una mujer que cargaba paquetes de la compra, dos jóvenes en un auto y el empleado de la compañía de gas. El único que llamaría nuestra atención sería éste, ya que una señora con paquetes de la compra… Y no se iba a disfrazar de niño.
—Es cierto —admitió Mario—. La pelirroja es un genio.
—Además de no ser pelirroja —dijo Palacios.
Los dos ayudantes se le quedaron mirando, perplejos. Palacios había permanecido en silencio, escuchaba las disertaciones de sus subordinados, hasta que tuvo algo que decir.
—Si así fuese, el vendedor del mono lo hubiera destacado. Eso si son la misma persona.
—Efectivamente —aceptó Pereira—. Hubiera dicho que era pelirroja. Puede que no sea la misma persona, o que se tiña el pelo.
—O que use una peluca —agregó Mario.
—Y si resulta que las huellas del caso anterior coinciden con las de éste, tendríamos al Mataancianas, que sería ella y no él —explicó Palacios—. Si así fuera, me habría equivocado al pensar que este asesinato es un asunto familiar.
—Veamos. —Pereira puso ambas manos ante él, para reclamar atención—. La pelirroja aparece concretamente, y ante un testigo, en este caso, y asimismo estuvo hablando con la hija de la muerta. No nos consta su presencia en los anteriores asesinatos, por lo que lo demás son conjeturas. Conocía que en otro caso hubo un gasero presente y se le ocurrió un buen disfraz que conectase al autor de este crimen con los anteriores.
—Y no se equivocaba —apuntó Mario—, porque ahora sabemos que el del uniforme, aunque sea de la compañía de electricidad, sí es el asesino múltiple.
—Nos ha hecho un favor —reconoció Pereira—. Pero podría resultar que no fue al azar como eligió disfrazarse, sino que realmente la pelirroja es la Mataancianas. Si las huellas de ambos casos son idénticas, no habría duda.
—Exactamente —admitió el teniente—. Las huellas son primordiales para saber si ella es la autora de los crímenes, o solamente de éste, en cuyo caso colocaría a Sofía como posible cómplice.
—Y si es la Mataancianas —coligió Mario—, fue a hablar con la hija para obtener información, y ésta es inocente.
—No tardaremos en dar un paso para elucidar esa conjetura —dijo el teniente, al escuchar que llamaban a la puerta—. Hazles pasar, y quiero que no intervengáis.
—¿Nos quedamos? —preguntó Mario.
—Claro que sí —respondió el jefe—. Vuestra presencia los presionará, pero las intervenciones pueden confundirlos.
Manuel había pasado la noche en un hotel de mala muerte. Llevaba tanto tiempo viviendo en lugares sórdidos que la mala calidad de vida le parecía la única. Había servido en el Ejército durante cinco años, donde llegó a ser sargento de segunda, hasta que fue degradado y expulsado porque tuvo la mala idea de golpear a una mujer, que era sargento primero. No la golpeó por causa de su grado, sino por la eterna cuestión de sus risas. Ya se reían de él algunos que le vieron en las duchas, por mucho que él intentaba ocultar «el asunto», pero él no soportó que una mujer, aunque fuese sargento, participase de la hilaridad, y menos que lo hiciera en su propia cara. Como ella era amante de otro sargento, éste le participó lo que la mujer no podía haber descubierto por sí misma, ya que no compartía ducha ni tampoco cama. Pero ella, abusando de los galones, no guardó discreción ni se rio veladamente, sino que le espetó que meaba para dentro.
Manuel pasó seis meses en un calabozo, y luego le pusieron en la calle, de civil y sin pensión de retiro. Eso acrecentó su odio hacia las mujeres, de las que no podía separarse, aunque tampoco podía vivir a su lado. Lo malo es que no pudo matar a la sargento, aunque era una tarea pendiente, y de paso, o en otra ocasión, se encargaría del soplón.
Una vez que estuvo fuera del Ejército, se puso a trabajar en lo que conocía: los automóviles. Había reparado jeeps y algunos camiones, y de civil continuó con ello. Era una profesión con varias ventajas: le pagaban bien, le daban empleo en cualquier parte y no le pedían referencias ni documentos. Se iba cuando quería y nadie le hacía preguntas.
Aquella mañana, en Molinar, salió en busca de empleo. Recordaba un taller mediano, en donde ya había hecho una prueba, y se dirigió a él. Charló un momento con el dueño, que le pidió que echase un ojo a un auto coreano que se resistía a funcionar. A las cuatro de la tarde ya tenía empleo; además, el dueño del taller le pagó el día y le quedó agradecido por haberle solucionado el problema. Manuel arreglaba algunos autos particulares de sus superiores, no únicamente jeeps y camiones.
Cuando cerraron el taller, los compañeros le llevaron a un bar, para celebrar que se unía al grupo. Allí tomaron bastante. Manuel se fue subido a un taxi, que le llevó al hotel, adonde llegó a gatas. Le metieron en la cama entre dos mecánicos, que no estaban mucho más lúcidos que él. Fue un buen recibimiento. Aquello le ayudó a disipar toda la presión acumulada.
Al día siguiente, volvió a trabajar en el taller, y por la tarde no fue a celebrar nada, sino a comprar ropa. Había decidido que ya era hora de cambiar de aspecto. Por otra parte, uno de los mecánicos le dijo que conocía un lugar en donde había un buen surtido de putas, y que le llevaría aquel fin de semana. Manuel respondió que sería el siguiente, ya que tenía que desplazarse a Ciudad Valdés a visitar a unos parientes. Por una parte: no quería entrar en un terreno en el que podría quedar en ridículo; por otra: seguía pensando en la rubia y en que quizá la suerte le hiciese tropezar con ella en Arteaga, adonde iría aquel fin de semana. Si no la veía, posiblemente fuera porque habían continuado su viaje hasta Ciudad Valdés, adonde viajaría el siguiente sábado. No «actuaría» en Molinar, donde trabajaba y vivía. La población no era grande, y pronto tendría que emigrar. En cambio, Ciudad Valdés, que tenía muchos más habitantes y una población flotante muy alta, era ideal para pasar desapercibido.
—Tal vez otra semana —le dijo a su compañero—. Mis tíos me invitaron ésta. Hace mucho que no me han visto.
Susana estaba en la boutique de las Martínez, de la que se declaró asidua visitante, ya que no cliente. Desde que se detuvieron el día anterior, buscando un refugio en el que librarse del demente, la mujer no se había despegado de la madre y de la hija, las dueñas del negocio. En menos de veinticuatro horas se había convertido en amiga íntima de ambas, y no perdía ocasión para charlar con ellas. Les había contado su proyecto en Ciudad Valdés, y las mujeres se ofrecieron desinteresadamente a enseñarle cómo manejar el negocio. Por su parte, Claudio vagaba por la ciudad, sin otro quehacer que leer el periódico y tomar café en algún bar, observar a las jovencitas y reunirse con su esposa en el hotel, para desayunar, comer o cenar juntos.
—Me he enterado que los viernes y los sábados son los días de mayor venta. Y tampoco les va mal el domingo —le explicaba Susana a su esposo, durante la cena.
—Será porque los demás días la gente trabaja.
—No. Es porque pasa mucha gente por la carretera, y paran a comprar algún regalito.
—¡Ah! Como si fuese una gasolinera rumbo a una playa. Tenemos que pensar en eso, porque si ponemos la boutique en un lugar sin tráfico de fin de semana, quizá no hagamos negocio.
Claudio lo decía de broma, pero la idea cuajó en la mente de Susana, que de inmediato la hizo suya. Era algo propio de ella, tanto lo de robar ideas como lo de tomarse en serio lo que él consideraba guasa.
—Es cierto, cariño. Nunca habíamos pensado en eso.
—¿Y qué más has averiguado?
—Que los bancos no abren el fin de semana, por lo que el dinero se debe guardar en un lugar seguro.
—¿Tienen caja fuerte?
—Sí, en la trastienda. Cuando hay billetes grandes en la caja, los van pasando allí atrás, por si sufren un asalto. Como está a pie de carretera, hay que desconfiar. El lunes a primera hora lo llevan al banco.
—¿Y no tienen miedo de que les roben?
—No. En este pueblo no hay ladrones.
—¿Y los asaltos? ¿No dices que lo guardan en la caja fuerte por temor a los asaltos?
—Sí, pero de esos tipos que van en sus coches por la carretera, que se detienen y te amenazan con una pistola. Como los que atracan gasolineras, no la gente de este pueblo.
—Buen lugar para quedarse. Lástima que ya hay una boutique. No será igual en Ciudad Valdés. Allí sobran los rateros.
—Estoy aprendiendo mucho de esta gente. Hemos tenido suerte de parar aquí.
—Pensé que se debió a la desgracia de toparnos con un loco.
—Sí, pero al final nos ha venido muy bien. Nos podemos quedar unos días, mientras aprendo.
—¿Y lo de Molinar?
—¿Por qué no vas tú y te entrevistas con el pariente de ese tipo? Quizá no te interese lo que pueda ofrecer. No pierdes nada con ir, ya que está muy cerca.
—Me parece bien. Iré mañana. Pero no podremos dedicarnos a él, si tú insistes en quedarte aquí.
—Cuando sepamos lo que hay en Molinar, decidiremos.
Claudio, como siempre, se desentendió del negocio y dejó que ella se encargase de los sueños.
Cuando, al día siguiente, terminaron de desayunar, abandonaron el restaurante del hotel y se detuvieron en el vestíbulo, para despedirse; Susana iría a la boutique, y él daría unas vueltas por el pueblo.
—Llevo conmigo la pulsera —dijo ella—. Les pediré que me la guarden en su caja fuerte. El hotel no es buen lugar para dejarla, y resulta arriesgado llevarla encima.
—Imagino que es una caja… muy segura.
Susana sonrió, le dio un beso a su esposo y se dirigió a la salida del hotel.
—Si no lo fuera, ella no metería sus joyas —musitó él.
Marcia llegó a Figueroa al anochecer del jueves. Fue directamente a la comisaría, donde le esperaba el Gordo. Como ya eran «íntimos», el jefe la recibió con besos y abrazos, después de cerrar la puerta, para que Torres imaginase, pero sin ver.
Ella le detalló lo que habían conseguido sobre Calígula, que no era mucho, y le relató la última abominación del tipo. Luego se fueron a casa de Carvajal, sin preguntar si había cuartos disponibles en la fonda. Y allí se olvidaron, por un buen rato, de lo cochina que es la vida y de que si todo el mundo fuese honrado, decente y virtuoso, no harían falta policías.
Por la mañana, Josué, inteligentemente, apareció en casa del Gordo, al dar por sentado que su jefa estaría allí. ¿Para qué dar vueltas por el pueblo si sabía dónde buscar?
—¿Quieres un café? —le ofreció Carvajal—. Marcia se está duchando. En cuanto termine, nos vamos. Desayunaremos camino de la base militar.
—¿Usted cree que puede ser un militar?
—Posiblemente. También puede tratarse de alguien que ha aprendido a conducir sin obtener el permiso. Hay que investigar en todas partes.
—Eso sí —concordó el detective.
—¿Qué han sabido de los conductores? ¿Alguno ha llevado al tipo ese?
—Por el momento no hemos hallado a ninguno. Ahora que sabemos que viaja con camioneros, hemos dado la alarma entre ellos.
—Buena idea.
Marcia salió recién bañada y oliendo a perfume de policía, ese que parece aceite de engrasar las armas. Carvajal se había bañado antes, algo que no hacía si no era domingo; pero le había parecido que era imprescindible para visitar a los militares. Incluso se puso una camisa nueva y limpia, de uniforme, si bien dejó el pantalón raído, porque no tenía otro que pareciese oficial. La mezcla debía de ser para no verse mal, pero sin dejar su calidad y antigüedad de lado.
—¿Vamos a desayunar? —preguntó Marcia, después de darle la mano a su ayudante.
—De camino a la base —anunció el Gordo—. Hay un buen lugar a unos pocos kilómetros de aquí.
Los recibió el capitán Salvador Gutiérrez, el conocido de Carvajal. Habían estudiado en la misma escuela, de niños, aunque el Gordo iba un curso antes. El militar era, pues, un año más joven; pero, por su constitución delgada, atlética, y por conservar la cabellera, parecía tener muchos menos años que el jefe. Fue amable con el trío, pero les anunció que no podía atenderlos personalmente, puesto que le esperaban en una junta, por lo que el sargento Miranda les mostraría su archivo.
El sargento era un joven delgado, elástico, muy parlanchín, que fue narrando, desde la oficina del capitán hasta donde estaban las computadoras, cómo estaban organizados en cuanto a información. No dijo que se debiera a él, aunque lo dejó a la imaginación de los visitantes. Cuando estuvieron ante unas terminales, no muy modernas y que contradecían la propaganda que hizo el sargento, se sentaron. Miranda les mostró cómo acceder al banco de datos. Solamente había una posibilidad con un único menú, pero él quiso mostrarles que era experto.
—¿Cómo es el hombre? —preguntó.
—Mide más o menos un metro ochenta —comenzó la teniente, como con una lección aprendida—, tiene el pelo negro, la faz delgada y los ojos hundidos.
—Y es un psicópata —añadió Josué.
—Seguramente fue expulsado —dijo el sargento, para no reconocer que el Ejército podía albergar psicópatas.
—Mejor si le hubiesen fusilado —opinó Carvajal.
El sargento tecleó la palabra «conductor» y la estatura. Durante unos minutos, los cuatro estuvieron atentos a la terminal, que no dejaba de pensar, lo que se notaba porque había un pequeño rombo verde iluminado. Por fin, llegó la respuesta.
—Hay, o ha habido, 118 conductores que miden entre 1,75 y 1,80 —dijo el sargento.
—Son muchos, pero tenemos tiempo para ver sus rostros.
—¿No tienen otro dato importante que podamos darle a la computadora, para reducir el número de sujetos? —preguntó el sargento.
—¿Todos tendrán el cabello negro? —aventuró Marcia.
—La mayoría. Ya ven que no somos alemanes.
Todos aceptaron que no eran nórdicos y que el cabello negro no aportaba una característica definitoria. Tampoco serviría de mucho decir que la tez sería tostada o los ojos oscuros.
—¿Y si elimina a los que siguen en activo? —propuso el jefe.
—Sí, es buena idea.
El sargento tecleó la palabra «baja», y el rombo se iluminó nuevamente. Tardó poco en la segunda ocasión. Todos leyeron el número, pero para sí.
—Treinta y ocho —dijo el sargento.
—¿Y tienen las fotos? —preguntó Marcia.
—¿Le has visto en alguna ocasión? —inquirió Carvajal.
—No, pero me lo han descrito varias veces.
—Veamos las fotos —aceptó el sargento.
Comenzaron a pasar las fotos de los treinta y ocho posibles Calígulas. Pronto se descartaron a los que no eran flacos, con lo que quedaron nueve. Miranda se disponía a iniciar la segunda pasada cuando Marcia le detuvo.
—Hay un tipo que tiene una mirada muy extraña —dijo—. Páselos lentamente.
No eran muchos, por lo que pronto llegaron al que ella quería volver a ver. Era flaco y de mirada casi insultante, provocadora. Con el corte de pelo militar no se parecía mucho a quien describían los testigos, y el uniforme no ayudaba mucho.
—¿Se fue o le echaron? —preguntó la teniente.
—Fue dado de baja —leyó el sargento, en la pantalla.
—¿Y puede averiguar por qué motivo?
—Por supuesto. —Pulsó una de las teclas de la parte superior del teclado y puso el cursor en la palabra «baja», y apareció el historial del ex militar—. Golpeó a un superior, una mujer, por un comentario sobre su persona.
—¿Qué tipo de comentario? —insistió la teniente—. Muchos psicópatas reaccionan con violencia ante comentarios sobre su persona, pero me gustaría saber específicamente cuál.
—Esa parte debo verla en el expediente.
—¿Y es rápido? —preguntó Carvajal.
—Regreso dentro de unos minutos.
El sargento salió, y los tres policías se quedaron absortos en la fotografía de Manuel Sarabia, un conductor que sabía de mecánica porque tomó varios cursos en el Ejército, y a quien le dieron de baja por agredir a un superior.
—Eso favorece mi teoría de que no tiene permiso de conducir —les recordó el jefe—. Aquí les enseñan todo, y para manejar un jeep no les envían a examinarse al Departamento de Vehículos. El Ejército los capacita y les entrega permisos para sus unidades.
—Pero eso se aplica a todos ellos —opinó Josué—. Este tipo es uno más.
—Sí, pero con cara de asesino —dijo Marcia.
Miranda no tardó en aparecer con unas hojas en las manos. Se detuvo ante el trío y comenzó a leer:
—La sargento primero María Fuentes fue amonestada y arrestada por burlarse del sargento segundo Manuel Sarabia. Según unos testigos, ella se mofó de su escaso… armamento. No se refiere al arma reglamentaria.
—Hemos entendido, sargento —dijo Carvajal.
—¡Es él, es él! —gritó Marcia—. Hay que enviar esos datos al psicólogo de nuestro departamento. Pero seguro que es él. Sin duda.
—Necesitamos sus huellas dactilares, para asegurarnos —le dijo Carvajal al sargento.
—En el ejército no se ficha a los reclutas. Nuestra Policía no se parece en nada a la civil, así como tampoco nuestros métodos, sean los de averiguación o los procesales.
—Entonces, una fotografía.
—Eso sí. Le daremos una copia a todo color y todos los datos de Sarabia.
Aquello bastaba por el momento, al menos para Marcia, que podía jurar que aquel tipo era a quien buscaban. Lo de la sargento reforzaba su instinto para leer en los ojos, ese hombre miraba como si dentro de él hirviese el odio.
Pereira abrió la puerta, y entraron Sofía y su marido, Evelio. Se notaban nerviosos, y aún no sabían para qué era aquella reunión, sobre qué les interrogarían o de qué podrían informarlos. Si tenían algo que ocultar o no, el nerviosismo hacía sospechar que eran culpables, sin determinar de qué; aunque podía deberse a que acababan de regresar de un sepelio, y nadie se ve feliz después de eso.
—Siéntense —dijo Palacios, señalando unas sillas y un sofá.
El dueño de la fonda le había ido proporcionando más comodidades, con la intención de que se quedase un buen tiempo. No se alquilaban todos los cuartos casi nunca, y tener a alguien fijo le parecía un milagro. Ocupaban cuatro cuartos entre los tres: el personal de cada uno, más el que servía de oficina. Por otra parte, Genaro, el propietario del hostal, albergue, posada o fonda, era bastante cotilla, y tener a la Policía en su establecimiento le permitía la licencia de inventar que le hacían confidencias sobre el caso de la anciana, y, como además, era dueño de un bar, recibía a muchos interesados en las noticias, más inventadas que reales.
—¿De qué se trata? —preguntó Evelio.
—Tengo que hacerle unas preguntas a su esposa.
—Le responderé lo que sepa —aseguró Sofía.
—Es sobre una mujer con la que usted comió hace un par de meses, en San Pedro.
Palacios esperó a ver la reacción que aparecía en la faz de la mujer, pero ésta no denotó sorpresa o asombro, sino que aguardó a que el teniente le ampliase la pregunta, si es que preguntaba, o su afirmación, si es que no esperaba su respuesta.
—Era una pelirroja —añadió Palacios—. ¿La recuerda?
—Sí. La recuerdo. Pero no entiendo qué quiere preguntarme sobre ella.
—Lo primero: ¿quién es esa mujer?
—Una vendedora de joyería, que quería venderme unas joyas bastante caras. Sigo sin entender, teniente.
—Yo tampoco entiendo nada, señora.
Evelio miró al detective con expresión de pocos amigos. Él tampoco estaba comprendiendo lo que pasaba, y le parecía estúpido que les hubiera hecho ir a aquella cita para preguntar sobre una vendedora de joyería. Lo manifestó sin dilación:
—No me parece bien que nos haya hecho venir, en un momento como éste, para una verdadera bobada.
—No es una bobada, señor. Si digo que no entiendo es porque me parece muy extraño que una vendedora de joyería estuviera en San Pedro con su esposa, y luego en Manzanos, con su suegra, días antes de su muerte.
Los esposos se quedaron boquiabiertos. Pereira estimó que ellos ignoraban que la pelirroja estuvo con la señora Núñez. Con un cabeceo, le comunicó a su jefe que ellos no fingían el asombro. El teniente asintió; estaba de acuerdo con su deducción.
—¿No lo sabían? —preguntó Palacios.
—¿Y cómo lo íbamos a saber? —exclamó Sofía.
—¿Usted le dio la dirección de su madre?
—¡No! ¡Por supuesto que no!
—¿Y tampoco le insinuó que su madre pudiera querer invertir sus ahorros en joyas?
—¿Cómo cree que yo…?
—Cariño —Evelio le agarró de un brazo—, el teniente debe preguntar eso. Así que no te enojes y di le simplemente que no.
—No —dijo la mujer—. Yo comí con ella, porque insistió en invitarme, pero no la mandé aquí. Le dije que no me interesaban sus joyas, y ya.
—¿Y no le dio detalles extras, tales como que usted nació aquí, que su madre vivía en este pueblo o…?
—Pues… —Sofía se quedó pensativa.
—Quizás ella le fue sacando información, sin que usted lo advirtiera.
—Es posible… Yo… Sí, creo que hablamos de nuestros pueblos. Ella me dijo que era de… cerca de Villegas. Y luego… Me parece que le hablé mucho de Manzanos y de que aquí vivía mi madre.
—¿Y quizá que estaba sola y que cobraba una pensión, o que guardaba sus joyas en una caja fuerte? Si hablaban de alhajas, eso era inevitable.
La mujer palideció. Pereira anotó el dato. Evelio salió al rescate de su esposa.
—¿Cree usted que ella la asesinó?
—No estamos seguros, pero sí que sabemos que estuvo aquí al menos dos veces y que su suegra la dejó entrar en la casa. El resto lo imaginamos.
Sofía comenzó a llorar. Su esposo le pasó un brazo por la espalda. Palacios aprovechó para hacerle una seña a Pereira. Éste movió la cabeza de arriba abajo. La mujer no sería cómplice, pero había ayudado mucho a la pelirroja, aunque involuntariamente.
—No fue su culpa, señora —dijo Palacios—. Los estafadores normalmente son muy astutos y cogen desprevenidas a sus víctimas. Tienen mucha habilidad para obtener información. Su madre guardaba algo en la caja fuerte, y eso motivó a la pelirroja a trazar un plan. ¿Qué era y cómo pudo enterarse de su existencia?
—Tenía una pulsera muy valiosa —especificó Sofía—. Y no sé cómo pudo enterarse esa mujer. Yo no se lo dije. Hablamos de muchas cosas, pero estoy segura de que no se mencionó la pulsera.
—¿Quién conocía la existencia de la pulsera, además de usted?
—Mi hermana, por supuesto. No sé si…
Evelio había fruncido el ceño. Mario no se enteraba de mucho, pero leía en el rostro de Pereira que eso significaba algo. Y así era, pues el hombre dijo:
—Hace cosa de seis meses, tú llevaste la pulsera a San Pedro, para reparar el cierre.
—Sí. Pero estuvo en la joyería de Don Simón, y él es de suma confianza.
—¡Ya lo tenemos! —exclamó Pereira para sorpresa de todos—. La joyería es el nexo de unión. Un empleado de la joyería tuvo acceso a los datos de quienes les confiaron alhajas.
—Exacto —confirmó Palacios—. Alguna razón debía de haber para que matasen ancianas con nada en común. Ahora necesitamos saber si las otras también llevaron joyas a reparar o a evaluar.
—Entonces, la mujer buscaba la información de la caja fuerte —propuso Evelio.
—Más o menos, la certeza de que la joya estaría en la caja fuerte. Si la madre de Sofía no tenía problemas económicos, lo que ella averiguó en la comida, lo lógico era que la pulsera estuviera allí, que no la hubiera vendido. Y, además, necesitaba información adicional, para acercarse a la señora Núñez.
—¿Y por qué le permitiría mi madre entrar en su casa?
—Porque se presentaría como empleada de la joyería, y que conocía bien la pulsera. Eso nos lleva a alguien que trabajó en la joyería. ¿Le mencionó la mujer al dueño, el tal…?
—Don Simón —leyó Pereira.
—No lo recuerdo. Aunque es muy posible, porque me dijo que conocía a la mayoría de los joyeros de San Pedro.
—Ya no es tan misterioso el asunto —opinó Pereira.
—Efectivamente. Señores —Palacios se puso en pie—, su ayuda ha sido muy valiosa.
—Nos agrada saberlo —dijo Evelio—. Si hemos colaborado para que agarren a la asesina, estaremos felices.
—Y ahora… —el teniente miró a Pereira—, nosotros tenemos mucho trabajo pendiente. Tú —le ordenó a Mario—, llama a San Pedro y que investiguen en la joyería de don Simón. La señora nos proporcionará los datos.
—Con mucho gusto.
—Y nosotros vamos a hacer la prueba que tenemos pendiente.
Pereira se puso en pie. Era lo que más le gustaba: buscar a una mujer alta y delgada que quisiera cooperar con la Policía en una prueba muy sencilla. Y si estaba soltera y aceptaba tomar una copa con él, mucho mejor.
—Oiga, teniente… —Sofía se dirigía a la puerta cuando se detuvo y llamó a Palacios—. Por cierto, ¿cómo supieron ustedes que comí con ella?
—Nunca revelamos nuestras fuentes.
—¿Su fuente se llama, por casualidad, Adriana?
—No sabría decirle, ya que eso lo investigaron en San Pedro.
—Seguramente fue ella. Por cierto, la mujer me dio su tarjeta, para que la llamase si me decidía.
—¿Y guarda usted la tarjeta?
—Es posible, pero en mi tarjetero de la oficina. Llamaré a Adriana para que la busque.
—Nos haría usted un gran favor.
—Y de paso, le daré a Adriana las gracias por su ayuda.
Palacios movió el índice derecho de lado a lado, en un gesto de negación, a la vez que decía:
—Recuerde que es su deber cooperar con la Policía en una investigación por asesinato. No sé qué métodos usaron en San Pedro, pero ella solamente cumplió con su deber.
—Lo tendré en cuenta.
Pereira, en cuanto salieron los esposos, preguntó:
—¿Por qué iría de pelirroja en ambas ocasiones: con la hija y con la madre?
—Porque si una hablaba con la otra, y la mencionaban, la persona en cuestión debía ser la misma. Eso haría confiar a la anciana —explicó el jefe.
—Suena. Entonces, se presentó como una empleada de la joyería. Conocía la joya y al joyero, además de a la hija. ¿Habrá sido así en los otros casos?
—Eso es algo que…
—Yo debo averiguar —completó Pereira, sonriente.
Claudio subió a su auto, a las diez de la mañana, después de desayunar, y condujo hasta Molinar. Al cabo de veinte minutos estaba en el centro de la población, en donde preguntó por una dirección. Le indicaron que era por la salida sur, en un conjunto residencial de clase media. Se dirigió hacia allí.
Las calles, anchas y arboladas, tenían nombres de países del mundo. Él buscaba Suecia y dio varias vueltas para hallarla. No estaban por orden alfabético, sino en una estudiada mezcolanza. Era una de las de los extremos, por lo que al final de ella se topaba con la valla que delimitaba el barrio.
La casa de la familia Cabañas estaba en el centro de la calle, a mano derecha. Era muy parecida a las otras, tan sólo se diferenciaba por el color y el arreglo del jardín. Y la diferencia estribaba en que los Cabañas la arreglaban poco. Para la señora era una tarea imposible; por otro lado, quizá no quisiese gastar en un jardinero.
—La vieja vive sola —musitó Claudio.
El hombre condujo despacio ante la casa, reteniendo cada detalle que se pudiera apreciar desde la calle. No se detuvo, como si buscase una dirección o una fachada en concreto. Dio media vuelta al llegar a la tapia, salió a la principal y condujo hasta llegar a un pequeño parque. Allí detuvo el vehículo, abrió el maletero, extrajo una bolsa de deporte y se adentró en el parque. Un cuarto de hora más tarde, Claudio regresó al auto, vestido con un mono naranja, con una gorra del mismo color, calada hasta las cejas. Metió el bolso en el portaequipajes, lo cerró y caminó por la calle Austria. Mientras se acercaba a Suecia, se fue poniendo unos guantes de trabajo y luego se puso unas gafas oscuras. Lo primero era lógico por la profesión que proclamaba la ropa de trabajo, y lo segundo por el sol que golpeaba duramente aquella mañana.
—Veremos que nos cuenta la señora Cabañas —dijo, entre dientes.
Palacios estaba con Manuela, ante la casa en la que trabajaba. Los acompañaba la patrona de ella, que parecía interesada en ver las evoluciones de los detectives. Y cerca, lo que les permitía un cordón policial, se había congregado medio barrio, como si se rodase una película. Es que nunca antes habían presenciado una actuación así, gratis y en plena calle.
Pereira se encontraba a dos calles, acompañado de una mujer alta, delgada, de unos treinta años, a quien había «fichado» la noche anterior, en una tienda de regalos. Al principio, no pareció muy convencida de trabajar para la Policía, y menos gratis, porque ella pagaba impuestos y las autoridades se los gastaban alegremente. Así que si querían su colaboración, sería con la premisa de que participase en el reparto del erario público. El detective acordó cincuenta dólares por un rato, y ella se vistió de gasero. Ya que tenía la cabellera larga, aunque de color castaño, servía de prueba para comprobar si ésta se ocultaba dentro de la gorra. Se escondía perfectamente, de manera que pasaron a la segunda parte: gorra, gafas oscuras y bajar de un auto ante la casa de la difunta señora Núñez. Podía llegar caminando por la calle, pero Manuela la vio de espaldas, porque salió justo cuando el gasero llegaba ante la fachada de la casa. Si caminaba por la acera, la vería de perfil, con lo que podía apreciar sus facciones femeninas.
La mujer bajó del automóvil, con los guantes puestos y la caja de herramientas, y se dirigió a la parte trasera de la casa. Palacios estaba atento al rostro de Manuela. Ésta anticipó, con un cabeceo, lo que luego puso en palabras:
—Sí, se parece mucho. Es de la misma altura que el otro hombre, y casi igual de delgado.
—¿Muy parecido? —insistió el detective, enfatizando el masculino.
—Mucho. Caminaba un poco más lento, como buscando algo. Éste va más rápido, sabiendo hacia dónde va.
—¿Éste? —Palacios sonrió, porque ella no había cambiado el género de la persona en cuestión—. ¿El otro era más masculino, más fuerte o… algo?
—No. Muy parecidos los dos.
—¡Pereira, que se dé vuelta!
Pereira fue hacia la mujer, que esperaba en el punto en donde, si doblaba hacia el patio trasero, ya no se la vería, y le indicó que se diera media vuelta y que se quitara la gorra.
—¡Es una mujer! —exclamó Manuela, perpleja.
—Es una mujer —dijo la dueña de la casa, mirando hacia los que observaban tras el cordón policial. Seguramente todos se habían dado cuenta, pero ella estaba más cerca de los agentes, por lo que habría escuchado mejor.
—Y el otro gasero pudo también ser una mujer —opinó el teniente—. ¿No es así?
—Sí —aseveró la doncella—. No lo había pensado, pero con esa ropa no se puede adivinar, y menos desde aquí.
—Una mujer —repitió Palacios—. Tengo muy buen olfato.
Pereira le dijo a su colaboradora que ya había acabado y que la segunda parte podría ser más tarde, en un bar. Ella dijo que era muy posible, pero que adelantase el pago por si algún imprevisto suspendía la reunión. No se trataba de suspicacia, sino de prevención.
A las cuatro de la tarde, el trío de detectives, ya terminada su investigación en la base militar, regresaban a Figueroa, comentando lo que habían obtenido. Carvajal estaba presentando su conclusión, y los otros dos escuchaban.
—Como no puede trabajar como chófer —decía—, porque le exigen un permiso, lo lógico es que lo haga en un taller mecánico. Conoce el oficio, y en tales negocios no son muy escrupulosos con papeles, permisos ni otros documentos.
—Así que debemos investigar en los talleres de la zona —aceptó Marcia—. ¿Crees que andará muy lejos?
—No, no lo creo. Ya hemos comprobado que nunca se aleja mucho. Como hemos leído en su expediente, nació en Moncada, a poca distancia de Ciudad Valdés, y puso en la solicitud de ingreso a la milicia que trabajó en una empresa de refrescos, en el reparto, lo que significa que viajó mucho por los pueblos más incógnitos.
—Por eso conoce los senderos, las granjas y todo lo rural.
—Y siendo así, se siente a gusto en la zona que conoce bien. Quizá se tenga que ir, pero cuando se vea muy presionado.
Iba a agregar algo más, pero entonces sonó el portátil de Marcia. Lo cogió y escuchó. Cuando colgó, dijo:
—Ha sucedido algo en una gasolinera de la misma autopista, no lejos de Bañuelos. Un tipo flaco y mal vestido ha robado un auto. La Policía local le anda buscando.
—¿Crees que es Manuel?
—Yo diría que sí. Y ahora sí le tenemos a pocas horas. El pueblo se llama Arteaga.
—Pues me parece que debemos ir para allí —propuso el jefe.
—¿No regresas a Figueroa?
—No. Tengo interés en atrapar al tipo. En Figueroa jamás pasa nada, y si ahora ha pasado, es lógico que me dedique a ello. Hablé con el alcalde y me dijo que ayudase en lo que pueda.
Volvió a sonar el portátil de Marcia. La mujer miró la pantalla, antes de contestar, y le ordenó a Josué:
—Detente un momento. Es… —miró al jefe, que iba delante, junto a Josué— un familiar.
El Gordo asintió con la cabeza y la mujer descendió a la cuneta. Marcó ella, porque quien llamaba ya había colgado.
—Sí, cariño. ¿Sigues en Manzanos? ¿Cómo va el caso? ¿Regresas a San Pedro? Yo no. Sigo en la zona. Ahora vamos hacia Arteaga. Esta noche te llamo y me cuentas. Ya sabemos quién es el asesino de parejas. Un ex militar. Me está ayudando mucho el jefe de quien te hablé. Es un tipo inteligente. Esta noche. Yo te llamo en cuanto esté en el hotel. Un beso, amor.
La mujer colgó y regresó a su asiento en el automóvil. Carvajal estaba charlando con Josué. No le preguntaron nada, pero ella creyó conveniente explicar, mirando fijamente al joven conductor:
—Mi hermano. Un asunto de familia.
Josué hizo una mueca que pasó desapercibida para sus acompañantes y arrancó. Carvajal volvió a tratar el tema de Manuel Sarabia.