Lo primero que se hace al entrar…

Lo primero que se hace al entrar en una sala de Oncología Pediátrica es pensar en Dios. Pensar en Dios de dos formas distintas: para dejar de creer en Él inmediatamente por permitir tanto sufrimiento de quienes aún están limpios de culpa, por haber creado este mundo de un modo tan atroz y chapucero, tan precipitado, en siete días, precisamente Él, que disponía de toda la eternidad para haberlo hecho bien, como dijo algún filósofo; o bien pensar en Dios para arrodillarse a rezar con fe y rogarle un poco de clemencia hacia los niños calvos: su curación a cambio de tu promesa de convertirte en santo. Allí dentro no hay término medio: si existe, no está exento de culpa; si no existe, nos gustaría que existiera para pedirle ayuda.

Lo siguiente que se hace al entrar en una sala de Oncología Pediátrica es contener o disimular las lágrimas para que no las advierta quien te mira.

Una enfermera nos lleva ahora hasta una habitación individual. Visto a Lucas con el pijama y cuelgo la ropa de calle en el pequeño armario. No nos hacen esperar y poco después nos llevan a una sala para administrarle la primera dosis del último ciclo de quimioterapia. Estos centímetros cúbicos de un líquido color rojizo anaranjado que van pasando lentamente del gotero a sus venas, estas gotas que podrían parecer un inofensivo refresco van a matar las células dañinas.

En la sala colectiva, una hora más tarde, una docena de niños ven la tele, juegan ante tres ordenadores o, los más pequeños, construyen una ciudad de ciencia-ficción con las piezas de Lego que ocupan un rincón. Lucas se asusta un poco al verlos y agarra con más fuerza mi mano. Sin pelo en la cabeza, pero también sin cejas, sin pestañas, con lo que se agrandan sus ojos, que expresan más desconcierto que dolor. ¡Qué extraña es la mirada de los niños enfermos! Apagada, profunda como un pozo en cuyo fondo brilla algo pesado y luminoso que quisiera emerger y no lo logra. Algunos se acercan a saludarnos como si nos dieran una ingenua bienvenida a esta hermandad del dolor y la química, de los huesos huecos y las venas de nieve, pero otros permanecen silenciosos e inmóviles, apagados como pianos que hubieran olvidado su música en algún sitio. Una niña de la edad de Lucas nos mira fugazmente y luego sigue peinando con mimo la larga melena de su muñeca. A la niña todavía le queda algo de pelo en la cabeza, unos mechones que parecen más artificiales que los del juguete, pero da la sensación de haber renunciado a preocuparse por ellos. Me esfuerzo y sonrío al saludarlos y al presentarles a Lucas.

Junto al rincón de las construcciones hay una estantería y unas mesas con libros y puzzles, y también jarrones con flores: una sobreabundancia de flores y juguetes contra el encierro en esta burbuja aséptica de la planta, un esforzado remedo de parque y naturaleza entre estas paredes blancas. Un poco más allá, entre dos ventanas, veo un panel de corcho donde han pinchado algunos dibujos infantiles. Mientras Lucas va a jugar con dos niños que vienen a buscarlo, me acerco hasta las láminas. En una de ellas, muy grande, se han dibujado a sí mismos, en la sala. Por un momento siento el deseo de arrancarla, pero supongo que está ahí porque ahí debe estar, con la intención de no ocultarles lo que les va a ocurrir y de ayudarles a convivir durante unas semanas o unos meses con la enfermedad.

Aquí dentro también nosotros estaremos un tiempo, para comenzar de nuevo como si partiéramos de cero. Antes, las venas llenas de células malignas. Ahora la quimio que las quema. Después, la semilla de Luis para repoblar la tierra quemada.

Esta segunda noche me he quedado dormida en el sillón, velando a mi hijo, y he tenido un sueño muy desagradable del que he ido olvidando detalles a lo largo del día. Quizá sea mejor así, porque no creo que pudiera soportar también el desorden de las pesadillas. Grupos de niños iban y venían a mi alrededor en un extraño espacio circular sin puertas y sin techo, sin rincones ni esquinas. De pronto se les incendiaban los cabellos con una llamarada y se iban quedando calvos, aunque no parecían sufrir ningún otro daño. Yo huía de ellos, me resistía a verlos, y quería refugiarme con Lucas en algún sitio aparte, abrazada a él como si él pudiera protegerme. Pero mi hijo poco a poco se iba haciendo transparente como una medusa, hasta que sólo se veían sus venas como ríos donde flotaban racimos de cerezas rojas que un gran pez iba devorando para convertirlas en viscosos huevos blancos.

Me desperté sudando entre las paredes blancas de la habitación, con las uñas clavadas en las palmas de las manos, y miré a Lucas, que dormía respirando fatigosamente, incluso en estos momentos de descanso. Ha sido un sueño horrible, uno de esos momentos en que sólo deseas que la vida no sea como es. Me asomé a la ventana y contemplé la degradada bisutería de las luces con que la ciudad se adorna en la noche, el engaño luminoso que a otros puede servir para esquivar sus miedos, pero que no aplacaba mi terror a que la nueva sangre no prenda en el corazón de Lucas y su vida se marchite como una planta sin raíces.

Lucas suelta mi mano y se arrodilla junto a otros niños a jugar con las piezas con cuyas combinaciones encuentran una interminable diversión. Después de estos días ya no está asustado, pero de vez en cuando vuelve la mirada hacia mí para comprobar que me encuentro cerca, que no me he ido. Mientras espero me fijo en un niño mayor que todos los demás. Es muy alto y está de pie, mirando por la ventana. Sus labios están heridos por llagas. Aunque sus ojos no parecen enfocados en ningún lugar concreto, su mirada la he visto antes en algunos presos que, para poder soportar su larga condena, terminan por no ver los barrotes de la celda y sus ojos sólo enfocan lo que está muy lejos. Una voz interrumpe mis pensamientos:

—¡Hooola!

Una cabeza de payaso asoma por la base de la puerta, junto al suelo, de modo que no la descubrimos enseguida. Saluda desde ahí abajo y, cuando va a levantarse, otro payaso tropieza con él y ambos se precipitan en la sala dando tumbos hasta chocar con estruendo sus cabezas contra una de las columnas. Los dos llevan pantalones muy anchos y cortos y calcetines de colores cruzados, pero uno se adorna con una peluca de grandes rizos amarillos y el otro tiene el pelo escaso aplastado contra el cráneo, atusado con agua.

La mayoría de los niños ríen, los saludan —ya los conocen de otros días— y aplauden. Lucas, entre sorprendido y asustado, deja la construcción y viene hacia mí y busca mi mano. El niño mayor que está junto a la ventana se vuelve y los observa sin participar, como si quisiera reír y no pudiera.

En la habitación irrumpe un tercer payaso, una chica. Trae un acordeón y, con la música, comienza a entonar una canción infantil que los otros dos bailan y escenifican.

A pesar de la tensión y el malestar que deben de sentir, los niños se dejan llevar enseguida por la tromba de alegría que han traído los payasos. Excepto el chico de la ventana, todos sonríen y siguen el ritmo batiendo palmas. Incluso Lucas ha ido a sentarse con los demás en un círculo en el suelo.

Yo, que tantas veces en mi trabajo me he preguntado por los motivos que alguien tiene para odiar a quienes lo rodean, ahora me siento llena de agradecimiento y simpatía hacia estos tres muchachos que hacen el payaso ahí delante y, con la misma extrañeza, me pregunto por los motivos que alguien tiene para amar a quienes ni siquiera conoce, para venir aquí y esforzarse por provocar su risa. La canción ha terminado y uno de ellos saca de una gran maleta negra donde leo su nombre artístico, Pupaclown, un bastón y unas cuerdas. Agita con rapidez el bastón en el aire y lo convierte en una lluvia de pañuelos de colores que los otros dos van anudando en los cuellos infantiles. Todos aplaudimos, los niños y los familiares que estamos con ellos. En ese momento entra una de las enfermeras que ya conozco y me llama con un gesto.

Por un momento pienso en Nico, en que por fin ha decidido venir. Ha estado aquí varias veces durante estos siete días de tratamiento, pero no aseguró que acudiera a la operación, porque tenía un insoslayable viaje de negocios. Sospecho que, sencillamente, no quiere encontrarse con Luis cuando él llegue, no quiere ver el rostro de quien ocupó su sitio y ahora, de algún modo, está de nuevo ocupándolo. Aun así, le dejé un mensaje en el contestador diciéndole que todo era favorable y que ya se sabía la hora exacta. Pero la enfermera me dice:

—Ya puede ver al donante.

Le digo a Lucas que voy a salir un momento, que no tardaré casi nada. Él me mira poco convencido, pero el payaso mago lo advierte y viene a pedirle que lo ayude a sujetar por los extremos las tres cuerdas mágicas que van a convertirse en una sola.

Sigo a la enfermera por el pasillo y luego bajo con ella en el ascensor hasta la planta de quirófanos. Entra sin llamar en la habitación donde está Luis, tendido ya en la cama, con un brazo desnudo en el que un gotero destila suero o antibióticos o calmantes.

—¿Cómo estás? —le pregunto y me siento a su lado.

—Muy bien. Muy bien —repite—. Casi impaciente ya. Me han dicho que van a empezar conmigo y que luego, esta tarde, seguirán con Lucas. En cualquier momento entramos.

Quisiera darle otra vez las gracias, pero las palabras que conozco para hacerlo están tan gastadas que sólo rebajarían la intensidad de mi agradecimiento. Unas horas más para que un montón de células progenitoras que ahora están ahí, en su cadera, pasen a la médula y al corazón de Lucas; unos glóbulos rojos que ahora llevan oxígeno y alimento a sus manos, a su lengua, a su cabeza, dentro de poco correrán por las manos, por la lengua, por la cabeza de Lucas.

—No durará mucho. Me pondrán anestesia general, pero no durará mucho. En todo caso, lo mío no tiene importancia. Yo no estaré peor cuando todo esto termine. Y Lucas estará mejor, ya verás como todo sale bien, ya verás como prende. ¡Nunca me ha dicho nadie que yo tenga mala sangre! —bromea—. Es lo mínimo que puedo hacer por él después de tanto tiempo sin haber hecho nada.

Habla sin apenas darme tiempo a intervenir. También él está nervioso, impaciente por entrar al quirófano, pero finge bien, estaba acostumbrado a fingir en el teatro. Sin embargo, ahora su actuación sólo intenta aportar serenidad y optimismo.

—Todo saldrá bien —repite.

—No sé cómo decirte cuánto te agradezco todo lo que estás haciendo.

—De ningún modo, Andrea, de ningún modo. ¿Te acuerdas de cuando, en Lüneburg, me comentaste que nunca te había gustado el cuento de Hänsel y Gretel?

—Sí que me acuerdo.

—Luego, en esos días en que estuve solo, me quedé pensando en lo que habías dicho. Y creo que tienes razón, que es una historia terrorífica, y yo no quiero que ahora se repita con Lucas, no quiero dejarlo solo en el interior del bosque. Por eso, en realidad, soy yo quien tendría que darte las gracias.

—¿Agradecerme? ¿A mí?

—Sí. Por haberme buscado con tanto afán hasta encontrarme, por traerme a Lucas, ese estupendo regalo, si puedo llamarlo así. Por darme la oportunidad de compensar con él toda esta… —tampoco él parece encontrar las palabras que busca— indiferencia en la que vivía.

—No digas eso. No es verdad.

—Cuando os marchasteis, fui de nuevo a ver a mi madre —me dice—. Me senté junto a ella y se lo conté todo. Le dije quién eras en realidad y por qué habías ido hasta allí a buscarme. Le hablé de Lucas, de la leucemia, y de que ahora es abuela. Bueno, que lo es desde hace seis años, pero que yo tampoco lo había sabido hasta entonces. Al principio me escuchaba desconcertada, no parecía entenderme y yo tampoco sabía cómo iba a reaccionar. Pero cuando volví al día siguiente comenzó a hacerme preguntas, a reprocharme que no se lo hubiera dicho desde el primer día. Aún no se encuentra bien, pero al menos ha comenzado a mostrar curiosidad.

Me inclino a abrazarlo y me quedo así junto a él, tranquila y conmovida, con una enorme paz.

Una enfermera y un auxiliar entran entonces con una silla de ruedas para llevárselo.

Cuando regreso a la planta de Oncología Pediátrica veo a mi padre y a Nico. Cada uno de ellos está de pie, a un lado del pasillo, sin nada que decirse.

—He oído anoche tu mensaje en el contestador —me dice—. Me alegro de que todo vaya bien con el donante —añade la palabra neutra, que no hiere ni ofende.

—¿Has visto a Lucas? —le pregunto señalando la sala del fondo, donde continúa el bullicio de los payasos.

—Sí. Un poco pálido. Pero parece contento.

—Lo está. Y también asustado. Pero es bueno que hayas venido. Ha preguntado por ti.

Mi padre se aleja un poco en el pasillo para dejarnos hablar a solas, para que su presencia no interfiera entre nosotros.

—¿Le has contado algo?

—¿Algo? ¿A Lucas?

—Sobre quién es en realidad el… donante —otra vez elige la palabra que pretende inocente, aunque después de lo ocurrido aquella noche, ya nada es inocente entre nosotros. Sólo la paz de Lucas impone esta cordialidad, esta aparente confianza.

—No, no le he contado nada. Ya te lo dije. Él sigue creyendo en ti —yo también eludo todo lo que ahora pueda turbarnos—. Y va a seguir creyéndolo a menos que tú decidas lo contrario. Es el pacto que te propuse y lo único que te pido. Por su bien. Sabes que no te pediré nunca nada más.

Nico ahora no me mira, desvía los ojos y comprueba que mi padre está lejos, al fondo del pasillo.

—¿Eso es todo? —me pregunta.

Creo que está pensando en otra posibilidad, en una esperanza de reconciliación, en un gesto amable, quizá en un abrazo. Pero nada de eso es posible, entre él y yo hay demasiado ruido, un sordo estrépito que no desaparecerá nunca.

—Eso es todo.

—De acuerdo —dice, muy serio.

Pero esboza una sonrisa cuando ve venir a Lucas con otros niños. Se agacha hasta él y lo levanta en brazos, tan poco peso no le supone ningún esfuerzo para su corpulencia de caballo, que yo conozco bien.

Mi padre se acerca y, por un momento, los cuatro allí podríamos parecer a quien nos mirara desde fuera una familia que está unida precisamente por atravesar un momento de dolor y enfermedad: la familia que, a pesar de todo, éramos hasta hace apenas dos meses y que ya no volverá a ser nunca.

Regresamos a la habitación y esperamos un tiempo, impacientes, nerviosos. Luis ya debe de estar dentro, entre enfermeras y médicos vestidos de verde que se afanan bajo los focos bajos y potentes que iluminan agujas y tijeras, sondas y goteros, bisturíes y algodones.

—No he comido nada en todo el día. Voy a bajar a la cafetería a tomar algo —dice Nico.

Se levanta y le da un beso a Lucas. Sospecho que va a demorarse, quizá no haya regresado todavía cuando vengan a buscarnos. Pero es mejor así. Lucas está notando la tensión y los silencios, la paz quebradiza que podría romperse con una pregunta o una palabra inoportuna, la brevedad de las conversaciones que se inician y mueren rápidamente, sin humor, sin estabilidad, sin mucho que decir. A veces nos mira como si se preguntara algo, y otras veces mira hacia la puerta entreabierta por donde de cuando en cuando cruza algún niño, o sus familiares, como si quisiera irse con ellos a jugar o a ver la tele.

Estamos los tres solos cuando llegan la enfermera, el doctor Calderón y un auxiliar. Es la hora y hay que separarse. Una de las ruedas de la camilla en la que lo tienden chirría en cada vuelta y, sin quererlo, pienso en los miles de enfermos que habrá transportado de una planta a otra, de una cama al quirófano, y también en que sin duda habrá soportado el peso frío y muerto de algunas decenas de cadáveres.

Vamos con ellos hasta la misma puerta del quirófano. Mi hijo va a entrar dentro y yo esperaré aquí, mordiéndome las uñas, contando los lentos minutos que no pasan, deseando que se abra la puerta y temiendo que se abra y salga alguien corriendo o preocupado y me diga que algo no va bien. Lo rodeo y lo abrazo como el hueso abraza a la médula.

—Será sólo un momentito —le digo—. Te quedarás dormido y, cuando te despiertes, ya estarás curado.

—Tú no te vayas.

—Claro que no. Estaré aquí, esperándote. Luego, cuando ya estés bueno, nos vamos a casa y te hago para ti solo una bolsa gigante de palomitas.

—Pero sin incendio.

—Sin incendio —sonríe mi padre.

Se lo llevan adentro, por las puertas batientes que se cierran solas, como un parpadeo, para introducirlo en la noche de la anestesia mientras afuera permanecemos en la vigilancia y la vigilia. Mis piernas tiemblan y tengo que buscar apoyo. Sentada en la silla de la paciencia, amo y espero. El corazón se me ha subido a la boca, y lo mastico y tiene un sabor a sangre y a antibiótico. Yo, que he muerto de mil formas diferentes, a quien de mil maneras distintas han matado, sé que en estos momentos corro el riesgo más grande de morir.

Mi padre se sienta junto a mí.

—No te preocupes, que todo saldrá bien. Lo difícil era encontrar a Luis y lo encontraste. Y estamos en el mejor hospital y con el mejor médico. No te preocupes. Lucas llegará a ser más viejo de lo que yo soy.

Seguimos esperando, pero las puertas batientes no se abren, para bien ni para mal. Escuchamos cuando oímos acercarse por el pasillo el ruido de los zuecos de alguna enfermera que pasa y se aleja sin mirarnos. No puedo estar mucho tiempo sentada y me acerco a las puertas e intento oír algo, pero nada se oye. El tiempo se hace eterno, el segundero del reloj late mucho más despacio que mi corazón. Quiero que pasen los minutos, pero también quiero que todo lo hagan bien ahí dentro, que trabajen despacio, que no hieran la carne de mi hijo más de lo necesario, por prisas o cansancio, que el bisturí sea paciente y delicado y que le dé tiempo a su pequeño corazón para que pruebe el nuevo alimento, que cambien toda su sangre blanca por la sangre roja que Luis nos ha dado, y que prenda luego en su médula, que prenda, como dicen ellos.

Sé que cabe la posibilidad del rechazo posterior y que entonces será casi imposible otra solución. Sé que corre el riesgo de morir y que entonces se acabaría todo, su voz y su figura, y ya nunca habría risas en la casa, ni bichos en los bolsillos o en botes de cristal, ni cuadernos escolares, nunca habría decenas de deportivas con las punteras rotas, decenas de pantalones con rodilleras, decenas de camisetas con dibujos que se le irían quedando pequeñas incluso a su estatura de poni. Ya no habría rubor ni acné, ni la seda suave del bozo en sus mejillas, ni esa furiosa hambre adolescente, ni puertas que se cierran con llave para proteger la intimidad y el descubrimiento. Ya no habría nada, sólo mi asombro por seguir estando viva. Sé que cabe la posibilidad de que ya no sea madre. Pero, ocurra lo que ocurra después, nadie podrá quitarme la felicidad de haberlo tenido. Duele más no haber sido feliz nunca que haber sido feliz y luego dejar de serlo.

Al fondo del pasillo aparecen Mariana y Nico. Ella, al verme, camina deprisa hacia mí.

—¿Está dentro? ¿Cómo va todo? ¿Cuándo saldrá? —me pregunta sin darme tiempo a responder.

—Está dentro desde hace una hora y media. Pero dijeron que tardarían más. Así que supongo que todo va bien.

—¡Seguro! Además, en este hospital tienen mucha experiencia. Cuando os buscaba en la planta de Oncología salía un niño a quien le habían dado el alta. Curado. Lo más difícil ya lo hiciste —dice sin citar a Luis, quizá para no herir a Nico, que espera incómodo, un poco desplazado del sitio que siempre antes había ocupado.

Mi padre es el primero en ver las puertas batientes que se abren a mi espalda, porque exclama algo y salta de la silla. La enfermera sujeta una de las hojas y por ella aparece el doctor Calderón al mismo tiempo que una camilla con Lucas dormido. Está muy pálido y podría pensarse que algo ha ido mal si no fuera por las sonrisas que ellos traen.

—Todo ha salido muy bien —se anticipa a explicarme. Todavía lleva la bata verde y el gorro, pero no los guantes, y no hay ni una mancha de sangre blanca o roja en su atuendo—. Habrá que esperar a ver la aceptación, pero, en principio, no hay nada anómalo —le coge la muñeca y comprueba su pulso.

—Gracias, muchas gracias. No sabemos cómo agradecérselo.

—De ninguna manera, es mi trabajo —dice—. Ya pueden ir con él a la planta. Yo aún no he terminado aquí.

Me inclino antes de que muevan la camilla, la rueda que chirría, y le toco la cara.

—Lucas, Lucas.

Mi hijo gime débilmente y parece que intenta abrir los ojos, pero sus párpados vuelven a caer, son de plomo. En su expresión hay sufrimiento.

Cabemos todos en el amplio ascensor, y sonreímos mientras se eleva hacia la planta. La enfermera nos explica:

—Irá despertando poco a poco. Y cuando haga pis y beba estará mejor.

Es mi hijo el que abre los ojos dos horas después y nos reconoce. Ya está aquí de nuevo, entre nosotros. Aún es demasiado pronto para saberlo, pero quiero creer que ya la sangre roja comienza a circular por su médula, enhebra sus vértebras, corre por las autopistas de la aorta y brinca de un ventrículo a otro, renueva los rincones del corazón redondo. Tiene sed y le doy un poco de agua, en sorbos cortos. Mariana le enseña el juguete que le ha traído: un caballo —no es un poni— que emite un enérgico relincho mientras mueve la cola y la cabeza.

Viene la enfermera, le toma la temperatura y sale satisfecha. Entonces yo también salgo para ir a ver a Luis. Nadie ha vuelto a ocuparse de él y debe de estar impaciente.

—Todo ha ido muy bien. Sin daño, sin aparente rechazo —le digo.

—¡Qué bien! —suspira fuerte, desalojando la tensión que ha soportado durante estas horas aquí solo.

Luego hablamos de lo que vendrá ahora, de los plazos para la recuperación, de las expectativas de salud, de su indefensión y del temor todavía a que cualquier bacteria se decida a atacarlo aprovechando su debilidad.

—Y tú ¿cómo estás?

—¿Yo? Casi no lo noto —se toca con la palma de la mano la parte posterior de la cadera, donde se produjo la punción—. Ha sido más sencillo de lo que imaginaba. Mañana podré salir. Y pronto tendré que regresar a Alemania.

—¿Cuándo?

—Dentro de tres días. Pero no tardaré en volver. Ahora tengo un hijo. Aunque ni él mismo lo sepa —añade.

—Tendremos que hablar de todo esto. Despacio.

—Claro que sí. Antes de irme. ¿Lucas está ya despierto?

—Sí.

—Entonces ve con él. Estará preguntando por ti. Yo iré luego a verlo.

Nos abrazamos en silencio y salgo de su habitación. Antes de regresar con Lucas, sin embargo, tengo que pasar por el laboratorio a recoger el análisis que me hicieron. Una chica me entrega el sobre y lo abro enseguida. El rostro feroz de Nico aquella noche aparece en los resultados.