5

Manuel estaba sentado sobre un montón de paja que sacó del cubículo y colocó en el centro del cobertizo. Con las manos en el rostro, y éste casi en las rodillas, cavilaba sobre lo que había hecho. Nuevamente había matado a dos personas. Y lo más extraño era que ya no le remordía la conciencia, como si hubiera sido en defensa propia, por necesidad. Los escrúpulos se olvidan, o se relegan, con el tiempo y la repetición de un acto, por punible que sea. Matar puede convertirse en hábito, y ya no se piensa en la trascendencia, simplemente se ejecuta.

—No… me puedo contener —dijo, en voz baja.

Hacía poco que había comenzado a asesinar parejas. Matar no era nuevo en él. Ya no llevaba la cuenta, y mucho menos recordaba las caras. Al principio eliminó a algunas prostitutas, las que se rieron abiertamente de su «problema». Nunca lo hizo en el momento en que ellas soltaron la carcajada. Se iba con la cola entre las patas, rumiando su vergüenza y humillación, apretando los puños, con la firme promesa de regresar a buscarlas y borrarles la sonrisa de la faz. Y así lo hizo, al menos en seis ocasiones. Lo más curioso radicó en que la Policía investigó poco tales sucesos, como si matar putas fuese lícito. Posiblemente se les amontonaban los casos similares, o el número de sospechosos era tal que no daban abasto. Lo que fuese, pero los periódicos y la tele no se dedicaron a él con tanta asiduidad; los asesinatos sólo motivaron una noticia fugaz. La misma Policía archivó los expedientes apenas abiertos y dedicó sus esfuerzos a la necesaria tarea de cuidar a los hijos de los políticos.

Recordaba con precisión a la primera, porque no había premeditado matarla, pero la situación se escapó de su control. Se dice que el primer asesinato es como el primer orgasmo o la primera novia, que deja huella aunque no sea la experiencia más satisfactoria. En su mente había quedado la imagen de la mujer delgada, con unas caderas que parecían artificiales, porque su busto era exiguo. No era guapa, aunque con tanta pintura nadie podía asegurarlo. No se diferenciaba mucho de las otras, pues mostraba el mismo escote, aunque en su caso usaría relleno, la misma minifalda, y mascaba chicle con idéntica desesperación. Era una más del montón, de las que consumían sus horas —bebía unos vasos con líquido oscuro que sería jugo de uva, aunque costaba como whisky— en el rincón junto a la entrada del retrete (tocador, según ellas) de aquel asqueroso bar. Se había inventado un nombre exótico, al igual que sus compañeras.

—Brigitte —recordó.

La esperó en el portal de su casa y le dio un susto de muerte. Le puso el cuchillo en el cuello. La mujer palideció, sin poder soltar una palabra. En aquellos días, todavía no se había agenciado la pistola, porque no pensaba usarla. Ni siquiera el largo cuchillo; si llevó uno consigo, fue ante la eventualidad de que alguno de los macarras del burdel acompañase a la golfa, pero no había imaginado pintarlo de sangre.

La mujer le reconoció —pues solamente habían pasado tres días de la noche en que disfrutó con su hilaridad— y pensó lo peor. A Manuel no se le veía la cara, pero ella la tenía a pocos centímetros, por lo que sintió pánico.

—¿Qué me vas a hacer? —preguntó, temblando.

—Te voy a dibujar una sonrisa eterna en el rostro.

—¡No, por favor, no me hagas nada! No quise burlarme de ti.

—¿Qué quisiste, pues? Porque sí te burlaste, aunque no querías.

Brigitte no tenía respuesta. Había sido muy cruel y su mofa obligó a Manuel a salir corriendo del cuarto, a medio vestir, con la cabeza gacha, ocultando el sonrojado semblante. Manuel no se enteró de que, luego, todos los que estaban en el burdel, trabajadoras y clientes, supieron de su desdicha; eso hubiera sido mucho peor. Si la rabia le comía por dentro debido a la burla de ella, ¿qué hubiera sucedido de imaginar que la guasa fue colectiva y que se contaron chistes al respecto?

—¿Qué me vas a hacer? —insistió ella, muy nerviosa.

—Vamos a tu casa —propuso él—. Vas a ver que soy tan hombre como los demás.

—No lo dudo. Mira, me entró la risa… porque recordé a otro tipo…

—Por supuesto. Vamos a tu casa.

Ella intentaba recomponer su orgullo roto, pero Manuel sabía que ya nada lo arreglaría, porque se despedazó el día que entendió que los demás niños estaban mejor dotados. Lo siguiente fue ocultarse constantemente, evitar cotejos e incluso eludir el tema de conversación, algo muy normal entre adolescentes. Solamente un milagro lograría que su orgullo se restaurara, y él no creía en actos divinos. Tampoco la resignación le parecía oportuna, y menos un remedio, porque tenía mucha vida por delante y no podía pasarla sin sexo, o buscando a alguien que no se burlase, ni siquiera mentalmente. Ése fue siempre el problema, que si le compadecían él imaginaba que se reían; si se mostraban indiferentes, sabía que se mofaban en su interior.

Brigitte subió lentamente los primeros peldaños. Pero una vez que estuvo repuesta de la primera impresión, apreció que en el apartamento podía estar ya su compañera, con quien compartía la vivienda. El tipo no se atrevería con ambas. Pensando en esto, ascendió con rapidez, y Manuel la siguió con el puñal en la mano.

Efectivamente, Eloína, su compañera, estaba allí. Era norma pactada entre ambas no llevar hombres al domicilio, por lo que la mujer, que se encontraba en la cocina, se quedó asombrada; y más al ver que el acompañante traía un cuchillo en la mano. Con buenos reflejos, cogió una sartén y se lanzó contra el intruso, segura de que su amiga no le había invitado.

Manuel dio un paso atrás, dejó que ella se abalanzase y le clavó el cuchillo a la altura del hígado. Sacó el puñal con rapidez y lo introdujo de nuevo un poco más a la izquierda. Luego, previendo que Brigitte escaparía, dio un salto hacia atrás y se colocó en el umbral de la puerta de la cocina. La mujer detuvo la carrera a un paso de él. Después del primer instante de perplejidad, al observar que acuchillaba a su amiga, optó por la fuga.

—Ni lo sueñes.

—¡La has matado!

—Y a ti también, si no haces lo que yo te diga.

La mujer empezó a llorar, llevándose las manos a la cara. Jamás hubiera imaginado que su vida podía acabar por una simple burla. Aquello era algo inaudito, pero le estaba pasando. La gente normal no mata con tanta facilidad y por razones tan banales.

—¿Qué es lo que quieres? —logró preguntar, en un insólito arranque de valor.

—Vamos a la cama. Y allí haremos lo que quedó pendiente.

—No me habías pagado —recordó ella.

—Eso no quedó pendiente.

Manuel agarró de un brazo a la prostituta, para que no huyese, y giró su cabeza para observar a Eloína, que estaba en una esquina de la cocina, con los ojos extraviados, sin poder creer que aquel hijo puta le hubiese asestado dos puñaladas. Se moría, porque la sangre le brotaba a borbotones y no podía detenerla. El demente empujó a Brigitte contra su compañera; él dio unos pasos para colocarse junto a ambas. Eloína contemplaba las heridas de su vientre, atónita. No se dio cuenta, y tampoco su amiga, de que Manuel preparaba otro golpe. Si la dejaba allí, podría llegar a la puerta y armar un escándalo. Por el momento, ambas tenían los labios cerrados, una porque no entendía cómo podía morirse de una forma tan tonta, y la segunda por miedo. El estilete salió disparado de la mano del hombre, subió desde su costado derecho a la garganta de la mujer y se lo introdujo con tal fuerza que salió bajo la nuca. Eloína no pudo emitir sonido alguno, pero su amiga sí lanzó al fin un alarido, sin importarle las consecuencias.

Manuel dio un paso en retirada. Eloína estaba perdiendo la verticalidad. Brigitte se mesaba los cabellos, a la vez que lanzaba gritos de desesperación. Fue entonces, al caer al suelo la mujer lacerada, cuando el homicida se dio cuenta de lo que había hecho. Reaccionó de inmediato, llevando la mano izquierda a la cabellera de Brigitte, y la atrajo hacia él, sin importarle que gritase. Mientras se la acercaba con la mano izquierda, con la derecha volvió a manejar el puñal y se lo introdujo en las costillas. Lo extrajo de inmediato. Sin mediar un minúsculo lapso entre una acción y otra, se lo clavó en la garganta, por el lado derecho, atravesando su cuello. La mujer dejó de gritar y lanzó una gran bocanada de sangre por la boca. Manuel haló con más fuerza sus cabellos y lanzó hacia atrás, en dirección a la puerta de la cocina. Y antes de que tocase suelo, le propinó otra puñalada, ésta en la espalda.

Al cabo de unos segundos, ambas mujeres estaban muertas, tendidas en el suelo: una, al fondo de la cocina; la otra, con medio cuerpo en el pasillo. Manuel contempló su obra, valorando el saldo. No había ido allí a matar a nadie, sino a tener sexo con la maldita que se rio de él, y probablemente a propinarle unos golpes; pero él no se conocía bien, ignoraba cómo actuaría en esos momentos en que la furia se apoderaba de su raciocinio. Debió recordar que antes, en peleas escolares, se salía de control y no preveía el resultado de su cólera: en una ocasión dejó tuerto a un compañero. Otra vez, le pegó a un fulano con una barra de hierro en el cuello; cuando el agredido bajó la cabeza, le dio tal golpe en el cráneo que le hizo una raya de peinado permanente, de un centímetro de profundidad.

Fue hasta la puerta y revisó el corredor. Nadie acudía a los gritos de las mujeres. Quizá supusieron que se peleaban entre ellas, o simplemente no les importaba lo que les sucediese. Por tanto, disponía de tiempo. Además, ambas le habían manchado de sangre, por lo que habían dejado su ropa de forma que le sería imposible salir a la calle de tal guisa. Se la quitaría y la lavaría. Después debería esperar a que se secara.

Por primera vez en su vida, no le urgirían las putas, además de que no se reirían de él. Lo malo es que estaban muertas, detalle que constituía un inconveniente. Se agachó junto a la que yacía en la cocina y palpó su cuerpo lleno de sangre. Estaba caliente. Y al notar la tibieza de la mujer, sintió una repentina actividad en su miembro, un acaloramiento interno.

Fue a ver a Brigitte. Al ponerle una mano sobre las desnudas piernas, notó que su excitación crecía. Estaban muertas, pero eso no le importaba a su organismo. También estaban repletas de sangre, y eso implicaba aumentar el problema de las manchas, aunque no si se desnudaba, lo que debía hacer para limpiar su ropa. Y lo hizo, con rapidez y sin meditarlo más. Una vez desnudo, y sintiendo una erección intensa, magnífica, se puso a quitarles la ropa a ambas. Luego movió a Eloína de la cocina al pasillo y la colocó junto a su amiga, ambas boca arriba.

Sus ojos lanzaron chispas al contemplarlas, exánimes, llenas de sangre, con grandes boquetes en el cuello. Su mente posiblemente percibía otro panorama, uno que no correspondía a lo que le enviaban los ojos. Manuel estaba evocando y no viendo, aunque tenía abiertos los ojos, fijos en dos cuerpos inertes ante él.

Se agachó lentamente y se colocó sobre el cuerpo de la compañera de apartamento, seguramente porque Eloína estaba algo más rolliza, tenía un busto más prominente. No había proyectado acostarse con ella, pero estaba allí, y a su amiga no le importaría. Introdujo su miembro en la humedad de ella, y el orgasmo se produjo casi de inmediato, con una violenta eyaculación que brotó espontánea, mucho antes de lo que él hubiera querido. Pero no le importó. Esperó para una segunda oportunidad, y podía cambiar de pareja. Mientras la libido se reconstituía, se puso a limpiar su ropa, quitando las manchas con un trapo húmedo y jabón. Luego encontró un secador de pelo, y, sin importarle que terminase arrugada, dejó su vestimenta medianamente aceptable, al menos sin manchas patentes que llamasen la atención. Descubrió que asesinar con cuchillo suponía estar muy cerca de la sangre, al contrario que si disparas a unos cinco o seis metros. Por tanto, cuando usase el cuchillo debía prevenirse de no ser salpicado. Pero, no obstante, debería conseguir una pistola.

Acabada la limpieza, regresó con las mujeres, y hubo dos contactos más, uno con cada una, hasta que, exhausto pero feliz, estimó que el alba estaba próxima. Fue al excusado, se metió en la ducha y se lavó concienzudamente. Se vistió, revisó que no llevara sangre en los zapatos, pues éstos también los lavó, y salió a la calle con la felicidad dibujada en el rostro.

De regreso a la realidad, al establo donde había asesinado a otra pareja, sus labios musitaron con un extraño y macabro orgullo:

—Fue la primera vez, y me gustó.

Al dar un repaso a su historial, podía jurar que aquella vez fue la más memorable, por primera, porque sirvió de inauguración. Antes había golpeado a alguna puta, pero jamás las mató, y menos por parejas. La sangre nunca le produjo repugnancia, pero tampoco le atrajo a tal punto de provocarle una gran erección y un estímulo volcánico como para obtener varios orgasmos.

—Y mi primera pareja…

La anterior no era una pareja, sino un par, ya que él diferenciaba a los dúos de mujeres o de hombres de los heterogéneos. Ése era el segundo momento inolvidable de su historial, porque representó un cambio. Además marcaba para siempre su futuro, su modus operandi.

El miércoles a las cinco de la tarde, la teniente Valcárcel, que iba rumbo a Manzanos, recibió la llamada del jefe Carvajal.

—Te tengo una buena noticia —dijo el jefe—. ¿Por dónde vas?

—Acabamos de dejar atrás Bañuelos.

—Pues da media vuelta y vete a la gasolinera que está antes de la entrada, de nombre Aurora.

—La hemos pasado hace un rato —recordó la mujer—. Da media vuelta —le ordenó a Josué, quien conducía—. ¿Qué tienes?

—El lunes, le dejó allí un camionero, bastante tarde, y vio que se metía en el restaurante. El tipo dijo que pasaría la noche en uno de los cuartos. No creo que esté aún en la gasolinera, pero te podrán dar alguna información.

—Gracias, Enrique. Te debo una.

—De nada. Tenme al tanto, por favor.

—No dudes que lo haré.

No tardaron en llegar a la gasolinera Aurora. Se encontraron con el que hacía el turno de día, que les explicó lo que sabía:

—Yo no vi al tipo que dicen. Sí estuvo aquí un tipo alojado, pero no supe cuándo se fue. Yo abrí su cuarto, para llamarle, y ya no estaba.

—¿Había más gente? —preguntó Jonás.

—Una pareja.

—¿Una pareja? —exclamó la teniente—. ¿De qué edad? ¿Cómo eran?

—Ella era una piruja de tetas grandes, rubia por el tinte. El tipo es el hijo de un rico de Bañuelos, que siempre anda borracho y con golfas.

—¿Y se fueron por la mañana?

—Casi el mediodía. Pero se fueron solos. El otro tipo se marchó antes.

—Eso… —dijo Marcia— habrá que comprobarlo. No viste que se marchara, así que bien pudo estar escondido… —miró hacia la carretera— por ahí. ¿Dónde vive tu compañero? Necesito su dirección, y también la del hijo del rico.

—La de Lucas la conozco. La del muchacho bobo no, pero es fácil dar con su familia, porque son dueños de medio pueblo. Pregunten en el hotel o en el supermercado de la plaza. Se apellidan Gómez, y aunque haya otros del mismo apellido, si preguntan por «los Gómez», no hay pérdida.

—De acuerdo. Toma nota de la dirección del tal Lucas —le ordenó a Josué.

No tardaron en volver a la carretera y poner proa al pueblo. Mientras, Carvajal andaba llamando por teléfono a los conocidos, poniendo a trabajar su teoría de que los confidentes ahorran viajes y de que si tienes buenas relaciones no necesitas patear las calles.

La gente de Palacios había preguntado por todas partes, y no hallaban quien los informase sobre el fulano disfrazado de gasero, ni sobre la pelirroja. Ni en las fondas del pueblo ni en algunas casas particulares que solían dar posada, no se alojó nadie con el pelo rojo, y tampoco un tipo alto que correspondiese al posible homicida. Los forasteros que se hospedaron en el último mes eran: tres matrimonios y ninguna pelirroja; cuatro hombres solos: dos de ellos eran funcionarios que hicieron un trámite en el Ayuntamiento, y los otros dos estaban instalando unas computadoras en un supermercado; una mujer sola, medio mulata, que también trabajaba para el supermercado; dos amigos, a los que en la fonda catalogaron de «raros», también empleados del súper; y un anciano que pasó una semana allí, porque visitaba a unos sobrinos. Había que agregar algunos agentes de viajes, representantes de productos varios, pero ellos eran tan conocidos como los afincados en Manzanos. La pelirroja no se hospedó en el pueblo, o lo hizo en alguna casa particular, pero sin vecinos que la pudieran ver.

Alguien les dijo que al sur, a tres kilómetros, había un pequeño hotel a la orilla de la carretera, y unos más en las gasolineras, dos al norte y uno al sur. Investigaron y averiguaron que nadie se alojó tanto tiempo, aunque sí hubo clientes ocasionales, sobre todo parejas, que pasaron unos días, nunca más de tres. Algunos viajantes se hacían acompañar por «sus esposas», quienes aguardaban en el hotel mientras ellos visitaban a los clientes. Estos tampoco eran sospechosos, porque acudían con regularidad, si bien cambiando de «esposa». Y entre tanta pareja, había hombres más o menos altos y delgados, pero ninguna pelirroja, y nadie que llevase la ropa de trabajo encima, ni de gasero ni de otra cosa, a no ser que llamemos uniforme al traje gris, pasado de moda, que usan los vendedores.

Arturo Palacios había logrado ubicar al hombre en otros casos, al obtener nuevos datos de los mismos testigos, quienes recordaron algo, tras forzarles a que buscasen en sus memorias a los dos personajes. Si en un principio no dieron importancia a una presencia tan normal como la de un árbol en un parque, al volver a evocar hallaron, en la nube de reminiscencias medio difuminadas, a un hombre vestido de gasero. Pero no se consiguió nada sobre la pelirroja, al no haber recibido a alguien así en ninguna de las estéticas del pueblo. Tampoco entró en una tienda ni fue vista por la calle. Todo esto indujo a suponer que ella provenía de otro lugar, que llegó directamente a casa de la señora Núñez y no permaneció en el pueblo.

Al carecer de pormenores sobre la mujer, se dedicaron al hombre. Con nuevos interrogatorios, la cosa cambió mucho, ya que los informes que le remitieron de San Pedro, donde se concentraron las nuevas declaraciones de los testigos, mencionaban un gasero en dos ocasiones, y un empleado de la compañía de luz en otra. A ninguno de ellos se le ubicó en la escena del crimen, pero sí muy cerca.

—Han llamado a la compañía de luz y a las gaseras, y no tienen reportes de los domicilios de las víctimas en esas fechas —dijo Pereira—. Es nuestro hombre.

—Eso parece. ¿Y en cuanto a la pelirroja?

—Hay huellas en los dormitorios de algunas de las víctimas. Están cotejándolas con éstas. En dos de los casos hay huellas de hombre, pero han sido identificados como parientes de las víctimas. Por otro lado, tenemos una mujer no identificada, que podría ser la misma que buscamos.

—Lo extraño es que no estén registradas —dijo Mario.

—No, porque sólo se registran las de los conductores —manifestó Palacios—. Ya se ha propuesto que se haga con todo el mundo, pero la población se opone, porque dicen que se ha de fichar solamente a los delincuentes. En el caso de los permisos de conducir es distinto, porque, o te toman las huellas, o no te dan el permiso.

—Además, los conductores son criminales en potencia —observó Mario, con una sonrisa.

—Buena conjetura —aplaudió el jefe.

Estaban en la habitación de la fonda que les servía de oficina, repasando datos. No habían abandonado Manzanos, porque todavía tenían pendientes algunas investigaciones. Sonaron unos nudillos en la puerta, y Mario fue a abrir. Se trataba de un uniformado de la Policía local. El jefe hizo una seña para que su ayudante le dejase pasar.

—Hemos localizado un par de tiendas de ropa de trabajo —dijo, apenas entró—. Venden uniformes de ese tipo, en distintos colores.

—¿Parecidos al que buscamos? —preguntó Pereira.

—Muy parecidos. No tienen ningún logotipo en la espalda, y nada en el frente, pero el color es casi idéntico. Los usa mucha gente para trabajos en casa. Las compañías mandan colocar sus logotipos o nombres en la espalda. Es sumamente común.

—Así que por ahí no tenemos nada qué hacer —observó Palacios, desilusionado—. Cualquiera ha podido comprar uno, y no creo que fuese en una tienda de Manzanos.

—No —dijo el agente—, aquí se venden pocos, y suelen ser sobre pedido.

—Entonces por ahí no va la cosa —decidió el jefe—. Gracias. Necesitamos investigar en todos los hoteles y fondas de los alrededores, para ver si se alojó la pelirroja. Bueno, también el gasero.

—¿Cree usted que pueden ser cómplices? —preguntó Mario.

—No tengo ni idea. El hombre ha matado a esta mujer, y posiblemente también a las otras. Pero no hay señales de la pelirroja en otros casos, aunque sí de una mujer no identificada. Si las huellas coinciden, tendríamos a la pelirroja en dos casos, si suponemos que éstas son de ella. Pero solamente se han dado en otro caso, lo que no nos ayuda a conjeturar que trabajen en pareja.

—¿No han logrado casar las huellas de éste con las del otro caso?

—Las están analizando todavía. No parece sencillo, ya que, en el otro caso en que se encontró una huella de una mujer extraña a la casa, la impresión es un tanto borrosa y parcial. Sin embargo, siguen en esa tarea.

Palacios movió la cabeza hacia los lados. Pereira entendió que su jefe no estaba muy conforme con algo.

—¿Qué es lo que no te gusta? —preguntó.

—Yo sigo emperrado en que este caso no tiene relación con los anteriores, y que el asesino usó la propaganda de aquéllos para armar uno de la misma factura.

—¿Sigues pensando que se puede tratar de una amiga de alguna de las hijas?

—Me parece que sí. Creo que este caso es una copia de los otros y que la pelirroja es la clave. El tipo del gas es usado como despiste, y posiblemente ni siquiera entró en la casa. Se paseó ante la criada, para que ésta le viese. Y tenemos las huellas de una mujer que están en la caja fuerte. Necesitamos ubicarla.

—Pero ¿cómo sabía, quien fuese, que en otros casos había gaseros? —preguntó Mario—. Nosotros no lo sabíamos.

—Pero lo sabemos ahora, al leer de nuevo las declaraciones. Y algunas salieron en la prensa. Si el protagonista de este asesinato las leyó, pudo comprarse una ropa naranja y darse un paseo ante la casa.

—Y nos tragamos que es el mismo tipo —añadió Pereira—, sin investigar nada más. La pelirroja carece de importancia, al tratarse del asesino serial disfrazado de gasero.

—Insisto en que ella es la clave —repitió el teniente.

—Buscaremos en todos los sitios en que pueda haberse alojado —prometió Mario.

—Mario, llama a San Pedro y diles que investiguen en las tiendas de ropa de trabajo. Nos interesa alguien que pudo comprar un mono anaranjado: solamente uno.

—¿Crees que hallaremos algo por ese lado? —preguntó Pereira.

—No creo, pero jamás hay que dejar un cabo suelto. Sería muy lamentable que no lo investigásemos y que la respuesta estuviese en una tienda de uniformes.

—En eso tienes razón. Y, además, que los de San Pedro hagan algo.

No resultó nada difícil dar con la familia de Esteban Gómez, ya que medio pueblo les pertenecía. Hallaron a su madre en casa, y les recibió con asombro, más por ser federales que por policías, puesto que si fuesen locales le aportarían informes de su hijo, que llevaba dos días de parranda, porque se fue el lunes por la tarde. No era inusual, pero la madre se preocupaba sin importar la frecuencia.

—¿Qué ha hecho ahora mi hijo? —les preguntó.

—No lo sabemos, señora —dijo la teniente.

—¿Y por qué vienen a verme? ¿No es extraño?

—Lo es. Estamos buscando a un tipo que pasó la noche del lunes en la gasolinera Aurora, y casualmente su hijo también pasó allí la noche.

Marcia acababa de recibir confirmación de esto por boca de Josué, quien había localizado a Lucas. Y el encargado describió a la perfección a Calígula, además de a Esteban y a su acompañante. Era muy lamentable que el pobre muchacho y la asistente sexual estuviesen en el lugar equivocado. No se lo diría a su madre, pero no dudaba en absoluto de cuál sería la conclusión de aquel asunto y de que ella debería encargar un féretro.

—¿Y qué tiene que ver mi hijo con el que buscan?

—Nada, pero, si le vio, nos puede proporcionar detalles. Por eso estamos buscando a su hijo.

—Le he intentado llamar a su teléfono móvil, pero el muy… ladino no responde al ver mi número. ¿Quiere intentar usted?

—Con gusto.

Marcia marcó desde su portátil, y la llamada fue enviada al buzón de mensajes de voz. No se trataba de que Esteban no respondiese a su madre, sino que… No podía confiarle a la mujer sus sospechas, aunque más que sospecha tenía la seguridad de que Calígula había añadido otra pareja a su lista.

Sonó su teléfono. Era Jonás, quien había despertado a varias «asistentes sexuales» para interrogarlas. Dormían durante la tarde, tras la comida, para poder trabajar de noche, y no les hizo mucha gracia atender a un detective, pero éste iba acompañado por la policía local, y tuvieron que responder a sus preguntas. No resultó grande el cabreo, al ser cerca de las siete, pues ellas solían levantarse alrededor de las ocho, porque a las diez de la noche comenzaba la actividad.

—La conocen como Mau, y no ha aparecido desde hace dos días. Se fue el lunes con el tipo que nos describieron. Ya en otras ocasiones estuvo con el mismo, pero solía llegar a su apartamento antes del mediodía del día siguiente. Son las siete de la tarde del miércoles, y salió del bar a medianoche del lunes.

—Bien. Nos vemos en la comisaría local.

—¿Se sabe algo de mi hijo? —preguntó la señora Gómez.

—Por el momento no. Estaba con una amiga, por lo que quizá sigue de juerga.

—Cuando llegue, le voy a dar…

Marcia abandonó la casa de los Gómez. Si la mujer podía darle… lo que fuese, estaría de suerte. Pero aquello olía a muerto, porque si Calígula había actuado, el desenlace estaba escrito.

—Hay que encontrar el auto, y un lugar en donde… —Detuvo su avance hacia su automóvil, porque algo había surgido en su mente—. Este tipo es de la zona. La conoce como la palma de la mano. ¿Cómo es que no está registrado en el Departamento de Vehículos? Sabe conducir. ¿Será posible que haya deformado o alterado sus huellas?

Mientras elucubraba, la teniente se dirigió a la comisaría de Bañuelos. En ese asunto solicitaría el apoyo de Carvajal, ya que éste era experto en coches y podría conocer la manera de alterar las huellas.

—No tiene permiso de conducir —caviló, recordando la deducción del Gordo—. Por eso no se arriesga mucho en la carretera, y viaja en camiones o autobuses. Sabe conducir, pero no tiene permiso. Enrique sabe mucho de esto —reconoció—. Si le detienen, podrían asociarle con el asesino que buscamos, aunque los de carreteras solamente revisan si tiene multas pendientes.

Marcó un número y sonó la voz de Enrique Carvajal. Se notó alegre de escuchar a la teniente. Ésta le explicó lo que había razonado, y le habló de Esteban, la prostituta y el automóvil. Un silencio indicó que el jefe estaba pensando.

—Le cancelaron el permiso hace más de siete años —dijo.

—¿Y eso que tiene que ver?

—Las huellas de la computadora son de quienes han obtenido permiso en los últimos siete años. Las anteriores las meterán en la computadora lentamente. Antes estaban en un archivo manual, y solamente las fueron incorporando si renovaban los permisos. No quisieron meter datos de gente que posiblemente se haya muerto.

—Así que si el tipo no ha renovado su permiso… ¿Y cómo le podemos hacer para cotejar con las anteriores?

—Muy difícil. Una comprobación manual sería de locura. Mejor si buscas el coche.

—¿Tienes idea de dónde puede estar?

—No. Pero a lo largo de la carretera, antes de llegar a Bañuelos, hay varias sendas que llevan a granjas o a bosques.

Marcia meditó sobre lo que le indicaba Carvajal. ¿Por qué opinaba el jefe que se había desviado por una senda? Se lo preguntó.

—Pues… porque no creo que entre en Bañuelos con un deportivo muy conocido. La desviación no es tal, y pasa por barrios muy habitados, hay semáforos y varios policías. O da media vuelta y se aleja en dirección contraria, o se mete en alguna senda.

—Voy a guiarme por tu instinto; movilizaré a la gente en las sendas.

—Me avisas de lo que encuentres.

—Sabes que sí. Y, en cuanto pueda, nos tomamos otra cerveza.

—Es una promesa.

Apenas llegó a la comisaría de Bañuelos, Marcia organizó una batida a ambos lados de la carretera, entre la gasolinera y la población. No lograrían mucho aquel día, ya que estaba anocheciendo. Sería el jueves y volvían a estar a un día de diferencia con Calígula. Era mucho para alguien que se movía erráticamente y con velocidad. Sus movimientos eran espontáneos, porque los decidía en el momento, al cruzarse con sus presas, y tal comportamiento era impredecible.

Manuel se puso en pie y, completamente desnudo, salió a la calle. No lejos había un pequeño arroyo. Debía lavarse y marcharse de allí. Usaría el auto del tipejo, pero lo dejaría en algún lugar oculto, ya que podrían estar buscándolo. Luego, volvería a la carretera. Necesitaba comer algo, dormir, porque se sentía exhausto, y sosegarse, contener esa ira que se había desatado de nuevo, lo que cada vez le ocurría con más frecuencia.

Ahora iría a Ciudad Valdés, a buscar un empleo por un tiempo, en algún taller mecánico. Trabajaría un par de semanas y trataría de controlarse, para que se olvidasen de él. Luego volvería a las andadas, porque no podría reprimir su impulso jamás.

Regresó tras lavarse y se quedó en la puerta, mirando al horizonte, con la brisa secándole el cuerpo. Dentro ya olía a cadáver, y en breve el hedor atraería a gente o a animales. No tardaría en anochecer: el momento idóneo para irse. Las horas se le habían pasado sin sentir, porque cuando violó a la mujer, por segunda vez, entró en un trance que imitaba al sueño, y estuvo horas sobre su cuerpo, poseyéndolo, hasta que ya no pudo más, y se desmayó o durmió, o, al menos, se evadió de su triste realidad.

Se vistió sin prisa. El sol se acercaba al horizonte. La puta tenía doscientos dólares en la cartera, y el tipo únicamente veinte, pero eran suficientes para unos días.

Subió al auto y se alejó lentamente, sin mirar hacia atrás. Le parecía imposible haber matado a otras dos personas. Siempre juraba que sería la última vez. En adelante buscaría alguna prostituta que no se mofase de él, que entendiera su problema. Pero su subconsciente sabía que eso era ilusorio; no porque no existiese una mujer que le pudiera aceptar tal como era, sin risas ni comentarios, sino porque él vería la burla donde no existía y se iniciaría un conflicto que, en realidad, sólo estaba en su mente, no en el tamaño de su pene.

Abandonó el auto a unos metros de la incorporación de la vereda a la autopista, oculto en un bosquecillo. Aún no estaba anocheciendo, y algún camionero se detendría. Era la tarde del martes. En Figueroa todavía no sabían nada de su paradero.

Se habían detenido a la entrada de Arteaga, el pueblo anterior a Molinar. Eran las dos de la tarde. Habían parado en un restaurante de la carretera para comer. Susana no deseaba gastos superfluos, fija su mente en su ansiado negocio. Claudio coincidía en la necesidad de ahorrar, pero no era tan cicatero como su esposa. Sin embargo, aceptaba lo que ella decía y dejaba en sus manos la economía. La mujer decidía en casi todo, y a él jamás le había preocupado, porque no pensaba que ser el varón supusiera llevar el timón de su matrimonio. Era un caso extraño, y a eso se debía que llevase varios años junto a Susana, quien nunca soportó un novio más de seis meses.

Estaban sentados junto a la ventana, en un restaurante de una gasolinera donde normalmente paraban camioneros o agentes viajeros. Era un sitio barato y servían con rapidez. Ella tenía delante el cuaderno de las cuentas, el de los sueños; él miraba distraído por la ventana, esperando a que les sirviesen. Esa parte estaba también bajo el control de Susana.

Afuera, junto a una de las bombas, se había detenido un gran camión. De él bajaron dos hombres que se pusieron a charlar junto al surtidor, mientras un empleado ponía gasolina en el tanque. Uno de los hombres era un tipo alto y flaco, con cara magra y barba de días, que parecía vagabundo. Llevaba una mochila azul sucio colgando del hombro y le dio la mano al camionero, despidiéndose. Claudio miró distraído hacia él, más por entretener su mente que por interés, ya que oír de nuevo lo que les faltaba por ahorrar y cómo pensaba Susana poner la boutique le aburría. Ella era la que estaba perdidamente ilusionada con su proyecto. Él no tanto, porque encerrarse en una tienda no le parecía un gran futuro. Prefería ganarse la vida como hasta entonces, a salto de mata, haciendo algo aquí y luego allí, sin ataduras ni planes prefijados. Y eso era lo conveniente si se tiene una mujer dominante, porque la única forma de escapar a su mareaje es no teniendo horario fijo ni un escritorio tras el cual encontrarle.

El hombre de la mochila se encaminó al restaurante, seguido por la mirada de Claudio, quien no tenía otra cosa mejor que hacer que fijarse en él. Le llamaba la atención que un tipo tan astroso comiese en un restaurante, aunque fuera de los baratos. Parecía más uno de los que buscan su alimento en la basura.

Manuel entró en el restaurante y se sentó a la barra. Como Claudio se ubicaba frente a la entrada, siguió observándolo. Y sus miradas se cruzaron, ya que el recién llegado percibió de inmediato la corta melena rubia de Susana, a quien tenía de espaldas. Pero no tardó en solucionar eso, pues, apenas pidió algo, abandonó la barra y pasó junto a la pareja, rumbo al retrete. Al llegar su altura, se detuvo un momento y contempló con descaro a la mujer. Claudio le clavó los ojos, desafiante, pero el tipo demacrado ni lo advirtió, atento a ella. Susana notó que alguien estaba cerca y miró al extraño. Se asustó al conectar sus ojos con los del hombre, oscuros pero luminosos, que transmitían con claridad lo que pasaba por su cerebro. En su rostro había una mueca que delataba lo que pensaba. No era nada discreto, y eso emanaba de que no le preocupaba demostrar descaro.

—¿Se le ha perdido algo, amigo? —le preguntó Claudio.

Manuel no respondió, y estuvo aún unos segundos mirando a la mujer, antes de alejarse hacia el retrete. Susana se movió nerviosa en el asiento, cerró su libreta de cuentas y susurró:

—No te metas con él; se nota que es un loco.

—No le tengo miedo.

—Pues deberías. Esa gente es peligrosa. ¿Sabrá que tenemos dinero? ¿No será un ladrón?

—Amor, el dinero está en el banco, y en cualquier lugar podemos disponer de él. Y no tenemos aspecto de millonarios, sino de gente común con un auto viejo y ropas pasadas de moda.

—¿Y por qué nos mira así?

—Porque le has gustado. A mí no me ha mirado, y no creo que adivine si el dinero lo llevas tú o yo. Ninguno, realmente, pero él no lo sabe.

—Me da miedo. Parece un delincuente. Mejor si nos vamos.

Susana se sentía muy nerviosa. No era nada valiente, y, para agravarlo, no apartaba de su mente que alguien podía intentar secuestrarla y pedir un rescate. No era lógico, porque como decía Claudio, ellos no aparentaban tener dinero; y si se huele la riqueza, ellos emanaban el penetrante efluvio de los necesitados.

—Ya nos van a traer la comida —recordó él—. No seas paranoica. Será un loco, pero no podemos estar huyendo de todos los que son como él, porque nuestra vida sería una eterna huida.

—Tengo el presentimiento de que éste es especial.

—¿Cómo de especial? Es un vagabundo. Acaba de bajar de un camión, y seguro que no tiene en qué irse. Comemos, subimos a nuestro auto y adiós, demente. Estate tranquila, porque no es para tanto.

Susana le escuchaba sin mirarle, puesto que sus ojos estaban fijos en el pasillo que conducía a los excusados. Esperaba ver aparecer al tipo y certificar que era peligroso, porque convencerla de lo contrario sería imposible. Si se le había metido en la cabeza que el hombre iba tras su dinero, poco podría hacer Claudio para disuadirla. Y en verdad que Susana tenía buen olfato, aunque se equivocaba en cuanto al interés de Manuel. No en definir que significaba riesgo, porque ahí su intuición había acertado plenamente, sino en lo de que él deseaba algo, aunque no era precisamente su dinero.

Calígula apareció en el pasillo y sus ojos hundidos se posaron de inmediato en la rubia, como si fuese lo único del restaurante. Claudio comenzó a ponerse nervioso, por mucho que se dijera que se trataba de un pobre hombre. Su insolencia era insultante. Fue a incorporarse, para cerrar el paso al fulano, cuando notó la mano de su esposa sobre la suya. Susana miró por la ventana y con la mano libre señaló un punto en el horizonte. Claudio entendió que convenía evitar un enfrentamiento, porque no estarían mucho allí y una bronca los perjudicaría, además de que retrasaría su viaje. También miró a la calle y percibió, por el rabillo del ojo, que el desaliñado se dirigía a la barra.

—Comemos y nos vamos, sin buscar problemas —susurró ella.

—Me gustaría romperle la cara. No le tengo miedo.

Claudio era más alto que Manuel y, aunque casi tan delgado, estaba seguro de poseer más músculo. Darle una paliza le dejaría de mucho mejor humor del que tenía en esos momentos. Pero su esposa razonaba de forma distinta, con más sensatez o más miedo.

—Esos tipos llevan armas —dijo Susana—, al menos una navaja. Y además están acostumbrados a las peleas callejeras. Lo mejor es no hacerle caso. Dentro de un rato nos habremos ido, y lo olvidamos.

El hombre admitió por bueno el juicio de su esposa y archivó las ansias de partirle la cara. Ella tenía razón: quizá no fuese tan sencillo, porque un vagabundo tiene recursos distintos a otro tipo de gente. Ganase o perdiese, se agenciaría un problema que no les convenía. Además, para reforzar la petición de Susana, la camarera llegó con la comida. Claudio se contentó con lanzar una mirada de odio a Manuel y se concentró en su plato.

Una sonrisa apareció en el rostro de Calígula cuando cogió su bocadillo con ambas manos. La rubia ocupaba completamente su mente y sentía que había perdido el apetito. No esperaba encontrar algo así en aquella parada para reponer energías. La mujer era de lo mejor que había visto en su vida, al menos fuera de revistas y películas. En su mente empezó a gestarse cómo pasaría las próximas horas.

Comieron, pagaron y salieron lo más rápido posible. Claudio, a pesar de su arranque de esposo injuriado, estimó que con un loco sales perdiendo aunque ganes la pelea, por lo que era mucho más conveniente marcharse con viento fresco. Una vez que la adrenalina descendió, la cordura la reemplazó y le susurró que no se buscase pleitos gratuitos, porque gente para pelear sobraba en cada esquina.

Sintieron la mirada del tipo en sus espaldas. Hacía rato que había terminado su bocadillo, por lo que nada le quedaba por hacer allí, pero pidió un café. Se notaba que les esperaba. Y por mucho valor que le echase, Claudio comenzaba a estimar que el tipo no le tenía ningún miedo a él, lo que podía deberse a la navaja que decía Susana.

Se dirigieron con rapidez a su auto, lo encendieron y abandonaron la gasolinera. Al pisar el acelerador en la carretera, Susana respiró, aliviada. Claudio, aunque no lo confesase y continuase en su papel de macho defensor, también se vio libre de una carga sobre sus hombros.

Manuel salió lentamente y se dirigió al área de los surtidores. Había tres autos repostando. Uno de ellos, un compacto verde, ya había terminado la carga y se iría al cabo de unos segundos, en cuanto le diesen el cambio. Lo conducía un hombre de edad avanzada que no llevaba a nadie más en el vehículo. Manuel se colocó junto a la ventanilla del copiloto y esperó, simulando querer preguntarle algo al empleado de la gasolinera. Antes de que el chófer arrancase, Manuel se metió en el auto y mostró su pistola.

—Muévete, y sin hacer nada extraño.

—¿Vas a robarme el auto?

—Te detienes a unos metros, en la carretera. Y no hagas preguntas estúpidas.

El hombre hizo avanzar el coche lentamente, se detuvo en el borde de la carretera y miró a su izquierda. No venía nadie. Avanzó unos pocos metros por la calzada y se detuvo. Manuel movió su arma delante del hombre, a la vez que le decía:

—Tú te bajas aquí.

—No voy a dejar que te lleves mi auto —protestó el hombre.

—¿Prefieres quedarte con el auto y estar muerto? ¿Te bajas vivo o te empujo cuando estés muerto?

A regañadientes, el conductor bajó del automóvil. Manuel se pasó en el asiento del chófer y aceleró. El hombre se quedó en la cuneta, con expresión de muy mal humor y maldiciendo la idea de haber cargado gasolina allí.

—Ahora a llamar a la Policía, al seguro y a hacer todos los trámites.

Debía regresar al restaurante y llamar a la Policía, luego esperarlos, y estar ahí mientras preguntaban a todo el mundo. Después, el reporte en el seguro. Por mucho que los de la ley se esforzasen, el día estaba perdido, y con suerte le devolverían el auto al cabo de una semana.

—Y veremos si es completo o lo desguaza por ahí. ¡Maldita suerte la mía!

Manuel pisaba el acelerador como un loco. Sabía en qué dirección se había ido la pareja que le había gustado, con la que incumpliría su promesa de no reincidir al menos en un tiempo. Pero la rubia le cautivó y el tipo le desafió, dos ingredientes que mezclaban de manera explosiva, y el detonador de su insana mente ya había activado la chispa. No podía dar marcha atrás, una vez que sus fosas nasales se habían inundado del olor a hembra. ¡Y qué hembra! Aquélla merecía un trato especial, algo nuevo, más parecido al amor.

Susana, un poco más tranquila, al confiar en que el tipo se había quedado en la gasolinera, volvía a tratar el tema de su boutique. Claudio escuchaba, como siempre, sin aportar nada. No estaba seguro de querer ser el dependiente de una boutique, ni aunque ésta le perteneciese. Era una vida demasiado monótona para alguien como él. Pero jamás hacía planes, al contrario que su esposa. Él dejaba que los acontecimientos dictasen el camino que debía seguir o qué tenía hacer. Así había sido siempre y no se quejaba. La vida era mucho más atractiva si no le pedías nada y aceptabas lo que recibías. La gente con filosofías simples son mucho más felices que los complicados.

—No hemos pensado en la compra de la mercancía —dijo ella.

—Te darán crédito, al menos unos días.

—Pero habrá que comprar algo al contado, o tener disponible para los primeros pagos. No todo puede ser a crédito. No había contado con eso.

—Más trabajo. Eso significa que hay que esperar un poco más y buscar algo enseguida.

Le agradó la idea. Su sistema funcionaba, y, por una u otra razón, seguirían como hasta el momento, al menos unos meses más. Lo de convertirse en sedentario se retrasaba, y sin que él discutiese con su esposa.

—Así es —reconoció ella—. ¿Qué te parece ese pueblo al que vamos a llegar? ¿Cómo se llama?

—Molinar. Es el que está después de Arteaga, que es el próximo. Me parece bien, porque podemos aprovechar la recomendación del tal Remigio Cabañas de que pasemos por su pueblo, que nos encantaría. Y veremos si… —Detuvo lo que pensaba decir, porque algo le llamaba la atención. Se lo dijo a su esposa—: Me parece que el de atrás tiene mucha prisa. Se está acercando mucho.

Susana miró hacia atrás directamente, girando el cuello. Claudio lo hacía por el retrovisor. A ella se le heló la sangre al avizorar que…

—Es el tipo del restaurante.

—¿En un auto? Bajó de un camión. Él no tenía auto.

—Lo habrá robado. Pero sí es el tipo, y nos va a adelantar.

—Será si le dejo.

Claudio aceleró. El automóvil de la pareja tenía más potencia y tamaño que el que se había agenciado Manuel, por lo que en unos segundos se distanció varios metros. Pero él no era temerario, y al notar que la velocidad era peligrosa, mucho más de la que podía controlar, retiró el pie del acelerador. En cambio, el loco no pensó en el peligro, y, al ver que sus presas frenaban, se embaló con más fuerza, haciendo rugir el motor.

—Se acerca —anunció la mujer—. ¡Acelera! —le ordenó, desesperada.

—¿Quieres que nos matemos?

—Quiero que no nos alcance. Te advertí de que era peligroso. Seguro que está armado.

—Y no hay un policía en la carretera. Jamás están cuando se los necesita, y siempre cuando no hacen falta para nada. Si adelantas donde no debes, caen del cielo para ponerte una multa. Pero si tienes un accidente, llegan cuando ya te has muerto.

—Tres kilómetros para Arteaga —leyó la mujer—. Se ven casas a lo lejos.

—Me voy a detener en el primer lugar habitado que vea. Y veremos si es tan audaz.

Manuel había pisado el acelerador y ya estaba a un par de metros de Claudio. Se movió a la izquierda, con intención de colocarse junto a ellos. Claudio frenó al ver que el loco daba el volantazo para salirse del carril, y Manuel tuvo que desistir y desacelerar. Chocar con ellos por detrás no era buena idea, porque el auto de la pareja tenía una defensa mucho más robusta.

—Hay una tienda allí delante —dijo Claudio, al ver un letrero sobre el techo de una casa—. Nos vamos a detener ahí.

El perseguidor captó la maniobra en ciernes y dejó de acelerar. Claudio se arrimó a la derecha y disminuyó la velocidad, para detenerse ante la tienda, en un espacio destinado a los vehículos. Como una exhalación, el perturbado pasó junto a ellos, rumbo a Molinar.

—Hay que avisar a la Policía —dijo Susana.

—¿Y qué les vas a decir? ¿Qué un tipo loco quería jugar carreras?

—Que nos ha querido matar.

—Eso ni nosotros lo sabemos. Nos entró el miedo, pero quizá solamente quería asustarnos.

—¿Nos quedamos en este pueblo?

—Hay que ver qué ofrece. No será el peor de los que hemos estado. Y luego echaré un ojo al asunto de Molinar.

La pareja bajó del vehículo. Susana entró en la tienda, mientras Claudio seguía con la mirada el coche del tipo, que ya se había convertido en un punto.

—¡Maldito fulano! Debí haberle dado un puñetazo en el restaurante.

Miró al interior de la tienda. No reaccionó porque Susana se lo impidió. Ella no era muy valiente y odiaba las peleas. Caminó en su busca, dentro del establecimiento, donde su mujer charlaba con dos mujeres, una de cierta edad y la otra joven, mientras sostenía en sus manos una pañoleta multicolor.

«Una boutique —pensó Claudio—. Tuvimos que parar en una boutique

—Un hotel no muy caro —decía Susana—. Sí, creo que nos quedaremos un par de días. ¿Verdad, cariño?

Él asintió con la cabeza. Si ella quería quedarse unos días, para que el loco se alejase, no habría forma de disuadirla. Sonrió a las dos mujeres y fue a ojear unas revistas que había al fondo.

No muy lejos, una docena de calles más allá, tras un vado, Manuel había abandonado el auto robado, en una esquina, fuera de la vista de Claudio. Cogió su mochila y caminó hacia una parada de autobús que se veía a pocos metros, sobre la calle que desembocaba en la carretera. El autobús aparecía al final de la calle, lo que suponía una corta espera. Él imaginaba que la pareja ya habría llamado a la Policía, y éstos no tardarían en aparecer. Pero le buscarían en el auto, no en un autobús que se dirigía al centro de la población.

—Se me han escapado. No siempre tendré suerte. Pero esta tipeja sí estaba bien buena. ¿Serán de este pueblo? Mejor si me largo de aquí y busco algo en otro sitio. Mujeres sobran, y no me voy a arriesgar por ésta.