No soy nerviosa, pero mi mano…
No soy nerviosa, pero mi mano tiembla al marcar el número de teléfono.
—Hallo? —es una voz de mujer—. Hallo?
—¿Luis Moll, por favor?
—Herr Luis… —dice su nombre y luego añade en alemán algo que no comprendo. Ante mis negativas, se esfuerza por telegrafiar en español varias palabras—: Yo limpieza… Herr Luis… trabajo… A cinco horas… cinco horas.
—A las cinco volveré a llamar —digo muy despacio, y le doy el nombre del hotel, por si Luis puede llamarme antes—. Soy Andrea, de España.
—Ja, de España —pronuncia ahora muy claro.
Como ha dejado de llover y mi padre y Lucas no aguantan más tiempo encerrados en el hotel, salimos a pasear bajo el tibio sol de octubre que, en lo alto, parece el capullo amarillento de un gusano de seda envuelto entre los hilos blancos de jirones de nubes. La ciudad es muy llana y resulta agradable caminar por las aceras limpias por la lluvia del día anterior, con un moderado tráfico de coches y, en cambio, muchas bicicletas. Algunas llevan enganchados atrás remolques infantiles, como diminutas calesas donde van sentados niños muy pequeños. En cuanto nos alejamos del centro aparecen los parques, por donde camina o corretea gente haciendo jogging, con deportivas de color negro y talón alto que serían impensables en el calor de España. Aislados o en hileras, crecen majestuosos árboles de una gran variedad que mi padre nos señala: abetos, hayas, tilos, abedules, serbales, sobre todo robles de ancho tronco rodeado por el muérdago avaricioso, con negras raíces visibles que culebrean por la tierra y bombean la savia hacia el cielo. De muchos de ellos están cayendo las hojas húmedas y doradas, y en las crucetas de las ramas se ven nidos vacíos. Hay zonas de césped repartidas en cuarteles verdes, perfectamente tundidos, remendados de continuo por las agujas de la lluvia. Una mujer desmigaja trozos de pan que saca de una amplia bolsa de tela y los arroja a las palomas que picotean entre sus pies. Una docena de grandes cuervos negros también bajan planeando a comer el pan entre las demás aves, cuervos convertidos en pájaros civiles, tan distintos de los esquivos cuervos aceituneros de los olivares hispanos.
Caminando, vemos de pronto un edificio grandioso con un lago que centellea tras él. Es el Ayuntamiento. Bajo la altísima cúpula central el interior diáfano está distribuido en cuatro espacios, y en cada uno de ellos hay una gran maqueta que reproduce con exactitud cómo era la ciudad en cuatro fechas diferentes: hace cuatro siglos, en 1939, en 1945 y en la actualidad. Si la primera y la última corresponden a la imagen de una villa burguesa del norte de Europa, llana, laboriosa y próspera, el contraste entre las dos maquetas intermedias evoca inmediatamente el horror de todo lo sucedido durante el nazismo. En la de 1939 destaca en una plaza el vacío donde estuvo la sinagoga que debió ser destrozada poco antes. La de 1945 es un espeluznante montón de escombros: esqueletos de casas, de edificios públicos, de fábricas. Todo ha sido arrasado por los bombardeos aliados, el cuerpo de la ciudad reducido a costillares, las calles astilladas, los puentes despontados. Nos parece increíble que esto que estamos viendo represente la misma ciudad por la que paseábamos unos minutos antes. Mi padre, que ha desfilado sin demasiado interés ante las otras maquetas, se detiene ante ésta con un gesto de horror e incredulidad.
—Es terrible —dice.
Junto a nosotros llega un grupo de unos cuarenta niños de ocho o nueve años, acompañados por dos mujeres que parecen ser sus profesoras. Observan con profunda atención las maquetas, ajenos a todos los que estamos allí y a la grandiosidad del edificio, mientras una de las mujeres señala algunos lugares y explica su historia. Las palabras Hitler y nacionalsocialismo aparecen nítidas en su explicación, que de pronto termina con un gesto interrogativo y doloroso. Los niños escuchan con una grave concentración, casi no se miran entre ellos. Lucas los observa con esa curiosidad con que un niño solo, cuando está con mayores, observa la aparición de otros niños, pero se acerca a cogerme la mano, porque de algún modo percibe la tensión especial que late en todo el grupo infantil.
Cuando se marchan, mi padre también se queda mirándolos.
—Parece como si, sesenta años después, también los niños siguieran sintiendo remordimientos.
—Hitler prometió que el imperio que estaba fundando duraría un milenio. Luego leí en algún sitio que alguien dijo que la culpa por esa loca ambición pesaría sobre todos los alemanes durante cien años. Sin embargo, estos niños que estaban aquí… —dudo, sin saber expresar los confusos sentimientos que me invaden—. ¿Cuánto tiempo seguirá pesando sobre ellos la brutalidad de sus bisabuelos?
Mi padre mira a Lucas, como si buscara en él una respuesta, pero tampoco sabe qué responder. Salimos del Ayuntamiento en silencio, rodeamos el edificio y nos sentamos frente al pequeño lago cubierto de nenúfares a serenar la inquietud con que nos ha turbado la visita.
Es su voz la que ahora oigo al teléfono, la reconozco de inmediato a pesar de los siete años transcurridos.
—Soy Andrea —le digo, y me doy cuenta de que estoy temblando y sonriendo mientras espero a ver qué reacción le produce mi nombre.
—¡Andrea! No podía creerlo cuando he leído la nota que me han dejado. ¡Cuánto me alegro! ¿Cómo te va? ¿Qué haces aquí, en Alemania, tan lejos?
—He venido a hablar contigo —le confieso, pero callo mis deseos de gritar de felicidad, de contarle que he tenido que recorrer cinco mil kilómetros para encontrarlo, que tiene un hijo enfermo al que acaso él pueda curar y que no nos queda mucho tiempo.
—Entonces es algo muy importante —responde.
Casi puedo verlo al otro lado del teléfono, intrigado y un poco temeroso. Pero no quiero que me imagine como una figura enigmática que regresa de un pasado lejano y un país extranjero y entra en su casa sin llamar a la puerta para inquietarlo con una deuda o un secreto que quedó sin cobrar o resolver.
—Sí, es importante —procuro que mi voz no se precipite sobre él, que suene tranquila y paciente.
—¿Estás en Hannover, verdad?
—Sí.
—Mañana debo terminar un trabajo urgente. Pero por la tarde podría ir a verte. Me gustaría mucho —me propone antes de que yo se lo pida.
—No, por favor, no te molestes. Yo puedo acercarme a tu ciudad. Lüneburg. No tengo otra cosa que hacer.
A él también le parece una buena opción y nos damos los números de los móviles para precisar la hora de la cita, mañana por la tarde. Luego podremos cenar juntos y hablar de lo que no procede hablar en este breve contacto.
¿Qué imaginará él? ¿Qué estará sospechando de mi interés por verlo? ¿Habrá pensado alguna vez que puede ser padre? ¿Lo piensa ahora? ¿Qué habrá hecho durante estos siete años, además de dedicarse a esos trabajos —el teatro, la ayuda a los inmigrantes, la música— que, después de haber sido policía, en cualquier otro hubieran parecido raros, pero que en él resultan lógicos, casi razonables? Lo conocí lo suficiente para saber que es de esas personas atrapadas en una inquietud que nunca termina de calmarse, cuya ansiedad los remueve con el mismo desasosiego con que los patos domésticos se remueven en el corral de la granja al ver pasar por lo alto del cielo las grandes bandadas de patos salvajes. O, quizá mejor, como esos pájaros libres y nerviosos que no parecen encontrar acomodo definitivo en ningún árbol, y cuando vuelan desean posarse en las ramas, y cuando están posados se agitan deseando volar. Sólo una vez hablamos de eso, de su carácter, que él mismo calificó de extraño, y algo sugirió de su condición de hijo único y de padres nómadas que siempre habían vivido a saltos entre España y Alemania, antes de dar un giro a la conversación y decirme que sentía una profunda envidia de algunas personas que conocía que no saben no ser felices, que casi sin proponérselo siempre encuentran motivos y ocasiones de bienestar en el lugar donde caen. Sin embargo, él siempre se había sentido en la periferia de la felicidad, no recordaba ninguna época, ni siquiera en su infancia, agitada por continuos traslados que nunca le permitían consolidar verdaderas amistades, que pudiera recordar como el paraíso perdido. La nostalgia, un sentimiento que todo el mundo citaba con frecuencia en libros y en conversaciones, a él le era desconocida, ignoraba en qué consistía ese desgarro de lamentar lo perdido, y se preguntaba —subrayó entonces— si esa incapacidad para añorar lugares y épocas pasadas no habría provocado también su incapacidad para añorar a personas con las que había mantenido buenas relaciones.
—He hablado con él —le digo a mi padre cuando regresa de uno de sus largos paseos—. Mañana vamos a verlo a su ciudad.
Mi padre sonríe y me abraza satisfecho, sintiéndose partícipe en este primer éxito. Como yo, ahora ya no se acuerda de Nico, ni de lo ocurrido en el pasado, ni del pequeño incendio en la cocina, ni de la desilusión tras mis primeros viajes de búsqueda. Todos esos episodios parecen intrascendentes frente al hecho tangible de haber encontrado al padre de Lucas y frente a la esperanza de curarlo.
La ventana de la habitación del hotel da al Ilmenau, el río que atraviesa la ciudad, encauzado entre edificios cuyos cimientos sirven de límite y dique a la corriente. Todo en Lüneburg es muy distinto a Hannover. Una pequeña ciudad con suerte que no fue arrasada en la guerra por la aviación aliada, que no hubiera aparecido en las crónicas bélicas si no fuera porque aquí, mordiendo una cápsula de cianuro de potasio cuando huía acosado por las tropas inglesas, se envenenó Himmler, el hombre que diseñó la muerte de millones de hombres acusados de no tener sangre aria, el hombre que no hubiera dejado que mi hijo débil y enfermo viviera.
El aire es frío, pero no llueve por segundo día consecutivo, así que pedimos un folleto informativo y salimos a caminar, en uno de esos paseos entre el turismo y la terapia que tanto bien hacen a Lucas y que a mi padre le calman las molestias de sus rodillas. El adoquinado de las calles, las casas con la misma altura que hace siglos, construidas con el mismo ladrillo rojo de las iglesias góticas, las antiguas poleas con que subían los cereales al desván, el uso de colores tradicionales… hacen que no haya disonancias en la armoniosa arquitectura colectiva. Quizá porque muchas ciudades alemanas fueron arrasadas, la gente conserva con tanto mimo esto que les queda. Vemos las antiguas paredes inclinadas, se diría que de manera peligrosa para vivir dentro, en una estrecha calle cuyo subsuelo está horadado por las galerías de la mina de sal que antaño dio prosperidad a la ciudad. Las casas torcidas, apoyadas unas en otras, pero limpias, con geranios brillando en el hueco de las dobles ventanas, con pequeños visillos tras los cristales, dan la impresión de que se derrumbarían como una escalera de dominó en cuanto se despojara de su apoyo a la primera.
Atraídos por la música que alguien interpreta en el órgano, entramos en una iglesia. Entre estos muros, ante esas mismas teclas y tubos, tocó Bach durante tres años, nos informa el folleto turístico. Nos sentamos en uno de los bancos de madera oscura y gruesa, de respaldo muy alto, con filas de ganchos de hierro para colgar los sombreros, un poco sobrecogidos por la austeridad severa y protestante, por las notas de la melodía sacra que rocían el aire de una paz serena y consoladora, por la ausencia de figuras y cuadros frente a la barroca imaginería religiosa a la que estamos acostumbrados. No hay confesionarios en esta iglesia para gente que cree que los pecados huyen con sólo cerrar los ojos, arrepentirse y hablar directamente con Dios.
Al salir, una suave brisa arranca las hojas de los árboles y parece que, al caer, bailan un momento en el aire al ritmo de la música que sale de dentro. Desconcertados, no sabemos en qué dirección queda el hotel, cuya situación no identificamos en el plano, pero la primera mujer a quien preguntamos se presta con amabilidad a guiarnos durante dos calles y nos enfila hacia nuestro alojamiento. Cerca de la plaza, una nueva llamada en una placa de una hermosa casa indica que fue el hogar de Heine. En ese instante tengo la impresión de que en esta pequeña ciudad del norte, casi desconocida y apartada de los circuitos turísticos, se reflejan al mismo tiempo, encarnados en ella, la admiración y el rechazo que provoca la historia de Alemania. Heine y Bach junto a Himmler; la espiritualidad, la cultura y el respeto hacia la herencia del pasado junto al estruendo que provoca un Messerschmitt; una partitura junto a una cápsula de cianuro de potasio.
«Espérame en la puerta», me ha dicho por teléfono, y aquí estoy, en la entrada del hotel, bajo una pirámide de cristal que protege el pasillo y permite ver la rapidez con que el cielo comienza a oscurecerse.
Luis aparece de pronto al otro lado de la puerta, enfundado en un grueso chaquetón color verde espinaca, y se detiene un instante a limpiar en el felpudo las suelas de sus zapatos. Al levantar la cabeza me ve y sonríe, y su sonrisa se mantiene mientras se acerca. Nos abrazamos unos segundos, luego nos miramos con las manos cogidas. ¿Cómo me verá? ¿Deteriorada por el paso del tiempo o todavía atractiva, como hace siete años? ¿Me recordará con agrado, como yo a él, o con indiferencia? ¿Me recuerda siquiera, será verdad que el hombre es el único animal que guarda memoria de sus amantes?
—No has cambiado nada —parece que me responde, y aunque sé que es mentira, me alegra mucho oírselo decir.
Su pelo castaño es más escaso, pero, quizá por el color, no da sensación de calvicie, y sus ojos mantienen su atractivo, las córneas azuladas siguen llenas de pequeñas pecas pardas, como si la herencia latina del padre hubiera logrado introducir su huella en el azul materno. Los años también han pasado por él: ha madurado, se mueve más despacio, aunque, curiosamente, está más delgado, y eso me sorprende, acostumbrada a ver que todos los compañeros policías que cambian de trabajo o se jubilan en unos pocos meses convierten en obesidad su anterior fortaleza.
—Mentiroso. Tú sí que te conservas bien.
Salimos y me guía entre calles donde un chubasco reciente ha dejado el suelo brillante, con charcos que esquivan las bicicletas de quienes, con la caída de la tarde, regresan presurosos a sus casas. El restaurante que ha elegido ocupa el primer piso de una casa en la plaza del Ayuntamiento y desde nuestra mesa situada junto a una de las ventanas vemos cómo va quedando desierta y silenciosa según avanza la noche. Durante un momento en que, casualmente, nadie cruza por ella, ningún coche ni peatón —Luis se ha levantado y estoy sola, contemplando su inmovilidad y su silencio—, me parece como si la plaza fuera una maqueta de enormes proporciones de una ciudad de varios siglos antes, como la maqueta del antiguo Hannover, que me acogiera en su pasado para aislarme de toda contingencia excepto de la petición que vengo a hacerle. Ahí afuera todo parece un poco triste, pero aunque Luis y yo somos siete años más viejos, esa tristeza de la noche no parece estorbarnos para hablar. No recuerdo cuándo fue la última vez que un hombre distinto de Nico me invitó a cenar, y sólo me siento levemente conmovida e insegura ante lo que tengo que hacer.
—¿Qué es eso tan importante de lo que tenemos que hablar, Andrea? ¿Eso para lo que has venido desde tan lejos a buscarme? —me pregunta cuando regresa, en un tono ligeramente perentorio.
—Tienes un hijo —le digo sin ningún preámbulo ni reserva, pero temblando, porque recuerdo las palabras de Mimí sobre su negativa a ser padre, porque sé lo opresiva que puede ser una noticia así después de tanto tiempo.
—¿Un hijo? —pregunta, soltando la copa de vino que ha llenado. Hay desconcierto y extrañeza en sus ojos al mirarme, pero no incredulidad ni cautela, ningún gesto indica que esté deseando levantarse de la mesa y salir corriendo—. Un hijo mío al que no conozco —afirma, y luego, enseguida, corrige—: Un hijo nuestro.
—Sí —le digo—. Se llama Lucas.
Un ligero temblor sin estridencias remueve y abre sus labios y sus párpados. Pero ¿quién no temblaría al conocer después de tanto tiempo una noticia así? Sus palabras son afirmativas, no pregunta, porque preguntar es dudar, y una duda suya en este momento, después de tanta búsqueda, me hubiera derrumbado. Le agradezco que no haya cambiado, le agradezco su aceptación, la sonrisa en que sus labios han convertido el primer gesto de asombro, tanto más cuanto que para un hombre negar su paternidad es lo más sencillo, el hombre parte siempre en una situación de ventaja, porque no tiene que hacer nada, le basta con no actuar, con mantenerse pasivo y contumaz en su negativa, nadie puede obligarlo a demostrar que no es el padre.
—Lucas. Es un bonito nombre —sonríe—. ¿Cuántos años tiene? —se precipita a preguntar, y yo pienso que no tendría que haber hecho esa pregunta, pero enseguida, otra vez, corrige—: Ya sé, ya sé. Seis años.
—Sí.
—¿Por qué no me lo dijiste enseguida? ¿Por qué has esperado tanto tiempo?
—Porque no lo sabía, no estaba segura. Llegué a pensarlo durante el embarazo, y dudé en llamarte, pero ¿para qué? ¿Para contarte mis dudas? Yo estaba casada todavía con Nico, aunque aquello no iba bien, estaba a punto de romperse. Ya te hablé de cómo habíamos decidido la separación. Sin embargo, él reaccionó muy bien cuando supo que estaba embarazada, estaba seguro de que el hijo era suyo. Es más, yo creo que ni siquiera imaginaba otra posibilidad. Además, tú…, tú nunca te habías mostrado muy ilusionado con la idea de ser padre —le digo evitando cualquier tono que pueda interpretar como reproche.
—Es verdad —admite.
—Así que todo siguió adelante de la manera más fácil. Más cómoda…, o más cobarde, si quieres. En una situación así, lo que menos se desea son las complicaciones, la inquietud, enseguida se piensa en que lo único importante es el bienestar de quien va a nacer, y todos los problemas que puedan afectarlo se van posponiendo, se apartan a un lado, ya se arreglarán después. Cuando nació Lucas y todo salió bien, volví a dudar, porque se parecía mucho a mí, era como yo, «El vivo retrato de su madre», decían los médicos y las enfermeras, y ninguna otra señal aclaraba de modo definitivo la paternidad, pero, por eso mismo, tampoco la negaba. Yo no volví a saber nada de ti, ni tú volviste a llamarme desde que terminó el curso. Luego, según pasaba el tiempo, Lucas iba pareciéndose a Nico, sus cejas se alzaban de un modo similar cuando preguntaba algo, su risa no sólo imitaba la intensidad y duración de la de quien era oficialmente su padre, también los motivos por los que reía. He conocido a hijos adoptivos que, sin tener una sola gota de sangre en común, terminan pareciéndose a sus nuevos padres hasta tal punto que nadie creería que no los unen lazos biológicos. Acabé aceptando que todo estaba bien, que no podía complicar lo único que funcionaba, porque, aunque enseguida nos separamos definitivamente, Nico era un buen padre, siempre lo ha sido para Lucas. Y así continuó todo, y hasta ahora, cuando tuvimos que hacerle los análisis, no lo he sabido de manera definitiva.
—¿Qué análisis?
—Por eso he venido hasta tan lejos buscándote. Lucas tiene leucemia.
La palabra cae sobre la mesa como una bola de hielo que congelara el vino que bebemos, la comida que apenas hemos probado.
—¡Leucemia! —repite asustado—. ¡Pero esa enfermedad es muy grave!
—Sí, muy grave. Para curarse necesita un trasplante de alguien cuya sangre sea compatible.
Luis me mira y asiente en silencio. Lo ha comprendido. Coge mis manos y las aprieta suavemente mientras siento que algún músculo dentro de mi garganta bombea algo hacia mis ojos y me obliga a contener su presión.
—No te preocupes. Supongo que son muchas las posibilidades de que la sangre de un padre y la de su hijo sean compatibles.
—No, no son muchas —le explico—. Son los hermanos quienes tienen mayor coincidencia. Pero no podemos dejar de intentarlo.
Comienza a preguntarme detalles sobre la enfermedad. Quiere saberlo todo: cómo y por qué surge, a quiénes afecta, cuál es el mejor tratamiento, los porcentajes de enfermos que se curan, en qué países u hospitales emplean las terapias más avanzadas. Luego hablamos otra vez de Lucas y le cuento aquella conversación del poni y la inseguridad que algunas veces, a pesar de todo nuestro amparo y todas nuestras mentiras, lo asalta cuando mira a sus compañeros y advierte su propia debilidad.
—Un niño de su edad tiene en las venas diez billones de glóbulos rojos. Lucas apenas llega a cinco.
—¿Ahora está en España?
—No. Está aquí, en el hotel. Con mi padre.
—¿Y cómo no…? —hace un gesto de asombro—. Tengo muchas ganas de conocerlo.
—¿Ahora?
—Sí. Aún no es demasiado tarde —dice golpeando con el índice la esfera de su reloj.
—No creo que ya esté dormido. Es español —todavía surge en mí algún intento de humor.
Marco en el móvil el número del hotel. Es Lucas quien descuelga.
—¿Estás acostado? —le pregunto.
—No. Estoy jugando con el abuelo.
—Vamos a ir a veros. Tengo un amigo que quiere conocerte. Dile al abuelo que se ponga.
Luis se apresura a pagar y, sin terminar la cena, regresamos al hotel. Cuando entramos en el vestíbulo ambos están saliendo del ascensor. Lucas se adelanta y viene hacia nosotros mirando a Luis con curiosidad. Bajo la gran altura del techo del hall, entre las paredes donde se exhibe una exposición de enormes cuadros de paisajes alemanes, parece tan pequeño, tan débil, tan frágil que en su delgado cuerpo hay dolor de sobra para los dos.
Me agacho hasta él, le doy un beso y los presento —tan tarde, después de tanto tiempo—, como si fueran dos desconocidos que no comparten nada, cuando en realidad ambos son la misma carne, tronco y rama, roca y arena.
Luis le estrecha la mano a mi padre y enseguida se inclina hacia Lucas y repite el gesto de saludo, pero, como si eso fuera insuficiente, se agacha y le da un beso que Lucas devuelve tímido y un poco sorprendido. Yo los observo así, los dos juntos, en esa imagen que veo por primera vez y que se queda clavada en mi retina, y me gustaría decir que de pronto he descubierto el parecido que los une, pero no es cierto. Aquí, bajo la luz artificial del vestíbulo, tensos y cansados, compruebo otra vez que Lucas sólo se parece a mí y que, si hay alguna semejanza entre ellos, la separación y la diferencia de gestos y modales la mantienen oculta.
—Te pareces mucho a tu madre, pero tú eres más guapo que ella —bromea Luis, que también ha intentado penetrar los estratos de sus facciones y parece haber llegado a la misma conclusión.
Lucas sonríe un poco cohibido y me mira sin saber qué decir.
—Mañana os venís a mi casa —está diciendo Luis—. Cabemos todos. Sólo tengo que sacar unas mantas.
Intento negarme, pero no me deja protestar. Mi padre y Lucas se despiden de él y vuelven a la habitación.
—Supongo que tendré que hacerme unos análisis —me dice.
—Sí. Es muy fácil. Basta con extraer un poco de sangre. Los médicos saben qué tienen que buscar y medir cuando se trata de un trasplante de médula.
—Mañana por la mañana iré al hospital. Quizá necesite después una copia del informe médico de Lucas.
—Te la daré. ¿Quieres que te acompañe?
—No, no creo que sea necesario. Mientras me hacen las pruebas y llegan los resultados, aprovecharé para terminar un trabajo urgente que no puedo dejar. Todo esto me ha pillado por sorpresa. Luego, en tres o cuatro días, estaré libre para lo que necesites.
Ahora sí parece cansado, noto en sus gestos el reflujo de la tensión a la que, en apenas dos horas, ha estado sometido por todo lo que ha descubierto. Más tarde, cuando esté solo en su casa, o cuando vaya mañana al hospital, verá toda la trascendencia de su nueva situación. Queda mucho por hablar entre nosotros. Pero ahora me gustaría darle las gracias por la manera en que a todo ha dicho sí, sin dudar, sin pedir nada a cambio, sin mencionar cómo o dónde se haría la intervención si los análisis resultan favorables, sin preguntar por los riesgos, que tan a menudo son los harapos con que se disfrazan las negativas. Sin embargo, cualquier frase que le dijera sería insuficiente y sólo sonrío y callo, porque sé que hay silencios que dicen más que las palabras y sonrisas que son más expresivas que las lágrimas.
—Ya está, ha sido fácil. En el hospital hay una sección de donantes y se alegran tanto cuando alguien se ofrece voluntario, que desde el principio lo han facilitado todo. Tendrán los resultados dentro de tres días. Me lo han explicado bien. Si la sangre resulta compatible, aquí mismo podré iniciar el tratamiento de multiplicación de las células madre. De modo que, cuando llegue a Madrid, estaré preparado —me dice cuando a media mañana viene a buscarnos al hotel.
Mi padre y Lucas suben al coche y ambos colocamos el equipaje en el maletero. Sentado a mi derecha, me va guiando hasta el extrarradio de la ciudad y poco después nos detenemos ante una casa de dos pisos. Del centro de la fachada parte una valla metálica, que la divide simétricamente en dos viviendas, sobre la que se trenza una enredadera plantada en un arriate que la recorre desde la casa hasta la calle. En el jardín así delimitado, media docena de árboles dejan aún espacio para un pequeño huerto con unos pocos surcos abandonados.
—Pasad —nos indica al abrir la cancela—. Ahora estoy yo solo. A temporadas, cuando se encuentra mejor, mi madre vive conmigo.
—¿Dónde está ella ahora?
—En una especie de hospital. Ya te contaré.
Avanzamos hacia la entrada por el camino de losas, y Lucas, que va delante conmigo, cogido de la mano, se detiene de pronto con un pequeño tirón y señala fijamente el suelo.
—Babosas —dice Luis mirando los tres oscuros, húmedos cilindros que atraviesan lentamente el camino. Se queda unos momentos observándolas con disgusto y atención, como si buscara comprobar algo en sus formas, en sus movimientos, en sus intenciones—. Son una plaga. Casi no hay medios para acabar con ellas.
Al aplastarlas con el pie no muestra asco ni ferocidad, sólo una especie de resignado cansancio que cambia el gesto de su rostro. Caminamos hacia la puerta en silencio, esquivando las tres manchas negruzcas. Ha dispuesto dos habitaciones y deja que nosotros mismos nos organicemos en ellas como nos resulte más cómodo. Mi padre ocupará una, Lucas y yo dormiremos en las dos camas pequeñas de la otra. Nos entrega un juego de llaves y nos deja colocando el equipaje, porque él tiene que irse a trabajar a Hamburgo y no podrá regresar hasta la noche. Entonces seguiremos hablando.
La casa queda en nuestras manos, a nuestra disposición, abiertas todas las habitaciones, con la generosidad que Luis siempre había mostrado para ceder a cualquiera la soberanía de sus escasas pertenencias. Mientras mi padre y Lucas bajan al jardín, hablando de caracoles y babosas, no me resisto a curiosear un poco por la casa, por el dormitorio de Luis, sencillo y luminoso, donde una barra de labios en un pequeño cuenco de la cómoda habla de una fugaz presencia femenina. Me asomo a la habitación de la madre, que, con las persianas bajadas, las cortinas tendidas, sin ventilación y en completa oscuridad, parece una cámara sellada desde hace mucho tiempo. Al encender la luz veo la cama ancha y alta, el armario empotrado y la mesilla en cuya encimera de alabastro hay un bote de esas pastillas para insomnes con las que se suicidan los adolescentes. Hay también un piano de pared que da la impresión de que nadie lo toca ya nunca, que ha dejado de ser instrumento para ser sólo mueble. Sobre su tapa, varias fotografías ilustran diversos momentos de la vida de una pareja, desde que eran muy jóvenes hasta su madurez, cuando desaparece bruscamente la presencia del hombre, que muestra rasgos del sur: sin duda es el padre. En otra de las fotos se ve a un niño en el que es fácil reconocer a Luis.
Cierro la puerta sin tocar nada, sin alterar su limpieza: no hay polvo en los rincones ni salpicaduras de dentífrico en los espejos de los baños. En toda la casa persiste esa armonía profunda y categórica donde cada objeto ocupa su sitio exacto, y no el arreglo rápido de quien se levanta tarde y tiene que ordenarla de forma precipitada antes de marchar al trabajo. Sin embargo, hay algo inquietante en tanta precisión, queda la sospecha de que todo está inmóvil y armonioso no porque alguien se ocupe de mantenerlo así, sino porque en la casa no vive nadie que lo altere.
El estudio ocupa una habitación pequeña, pero las estanterías con libros en alemán y español trepan por las paredes hasta el techo. En la mesa, junto al teclado del ordenador, hay un cuaderno de cuadrícula. Está abierto por unas páginas escritas. Sé que es una indiscreción, pero me rindo al ver mi nombre en la última anotación:
«Esta mañana, cuando estaba en el trabajo, me ha llamado Andrea. De España. ¡Cuánto tiempo sin saber nada de ella! Me he alegrado mucho al recordarla. Pero ¿qué querrá? ¿Por qué ha venido, hasta tan lejos, a buscarme?».
En la página de la izquierda, sin fecha ni título, leo un párrafo en español:
«Avanzan las babosas babeando veneno. Todo lo manchan, lo ensucian todo, la hierba fresca y fina que la lluvia ha lavado, las hojas fragantes del geranio, la ternura del trébol, los labios de las rosas. Muerden como forraje lo que la luz creó como perfume. Avanzan babeando y miran hacia arriba con sus ojos pequeños, venenosos, envidiando todo lo que es alto y noble y limpio, las copas de los árboles, la bondad de tu frente, tus mejores palabras. Suben hasta tus hombros y palmean amistosas tu espalda hasta mancharla. Si estrechas sus manos, se vuelven retráctiles y dejan tus dedos atados con hilos de bilis. Cuídate de ellas. Esa que echa baba sobre un pétalo blanco no dudará en envenenar tu lengua; esa que muerde la cereza no dudará en morder tus párpados; esa que corrompe el vino te chupará los ojos. Prefieren la noche para avanzar babeando veneno y devorarles los pies y el corazón a buenas gentes que cumplen su trabajo y al día siguiente, llenas de asombro, se preguntan qué pasó, quién lo hizo, por qué tanto dolor. Luego, satisfechas, se ocultan en las sombras y sólo quedan por todas partes baba y huellas de sus dientes viscosos, diminutos, porque no soportan no morder».
Termino de leer con un estremecimiento, con la sensación de haber vuelto a tocar la intimidad de aquel otro Luis a quien todo el mundo le parecía, si no hostil, sí extraño, el Luis que no quería junto a él a nadie que un día pudiera defraudarlo, el Luis lleno de oscuros recovecos por los que ni él mismo se atrevía a transitar, temeroso de lo que descubriera en ellos, el Luis de espíritu caedizo en la desilusión por cualquier tarea que hiciera, como si su carácter estuviera escindido entre el entusiasmo y la debilidad, y la aparición de ambos fuera igualmente impredecible. Esa alternancia era la que hacía posible su doble pertenencia a la disciplina de la policía y a la creatividad de un grupo de teatro. Y posteriormente le había hecho saltar geográficamente desde la última roca del sur a las frías landas del Báltico, desde la solidaridad a la indiferencia cuando debió de comprender que en un mundo tan vertiginoso e inestable el sacrificio personal no puede modificar nada. En estas líneas del cuaderno está su otra cara, distorsionada por la mueca de dolor o malestar que de vez en cuando lo invadía y contra los que no podía luchar, porque ni él mismo localizaba su punto de origen. Ése era su enigma: la contradicción de un carácter generoso, que no duda en dar sangre si se le pide, que se muestra solidario con el dolor ajeno y preocupado por el hombre como colectivo, pero al que, al mismo tiempo, le resulta muy arduo establecer individualmente relaciones afectuosas y duraderas sin caer en desavenencias personales. Ése era el enigma de Luis, lo que le hacía parecer extraño y reservado, y no algún oscuro trauma infantil o familiar, ningún secreto de ayer que se corresponda con lo que sucede hoy. Y si bien —como a menudo dice Mariana— todo hombre con un misterio en su alma se convierte en atractivo, no es eso lo que ahora busco en él. Solamente pido su ayuda para Lucas.
En el cuaderno hay más páginas escritas, pero no quiero leer más y bajo al jardín. Corrientes de aire cálido recorren el cielo y empujan las nubes para abrir hueco al sol. La temperatura ha subido. Es una mañana de otoño con aire de primavera. Un hombre en una bicicleta pasa por la calle repartiendo la correspondencia y deja en el buzón algunas cartas.
Poco después suena el teléfono. Una voz masculina pregunta por Herr Luis Moll. Me esfuerzo en explicarle que no comprendo su idioma y que él no está en casa, pero que puede llamarlo al móvil. No sé si me ha entendido cuando se despide y cuelga.
Mi padre y Lucas no saben qué hacer, se sienten como encerrados en la casa ajena, en la que casi no se atreven a tocar nada. Tras ordenar y limpiar lo que hemos alterado salimos a caminar entre árboles altos que arrojan de sus ramas los desperdicios del otoño. Llegamos al centro y nos sentamos a comer en el restaurante del hotel donde nos alojamos ayer: un bistec, unas patatas asadas blancas y suculentas, un queso claro con aspecto de jabón, pero de un sabor delicioso, y fruta. Por la cristalera panorámica vemos correr las aguas frías, grises, abundantes del Ilmenau, que repican sordamente entre las piedras y centellean bajo el sol en los límites del deslumbramiento.
Es tiempo de espera. No sé si el pesimismo de su escrito, de las extrañas frases que todavía rebotan en mi cabeza; no sé si la ausencia de Luis, el cansancio que sobreviene después de una búsqueda tan larga y la incertidumbre que aún sigue sobre su compatibilidad como donante; no sé si la ciudad donde no conocemos a nadie…, todo junto me ha contagiado de una leve tristeza que me veo obligada a disimular, no sólo ante Lucas y ante mi padre; también ante Lepanto, a quien llamo para decirle que ya he hablado con Luis y estamos en su casa; ante Mimí, a quien había prometido telefonear, que se demora mostrando su entusiasmo y que me pide que le dé recuerdos y que le diga que es un antipático por no llamar nunca, pero que lo echan de menos en Gloriamundi; y ante Mariana, que lanza un grito de alegría tan intenso que parece llegar hasta aquí por el aire, no por el auricular del teléfono. Y así pasa la tarde alemana, y llega la noche y Luis también llega con ella.
Está cansado, pero se esfuerza por contarnos su trabajo de ese día. El pianista, muy joven, que tenía que dar un concierto en Hamburgo, había desaparecido del teatro una hora antes de comenzar su actuación, presa de un ataque de pánico a tocar ante el público, a sentirse evaluado, a defraudar. Según nos dice, no es la primera vez que sucede una cosa así entre los músicos. Gracias al taxista que lo había llevado, lo localizaron sentado en un banco frente al lago, todavía tembloroso, y lo convencieron para que volviera. El público, que esperaba comprensivo, lo recibió con un profundo aplauso. El concierto, luego, fue un formidable éxito.
Así se nos hace tarde y, mientras termino de ordenar la cocina, Lucas acepta encantado que Luis lo ayude a acostarse y le cuente un cuento. Cuando cruzo ante la puerta los veo recostados en la cama, Lucas tapado con el corto edredón que, acostumbrada a las sábanas remetidas de España, siempre me hace temer que pasará frío, con los ojos muy abiertos escuchando con enorme atención el libro que Luis le traduce del alemán. Me llama con un gesto y voy junto a ellos. El cuento es otra vez el de Hänsel y Gretel, la eterna historia del hacha y el pan, del bosque y los niños perdidos, del terror y el despertar de la pesadilla.
—A pesar del final feliz es una historia terrible. Cuando era niña no me gustaba y todavía me sigue asustando —le digo cuando volvemos al salón.
—Sí, es terrible, pero es la historia de todos nosotros y no hace más que ilustrar nuestros propios miedos.
Su voz suena distinta mientras comenta el cuento, como si se lo hubieran contado a menudo de pequeño y hubiera pensado mucho en él. Lo explica con tanta convicción que ya no sé si está hablando de la historia infantil o de sí mismo. Es la historia de todos nosotros, viene a decirme, porque en cuanto hemos crecido lo suficiente, nuestros padres nos arrojan al mundo sin más equipaje que unas migas de pan que ni siquiera servirán para alimentarnos, puesto que se las comerán los pájaros. Y es entonces, solos por el bosque, sin padres, sin recursos, sin guía, cuando se nos ofrece la posibilidad de conocernos. ¿Qué haremos? ¿Morderemos o no, hambrientos como estamos de consuelo, las esquinas de la casita de chocolate? ¿Retrocederemos o avanzaremos cuando, desde dentro, una voz que suena ambigua nos invite a pasar adelante? Aun sabiendo que el bosque y los monstruos tienden a asociarse, ¿atravesaremos la puerta? Y si lo hacemos así, luego, bajo las amenazas, el castigo o el chantaje, ¿encenderemos o no el horno donde será abrasado nuestro hermano? Por último, cuando hayamos dejado atrás el cadáver de la bruja y regresemos a casa volando sobre una oca, ¿lograremos mirar a los ojos al padre que nos abandonó y recuperar la armonía de la antigua inocencia, o bien viviremos para siempre con el reproche de ese abandono? Y respecto a la bruja, ¿olvidaremos que hemos dejado atrás su cadáver calcinado? ¿No viviremos con la sospecha de que todo pudo arreglarse de otra forma, de que los rescoldos del incendio final con que arrasamos la casita de chocolate nunca se extinguirán del todo, que seguirán ardiendo bajo las cenizas para recordarnos para siempre que nos hicieron e hicimos daño, para demostrar que nunca podremos olvidar la pesadilla?
Cuando termina de hablar parece agotado, como si sus últimas palabras lo hubieran fatigado más que todo lo que ha hecho durante el día. Es la primera vez que le oigo aludir claramente a su infancia, evitando cualquier sugerencia de nostalgia familiar.
—La historia de ese cuento es nuestra propia historia, Andrea, y por eso a mí, en cambio, me ha gustado tanto siempre. Y aunque sea cruel y terrible, como tú dices, yo creo que no es malo contárselo a los niños —dice, con la respiración más calmada, y luego añade, como si lo anterior lo hubiera evocado—: Esta mañana me llamaron aquí, por teléfono.
—¡Sí! —recuerdo de pronto—. Lo siento, lo había olvidado. Intenté decir que te localizaran en el móvil, pero no sé si me entendieron.
—Me llamaron… —duda—. Es por mi madre.
—¿Qué le ocurre?
—Está internada en una clínica de…, allí en España la llamarían de reposo. Un lugar a medio camino entre una residencia y un hospital, donde acude gente en situación de desamparo o, como en el caso de mi madre, con problemas depresivos.
—Pero dijiste que a veces vivía aquí contigo.
—Y así es. Ella misma decide cuándo necesita internarse, ve acercarse las nubes antes de que estén sobre su cabeza. Y entonces solicita el ingreso en una clínica, siempre la misma, a una hora de Lübeck. Pasa allí un tiempo, dos, tres, cuatro meses, y cuando la medicación hace efecto, o cuando se siente mejor, vuelve otra temporada que, la verdad, yo no sé cómo dilatar, no encuentro remedio para animarla, no sé qué decirle, qué hacer, no acepta ninguna de las propuestas que le ofrezco; viajar juntos a algún sitio lejano, pedir unas vacaciones para quedarme con ella, asistir a los conciertos que antes le gustaban tanto… Esta mañana me llamaron para avisarme de que estaba peor, que se resiste a comer y a tomar sus medicinas, que no quiere hablar con nadie. El médico me ha dicho que sería conveniente que fuera a verla. Pero cuando está así, con ese desmoronamiento, no me resulta fácil, todo se me enturbia y no sé cómo reaccionar ante su silencio, pero a veces también ante su desdén o ante sus lágrimas. Mañana voy para allá. Me gustaría que vinieras conmigo.
—Claro que iré —le digo abrazándolo—. Claro que iré.
Al sentir su cuerpo tan cerca, pegado a mí durante unos segundos, el eco del pasado acude a mi recuerdo, como una voz antigua que hubiera desaparecido por el aire y que, al rebotar en una montaña del fin del mundo, al cabo de mucho tiempo retornara con un acento debilitado y dulce. No sé si también por Luis cruzan las mismas sensaciones, que en mí sólo duran un momento antes de extinguirse sin fuerzas en la habitación donde duerme Lucas. Nos separamos lentamente. Los dos dudamos de que sea posible revivir todo aquello. Nada ocurriría del mismo modo, sería devaluar en el presente una historia que la memoria guarda como una pequeña perla. Sería introducir un pequeño sabotaje en la cadena del recuerdo. Muy atrás queda un pasado del que nos separa no tanto el tiempo transcurrido como el hecho de que este encuentro haya sido motivado por la enfermedad de Lucas, y no por el deseo o la añoranza. ¡Qué extraño que lo que nos une sea lo mismo que nos separa!
Como no es un día frío, algunos internos han salido al exterior de la residencia, una enorme extensión de paseos y zonas de jardín y de descanso delimitados por pulcros cuarteles de césped con las calles aún marcadas por las recientes pasadas de la máquina de segar. Hay un silencio demasiado profundo, una inmovilidad, una paz extraña a las que contribuyen el sol en el cielo, la suavidad del aire sazonado de sal y la ausencia de toda fricción atmosférica. Al fondo, más allá de la colina, se divisa el mar, el Báltico.
Luis acaba de localizar a su madre y se dirige hacia ella: una mujer sola sentada en el borde de un banco, sin apoyar la espalda en el respaldo, sin relajarse, como si temiera que de un momento a otro las sólidas patas de hierro forjado fueran a romperse. Luis se adelanta y yo me quedo un poco atrás, esperando. Veo cómo se inclina a besarla y le coge las manos mientras le pregunta algo e intenta sonreír. Hablan unos minutos y luego ella se levanta con gesto cansado, sus pies poco firmes sobre la gravilla, se cuelga de su brazo y comienzan a caminar muy despacio, alejándose de mí. Luis me hace un gesto de espera y me siento en un banco, observando a los pacientes y enfermeros que entran o salen del edificio sólido, limpio y blanco que, no sé por qué, no tiene apariencia de asilo ni hospital, más bien de orfanato donde el ingreso de los internos no se decidiera por su vejez o enfermedad, sino porque no tienen a nadie que los cuide. Algunos pasean solos por los senderos de grava, hablando consigo mismos, los zapatos chirriando como grillos, cada uno un rostro diferente, pero sus cuerpos coinciden en el mismo cansancio de ceniza, en la mansa debilidad del litio o del prozac.
Cuando regresan, me acerco a ellos y me inclino hacia la mujer a darle un beso en la mejilla fría y tersa. Parte de su belleza ha logrado esquivar los años y aún resiste en los ojos azules sin exceso de arrugas, en la armonía de los pómulos altos, en la frente limpia y un poco abombada, en el centro de los labios brillantes, en la ausencia de rincones marchitos. Es más joven de lo que había imaginado viéndola desde lejos: se diría que apenas sobrepasa los cincuenta y cinco años.
—Andrea es una amiga. De España.
Ilona, así se llama, me mira y sus ojos azules parecen mostrar algún interés al oír la última palabra. Un interés perezoso, amortiguado por los sedantes.
—¿De España? Yo viví mucho tiempo en España, cuando era joven. Mi marido —dice vagamente, como si tuviera dificultades para recordarlo, como si se refiriera a algo ocurrido cien años atrás— era de allí.
Hablar le cuesta esfuerzo y sus labios se tensan y arrastran en su tensión todo el rostro, que se contrae en el entrecejo y pierde belleza. Sus ojos se han humedecido de niebla: dos limpias flores azules nadando en aguas ácidas. Luis remueve los pies, quizá temeroso de los efectos que los recuerdos puedan provocar, y comenta algo de mejoría y de viajar. Ilona vuelve a quedarse inmóvil y en silencio, como si hubiera dado un paso atrás para recuperar el descanso. La observo pensando que así como hay mujeres que son hermosas en el movimiento y en la armonía de sus gestos, hay mujeres que son hermosas en la quietud, en la serenidad y aceptación en que se abisman sus ojos, sus manos, su sonrisa, como si estuvieran contemplando un mundo que o bien no tiene necesidad de ser corregido o bien cualquier intento de corrección en él es inútil.
—Siempre hay tiempo para ir de nuevo. Mi casa está a vuestra disposición —les digo.
Ella alza los ojos y me mira para responder:
—No creo que pueda volver allí abajo. Me encuentro demasiado cansada. Además, viajar me da miedo…, todo me da miedo.
—¿Miedo? ¿A qué? —dice Luis—. No debes temer nada. Iremos los dos juntos.
—Miedo a no poder ser feliz cuando todos me repetís que tengo tantos motivos para serlo —dice mirando hacia la lejanía del mar, que queda encuadrado frente a ella, entre Luis y yo.
El gesto de piedad de Luis hace que sus rostros —madre e hijo— se parezcan mucho en ese instante, cruzados por la misma impotencia, por la lúcida comprensión de que no hay angustia más difícil de combatir que esa que no tiene fundamentos físicos ni morales para manifestarse, que parece contraria a la naturaleza, como la de un jilguero que no cantara en su árbol o la de un poderoso león que muriera de hambre porque se negara a cazar.
—No tardarás en recuperarte —insiste Luis—. Otras veces te ha ocurrido y luego, al poco tiempo, te has puesto bien.
—¿Te quedarás a vivir aquí, en Alemania? —me pregunta de pronto.
—No. Sólo estaré unos días. De vacaciones —improviso y miento, pero miro a Luis, que asiente con un gesto. Es él quien tiene que decidir cuándo hablarle de Lucas, de su enfermedad, de mi silencio mantenido durante tanto tiempo.
—Cuando te vayas lo echarás de menos. Este país sería prodigioso si no fuera porque algunas veces se empeña en castigarse a sí mismo —explica con voz baja, como si para nosotros no fuera necesario escucharlo, en un extraño apunte de claridad entre la apatía producida por la medicación. Pero quizá lo ha mezclado todo, y no es en el país en lo que está pensando.
—No dejes de tomar tus medicinas —le dice Luis tras un silencio en el que los tres nos hemos quedado sin palabras.
—Las tomaré.
—Es importante que lo hagas. El médico ha insistido en eso.
—No es por no tomar las medicinas por lo que me encuentro mal. Es otra cosa —dice suavemente.
Luis la mira sin preguntarle la razón. Ahora comprendo mejor su dificultad para tratarla, su angustia al verla así. Es como vivir junto a una campana inestable que, al mínimo soplo de viento, comenzara a doblar con señales de socorro o de alarma.
—Mañana vendré de nuevo a verte —dice, y se inclina hacia ella intentando transmitirle con un beso prolongado todo lo que no ha sabido transmitirle con palabras.
Nos despedimos de ella y la dejamos allí atrás, frente al mar de fondo por encima de la colina, sentada en el banco sin apoyarse en el respaldo, desactivado ese altivo aire heráldico que he visto en otras mujeres alemanas y que se desvanece en cuanto hablas unos minutos con ellas. Buscamos la salida entre los parterres milimétricamente alineados, caminando por una vereda donde hasta la grava parece lavada con esmero. Al llegar al aparcamiento de la entrada, Luis cambia de intención y me pide que caminemos un poco hasta la playa.
Aquí arriba no hay, como había allí abajo, tres mil kilómetros al sur, ni pateras embarrancadas en la orilla, ni zapatos viejos tirados en las cunetas, ni latas o envoltorios de la escasa comida con que sobrevive escondido un inmigrante en situación ilegal, ni colillas vaciadas del cenicero de un coche, ni preservativos entre la arena demasiado fría. Nada que adultere la belleza que siempre ofrece el encuentro o el choque entre la tierra y el mar. Éste es el Báltico. Siempre lo había imaginado como un mar inhóspito y oscuro, amoratado de relámpagos, su superficie con una costra de salitre, lleno de arenques y medusas flotando entre sus costillas de hielo, con un agua negra, metálica, tan ácida que daría la sensación de que comenzaría a oxidar todo lo que tocara. Pero en este día claro, frío y espléndido, con el sol en el cielo azul y las nubes desterradas al reino de los polos, se puede pasear con agrado por la arena de la cala. La marea, suave y baja, envía pequeñas olas en las que un grupo de cisnes remojan sus plumas. Suena la sirena de un barco que viene del norte y parece el gemido de un gran elefante boreal. Todo es apacible y luminoso y, sin embargo, mientras caminamos por la arena blanca, recordando a la mujer sin fuerzas, obediente y vulnerable, que queda ahí detrás, muy cerca de nosotros, comprendo que la tristeza es la misma en las dos orillas, que resulta indiferente cuál sea la causa, que lo que nunca varía ni desaparece es la disonancia del dolor que sube y baja del ecuador a los polos alterando la armonía de los climas y de las estaciones, de paisajes y cielos, la inevitable congoja de una condición humana que viene herida desde el principio de los tiempos y nunca acabará de hallar consuelo.
—Te agradezco mucho que hayas venido.
—Pero ¿qué le ocurre? ¿Por qué está así? ¿Por qué la depresión?
—¿Quién lo sabe? Desde que murió mi padre ha intentado organizar su vida un par de veces y no le ha salido bien. Es demasiado joven para quedarse quieta y quizá demasiado mayor, como ella misma dice, para dejarse seducir por las novedades. No sabe qué hacer, dónde instalarse, cómo salirse de la rutina sin caer en la temeridad, cuándo hacerlo que no sea a destiempo. —Mira hacia el mar frío mientras habla, como si rehuyera mis ojos. La brisa le remueve el pelo y se ve cómo escasea, pero eso ahora lo hace más frágil y cercano—. Y lo peor es que no sé bien cómo ayudarla. No tengo la elocuencia o la astucia necesarias. Somos tan parecidos que, si quiere, ella desmonta con cuatro palabras todas las razones que invento para fingir optimismo, porque, en realidad, yo tampoco he logrado permanecer satisfecho en el mismo sitio durante mucho tiempo. Acuérdate de cuando nos conocimos, cuánto te extrañaba que yo siguiera en aquel trabajo. Decías que yo no encajaba en él. Ni siquiera la juventud y la inexperiencia parecen ahora motivos suficientes para aquella elección. Y en realidad nunca estuve convencido. Siempre me han extrañado esas personas que afirman con toda seguridad: «¡Es lo mío! ¡Esto es lo mío!», refiriéndose a una labor, a un oficio. Esa seguridad yo nunca la he tenido, y ahora, al cabo de los años, todavía ignoro las razones por las que me hice policía, si «hacerse» es la palabra adecuada. ¡Policía! —exclama con extrañeza—. ¡Cómo ser feliz en un oficio así! Te enseñan unas técnicas rudimentarias, te hacen asistir a unos cursos para aprender un puñado de leyes y, cuando te quieres dar cuenta, te han puesto una pistola en las manos. ¡Ya está! Con ese bagaje debes mantener protegida a la sociedad que te paga… Perdona —dice de pronto, al advertir que está hablando de mi oficio—. No creas que me refiero a ti. Una de las cosas tuyas que más me gustó fue la fe que tenías en tu trabajo.
—A veces es difícil mantenerla —sonrío—. Pero aún no la he perdido del todo.
—Quizá de eso se trate, de fe. Es la incredulidad la que te hace ir de uno a otro trabajo, la que te convierte en un vagabundo. A menos que seas un mercenario.
Sé bien lo que quiere decir, sé bien a qué tipo de personas se refiere, pero no puedo desaprovechar la oportunidad que sus palabras me ofrecen para apaciguarlo, para desviar su atención de la mujer que ahí detrás sigue sentada en el filo del banco, esperando el atardecer de bruma y jirones de frío, la cena ligera y sosa en el comedor colectivo adornado con flores traídas por desconocidos, la noche de interminable insomnio.
—¿Esa falta de fe es la que te hizo ir a Cádiz?
Luis me mira un instante.
—¿Ha sido Blas quien…?
—Antes había sido Mimí quien me puso en camino hacia allí. Pero él me dio la primera pista para venir a Hannover. Luego, ya te lo dije, los chicos de la autopista. Y luego Lepanto.
—Yo también tendría que darles las gracias por enviarte hasta aquí —dice. Hacía muchas horas que no le había visto sonreír—. Blas. Un buen tipo, todavía lleno de la ingenuidad y el desafío necesarios para hacer aquel trabajo. Pero él ya te habrá contado su versión.
—No, no tenía una opinión clara sobre ti. Me dijo que nunca terminó de comprenderte. Ni cuando llegaste para trabajar con ellos ni cuando emprendiste el viaje de vuelta.
—En realidad no fui allí a colaborar con ellos. Varios amigos hicimos un viaje y, cuando íbamos a regresar, yo decidí quedarme. Recuerdo el momento en que tomé la decisión. ¿Conoces Tarifa?
—Sí.
—Estábamos en el pequeño dique de la playa, al atardecer, contemplando la cumbre del Yebel Musa, que asomaba por encima de las nubes. Esa mañana habíamos visto casualmente cómo una patrulla de la Guardia Civil detenía a un inmigrante en una cuneta de la carretera. Poco después oímos por la radio que la mitad de un grupo que había llegado en una patera habían muerto ahogados al intentar alcanzar la orilla. Aquél quizá era uno de los supervivientes. Recuerdo que una chica que iba con nosotros dijo algo así: «Cada marea alta nos trae un cadáver a la playa; cada marea baja arrastra hacia ellos un poco de nuestra basura». Entonces miré el faro que comenzaba a parpadear en la isla, también él vigilante, y luego volví a mirar al otro lado del Estrecho, la cima majestuosa del Yebel Musa, que se incrustaba en el cielo, mientras pensaba: Has nacido catorce kilómetros arriba y son tuyos los hospitales, los colegios, la policía, el bienestar, las grafías del alfabeto universal con el que se dan las órdenes y los precios que rigen el mundo. Has nacido catorce kilómetros abajo y nada es tuyo, no tienes nada, eres mudo, puedes morirte, vivirás deseando huir o en una huida permanente. Así que, cuando tres días más tarde todos volvieron a llenar sus mochilas y maletas para el regreso, decidí quedarme. Acababa de abandonar el trabajo en la policía y no tenía nada que hacer, de modo que no supuso ningún sacrificio, ningún gesto noble de solidaridad, no creas. Como hablo inglés y alemán, no me fue difícil encontrar trabajo, unas pocas horas cada noche, en un local de copas frecuentado por turistas adictos al surf. Por la tarde iba a ayudar a aquella oficina. Porque fundamentalmente era eso, una oficina donde tramitábamos papeles, informábamos de rutas o de trabajos de temporada, dábamos clases de español y, a veces, salíamos a buscar por la orilla. También, de cuando en cuando, cada vez que había un ahogado, organizábamos una pequeña manifestación, si no de protesta, sí de testimonio.
—¿Por qué lo dejaste?
—Ya te lo dije antes: porque perdí la fe. Por otro lado, no era un trabajo activo, y yo necesitaba actividad, moverme, salir y entrar. Ahora ya no tanto, ahora me apetece a menudo el reposo, estar en casa sin nada especial que hacer, leyendo o tomando el sol en el jardín cuando hace buen tiempo. Pero en aquella época pensaba demasiado si me quedaba quieto.
—Como Lepanto.
—Como Lepanto. Por eso con él me entendía tan bien. Pero en Cádiz lo que no quería era quedarme en la oficina recortando de los periódicos noticias sobre la inmigración o elaborando informes sobre datos que nos pedía la prensa. También todo eso es necesario, vale, pero yo no era la persona adecuada para hacerlo. Se me caían las paredes encima, esperando a que vinieran a llamar a la puerta cuando lo que teníamos que hacer era meternos en el agua con un flotador para ayudarles a llegar a la orilla. O como aquella mujer que amamantaba a su hijo en la playa y, al ver llegar a plena luz del día una patera donde una madre exhausta traía a su bebé, apartó unos minutos a su hijo de su pecho para alimentar al bebé negro. Pensaba demasiado y llegué a dudar de la utilidad de lo que hacíamos, aunque no de la bondad de las intenciones. ¿A quién estábamos ayudando de verdad? ¿A la larga, no eran las mafias de la inmigración las más favorecidas? Es indudable que había que hacer algo, que no podíamos dejarlos así y que no nos estábamos equivocando de guerra, ni siquiera de batalla, pero quizá sí errábamos al elegir el escenario de la batalla. Los sátrapas corruptos que gobiernan sus países, esos señores de costumbres feudales con harén y rólex con diamantes, ¿no estaban aprovechando la inmigración para no hacer nada por los suyos? ¿Era la mejor solución animar a que vinieran aquí los mejor formados profesionalmente, los más emprendedores, o era en sus países donde había que prestarles la ayuda? La organización te decía: «Ayúdales cuando llegan aquí, en las pateras, a recoger las cosechas». Pero yo me preguntaba si no habría que decir: «Ayúdales a sembrar allí un campo de trigo y no tendrán que subirse a una patera». No sabía cómo responder a todas esas preguntas, no veía la solución y cada día tenía que inventarme motivos para no dejarlo. Pensaba, y lo sigo pensando ahora, que en Europa occidental hemos tenido demasiada suerte en los últimos sesenta años y que el periodo de gracia y de paz se está acabando sin que sepamos hacer nada por evitarlo. Allá, en el Estrecho, medio mundo empujando para subir sin que ninguna alambrada pueda detenerlo, porque la desdicha de su condición no se reduce únicamente al hambre, la alimentan también los falsos sueños que les enviamos desde aquí con los medios de comunicación. Al este, el Islam, cada día con más adeptos en las filas de los fanáticos que piensan que sólo con violentos golpes de efecto se pueden paliar las humillaciones que les inflige Occidente. Y en el otro fondo, no mejor que los demás, una tropa de vaqueros que sienten una peligrosa inclinación a elegir como presidente al candidato que haya firmado un mayor número de penas de muerte. ¿Qué podemos esperar que salga de todo esto?
—No lo sé —respondo, un poco aturdida por la contundencia de su discurso.
Es una voz nueva la suya, nunca lo había visto tan preocupado por esos temas. Cuando surgía su malestar, siempre me había parecido que brotaba de su insatisfacción individual, no de las lacras colectivas. Aunque acaso tanta hostilidad no sea sino un modo de olvidar la llaga abierta por su madre subrayando una herida menos lacerante.
No necesito saber alemán para reconocer el lenguaje de los mismos marcadores sanguíneos que tantas veces he leído en los análisis de Lucas.
—¿Es eso lo que estabas esperando? —me pregunta Luis.
—Sí, es esto. Es compatible —le digo sin poder contener la alegría, el alivio al fin de tanta incertidumbre.
Nos abrazamos y esperamos que vengan del jardín Lucas y mi padre, que ocupa parte de su tiempo en podar las lantanas y los rosales, las escamas secas de las hortensias, y en limpiar los parterres de hojas y malas hierbas, de raíces muertas, de refugios para las babosas. Entonces se lo decimos y Luis abre una botella de vino y todos brindamos. Incluso dejo que Lucas se moje los labios con una lágrima del vino rojo. Observo las distintas formas con que cada uno de ellos muestra su alegría: mi padre sonríe sin hablar demasiado, sin notar la gota de sangre que le ha provocado una espina clavada en su dedo, en la mano que sostiene la copa; Luis, exultante, todavía asombrado por tener un hijo, quizá asombrado también de su alegría por tenerlo; Lucas feliz porque nos ve felices. Comenzamos a hacer planes, hablamos del regreso y de fechas, nos atropellamos al predecir que todo saldrá bien. Nosotros volveremos mañana en el coche y Luis tomará un avión una semana después, cuando haya hecho efecto su propio tratamiento. Así tendrá tiempo, además, para organizar su ausencia en el trabajo y para acompañar a Ilona. En cuanto nosotros lleguemos a casa, avisaremos al doctor Calderón para que reserve un quirófano.