Cuando Lucas ya está dormido…

Cuando Lucas ya está dormido, bajo de la estantería más alta la caja con fotos antiguas que siempre he mantenido ocultas, apartadas de los álbumes familiares donde guardo, bien ordenada, toda mi biografía oficial. En ella he ido acumulando a lo largo de años fotos defectuosas, desenfocadas, con falta o exceso de luz, que, sin embargo, no he querido perder, porque no hay otras con que sustituirlas. También algunas en las que no había quedado bien o me avergüenzan. Aunque no soy una mujer especialmente hermosa, sé que en los retratos suelo salir favorecida. En la caja he ocultado esa segunda biografía de imágenes que con tanto celo escondemos muchas mujeres a los ojos ajenos, una colección de estampas que narran otra vida paralela, misteriosa y secreta, que, sin embargo, definen con tanta precisión como la historia oficial nuestra historia privada. Tengo amigas que ahí, en sus cajas negras, esconden recuerdos de pequeñas vergüenzas físicas o morales, de secretos, de desnudos, de viajes a ciudades en las que niegan haber estado, de amistades o amores que ya no lo son, de periodos oscuros y agitados, demasiado vergonzosos o demasiado felices para mostrárselos a nadie.

Guardo una foto de mi adolescencia en la que un pliegue en el cuello y un pantalón de peto me hacen parecer gorda, casi obesa; guardo una foto que le quité a Nico cuando me retrató desnuda, cara al cielo, flotando en la superficie de nuestra piscina: su mujer y su piscina; guardo un pequeño retrato de fotomatón en el que cuatro amigas ebrias y pálidas logramos meter la cabeza; guardo una foto hermosísima dándole el pecho a Lucas; guardo una foto dedicada que me hizo, sin permiso y sin que yo lo advirtiera, un compañero de instituto que se enamoró de mí —pero que nunca se atrevió a decírmelo— y que me envió por correo al cabo de mucho tiempo; y también guardo otra en la que Luis y yo, sentados a una mesa de la residencia donde hicimos el curso de simulacros, leemos la página de un periódico que debía de contar algo gracioso que no recuerdo, porque estamos sonriendo, muy juntos, ajenos al fotógrafo.

Parecemos muy jóvenes. Hace siete años que alguien —no logro recordar quién ni cómo, si lo hizo por simpatía o malicia, si se conserva otra copia— apuntó por el visor de la cámara y apretó el disparador, pero aparento doce años menos. No sé si con Luis ocurrirá eso mismo, no sé si el trabajo y el paso del tiempo lo habrán envejecido como a mí, o si acaso ha cumplido su deseo de una vida más descansada que la de policía y entonces haya demorado la aparición de arrugas en su rostro, no sé si se mantendrá en buena forma física o si se habrá abandonado a ese desmayo del tono muscular que encorva la espalda de los sedentarios, hunde su cabeza entre los hombros y ralentiza los movimientos más triviales, levantarse de un sillón, o llevarse a los labios un vaso de cerveza, o pasar las páginas de un periódico que leen al mismo tiempo una mujer y un hombre, con los rostros acaso demasiado cerca uno del otro si no hay entre ellos otro vínculo que el del trabajo. No sé si el tiempo habrá endurecido su mirada como ha endurecido la mía.

Desde los primeros días, cuando terminaban las clases, los participantes en el curso solíamos salir en grupo por la ciudad, deseosos de conocerla al mismo tiempo que nos conocíamos entre nosotros. Luis y yo habíamos coincidido juntos en las primeras clases y habíamos tomado confianza. Cuando se trataba de ejercicios en grupo o en parejas, nos buscábamos instintivamente. Me sentía muy atraída por él, por sus ojos claros, moteados de pequeñas manchas pardas, por su acento al hablar, por la flexibilidad de sus movimientos, muy distinta de la compacta energía de Nico. También por la forma con que ejecutaba los ejercicios prácticos, prescindiendo de gestos inútiles, con una naturalidad y concentración que envidiábamos los demás, siempre remisos a sentirnos observados, cohibidos entonces como bañistas desnudos sorprendidos entre gente vestida. Una tarde que nos dejaron libre por enfermedad de uno de los ponentes, me preguntó:

—¿Has estado antes en Barcelona? ¿La conoces?

—No.

—Déjame que te enseñe cómo es.

Aquella tarde salimos solos y caminamos mucho, por donde él fue guiándome, sin prisas, cambiando a menudo de dirección si yo mostraba interés por algo que recordaba haber visto o leído, o descansando en una terraza si teníamos sed. Una tarde entera, una cena y una velada hasta que nos besamos en un pub donde tocaba un grupo de jazz.

En los días posteriores tuvimos que ocultar nuestra complicidad a todos los demás, disimular ante los compañeros del curso, que quizá lo sospechaban, pero que no podían tener ninguna certeza. Huíamos del grupo y de sus diversiones gritonas y a menudo etílicas y, o bien nos quedábamos en la residencia donde nos alojaban, o bien dábamos paseos por otras rutas. La tentación era más fuerte y el peligro más dulce en la clandestinidad, con el enemigo cerca, como nos gustaba decir en broma. Era muy excitante besarnos fugazmente cuando nos cruzábamos en un pasillo solitario, o rozarnos las rodillas por debajo de la mesa durante una clase, en breves contactos que, sin embargo, nos parecían caricias muy profundas, o cruzar unas palabras en clave para acordar la hora de la cita en medio de una disertación sobre la eficacia de los simulacros como instrumento judicial. Aquella primera fase del curso fue la más intensa en nuestra relación y la que con más nitidez recuerdo: el olor diferente de su cuerpo, la extrañeza de mi lengua al recibir la lengua y la saliva de un hombre que no era Nico, algunos arrebatos de intensa sensualidad que me llenaban de perplejidad y también de un poco de miedo. Una nota suya en un papelito con una hora y una propuesta me importaba más que los apuntes de la clase, y, aunque siempre había sido una buena estudiante, hubiera deseado entonces suspender el curso si fuera posible repetirlo a su lado. Hubo momentos mágicos en aquellos meses, con la ciudad entera para nosotros dos solos. Paseábamos mucho, por el barrio gótico, por las Ramblas, abiertas a nuestro antojo, o nos deteníamos a mirar la Pedrera o los balcones de la casa Batlló, o los barcos que atracaban en el puerto, comentando algo, o en silencio. Todavía hoy me alcanza un sentimiento de nostalgia al evocar ciertas miradas cómplices, los ojos acariciando lo prohibido a las manos cuando había alguien presente, los besos fugaces que no me saciaban, que deseaba prolongar durante minutos, porque intuía que cuando acabara el curso ya no volveríamos a estar juntos. Sin embargo, aquella extraña felicidad no me impedía ver que nuestros gustos y hábitos eran demasiado diferentes y que cada uno esperaba del futuro regalos muy distintos.

Creo que ha sido la única vez en que perdí el control de mis emociones. Unos meses antes no podía imaginar que dentro de mí estallaría aquel torbellino de impulsos cuya clandestinidad me producía inquietud, sí, pero no remordimientos. Mi relación con Nico era como un cadáver al que sólo faltaba incinerar. Sentía que, al querer a Luis, también me estaba queriendo a mí, me estaba concediendo algo que siempre me había negado, temerosa de penetrar en un territorio que hasta entonces había eludido por miedo a devastar el equilibrio con que había organizado mi vida.

Luego, a la vuelta de un intervalo de seis meses de prácticas en Madrid, en la segunda fase del curso, más breve, se fue apagando aquel entusiasmo, antes en él que en mí. Sin que supiera bien por qué, todo se hizo más normal, más cotidiano, ya no existía el temblor del descubrimiento y del misterio. En Luis comenzaba a anunciarse aquella insatisfacción interior de la que él mismo desconocía la causa y contra la cual yo tampoco sabía qué recursos o palabras oponer. Me desconcertaban su repentina apatía sin motivo, sus vacilaciones entre la avidez y la indiferencia. No comprendía que a veces le entristeciera tanto su edad, su época, el lugar donde vivía, si era tan joven, no había alrededor guerra ni peste ni tiranía y su ciudad era una ciudad hermosa. Tenía miedo de que su tristeza terminara contagiándome y de que también yo me dejara llevar por la pesadumbre, porque siempre he sospechado que, al contrario que la alegría, tan difícil de expandir en un ambiente hostil, la tristeza se propaga con facilidad, infecta por contacto, deprime por cercanía.

Entonces ocurrió lo del robo.

Faltaban dos jornadas para terminar el curso y, previendo que no sería fácil despedirnos con tranquilidad —porque yo ya sabía que se trataba de una despedida— la última noche, en la que iba a celebrarse una fiesta de clausura con todos los alumnos y profesores, acordamos pasar la víspera juntos en su apartamento.

Cuando volví a la residencia, a las seis y media de la mañana, como otras veces, el conserje me entregó una nota. Era de Nico y me pedía que lo llamara urgentemente.

—Han insistido varias veces a lo largo de la noche —me informó el conserje con tono de reproche, como si yo le hubiera impedido dormir—. Decían que era algo muy importante.

Subí a la habitación, cogí el teléfono y antes de que terminara de sonar el primer tono ya estaba Nico contestando:

—¿Dónde coño estabas? ¿Dónde coño estabas?

—Salimos anoche varios compañeros del curso y nos hemos entretenido demasiado. Uno de ellos cumplía años y se empeñó en invitarnos —comencé a improvisar la mentira, agradeciendo que Nico no estuviera presente y no pudiera advertir el rubor que me subía al rostro. Aunque él ya no tenía derecho a hacer aquella pregunta, porque habíamos acordado que, si todo seguía así, comenzaríamos a tramitar la separación a mi regreso de Barcelona.

—¡Tú de fiesta mientras robaban en el almacén! —gritó—. En nuestro almacén, porque todavía es de los dos, ¿o no? ¿Para qué coño estoy casado con una mujer policía si mientras me están robando ella está de juerga y ni siquiera puedo localizarla para que me ayude?

—Desde aquí no podría haber hecho mucho —protesté.

—¡Claro que sí podrías! Si hubieras estado localizable, podrías haber llamado a tus compañeros para que se tomaran más en serio el aviso. Saltó la alarma y tus colegas policías fueron allí rutinariamente, miraron por fuera y ni siquiera se esforzaron por comprobar todas las ventanas. Una de ellas estaba forzada, pero no la vieron. O no la miraron. Dijeron que era una falsa alarma más, un fallo del sistema. Y se fueron dejando dentro a los hijos de puta, agazapados mientras tus compañeros seguían de excursión por allí fuera, con la alarma desconectada para que no volviera a saltar. Y eso si llegaron a bajar del coche, que ya no sé qué pensar. Si tú hubieras hablado con ellos, seguro que se habrían esforzado más en lugar de decirme por teléfono que me tranquilizara, que no se veía nada extraño, ni roto, ni forzado. ¿De qué me vale que mi mujer sea policía? ¿Sabes lo que hicieron luego, Andrea, sabes lo que hicieron?

—¿Mis compañeros?

—Los cabrones de los cacos. ¿Sabes lo que hicieron?

—¿Qué?

—Quemaron los motores de todas las depuradoras. Los muy hijos de puta. Cuando comprobaron que en el despacho no había dinero, ni caja fuerte, ni nada de valor que pudieran llevarse y vender fácilmente, se vengaron así. Alguno de ellos debía de saber de electricidad, porque enchufaron las nuevas depuradoras directamente a la corriente, sin adaptador, y han quemado todos los motores. ¡Todos! ¡Y mi mujer policía de juerga mientras tanto!

—No te preocupes más, por favor —intenté tranquilizarlo—. Para algo pagamos un seguro, ¿no? Mañana termina el curso, nos dan los resultados y enseguida salgo para allá.

—¡Mañana! Mañana es demasiado tarde, Andrea. Era esta noche cuando tenías que haber estado aquí.

Nico parecía calmado cuando regresé con el título de especialista bajo el brazo, un poco asustada, porque sabía que comenzaba lo difícil. Yo ya no era una oscura actriz de reparto que componía el coro o que sale al escenario a declamar dos frases de relleno. Al volver a Madrid con el título lo hacía como la primera actriz de la compañía. A partir de entonces debía enfrentarme al público no sólo durante toda la obra, sino además acompañada por un partenaire hostil con quien nunca podría mantener una buena relación, que me odiaría por lo que estaba haciendo, que daría sus réplicas intentando confundirme. Pero a Nico todo eso le era indiferente. Esperó aún varios días para abordar el problema cuya última decisión habíamos ido posponiendo.

—He llamado a una de esas oficinas donde tramitan las separaciones —me dijo—. Hay un modo amistoso de hacerlo, para que todo resulte más fácil. Hace unos meses me dijiste que tal vez debíamos dejarlo. Ahora yo también estoy de acuerdo. Me he permitido pedir una cita para dentro de tres días y he dicho que iríamos los dos. Pero si tú quieres, llamo mañana a primera hora para anularla y nos buscamos cada uno un abogado diferente. Si estás de acuerdo, tenemos tres días para hablar todo lo que sea necesario.

—De acuerdo. Tres días para hablar. Luego acudiré contigo a esa oficina.

Eso era a principios de marzo. Quince días más tarde, cuando comenzaba la primavera y acababa de dejar atrás mi matrimonio, supe que estaba embarazada. Llamé a Nico y se lo dije. A pesar de mis temores, se alegró mucho, por mí y por él. Hizo algún cálculo y no manifestó la mínima duda de que él era el padre. Si alguna vez lo dudó, nunca insinuó nada, nunca hizo una de esas preguntas que sólo pueden ser respondidas con mentiras.

La solicitud de la separación ya estaba en marcha. El abogado tuvo que rehacer alguna cláusula relativa a los futuros derechos del niño que yo acepté sin discutir. Nico se quedaba con el chalé y con la empresa a cambio de una cantidad baja para su valor real, pero no me importó. Con aquel dinero pude pagar una buena parte del piso que compré en el edificio donde siempre había vivido. Era como volver a casa, de un modo natural, no pródigo, quizá porque quien ha tenido una infancia feliz no se siente incómodo si al cabo del tiempo tiene que regresar.

Muchos de los muebles y objetos que habíamos comprado juntos se quedaron allí, pero tampoco me importó. Nunca me imaginé contratando un camión de mudanzas con una brigada de forzudos operarios para que desmontaran los muebles y dejaran en el suelo los electrodomésticos que sus padres nos habían regalado. Me llevé lo necesario para Lucas y poco más de lo que era mío antes de casarnos. En una separación todo eso es lo menos importante. El ajuar se monta para vivir con alguien. Cuando esa vida común ha fracasado, discutir por el ajuar es la peor forma de revolcarse en el fracaso.

Guardo ahora la foto en mi cartera y comienzo la búsqueda.

En el servicio de información telefónica doy su nombre y el de una provincia, Barcelona. Como no hay resultados, continúo con el resto de Cataluña, y luego con Valencia, con Madrid, con Andalucía… Recorro toda la geografía nacional y, con cada negativa de la operadora, crece la decepción. Así llego al final sin nada entre las manos. Luis no tiene teléfono a su nombre o bien, como se nos recomienda a los policías, no aparece en la guía.

Es tarde y mañana debo madrugar, pero enciendo el ordenador y entro en la red. Tecleo su nombre completo, «Luis Moll Schwarzwald», pero el buscador no encuentra nada. Con los apellidos separados saltan cientos de entradas. En vano recorro las pantallas, pinchando sobre cualquier indicio, aquí y allá, a la deriva en el frío océano electrónico. Ninguno se refiere a él.

Froto mis ojos fatigados y respiro hondo, cansada, pero aún sin desaliento, porque ya había considerado la posibilidad de su ocultación. A pesar de nuestro oficio, en el que tan a menudo nos hallamos bajo los focos, a Luis nunca le había gustado estar al alcance del público. Solamente en el escenario, cuando actuaba con el grupo teatral, se convertía en objeto de observación colectiva y daba rienda suelta a ese instinto —me comentó en una ocasión— que alguna vez todos sentimos de volcarnos hacia el exterior, de ser reconocidos, de gritar a los cuatro vientos que existimos y que necesitamos que de cuando en cuando alguien nos mire con atención y afecto, confiados en que tenemos algo valioso que decir.

Es de madrugada cuando apago el ordenador y dejo la búsqueda para el día siguiente, con las oficinas abiertas. Hubiera preferido no recurrir a los cauces oficiales, pero no tengo otros conductos para encontrarlo.

Por la mañana pido dos horas para hacer unas gestiones personales y me acerco a la Dirección General de Policía, cerca de Cuatro Caminos. Nunca había estado allí, adonde habían trasladado la antigua y siniestra Dirección General de Seguridad. Había oído decir a mi padre que aquel cambio era muy conveniente para mejorar la imagen de la policía. Todo edificio, comentó entonces, conserva hasta su derrumbe o demolición el recuerdo de los hechos que ocurrieron entre sus paredes. Los dormitorios se impregnan de quienes nacieron o murieron dentro, una escalera se vuelve tétrica en cuanto alguien se ha arrojado por ella, un desván es más lóbrego si un hombre se colgó de una de sus vigas. Y, desde la dictadura de Franco, los pasillos y despachos del edificio de la Puerta del Sol estaban demasiado poblados por las huellas de policías hoscos, violentos y rígidamente abotonados, los sótanos demasiado llenos de gritos de torturas, de sangre de presos, de palizas y dolor como para poder ser limpiados aunque se emplearan cisternas de lejía. Era bueno haber sacado de allí la sede de la policía para que el inmueble y su inquilino se limpiaran de escoria.

Un policía es ese ser que, a menudo surgido de un ambiente de pobreza, cuando no de caos o de marginalidad, logra identificarse con el orden, con la disciplina y con el poder, en torno a los cuales cierra filas frente al mundo exterior para conformar un ambiente profesional hermético y compacto, consciente de que, aunque la sociedad necesite siempre al policía, pocas veces llega a apreciarlo. Prefiere mantenerse alejada de él, reticente al contacto con quien mejor conoce su suciedad, sus vicios, sus llagas, sus terrores, cuando no claramente desdeñosa al considerar que no es más que el aparato excretor del organismo social. Sin embargo, no es ésa la impresión que da el amplio y luminoso vestíbulo y la oficina de información donde me hacen pasar. Todo aquí es sencillo, familiar, civil. Sólo los dos policías de la puerta van armados.

Le enseño mi placa a la mujer que me atiende y le explico que quiero localizar a un compañero cuyo paradero desconozco. Cuando me entrega un formulario que debo rellenar para que me den esos datos, le digo que es urgente y pido hablar con el jefe de sección. Entonces me hace pasar a un despacho vacío donde cinco minutos después entra un hombre. Es joven y lleva un papel en las manos: mi ficha de funcionaria.

—¿Tanta prisa tiene? —me pregunta.

—Sí. Es muy urgente.

—¿Urgente? —repite, con el escepticismo de quien está acostumbrado a que las urgencias sean casos de vida o muerte, sujetas a los minutos que faltan para que estalle una bomba o para que alguien se arroje al vacío.

Le hablo de mi hijo, de su enfermedad, del poco tiempo que tenemos para curarlo; le digo que por sus venas corre algo que más parece leche que sangre. Lo miro fijamente a los ojos cuando añado que el hombre a quien busco es el verdadero padre y que hay alguna posibilidad de que pueda ser el donante.

—Espere un momento —me dice señalando el impreso que aún tengo en las manos.

Sale del despacho y vuelvo a quedarme sola, expectante, porque lo que le he pedido es precisamente que desobedezca en esta ocasión su servicio al orden y a la disciplina. Cuando regresa trae varios folios impresos. Se sienta y los lee antes de comenzar a hablar.

—Creo que no puedo ayudarla mucho. Luis Moll Schwarzwald ya no pertenece a la policía.

—¿Desde cuándo?

—Pidió la excedencia hace cuatro años —explica, y me muestra la solicitud de baja.

Pocos datos hay en ella que no conozca. No hay un número de teléfono ni un indicio de sus intenciones. Todo es simple, escueto, con esa fría contundencia de los documentos oficiales. Sólo anoto su dirección particular y la comisaría de Barcelona donde tenía su último destino.

—Suerte —me desea cuando le agradezco su ayuda.

Salgo a la calle, pregunto por la oficina de Correos más próxima y pongo un telegrama: «Soy Andrea. ¿Te acuerdas de mí? Necesito hablar contigo. Muy importante. Llámame, por favor». Y añado mi dirección y mis números de teléfono.

Vuelvo al trabajo y procuro, en vano, concentrarme en el nuevo expediente que Mariana ha puesto en mi mesa. Mientras espero la respuesta de Luis, de quien no sé nada, ni un dato sobre su actual ocupación o sobre la ciudad donde habita, necesito mirar, tocar, pensar en cosas concretas que puedan nombrarse. Pero las cosas parecen hechas de humo y de teflón, mi mirada resbala sobre ellas sin lograr sujetarlas, con la atención únicamente puesta en el reloj y en el teléfono móvil, que sigue mudo encima de mi mesa. Así pasa la mañana, y pasa la tarde y cuando va a entrar la noche, ya en mi casa, un correo trae devuelto el telegrama con un sello: «Destinatario desconocido».

Desalentada, lo rompo en pedazos muy pequeños. Ahora ya sé que tengo que viajar, y que no puedo esperar para hacerlo. Es miércoles. Mañana, en unas pocas horas, debo arreglarlo todo para salir por la tarde hacia Barcelona.

Había confiado en que Nico tardaría un poco más en advertir todo lo extraño que hay en la incompatibilidad de su sangre con la de Lucas y en ir a preguntar al hospital, pero estoy abriendo la pequeña maleta que llevaré en el viaje cuando me llama por teléfono.

—He estado en el hospital —dice, y sé ya en ese instante lo que va a añadir, pero no respondo nada, temo que cualquier palabra precipite los acontecimientos—. Creo que tenemos que hablar —añade.

—¿Cuándo?

—Ahora mismo.

No parece el momento más adecuado, pero quizá sea mejor así. Sé que si los asuntos turbios se demoran terminan aumentando la virulencia de su veneno. He comprobado en mi trabajo que cuanto más inmediato sea el esclarecimiento del agravio o la duda, más fácil resulta la conciliación, antes de que la ofensa fermente y enraíce en un encono profundo y subterráneo.

—Lucas ya está dormido. Pero podemos hablar ahora —acepto.

—Voy para allá.

Cuando llega a casa veo que está más afectado de lo que su voz sugería por teléfono. No me mira a los ojos, camina hacia el salón con cierto estruendo, con esa despreocupación por los ruidos de quienes viven en casas sin vecinos.

—¿Quieres una copa? —le ofrezco, aunque sé que ya ha bebido. Al entrar he notado el olor a whisky imponiéndose al tenue olor a cloro que lo impregna cuando pasa muchas horas en el almacén.

—Un whisky.

Busco hielo en la cocina y, al regresar con la cubitera, no está en el salón. Avanzo por el pasillo hasta la puerta abierta del dormitorio de Lucas, que dejo entornada para que le llegue luz y no tenga pesadillas. De hecho, aún se levanta muchas veces en mitad de la noche y viene a mi cama y, con sigilo, para que no me despierte y se lo impida, alza la sábana y el pequeño miedoso se cuela dentro, ocupando el lugar que desde hace años no ocupa Nico, y se acurruca a un lado, sin tocarme, y si entonces me despierto al sentir su presencia, cierra los ojos como si estuviera muy dormido y ya llevara mucho tiempo allí; y yo entonces lo beso y me abrazo a él mientras una leve sonrisa de felicidad le dora los labios, satisfecho de haberme engañado con su pequeña trampa.

Nico ha entrado en el dormitorio y está de pie junto a la cama, mirándolo dormir junto al suave peluche de su poni, observando los rasgos de su cara, quizá preguntándose cómo no ha sospechado nada hasta entonces o, acaso, cómo puede seguir queriéndolo cuando ya sabe que no es su hijo.

Retrocedo y vuelvo al salón, sirvo dos whiskies, aunque casi nunca bebo, y espero sin saber qué hacer. Nico aparece enseguida. Se sienta frente a mí, levanta el vaso y remueve el líquido, nervioso, casi frenético. Cuando bebe un trago largo, los cubitos de hielo se desploman sobre su boca y provocan que el whisky se vierta y le manche la camisa y la corbata.

—¡Joder! —exclama irritado.

Quiero ayudarlo, pero él coge su pañuelo y se limpia cuidadosamente la camisa. La corbata clara no tiene remedio. Se la saca por la cabeza tras aflojar el nudo, levantando y lanzando hacia delante la barbilla con un gesto que le hace parecer agresivo, aún más fuerte de lo que es, y la guarda en el bolsillo de su chaqueta como si tuviera miedo de olvidarla después si la deja encima de la mesa. Sin corbata, con la camisa desabrochada, tiene un aspecto familiar que ya casi había olvidado, porque Nico es de esos hombres a quienes un traje les cambia radicalmente su aspecto. Si con chaqueta y corbata parece un ejecutivo, sin ellas parece un campesino o un leñador. De nuevo levanta el vaso, observa los cubitos de hielo con prevención y bebe un trago lento y largo.

—Estuve en el hospital —dice por fin—. El doctor Calderón me lo ha contado todo.

—No podía ocultártelo. Ellos no pueden mentir.

—Y tú, ¿desde cuándo lo sabías?

—¿Crees que te hubiera pedido que te hicieras esos análisis si…?

—¿Desde cuándo? ¿Cuánto tiempo hacía que lo sabías? —me interrumpe. Las palabras parecen rizarse entre su lengua, surgen confusas, feroces y tristes a la vez.

—Desde esa misma tarde. Esperé a que te marcharas en el coche para volver dentro y preguntar, extrañada por la diferencia en los marcadores.

—¡Y esperabas que yo no me diera cuenta!

—No, no lo esperaba. Sabía que tú también terminarías preguntándolo. Sólo me ha extrañado que hayas tardado varios días.

—Y si no lo hubiera advertido, me lo habrías contado tú, ¿verdad? —pregunta con ironía mientras abre los brazos con un gesto brusco, como dos aletazos de un ave irritada. El rostro se le ha endurecido, sus aristas parecen más afiladas, más definidas las placas.

—Claro que sí.

—Ya no puedo creerte —dice.

—Entiendo que ahora dudes de todo. Pero es cierto: no he estado seis años mintiéndote —replico en voz baja para que Lucas no se despierte. Ahora soy yo quien bebe intentando encontrarle algún sabor al whisky. El alcohol baja como un pez por mi garganta, recorre mi estómago y noto su brusco coletazo que remueve mi sangre desde los pies a la cabeza.

—No, seis años no. Te bastó con mentirme durante unos pocos minutos.

No es verdad lo que dice, o al menos no es exactamente verdad, porque cuando volví a Barcelona para la segunda parte del curso ya era irreversible el alejamiento que culminó en la separación. Ya no estaba obligada a guardarle lealtad, ni a contarle lo que sucedía en mi vida, que había vuelto a ser mi vida privada. Pero entiendo que se sienta ofendido e intento compensar su malestar con una ausencia de protestas. Sin embargo, no es silencio lo que él espera, acostumbrado a las discusiones desagradables y agotadoras de los últimos meses juntos, y mi silencio parece aumentar su irritación.

—Durante unos pocos minutos —repite—. Y nunca te vi arrepentida. Al contrario, se diría que estás orgullosa.

—¿Orgullosa? No —niego, pero sé que es cierto lo que afirma. No me arrepiento de lo que hice, sería como quejarme de haber tenido a Lucas. Luego añado—: ¿Tanto te importa algo que ocurrió hace mucho tiempo cuando ahora Lucas está tan enfermo que puede morir si no se encuentra a un donante?

—¡Claro que me importa! Mira —saca la cartera del bolsillo interior de la chaqueta y extrae su foto—. No he dejado de observarla desde que esta tarde hablé con el doctor Calderón. Al principio me parecía imposible, no podía creer lo que me decía, porque muchas veces he reconocido en su cara rasgos de mi cara. Pensé que debía de haberse producido una confusión en los análisis, un error como el que ocurre con esos recién nacidos a quienes se les cambia de cuna o se les coloca mal la cinta en el tobillo y nadie se entera nunca. Hasta que comprendí que el único equivocado era yo, porque tus marcadores sí coincidían, Andrea, los tuyos sí. El doctor insistió en que habían repetido los análisis y no había posibilidad de error. Así que de repente me di cuenta de que la foto que he llevado durante años en la cartera no es de mi hijo; que ese niño, de quien he presumido por lo listo y lo guapo que es, en realidad es tan extraño a mí como un niño con quien me cruzo en la calle. ¿Cómo quieres que no me importe, joder?

—No grites, por favor. Lucas puede…

—¿Cómo quieres que no me importe? Lo he abrazado por las noches cuando se iba a dormir, le he contado cuentos, lo he cuidado cuando estaba enfermo, he entregado mi cariño a alguien ajeno.

—No digas eso. No hay nadie que tenga más derecho que tú a llamarlo hijo.

—No, no es mi hijo, Andrea. Reniego de esa condición —dice, y vuelve a beber hasta agotar el vaso donde se han derretido los cubitos de hielo—. Nunca lo ha sido. Lucas es hijo tuyo y de…, de algún compañero con quien tus guardias de veinticuatro horas en la comisaría debían de hacerse muy aburridas sin un poco de diversión —añade con rabia—. No quiero ni pensarlo… Espero que al menos sepas quién es el verdadero padre sin que tenga que pasar por el hospital a que se lo demuestren unos análisis.

No puedo aceptar el insulto y también yo alzo la voz para afirmar que no tiene ningún derecho a decir eso. Pero está irritado y mi grito lo irrita aún más. En el fondo, y a pesar de esa capa de tolerancia y cortesía que ha ido perfeccionando en el trato con los clientes de su empresa, Nico sigue perteneciendo a la clase de hombres para quienes hacer el amor y penetrar a una mujer tiene la trascendencia de un acto religioso y, por tanto, que otro haya accedido al cuerpo de quien fue hace tiempo su pareja tiene casi la gravedad de un sacrilegio. Desearía que todo esto no se enquistara entre nosotros y pudiéramos seguir manteniendo una relación amistosa. A pesar de lo hiriente de sus palabras, me levanto y voy a sentarme a su lado, en el sofá, conciliadora y vagamente consciente de estar siguiendo los consejos de diálogo que muchas veces Mariana les da a las mujeres que vienen a hablar con ella, en los casos en los que cree que el conflicto aún puede arreglarse, las recomendaciones de lo que pueden conceder y lo que deben negar, la diferencia entre la reconciliación y la humillación.

Pero me doy cuenta de que yo tampoco sé bien lo que debo decirle al hombre que está junto a mí y fue mi pareja, que ha bebido demasiado y huele en exceso al whisky que se ha derramado en la corbata y la camisa, y que ahora se tapa el rostro con las manos. No sé bien qué necesita de lo que yo podría darle para purgar su resentimiento: consuelo, promesas, juramentos, recuerdos…, no sé.

Pongo mi mano en su brazo, porque creo que será más fácil hablar si toco sus manos, si miro de cerca sus ojos, pero advierto cómo se tensa bajo la chaqueta. Le digo, ofreciéndole lo mejor que encuentro:

—No estés así. Hay una cosa en todo esto que nunca cambiará: Lucas te quiere mucho. Para él, tú eres su padre y lo serás siempre.

Pero Nico se quita las manos de la cara y no acepta la ofrenda. Se vuelve para mirarme, y sus ojos han dejado de ser un conjunto armónico de círculos concéntricos para reducirse a una hebra de sombra y de vehemencia.

—Hay algo que me debes —dice, y sin transición, como cuando aún estábamos casados, sujeta mi rostro entre sus manos y me besa en la boca. El olor a whisky se hace entonces más intenso, no parece proceder sólo de sus labios o de su lengua, que se introduce entre mis labios, sino de más adentro, de sus pulmones o de su estómago. Cierro mi boca, pasiva y firme, porque intuyo que, en el estado de excitación en que se encuentra, no oponerme es la mejor forma de no exaltarlo más.

—Nico, no, por favor, así no —intento decir, pero él no escucha, está sordo, mis protestas sólo cambian la dirección de sus movimientos, no su violencia. Con un gesto brusco me tumba sobre la alfombra, aprovecha su peso para inmovilizarme y ya no parece él, el Nico que conozco, cuando agarra mi mano y la tuerce hacia mi espalda, dolorosamente. Cada vez que intento escaparme tira de ella hacia arriba, entre los omóplatos, y para evitar el dolor tengo que acercarme a él, que vuelve a besarme con rabia, embistiendo con movimientos semejantes a los de un toro. Sin soltarme el brazo me obliga a girarme y casi le resulta fácil abrir mi bata y romper la última ropa. Su excitación multiplica sus fuerzas.

Sé que ya no va a parar, que no va a dejar a medias lo que ha venido a hacer, que tengo que detenerlo, y le muerdo con rabia el hombro con que me aplasta la cara. El grito ronco llega a mis oídos al mismo tiempo que los golpes en mi boca, una, dos, tres, cuatro veces.

Aturdida, ya no me resisto, pero no siento apenas miedo. Lo he oído contar tantas veces que sé lo que va a pasar, cómo va a suceder, qué tengo que hacer para que el daño sea el menor posible. Con la cara aplastada contra el suelo veo mi casa, el televisor apagado, las fotos de Lucas apoyadas en los libros, el reloj que tiembla, el pasillo iluminado. Mi único miedo ahora es que mi hijo se despierte y venga al salón y me vea así, sangrando por la boca partida, casi desnuda, y a quien cree su padre moviéndose encima en una actitud que no comprendería, pero que nunca podría olvidar. ¡Que duerma, que siga durmiendo, que no venga ahora y vea a su madre en el papel real que tantas veces ha interpretado en la ficción! El dolor que siento en la boca y entre las piernas no importa y, si no puedo evitarlo, al menos tengo que hacer que todo esto ocurra en silencio. A Nico ahora mismo le sería indiferente que Lucas se despertara y nos viera, porque no es su hijo, lo ha repetido varias veces esta noche.

Así que me quedo inmóvil, esperando, resistiendo pasiva, mientras se mueve sobre mí arriba y abajo, con violenta precisión, cada vez más deprisa. Va a correrse pronto, lo sé, lo he recibido muchas veces antes: sé cuándo le va a venir y qué indicios lo anuncian.

—Déjame, por favor, salte —le pido.

Mi resistencia parece enardecerlo y con sus rodillas impide que pueda cerrar mis piernas. Entonces, por primera vez con miedo, lo comprendo todo: no se trata sólo de placer o de sexo. Se trata de cobrarse aquello por lo que ya ha pagado.

—Déjame, déjame —insisto—. Por favor.

Se queda un momento inmóvil, sobre mi espalda, y de pronto sale con un movimiento brusco, como si hubiera rebotado contra algo duro y ardiendo, y un segundo después lo noto en mi espalda convertido en goterones de cera caliente, respirando de forma convulsa y di sonante sobre mi nuca, sin que pueda verle el rostro, su dura y ancha frente de langosta apoyada en el suelo, como si ya no supiera lo que tiene que hacer.

Todo lo peor ya ha sucedido y me quedo allí, aplastada y sin lágrimas, mirando el reloj que tiembla y el pasillo por el que no ha aparecido Lucas. No se ha despertado. Nico se levanta y se abrocha el cinturón con movimientos rápidos, dándome la espalda, sudoroso y todavía frenético. Entonces pienso en la pistola que guardo en lo alto del armario, en lo fácil que sería ir a cogerla, volver, apuntar a su nuca sudada y ancha, donde la carne hace un pliegue, y disparar. Pero sé que no voy a hacerlo, que es sólo un pensamiento, como el de tanta gente herida: ¿qué pasaría si matara ahora, qué pasaría?

Como si él también lo hubiera pensado, termina enseguida de abrocharse el cinturón y, sin decir nada, se marcha. Noto sus pasos, tan sigilosos ahora que sólo llega una tenue vibración a mi oído apoyado contra el suelo. La puerta se abre y se cierra, y luego el silencio, únicamente moteado por las lejanas vibraciones de la ciudad. No suena el ascensor, quizá está demasiado impaciente para detenerse a esperar en el rellano, dando la espalda a la entrada del piso donde yo estoy herida y guardo una pistola.

Me levanto despacio, aturdida. En la ducha dirijo el chorro hacia mi vientre y me lavo ferozmente. Froto mi espalda e intento borrar de entre mis piernas cualquier huella suya, raspando con fuerza hasta hacerme daño y ver la piel roja, como esos animales que al quedar atrapados en los dientes de acero de un cepo se cortan la pata con los dientes para poder escapar. El agua quema, pero sigo allí durante mucho tiempo.

Luego, frente al espejo, observo los estragos. Me duele dentro y me duelen la boca y el hombro retorcido, y me duelen las piernas como si hubiera estado un día entero de rodillas en la nieve, pero las huellas son menores de lo que había imaginado: no hay roturas ni esguinces y sólo los labios hinchados y el asomo de unas contusiones en los muslos y en los brazos. Los hematomas desaparecerán pronto, sólo las cicatrices perduran, hay muchos que lo saben bien. Pero todo eso ahora no importa. Sé que, del mismo modo que no fui a buscar la pistola, tampoco iré a poner una denuncia, porque, aunque podría hacer contra Nico una infinidad de cosas para destrozarlo, ninguna de ellas dejaría de herir también a Lucas. Me tumbo en la cama y dejo que corran mis lágrimas. No hay nadie cerca a quien poder contárselo ni a quien pedir consuelo. La única, Mariana, iría corriendo a la comisaría donde ambas trabajamos a poner una denuncia por violación. O, en cualquier caso, no pararía hasta convencerme de que yo la pusiera.

Sin embargo, eso es lo último que me interesa ahora. Todas las energías y todo el tiempo de que dispongo lo necesito para Lucas, para encontrar a su padre, a su único padre. No puedo implicarme en un proceso de declaraciones y fotos y reconocimientos médicos que en nada aliviarían el dolor. No tendría ánimos para soportarlo. Creo que podría resistir cualquier esfuerzo físico, por arduo que fuera, pero nada me fatiga y me aturde tanto como las peleas morales, la exposición y recuento de agravios, la necesidad también de mantener secreto y disimular públicamente un malestar indisimulable. Porque, además, estoy sola para sostener la estabilidad de Lucas, y con una declaración de guerra él sería la víctima civil que soportaría los más dañinos estragos. Nico se ha comportado como un marido salvaje y repugnante, pero eso no implica que no haya sido siempre un padre cariñoso. Y Lucas, ahora más que nunca, tiene que seguir confiando en él, no sólo necesita seguir creyendo que el suelo que pisa es firme, sino que no debe advertir siquiera el esfuerzo ni el cansancio de las manos que colocan el cemento y las baldosas por donde camina.

Así que Nico quedará impune, como probablemente en este país quedan impunes tantos hombres que han hecho lo mismo, por muchas Marianas que sigan empeñadas en que reciban su castigo. Nadie sabrá lo que ha ocurrido. Mi miedo a perturbar a Lucas me impide proclamarlo; su miedo a algún tipo de represalia lo empujará a ocultarlo.

Introduzco en la maleta la ropa necesaria para tres días, ropa cómoda y ligera, para conducir y moverme sin trabas de lugar o de clima. Estoy cerrándola cuando Lucas aparece con Loreto de vuelta del colegio y se queda mirándome con una expresión de enfado que sabe que me resulta imposible no consolar.

—¿Por qué estás enfadado? —le pregunto mientras cierro la cremallera.

No me contesta, se limita a acentuar su gesto montando aún más el labio inferior sobre el superior. Esta mañana, en el desayuno, ya le conté que tenía que salir de viaje.

—Porque quiero ir contigo.

—Pero no puedes. Es un viaje muy largo y muy cansado. Cuando vuelva, te prometo que iremos nosotros dos a algún sitio que te guste.

—Yo quiero ir ahora.

—Ahora no puedes. El abuelo va a venir enseguida y creo que tiene preparada una sorpresa para la tarde. Dame un beso.

A mí también me gustaría llevármelo, pero no es posible. Ahora mismo, tras el reciente ciclo de quimioterapia, Lucas es como uno de esos cuadros valiosísimos de un pintor antiguo que una mala conservación ha deteriorado y necesita estar en un lugar con temperatura estable, humedad ambiental adecuada y protección permanente.

—El abuelo y Loreto te cuidarán muy bien hasta que yo venga.

A mi padre, cuando llega poco después, le explico que debo ir a hablar con un posible donante cuya sangre tal vez sea compatible con la de Lucas. Eludo detalles que puedan provocar sus preguntas. Sólo le harían daño.

Cuando se fija en mis labios, todavía hinchados a pesar del antiinflamatorio, sonrío y le digo que, como una idiota, me he chocado contra la puerta de la cocina.