3

El camión se detuvo en la gasolinera. Era casi la una de la madrugada, y únicamente la luz indicaba que había servicio y que el restaurante estaba abierto. El conductor se colocó junto a un surtidor y esperó a que alguien apareciese. Del lado izquierdo de la cabina bajó el autostopista, que fue hacia la bomba. Miró hacia arriba, al conductor, y le preguntó:

—¿No quieres que cenemos aquí?

—Me parece que no. Voy un poco retrasado y prefiero echarme de un tirón lo que me falta.

—Yo voy a cenar y a dormir un rato. Mañana sigo hacia Bañuelos.

—Dijiste que debías estar allí temprano.

—Pero no muerto de sueño. Estamos muy cerca, por lo que da lo mismo dormir allí que aquí. Y ya no aguanto. Te agradezco mucho que me hayas acercado.

El autostopista era un hombre muy educado, lo que contrastaba con su aspecto de vagabundo, un rostro demacrado y la ropa vieja, zurcida y sucia. Y el chófer podía asegurar que era ameno, muy conversador y conocedor de muchas partes del país, porque se había pasado media vida viajando. Y escuchaba con atención, con interés, no para pagar el viaje. Era una lástima que se quedase allí, cuando aún faltaba un buen tramo para su destino. Le hubiera ayudado a no dormirse, lo que la radio, aunque la pusiera a todo volumen, no conseguía.

—Hay unos cuartos que alquilan —le informó el camionero—. Son baratos y están limpios. Yo me he quedado en alguna ocasión.

—Me gustaría invitarte a algo —insistió Manuel.

—Déjalo para otro día, amigo. Lo aprecio, pero llevo prisa.

El autostopista, vestido con una chamarra azul y un pantalón vaquero, regresó a su asiento, a la vez que un hombre llegaba a la bomba, con pasos lentos, pasándose una mano por la cara, intentando despejarse. Manuel cogió su pequeño macuto y volvió al surtidor. Saludó al hombre y recibió un bostezo como respuesta.

—¿Cuánto cuesta un cuarto?

—Ocho dólares —contestó el hombre—. Como ya es tarde, y no vendrá nadie, se lo dejo en seis.

—Y quiero comer algo, lo que sea.

Se escuchó un frenazo, y los tres hombres miraron hacia donde procedía. Un auto verde, deportivo, de los de dos asientos y un pequeño espacio atrás, había llegado a toda velocidad. Tuvo que detenerse en unos metros, para no chocar contra una de las bombas.

—Borrachos —musitó el encargado de la gasolinera.

Manuel se fijó en los ocupantes del automóvil. Quien manejaba era un hombre rubio, regordete, de unos treinta años, que reía sin parar; a su lado había una mujer de unos veinticinco, rubia teñida, de faz redonda y con un busto que destacaba al estar ella casi acostada en el asiento, que había echado hacia atrás. Al autostopista le gustó lo que veía, y sonrió a la mujer. Ésta no le hizo caso. Manuel era alto y escuálido, como le describió la teniente, de pelo negro, faz demacrada y ojos hundidos, pero no dibujó sus dientes, salidos, feos y amarillentos, desiguales. Y tampoco dijo que cojeaba de la pierna izquierda, aunque eso solamente se dejaba ver si apresuraba el paso.

—¿Tiene un cuarto libre? —preguntó el conductor, sin dejar de reír.

—Sí, cuartos sobran. Hoy no hay nadie.

—¿Cuánto cuestan?

—Diez dólares.

El encargado miró a Manuel, diciéndole, sin palabras, que su precio era de amigo y que el borracho pagaría lo que a él le había descontado. Calígula asintió con la cabeza.

—Solamente puedo darle un bocadillo de jamón —le dijo el encargado a Manuel, respondiendo a algo que hacía tiempo había preguntado.

—Está bien. Incluso comería el pan sin nada dentro.

—¿Y tiene whisky? —preguntó el borracho.

—Sí. Dentro de un minuto les atiendo.

Terminó de cargar gasolina y fue junto a la ventanilla del camión a recibir el pago. El camionero miró a Manuel, para despedirse de él, pero éste caminaba rumbo al restaurante. Hablaba en voz baja, aunque sin interlocutor.

—Me estarán esperando a la entrada del pueblo. Mejor si me quedo un tiempo por aquí y luego veo qué dirección tomo.

Entró en el restaurante y miró por la ventana. El camión comenzaba a moverse. La pareja se dirigía hacia unos cuartos del fondo. El encargado iba hacia el restaurante, para preparar el bocadillo y llevarle a la pareja la botella de whisky.

—Bien, amigo —dijo el encargado al entrar—, hoy parecía una noche muerta, pero se ha compuesto. Ahora mismo le preparo su bocadillo, para que pueda descansar.

—El camionero me iba a llevar a Bañuelos, pero ya no aguanto la espalda. Mejor si duermo unas horas y continúo mañana. ¿A qué hora pasará un autobús?

—Por el día pasan cada hora. O yo le arreglo el viaje con algún conocido. Aquí paran muchos camioneros, y tengo confianza con varios.

—Gracias. No me despierte. A ver si logro dormir hasta el mediodía.

Manuel le dijo al camionero que debía estar temprano en el pueblo, luego que no tanto, y ahora ya podía dormir hasta el mediodía.

—La habitación vence a las once. ¿Tendrá suficiente con casi diez horas?

Manuel asintió con un cabeceo. El encargado le puso delante, sobre un plato de plástico, un bocadillo y un vaso con refresco. En un bolsillo del delantal llevaba una botella de whisky.

—El bocadillo es cortesía de la casa. Sólo son los seis dólares.

Manuel pagó, cogió el bocadillo y el vaso, y se dirigió hacia la puerta. El encargado fue tras él, y ambos caminaron rumbo a los cuartos de enfrente. El empleado era locuaz, ya fuese porque su trabajo lo requería o por su naturaleza.

—Me parece que ellos también van a dormir hasta tarde, si se toman la botella. El tipo ya ha venido otras veces, y siempre termina borracho perdido. Hay que despertarle a tamborazos. Es uno de los riquillos de Bañuelos. Es una porquería de pueblo, pero este tipo tiene plata. A ella no la he visto antes.

—Parece puta.

—A esta hora y con esa facha, no puede ser otra cosa.

—No me gustan las putas —dijo Manuel con un gesto de repugnancia.

—A mí no mucho, pero si no hay otra cosa…

El encargado miró a Manuel, que tenía la vista en la punta de sus zapatos, en el suelo que pisaba, por lo que no corroboraría lo que oía. Además, no parecía muy interesado en la mujer, o quizás estaba muy cansado.

—Mejor eso a que se pudra. —El encargado soltó una carcajada—. Ése es su cuarto. Cierre por dentro.

—Buenas noches, y gracias —dijo Manuel, que abrió la puerta del cuarto.

La rubia atravesó el banco, desde el escritorio de un ejecutivo hasta la salida, lo que obligó a todos los clientes a torcer el cuello. Era alta, con melena corta de un rubio intenso, delgada, vistosa, y vestía elegantemente. Ella sabía que gustaba, por lo que movía sus antípodas mucho más de lo necesario, y revisaba, de reojo, el efecto que causaba.

Al otro lado de la calle, en un bar frente al banco, resguardado bajo una marquesina, Claudio levantó la mano, para indicar su presencia. Susana se detuvo en el borde de la acera, miró a ambos lados y cruzó al ver que no venían coches. El trayecto por la calzada fue sin bamboleo, lo que sugería que el hombre no lo hubiera aprobado. Llegó junto a él, que era alto, delgado, de muy buen aspecto, y le dio un beso en la mejilla.

—¿Por qué no entraste? —le preguntó.

—Imaginé que ya estarías a punto de terminar. ¿Cómo vamos?

—Ya tenemos veintiocho mil. ¿Y lo tuyo?

Él hizo un mohín de decepción, gesto que ella imitó, al interpretar que lo que escucharía no era nada halagüeño.

—El local que queríamos ya se ha vendido, pero hay otros, y algunos a muy buen precio. Necesitamos treinta para comprar uno cerca del que te gustó. O pensemos en cambiar de ubicación.

—Es que para una boutique no puede ser cualquier sitio.

—Lo sé. Y no hay problema, porque quedan varios.

Olvidando la decepción de poco antes, su rostro manifestó júbilo. Había usado la técnica de las dos noticias: una mala y otra buena.

—Pero debemos apresurarnos —observó ella—. He soñado tanto con mi boutique que cuanto más próxima la veo, más nerviosa me pongo.

—Tranquila, cariño, que vamos en camino.

El camarero se acercó y dejó unas aceitunas sobre la mesa. Ella le pidió una naranjada, y él repitió cerveza. Hacía calor y se le antojaba algo frío.

—Tenemos que trabajar un poco más, probablemente un mes —dijo él.

—Se me va a hacer eterno. Ya sueño con un negocio propio.

El hombre avanzó la cabeza, puso los labios en forma de trompeta y ella acercó los suyos. El camarero llegó con la cerveza y la naranjada, lo que suspendió el beso.

—¿Y si vendemos el auto? —propuso ella, cuando se fue el camarero.

—No me gustaría llegar en autobús. Eso causa mala impresión.

—Bueno, pues trabajaremos un mes más. ¿Has pensado en dónde?

El hombre no respondió, metió la mano en el bolsillo trasero del pantalón y sacó la billetera. No pensaba pagar aún, pero sí buscar algo en uno de los apartados para las tarjetas. Sacó un papel doblado. Una vez desplegado, tenía el tamaño llamado «carta». Leyó para él, y luego dijo un nombre en voz alta.

—¿Recuerdas a Remigio Cabañas? —le preguntó a la mujer.

—No, creo que no.

—Le intentaste vender una parcela.

—Han sido varios.

Claudio le dio a Susana la tarjeta de visita que había sacado de la billetera. Ella leyó el nombre de quien se anunciaba por tal medio: «Remigio Cabañas, gerente, M. M. O. Modernos Muebles de Oficina».

—Es aquel tipo de San Pedro con el que te citaste en el hotel Central, por lo de las parcelas. Era un tipo gordo, que estaba embobado con tus piernas.

—¡Ya! Sí, le recuerdo. Me parece que no estaba interesado en comprar una parcela.

—No, no quería comprar nada, sino que tú le obsequiases con algo. Te habló de su familia en Molinar.

—No me suena el pueblo. Es que con la venta de las parcelas conocí a mucha gente, y me hablaban de su familia o sus pueblos, y no me prestaban atención. Parecía que ellos eran los vendedores.

—Está cerca, mucho antes que Ciudad Valdés. Podríamos ver qué hay ahí.

—¿Y a qué se dedica su familia? ¿Tienen negocios? Tu memoria es mucho mejor que la mía. Además apuntas todo, y yo confío en mi mala memoria.

Él se sintió halagado, y, como no tenía esos datos en la hoja, buscó en la memoria, que su esposa reputaba como muy buena.

—Creo que tenía media familia en ese pueblo, y poseen varios negocios.

—Suena bien. Podríamos ver si hay algo para nosotros.

—Nos detendremos y echaremos un vistazo.

La tarde caía, y la gente caminaba por la aceras. Era la hora de las compras, de las salidas de las oficinas, de aprovechar la luz de dorado y carmín que restaba antes de que llegase la oscuridad. Era muy buen momento para disfrutar la terraza del bar.

En otro punto, y en otro tiempo, daban las seis de la mañana, y el sol estaba anunciando su llegada. En la gasolinera, el empleado del turno de la mañana acababa de bajar de un autobús y se dirigió a la oficina, para el relevo. El encargado de la noche le dio las cuentas del día y le dijo que dos cuartos estaban alquilados: uno a una pareja, de la que él conocía al menos al hombre; en el otro había un tipo mal vestido. Los dos cuartos deberían quedar libres a las once de la mañana, cuando llegaba la encargada de la limpieza. Tras el cambio de guardia, el del turno de noche se sirvió un desayuno, listo para marcharse a su casa. El otro salió a la calle y fue a una de las bombas, porque acababa de llegar un coche.

Alrededor de las diez de la mañana, sin ser advertido, Manuel salió de su habitación y se dirigió, agazapado, hacia el auto deportivo en el que había llegado la pareja. Una vez que estuvo tras él, sin que pudieran verlo desde el restaurante, revisó la cerradura del portaequipajes, sacó una navaja y un destornillador del bolsillo, y hurgó un momento en ella, hasta que consiguió que se abriese. Luego se metió en el maletero, un hueco no muy amplio, pero en el que cabía con un poco de pericia. Por fortuna para Manuel, el auto estaba a la sombra, por lo que no se ahogaría, al menos hasta después del mediodía.

Unos minutos después de las once, el encargado llamó a la puerta del cuarto de Manuel. Al no recibir respuesta, movió el pomo. Estaba abierta. Se asomó y no pudo percibir nada, puesto que reinaba una total oscuridad. Corrió las cortinas y comprobó que el cuarto se hallaba vacío.

—Ya se fue éste —dijo entre dientes—. No le he visto salir. Me importa un pito, mientras no se haya llevado las sábanas o las almohadas. Hace tres meses, un tipo no dejó ni las cortinas viejas y de plástico de la ducha —le explicó a un inexistente oyente.

Constató que no faltaba nada y cerró la habitación. Llamó en la contigua. Debió hacerlo varias veces, porque nadie respondía. Puso una mano sobre el pomo, pero éste no giró, lo que indicaba que estaba cerrada por dentro. Volvió a llamar. Por fin sonó una voz destemplada, airada y sorda. Unos minutos más tarde, un rostro somnoliento, con señas de una noche de alcohol, apareció en la rendija entre la puerta y el marco.

—Ya es la hora, amigo. ¿Quiere quedarse otro día?

—¿Qué hora es? —preguntó el huésped con tono aguardentoso.

—Las once y diez.

—¡Tan tarde! Bien, bien, ahora nos vamos.

Se cerró la puerta y el encargado regresó a las bombas. Otro vehículo acababa de llegar. En el auto verde, una abertura en el portaequipajes indicaba que allí dentro faltaba el aire, y Manuel lo necesitaba o se asfixiaría. Ya llevaba una hora dentro. No pensó en que la pareja no despertaría hasta que los llamasen, y no temprano, como él. Pero ya se acercaba el momento, pues oyó la conversación entre el encargado y el cliente. No se apresurarían, pero al cabo de media hora subirían por fin al auto. Manuel no contó con que el hombre rubio no había tenido sexo la noche anterior, aunque había pagado por él, ni con que solamente se había emborrachado en compañía de la mujer, ni con que, aquella mañana, pensó que eso pudo haberlo hecho solo, o con amigos. Por ende, se cobraría mientras se duchaban, y el encargado esperaría un poco más.

Eran las nueve de la mañana en Figueroa, casi veinticuatro horas más tarde que cuando Manuel despertó en la gasolinera. En la casa del Gordo Carvajal, también se desperezaba la mitad de una pareja. El jefe abrió un ojo y miró a su lado. Vio que no estaba solo, lo que hacía bastante que no pasaba. La teniente aún estaba durmiendo.

—Vaya con ella. Qué energía se carga. Y ganas…

Bostezó y abandonó la cama. Prepararía café, y al cabo de un rato iría a la oficina. Él solía llegar a las ocho de la mañana, aunque fuese domingo; pero era la primera vez en mucho tiempo que dormía con una mujer, y eso justificaba cierto retraso. Y en verdad se aplicaba en lo de dormir, además de en lo que hubo antes. En otras ocasiones, pasaba unas horas en uno de los cuartos traseros del bar de Clemente, donde unas furcias ejercían ese negocio que dicen que es el más viejo del mundo. Hubiera supuesto que ése era el de cazador, pero los expertos sabrán. El negocio era ilegal, pero el jefe hacía la vista gorda, al igual que los demás del pueblo, porque las prostitutas no molestaban, y las mujeres de la localidad tampoco protestaban. Preferían que sus maridos se acostasen en el pueblo, donde estarían más controlados, porque lo harían furtivamente, rápido y sin ruido, a que se trasladasen a otro lugar, en donde campasen a sus anchas. La moralidad siempre se supedita a los intereses.

El jefe obtenía descuento por ser sordo, ciego y mudo, por lo que solía pasar de vez en cuando por el bar, para verificar y asegurarse de que no sucedía nada fuera de lo común. Él tenía, al igual que el alcalde, una cuota de cortesía, lo que equivalía a un trabajo semanal gratuito. Algunas semanas usaba su privilegio, y otras ayunaba, porque ya no gozaba de la fogosidad de la juventud. El alcalde no ayunaba nunca, a pesar de estar casado y tener medio siglo encima, y solía acudir un par de veces, la segunda usando un crédito que equivalía a gratuidad, porque no pensaba pagar. Ellas le recordaban lo que debía, pero sin intención de cobrar, tan sólo para que no ampliase la cortesía a más «fiscalizaciones».

El Gordo no dormía en el cuartito de los sudores, y al irse tan pronto podía realizar su inspección de rutina. Aquella noche había resultado excepcional en varios sentidos: la mujer estaba muy bien, con algunos kilos de más, aunque el jefe le superaba en ese detalle; sabía del asunto, aunque eso no lo hubiera aprendido en la academia; y le puso muchas ganas. Se iría aquel mismo día, pero quizá regresase a recabar algunos testimonios faltantes, o…

—No, no creo —musitó.

Le estaba llevando un café a la habitación cuando llamaron a la puerta. Dejó la taza sobre la mesilla y fue a abrir. Era Torres, quien temprano tenía mucho más aspecto de bobo que después del mediodía. Y bostezaba, pues solía seguir dormido, aunque sin cama, unas dos horas después de levantarse.

—¿No ha visto a la teniente? —preguntó el ayudante.

—Buenos días, Torres. ¿Has descansado bien?

—Perdone, jefe. Buenos días. ¿Ha descansado usted bien?

—Muy bien, como nunca. Necesito un asesinato cada cierto tiempo para descansar tan bien.

—¿Ha visto usted a la teniente? —insistió el hombre. Había ido a buscar a la teniente, y no a saber si aquel día el jefe durmió a pierna suelta o se la ató a la mesilla.

—Pues sí, y la he visto muy bien. ¿La buscan sus hombres?

Torres se quedó boquiabierto. Se rascó la cabeza y no supo qué más decir. Su mente estaba desmenuzando la frase del jefe, porque le parecía que significaba que la teniente… No tuvo que estrujarse el magín, porque una voz que procedía del dormitorio del jefe preguntó:

—Enrique, ¿me buscan?

—Sí, Marcia. Tus hombres andan preocupados por tu paradero.

—Ya voy. Me doy un baño y voy.

—Te espero en la oficina. Yo me adelanto y desayuno en un bar. Te dejo un coche con las llaves puestas y me llevo al mensajero. Vámonos, Torres.

Torres se colocó al volante, sin dejar de rascarse la cabeza. No usaba peine, pero posiblemente tampoco champú, por lo que más que por perplejidad se rascaría por los piojos. Y con tal higiene como norma, no percibió que el jefe tampoco se duchó aquella mañana. En la cualidad de la limpieza se parecían mucho, y en la carencia de un buen olfato, algo que resulta extraño en los sabuesos.

—¿Y se ha acostado con ella, jefe?

—Sí. ¿Crees que soy impotente? Soy más viejo que tú, pero aún doy guerra.

—Es que… ella es teniente de los federales.

—¿Y dejaría de ser mujer al ascender a teniente?

—No, no es eso. Es que… Bueno, es que está muy buena.

—Conduce y deja de decir estupideces. Y como no has visto nada, no se te ocurra mencionar lo que no has visto. ¿Entiendes o te hago un dibujo?

—Entiendo, jefe.

Torres podía jurar sobre diez Biblias que iba a guardar silencio; pero en cuanto fuese al bar, aquella noche, contaría lo del jefe. Habría muchos que no le creerían, pero serviría de tema de conversación, aunque el demencial asesinato de los Méndez ocupaba todas las lenguas del pueblo. Ya había una teoría que decía que Juan Méndez tenía algo que ver con una secta satánica, a la que abandonó para casarse. Los de la secta le estuvieron buscando, porque, como sucede en la mafia, uno solamente se sale si lleva los pies por delante. Al hallarlo, le asesinaron a su estilo, y a su esposa por haberle inducido a desertar de la hermandad. Muy buena historia, para proceder de un pueblo en donde jamás habían visto un sacrificio ritual, ni siquiera por televisión. Pero alguien leía mucho, y esa versión gustó bastante más que la de que un loco liquidó a los Méndez porque se cruzaron en su camino, y que pudo haber sido otra pareja. Era mejor para la tranquilidad de todos, para poder dormir plácidamente, que el asesino hubiera ido directamente a por Méndez, que suponer que les pudo haber tocado a otros si los ojos del demente se hubiesen posado en ellos.

El teniente Palacios había establecido su cuartel general en una habitación de la fonda de Manzanos. No estarían allí mucho tiempo, pues a quien buscaba ya no volvería, y solamente les restaba recabar información.

Había llegado el informe de las huellas, y a la vez las hijas de la difunta, quienes recordaron, ya tarde, que tenían madre. Palacios habló un momento con ellas, para explicarles que se trataba de un asesino en serie, alguien que no tenía nada personal contra la anciana, lo que más bien significaba no querer proseguir con ellas, y que vivía del robo, aunque con asesinato previo. Sin embargo, él no desechaba la idea de que alguien le diera al homicida la combinación de la caja fuerte ni que la pelirroja pudiera ser amiga de una de las hijas. Pero eso quedaba para más adelante, si podía encontrar a la misteriosa mujer.

No necesitaba tomar sus huellas, porque las tenían registradas en el Departamento de Vehículos, y ya habían comprobado que en el caso de una sí correspondían a alguna de las halladas en la habitación. Pero le quedaban otras, y de alguien no registrada. Una mujer no identificada había puesto sus manos en la caja fuerte, sin guantes. También pudo hacerlo el asesino, pero de éste se sabía que usaba guantes.

—Gloria Perales, la asistente social que atendía a la señora Núñez —anunció Pereira, tras abrir la puerta.

Junto a él estaba una mujer de unos treinta años, menuda, flaca y con dientes saltones, peinada como en los años 60, y vestida como en los 50, y a quien hizo pasar a la habitación. Pereira entró también y cerró la puerta tras ambos. Palacios le ofreció una silla a la mujer, y su ayudante se sentó sobre la cama. El teniente se quedó de pie, mirando por la ventana.

—Supongo que sabe que murió la señora Núñez.

—Dicen que la asesinaron.

—Es cierto —confirmó Palacios—. ¿Usted la visitaba con frecuencia?

—¿Creen que yo la he matado? —preguntó nerviosa la mujer.

—No, no creemos eso. Estamos tras un hombre, y la hemos llamado porque usted puede proporcionarnos algunos datos.

—Bien. Ayudaré en lo que pueda —prometió la asistente, más tranquila.

—¿Usted ha estado alguna vez en el dormitorio de la señora Núñez?

—Nunca. Cada vez que he ido a su casa, me ha recibido en la sala.

—¿Tiene usted permiso de conducir?

—No. Ni tengo coche. ¿Es eso importante?

—Necesito sus huellas dactilares, como las de todos quienes han estado en la casa. Solamente para ir descartando a aquellos que conocemos, y para aislar las de quienes no conocemos. Y, como no tiene usted permiso, no conseguí sus huellas.

—No hay problema.

—El sargento Pereira se las tomará. Otra cosa. Nos han dicho que una mujer joven, alta y delgada, solía visitar a la señora Núñez, y que entraba en la casa. Pensamos que sería otra asistente social, pero ya hemos confirmado que no hay nadie en el Seguro con tal descripción. ¿Por casualidad le habló ella de una amiga o pariente?

—No recuerdo. Normalmente hablábamos de su salud, y a veces me comentaba algo de sus nietos.

—La mujer que buscamos es pelirroja. Eso llama la atención, y más donde la mayoría de la gente es de pelo oscuro. Una larga cabellera roja.

—Pelirroja… —La mujer se quedó pensativa.

—¿La conoce? —Palacios se interesó.

Pereira abandonó la cama y fue junto a la asistente. Ésta tardó en responder, y los dos hombres respetaron su evocación y silencio. Se explicó:

—En una ocasión en que vine, hace cosa de un mes, me crucé con una mujer alta, pelirroja, muy bien vestida. Pero fue en la acera, y no ante la casa de la señora Núñez. Lo que sí coincide es que la mujer tenía una cabellera larga, de color rojo pálido.

—Si ella fuese a un lugar de los que peinan a las mujeres… —comenzó Palacios.

—Una estética —apuntó Pereira.

—Eso ¿Dónde hay una estética en este pueblo?

—Hay dos, y ambas en la calle principal, la avenida Primero de Mayo.

—Imagino que la mujer, si estuvo aquí un mes, usaría los servicios de una estética —estableció el teniente.

—Eso es normal entre las mujeres. Sí, y una pelirroja no pasa desapercibida —aseguró Gloria—. No se les habrá olvidado.

—Y las fondas —propuso Pereira—. En algún lugar se alojaría.

—O en algún cuarto de los muchos que alquilan particulares —dijo Gloria.

—Pues muchas gracias, señorita Perales. Le agradeceré que le proporcione sus huellas al sargento. ¿Dónde anda Mario? —le preguntó a su ayudante.

—Por el pueblo, precisamente preguntando por la pelirroja.

—Perfecto. No puede haber estado aquí sin que alguien la haya visto.

Palacios cogió el auricular del teléfono y marcó un número de Ciudad Valdés. La pelirroja se había convertido, junto con el gasero, en firme candidata a asesina.

—Pero debe de ser fuerte —murmuró el teniente—. Alta ya es, y quizá también pueda romperle el cuello a una anciana. Veremos si también aparece en otros casos.

Cuando el Gordo Carvajal llegó a su oficina, los sabuesos de Marcia le estaban esperando. Se llamaban Jonás, el robusto, y Josué, el jovencito, de manera que los conocían en la Federal de Investigación como «los Bíblicos», y a Marcia la apodaban «Jezabel», por «ciertos detalles» también especificados en las Sagradas Escrituras. Los detectives no le informaron al jefe de lo que habían investigado, por lo que, en desquite, él no los invitó a café y los dejó en la sala de espera.

—¿No les damos al menos unas galletas? —preguntó Torres.

—De las tuyas, las que quieras. Las mías, las guardas para ella, porque vendrá con hambre.

—Es usted un tigre, jefe.

—Y te daré un zarpazo si no vas a perder el tiempo a otra parte. No te burles, porque te mando a patrullar las pocilgas de la barranca.

—Lo decía en serio, jefe.

El jefe sonrió. Era el típico halago del subordinado, pero podía jurar que le puso empeño y que la teniente no tuvo queja. No era un tigre, pero, al menos, aulló como un lobo, o quizá maulló como un gato en celo, de los que llenaban los tejados del pueblo en la primavera. A su edad no se le podían pedir milagros.

—¿Dónde está Cristóbal? —preguntó, para cambiar de tema, porque no pensaba discutir con Torres su vida sexual, o su modus operandi—. Él nunca llega tarde.

—Fue al depósito, adonde llevamos el coche rojo, a ver si allí encontraba algo.

—Ése sí es un buen elemento, no como otros holgazanes que ni peinarse saben. Comunícame con él, a ver si ha averiguado algo.

Torres se quedó en el umbral, pensando la respuesta. Ninguna excusa sería creíble, pero debía pensar en una.

—No me peino porque tengo un herida en el cuero cabelludo, jefe.

—Que se llama capa de mierda añeja. Vete a localizar a Cristóbal y me lo pasas. Y también me comunicas con la gasolinera de El Vado, y con la de Salinas.

—¿Por qué tan lejos, si hay gasolineras en el pueblo?

El subordinado seguía sin quitarse de la puerta. No tenía muchas ganas de ponerse a trabajar tan temprano, y discutir las órdenes del jefe era una forma de dilatar el momento de comenzar a simular que hacía algo.

—Vete a… —El jefe le mostró un puño—. Tú haz lo que te digo, y no pienses, porque se te puede derretir la capa de mugre, y nos asfixiamos con el olor.

—Es una infección, jefe. Me dijo el doctor…

Torres salió apresuradamente del despacho, porque el jefe había cogido una piedra verde que usaba de pisapapeles. Cuando estuvo solo, Carvajal musitó:

—El tipo no se ha ido en ningún autobús, porque sabe que es donde ellos buscarían. Ha dejado el auto cerca de la parada, para que así lo crean. Yo no entenderé mucho de asesinos seriales, pero sí de tipos que roban un auto y se deshacen de él para convertirse en humo.

—Jefe, tengo a la gasolinera de Salinas. Se la paso —gritó Torres, quien había dejado abierta la puerta del despacho precisamente para poder anunciar a gritos las llamadas, y ahorrarse caminatas.

—Hola, Jaime, ¿cómo andas?

—Bien, ¿y tú? ¡Qué milagro que te acuerdes de mí! ¿Qué cuentas?

—Ya sabes, lo de siempre.

—No lo creo, porque se ha escuchado que tienes un asesino sádico en el pueblo.

—¿Quién te ha contado eso? No son las diez todavía y la noticia ya recorre las carreteras. Joder, como guardan los secretos en este pueblo —se quejó el jefe, aunque sin demasiada vehemencia, porque no le asombraba lo más mínimo: conocía a sus paisanos.

—Tú sabes que aquí no hay mucho que contar, y ya hace un año que ocurrió lo del choque de los dos camiones, y nos hemos cansado de darle vueltas al asunto.

—Pues sí, los Méndez. Buena gente. Un hijo de puta loco, de esos que nos sueltan los de San Pedro. Fue anteayer, lunes, por la noche, pero le encontraron ayer por la mañana.

—Me han dicho que estuvo de película de horror.

—Mucho más. Yo no había visto, ni en fotos, algo semejante.

—Vaya la que te han armado —dijo el de la gasolinera, compadeciendo a su amigo.

—Pues a mí… Están aquí los federales, y ellos llevarán el caso. Oye, quería saber si algún camionero ha dejado o ha recogido a algún tipo flaco, con mala facha, con una mochila o un paquete, la noche del lunes. O si iba a su lado.

—No sé. Al menos yo no he visto a nadie así.

—No creo que lo haya levantado un particular, porque ellos son desconfiados. Los camioneros se aburren, y además son gente menos miedosa.

—No lo he visto, pero voy a preguntar.

—Me harás un gran favor. Bueno, haz correr la voz, a ver si alguien sabe algo. Me llamas. Salúdame a tu esposa.

Colgó y llamó a Torres. Éste no acudió, pero gritó que tenía la otra gasolinera. El jefe repitió casi lo mismo, con excepción de los saludos, porque Rodrigo era soltero. Tampoco consiguió nada. Se quedó pensativo.

—¡Tengo a Cristóbal, jefe! —gritó Torres.

Cogió de nuevo el auricular del teléfono. Le gustaba aquel muchacho, le echaba ganas. No es que Torres le desagradase, ya que era un buen elemento, aunque un tanto sucio. Pero ¿para qué o quién se iba a engalanar? Su esposa le dejó porque no podía vivir con el sueldo de un policía, además de que quería una casa en la playa, como si fuese artista de cine. Y desde entonces, Torres solamente andaba con las del bar, y éstas no distinguían el perfume del olor a puerco.

—Buenos días, Cristóbal.

—Buenos días, jefe.

—¿Qué has averiguado?

—He encontrado una mancha en el asiento delantero derecho.

—¿Una mancha? —El jefe se rascó la cabeza. Podía ser una mancha importante.

—Dejó el cuchillo ensangrentado en el asiento delantero derecho. Pero el cuchillo no está.

—Tuvo prisa por irse y no lo limpió. Pero seguramente lo hizo después. No lo iba a meter sangrando en su maleta, maletín o lo que sea, ni en el bolsillo, ni subiría a un autobús con él en la mano —dedujo el jefe.

—Eso me ha parecido a mí.

—Déjame pensar si eso nos sirve de algo —pidió el jefe—. Por el momento, lo que quiero es que vayas al cruce del camino vecinal y mires en la cuneta, en el arcén.

—¿Qué busco, jefe?

—Te explico. El autobús se detiene en la parada, pero los camiones lo hacen saliéndose de la carretera. Busca huellas de camión, y, si las hay, el dibujo, el número de ruedas y lo que puedas.

—Entendido, jefe.

—Me llamas.

Colgó, porque había visto que se abría su puerta. Marcia estaba en el umbral. Como llevaba ropa distinta de la del día anterior, el jefe supo que había ido a buscar su maleta a alguna parte, quizás al maletero del gran coche negro.

—¿Has desayunado? —le preguntó Enrique.

—No me ha dado tiempo. ¿Me ofreces algo?

—Café, leche y galletas. Si quieres algo distinto, mando a buscarlo al bar.

—No, con eso me conformo.

La mujer entró, y tras ella sus dos ayudantes. Torres llegó con una silla más, porque en el despacho solamente había dos para las visitas. Su cortesía no se debía a su educación, sino al deseo de no ser excluido de lo que allí se tratase.

—No tenemos secretos para el jefe —les dijo la teniente a sus hombres—, así que podéis hablar con confianza.

—No tenemos nada —confesó el jovencito—. Han preguntado a todos los chóferes de autobuses que pasaron anteayer por la noche por esa intersección, y nadie recogió un pasajero. Tampoco recuerdan a alguien que se ajuste a la descripción y que pudiera subirse en otro sitio. Se fue con un particular.

—No paran de noche en una carretera solitaria —apuntó el jefe.

—Posiblemente robó otro coche —dijo el robusto.

—No es su estilo —les recordó la teniente—. No lo ha hecho en otras ocasiones, lo que nos ha indicado que teme los controles. Usa los robados para distancias cortas, lo que sugiere que no le gusta mucho andar por carretera. Así que no tenemos nada.

Los dos hombres agacharon las cabezas. Marcia aceptó el café y las galletas que le ofrecía Torres y se quedó pensativa.

—Si teme salir a carretera, es posible que no sea por llevar un auto robado, porque debe de saber que la alerta tarda varias horas —opinó el jefe—. Si le detienen en un control y sus papeles están en regla, es dudoso que ya sepan del robo. Posiblemente el problema lo lleve consigo.

—¿Cómo qué? —preguntó el fortachón.

—Como que esté fichado o que no tenga licencia de conducir.

Carvajal gozó unos minutos del silencio, recreándose en los rostros tristes de los sabuesos. Luego, con calma, arrastrando las palabras, dijo:

—En el asiento derecho del auto rojo, que ahora está en el parque de vehículos del ayuntamiento, hay rastros de sangre. Por la forma en que están distribuidos, se puede colegir que se trata de un cuchillo.

Marcia levantó la mirada y se quedó absorta en el rostro del jefe. Éste gozó al ver la estupidez que bañaba las faces de los otros dos.

—Si se tratase de llevarse uno de cocina, para el siguiente crimen, hubiese elegido uno limpio —continuó el jefe—, lo que nos indica que el cuchillo es suyo.

—¿Y de qué nos sirve eso? —preguntó el detective con aspecto de gorila.

—De lo mismo que saber si lleva una chamarra azul, que será gris en el siguiente asalto, o verde en el tercero. Lleva un cuchillo con él, porque es su arma favorita, la de desollar. Y eso le obliga a cargar con una maleta, maletín o mochila. Pero lo de la mochila lo deduje antes de saber lo del cuchillo. Tú me lo dijiste, Marcia.

La mujer se quedó boquiabierta. Carvajal, sin recato, le guiñó un ojo. La mujer se atragantó. Torres, que estaba junto a la puerta, quiso aplaudir, pero miró la piedra que servía de pisapapeles y consideró que ovacionaría en silencio. Cuando estuviera fuera del despacho se reiría a gusto de los elegantes de la federal, los estúpidos que se creen los únicos hijos de Dios.

—Hay que buscar a alguien con su descripción, pero con un pequeño bulto. Debemos presumir que, si lleva la pistola que mencionaste —se dirigió a la teniente—, no la lleva en la mano, o quizá bajo una chamarra que todo revela. Y el tipo no usa esos trajes de sastre —señaló a los dos embobados detectives—, sino algo tan simple como un macuto, un portafolios, una bolsa o una mochila. No creo que sea una maleta, porque eso pesa y es estorbosa para robar autos.

Levantó un dedo, para impedir que alguno le interrumpiera, y, al notar que tenía su atención, continuó:

—Yo he trabajado en robo de vehículos durante veinte años, en San Pedro, y sé que los ladrones de coches no llevan mucho encima; pero, si usa herramientas, un cuchillo y una posible pistola, al menos carga con un paquete. Las herramientas básicas pueden ir en un bolsillo, pero quizás utilice una barra o una lámina delgada y larga para abrir ventanillas.

—Vaya, vaya. El policía de pueblo resultó ser uno de los nuestros. ¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó Marcia.

—Hemos conversado muy poco.

La mujer se sonrojó, y metió otra galleta en la boca. Los dos detectives, de academia, no abrieron el pico. Torres confirmó que su jefe era un genio, además de un galán. Eso debía conocerse en el pueblo, y él se encargaría. El jefe continuó:

—Si el tipo suele actuar desnudo, como dices, y luego se lava bien, no entiendo la razón por la que no limpió el cuchillo. A no ser que se le olvidara en el cuerpo de ella y lo recogiera al irse. Eso explicaría las manchas en el asiento del auto. Pero ¿adónde nos lleva eso, además de sugerir un paquete bajo el brazo?

—No sé —confesó Marcia.

—Yo tampoco. —Carvajal soltó una carcajada—. Bien, vayamos ahora al punto de cómo se esfumó. Por lógica, lo llevó un camionero. Los particulares, además de que apenas circulan de noche, no se detienen ni ante los controles de la Policía. El tipo puso el auto en la intersección, para que el camionero viese que no era un vagabundo, sino alguien a quien se le ha estropeado el coche. Estaba en medio de la vereda, un poco salido sobre la calzada, incluso con peligro de provocar una colisión. Cualquiera que lo aparcase, lo haría a una orilla. En el centro, indicaba que hasta allí llegó y que no podía moverlo. Eso quiso que creyese quien le debía llevar.

—No nos dimos cuenta de nada de eso —aceptó la teniente—. Sabes mucho de automóviles. Bueno, veinte años son bastantes.

Carvajal estaba iluminado. No siempre se cuenta con una audiencia tan cualificada, al menos en teoría, por lo que su cátedra tenía mayor relevancia que si la hubiera dado en la peluquería.

—Si él hubiera pensado subir a un autobús, que tiene allí parada obligada, no hubiera necesitado preparar la escena para aparentar que su coche no funcionaba, porque al conductor del autobús eso no le importa. Lo hizo para parar a alguien, y éste lo llevó como un buen samaritano.

—Yo insisto en que pudo ser un particular —dijo el jovencito.

—Tú no insistes en nada, porque nunca antes supusiste otra cosa distinta de que se largó en el autobús —le reconvino la jefa—. Así que te callas y escuchas para aprender.

—Un particular, si es que se atreve, se detiene, baja e intenta echar a caminar el auto. Todos somos genios de la mecánica, aunque no tengamos ni cochina idea, o nos ofrecemos a darle un empujón. Un particular no deja el auto de noche en medio de la nada sin hacer un intento. Y eso no le convenía al asesino, dado que en el asiento había una mancha de sangre…, además de que el auto no tenía nada y podía arrancar al primer intento.

—¿Y un camionero?

—Ellos no suelen alardear de ser genios de la mecánica, y menos en autos; además, van siempre con prisa y les gusta llevar a alguien para charlar de noche, porque así evitan dormirse. No son muy precavidos, en verdad, porque su hogar es la carretera.

—¿Algo más? —les preguntó Marcia a sus hombres.

Éstos arrugaron los ceños y agacharon las testuces. La mujer miró al jefe y le preguntó:

—¿Qué sugieres?

—Uno de mis hombres está analizando las huellas del camión. No lo hice anoche porque no se veía. Si se detuvo un camión, habrá alguna huella reciente. En la orilla hay grava, y no es una zona en la que se detengan automóviles. Por otra parte, tengo amigos en algunas gasolineras, y van a preguntar a los camioneros. Es posible que alguno haya llevado a nuestro hombre. Si has terminado —se dirigía a Marcia—, vamos a ver la intersección, ahora que es de día.

—¿Por qué no me dijiste todo eso anoche? —preguntó ella.

—Estuve toda la noche despierto, pensando en ello. Pensaba decírtelo por la mañana.

La mujer volvió a sonrojarse. El jefe se puso en pie, y los demás le imitaron. Torres sonrió cuando Carvajal pasó a su lado. Luego, en el bar, contaría a todos que su jefe era lo máximo en deductiva, aunque él le había dado algunas ideas.